Capítulo 28

Sant Cugat (en las afueras de Barcelona).

Mañana del 12 de febrero

Le gustaban las urbanizaciones de la zona alta. Eran asépticas, limpias, ordenadas y tranquilas. Las hileras de árboles deshojados y las casas de tipo modernista con sus altas tapias tapizadas con enredaderas le inferían a su mente un orden que necesitaba para pensar con claridad. Era como si los habitantes de aquellas mansiones tuvieran las cosas tan claras como su lugar en el mundo. Aquella gente no parecía buscar nada, ni inquietarse por el futuro o el sentido de su existencia. Todo en ellos parecía estar a salvo de turbulencias y nada fuera de sus vidas les alteraba. Ramoneda conocía suficientemente a las clases burguesas para saber que todo aquello no era en realidad más que una simple apariencia. Pero no le importaba; en aquel momento necesitaba aquel silencio y aquella paz de claustro.

El sol irritaba los colores ocres de la casa ante la que se detuvo. Era un edificio centenario cercado por una valla de forja. Se demoró observando las filigranas de hierro que la coronaban. Empujó la cancela que estaba entreabierta. En aquel momento salió a su encuentro el portero de la finca. Era un lacayo arrogante, como un gran perro amaestrado y satisfecho de servir a los grandes amos. Lucía orgulloso su traje de conserje con botones dorados.

—¿Puedo ayudarle?

Ramoneda estaba acostumbrado a las miradas de desprecio. El conserje sonreía con suficiencia, consciente de su lugar de guardián. Fumaba y expulsaba el humo por la nariz con suavidad. La nariz era estrecha y recta, bordeada con unas venitas rojas, pequeños derrames en forma de árbol. Sus ojos eran de un color poco determinado, entre el azul y el verde, hermosos. La camisa de color claro le favorecía y la americana ensanchaba su espalda. Ramoneda pensó en el placer que sentiría aplastándole la cara con una piedra.

—Vengo a ver al diputado.

El conserje se acercó con cuidado. Lo observó atentamente y dijo que no recordaba haberlo visto antes por allí. Y nunca olvidaba una cara, ni un encargo de los señoritos, que le tenían expresamente prohibido permitir el acceso a extraños.

—Pero yo no soy un extraño. Don Publio me espera.

El portero no se inmutó. Si era así, no tendría inconveniente en darle su nombre, y él llamaría al domicilio del señor para anunciar su visita. Mientras tanto, podía esperar allí. En la calle.

Diez minutos después, apareció Publio visiblemente alterado. Habló un segundo con el portero y salió a la calle, cogiendo por el codo a Ramoneda sin mirarle a la cara.

—¡Qué haces aquí! —exclamó, obligándole a caminar.

—Dijo que si ocurría algo importante, debía comunicarme con usted —replicó Ramoneda, alzando la cabeza hacia las ventanas de la casa. El portero los observaba.

—Demos un paseo —contestó Publio algo más relajado cuando salieron de la finca. Aun así, mientras caminaban por la acera se volvió varias veces, como si temiera que los estuviesen siguiendo. Un barrendero empujaba, indolente, las hojas muertas con un rastrillo. Incluso su presencia, aparentemente inofensiva, lo alteró.

—¿A qué estás jugando conmigo, estúpido? —espetó Publio a Ramoneda, deteniéndose en medio de la acera—. No quiero que nadie te vea merodear por mi casa ni que te pueda relacionar conmigo.

Ramoneda no se esforzó en fingir bien. Ya no quedaba tiempo para lindezas.

—No me gusta que me trate como a un perro apestoso, por muy bien que me pague o por mucho poder que tenga. Así que cuide la boca y sus modales, si quiere escuchar lo que tengo que decir: César Alcalá se escapó anoche del hospital donde estaba convaleciendo. Encargué a alguien que lo liquidase en la cárcel, pero al parecer no tuvo éxito. Lo trasladaron al Clínico y por la noche se fugó.

El diputado se puso pálido. Se secó el sudor de la frente con el dorso de la mano y se apoyó en el tronco de un platanero gigante.

—¿Cómo es posible?

Ramoneda le sostuvo la mirada unos segundos.

—La abogada le ha ayudado. Ya le dije que esa mujer no era de fiar. Habría sido mejor matarla como a Recasens. Y hay algo más. Lorenzo se vio con ella, y estoy casi convencido de que le contó los planes que tienen. Ese maricón está a punto de rajarse. Va a traicionarle.

Publio pensó con rapidez. Le había ordenado a Lorenzo que se encargara de esa abogada entrometida, pero era evidente que no había cumplido sus órdenes. Le había traicionado, y en aquellos momentos la traición era el peor de los crímenes. No había tiempo para actuar con precaución. Debía tomar la iniciativa antes de que César Alcalá decidiera acudir a algún juez o a algún periodista con las pruebas que tenía contra él. Él era el pilar sobre el que se sostenía el andamiaje que estaba a punto de dar un golpe de Estado. Todos dudaban y muchos querían echarse atrás, pero su férrea voluntad de seguir adelante los mantenía unidos. Si él caía, todo sería un fracaso.

Buscó un papel en su cartera y sacó la estilográfica. Anotó algo con trazo rápido.

—Hemos perdido demasiado tiempo. Es hora de cortar de raíz todo esto. Ve a esta dirección. Es una casa que encontrarás cerca del mirador del Tibidabo. No tiene pérdida. Parece abandonada pero no lo está. Espera a que se haga de noche, la casa está custodiada por hombres de mi confianza, pero haré que se retiren discretamente para no despertar sospechas. Encontrarás allí a dos personas: una es la hija de Alcalá; el otro es Andrés Mola. Mátalos a ambos y quema los cuerpos. Deben quedar irreconocibles.

Ramoneda no dijo nada, pero la sonrisa de sus pupilas hablaba por él. No se inmutó demasiado. Nadie había dicho que aquello fuese a acabarse un día. Siempre se necesitaba a gente como él. Y él cumpliría escrupulosamente, fuese quien fuese la parte perjudicada.

—Así que es cierto; ese monstruo achicharrado sigue vivo y tiene en su poder a la muchacha. Siempre lo sospeché. Debe de habérselo pasado en grande con la hija de Alcalá… Sabía que tenía que haberle exigido más dinero para hacer el trabajo. Pero nunca es tarde. Mi complicidad tiene un precio que acaba de subir, diputado. Creo que soy el único que queda de quien se puede fiar.

De repente el puño de Publio se estrelló con violencia contra la boca de Ramoneda, que se tambaleó sin llegar a caer. Publio le agarró el pelo engominado y tiró de él hacia su rodilla golpeándolo por segunda vez con sorprendente agilidad. De manera vertiginosa sacó una navaja afilada y la puso bajo la nuez de un desconcertado Ramoneda.

—Mira, hijo de puta, no te dejes engañar por las apariencias. Soy viejo, pero he tratado toda mi vida con chusma mucho más peligrosa que tú. Yo no soy una mujercita indefensa, ni un preso al que puedas acojonar. Si vuelves a intentar extorsionarme, te degüello como a un puerco —gruñó, escupiendo sobre la cara de Ramoneda.

Publio aflojó poco a poco la presión de la navaja sobre el cuello enrojecido de Ramoneda. Sabía que, de momento, aquel desgraciado tenía razón. Solo podía confiar en él. Se levantó secando la sangre que le había manchado la bocamanga. Ya no era joven y sintió que el súbito arrebato que acababa de tener le robaba el aire de los pulmones.

—Te pagaré lo que acordamos, pero quiero esos dos cuerpos calcinados. Y te recuerdo que María y César siguen con vida.

Ramoneda se masajeó el cuello. Se palpó el labio partido y soltó una carcajada. Aquel viejo de aire inofensivo le había dado una buena paliza. No lo olvidaría. Cogió el papel que le dio Publio y lo guardó sin mirarlo. Débilmente iba abriéndose en su mente una idea que a medida que crecía le parecía más genial.

—¿Y qué pasa con Lorenzo?

Publio miró a Ramoneda como si no entendiese la pregunta. Luego, como si de repente recordase un detalle nimio, hizo un gesto displicente.

—Mátalo.

Bajó en la parada de María Cristina. Al salir a la calle le recibió una ráfaga de viento desagradable que arrastraba la llovizna. Quiso encender un cigarrillo pero no pudo. Lo tiró asqueado.

La calle era delicadamente aburrida. En ligera pendiente se alineaban a izquierda y derecha escalinatas con balaustradas de mármol y pequeños parterres junto a las entradas barnizadas de los edificios. A lo lejos se veían los muros y jardines del Palacio de Pedralbes.

Ramoneda torció el gesto. Jamás habría soñado con vivir en un barrio semejante. Lo suyo era El Carmel, La Trinitat o La Mina. Pero las circunstancias presentes hacían que mirase las cosas con una perspectiva distinta. ¿Por qué no podía comprar uno de aquellos áticos de doscientos metros y tener también él un lacayo en la puerta uniformado como un payaso, lo mismo que el diputado? Gracias a Publio, ahora podría vivir en un piso de la zona alta con barandillas de mármol y estúpidas flores disecadas en los balcones. Tal vez aquel lujo era del todo ridículo, una pura fachada. Pero no era eso lo que le interesaba; no era el orden de las calles, la tirantez de los transeúntes, ni ese aire flotando en el ambiente de suficiencia y letargia, como el de un león ahíto que duerme la siesta. Lo que realmente atraía a Ramoneda era la sensación de poder que se escapaba por las costuras de aquel barrio, la certeza de que existen leyes para unos y otros, y de que en aquel lado de la acera el cedazo de la Justicia era mucho más amplio que para el resto de los mortales. Nada, fuera de ellos mismos, podía dañar a sus habitantes ni interferir en sus vidas. Eran impunes.

Se detuvo junto a un edificio de estilo sobrio y aburrido. Un rascacielos de los años setenta que nada tenía que ver con el desarrollismo de Porcioles y sí mucho con la ostentación lúgubre de un poder económico contenido pero evidente. Consultó los buzones del exterior: despachos privados de abogados, ginecólogos, psiquiatras, funcionarios de nivel medio alto. Ramoneda sonrió para sí. Lorenzo era un tipo con aspiraciones, pero todavía no había alcanzado el grado de poder que le permitiera mudarse a una urbanización como la de Publio. Incluso allí, entre los triunfadores, existían los guetos.

Alzó la mirada hacia la ventana de su piso. Una mujer, que le pareció atractiva, se asomaba a la ventana.

—Hay un desconocido abajo. Está mirando hacia aquí.

Lorenzo apartó la mirada vidriosa del vaso de ginebra y alzó la cabeza hacia la ventana. Apoyada en la pared, su mujer apartaba con los dedos la cortina de panel japonés y miraba hacia la calle. Todavía tenía la marca de los golpes en el cuello y en los hombros que quedaban descubiertos por encima del batín. Sintió un escalofrío, mezcla de sentimientos contradictorios como el miedo y la culpa.

—¿Cómo es? —preguntó sin atreverse a levantarse del sofá, observando de reojo la pistola cargada junto a la repisa del televisor.

Su mujer le describió al hombre que veía. No cabía duda de que era Ramoneda. Lorenzo se mesó los cabellos. Todo iba muy rápido, se dijo, tratando de calmar la ansiedad que le embargaba. Ya sabía que tarde o temprano Publio mandaría a alguien, en cuanto se enterase de que María seguía con vida. Por suerte había puesto a salvo a su hijo. No quería que estuviera presente. Sonó el timbre del interfono. Un tono frío y breve anunciando una visita esperada.

La mujer se volvió. No había angustia ni ansiedad en su mirada. Solo un cansancio infinito, una hartura que se había transformado en un estado permanente de perplejidad. Tenía el ojo derecho tumefacto y fumaba con un leve temblor en los labios. Sabía que Lorenzo no soportaba el tabaco y que en otras circunstancias aquel gesto de rebeldía habría significado un poco más de suplicio. Pero ya no le importaba nada.

—¿Quieres que abra?

Lorenzo observó el bucle de humo azulado que cubría parcialmente el rostro de su mujer. Sintió una irritación aguda en la garganta ante su gesto de abandono que lo culpaba sin palabras. Esa rebeldía suya de ponerse a fumar en casa le ahogaba de rabia. Pero lo que más le molestaba era su desafío, ahora que lo sabía débil.

Volvió a sonar el timbre, esta vez con más insistencia. Solo que ahora sonaba el de la puerta. Algún vecino imbécil o tal vez ese viejo chocho del conserje había abierto el portal.

Lorenzo dejó escapar un gemido casi inaudible como si se le hubiera roto algo muy adentro. No tenía escapatoria, ya no. Podría haber cogido los ahorros de la caja fuerte, el pasaporte falso y huir cuando estaba a tiempo. Pero no lo había hecho, convencido de que un último gesto podía redimirlo ante los ojos de María, de su mujer y de su hijo, incluso ante los suyos propios. Un gesto de estoica valentía. Esperar de pie la muerte. Pero llegado el momento, sentía el impulso de correr a esconderse debajo de la cama, de abrazarse a las piernas llenas de cardenales de su mujer y pedirle que lo protegiese. Podía tratar de razonar con aquella bestia sádica de Ramoneda, pedirle perdón a Publio, rogarle otra oportunidad, pero nada de eso serviría.

—¿Abro la puerta? —volvió a preguntarle su mujer, mirándolo casi con desprecio, de no ser porque una sonrisa de compasión endulzaba algo su rostro demacrado.

—Abriré yo —dijo Lorenzo con una voz sorprendentemente segura. Se levantó con parsimonia y sus pasos le llevaron involuntariamente hacia el vestíbulo. En contra de lo que pensaba, no le temblaban las piernas y eso era sorprendente. Antes de abrir, se volvió hacia su mujer y señaló el mueble del televisor—. Coge la pistola y escóndete en el baño. Está cargada. Lo único que tienes que hacer es esperar a que se siente. Cuando yo te haga la señal, dispárale. Es fácil, recuerda lo que hemos ensayado. Solo hay que apretar el gatillo.

Su mujer aplastó el cigarrillo en un cenicero de cristal tallado. Cogió el arma de Lorenzo y la observó como un objeto ajeno a ella y a su vida, como si aquel trozo de metal frío resumiera todas las mentiras de una existencia que había imaginado de otra manera muy diferente. Había disparado en una cantera a latas y a trozos de madera. Lorenzo decía que se le daba bien y ella sentía un orgullo estúpido por esa habilidad. Ahora tendría que dispararle a un hombre. Pero en su fuero interno sabía que no sería distinto a hacerlo contra un objeto inanimado. Fue al baño y se sentó a esperar con la puerta entreabierta, lo justo para ver qué sucedía en el salón.

Lorenzo suspiró con fuerza. Sentía de repente una extraña calma, la certeza casi absoluta de que todo saldría bien. Su mujer sabría cumplir su parte del plan. Abrió la puerta, y a pesar de que sabía a quién iba a encontrarse en el quicio, no pudo evitar dar un paso atrás con el rostro compungido.

Ramoneda avanzó ese espacio que Lorenzo le cedía, como un peón de ajedrez que va directo a comerse al oponente. Hizo una exploración perimetral de la casa y su mirada se detuvo en la colilla humeante del cenicero. Sabía que Lorenzo no fumaba.

—¿Quién más hay en la casa? —preguntó sin necesidad de disimular sus intenciones. Todos eran adultos en aquel juego, no había por qué mantener conversaciones banales y perder el tiempo con fingimientos.

Lorenzo se mantuvo firme en el centro del salón. Evitó el reflejo de desviar la mirada hacia el baño, que quedaba justo a la espalda de Ramoneda.

—Mi mujer ha estado aquí hace un minuto. Es posible que os hayáis cruzado en el ascensor. Le he dicho que se vaya. No quiero que vea esto.

Ver esto. Qué curiosa manera de definir la propia muerte, pensó Ramoneda, convencido de que lo que Lorenzo decía era cierto. No titubeaba y estaba curiosamente tranquilo.

—María ha ayudado a César a escaparse del hospital —dijo.

Lorenzo no trató de demostrar sorpresa o fingir que no lo sabía. Se había enterado apenas pasadas unas horas de la fuga. Hubiera preferido que María siguiera su consejo y que huyese. Pero en el fondo la admiró por su estúpido empeño en salvar a aquel inspector y a su hija.

Ramoneda pasó la mano sobre la mesa de mármol pulido del salón, admirando la calidad de los muebles, la perfección de los cuadros colgados simétricamente en las paredes, el olor de lavanda del ambientador, la pulcritud del suelo de porcelanato que reflejaba la superficie como un mar quieto. Pronto él también podría descansar en un lugar semejante. Sintió la tentación de preguntarle a Lorenzo cómo se hacía eso de ser rico, en qué consistía ser una persona respetable y con buen gusto. Pero lo que hizo fue preguntarle dónde se ocultaba María con el inspector Alcalá. No le sorprendió que Lorenzo dijese no saberlo. Posiblemente era cierto. No importaba. No era el objeto de su visita.

Sacó del cinturón su pistola semiautomática. Era un arma preciosa, una Walter de 9 mm que se ajustaba a su mano como un guante. Se sentía bien, completo, al empuñarla. Le supo mal tener que manchar las bonitas cortinas de lino y el suelo impoluto. Era una imagen sucia en aquel orden tan perfecto.

En aquel momento sonó un disparo. Ambos hombres se miraron sorprendidos. Lorenzo se tambaleó y cayó hacia la derecha sobre la mesa. Un reguero lento de sangre empezó a extenderse por el mármol. Ramoneda se tocó la cara. La sangre de Lorenzo le salpicaba. Y sin embargo él no había disparado. Se volvió hacia atrás y descubrió a una mujer que empuñaba un arma pero que no le apuntaba a él. Ella observaba como en estado catatónico el cuerpo sin vida de Lorenzo. Dejó caer la pistola al suelo y miró a Ramoneda sin nada en los ojos.

Ramoneda se sintió confuso. Entonces se dio cuenta de los moratones en el cuerpo de la mujer, de su ojo hinchado. Y comprendió lo que había pasado. No había errado el disparo. Aquella mujer había matado a su marido.

No se lo reprochó. Tenía derecho a su venganza. Y a su descanso. Se acercó con lentitud y acarició el rostro inerme de la mujer. Le apuntó a la cabeza y le voló los sesos.