EL ARTE DE LA LÍTOTE, DE LOS BLANCOS
Y DE LA AUSENCIA
El mes pasado, hablando en estas mismas páginas de Da Vinci y de Daumier, evoqué el fenómeno de las «imágenes eidéticas», esas visiones mentales, de una precisión casi alucinatoria, que consiguen cultivar determinados pintores. Hubiera tenido que subrayar que esta forma de imaginación no es en absoluto exclusiva de las artes visuales; la encontramos también, y sobre todo, en los escritores. Flaubert explicó al respecto:
Cuando escribía el envenenamiento de madame Bovary, tenía de una forma tan realista el sabor del arsénico en la boca, estaba de forma tan realista envenenado yo mismo, que me provoqué dos indigestiones una tras otra: dos indigestiones reales, pues vomité todo lo que había cenado […]. Hay muchos detalles que no incluyo. Así, para mí, monsieur Homais está ligeramente picado de viruelas. En el pasaje que viene inmediatamente después, veo todo un mobiliario (incluidas las manchas en los muebles) del que no se dirá ni una palabra…
Al artista no le basta con tener la visión de su composición. Para dar a esta visión toda su intensidad, debe sugerirla por medio de la lítote («Hay detalles que no escribo»). Balzac, por ejemplo, poseía la visión pero ignoraba la lítote hasta un punto que ha exasperado a menudo a sus mejores lectores. Así, Robert Louis Stevenson le confiaba a un íntimo:
Balzac es una especie de Shakespeare balbuciente, aplastado bajo un exceso de detalles forzados pero débiles. Es asombroso comprobar lo malo que puede ser a veces, y lo falso, y lo tedioso; pero también, por supuesto, lo soberbio y poderoso que puede ser en cuanto se abandona a su temperamento. Pero incluso entonces, nunca es simple ni claro. No podía dejar nada sobreentendido, y por ello terminaba a menudo hundiéndose bajo una profusión de accesorios incongruentes. ¡Ah, Dios mío! ¡No hay más que un solo arte, el arte de omitir! ¡Oh, de poseer únicamente el arte de cortar, no ambicionaría ningún otro don! Un escritor que supiera cómo cortar podría transformar cualquier gaceta cotidiana en una epopeya homérica.
Esta potencia expresiva de los «blancos» del relato es, por otra parte, confirmada por las iniciativas de la censura: es en el momento en que madame Bovary desaparece durante algunas horas con su amante dentro de un coche de punto de los que no se ve más que las cortinillas herméticamente cerradas cuando los censores comenzaron verdaderamente a volverse locos. ¿Y qué libro (creo que era de Jean Genet) se reveló finalmente en su versión íntegra menos escandaloso que en la versión censurada que lo había precedido? Ningún escritor dispone de un poder verbal capaz de rivalizar con la imaginación de sus lectores; así, todo su arte consiste en tocar esta tecla.
He tenido una curiosa experiencia al volver a ver recientemente (veinte años después), en tres veladas consecutivas (¡nueve horas de felicidad!), la adaptación televisiva de Retorno a Brideshead, de Evelyn Waugh. Había guardado un recuerdo vivo de un personaje secundario, Mrs. Muspratt, la prometida de Brideshead (en Waugh, los personajes secundarios están siempre bosquejados con una vida, una agudeza y una gracia memorables); pero no lograba acordarme del rostro de la actriz que lo encarnaba. Madre de familia, viuda de un almirante que coleccionaba cajas de cerillas, mujer metida en carnes y bien conservada (pero mayor de lo que confesaba), Beryl Muspratt inspira simultáneamente la pasión ferviente de su ingenuo prometido, la hostilidad acerba de su futuro suegro, la ironía burlona de su futura cuñada y la simpatía regocijada del narrador. No era asombroso que hubiese olvidado su rostro: ninguna actriz ha interpretado ese papel, pues en realidad el personaje no aparece nunca en escena: la serie televisiva es por otra parte escrupulosamente fiel al libro, en el que Mrs. Muspratt no es presentada más que a través de algunas frases, fragmentarias y contradictorias, intercambiadas por los otros personajes.
Un efecto bastante parecido es el descrito por Orson Welles (cuando interpreta su papel de Harry Lime en El tercer hombre) durante una conversación con Peter Bogdanovich. Cuando éste le cumplimentaba por la manera en que había logrado dominar toda la película con su sola presencia, Welles le rectifica enseguida con modestia y le hace observar que, por el contrario, es con su ausencia como había logrado dicho resultado:
Es como en el teatro, el personaje del señor Wu, muy conocido por todas las estrellas de la vieja escuela, a las que no les gustaba nunca hacer su entrada antes del final del primer acto. Primero dejaban a los otros actores moverse por el escenario durante tres cuartos de hora, sin preguntar otra cosa que: «¿Ha visto al señor Wu?». «¿Qué pasará cuando esté aquí el señor Wu?». «¿Cuándo vendrá el señor Wu?». Y luego, por fin, resuena un gong enorme, y el señor Wu aparece sobre un puente chino, ataviado con un magnífico traje de mandarín. Flor de melocotonero (¿o cuál es su nombre?) se deshace en genuflexiones, la multitud de papanatas le aclama: «¡Señor Wu! ¡Señor Wu!». Cae el telón; los espectadores aplauden atronadoramente: «¡Qué formidable actor!».