Barcelona. 22-23 de febrero
María esperaba en el vestíbulo del Juzgado de lo Militar. La decoración no tenía aire castrense. Los tonos de las paredes eran amables, había cuadros de paisajes y marinas, y un jarrón con flores en una pequeña mesa. De vez en cuando, alguien abría la puerta, le preguntaba alguna cosa, ella contestaba escuetamente, y el interrogador volvía a salir.
A última hora de la tarde, Marchán salió del despacho del juez. Se mostraba amable, pero no daba concesiones.
—El juez ha denegado la apertura de diligencias contra Publio —dijo clavando en ella sus grandes ojos. El policía esperó a que la noticia calase en María, observando su reacción de estupor y calibrando la verosimilitud de las lágrimas que le saltaron compulsivamente.
María no daba crédito a lo que estaba escuchando.
—Insiste en que César debe entregarse. Sin su testimonio, no aceptará las pruebas.
—Puedo declarar yo, están las pruebas que has reunido, pídele que examinen los documentos de los archivos de Lorenzo.
Marchán se mostraba apesadumbrado.
—Lo hemos hecho, pero alguien vació su apartamento. Supongo que fue el propio Ramoneda. Respecto a ti, el juez no cree que seas un testigo fiable.
—Y eso, ¿qué significa?
—No te acusa de nada, de momento. Pero conoce el historial de tu matrimonio. Sufrías malos tratos, y la relación con Lorenzo no era buena. Además, directa o indirectamente, tienes que ver con las muertes de Pedro Recasens y de Ramoneda, y en el incendio que provocó la muerte de los hermanos Mola, además de estar presuntamente implicada en la fuga de César Alcalá. Por muy buena fe que yo pueda tener, me resulta muy difícil convencerle de que todo se debe a la casualidad.
»Yo no pienso rendirme, María. Tengo la sensación de que alguien está intentando parar al juez, y el hombre espera acontecimientos para tomar una decisión u otra. Es como si todo el mundo estuviera esperando que ocurra algo, como si nadie quisiera pararlo para que todo reviente de una vez. Pero yo no cejaré hasta que ese diputado ingrese en una prisión.
María consultó la hora en su reloj de pulsera. El tiempo se le iba. Aquella misma tarde debía ingresar en el hospital para operarse.
—¿Me dirás dónde se esconde Alcalá?
María contempló con incredulidad a Marchán.
—¿Por qué ese afán en atraparle?
—Quiero ayudarle. Y no podré hacerlo si se convierte en un prófugo. Debe hacerse de acuerdo con la ley. Tú sabes que ese es el único camino.
María sonrió con tristeza.
—No, inspector. Yo ya no sé nada.
El día 23 de febrero, lunes, a las 18:30, una gran cantidad de gente empezó a reunirse frente al logotipo que tenía La Vanguardia en la calle Pelayo de Barcelona. A los pocos minutos era tal la multitud que uno de los redactores del diario tuvo que salir a la calle, y, con un megáfono en mano, transmitir de viva voz las noticias que iban llegando de las diferentes agencias de noticias. Paralelamente, la gente se arremolinaba en torno a los que escuchaban, a través de un transistor, la noticia.
Media hora antes, mientras los diputados votaban la investidura del nuevo presidente del Gobierno, un grupo de doscientos guardias civiles armados había irrumpido en el Congreso de los Diputados, conminando el jefe de la tropa a sus señorías a echarse al suelo, pistola en mano y ocupando la tribuna de oradores. Se habían escuchado ráfagas de ametralladora en el hemiciclo y se temía una masacre. De pronto el país entero se sumió en un anochecer amedrentado. Acababa de producirse un golpe de Estado.
—Vea, este es su cerebro.
El doctor le mostró la tomografía, señalando una zona del lóbulo derecho en la que se apreciaba una pequeña mancha.
—El problema que tenemos es que se ha expandido. De ahí las agnosias que sufre: percibe objetos pero no los asocia con su función habitual; y por la misma razón le cuesta hablar, y tiene esas afasias. Las causas de los mareos y de las perdidas de visión se deben en parte a esta hipertensión que se aprecia en esta zona.
María escuchaba con atención. Intentaba concentrarse en cualquier otra cosa que no fuera el sonido de la maquinilla de afeitar con la que una enfermera le estaba rasurando la cabeza. Y fingía que no le importaba ver cómo los mechones de pelo caían al suelo como una cascada de hojas otoñales.
—¿Eso significa que la cosa pinta mal?
El doctor se ajustó el puente de las gafas a la nariz.
—Lo sabremos cuando extirpemos el tumor y lo analicemos.
Después de lavarse la trasladaron en una camilla al quirófano. En el ascensor el personal sanitario comentaba agitadamente los acontecimientos que las radios transmitían con cuentagotas. María pudo escuchar que los militares habían tomado las instalaciones de tve en Madrid y que los blindados ocupaban las calles de Valencia.
Sintió un profundo desánimo. Después de tantas muertes, nada de lo hecho había podido evitar que Publio se saliera con la suya. Imaginó cómo sería el mundo al despertar. ¿Qué caras vería en el telediario? ¿Las de una junta militar? ¿Las de un nuevo dictador? ¿Cómo podía haber pasado? Nadie había hecho nada para impedirlo, y los que lo habían intentado habían fracasado. Lo impensable, la vuelta atrás en el tiempo, estaba a punto de suceder ante la mirada atónita de todos. Publio saldría triunfante. Tal vez le nombrasen ministro, puede que presidente…
El camillero dejó de hablar y se la quedó mirando.
—¿Por qué llora? No esté asustada. Verá cómo todo sale bien.
María asintió. No lloraba por ella. Para eso no tenía lágrimas. Su llanto era de incomprensión, de muda desesperanza en un mundo cuyas reglas no comprendería nunca. Los hombres morían, mataban, traicionaban sus ideales, embarcaban a un pueblo entero en guerras fratricidas, y ella no entendía por qué. Por el poder, ese es el único motivo que mueve a los hombres: el poder, le dijo en cierta ocasión su padre. Pero el poder era algo absurdo, abstracto, algo minúsculo e inútil. Bastaba entrar en un quirófano para comprobar lo ridículas que eran las aspiraciones humanas.
Una enorme lámpara esférica, sostenida por un brazo mecánico, lanzaba destellos de luz muy intensa a través de decenas de ojos. Parecía un platillo volante. A la derecha de la mesa de operaciones se extendía el instrumental sobre un paño verde, junto a una bandeja metálica. Todo era blanco, las paredes, la luz, el suelo, las caras, excepto los uniformes de los practicantes y las sábanas del operatorio que eran de un verde desgastado. Olía a linimentos, a alcoholes desinfectantes, a gasas impregnadas de medicamento aséptico.
La colocaron como a un fardo en la mesa de operaciones y le colocaron unas mordazas que sujetaban su cabeza, forzándola a mirar hacia la izquierda. Pusieron algo en la sonda que iba a su brazo. Luego sintió frío en el cráneo desnudo; la estaban rociando con alguna crema gélida. Los médicos hablaban con las mascarillas aún sin poner. Señalaban su cabeza como si fuese un objeto extraño. A ella la ignoraban por completo. Alguien marcó con un rotulador la ruta a seguir hasta su cerebro. María se alegró de no estar en la Edad Media, cuando trepanaban los cráneos con un berbiquí.
—Tardará un poco en hacer efecto la anestesia. Puede que notes un ligero malestar. Es normal.
¿Por qué de repente el miedo había desaparecido? A través de las cortinas que tapaban el quirófano entreveía la sala exterior. Todo el personal le daba la espalda, atentos a un televisor colgado en la pared. Le pareció una buena metáfora. Incluso el cirujano que iba a operarla preguntó inquieto cómo iban las cosas en el Congreso mientras una enfermera le colocaba los guantes azules.
Se sentía sola, pero no triste. En parte se arrepentía de haberle dicho a Greta que no quería que estuviese en el hospital. No quería que nadie la viera así, rendida, a merced de otros. Curiosamente, la última persona que vio antes de que todo se tornase borroso, fue al inspector Marchán, que estaba dispuesto a mandarla a la cárcel si sobrevivía a la operación. El policía le sonreía desde el otro lado. Era una sonrisa sincera. Una sonrisa que le deseaba buen viaje a la oscuridad.
María Bengoechea murió en el hospital de la Sagrada Familia el día 6 de mayo de 1982, después de varias operaciones. Su agonía de los últimos días no fue poética, ni romántica. Apenas tuvo momentos de lucidez, y no pudo disfrutar ni unos minutos de intimidad con Greta. Le hubiera gustado despedirse de ella a solas, besarla en los labios y sentir por última vez las caricias de sus dedos enredándose en el pelo. Pero aquella habitación era como una cárcel de cables y máquinas, de médicos, de policías, de periodistas. Se apagó despacio hasta extinguirse en un estertor final, algo monstruoso y cómico a la vez, un enorme eructo que expulsó los últimos restos de aire de sus pulmones, y con ellos sus últimas partículas de vida, de pensamientos, de sentimientos, de emociones.
Vino entonces el trajín de los preparativos del funeral. María no tenía nada dispuesto; hasta el último segundo debió de convencerse de que aquello no iba con ella. Greta cumplió sin emoción con el ritual de elegir flores y ataúd. Todo fue tan corriente, tan mundano, que se le hizo insoportable. Fue un acto íntimo. La muerte siempre lo es. Pero cuando el entierro es en familia, y por familia estaban ella y la media parte que quedaba de Gabriel, todo es más ligero, menos litúrgico. Por deferencia, se había acercado al cementerio el inspector Antonio Marchán. Las notas dejadas por María le habían sido de mucha utilidad para esclarecer su inocencia en las muertes de Recasens, Ramoneda, Lorenzo y los hermanos Mola. Sin embargo, el policía estaba convencido de que María se había llevado a la tumba el paradero de César Alcalá y de su hija, a quienes seguían buscando.
No hubo acto religioso. María no lo hubiese permitido. Únicamente con ellos tres como testigos, los operarios del cementerio introdujeron el ataúd en el nicho, colocaron la lápida y la sellaron con mortero. Con la ayuda del policía Marchán, Greta colocó una pequeña corona de lirios, sin ninguna banda ni recordatorio. No dijo nada, ni esbozó gesto alguno. Dio la vuelta y se marchó por donde había venido, sin volver la vista atrás, sin prisas, dejando en el camino sus huellas.