Barcelona. Del 18 al 20 de febrero de 1981
—Qué hermosa es —dijo Greta, acariciando la frente de Marta, que todavía dormía.
María estuvo de acuerdo. Tumbada en la cama y cubierta con las sábanas blancas, la hija de Alcalá parecía un ángel de extraña hermosura. Resaltaba sobre su piel nacarada la delicadeza de su nariz y de sus labios entreabiertos por los que asomaban dos dientes incisivos. Debajo de los moratones y de las profundas ojeras se desvelaba poco a poco el rostro de una niña de diecisiete años. Pero al quejarse, movida por oscuras pesadillas, ese atisbo de inocencia desaparecía tras una larga sombra gris.
Entró la enfermera y comprobó el goteo del suero. Al salir, charló animadamente con el policía que custodiaba la entrada de la habitación. Los agentes le habían hecho muchas preguntas a María y ya empezaban a aparecer los primeros periodistas oliendo noticias sensacionalistas con las que llenar portadas. Aquella misma mañana los bomberos habían encontrado en las ruinas de la casa del Tibidabo los cuerpos de los hermanos Mola. Incapaz de soportar el aluvión que se le venía encima, María le había pedido ayuda a Greta, y esta había acudido al hospital sin un solo reproche.
María consultó con nerviosismo el reloj de la pared.
—¿Todavía no se sabe nada?
—De un momento a otro.
—El juez dictará la orden de detención contra ese diputado, ya lo verás —la tranquilizó Greta, cogiéndole la mano.
Esta sonrió cansada. No estaba segura. No se sentía feliz. Había descubierto demasiadas cosas y había perdido mucho en aquella búsqueda.
—Y de César, ¿qué sabemos?
María se cercioró de que nadie podía escucharla.
—Está a salvo. Lo mantengo informado sobre el estado de su hija, pero es mejor que no se deje ver por ahora. Confío en que si las pruebas que ha aportado acaban por inculpar a Publio, el fiscal le ofrezca un trato. Tal vez el gobierno le conceda un indulto. Pero todo está en el aire.
Greta le acarició el brazo. Pero María se apartó, apenas logrando disimular su necesidad de estar sola.
¿Por qué no sentía nada? No había llanto atragantado, ni sensación de felicidad o de satisfacción. Solo cansancio. No podía evitar la imagen de Fernando con la espada ensangrentada, y su mirada de incomprensión, de locura apasionada. Ni siquiera era capaz de tocar a Marta, de hablarle o de mirarla a los ojos. Se sentía culpable de todo lo que le había sucedido. Sentía que ella y su padre eran los causantes del dolor de aquella familia, un sufrimiento que había traspasado a tres generaciones, cuarenta años de tristeza.
María y Greta fueron a cenar aquella noche a un restaurante a pie de playa, en el barrio de la Barceloneta. A través de las grandes cristaleras del comedor se veía la playa iluminada con farolillos. La brisa marina rizaba la espuma de las olas que se deslizaban mansamente hacia la orilla.
—¿Por qué me miras de ese modo? Llevas todo el día haciéndolo —preguntó María. Le incomodaba sentirse objeto de compasión.
—No es compasión —replicó Greta, leyendo su pensamiento—. Es solo que te echo de menos, y que me duele no haber estado contigo en esto.
María se quedó pensativa, sosteniendo una copa de vino tinto ante sus ojos.
—No he hecho nada en realidad. Sencillamente me han utilizado unos y otros. Y yo no he tenido en ningún momento la oportunidad de elegir poder hacer otra cosa.
—No es cierto. Podías dejar que las cosas siguieran su curso y no inmiscuirte. Pero no lo has hecho, le has devuelto al inspector a su hija.
—Es lo justo después de que se la arrebatase. Me pregunto qué pensará esa niña cuando un día despierte de su horror y le pregunte a su padre por qué tuvo que pasarle todo eso a ella. ¿Qué le dirá César? Que un maníaco la secuestró y la torturó porque consideraba a su abuelo Marcelo el asesino de su madre y que por ello buscaba venganza. Le dirá entonces que ese loco estaba equivocado, que el hombre que debía pagar su culpa era otro, un viejo senil con una hija abogada, ciega y arrogante. Y le dirá también que no pudo rescatarla antes porque esa abogada se lo impidió encerrándolo en la cárcel.
Greta le acarició el pelo.
—No es justo que te acuses de esa manera. Estás tergiversando las cosas. Tú no eres responsable de los actos de tu padre, ni de la muerte de aquella mujer; ni siquiera tienes algo que ver con la demencia de su hijo. César cometió un delito, y tú hiciste lo que debías hacer… Lo mismo que ahora. Todo se ha terminado… Deberías volver conmigo a casa y descansar unos días. Podríamos pasear por la playa, leer, escuchar música, las cosas que hacíamos antes, tú y yo.
María sintió una punzada de dolor. Se sentía sola, se sabía sola, y estaba asustada. No le había dicho a Greta nada de su enfermedad. Nadie podía pedirle cómo afrontar que su vida se hubiese desmoronado desde los cimientos por culpa de su padre y de un tumor que tal vez la dejaría postrada para siempre o la enviaría al cementerio. No quería compartir con nadie aquel sentimiento. Se refugiaba en él y se aislaba del mundo del que ya no se sentía parte. Las personas que ya no tienen fe en su destino dejan de luchar, ya no moldean su vida y pasan a convertirse en testigos pasivos de sí mismos.
Greta era consciente de que María no le pertenecía ya, si es que alguna vez tuvo algo más que una simple porción de ella. No era solo su aspecto demacrado. Era otra cosa. El modo de mover las manos, la entonación de la voz, amable, serena, pero distante. La compostura al reír un chiste malo, sin permitir que la alegría se desbordase. Y por mucho que ella intentaba penetrar en esa oscuridad y traerle un poco de luz, no lo lograba.
Ambas se besaron con la mirada, acariciando disimuladamente sus dedos entre las servilletas. Cenaron con calma, como amigas que un día han compartido algo más que sencillas experiencias. Pero entre las palabras se entrometían miradas y silencios inquietantes, señales de una lejanía que ambas fingían que no existía.
La confirmación de que la distancia entre ambas era sideral la tuvo a la hora de despedirse. Antes de subir al coche despidieron a los escoltas que Marchán les había puesto. Greta buscó el encuentro de sus labios en un beso que María pretendía darle en la mejilla. María cedió, pero como algo que se debe a quien se ha portado bien contigo, no a un impulso amatorio. Se miraron con tristeza. María dio la vuelta y se alejó caminando, protegida por su largo abrigo marrón, bajo las farolas del Paseo Marítimo. Greta se quedó dentro del coche, observando la curvatura de sus piernas, el paso elegante de sus zapatos de tacón color crema y el humo del cigarrillo que iba dejando atrás. Y se dijo que era una mujer de otra época, con una elegancia de película en blanco y negro. La plenitud en el centro de la ausencia.
Sus pasos eran admirados por otros ojos. Estos no se anegaban en lágrimas por la pérdida. Se achicaban como los felinos que siguen a su presa entre la espesura, esperando el momento, calibrando las fuerzas, husmeando el aire.
Ramoneda dio una larga calada a su cigarrillo rubio. Con un golpe seco del dedo corazón lanzó la colilla hacia el agua y se ajustó la americana. Era una chaqueta nueva, comprada para la ocasión. La otra se había estropeado en el incendio de la casa del Tibidabo. También se había chamuscado un poco el pelo y tenía quemaduras en las manos, por lo que lucía unos aparatosos vendajes que él mismo se había puesto.
Dejó que María pasara junto a él por el paseo, volviéndose hacia el mar justo cuando ella lo miró. Le gustaba probarse, ese juego que tienen los gatos con los ratones antes de zampárselos. Sabía que ella iría caminando hasta el hotel. Los escoltas se habían quedado atrás, demasiado rezagados. No les gustaba proteger a aquella mujer y a ella no le gustaba sentirse aprisionada. Eso facilitaba las cosas. La noche no era especialmente fría y a ella le gustaba pasear sin prisa. Él tampoco la tenía. Empezó a seguirla a distancia, deteniéndose de vez en cuando, cambiando de acera e incluso de calle para no despertar sospechas. Había aprendido a perfeccionar su trabajo, a ser metódico. Además, ella merecía un respeto. Era la pieza importante, la principal presa a cobrar.
No tenía un plan preconcebido, simplemente la seguiría hasta dar con el momento y el lugar propicio. Y si no se daba, la asaltaría en el hotel, aunque prefería un lugar más discreto. Por ejemplo, aquella obra en construcción junto al edificio de Correos que divisaba.
María sintió frío, como lo había sentido al pasar junto al tipo que fumaba en un banco mirando a la playa. Se embozó el cuello del abrigo y abrochó el último botón. No tenía prisa por llegar al hotel. De hecho, no quería llegar tan pronto. Se preguntó por qué había sido tan fría con Greta. Podría haber ido a casa, el trabajo pendiente para esta noche solamente era una excusa. En realidad, no había querido subir con ella al coche porque no deseaba aferrarse a nada. Tenía tanto miedo de querer algo, de esperar o desear cualquier cosa, que prefería no tener nada. Preguntarse por qué era así, por qué siempre había tenido miedo a ser feliz, a tomar lo que se le ofrecía, era una pregunta que no tenía sentido a estas alturas. No le valían las respuestas útiles ni freudianas.
No podía acusar a su padre, ni a Lorenzo. No eran ellos los que le habían destrozado la vida. Era ella misma, estaba en su propia naturaleza ser incapaz de disfrutar de las cosas, los sentimientos o la compañía de un ser querido. Eso no la convertía en una mujer desapasionada; al contrario: ahora sentía con toda efervescencia las pasiones del miedo a no sobrevivir a la operación, el torbellino de culpa y satisfacción por haber logrado que César y su hija se encontrasen. Pero nada de eso la llenaba completamente. Se sentía como algo estático entorno a lo que pasaban las cosas, rozándola apenas en la superficie.
Ya le quedaban pocos placeres íntimos, como aquel paseo nocturno. Le gustaba aquella soledad y la armonía del silencio, la conjunción entre la noche y su estado de ánimo. Había algo bello en aquel momento de quietud. No necesitaba colmarse de certezas, ni mostrar desaliento o temor ante Greta o ante cualquiera. Lo único que necesitaba era caminar, despistar a los sabuesos de Marchán, ascender por la calle hasta el hotel, fumar un cigarrillo y sentir el sonido de sus tacones.
Se detuvo en el semáforo de peatones. La Vía Layetana ofrecía un aspecto desacostumbrado y hermoso. La iluminación de los edificios magnos contrastaba con el silencio de los carriles sin circulación y los semáforos cambiando las fases fantasmagóricamente. Solo permanecía a oscuras la manzana que ocupaba el enorme edificio de Correos. Justo hacia donde ella se dirigía.
Ramoneda comprobó con satisfacción que María se dirigía exactamente hacia él. Se excitó tanto adelantando los acontecimientos que tuvo una erección. Sacó su revólver y lo amartilló. Era fácil disparar desde su escondite, entre tablones y montones de ladrillos apilados. A la distancia que estaba del blanco no podía fallar. Pero no era eso lo que él buscaba. Esperó con paciencia, apretando la culata del revólver. Se pegó a la pared hasta que María pasó junto a él, tan cerca que pudo apreciar el olor de su perfume. Entonces le salió al paso.
María se detuvo sobresaltada.
—Hola abogada… Volvemos a vernos. ¿No me recuerdas? Soy Ramoneda. Tu cliente preferido. —Antes de que ella pudiese reaccionar la golpeó con el revólver en la frente, abriéndole una brecha, y la hizo caer. La golpeó otra vez con fuerza en la cabeza hasta hacerla perder el sentido. Luego, cerciorándose de que nadie lo había visto, la arrastró hacia el cubierto de la obra. La ató y la amordazó.
No pensaba matarla sin más. Necesitaba colmar tanto su orgullo como su cuerpo. Él no era un violador, pero no se trataba de violarla, sino de poseerla. Los violadores, como la gente común, subestimaban el poder del sexo y la carencia del mismo. No existía mística alguna en una penetración o una eyaculación. Él no era un perro salido. Lo que quería era destapar el terror en su víctima. Hacerla comprender que estaba totalmente en sus manos, que podía introducirle el cañón del revólver en todos los orificios de su cuerpo antes de descerrajarle un tiro en la cara. Y la tensión sexual, el deseo de dominarla hasta extinguirla, formaba parte de ese ritual.
La arrastró hasta un portal y esperó a que pasaran los policías que andaban buscándola maldiciendo su falta de pericia.
Cuando se sintió seguro, la abofeteó con violencia para hacerla volver en sí. María regresó despacio, y sus ojos tardaron en focalizar la imagen del hombre que acariciaba su barbilla con el cañón del revólver. Trató de zafarse, pero Ramoneda la golpeó con el puño cerrado en el estómago.
—Eres testaruda, María. Y luchas, lo que está bien. Lo hace más entretenido, aunque más incómodo. Supongo que ya sabes por qué estamos aquí. No has hecho caso de las advertencias que te he ido enviando, ni te ha servido de nada que Recasens tuviese la misma suerte que te espera. Deberías haberlo dejado; tú no conoces a Publio. Ese es de los que no se para ante nada cuando quiere algo. Ya has visto lo que le ha hecho a tu amigo el inspector, quien por cierto, tiene una cuenta pendiente conmigo. En cuanto a Lorenzo, me he encargado de él. Aunque sería más correcto decir que ha sido su mujer la que lo ha hecho por mí. Tenía narices esa rubia. Vi su cuerpo magullado y la cara amoratada. No me extraña su odio. En cambio, tú no te enfrentaste a él, huiste. Eso es lo que has hecho siempre, huir… ¿Adónde huirás ahora?
Era evidente que Ramoneda no esperaba llegar a ningún acuerdo. Ni siquiera destapó la boca de María. Sabía que en cuanto lo hiciese ella se pondría a gritar, y entonces terminaría la diversión. Simplemente era un discurso que había ensayado delante del espejo, quería escucharse decirlo, sentirse el actor de su propia película. Había nacido para esto, pensó. Para vivir momentos como aquel.
Hundió la rodilla con fuerza en la pelvis de María, y la obligó a abrir las piernas. Con una mano ansiosa buscó debajo de la falda los pantis, los rompió y tiró con violencia de las bragas. María pateaba el suelo, emitía sonidos sordos que la mordaza y la mano de Ramoneda acallaban.
—Siempre me pareció que eras una de esas esnobs, frígida, altanera y suficiente. Yo te haré bajar a la tierra, princesa.
De repente María dejó de debatirse.
Se escuchó una detonación seca. Ramoneda se quedó muy quieto. Se irguió con mirada de incomprensión, tocándose la espalda. Se escuchó otro disparo. Ramoneda cayó al suelo rebotando contra unos tablones. Estaba muerto.
Una sombra se agrandó ante María, que encogió las rodillas retrocediendo con las manos atadas. Justo antes de que la sombra entrase en el círculo débil que emitía una farola, se detuvo. Desde la oscuridad la observaba, y parecía dudar. Durante un minuto interminable no ocurrió nada. Después, aquella sombra se hizo visible. Se inclinó sobre María y le quitó la mordaza.
—¿Tú?
César contempló con una mezcla de desprecio y tristeza el cuerpo de Ramoneda. Luego miró a María.
—Sí, yo. —Alcalá había estado siguiendo a María durante aquellos dos días. Conocía la manera de pensar de Publio y de su esbirro. Sabía que tarde o temprano tratarían de matarla. Solo era necesario esperar. Tocó la yugular de Ramoneda. No respiraba. Muerto era un ser indefenso, como cualquier otro. Inspiraba lástima con las rodillas dobladas hacia adentro, lo mismo que un muñeco roto. En contra de lo que pensaba, no había sentido emoción alguna al matarlo. Solo la certeza de haber terminado algo que dejó a medias cinco años atrás.
María se puso la muñeca en la boca para acallar el llanto. ¿Por qué lloraba? No lo sabía. Tal vez porque era una mancha que acababa matando todo lo que tocaba.
César no trató de consolarla. Era inútil pretender buscar consuelo en las palabras. Ni siquiera esperaba que ella mostrase agradecimiento a pesar de que le había salvado la vida. No lo había hecho por ella, sino por él mismo, y por su hija. Ramoneda no era nada, un perro rabioso abatido de un disparo. Pero Publio, el verdadero culpable seguía fuera de su alcance. Y no cejaría hasta dar con él.
Los hombres de la escolta no tardarían en aparecer. Debían de haber escuchado los disparos.
—Quédate aquí. Yo me encargaré de esto. —Arrastró hacia él el cuerpo de Ramoneda por los pies. Lo cargó como un fardo sobre el hombro y desapareció en la noche.
Dos días después, el cadáver de Ramoneda fue encontrado por unos guardias urbanos en uno de los jardines de la falda de Montjuïc. Era un sitio frecuentado por heroinómanos que ofrecían favores sexuales a cambio de pequeñas cantidades de dinero o dosis de droga. Los robos y los delitos eran comunes en la zona. A nadie le extrañó que el cadáver apareciese con los pantalones bajados y la cara destrozada por una gran piedra.