ACCIÓN SUPERIOR DE LA INACCIÓN
Vasari, cuando describe la manera en que trabajaba Leonardo da Vinci en La última cena en el refectorio de Santa Maria delle Grazzie, cuenta que el prior se irritaba por los largos intervalos de inacción que se permitía el pintor; pues ocurría, en efecto, que éste se pasaba medio día contemplando la pared sin tocar sus pinceles. El prior, que hubiera querido ver a Leonardo trabajando sin parar como lo hacían los jardineros que labraban su huerta con la azada, finalmente pidió al duque Sforza que instara al artista a apresurarse un poco. El duque preguntó, pues, a este último sobre las razones de su lentitud; sabiendo que se las tenía que ver con un ser superior, Leonardo se mostró totalmente dispuesto a explicar los secretos del arte de pintar: «A menudo los hombres de genio hacen mucho más cuanto menos actúan, pues tienen que meditar acerca de sus invenciones y madurar en su espíritu las ideas perfectas que expresarán posteriormente reproduciéndolas con sus manos».
Esta frase parece sacada de uno de esos tratados que los pintores chinos han escrito sobre su arte, y el relato de Vasari podría ser emparejado con un pasaje de Zhuang Zi: un príncipe quería mandar realizar unas pinturas en su palacio; una multitud de pintores respondió a su invitación y, tras haberle presentado sus respetos, se afanaron enseguida delante de él, limpiando sus pinceles y desliendo su tinta. Sólo uno, no obstante, llegó después de todos los demás; sin apresurarse, saludó al príncipe de pasada, luego desapareció entre bastidores. Intrigado, el príncipe encargó a un servidor que fuese a ver qué hacía. Regresó el servidor, todo perplejo: «Ese individuo se ha desvestido y está sentado medio desnudo, sin hacer nada». «¡Magnífico —exclamó el príncipe—, éste es el adecuado; es un verdadero pintor!».
Los chinos consideran que «pintar es sobre todo difícil antes de pintar», pues «la idea debe preceder al pincel». Por eso la noción de que la pintura es una «cosa mentale» ha sido siempre evidente para ellos. En Occidente es, por el contrario, la definición de Jackson Pollock, «painting is something physical» [pintar es algo físico], la que parece haber tenido un mayor predominio. En la pintura occidental, en efecto, es relativamente raro que la obra constituya la simple proyección de una visión interior preexistente; mucho más a menudo, la pintura resulta de un diálogo, incluso de un cuerpo a cuerpo que el artista emprende con la tela; situación perfectamente descrita por el axioma de Dufy: «Hay que saber dejar la pintura que se quería hacer en favor de la que se hace». La psicología de la percepción distingue dos tipos de imágenes: están las imágenes de la «memoria primaria», de la que, por ejemplo, se sirve el pintor que trabaja del natural; éstas no duran más que un instante, el tiempo que tarda en trasladar su mirada del modelo a la tela; y están las imágenes de la «memoria secundaria», llamadas también imágenes «eidéticas»: el espíritu las almacena como lo haría una cámara, y luego, cuando desea consultar estos clichés, se los proyecta en una pantalla mental donde reaparecen en toda su complejidad. La imaginación eidética se encuentra a menudo en estado espontáneo en los niños, pero también es posible cultivarla metódicamente. El estudio y el ejercicio de la escritura ideográfica probablemente han favorecido el desarrollo de esa facultad en los pintores chinos, al igual que la práctica de la meditación enseñada por el taoísmo y el budismo chan. Añádase a esto toda la técnica de la pintura china: la naturaleza misma de sus instrumentos —tinta y pincel—, que no permiten ni la duda ni el arrepentimiento, excluye en gran medida la posibilidad de trabajar a partir de las imágenes de la «memoria primaria» (del natural) y exige por el contrario una ejecución instantánea, sin retoques. Para el artista, se trata en efecto de restituir de un trazo la imagen que se había formado en el espíritu antes de tomar el pincel; y cuando el pincel ataca el papel es con un impulso fulminante y sin vuelta atrás, «como el halcón que cae sobre una liebre».
Una anécdota de la vida de Daumier demuestra, por otra parte, que esta forma de creación no está enteramente ausente de la pintura occidental. Daumier fue un día a ver a un vecino del campo: «Necesito un pato para una litografía, pero he olvidado cómo está hecho. ¿Puedes enseñarme uno?». El amigo le llevó a la charca del fondo de su huerto y, como Daumier se concentraba en la contemplación de los patos, el otro le preguntó: «¿Quieres un cuaderno y un lápiz?». «Pero ¡qué te crees! ¡Yo soy incapaz de dibujar del natural!». Finalmente, una vez que se hubo grabado la imagen de los patos en la mente, Daumier se despidió. Y a la semana siguiente el Charivari publicaba unos patos pintados por Daumier, de una vida y de una verdad impresionantes.
El filósofo Alain (seguido en este punto por Sartre en Lo imaginario), creyendo que había una diferencia esencial entre lo percibido y lo imaginado, se burlaba de esas gentes que pretenden ver el Panteón sin estar delante de él («¿Cuántas columnas ve?»). Pero en realidad, un pintor Song, o un Da Vinci, o un Daumier, probablemente no habrían encontrado descabellado contar las columnas de su Panteón mental.