Capítulo 27

Hospital Clínico de Barcelona. 11 de febrero de 1981

El médico comprobó una gráfica junto a la cama y sacudió la cabeza, sorprendido.

—Resulta increíble que la bala no lo matara. Le ha destrozado la mitad del cerebro, y aun así, con el cáncer que le ha debilitado tanto las defensas, sigue con vida. Desde luego, su padre es un hombre luchador. Se recuperará, al menos una parte de él.

María observó a su padre, dormido por el efecto de los sedantes y con la cabeza vendada. Un tubo en la nariz le ayudaba a respirar. Examinó casi con pavor a aquel hombre atormentado, preguntándose cuánto tenía que haber sufrido, qué profundo y seco debía de ser su odio. Un odio estéril e inútil, que le impedía morirse y descansar.

En la habitación hacía demasiado calor y se sentía aturdida, encajonada entre aquellas cuatro paredes blancas. Decidió bajar a la cafetería y tomar un café. En el vestíbulo se encontró con el inspector Marchán hablando con varios agentes uniformados. Llevaba la corbata con el nudo aflojado y el pelo revuelto. Parecía cansado. María se sintió en la obligación de darle las gracias por haber encontrado a su padre aún con vida, pero lo hizo sin entusiasmo. El inspector respondió también con sarcasmo.

—Mi intención no era esa, y creo que su padre no me lo agradecerá cuando recobre la conciencia. Tengo la sensación de haberme entrometido en algo personal. El suicidio siempre lo es.

—No habla usted como un policía, inspector.

—Tampoco parece usted una hija afligida. Pero eso no es asunto mío.

María observó el movimiento de los agentes uniformados junto a los ascensores. Le pareció excesiva tanta vigilancia y así lo dijo. Pero Marchán la sacó de su error.

—Estos agentes no están aquí para vigilar a su padre, sino para custodiar a César Alcalá. Están a punto de subirlo a planta. —El inspector guardó un calculado silencio antes de añadir—. Es curiosa la manera en la que a veces los destinos de las personas se cruzan y se anudan, hasta confundirse. Dos hombres que no se conocen, unidos por una misma muerte, se encuentran al cabo de cuarenta años en el mismo hospital. Pared con pared. Si me gustase la tragedia, diría que es algo inverosímil. Pero aquí están… Y usted entre ambos. —Miró a la abogada con suspicacia, pero no se mostró preocupado.

—No tengo nada que ocultar.

—Sé que está pensando en algo, aunque ignoro lo que es. Usted ya sabía que Alcalá había sido atacado en la cárcel y que iban a trasladarlo. Para ser abogada oculta muy mal sus propias emociones. Me ha mentido una vez más, y no sé con qué objeto. Pero quiero advertirla: si cree que va a ayudar a César facilitando su fuga, olvídelo. Lo único que conseguiría es perjudicarle y dificultar la investigación. La única vía es la legal. Convénzale de que hable, que diga dónde guarda ese dichoso dossier sobre Publio.

—¿Y por qué no se lo pregunta usted mismo? Eran compañeros; trate de convencerlo usted.

—El inspector Alcalá y yo no tenemos nada de qué hablar. Queda avisada, María. —Aunque la voz de Marchán no delató ninguna emoción, sus ojos reflejaron la severidad de un inspector interrogando a una sospechosa.

María entró en la cafetería, repleta a aquella hora de personal del hospital y de familiares de pacientes ingresados. El bullicio era más propio de un mercado que de un lugar lleno de convalecientes. Había que hacer cola con una bandeja de plástico en el autoservicio. Se sirvió un pequeño bocadillo de sésamo y un café muy cargado. A la hora de pagar alguien se le adelantó, mientras buscaba las monedas en el bolsillo.

—Deje que la invite. Parece usted cansada; una mala noche velando a un familiar, supongo.

Era un hombre maduro, educado y de aspecto agradable. Sin embargo, María no estaba de humor para entablar conversación, y mucho menos para coquetear con un desconocido que le doblaba probablemente la edad. Le dio las gracias con una sonrisa forzada y salió de la cola. Aunque no se volvió, sintió en la nuca la mirada del desconocido. Fue a sentarse en una mesa alejada de la puerta de entrada.

Apenas probó el bocadillo, jugueteando con las migas de pan. El café le sentó bien. Le hubiera gustado salir a fumar. Fuera de la cafetería se veía un jardín interior con palmeras raquíticas y un tepe de césped mal cuidado. La iluminación del exterior quedaba tamizada con una claraboya sobre la que repicaba la lluvia. Se concentró en aquel invernadero sin ningún sentido. Era como un ornamento inútil, pues las puertas estaban cerradas con cadenas y nadie podía pasear por él. Solo podía contemplarlo, algo hermoso pero inútil.

Entonces, sin un encadenamiento racional, surgió de nuevo frente a sus ojos la realidad de su enfermedad. Durante las últimas horas, empujada por los acontecimientos casi se había olvidado. Ahora, en el primer momento del que disponía de una cierta paz, esa realidad emergía de nuevo. María se palpó la sien con la yema de los dedos, como si pudiera tocar el tumor que se desarrollaba en su cerebro.

No se dio cuenta de que el hombre que la había invitado en el autoservicio se había acercado a su mesa con una bandeja en la mano.

—¿Le importa que me siente a su lado? —Fue una pregunta retórica. Sin esperar respuesta se sentó y destapó meticulosamente una pequeña terrina de mermelada de melocotón—. Es nauseabunda la comida aquí, ¿verdad?

—No me tome por una grosera, pero me gustaría estar sola —dijo María, incómoda.

El hombre asintió con amabilidad, pero no dejó de untar una punta de mermelada en una tostada con la punta de un cuchillo de plástico.

—La entiendo. Cuando notamos cerca la muerte, necesitamos recogernos. Es inevitable pensar en lo que hemos hecho y dejado de hacer. Vemos en la muerte de otros nuestro final inevitable. Pero la verdad es que es un ejercicio del todo inútil. No se puede intelectualizar toda una vida de emociones y sentimientos, ni siquiera cuando tememos morir. Mi consejo, María, es que no se deje arrastrar por la melancolía ni por la nostalgia. Eso no hará más que traerle sufrimiento y malgastar el tiempo.

María hizo un gesto brusco con la mano, totalmente involuntario, que hizo que se vertiera sobre la mesa de fórmica el café humeante de su taza.

—¿Quién es usted, y cómo sabe mi nombre?

Meticulosamente el hombre se puso a secar con una servilleta de papel el café vertido.

—Me llamo Fernando. Creo que su padre le habrá hablado de mí. Debería decir que lamento lo que le ha sucedido, pero sinceramente, no es así. Imagino que entenderá los motivos.

María sintió un momentáneo arrebato de ira y de culpabilidad. Aquel viejo no tenía derecho a estar allí, con su pose hierática y llena de cinismo, recriminándola con el doble sentido de sus palabras.

—Lamento lo que le ocurrió a su madre, pero no tengo la culpa de lo que ha pasado.

—¿Culpa? Nadie lo ha dicho. Al fin y al cabo, puede que usted sea tan víctima como mi madre, como Marcelo, o como el pobre Recasens. Sin embargo, a veces sentimos la necesidad de reparar el daño que otros han hecho y de quitarnos de encima una carga que sostenemos injustamente. Tengo la sensación de que usted es de esas personas, María.

—Usted no me conoce. No sabe nada de mí.

Fernando sonrió con una inocencia que resultaba repulsivo en aquel hombre de marcadas arrugas y pelo canoso. Sacó un pequeño libro de anotaciones y fotografías y lo abrió al azar. Lo giró hacia María y se recostó en la silla con aire satisfecho. Había fotografías personales de la abogada, fotos que ni siquiera ella recordaba haber tenido alguna vez: en su primera salida con el colegio, en la comunión, en el instituto, con su padre pescando en el puente de San Lorenzo. También estaba la fotografía del día de su graduación en la universidad, y una foto de su día de bodas. Cada una de ellas llevaba anotado un pie con la fecha y el lugar en que fue tomada. Más detallado todavía era el memorando de casos llevados por ella, las sentencias que había logrado favorables o desfavorables, el nombre de sus clientes, el juzgado que había visto su causa. Y mención especial merecían las docenas de recortes de periódico y anotaciones personales sobre el caso contra César Alcalá.

—Lo sé todo de usted. Durante años no he hecho otra cosa que dedicarme a conocerla —dijo Fernando, ahondando en la sensación de perplejidad que aquel libro había producido en María.

María pasaba las páginas con un temor creciente. ¿Qué clase de mente enferma podía dedicar aquel esfuerzo de recopilación sin ser un psicópata? Cerró el libro con violencia.

—Esto es nada. Fotografías y fechas. Que me haya espiado no significa que me conozca.

Fernando recogió el libro y lo guardó bajo la mesa. Alzó la mirada. Ahora era una mirada llena de aflicción.

—Sé lo que es desear que llegue la noche para dormir y no poder hacerlo porque tu mente está poblada de pesadillas y necesitar somníferos para alcanzar un sueño espeso que no cura. Sé lo que es que otros te maltraten, te humillen y te golpeen hasta la saciedad, y que la cobardía impida revelarse contra eso. Y sé lo que es encontrar una causa que justifique la miserable vida que llevamos ante nuestros propios ojos. Una causa justa. Algo que nos permita olvidar. Concentramos nuestros esfuerzos y nuestros desvelos en esa causa para acallar nuestros monstruos. Pero son como dioses sanguinarios y voraces que no se conforman con los sacrificios que les ofrecemos. Vuelven a atormentarnos una y otra vez, en cuanto relajamos nuestra mente y recordamos quiénes somos en realidad: un preso maltratado durante años en un campo de concentración soviético; una mujer golpeada por su marido una y otra vez. Necesitamos seguir creyendo que esa parte enferma y débil es algo minúsculo en nosotros: mejor ser un hijo despechado y lleno de odio que decide hacerse rico desde la nada otra vez para vengar a su madre; mejor ser una abogada de prestigio, justa e inflexible capaz de mandar a la cárcel a un policía corrupto. Pero nada de eso nos cura, ¿verdad? No podemos escapar de lo que somos. Cada vez que nos miramos a un espejo, cada vez que sentimos el fracaso en lo personal o en lo profesional crece de nuevo esa marea que nos recuerda nuestras debilidades, nuestras cobardías y nuestras renuncias. Y nos quedamos desnudos y sin excusas. Por eso necesitamos alguien a quién salvar o a quién condenar. Alguien objeto de nuestro amor o de nuestro odio. Alguien que nos haga olvidar.

»He llegado a creer que la única razón por la que he seguido todos estos años vivo era para ver caer, uno tras otro, a los hombres que me destrozaron la vida y que mataron a mi madre y condenaron a mi hermano a una existencia demencial. Publio y su padre Gabriel han sido mi obsesión durante décadas. Pero la verdad es que vi morir a mi padre y no sentí alegría por ello. Tampoco tristeza. Sencillamente me di cuenta de que era algo que había dejado de incumbirme. Supe que Gabriel estaba enfermo de cáncer y lo único que experimenté fue miedo. ¿Puede entenderlo? El mismo miedo que ahora: si él muere, ¿qué causa me quedará? No aspiré nunca a escucharle pedir perdón, ni a matarle con mis manos. Lo mismo que con Publio. Ahora sé que ni siquiera cuando vea caer a ese cabrón sentiré algo más que un ligero alivio.

»Pero usted, María, es distinta. No tiene nada que ver con todo lo que ha marcado mi vida, y sin embargo, en usted se perpetúan los errores y los pecados de su padre. Es como un juego maquiavélico y retorcido en el que la vida se repite de la misma manera una y otra vez, impidiendo que escapemos de la rueda. Sé que es una buena mujer, aunque eso quizá ni siquiera lo sabe usted misma, y puede que a estas alturas de la historia resulte una razón pusilánime para estar sentado aquí, frente a usted. Pero aunque no lo crea, usted es la última oportunidad que me queda para darle algo de sentido a estos últimos cuarenta años de mi vida. Todo se ha ido. También yo. No les falta razón a los que me creían muerto. Lo estoy. Llevo cuarenta años vagando por la vida sin vivirla. Y tengo ganas de descansar.

¿Cuánto rato había estado hablando? ¿Cuántas palabras inútiles había gastado para tratar de explicar lo inexplicable? Había entrado en el hospital con la clara determinación de enfrentarse a María y decirle la verdad. Pero la verdad no había salido de su boca, se había negado a formularla. Era demasiado horrible, demasiado dolorosa. Lo único que había logrado era esbozar trazos retorcidos de sentimientos, rencores y emociones secas. Pero no había dicho lo que de verdad quería decir.

Reflexionó unos segundos con los dedos cruzados sobre la mesa, fijando la mirada en algunas gotas secas de café. Anotó algo en un papel de su agenda. Arrancó la hoja y la dejó junto a María.

—Mañana por la noche estaré en esta dirección. Si el inspector Alcalá quiere ver a su hija con vida, convénzale para que le entregue a usted los documentos que incriminan a Publio. Si no viene o no trae esos documentos, desapareceré. Y puedo asegurarle que nunca más volverá a verme, pero tampoco encontrarán nunca a esa muchacha.

María ignoraba cuánto tiempo había permanecido sentada en la mesa de la cafetería mirando fijamente aquel papel, cuando oyó el ruido de unos platos cayendo al suelo. El estrépito la sobresaltó. Fernando ya no estaba, pero seguía junto a ella el olor algo decimonónico de su colonia y aquel papel entre los dedos. Y sus palabras.

Subió al tercer piso en el ascensor. Los dos policías que custodiaban la puerta de César Alcalá se levantaron de sus sillas al verla acercarse con el paso decidido y la mandíbula crispada. María los calibró con la mirada. Eran jóvenes y no parecían muy expertos. Se les notaba aburridos y molestos con aquella tarea que les habían asignado.

—Necesito ver al preso.

—Eso no es posible, señora.

—Soy su abogada. Mi nombre es María Bengoechea. Si no me deja entrar ahora mismo, tendré que pedirles sus números de placa y denunciarlos en el juzgado por impedir que me entreviste con mi cliente.

Los agentes se amedrentaron un tanto al comprobar la credencial de María. Su actitud y su determinación les hizo retroceder de la puerta, aunque uno de ellos dijo que debían consultarlo.

—Hágalo. El inspector Marchán es conocido mío. Está al corriente y no ha puesto ningún problema para que vea a Alcalá —mintió sin titubeos.

El nombre del inspector Marchán causó un efecto balsámico en los agentes. Se miraron entre ellos y uno concedió que entrase, a cambio de dejar la puerta entornada.

—¿Qué cree que voy hacer, ayudarle a escapar? —replicó María sin pestañear. Eso era precisamente lo que iba a hacer.

César Alcalá estaba postrado en la cama con varios cojines en la espalda. A pesar de los vendajes en el brazo derecho y en el vientre no tenía demasiado mal aspecto. Tal vez las bolsas debajo de los ojos eran más blandas y macilentas y estaba un poco más apagado. Pero María no tenía tiempo para compadecerlo. Se acercó a él contenida.

—¿Cómo te encuentras?

César Alcalá asintió. Tenía los labios resecos. María le acercó un vaso de agua, momento que aprovechó para acercarse y susurrarle al oído:

—No tenemos mucho tiempo. Supongo que Romero ya te ha puesto al día.

César Alcalá alzó el brazo vendado.

—Se ha tomado su papel muy en serio. Tanto que hasta yo me lo he creído.

Un cortocircuito del presente le trajo a María una imagen del pasado. Imaginó a su padre disparando contra Guillermo Mola en la escalinata de la iglesia. Debía parecer real, para que todos lo creyeran. Y su padre no dudó en perforarle un pulmón a Guillermo.

—Debía parecer real para que te sacaran de ahí y no se limitasen a llevarte a la enfermería. ¿Crees que podrás andar?

César Alcalá desvió la mirada hacia la puerta. Uno de los agentes hablaba por teléfono. Dedujo que no tenían mucho tiempo.

—Tal vez en un par de días no se me saltarán los puntos.

María negó con la cabeza. Le colocó una almohada bajo la cabeza y fingió comprobar la botella de suero que colgaba en una percha.

—No tenemos tiempo. Tiene que ser hoy. —Y de manera atropellada le explicó lo que había ocurrido en aquellos últimos días. Su entrevista con Lorenzo, y luego la propuesta de Marchán.

Al escuchar aquel nombre, Alcalá se incorporó sobre un codo.

—No quiero nada con ese. Me traicionó una vez, dejándome vendido. Y volverá a hacerlo. Lo único que quiere es la documentación de Publio. Y no me extrañaría que trabaje para él.

—No es el único. Acabo de estar hablando en la cafetería con Fernando Mola. ¿Sabes quién es?

César Alcalá se dejó caer lentamente hacia la almohada, sin apartar la mirada de María.

—Es el hijo mayor de Isabel Mola… Creía que estaba muerto.

—Pues no lo está. Y afirma saber dónde está tu hija.

Los ojos de César se abrieron mucho y las grietas del labio se abrieron hasta que este empezó a sangrar levemente.

—Eso no es posible. ¿Qué tiene que ver uno de los Mola con mi hija?

María no tenía tiempo de explicarse. Necesitaba información y la necesitaba ya. Sabía que los agentes de custodia no tardarían en averiguar que el permiso de Marchán para ver a Alcalá era una invención.

—Es complicado de explicar ahora. Pero necesito que me des la documentación sobre Publio. Es su condición.

—Eso es lo único que me mantiene vivo a mí y a mi hija. No me fio de nadie.

—Pues tendrás que fiarte de mí —dijo furiosa María—. Mírate: ¿es esto mantenerte con vida? ¿Hasta cuándo?

César dudaba, pero la frenética mirada de María no le daba respiro. Miró a los agentes de custodia. Uno de ellos discutía con el otro mientras abría la puerta de par en par.

—De acuerdo. Tú sácame de aquí.

No dio tiempo para más. Los policías entraron en la habitación y exigieron a María que les acompañase.

César Alcalá se recostó en la almohada. Entonces notó algo bajo la funda. Esperó a que la puerta se cerrase y extrajo el objeto. No pudo evitar una sonrisa admirativa. Si alguien podía sacarlo de allí, era aquella extraña e imprevisible mujer.

Los turnos de noche solían ser tranquilos en planta. Las enfermeras se acomodaban en la zona de estar del personal médico y tomaban café y charlaban a media voz sobre sus vidas fuera de aquellos pasillos llenos de gasas, jeringuillas, camillas y pacientes quejicas. Los policías que custodiaban la puerta se dejaban llevar por la somnolencia de una guardia aburrida, envidiando las risas de las enfermeras y matando el tiempo con la lectura de periódicos atrasados. De vez en cuando uno de ellos abría la puerta y comprobaba que Alcalá durmiera con la luz del plafón encendida sobre la cama. Luego lanzaba una ojeada a las ventanas cerradas con candado de la habitación y volvía al pasillo.

A las dos de la madrugada, César se acercó a una de las ventanas. Antiguamente, en los pisos superiores se sellaban o se cerraban con barrotes. Esa medida se había tomado para evitar que los pacientes desahuciados o depresivos saltasen al vacío, pero un pequeño incendio ocurrido unos años atrás había obligado a cambiar los cristales sellados y los barrotes por un sistema más flexible. La habitación de Alcalá daba a una calle lateral y precisamente en esa fachada era donde estaba la escalera de incendio. De modo que las ventanas de aquella parte estaban cerradas con candado. Las llaves solo las tenía la enfermera jefa de planta.

César metió la mano en el bolsillo de su bata. Ahora también la tenía él. Y no le interesaba saber cómo había logrado hacerse con una María.

Se vistió todo lo rápido que pudo. Pero sus movimientos eran lentos. Le dolía la herida del vientre, recién cerrada. Se acercó a la ventana e introdujo la llave. El candado cedió para su alivio sin dificultad. El cristal era corredero. Lo abrió y sintió el aire frío de la noche. La callejuela estaba desierta, iluminada por los propios focos de la fachada del hospital. La ventana quedaba a más de la mitad del cuerpo de Alcalá. Tuvo que apretar los dientes para no gritar al encaramarse al alféizar y notar cómo algunos puntos de sutura saltaban. Alcanzó la barandilla herrumbrosa de la escalera de incendio y miró una vez más hacia abajo.

Apenas había diez metros hasta el suelo. Era demasiado fácil, pensó. Marchán debería haber previsto aquella salida y tal vez había colocado hombres de ronda en la callejuela. Alcalá se acurrucó en una zona de sombra de la escalera y esperó, pero no apareció ningún vehículo ni ningún agente. Tal vez a nadie se le había ocurrido que pudiera hacerse con una llave, o ni siquiera se habían preocupado de comprobar que allí había una escalera de incendio… En ese momento se le antojó una idea absurda: quizá Marchán había hecho que lo colocasen en aquella habitación precisamente porque sí conocía la existencia de aquella escalera que daba a un callejón discreto por el que escabullirse sin llamar la atención.

No importaba. El caso era que podía escapar. Sabía lo que eso supondría. Pensó en Romero, cumpliendo a aquella misma hora aislamiento en la celda de castigo; imaginó lo que podría pasarle a María si llegaban a relacionarla con la fuga: sería para ella la cárcel y el final de su carrera. Para él mismo era el final de cualquier esperanza de obtener un indulto si volvían a atraparlo. Pero ya estaba con un pie en el asfalto mojado, y no pensaba mirar atrás.

La herida del vientre se había abierto del todo y una mancha se extendía por la camisa del inspector. Sin embargo, Alcalá no le prestó atención al dolor. No tenía tiempo que perder. Agazapado junto a la fachada exploró los alrededores. A la derecha se adivinaba la iluminación creciente de una gran avenida. A la izquierda, el callejón se deshacía entre portales sombríos y rincones oscuros. Se dirigió hacia allí.

No podía volver a su apartamento. Sabía que sería el primer lugar en el que lo buscaría Marchán en cuanto supiera que se había fugado. Tampoco podía esconderse en casa de María. Los agentes que la protegían de Ramoneda lo descubrirían de inmediato. Ella tendría que ingeniárselas para deshacerse de ellos y acudir al lugar que habían acordado para encontrarse. Además había algo prioritario de lo que debía ocuparse aquella misma noche.

La pequeña iglesia estaba cerrada. Era un edificio convencional, sin ningún interés arquitectónico aparente. Una parroquia de barrio en el suburbio que podría haber sido confundida con un almacén como tantos otros de la Zona Franca, el barrio cercano a los muelles de carga del puerto. Pero a pesar de su aspecto anodino, César Alcalá sintió una emoción casi olvidada al verla. Esa emoción no tenía nada que ver con la religión. Alcalá nunca fue un hombre de iglesia, y si alguna vez se definió como creyente, la experiencia lo había alejado definitivamente de cualquier cosa que se acercase a la divinidad.

Su emoción nacía de los recuerdos de la vida perdida. En aquella parroquia tuvo su primera intervención policial como inspector, casi treinta años atrás. Unos desalmados habían robado el cepillo, y al verse sorprendidos por el párroco lo habían golpeado brutalmente. Alcalá llevó el caso y logró detener a los autores. Sin embargo, el párroco no quiso denunciarlos y dijo no saber quiénes eran en la rueda de reconocimiento. Que un sacerdote mintiera no era nada nuevo, nunca los consideró mejores o peores que cualquier otra persona. Pero que mintiera para proteger a aquellos individuos que casi lo matan a patadas hizo que Alcalá se replantease su cinismo con respecto a la especie humana. Entablaron cierta amistad, toda amistad que permite un hombre que no vive en el mundo real sino en el reino de los cielos y la esperanza y otro hombre que no podía despegar los pies de la inmundicia de la sociedad y del infierno de la realidad.

En esa iglesia se casaría después, y con los años ese mismo párroco bautizaría a Marta. Cumplir con esos ritos de la cultura cristiana era algo que no entraba en contradicción con el escepticismo de César. A fin de cuentas, se decía, somos parte de algo que va más allá de las creencias y que se deja empujar por las costumbres. Ahora los tiempos eran diferentes, las chicas no tenían la necesidad de casarse de blanco y algunos padres se rebelaban contra la iglesia negando el bautizo a los hijos. Pero entonces las cosas no eran tan sencillas. Era algo por lo que todo el mundo pasaba sin ser consciente de esa presión social. Y él cumplió, sin cuestionarse si era correcto o no hacerlo.

Llamó al timbre de un portal contiguo. Las luces de la ventana superior se encendieron y apareció la silueta de alguien familiar tras la cortina. A los pocos segundos la puerta de la iglesia se abrió desde dentro. En el umbral apareció un anciano con su escaso pelo blanco revuelto, con cara de cansancio y envuelto en una gruesa bata de lana. Sus ojos eran tan grises como los pelos que le salían de la nariz y de las orejas y como sus espesas cejas. Pero eran muy vivos y miraban a César con una mezcla de afecto, sorpresa y pena.

—Hola, padre Damiel. Sé que es muy tarde.

El párroco abrió la puerta completamente y lo hizo pasar.

—¿Tarde? Sí, para ciertas cosas es demasiado tarde —dijo con un tono de reproche; pero como si se arrepintiera de sus palabras, enseguida le puso una mano en el brazo y agregó—: Pero para el regreso de un hijo amado, de un hermano, siempre es pronto.

En el interior se veía la luminiscencia vacilante de algunas velas votivas. El ambiente era recogido. Los ojos de Alcalá tardaron en adaptarse a la oscuridad del interior del templo. Al hacerlo se dibujaron los contornos de líneas rectas del espacio central flanqueado por dos hileras de bancos de madera. Al fondo, una réplica de un Cristo de Dalí en madera se suspendía en el aire sobre dos cables casi invisibles, creando la sensación de que la imagen levitaba sobre el sencillo altar de piedra pulida.

—¿Estás herido? Sangras —le preguntó a Alcalá el párroco. En aquel ambiente, la pregunta sonó extraña, con un significado ampliado por la espiritualidad humilde de la iglesia. Todo el mundo sangra, todo el mundo está herido. Algunas heridas se cierran. Otras no lo hacen nunca.

Alcalá se cubrió la herida con la chaqueta.

—No es grave. —Se volvió hacia el párroco y lo interrogó con la mirada, sin decir nada. El anciano asintió.

—Espera aquí. Volveré enseguida.

César se sentó en el último banco de la derecha, junto a un armario metálico donde se alineaban velas para la venta y algunos trípticos de Cáritas y Medicus Mundi. Junto a los asientos había pequeños misales con las tapas forradas de plástico. Cogió uno y lo abrió al azar.

—«Bienaventurados los que sufren y perdonan, porque antes que nadie estarán junto al Padre en el Reino de los Cielos» —leyó. Durante un minuto se quedó mirando aquellas palabras grabadas en papel barato. El sufrimiento, el perdón… Todo era fácil cuando se desnudaba de la pasión. Tal vez, cuando Jesús pronunció aquellas palabras recogidas en el Evangelio de San Juan las dijo convencido. Cerró el misal y contempló la imagen del Cristo como un ser extraño y ajeno a nada que fuera su propia crucifixión.

—¿Te fue fácil perdonar a ti? ¿Aceptaste sin más el sufrimiento que otros te infligieron? Seguramente tú no perdiste una esposa ni a una hija. Estabas destinado a ser una víctima, lo buscabas y lo encontraste… Pero ¿qué me dices de mí? Yo no quería ser adorado en la cruz; solo quería vivir en paz con los míos.

Oyó los pasos del párroco acercarse y se sintió avergonzado por lo que acababa de decir. Era como ir a casa de un amigo y faltarle al respeto a su familia. Pero el sacerdote no oyó lo que dijo o simplemente decidió no oírlo.

—Aquí la tienes. Espero que valga la pena lo que hay dentro, porque intuyo que esta es la razón de todos tus males.

César Alcalá cogió la pequeña bolsa de lona que el sacerdote había guardado durante cinco años en la sacristía. Estaba seguro de que no la había abierto ni le había dicho a nadie que la tenía. Con ese convencimiento se la entregó Alcalá poco antes de que lo detuvieran por el caso Ramoneda. El padre Damiel nunca le preguntó qué contenía. Ahora tampoco lo hizo. El anciano se sentó a su lado mirando hacia el altar. Podía escucharse su respiración entre las cuatro paredes. Cerró los ojos un momento. Tal vez rezaba, o tal vez meditaba sobre lo que debía decir. Alcalá respetó su silencio y no se movió, a pesar de que María no tardaría en llegar.

—Me hubiera gustado ir a verte a la cárcel —dijo por fin el sacerdote, mirando hacia delante, como si no le hablase al inspector, sino al Jesús retorcido como un leño, cuyo perfil apenas era visible a través de las candelarias.

—Mejor así, padre. No quiero que nadie le relacione conmigo, lo pondría en peligro. Además, ya recoge bastante sufrimiento aquí como para ir a buscar más en una prisión.

El párroco puso una mano sobre la de César. Era una mano nudosa, áspera y honesta. La mano de un padre que ve cómo su hijo querido se marcha a un camino incierto en el que no podrá acompañarle.

—La vida no es justa con nosotros: buscamos consuelo a lo que no puede ser consolado, explicaciones a lo que es incomprensible, justificación para lo injustificable. No hay razón en la locura, ni lógica en el corazón que se nos envenena con la existencia. Me he preguntado por qué los hombres buenos son los que más sufren el dolor de la pérdida de los suyos, la traición, el olvido y la humillación. Se lo he preguntado al Señor… Pero este viejo sacerdote no ha encontrado ninguna respuesta. Ojalá encuentres a tu hija, y Dios quiera que puedas perdonar el daño que te hizo tu esposa al dejarte solo con esta culpa; incluso rezo para que encuentres la fuerza que te haga olvidar a los que tanto daño te han hecho. Pero en tus ojos no veo perdón. Solo hastío y un gran cansancio… Coge esa bolsa, haz lo que tengas que hacer y luego trata de empezar de nuevo. Quizá tengas más suerte esta vez. Deja la venganza, César. Y no porque la venganza sea pecado, sino porque en ella no encontrarás consuelo ni respuesta. Y cúrate esa herida; no tiene buen aspecto. Si me pregunta la policía, diré que no te he visto.

Cuando César Alcalá salió vio el coche de María estacionado en una esquina con las luces apagadas. Se cercioró de que nadie la había seguido y cruzó la calle con la bolsa de lona en la mano. Antes de entrar en el coche se volvió hacia la iglesia. La luz del piso superior estaba apagada y la puerta cerrada de nuevo. Pero el inspector supo que allí dentro alguien rezaba por él.