INCONSECUENCIA
Y CONTINGENCIA

INCONSECUENCIA DE JULIEN SOREL  «A veces somos tan diferentes de nosotros mismos como de los demás». Todo novelista podría sacar partido de esta observación de La Rochefoucauld. Pero es una noción que parece haber escapado a Somerset Maugham cuando escribió su ensayo crítico sobre Rojo y negro. En él le reprochaba a Stendhal una curiosa contradicción: el rasgo dominante del carácter de Julien es el dominio que tenía sobre sí mismo; pero llega la crisis decisiva de su vida y se comporta con la impulsividad de un atolondrado. Ahora bien, la primera regla de un novelista (pensaba Maugham) es siempre procurar que sus personajes actúen «in character», de forma consecuente con su personalidad. Pero ¿no es justamente la observancia mecánica de este principio la que ha condenado a una tan gran parte de las novelas y de los relatos del propio Maugham a rebasar apenas el nivel de un inteligente teatro de marionetas? Sin embargo, escribió al menos una obra maestra, Cakes and Ale (Pasteles y cerveza), que escapa a su habitual maquinaria demasiado bien engrasada; pero precisamente la clave de este excepcional éxito radica en el comportamiento ilógico e imprevisible de su heroína.

Chejov sabía todo esto instintivamente. En una gran novela corta —extraña y poderosa—, Relato de un desconocido, evoca un personaje secundario, un funcionario blando y anodino, de una pusilanimidad bastante servil. En un giro de la intriga, este comparsa se sienta al piano y «con los ojos clavados en el techo, como si tratara de recordar algo, interpretó dos fragmentos de Chaikovski; ¡maravillosamente, con tanto entusiasmo y tanta inteligencia! Tenía su aire de todos los días, ni inteligente ni idiota, y yo sencillamente encontraba prodigioso que fuese capaz de sentimientos tan sublimes, tan inaccesibles, tan puros». Y de golpe, la oleada misteriosa de la vida eleva el relato.

CONTINGENCIA SARTRIANA  Chejov (de nuevo él) ha hecho notar que en el teatro, si en el acto I hay una pistola sobre una mesa, alguien se servirá de ella en el acto III. Y lo mismo ocurre con los cabos sueltos; fue a la salida de un cine cuando Sartre tuvo la revelación de la contingencia; después de la película, en la que ningún detalle es gratuito, descubre que «en la calle esto ya no era necesario: la gente iba aquí y allá, eran unos cualquiera».

Pero nuestro instinto exige con pasión que las cosas tengan un sentido; y es por eso por lo que se leen y se escriben novelas. Una vez pasado, necesitamos dar un sentido a todo cuanto nos sucede de inesperado. Podemos soportar el «cómo» de lo que sea, decía Nietzsche, con tal de que sepamos el «porqué». Sobre la irrupción de lo contingente en una vida, Dashiell Hammett escribió una turbadora fábula corta (figura en El halcón maltés, donde no tiene, por otra parte, ninguna relación con la intriga). Un día, en una ciudad de provincias, un agente inmobiliario acomodado, buen ciudadano, buen marido, buen padre, sale un momento de su oficina para comer y desaparece sin dejar rastro. Una rigurosa investigación no descubre nada en su presente ni en su pasado que pueda explicar esta súbita desaparición. Muchos años después un detective le encuentra por casualidad en otra ciudad; ha cambiado de nombre, pero su existencia es muy parecida a la que llevaba en otro tiempo; se ha casado: su segunda esposa se parece a la primera, «ese tipo de mujer que juega bien al bridge y se interesa por las nuevas recetas de ensalada». Confiesa lo que le había pasado: mientras iba a almorzar, una viga de hierro caída de un inmueble en construcción a punto estuvo de despanzurrarle sobre la acera. Salió indemne, pero dominado por el espanto, «como si alguien hubiera levantado la tapadera de la vida para descubrirle su maquinaria interna»: el universo al que se creía tan armoniosamente vinculado no era más que un decorado ficticio, pues el accidente de una viga caída del cielo podía pulverizarlo en menos de un segundo. Lo prudente sería, pues, abrazar ese mismo azar, al que entregó de inmediato su vida; partió, y deambuló como un vagabundo durante semanas y meses. Pero como en su vida errabunda no se producían nuevos accidentes, insensiblemente volvió a su vieja rutina. Tras haberse adaptado enseguida a un mundo en el que le caen a uno vigas sobre la cabeza, paulatinamente se readaptó a un mundo en el que no caen.