LA ISLA NORFOLK: SUS PINOS, SU CONGRESO
DE ESCRITORES, SU ASESINATO NO RESUELTO
¿Un congreso de escritores? En toda mi vida no había puesto los pies en una verbena semejante. Siempre me ha parecido que, a este respecto, Paul Claudel ha dicho la última palabra: «No se os ocurra invitar nunca al mismo tiempo a varios hombres de letras: un jorobado preferirá siempre la compañía de un ciego a la de otro jorobado». Pero esa vez, el congreso en cuestión se celebraba en la isla Norfolk: la idea de participar en una reunión semejante en una islita perdida del Pacífico Sur parecía tan irresistiblemente estrafalaria, que, precisamente por ello, no pude resistir la tentación: y no me he arrepentido.
En primer lugar, los otros jorobados resultaron ser una compañía agradable. Así, había allí un psicoanalista de gatos, un conversador brillante que había comenzado por atender a seres humanos, pero la obligación de escuchar en silencio los monólogos interminables e idiotas de sus pacientes (le ocurría a menudo que se dormía durante las consultas) se había vuelto para él tan insoportable que finalmente tomó la sabia decisión de dedicarse más a los gatos, que no están menos neuróticos, por supuesto, pero son simpáticos y, al menos, tienen la inteligencia de callarse. Había también una joven que había sido contratada como cocinera en una expedición ártica —preparar la comida para cincuenta personas en un banco de hielo barrido por las ventiscas, con víveres perpetuamente ultracongelados, plantea problemas logísticos inimaginables—; también había un pianista flaco y melancólico; dos poetisas; un autor de novelas policíacas de éxito; un viejo abogado penalista que había defendido a algunos criminales famosos; un antiguo cantante de ópera aún con una buena voz; la presentadora de un programa de televisión muy popular dedicado a la jardinería, que había escrito un best-seller sobre una aventura escabrosa (pero muy romántica) que le había sucedido con un nativo de Perpiñán (o de Carcasona, no lo recuerdo ya muy bien), etcétera; en resumen, no era para aburrirse. A las conferencias seguían animados debates en los que participaba un público numeroso y atento: la población de Norfolk (mil ochocientos habitantes) dispone de mucho tiempo libre y de pocas distracciones.
Las sesiones del congreso no llenaban, por otra parte, más que una mitad del tiempo, por lo que podía emplearse el resto en explorar la isla. Ésta no tiene más que treinta y cinco kilómetros cuadrados de un campo verde y accidentado, recorrido por algunas pequeñas carreteras. Cuando el capitán Cook la descubrió en el siglo XVIII, la isla estaba cubierta de pinos majestuosos y creyó en primer lugar que la Marina británica podría encontrar allí una inagotable provisión natural de mástiles y de aparejos para sus navíos. Pero no tardó en desengañarse: el grano de esos árboles los hacía inadecuados para cualquier uso en carpintería. Y, como en el apólogo de Zhuang Zi en el que un magnífico árbol debe su longevidad al hecho de que su madera no sirve absolutamente para nada, esos gigantes multiseculares están protegidos hoy aún por su sublime inutilidad.
La isla, enteramente rodeada de altos acantilados, es una verdadera cárcel natural, y por eso sirvió a principios del siglo XIX de mazmorra en la colonia penitenciaria australiana: Norfolk era el espantoso castigo reservado a los presidiarios reincidentes; no se puede decir que la ferocidad sádica del régimen que reinaba en Norfolk fuera bestial, pues sería difamar a las bestias, que, precisamente, son totalmente incapaces de esas invenciones; hay que pertenecer a nuestra funesta especie para concebirlas.
Al cabo de una cuarentena de años, el presidio de Norfolk, demasiado incómodo de mantener, fue abandonado definitivamente y la isla fue devuelta a su soledad, pero no por mucho tiempo: en 1856, los habitantes de Pitcairn, descendientes de nueve de los amotinados del Bounty y de sus compañeras tahitianas, amenazados por la superpoblación en su peñón (¡siete veces más pequeño que Norfolk!), fueron autorizados por la reina Victoria a ir a instalarse en la antigua penitenciaría. Y fue así como Norfolk, tras haber sido un infierno, se convirtió en un paraíso.
Todos los notables de la isla llevan, pues, con orgullo los nombres de antiguos penados: Christian, Smith, McCoy, Quintal… Aunque son muy amables, forman una pequeña sociedad más cerrada que el más exclusivo de los country clubs aristocráticos de Inglaterra. Siguen usando entre ellos un dialecto de una extraña dulzura, su lenguaje secreto —mezcla de inglés arcaico y de expresiones tahitianas—, y su himno de Pitcairn, que cantan todos a coro en las grandes ocasiones, conserva la penetrante melancolía de las melodías polinesias.
Sin calles y sin farolas, sin policía ni prisión, sin impuestos y sin periódicos, la isla parece disfrutar de una existencia idílica, perfecto ejemplo de las teorías de Jean-Jacques Rousseau. Y, sin embargo, la paz de esa comunidad que no había conocido ni un crimen en ciento cincuenta años se vio sacudida por primera vez, hará cosa de dos años, por un asesinato que no llegó a resolverse;[2] y ahora otra vez, pues al final del congreso de escritores, justo después de la partida del último literato, ¡el hijo del ministro de Trabajo y de Turismo cogió una carabina y fue a dispararle a su padre a quemarropa en su despacho! ¿Estará, de pronto, la inocencia de Norfolk en vías de desaparición?
Quizá no fue una buena idea, después de todo, introducir la literatura en ese pequeño mundo cándido. Recordad precisamente a Jean-Jacques: prohibía todos los libros a su Emilio, con la sola excepción de Robinson Crusoe.