Capítulo 29

En las afueras de Barcelona. Aquella misma noche

Era una de esas noches maravillosas y extrañas. Mirando la cúpula de estrellas era inevitable sentirse acomplejado, pequeño, parte de algo que siendo de tamaño descomunal escapaba de los p ropios límites de la comprensión. Frente al infinito de puntos luminosos allá arriba era lógico preguntarse qué lugar ocupamos los seres humanos y cómo encajamos en algo de tanta belleza, una belleza casi violenta, con nuestras limitaciones de pequeñas hormigas exploradoras.

Sentado en la parte posterior del coche, Fernando trató de olvidar por un minuto cuanto sabía y cuanto era, levantando la cabeza hacia esos fuegos diminutos que titilaban en la inmensidad. Allí, en Centauro, la estrella más cercana a nosotros, ni siquiera sabían qué era el tiempo. No conocían nuestras miserias de pequeños enanos, ni nuestras disputas, ni nuestros odios ni pasiones. Tal vez alguien miraba en dirección a la Tierra como él miraba ahora en dirección a las estrellas. Y entre ambas miradas había cientos de miles de kilómetros de silencio. Por un momento, imaginó que eso era la muerte. Dejar de pensar, de sufrir y de disfrutar. Olvidar el bien y el mal y vagar para siempre entre aquel magma de luces elusivas que flotaba sobre su cabeza. Tal vez en aquel inmenso mar de estrellas y cuerpos cósmicos sin explorar existía eso que llamaban Dios. ¿Cómo explicaría ante Él su paso por esta vida? ¿Se quejaría como un niño mal criado de su suerte? ¿Le hablaría del odio de su padre, o de las guerras, o de los campos de prisioneros? ¿Se lamentaría inútilmente por una vida desperdiciada? Imaginaba la cara de ese Gran Ser escuchándole algo incrédulo, seguramente con un punto de socarronería. Y podía imaginar también su respuesta. Entre todas las opciones posibles de existencia, había elegido una. Por tanto, la culpa, si es que de culpa debía hablarse, no era de nadie más que suya.

Miró entonces hacia la casa de los tejados azules que se adivinaba entre los sicomoros. Recordaba aquella casa vestida con los tonos de la primavera, con las columnas jónicas coronadas con helechos, las esculturas griegas, los jardines de fuentes ruidosas. Durante años espió sin ser visto los paseos de Andrés por los senderos forrados de hojas de la finca. Podría haber sido feliz allí con su hermano. Podrían haber elegido otra vida, ciertamente. Y no lo hicieron. Ninguno de ellos. Y ahora, aquella casa era como un monumento erigido a su propia ruina y destrucción. Nada quedaba de la antigua gloria familiar, ni de los momentos vividos en ella. Por todas partes se agrietaba y era como si esperase un último empuje, un breve soplido del viento aquella noche para venirse abajo y sepultar bajo los cascotes los últimos vestigios de aquella familia maldita.

No se veía movimiento alguno, ni luces en ninguna parte de la casa. Pero Fernando sabía que Andrés estaba ahí, en alguna parte de la mansión, vagando como el fantasma de un rey sin reino. Y sabía que con él estaba la muchacha. Lo sabía desde hacía demasiado tiempo. Y no había hecho nada para impedirlo. ¿Cómo hacerlo? Traicionar a su hermano, después de provocar el incendio que lo había matado en vida para siempre, después de abandonarlo a su suerte. ¿Pero no era eso mismo lo que iba a hacer esta vez? A su lado estaba la antigua catana que Gabriel forjó para él cuando era niño. Bajó del coche y caminó con ella hacia la puerta de la cancela. No tenía miedo a ser descubierto por los hombres de Publio. Los había visto marcharse sigilosamente media hora antes. Sabía lo que eso significaba. El diputado abandonaba a su hermano a su suerte. Pero él no lo haría. Esta vez sería distinto.

Acarició con delicadeza la hoja curva de filo único de la catana. La desenvainó con un movimiento de rotación, llevando el filo hacia arriba con ambas manos, al modo tradicional. Era un arma magnífica, elegante, creada en su origen para segar, más que para golpear. Conocía cada detalle de su anatomía: el temple de la hoja, su longitud, y el surco intermedio que absorbía y repartía la tensión del golpe. En la parte de la hoja que entraba en la empuñadura podía distinguirse la firma del armero Gabriel, un pequeño dragón mordiéndose la cola, como las aplicaciones metálicas ornamentales en uno de los laterales del mango. Lentamente, como el silbido de una serpiente, introdujo la hoja en la funda, hecha de madera de magnolia y bambú.

Durante aquellos años escondido, había estudiado y leído cuanto interesaba a su hermano. Necesitaba entender por qué Andrés sentía aquella fascinación aparentemente absurda y sin sentido por el mundo de los samuráis. Y sin darse cuenta, también él se había dejado enredar en una telaraña fascinante de rituales casi litúrgicos, libros orientales y reglas estrictas de vida. Así había llegado a memorizar detenidamente el código del Bushido. Era cierto que el primero de los siete principios de «El Camino de la perfección del Guerrero» exigía ser honrado y justo. Pero no la justicia que emanaba de los demás, como entendió después, al morir Recasens, sino la suya propia. El mundo le confundía con su sentido del bien y del mal, con el perdón y el arrepentimiento, distorsionaba su verdadera naturaleza. Pero no existían las tonalidades. Solo existía lo correcto y lo incorrecto.

Ya no temía actuar, ni pensaba ocultarse como una tortuga en su caparazón. Eso no era vivir. La vida era lo que él sentía correr por las venas, el valor de aceptar sus impulsos y seguirlos. Su madre estaba muerta. Su mejor amigo estaba muerto. Su vida era una gran llaga, semejante al cuerpo martirizado de Andrés y a su mente de monstruo enfermo. Y él solo podía restañar la herida devolviendo dolor por dolor. Una ofensa podía ignorarse, desconocerse o perdonarse. Pero nunca podía ser olvidada. Y Fernando tenía buena memoria. Y por fin, había llegado a comprender en qué consistía la verdadera venganza, de qué modo podía cerrar definitivamente el círculo abierto cuarenta años antes.

Un coche avanzaba despacio por el sendero con las luces apagadas. Se detuvo junto al vehículo de Fernando.

María quitó el contacto y el motor dejó de oírse. El silencio se hizo más intenso.

—¿Es él? —preguntó César Alcalá sentado a su lado. Tenía la mirada fija en la silueta que había frente a la cancela de la casa. No veía su rostro oculto bajo las sombras.

—Sí. Es Fernando. Pero antes de ir a su encuentro deberías saber algo que es importante. —Necesitaba hablar con el inspector. Lo necesitaba desde que lo había recogido en la parroquia del suburbio y Alcalá le había entregado las pruebas contra Publio.

—¿Qué es eso tan importante?

—Siento la necesidad de que me perdones… Sé que es difícil de comprender ahora, pero necesito saber que me perdonas.

César Alcalá escuchó con seriedad.

—Sé cómo te sientes.

María negó con la cabeza.

—No lo sabes, César —dijo con resignación—. Desde fuera uno no comprende jamás las cosas. —María intentaba ponerse en la piel de su padre, comprender por qué vendió a Isabel, pero no lo conseguía. Trataba de encontrar razones para justificar lo que ella misma le había hecho al inspector, y fingía hacerlo, aceptaba argumentos si eran razonables o convincentes. Pero solo era una comprensión teórica, nunca completa.

Pero César Alcalá la comprendía, aunque ella no lo creyera. Ni siquiera ahora que tenía al alcance de la mano a su hija podía olvidar el pasado. Siempre estaría ahí. Había visto, vivido y sufrido cosas que no tenían nombre, que nunca lo tendrían, que quedarían para siempre escondidas en las pesadillas. Ya ninguno de ellos volvería a ser como antes.

—Hay cicatrices que nunca se curan, María. Pero tenemos que seguir adelante con lo que somos. No hay que pedir perdón, eso no servirá de nada. Solo hay que seguir adelante, no se puede hacer otra cosa.

Se hizo un silencio tenso. María contempló la casa y a Fernando con un interrogante en los ojos.

—Puede que todo salga mal —dijo.

—Saldrá todo bien —le tranquilizó Alcalá, con una determinación distinta.

María respiró profundamente. Casi parecía aliviada, como si se hubiera descargado en aquel momento de una terrible incertidumbre.

—De acuerdo, entonces. Vamos allá.

Bajaron del coche. César dejó escapar un gemido de dolor y se llevó la mano al vientre. María le había ayudado a vendar la herida abierta pero no dejaba de sangrar. Tarde o temprano tendría que acudir a un hospital. Pero eso significaba que volverían a atraparlo y no estaba dispuesto a permitirlo.

Caminaron despacio hacia la casa. Fernando se volvió hacia ellos y los esperó escrutando sus rostros. Cuando los tres estuvieron frente a frente se observaron mutuamente con desconfianza. En una mano Fernando llevaba la catana. En la otra, María sostenía la bolsa con las pruebas que incriminaban a Publio en varios delitos cometidos en los últimos diez años.

Fernando prestaba especial atención a César Alcalá.

—¿No me reconoces?

César Alcalá asintió sin entusiasmo. Apenas recordaba haber visto un par de veces al primogénito de los Mola en la niñez. Su padre fue básicamente el tutor de Andrés, y Fernando era casi diez años mayor que su hermano. Casi nunca estaba en la finca de Almendralejo cuando César acompañaba a su padre a las clases en la casa de Guillermo. Sin embargo, en su rostro envejecido y cambiado se adivinaban restos de la altanería y de la suficiencia de aquella gente que siempre estuvo acostumbrada a mandar y a ser obedecida sin rechistar. Por suerte los tiempos habían cambiado. César ya no era el hijo asustadizo de un profesor rural que cobraba una miseria para educar a los hijos del señorito; y a Fernando no parecían haberle ido demasiado bien las cosas en aquellos años.

—¿Qué sabes tú de mi hija? —preguntó con un tono de voz amenazante e impaciente.

Fernando miró la catana enfundada y luego se dirigió a María.

—¿No se lo has dicho?

María sabía a qué se refería. Quizá había albergado la esperanza de que el viejo decidiera pasar página. Pero comprendía que era mucho esperar. Era estúpido creer que después de tantos años esperando, Fernando se hurtase el placer de la venganza.

—No le he dicho nada.

Fernando asintió, calibrando la situación. Había algo en María que le hacía sentirse culpable y sucia, como si en ella se reflejase su parte de aquello viejo retorcido y mezquino. ¿Qué podía importar ya que César supiese que fue su padre quién mató a Isabel? Lo importante era que ya sabía que Marcelo era inocente. De eso se había encargado Recasens.

—¿Qué es lo que tengo que saber? —preguntó César. Pero ni María ni Fernando le contestaron. El viejo y la mujer se miraron como se miran los que están en posesión de una verdad que deciden tácitamente que no será revelada jamás.

—¿Es esa la documentación que has recogido todos estos años contra Publio? Debe de ser muy importante para que el diputado esté dispuesto a eliminarnos a todos.

—Lo es —dijo María, tendiéndole la bolsa—. He repasado el dossier. Hay grabaciones, declaraciones juradas, pruebas materiales de al menos cuatro asesinatos, un caso de fraude, varios de corrupción y pruebas concluyentes de que Publio estuvo implicado en la tentativa golpista del 78, y de que lo está en la que va a producirse en breve si no le pone alguien remedio.

Fernando se dio por satisfecho. Pero para sorpresa de María y de César no cogió la bolsa, sino que hizo que la abogada la dejase en el suelo.

—Escuche María: Quiero que se encargue de llevar mañana por la mañana esto al inspector Marchán. Sé que no se fía de él, pero lo he investigado. Dígale que se lo entregue al magistrado Gonzalo Andrés, del Juzgado de lo Militar número 1. Es amigo mío y lo era de Pedro Recasens. Está al corriente de todo y es el único que está dispuesto a abrir de inmediato una investigación. Incluso si es preciso, pedirá una rogatoria al Supremo para detener al diputado. —Luego se volvió hacia César Alcalá. Su rostro era pétreo, casi hierático, como el de un aristócrata que se dispone a dar instrucciones a un siervo para que le vacíe la bacinilla. Sin embargo, el labio de Fernando tembló un segundo lleno de emoción y las pupilas de sus ojos brillaron. Cuánto daño innecesario había sufrido aquella familia, pensó. Por suerte, las sombras de la noche velaron sus emociones, dejando traslucir únicamente una orden seca, que no admitía dudas.

—Usted, inspector, esperará aquí mientras la abogada y yo entramos en la casa.

César protestó encolerizado, pero Fernando esperó con paciencia a que dejase de recriminarle. Repitió la misma orden sin alterarse.

—Bajo ningún concepto entrará en esa casa. Esperará aquí si quiere volver a ver a su hija. No es una condición negociable.

César Alcalá apretó los puños encolerizado. Aquel viejo sabía dónde estaba su hija, decía saberlo. ¿Estaba Marta en aquella casa fantasmagórica? ¿Y pretendía que teniendo al alcance de los dedos a su hija aceptase esperar impasiblemente a que él y María se la trajesen? Sin embargo, María le tocó el brazo y lo llevó a un lado, haciéndole entrar en razón. Fernando era quien tenía la sartén por el mango y, mientras veían a dónde llevaba todo aquel asunto, lo mejor era obedecerle. Aun así, acordaron que si pasados veinte minutos no salían de la casa, él entraría a buscarlos.

Fernando aceptó aunque en su fuero interno supo que eso no sería necesario. No pensaba permitir que aquel padre desesperado encontrase a su hija en manos de Andrés. Dios sabía en qué estado estaría la muchacha, si es que seguía con vida, y no pensaba dejar que aquel policía se vengase en su hermano.

El viejo y María empujaron la cancela hasta que cedió la puerta herrumbrosa. César Alcalá cerró los ojos con fuerza, mientras ambos se perdían entre las sombras del jardín de la casa.

El cabo de una vela encendida cimbreaba en una esquina de la mesa baja, frente a la que Andrés Mola permanecía de rodillas, con las manos relajadas sobre los muslos y los ojos cerrados, con la espalda completamente recta. La luz de la vela iba y venía como una onda, dibujando los contornos secos de su cuerpo. El resto de la estancia permanecía a oscuras, aislado del mundo, del ruido, de la vida.

Escuchó un ruido de goznes. Se acercó a la ventana desde la que podía ver el jardín y observó a través de los tablones que la tapiaban. Junto al sendero de los sicomoros había dos coches con las luces apagadas. Alguien iba de un lado a otro como un animal enjaulado. Se detenía y miraba justamente hacia aquella misma ventana, como si supiera que alguien lo espiaba.

—¡Guardias! —gritó, corriendo hacia el pasillo sin luz de la casa. Se suponía que los hombres que Publio había puesto para protegerle estarían allí, dispuestos a encargarse de cualquier intruso que se acercase a fisgonear. Pero no había nadie en toda la casa. Recorrió las habitaciones llamándoles, subió al tercer piso y bajó al sótano. Lo habían abandonado. Oyó ruido en la puerta de las calderas. Alguien estaba arrancando los tablones que la cerraban. Se escuchaban voces, más de una. Incluso creyó distinguir la de una mujer. Y la del hombre le resultaba vagamente familiar.

Corrió hasta su dormitorio. Rebuscó entre las cajas donde guardaba sus pertenencias más preciadas hasta que encontró lo que buscaba. Sonrió satisfecho, escondió el objeto en el kimono y se irguió, moviendo la cabeza a derecha e izquierda, presa de una excitación creciente. Por fin llegaba el día que tanto había esperado. Ya no necesitaría esconderse más. Si sus enemigos lo habían encontrado era el momento de enfrentarse a ellos con honor.

Pero primero quedaba algo por hacer. Fue a la habitación de al lado. Empujó la puerta y se plantó en el umbral. Al verlo, Marta reculó hacia un rincón como una sombra.

—Levanta —le ordenó Andrés.

Marta alzó los ojos con una pregunta colgando en las pupilas. Algo se removió un instante en Andrés, que desvió la mirada hacia la ventana entablada. La noche era fría y despejada. El viento ululaba al colarse entre las rendijas de los tablones.

—¿Vas a matarme? —tartamudeó la muchacha.

Andrés no contestó. La alzó por los hombros con violencia. El cuerpo de la muchacha era ligero. Estaba sucia de mugre y sangre y desprendía un olor pestilente. Abrió la argolla que la unía a la pared y la cadena cayó pesadamente contra el suelo. Marta estaba tan débil y asustada que se tambaleó y él tuvo que sostenerla para que no perdiera el equilibrio. La despojó del harapo en que se había convertido su camisón.

—¿Por qué todo esto? —preguntó la muchacha.

Andrés la fulminó con la mirada. Tal vez Marta sentía que él había sido un monstruo. Ella no entendía que un ser sin respeto era como aquella casa en ruinas. Debía ser demolida para ser construida de nuevo. No tenía motivo para ser cruel, no necesitaba mostrar su fuerza gratuitamente. La había mantenido con vida todos esos años, la había alimentado, esperando un gesto por su parte, una señal que le permitiese ser menos estricto y más compasivo con ella, pero Marta no había dado muestras de arrepentimiento por el crimen de su abuelo; al contrario, había profanado la memoria de su madre, vomitando el día que le permitió entrar en su santuario. No esperaba recibir respeto de ella por su fuerza o su fiereza, sino por su manera de tratarla. Pero Marta le había faltado al honor. Y nadie, sino él mismo, era juez competente para imponer la pena que la hija del inspector merecía. Un hombre es el reflejo de las decisiones que toma y de la determinación con que las lleva a cabo. Cuando decidía hacer algo, era como si ya estuviera hecho. Nada iba a impedir que aquella noche la cabeza de Marta Alcalá rodase junto a sus pies.

Sacó el objeto que había ido a buscar en su dormitorio. Era un cuchillo ceremonial con el mango de marfil tallado y una hoja curva de doble filo de veinte centímetros. Cogió por la muñeca a la muchacha desnuda y la arrastró hacia el pasillo. Quería que sus enemigos contemplasen el ritual incapaces de impedirlo.

—Arrodíllate —le ordenó.

Marta obedeció retorciéndose los dedos hasta hacerse sangre con las uñas. Andrés esperó sin prisa. El tiempo ya no era una necesidad. Tampoco el deseo. Ya no experimentaba la mordedura de la carne mientras contemplaba los muslos llenos de suciedad, la mata de su vello y el temblor de los pezones al contacto con la hoja del cuchillo. El deseo que sintiera alguna vez había desaparecido. Solo conservaba una frialdad extrema, la calma de un desierto helado bajo una noche de estrellas.

Marta no se resistía. Ya no. El miedo la paralizaba. Decidió quedarse tumbada de bruces, con los ojos cerrados y las uñas clavadas al suelo, esperando el golpe seco que le arrancase la vida. Sintió la mano de Andrés que la agarraba por el cuero cabelludo y le alzaba la cabeza, dejando a la vista su cuello.

—No lo hagas —dijo alguien tras ellos. Una voz profunda y grave, que por un momento Marta creyó que había surgido de la boca muerta de la mismísima casa. Sin embargo, no era la voz de un muerto la que hablaba, sino la de un hombre vivo que entró en la habitación seguido por una mujer horrorizada ante el espectáculo.

Andrés se quedó muy quieto. Parpadeó dejando caer la cabeza de Marta, que se arrastró reptando hacia los recién llegados.

—No lo hagas —repitió el hombre, sin apartar la mirada de Andrés, pero dirigiéndose a Marta.

Pasado el primer momento de desconcierto, Andrés se recuperó. Esgrimió la punta del cuchillo hacia delante, como un dedo amenazador.

—¿Quién eres tú, un fantasma?

—Soy Fernando… Tu hermano. —Mientras avanzaba, se inclinó lentamente hacia Marta, sin apartar la mirada de Andrés—. Estamos solos tú y yo —dijo, al tiempo que alzaba a Marta de los hombros y la parapetaba detrás de su cuerpo.

—¡No la toques! —gritó Andrés—. Es mía.

Fernando no se movió. Empujó hacia atrás a Marta hasta los brazos de María, que permanecía junto a la puerta.

—Llévesela de aquí —le pidió a la abogada, sin apartar la mirada de su hermano, que permanecía tenso como la cuerda de un arco, a punto de descargar un golpe mortal con su cuchillo.

—¡Os mataré a todos! —gritó desconcertado Andrés.

—Eso no te curará las heridas. Mírame, soy yo. Soy yo de verdad. Y he venido a buscarte —dijo con tono conciliador Fernando, avanzando despacio hacia Andrés—. Baja el cuchillo. No vas a hacerme daño. Soy yo, tu hermano. Ven conmigo, nos iremos lejos de aquí. Empezaremos de nuevo en otra parte.

Andrés bajó la mirada, pero no el cuchillo, que temblaba indeciso en el aire. Estaba confuso, no sabía qué hacer, mil voces a la vez y todas contradictorias le gritaban, tiraban de él como si sus extremidades estuviesen unidas a caballos que corrían cada uno en una dirección, descuartizándole.

María aprovechó la indecisión para coger a Marta y sacarla de la habitación. La conmovió su extremada delgadez y la expresión de sufrimiento de sus ojos hundidos en unas ojeras como pozos.

—Vámonos de aquí —murmuró. Pero Marta no se movía. Era como una estatua de piedra clavada en el suelo, con la mirada fija en Andrés.

Fernando giró la cabeza hacia ellas.

—Sáquela de aquí ahora, María.

—¡No! —gritó Andrés de repente. Sus manos, vencidas por el deseo, se aferraron con fuerza al mango del cuchillo. Se abalanzó hacia delante con un grito desesperado. Pero incluso antes de respirar, todo se suspendió en un color malva, hermoso y turgente. Se escuchó el sesgo de una hoja cortando el aire, como una guillotina, y el impacto sordo contra su cuello.

Fue todo tan rápido que los ojos de los presentes no pudieron atrapar el instante. Lentamente, la sangre empezó a brotar de la herida abierta, que se abría por momentos. La mirada de Andrés se apagó como en un eclipse y su cuerpo se desplomó de lado.

Durante un segundo nadie dijo nada, no hubo gritos, llantos, ni lamentos. Fernando se quedó ensimismado mirando el cuerpo de su hermano convulsionándose en el suelo. Se le ablandaron las manos, soltando la catana que acababa de degollarlo, y cayó de rodillas frente a él. María se aplastó contra la pared, protegiendo con los brazos a Marta, incapaz también de moverse y de apartar la mirada del cuerpo de Andrés.

Los hombros de Fernando empezaron a temblar en un sollozo que venía como una ola, lo golpeaba, y se alejaba con un rumor para volver con más virulencia, hasta desencadenar en un grito feroz, animal y desesperado.

Lentamente, sus ojos abrasados por lágrimas que parecían de sangre se posaron en las dos mujeres.

—Marchaos. Dejadnos solos.

María arrastró a la muchacha afuera. Le costaba arrancarla de la mirada hipnótica de Andrés, que la contemplaba desde el más allá con los ojos en blanco, como un demonio de yeso del que nunca podría huir. Al verse libre de argollas y prisiones, dudaba como un pájaro al que un buen día le abren las puertas de la jaula. María la cubrió con su abrigo y la obligó a bajar las escaleras. Desde el piso de abajo vieron cómo Fernando cerraba la puerta encerrándose con el cadáver de su hermano.

Fernando arrastró el cuerpo hasta la cama del dormitorio. Lo cubrió con una sábana. Después se desnudó ceremoniosamente y dejó la ropa en una silla. En el antiguo Japón se consideraba un acto de piedad que un amigo pusiera fin a la agonía cortando la cabeza del suicida. Ese último gesto de consideración era exclusivo para aquellos cuya vida merecía evitar sufrimiento. Fernando no tenía a nadie que le ayudase a morir rápidamente. Tampoco lo merecía. Su vida, como la de los suyos, no había sido edificante. Merecía morir desangrado, y recordando las cosas indignas que había hecho. Solo así, con una muerte lenta y ritual podía expiar sus errores.

La práctica japonesa de abrirse el vientre se reservaba a los altos nobles, a aquellos que consideraban que su vida solo podía terminar por la propia mano, de un modo cruel y doloroso, pero voluntario. Era su manera de demostrar honor y valentía. Era la tristeza suprema del samurái. El hombre que dignifica su vida con una buena muerte. Se puso de rodillas, sacó de la funda la daga ornamental de su hermano y con un golpe seco y decidido la hundió en el costado izquierdo del abdomen. Desplazó lentamente la hoja hacia el costado derecho sin extraerla y efectuó una incisión, ligeramente ascendente. Después tiró hacia fuera, destripando los intestinos.

Se dejó caer de costado, junto al cadáver de su hermano. Cogió su mano, ya fría, y recordó el calor que tenía en vida, la gratitud y seguridad que experimentaba cuando lo tomaba en brazos para jugar con él. Los recuerdos eran dispersos, buenos y malos se confundían, gritos y risas, llanto, alegría, momentos, quietud.

—Joder, menuda carnicería —dijo alguien, tirando la puerta abajo.

Fernando trató de incorporar la cabeza, pero un zapato italiano le pisó el cuello.

—¿Todas esas tripas son tuyas? Dicen que tenemos más de seis metros de intestinos. Veo que has querido comprobarlo por ti mismo.

Fernando no podía hablar. Con cada respiración un esputo de sangre le anegaba la garganta. Entonces el desconocido se puso en cuclillas y lo miró a la cara.

—¿Me conoces? Soy Ramoneda. Al final lo has hecho. Te has destripado como esos fantasmas japoneses de tu hermano. Pero no te equivoques: eso no te convierte en uno de ellos. Y veo que te has cargado a Andrés. Bien, eso me ahorra la mitad del trabajo. Y ahora, dime dónde están la muchacha y la abogada.

Fernando entornó los ojos. Estiró la mano hasta la catana ensangrentada. El desconocido se la arrancó de las manos.

—¿Qué pretendes?, ¿hacerte el héroe?

Fernando se congestionó con un gesto de dolor.

—¿Qué es esto?, ¿una especie de ritual? Entiendo: si te corto la cabeza vas al cielo de los locos, como esos samuráis tuyos. Y si no lo hago, solo serás un imbécil que se ha sacado las tripas.

Fernando se logró incorporar sobre un codo.

—Por favor. No sé dónde están.

—Entonces, no puedo ayudarte. No hay que interferir en el curso de la naturaleza. Ahora me siento como esos reporteros de fauna salvaje, ya sabes, esos que graban a una gacela indefensa cuando el león está a punto de cazarla. Podrían espantarla, ponerla sobre aviso. Pero entonces alterarían el equilibrio de las cosas. Lo mejor será que me marche. Puede que tengas suerte y que mueras antes de que te alcancen las llamas. De todas maneras, es justo que pasen así las cosas.

Fernando contempló la lata de gasolina en las manos de Ramoneda antes de derramarla sobre el cuerpo de su hermano tendido en la cama. No le importó. Que las cenizas de sus cuerpos se esparcieran entre las ruinas de aquella casa, que el viento que entraba por la ventana las esparciese en la noche del invierno, que su recuerdo se borrase como sus cuerpos. Que descansasen en paz.

Ramoneda encendió un cigarrillo. Luego prendió una hoja de periódico, lanzó la llama al aire y huyó, desapareciendo entre el humo.

Fernando se quedó en un rincón, sujetando sus tripas sin fuerza mientras la habitación se iba convirtiendo poco a poco en una voraz bola de fuego. Impotente, contempló las llamas acercándose al cuerpo de su hermano, besar sus labios rotos y sus ojos vacíos hasta convertirlo en una tea que ennegreció como un trozo de carne podrida. Las llamas se relamieron, pues ya conocían el sabor de aquel cuerpo que una vez logró escapar de su cerco. Esta vez no le dieron opción. Y vio impotente cómo esas mismas llamas le envolvían a él, que tanto había añorado en los largos fríos siberianos el calor de una lumbre. Como una jauría, el fuego le atacó desde todas partes, devorando los últimos rescoldos de su vida.