Los indios de la costa del Pacífico eran atrevidos navegantes. Tallaban sus grandes piraguas de guerra en el tronco de uno de esos cedros gigantes cuyos bosques cubrían todo el noroeste de América. La construcción comenzaba por una ceremonia ritual al pie del árbol elegido, para explicarle la necesidad urgente que tenían de talarlo, y pedirle perdón por ello. Cosa curiosa, en el otro extremo del Pacífico, los maoríes de Nueva Zelanda hacían piraguas parecidas ahuecando el tronco de los kauri; y también allí la tala era precedida de una ceremonia propiciatoria para obtener el perdón del árbol.
Unas costumbres tan exquisitamente civilizadas como éstas deberían avergonzarnos. Tal fue mi sentimiento la otra mañana; me habían despertado los chirridos de una sierra mecánica que trabajaba en el jardín de mi vecino, y, desde mi ventana, pude ver cómo éste —aparentemente sin haber hecho ninguna ceremonia previa— dirigía la tala de un magnífico árbol que daba sombra a nuestro rincón desde hacía medio siglo. Las grandes aves que anidaban en sus ramas (una variedad de cuervos desconocida en el hemisferio Norte y que, lejos de graznar, tiene un canto prodigiosamente melodioso), espantadas por la destrucción de su hábitat, revoloteaban en vuelos frenéticos, lanzando desgarradores chillidos de alarma. Mi vecino no es un mal tipo, y nuestras relaciones son perfectamente corteses, pero me hubiera gustado cuando menos saber la razón de su sorprendente vandalismo. Intuyendo sin duda mi curiosidad, me anunció alegremente que sus arriates tendrían en adelante más sol. En su Diario, Claudel menciona una explicación parecida dada por un vecino suyo de campo que acababa de talar un olmo secular por el que el poeta sentía apego: «El árbol ese daba sombra y estaba infestado de ruiseñores».
La belleza llama a la catástrofe del mismo modo que los campanarios atraen el rayo. La administración de servicios públicos que hace pasar una autopista por en medio de Stonehenge, o una vía férrea a través de las ruinas de Villers-la-Ville, el monje que prende fuego al Kinkakuji, el municipio que transforma la iglesia abacial de Cluny en una cantera de piedras, el energúmeno que lanza un bote de pintura acrílica al último autorretrato de Rembrandt, o el que ataca con un martillo la madona de Miguel Ángel, obedecen todos ellos, sin saberlo, a una misma pulsión.
Un día, hace ya tiempo, un pequeño percance me hizo intuirlo. Estaba escribiendo en un café; como a muchos perezosos, me gusta sentir la animación en torno a mí cuando se supone que trabajo, lo que me produce una ilusión de actividad. Por eso el ruido de las conversaciones no me molestaba, ni siquiera la radio que bramaba en un rincón; había vomitado ininterrumpidamente durante toda la mañana melodías de moda, cotizaciones de Bolsa, música de fondo, resultados deportivos, una charla sobre la fiebre aftosa de los bovinos, de nuevo melodías, y todo ese batiburrillo auditivo manaba como agua caliente que se escapa de un grifo mal cerrado. ¡De pronto, milagro! Por una razón inexplicable, esta vulgar rutina radiofónica dio paso sin solución de continuidad a una música sublime: los primeros compases del quinteto para clarinete de Mozart se enseñorearon de nuestro pequeño espacio con serena autoridad, transformando ese café en una antesala del Paraíso. Pero no se puede decir que los otros clientes, ocupados hasta ese momento en charlar, jugar a las cartas o leer la prensa, fuesen sordos: al oír aquellos acentos celestiales, se miraron estupefactos. Pero su desazón no duró más de unos segundos: para alivio de todos, se levantó resueltamente uno de ellos, fue a girar el mando de la radio y cambió de emisora, restableciendo así una oleada de ruido más familiar y tranquilizador, que cada uno pudo ignorar de nuevo tranquilamente.
En ese momento se me impuso una evidencia que no me ha abandonado jamás desde entonces: los verdaderos filisteos no son una gente incapaz de reconocer la belleza, pues claro que la reconocen y muy bien, la detectan al instante, y con un olfato tan infalible como el del esteta más sutil, pero es para poder caer inmediatamente sobre ella con el fin de ahogarla antes de que pueda entrar en su universal imperio de la fealdad. Pues la ignorancia, el oscurantismo, el mal gusto o la estupidez no son fruto de simples carencias, sino de otras tantas fuerzas activas, que se afirman furiosamente a la menor oportunidad, y no toleran ninguna excepción a su tiranía. El talento inspirado siempre es un insulto a la mediocridad. Y si esto es cierto en el orden estético, aún lo es más en el moral. Más que la belleza artística, la belleza moral parece tener el don de exasperar a nuestra triste especie. La necesidad de rebajarlo todo a nuestro miserable nivel, de mancillar, burlarse y degradar todo cuanto nos domina por su esplendor es probablemente uno de los rasgos más desoladores de la naturaleza humana.