Prisión Modelo (Barcelona). 10 de febrero de 1981
—¿Qué hora es? Mi reloj está parado.
César Alcalá no entendía la obsesión por el tiempo de su compañero de celda. En realidad, todos los relojes estaban parados allí adentro, aunque las agujas siguieran resbalando por la esfera de su muñeca.
—Son las ocho.
Romero saltó de la litera en calzoncillos. Como cada mañana, lo primero que hizo fue encender un cigarrillo y ponerse a mirar por la ventana, a través de los barrotes.
—Deberías vestirte, Alcalá.
César Alcalá se dio la vuelta en el catre, poniéndose de cara a la pared. Tocó la superficie amarillenta de cemento, como si su mano quisiera certificar la consistencia de las cosas. Apenas había dormido.
—¿Para qué? ¿Para seguir dando vueltas en esta celda como una bestia enjaulada?
Romero aplastó el cigarrillo en uno de los barrotes. Sonrió sin ganas. Miró a Alcalá y se encogió de hombros. Se inclinó y levantó el colchón de la litera. Por debajo de la colcha asomaba el mango reluciente de un machete. Lo cogió con la mano derecha y se plantó en medio de la celda con las piernas abiertas.
—Será mejor que te levantes. No me gustaría hacer esto por la espalda.
—¿Qué se supone que vas a hacer? —preguntó alarmado César Alcalá.
Romero sonrió siniestramente, esgrimiendo el machete.
—Cortarte el cuello. Me han pagado mucho dinero para hacerlo.
César Alcalá se incorporó lentamente sin apartar la mirada del machete.
—No puedes hacerlo; tú no, Romero.
—¿Ah, no? ¿Y por qué crees eso?
—Somos amigos —dijo el inspector con una simpleza que hubiera sonrojado a un niño. No se le ocurrió otra razón. Estaban los dos solos. Romero esgrimía un machete. Él estaba indefenso.
—Si no recuerdo mal, algo así fue lo que Julio César le dijo a Bruto mientras este lo apuñalaba por la espalda.
—Tú no eres así. No eres como los demás.
Romero relajó la mano en la que sostenía el machete, aunque no bajó la guardia. Era evidente que aquello no le gustaba. Sentía aprecio por Alcalá. Pero el inspector no sabía una mierda de cómo era o dejaba de ser.
—Deja que te cuente algo sobre mí, Alcalá. Hace muchos años, el ayuntamiento tuvo la idea de instalar un autobús biblioteca del suburbio. Había un niño que acudía allí porque era un lugar donde refugiarse de la lluvia y donde se estaba más o menos caliente. Además, aquella biblioteca ambulante, mal nutrida y peor iluminada estaba al cargo de una joven de la que el niño estaba enamorado. Era inevitable. A los doce años de edad, lo que él sabía del sexo se limitaba a los concursos de pajas que hacía con sus amigos en los baños de una pensión de putas en la Plaza Real. Se escondían detrás del mirador y se masturbaban viendo cómo las putas se quitaban los largos albornoces y se subían con sus gruesas carnes blancas a horcajadas sobre los clientes. El sexo eran esas gotas de semen entre los dedos, esas eyaculaciones brutales y repentinas como un relámpago, y esa mezcla de miedo a ser descubierto, vergüenza y placer.
»Pero la bibliotecaria era una mujer de verdad, no una visión lejana. Se acercaba tanto que el niño podía notar contra el hombro su pecho, oler su colonia y rozar su pelo. No podía obtener otra cosa de ella que sonrisas y alguna caricia amistosa, pero a cambio aprendía a leer. Gracias a ella descubría el poder de las palabras, de las ideas, de lo escrito. El niño descubría el acicate para pulir su inteligencia de superviviente. Ella le enseñaba a explotar su sabiduría de callejón para prosperar.
»Una tarde, los amigos de aquel niño, atraídos por las maravillas que él les contaba sobre la bibliotecaria fueron al autobús. Ella estaba recogiendo los libros. El niño pensó que estaría contenta por traerle a más lectores. Pero ellos no querían saber nada del Quijote, ni de la Odisea, ni de la Atlántida. La rodearon como lobos hambrientos, la sujetaron por los brazos y las piernas, le desgarraron las bragas y la violaron, uno tras otro, mientras obligaban a aquel niño a mirar cómo lo hacían, sujetándolo para que no pudiera hacer nada por impedirlo.
»A aquel niño nunca se le olvidó la cara de la bibliotecaria, ni su mirada de súplica mientras la humillaban. Tampoco su propia impotencia. Al terminar, quemaron el autobús con aquella mujer dentro. Fueron sus amigos. Él los llevó allí. Él tuvo la culpa.
»El niño creció, y uno por uno, durante años, fue buscando a los que hicieron aquello y los fue eliminando. Pero ni siquiera al acabar con el último de ellos logró limpiar su conciencia.
César Alcalá había conseguido sentarse en la cama. Tensó los músculos dispuesto a luchar por su vida, lanzó una mirada fugaz hacia el pasillo de la galería. Tuvo la funesta certeza de que aunque gritase, nadie acudiría en su ayuda.
—¿Por qué me cuentas ahora esa historia?
Romero miró el filo grueso del machete.
—¿Por qué? No lo sé. Quizá porque es mi manera de decir que no hay que confiar en nadie, que no debes esperar nada bueno de nadie, mucho menos de quien dice ser tu amigo. O puede que simplemente necesite desahogarme… ¿Crees que soy un hijo de puta sanguinario? Bueno, es lo que creen todos. Y me ha costado labrarme esa fama. Aunque podría haber crecido, casarme con aquella chica, leer todos los libros del autobús y ser catedrático de literatura. No siempre podemos elegir lo que queremos.
César Alcalá no apartaba la vista del machete. Tenía que reaccionar, levantarse, luchar. No podía dejar que todo terminase de una manera tan ridícula: apuñalado por un tipo que solo vestía unos calzoncillos de color carne. Había pasado toda su vida luchando, de una manera u otra. Su trabajo era violento, siempre terminaba en alguna cloaca en la que debía luchar para poder respirar. Y su supervivencia en la cárcel no había sido muy distinta. Quizá la violencia aquí no era tan eufemística ni pautada. Aquí todo era mucho más primitivo, auténtico. La lucha más encarnizada. Había sobrevivido a varias agresiones y a otros tantos intentos de asesinarlo, defendiéndose con uñas y dientes, manteniéndose siempre tenso, alerta y dispuesto a ser el más cabrón de los cabrones, el más decidido de todos ellos. Pero de repente era incapaz de reaccionar ante Romero. Obligaba a sus músculos a tensarse, pero era un esfuerzo antinatural, su cuerpo, sencillamente no quería defenderse. Estaba harto, cansado, agotado.
—No creo que quieras matarme por dinero —dijo—. Tienes más del que puedes gastar. Y no saldrás de aquí con suficiente vida por delante para disfrutar de él… Entonces, ¿por qué?
Romero arqueó las cejas, entre divertido y confundido. Tenía narices aquel inspector. Y además tenía razón. De repente su expresión se tornó traviesa, casi avergonzado. Como un niño que interpreta una mentira y ha sido descubierto. Dejó el machete en la cama, cerca de las manos indecisas de César.
—Lo que dices es verdad. Lo que ellos no entienden es que aquí dentro el dinero no vale nada, sobre todo si no puedes disfrutarlo. Yo me pudriré aquí dentro antes de obtener el tercer grado. Pero si yo no te mato, perderé buena parte de la reputación que me he ganado. Y entonces será mi vida la que no valga nada. Ya sabes cómo funciona esta burbuja en la que nos movemos. Aquí las formas son tan importantes como en cualquier otra parte. Puede que más incluso.
César Alcalá respiró algo aliviado. De reojo observaba el machete al alcance de su mano. Pero no tenía ninguna intención de hacerse con él y de utilizarlo contra Romero. El hombre que era antes no lo hubiera pensado, se habría abalanzado sobre él y lo habría ensartado. Pero ese hombre ya no existía. La cárcel lo había fagocitado. Además, comprendía que Romero tampoco deseaba hacerlo. Pero necesitaba una salida, una propuesta digna que justificase sus escrúpulos.
—No necesitas matarme. Además, no quieres hacerlo. Podrías haberme cortado el cuello mientras dormía, en la ducha, en cualquier momento, y no lo has hecho.
—Pero hay otros que no se lo pensarán. Un día u otro, alguien logrará su objetivo, y yo no voy a estar siempre para protegerte, amigo. Así que más vale que pienses en algo. Ya no puedes seguir fingiendo que ese hijo de puta de Publio se conformará con tu silencio o con mantenerte encerrado aquí… Tienes que escapar.
César Alcalá hubiera soltado una carcajada de no parecerle tan obvia la solución. Y tan imposible de realizar.
—No tan imposible —matizó Romero, leyéndole el pensamiento. Volvió a coger el machete, aunque esta vez con una actitud menos amenazante—. ¿Confías en esa abogada con la que te sueles entrevistar?
¿Confiaba? No confiaba en nadie ni en nada. Pero al menos María había estado con él aquellas semanas, le había infundido esperanzas. Y sentía algo por ella, un sentimiento parecido a la confianza, sí. Sentía respeto por ella.
—En cualquier caso —dijo Romero, acercando el machete al pecho desnudo de Alcalá—, tendrás que confiar en ella y cruzar los dedos. Es la única solución que se me ocurre: y ahora será mejor que cojas la almohada y te tapes la boca. Esto te va a doler.
María miró la hora en su reloj de pulsera. Era la tercera vez que lo hacía en menos de veinte minutos. Pero por más que ella lo empujase, el tiempo se negaba a ir más deprisa.
Daba vueltas con la cucharilla a su café, ya frío, con la mirada perdida en la calle que se veía a través de la ventana. Repasaba minuto a minuto lo que había hecho en las últimas horas y dibujaba una sonrisa atolondrada. Casi no podía creer lo que el neurólogo acababa de decirle. Lentamente masticó la palabra en su boca: tumor. Era una palabra fea, desagradable de paladear. El neurólogo le había mostrado las radiografías y las imágenes del escáner, pero le costaba asociar aquellas manchas en su lóbulo, apenas unas virutas nebulosas de apariencia inofensiva, con una palabra tan gruesa y tan definitiva.
—Hay que operarla urgentemente. No entiendo cómo no ha acudido a un médico antes; es imposible que no se haya dado cuenta de que algo no marchaba bien. —María se disculpó con el médico, como si hubiese cometido una negligencia imperdonable, a pesar de que era su cerebro, y no el del médico, el que se estaba desmenuzando. Pensaba que era el cansancio, el estrés. Últimamente estaba sometida a mucha presión… Si hubiera sabido… El neurólogo había escrito con aire grave algo en su informe. Después rasgó una nota con aire decidido y se la entregó.
—Hay que prepararla para quirófano. Necesitaremos análisis de sangre y su historial completo. Tendrá que tomar unas pastillas en el preoperatorio.
Por momentos, María tenía la sensación de que esa imagen que repasaba era una invención. Una pesadilla. Pero allí tenía sobre la mesa el dichoso papel. Su vida se le escapaba en manos de aquel médico que hacía y deshacía como si ella no estuviese allí, con una brutalidad aséptica. Sentía que estaba dentro de una burbuja y que todo aquello no era más que un juego extraño y macabro. Dos días antes era una mujer sana. Ahora era una desahuciada prácticamente. Pero esa realidad no penetraba absolutamente en su inteligencia, se quedaba en la superficie, flotando.
El neurólogo que iba a operarla le había aconsejado arreglar todos sus asuntos legales y personales.
—Es una prevención que no está de más —dijo el médico mientras le tendía la mano. Únicamente constataba un hecho irrefutable. No le preocupaban las reacciones de su paciente, sino su disponibilidad. María observó con desconfianza aquellos dedos largos y fríos que iban a operarla. Esos dedos como patas de araña entrarían en su intimidad, en sus pensamientos, en sus recuerdos, en su inteligencia. Romperían sus conexiones neuronales, podían inutilizarla o matarla… ¿Por qué no pensó que también podrían salvarla?
Volvió a mirar la calle. Volvió a mirar el reloj. Pidió otro café muy caliente y muy cargado. Ese gesto rutinario le pareció de pronto importante, como el sol invernal que inundaba la cafetería, como el sonido de las máquinas tragaperras, como el ruido del tráfico que se colaba dentro cada vez que alguien abría la puerta. Ese momento tenía la dulzura de las pequeñas rutinas y la angustia de saber que algo tan sencillo tal vez no se volvería a repetir.
Estaba aterrorizada, pero ni siquiera en esos momentos era plenamente consciente de lo que le sucedía. Aunque todo dentro de ella se contorsionaba, algo en su epicentro se mantenía quieto, callado. Una verdad profunda que se negaba a racionalizar: iba a morirse. Había visto el proceso de degradación de la enfermedad de su padre. En el mejor de los casos, quizá ella terminaría también sintiéndose como una planta haciendo la fotosíntesis junto a una ventana. Quizá Greta querría cambiarle los pañales manchados de heces, limpiarle las babas y darle de beber la sopa caliente con un babero. Pero quizá María no estaba dispuesta a aceptarlo.
No le había dicho a nadie lo que le ocurría. Al contrario, empujada por una serenidad extraña y una clarividencia que tenía mucho de abandono, había visto claramente cuáles iban a ser sus siguientes pasos en las horas próximas. Lo primero que hizo el día anterior, al salir de la clínica, fue buscar una cabina de teléfono. Marcó el número de la prisión Modelo. Pero no pidió hablar con César Alcalá. Sino con su compañero de celda.
Romero le causó una sensación ambigua. Parecía un ser incapaz de hacerle daño a una mosca. Era educado, sus gestos contenidos, su tono de voz amable. Más amable cuanto más se le escuchaba. Hipnótico como el cascabel de una víbora o de un cobra. Pero su mirada, intensa, desahuciada y por tanto sincera, intimidaba más que cualquier otra cosa. Aquel hombre parecía capaz de parar el mundo y hacerlo girar en sentido inverso si así era su voluntad. Sin embargo, César Alcalá confiaba en él. Hablaba de su compañero de celda como si hablase de un buen amigo, alguien digno de tenerse en cuenta. Le dio la sensación de que aquel hombre esperaba su visita. Que llevaba mucho tiempo esperándola.
Fue una conversación extraña, entre dos muertos que por alguna razón todavía tenían apariencia de seres vivos. ¿Fue eso lo que Romero vio en ella? ¿Su miedo?, ¿su certeza de que iba a morir? ¿La ausencia de vida?, ¿de esperanza? Tal vez. Pero se pusieron de acuerdo enseguida. Ninguno esperaba nada del otro, apenas se habían visto alguna vez fugazmente cuando María acudía al locutorio para entrevistarse con César. Pero ambos habían oído hablar del otro hasta la saciedad. En cierto modo, ellos dos eran los extremos de un delgado hilo sobre el que transitaba haciendo equilibrios César Alcalá. Ese era su vínculo común; el deseo de ayudarle, aunque a María le costaba entender qué podía empujar a Romero a involucrarse en algo como lo que le propuso en aquella charla. Sin embargo, tras escucharla, Romero apenas dudó. Incluso pareció divertirse con el descabellado plan que María le describió con todo lujo de detalles para sacar de allí a César. María estaba tentada de creer, al recordar la expresión de Romero, que este casi se había sentido aliviado, como si se hubiera quitado un gran peso de encima.
—Si está dispuesto a ayudar a César, debe suponer que esto traerá consecuencias graves para usted.
—«Consecuencias graves» —repitió Romero como si degustase la expresión—. ¿Se refiere a que sumarán unos cuantos años más de condena a mi dilatado expediente? No se preocupe por eso. Cuando llueve sobre mojado uno ya no nota la lluvia. Además, me gusta este sitio. Creo que fuera de aquí me sentiría como un extraterrestre.
Un tipo curioso, Romero. María consultó la hora por enésima vez. Si había cumplido su parte del trato, César ya debía de estar fuera de los muros de la cárcel. No tardaría demasiado en comprobarlo. En cuanto apareciese por la puerta de la cafetería el inspector Antonio Marchán.
Apenas acababa de formular ese pensamiento cuando apareció Marchán.
El inspector se detuvo un segundo sosteniendo el pomo de la puerta. Le pareció que María estaba nerviosa. Apenas le había dado tiempo de maquillarse y resultaba evidente que se había vestido apresuradamente. Le llamó la atención que el botón superior de la camisa no concordase con el ojal. Tenía la mirada de una intensidad frenética y se aferraba las manos por encima de la mesa. Alrededor de ella los comensales desayunaban y hojeaban los diarios de la mañana. Se preguntó si aquella era la actitud de alguien dispuesto a confesar un crimen o algo de extrema gravedad. Esa era la impresión que le había dado su compañera cuando le llamó por teléfono para concertar la cita. Marchán dio una rápida hojeada a su alrededor. Desde luego aquel no era un lugar discreto, y tal vez no era el más idóneo para entrevistarse. Podían estar siguiéndola. Podían estar siguiéndolo a él. Desde que se había hecho cargo de la investigación de la muerte de Recasens, la presión sobre él mismo y sobre sus superiores era insoportable. El diputado Publio y el jefe del cesid estaban jugando sus cartas a fondo para apartarlo del caso.
María se levantó de la mesa y le tendió la mano con cordialidad. Marchán la estrechó. Estaba fría y le temblaba imperceptiblemente el brazo.
—¿No prefiere que hablemos en un sitio más discreto?
María negó. Allí estaban bien. Rodeada de gente no podía dejarse llevar por la desesperación.
Marchán asintió y se sentó con aire un tanto preocupado.
—Creo que tenía que decirme algo importante. Muy bien, aquí me tiene, aunque debo advertirle que todo lo que me diga será considerado de manera oficial.
—Soy abogada, inspector. Sé cómo funciona esto. Y si no he querido ir a verle a la comisaría es precisamente para que lo que voy a decirle no tenga ningún valor probatorio. Esto no va a ser ninguna confesión, ¿entiende?
Marchán apenas enarcó un poco la ceja.
—Entonces, ¿qué va a ser, abogada?
De pronto, María se sentía incómoda. Llamar al inspector después de lo que le contó Lorenzo había sido un impulso irreprimible, una necesidad perentoria. En cambio, ahora que lo tenía delante, no sabía qué decir ni cómo comportarse. Eso la irritaba. No tenía por qué ser difícil comunicarse con él. Era un policía, parecía honesto, y no daba la sensación de ocultar nada más allá de las sencillas mentiras que jalonan toda verdad.
—Creo que van a matarme, inspector.
—¿Lo cree, o lo sabe? —preguntó Marchán inclinando un poco la cabeza hacia ella, pero sin alarmarse en exceso.
Era una pregunta ridícula, casi extraña. María se sintió de nuevo juzgada, como en la consulta del neurólogo, como si ella fuera la culpable.
—Lo sé, pero no parece impresionarle mucho. No acabo de decir que me he roto una pierna cruzando un semáforo en rojo. Acabo de decirle que piensan asesinarme. Y veo que le importa una mierda. —Era injusta, y estaba a punto de dejarse ir empujada por un glotón deseo de autocompasión, pero supo controlarlo y disculparse.
—Para sentirse amenazada no se la ve demasiado preocupada. Es como si no le afectase, como si hablase de lo ocurrido a un conocido de la oficina. Pero aunque así sea, diga: ¿Quién quiere matarla? ¿Y por qué?
—Tiene que ver en parte con Recasens y con esa nota que usted encontró en su bolsillo con mi nombre y el del diputado Publio. Por supuesto, veo en su cara que aún sigue pensando que tengo algo que ver con esa muerte, me considera sospechosa. Los policías son así, se les mete algo en la cabeza y toda su estructura mental la encauzan a demostrar esa idea, por absurda o errónea que sea.
Marchán no se inmutó. Esperó que ella dijese lo que quería decir.
—Pero se equivoca, inspector. Mi ex marido, Lorenzo, trabaja para el cesid. Recasens era su superior. Ambos me pidieron que me entrevistase con Alcalá, puesto que tenía información confidencial que incriminaba al diputado Publio. Sin embargo, Alcalá no estaba dispuesto a hablar con nadie de ese asunto mientras su hija Marta continuara secuestrada. Mi misión era convencer al inspector de que el cesid podía ayudarle a encontrar a su hija a cambio de la información.
Marchán escuchaba sin mover un solo músculo de la cara. Sin embargo la punta de sus dedos se había enrojecido. Era injusto darle falsas esperanzas a un hombre tan poco dado a las esperanzas como César. En primer lugar, nadie podía probar que Publio estuviera detrás del secuestro de Marta. En segundo lugar, nadie podía saber si seguía con vida después de casi cinco años, ni de cuál era su paradero. El rostro de aquella muchacha era uno más entre los centenares de rostros de desaparecidos que empapelaban las comisarías. Rostros y fechas de personas que un buen día se esfumaban sin dejar rastro y de las que nunca más volvía a saberse nada. Eran demasiados, y los policías encargados de buscar un rastro, demasiado pocos.
En el caso de Marta, Marchán había dedicado casi toda su energía durante años. Y lo más que había logrado eran unas cuantas fotografías de una casa en alguna parte de las afueras. Había registrado todas las casas similares entre Sant Cugat y Vallvidrera sin obtener nada. Había seguido pistas fundadas en rumores, nombres que aparecían aquí o allá, casi siempre vinculados a la familia Mola o al diputado Publio, cierto. Pero demasiado inconcretos, demasiado volátiles. Y aun así, no se había detenido, no había cejado en su empeño, quizá movido por la culpabilidad, por no haber apoyado a Alcalá con entusiasmo suficiente durante la vista contra su ex compañero. Pero cuando creía estar cerca, cuando pensaba que había encontrado una mínima pista creíble, sus superiores le obligaban a dejarla, le cambiaban de adscripción, le daban otro caso o lo expedientaban con cualquier excusa.
Y ahora venía aquella abogada con una historia de espías. Una historia de crímenes que quizá le venía demasiado grande, incluso a él.
—¿Las amenazas de muerte tienen que ver con el caso Recasens?
—En parte. Estoy segura de que Recasens había encontrado el modo de inculpar a Publio, tal vez sin los papeles y las pruebas que César no estaba dispuesto a proporcionarle. Y sé que fue Ramoneda el que lo asesinó. El mismo que ahora va a venir a por mí.
—¿Cómo puede estar tan segura?
—Porque Lorenzo, mi ex marido, me lo ha contado todo. Él trabaja para el diputado. Están preparando algo importante, un golpe militar. Y Publio quiere eliminar cualquier obstáculo que le distraiga de eso.
Marchán dejó ir un leve silbido. Algo le decía que aquello iba a complicarse, y mucho.
—¿Confesaría todo esto?
—¿Lorenzo? Lo dudo. Ni siquiera sé por qué me lo ha contado a mí.
—Y usted, ¿está dispuesta a declarar lo que sabe?
María recapacitó. Esperaba esa pregunta. Ella misma había ensayado mientras esperaba al inspector la respuesta.
—Sí, pero con una condición.
Marchán se puso algo rígido.
—Esto no es una tienda en la que cada uno coge lo que puede pagar. Puedo obligarla a declarar con un abogado, acusarla de cómplice en un asesinato, o de encubrir actividades de alta traición contra el Gobierno.
—Puede hacerlo, pero eso no le servirá de nada. Es mi palabra contra la suya. Y me he informado, inspector Marchán: sé que su palabra no tiene demasiado peso últimamente en el departamento de policía. Sobre todo desde que lleva la investigación del asesinato de Recasens. Imagino que muchos tendrán ganas de ver cómo se estrella solito. Yo le ofrezco la posibilidad de salirse con la suya, de solucionar el caso. Pero tendrá que ser a mi manera y con mis condiciones.
El rostro de Marchán se ensombreció. Comprendía la ira de María, su miedo disfrazado de rabia, su deseo de golpearle con las palabras porque ella era lo que tenía más a mano. Bien hubiera podido levantarse y romper los jarrones de flores secas de las mesas o las copas, insultar y escupir a los comensales.
—¿Qué quiere?
María se sentía muy cansada. En realidad, lo único que quería era levantarse, correr al hotel que se había convertido en su casa y encerrarse en la habitación con la luz apagada, hundir la cabeza en la almohada y sumergirse en un sueño profundo. Sin embargo, quedaba lo más duro.
—Quiero que le pongan protección a Greta por si se le acerca Ramoneda y quiero también protección para mí.
—Eso no será complicado —concedió Marchán.
—Hay más. Sé que usted es el único que se ha tomado más o menos en serio la desaparición de Marta Alcalá. Quiero que comparta conmigo esa información.
Marchán apretó los labios. Luego los relajó, mirándose las palmas de las manos.
—Eso no va a ser posible. Esa información es confidencial. Y aunque decidiera hacerlo, ¿cree que iba a conseguir algo más que yo? No hay ninguna pista fiable del paradero de Marta. Quién sabe, lo más probable es que esté muerta y enterrada en cualquier descampado desde hace años.
María sopesó bien las palabras que iba a decir.
—Eso no es cierto. Existe una persona que afirma saber dónde la tienen secuestrada.
Esta vez Marchán perdió la compostura habitual y miró a María con los ojos entrecerrados y una clara ansiedad en el rostro.
—¿De qué me está hablando?
—De Fernando Mola… Veo que ese nombre no le es desconocido… Hábleme de él, y de esa familia.
Durante más de una hora, Marchán desgranó sobre la mesa todo lo que sabía sobre la familia Mola. Tampoco omitió explicar a una turbada María la existencia de indicios que apuntaban a que Andrés Mola, el menor de los hermanos no hubiese muerto en el incendio de los años cincuenta.
—Siempre sospeché que aquel incendio fue la excusa perfecta, la coartada de Publio para hacer desaparecer a su ahijado. Andrés era un problema, pero Publio no podía quitárselo de encima. Guillermo lo había declarado albacea de la familia a condición de que Andrés se mantuviera a salvo. Y Publio necesitaba mantenerlo con vida para utilizar esa fortuna que le aupó hasta su posición actual.
—Pero el primogénito era Fernando. Él debería haber heredado la fortuna de los Mola.
—Fernando Mola fue desheredado por su padre. Además, se le creía muerto en el frente de Leningrado a finales de la Segunda Guerra Mundial.
—Pues según parece, no está muerto. Pero no entiendo por qué él dice saber dónde se encuentra Marta. ¿Qué tiene que ver con todo eso?
Marchán encendió el segundo cigarrillo consecutivo y lo dejó consumir sobre el cenicero atestado.
—Imagino que comprende la magnitud de lo que tienes entre manos.
—Eso no contesta a mi pregunta, inspector.
Marchán suspiró con pesadez. Desvió la mirada hacia la puerta de salida. Cualquiera de los presentes podía ser un agente de Publio o del cesid. Cualquiera podía estar tomando discreta nota de aquella entrevista, y si eso era así, su carrera estaba acabada. Pero ¿acaso no lo estaba ya? ¿No era hora de poner punto final a tantos años de andar nadando en la porquería e irse a casa con la conciencia tranquila?
—Andrés Mola era un auténtico psicópata. Acusado de varios asesinatos nunca pudo demostrarse nada. Siempre desaparecían las pruebas casualmente, los testigos se retractaban o se archivaba el caso. Pero lo cierto es que ese pequeño cabrón obsesionado con los samuráis mató, entre 1950 y 1955, a no menos de seis mujeres. Todas ellas tenían algo en común. Se parecían a su madre y fueron decapitadas con un sable. Las cabezas de los cadáveres nunca se encontraron. Luego, supuestamente uno de los cadáveres encontrados en el incendio de la residencia donde estaba internado fue identificado como suyo. Pero ya le he dicho que siempre sospeché que estaba vivo y oculto por Publio en alguna casa del parque de Collserola o en las inmediaciones. Los rumores hablan de la antigua finca de los Mola, una casa con las tejas del techo de cerámica azul. Pedí varios permisos judiciales para inspeccionar la casa pero me los denegaron. Cuando decidí ir allí por mi cuenta, me recibieron varios gorilas al servicio de Publio. Tengo la sospecha de que ese bastardo sigue allí, viviendo emparedado como un muerto viviente.
—Pero no veo la relación con Marta.
—Mire una foto de Marta Alcalá y compárela con la de Isabel Mola en su juventud. El parecido es asombroso. Además, Andrés estaba muy unido a su madre. Y el abuelo de Marta, Marcelo Alcalá, fue el asesino de Isabel. Creo que Publio supo aprovechar el odio de Andrés para encontrar una herramienta con la que mantener cerrada la boca de César. Por supuesto todo esto son conjeturas. No hay pruebas. Pero la aparición de Fernando hace que cobren fuerza. Tal vez él ha encontrado a su hermano, y tal vez sabe que en esa casa vive con Marta. Puede que para el primogénito de los Mola todo esto sea demasiado para soportarlo por más tiempo y haya decidido ponerle fin.
María escuchó con la cabeza hundida entre los hombros. Todo aquello era demasiado horrible, demasiado doloroso.
—Si lo que dice es cierto, Andrés ha cometido un terrible error. Esa chica es inocente, como lo es su padre, y como lo era su abuelo. Los están martirizando, generación tras generación por un delito que ninguno de ellos cometió. El verdadero asesino de Isabel Mola fue mi padre, Gabriel. Mi padre trabajaba para Publio cuando era joven. Todos estos años ha guardado el secreto.
Antonio Marchán contempló sorprendido a María. Tardó unos minutos en reaccionar.
—¿César lo sabe? ¿Sabe que su padre mató a Isabel?
—No lo creo. Sabe que el suyo era inocente y que fue condenado por el falso testimonio de Recasens. Creo que es todo.
Marchán pensó con rapidez.
—No debe decírselo bajo ningún concepto. Si lo hace, Alcalá perderá en usted toda la confianza y se cerrará como un caparazón. Escuche, debe conseguir que César le diga dónde guarda la documentación sobre Publio, a toda costa. Entrégueme esas pruebas. Con ellas y con su declaración acusando a Lorenzo y a Publio del asesinato de Recasens yo conseguiré que un juez me deje entrar en la casa de los Mola.
María sintió una punzada de desconfianza. ¿Y si aquel policía no era lo que parecía? ¿Y si los tentáculos de Publio también lo habían atrapado a él?
En aquel momento se acercó un camarero. Marchán tenía una llamada.
El inspector se extrañó. Había dado la dirección del restaurante por si surgía alguna urgencia, pero no esperaba que nadie lo llamase. Fue a la barra donde estaba el teléfono. Habló unos segundos. María lo veía preguntar algo con cierto nerviosismo. El inspector apenas logró contener el impulso violento de golpear el auricular al colgar.
—Olvide lo que le he dicho. No va a poder hablar con Alcalá. Esta mañana le han apuñalado en su celda.
María sintió un escalofrío. Pensó en Romero. El trato que tenían…
—¿Que lo han apuñalado?
—Varios cortes en la espalda y en el brazo. Está fuera de peligro, pero lo han trasladado al hospital Clínico. Al parecer no está en condiciones de hablar con nadie todavía. He ordenado que le pongan vigilancia.
María relajó la expresión. Varios cortes… Tal vez Romero se había excedido, pero el caso es que César estaba fuera. Ahora le tocaba a ella.
—Parece poco sorprendida, María. ¿Sabía usted algo de esto?
—Estaba aquí esperándole, inspector. Hoy no tenía visita con Alcalá. ¿Cómo iba a saberlo?
Marchán supo que ella le mentía. Pero era difícil averiguar a qué tipo de mentira se estaba aferrando.
—Averiguaré lo que pueda sobre Fernando Mola, pero sospecho que no será fácil dar con él. Tal vez deba interrogar a su padre, para que nos diga dónde se entrevistaron. ¿Dónde puedo localizarle?
—Hace dos días fui a visitarle a nuestra casa de San Lorenzo. Supongo que allí seguirá. ¿Va a detenerle?
—¿Por un asesinato cometido hace cuarenta años y que ya ha prescrito? No es una pregunta propia de usted, María.
—Me refería a si va a detenerle por encubrir a Publio. Creo que mi padre podrá contarle muchas cosas de ese diputado.
Marchán sintió el peso del odio de María hacia su padre. Se encogió de hombros y se despidió, prometiendo que se encargaría de poner una discreta escolta a Greta y a ella misma.
María tardó un rato aún en salir. Necesitaba respirar. La ciudad olía a asfalto y a esa atmósfera limpia que de vez en cuando alumbra el invierno como una esperanza. Ante sus ojos el mundo se reproducía con la cotidianidad de siempre, inalterable. Dentro de mil años, pensó, las cosas no serían muy diferentes a cómo eran ahora. Otras gentes, ataviadas de otra manera, correrían del mismo modo entre el tráfico, hablarían en los semáforos, o pasearían con la misma cara de preocupación o de alegría. Un mismo presente inmutable donde unos entraban y otros salían como parte de un acuerdo tácito entre la Vida y la Muerte. Después de todo, se dijo, ella no era tan especial como se creía. Solo era una partícula más de aquel extraño y a veces desquiciante universo.