Barrio Gótico de Barcelona. Aquella madrugada
María cruzó la plaza desierta de Sant Felip Neri, dejando a la derecha la iglesia y adentrándose en los callejones que desembocaban en el call judío. El sonido de sus tacones se quedaba enquistado en las bóvedas amarillentas de humedad. Eran pasos inseguros, como de niño aprendiendo a andar. Con el rostro hundido en el cuello del abrigo era una sombra más del pasaje escondiéndose de la luz. Se cruzó con un borracho que orinaba sobre su propia miseria apoyado en la pared. El borracho apenas abrió un poco los ojos al ver pasar a aquel fantasma de paso vacilante. María alzó la botella de ginebra a modo de brindis. Ni siquiera estaba lo suficientemente borracha todavía para dejarse caer junto a aquel desconocido, a pesar de que llevaba bebiendo sin descanso desde que había dejado en el restaurante a Lorenzo.
Hacía años que no se emborrachaba, desde su etapa estudiantil en la universidad, cuando las borracheras formaban parte de la liturgia de cualquiera que frecuentase el círculo de amigos de la pensión Comtal. A María la bebida le causaba unos escalofríos que apenas disimulaba entonces. Pero ahora, ni siquiera sentía náuseas. Quería borrarse, olvidarse de todo, pero lo que era, lo que sabía, seguía allí, metido en su cabeza, inmune a la ginebra. Quería que esa voz la dejase, que no siguiese hablando, que no levantase polvareda al pisotearle el cerebro. Todo era fantasmagórico: el recuerdo del suelo de la tumba helada de su madre. El suelo duro y la tierra negra. Aquella tumba no debía ser la de su madre, sino la de su padre; aquel cementerio de un pueblo del Pirineo. No entendía por qué. El forjador era un extraño, no era parte de la familia. Solo construía espadas, cuchillos y catanas para la familia Mola, pero no era nadie, no era nada. Un asesino. No tenía derecho a ponerle a su madre flores cada día, a disfrutar de su compañía.
María titubeó al llegar junto a un portalón de madera desconchada y bufada por la humedad. Sacó el papel del bolsillo y consultó, sin necesidad, el número de la calle. Sabía perfectamente qué era aquel lugar, pero por primera vez en mucho tiempo se sintió insegura, incapaz de golpear el picaporte metálico y de empujar con el hombro la hoja entreabierta. Alzó la mirada. Por encima de ella solo se veía una porción de cielo y decenas de jardineras de plástico colgando en las barandillas de los balcones. No pudo reprimir un estremecimiento. Aquel lugar era perfecto en su grisura y en su dejadez. Su lugar perfecto. La pensión Comtal.
Finalmente empujó la puerta sin llamar y atravesó el pequeño patio enlosado. Todo seguía igual que en los años universitarios, cuando estaba prohibido subir a chicos a las habitaciones y ella colaba por la parte de atrás a Lorenzo, burlando a la siempre atenta casera: las mismas baldosas rotas en una esquina, las tinajas con flores secas, el pozo de piedra. Se acercó a la boca y se asomó con tiento. Siempre le dieron miedo las alturas y las profundidades. El fondo del pozo no se adivinaba. Era como un agujero negro que la atraía como un imán. Hizo un esfuerzo y logró apartarse de aquel ojo ciego del que emanaban gritos y lamentos, como si fuera la antesala del mismo infierno.
Ascendió uno a uno los peldaños de cerámica de la escalera que llevaba al cubierto del piso superior. La puerta de la vivienda estaba abierta de par en par. Del interior venía olor a café recién hecho y una melodía en el tocadiscos. La reconoció de inmediato y sonrió para sus adentros. Entró. De espaldas a ella, apoyadas las manos en la mesa del tocadiscos, una figura femenina parecía contemplar la música más que escucharla.
—Es «Para Elisa», si no recuerdo mal.
La mujer apoyada sobre el tocadiscos tardó unos segundos en reaccionar. Sin volverse aún, asintió con la cabeza:
—Beethoven la compuso para una niña virtuosa que se quejaba de lo difícil que resultaba tocar sus composiciones. Es fácil imaginarse las horas interminables practicando al piano de Elisa junto al maestro; veinte dedos en una melodía sencilla y hermosa, creada y pensada para una niña. —La mujer se dio la vuelta lentamente, como si al hacerlo así se tomara su tiempo para pensar qué hacer o qué decir al ver el rostro de María.
Ambas se quedaron frente a frente, mientras la melodía repetitiva e hipnótica de Beethoven les acunaba.
—Hola, María. Creí que no volvería a verte. Aunque debí de imaginarme que ya sabrías dónde me escondía.
María asintió. Sintió el impulso de ir hacia delante y de abrazar a Greta. Pero no lo hizo.
—No pensaba venir. Pero de alguna manera mis pasos me han traído hasta aquí.
Greta contempló con un amor crucificado la botella medio vacía que María sostenía por el cuello sin fuerza, a punto de caer. Estaba borracha, pero más allá de su embriaguez se notaba en ella una desesperación absoluta. Apenas habían pasado unas semanas desde que habían decidido separarse, pero le costaba reconocer a la persona con la que había compartido los últimos cinco años. La buscó con ahínco debajo de aquellos pliegues de piel descarnada y ceniza, pero no la encontró. María, su María había dejado de existir. Y lo único que parecía haber sobrevivido era aquel montón de carne enloquecida, un monumento al desvarío que la examinaba con pupilas de anacoreta. Por un momento sintió miedo.
—Veo que te has corrido una buena juerga.
María dejó caer con estrépito su sonrisa. Ahora le colgaba el labio inferior y miraba de soslayo.
—Podríamos decir que sí. Que hoy ha sido un día de lo más «divertido».
Greta sopesó con cuidado sus palabras.
—¿Por qué no dejas la botella y te sientas en el sofá antes de caerte redonda? —dijo, acercándose.
María se revolvió con furia ciega, empujando a Greta.
—¿Sabías que mi padre era un asesino de mujeres? ¿Puedes creerlo? El muy cerdo, hipócrita. ¡Nunca quiso que me casara con Lorenzo porque decía que veía la maldad en sus ojos! Y tenía razón; solo que lo que veía en Lorenzo era también su propio reflejo, se veía a sí mismo.
—¿Por qué dices esas cosas de tu padre?, no entiendo…
María se acercó titubeante al tocadiscos y levantó la aguja, que emitió un quejido de tiza al rayar el disco.
—Lo entiendes perfectamente, Greta. ¿Cuántas veces hablamos tú y yo de la extraña manera de comportarse de mi padre desde que supo que iba a defender a César Alcalá? ¿Recuerdas que me preguntaste una vez por qué se suicidó mi madre? Yo te dije que no lo sabía, que no quería saberlo. Te mentí. Lo sabía, sabía que fue por algo que mi padre le hizo. Algo terrible que nunca quise descubrir. Ahora lo sé. Ese maldito baúl que esconde en el leñero. Tantos silencios y misterios… —María buscó un lugar al que asirse, un refugio o una huida, pero no encontró nada. Se quedó un momento suspendida en el aire, como flotando. Luego sintió que el mundo giraba muy rápido y todo se volvió borroso. Apenas sintió las manos de Greta que acudieron a rescatarla justo antes de dar con su cabeza en el canto de una mesa.
—Será mejor que te meta en la cama.
María veía el techo resquebrajado de la habitación y en primer plano la cara de Greta, algo difusa, pero familiar y protectora. Escuchaba su voz como si estuviera sumergida en una piscina.
—La estaba olvidando… Estaba olvidando el rostro de mi madre. Pensaba que era débil, cobarde por quitarse la vida…
—Hablaremos de eso por la mañana. Ahora tienes que levantarte del suelo.
María se dejó arrastrar hasta la cama. De repente sintió una tristeza profunda, algo que se rompía mil veces por dentro, un cristal que saltaba hecho añicos y que clavaba agudas agujas en su interior. Abrazó a Greta como hiciera antaño, con un amor cargado de pena.
—Me van a matar; me van a matar por lo que mi padre hizo hace cuarenta años.
Greta posó la mano fría en la frente de María, tratando de tranquilizarla.
—Nadie va a matarte. Este es nuestro escondite, ¿recuerdas? Tú me lo enseñaste. Nadie más lo conoce. Estás a salvo. Y ahora duerme un poco. Me quedaré aquí contigo.
María despertó con el cuerpo helado. La mañana temblaba de frío en un cielo sin nubes y con retazos de luz que apenas penetraban en la habitación. Junto a ella dormía apretada contra la pared Greta. La cama era demasiado estrecha para las dos y Greta se había encogido cuanto le era posible para no molestarla. María la contempló con ternura. No había pensado acudir a ella. No era justo hacerlo en las presentes circunstancias. Pero aun así, se alegraba de haberlo hecho. Ella era la única persona en la que podía confiar. La única persona que nunca le pidió nada, ni esperó nada, excepto ser amada. ¿La amaba? Apartó con delicadeza el pelo revuelto de su frente fruncida. Debía estar teniendo una pesadilla porque murmuraba con los dientes apretados. Sí, en aquel instante la amaba intensamente. Acercó los labios y la besó con suavidad. Lentamente Greta abrió los ojos, parpadeó un par de veces y la miró sorprendida. Luego recordó la noche anterior.
—Vaya, sigues aquí.
—Si quieres, puedo irme. No debería haberme presentado en un estado tan lamentable, pero necesitaba estar contigo.
—Anoche dijiste cosas terribles. Estabas furiosa.
—Eran todas ciertas. Todo lo que te dije lo es.
Como un torrente desordenado que empuja montaña abajo cuanto encuentra, María le explicó con detalles todo lo que había descubierto en las últimas horas. Le habló de su miedo a ser asesinada por Publio, le habló de sus remordimientos para con César Alcalá, y de la terrible verdad que escondía su padre. Hablaba y hablaba pero no conseguía vaciarse, hasta que explotó en un sollozo corto e intenso que le desencajó la cara.
—Toda mi vida quise ser honesta. Creí que si me armaba de principios, si me esforzaba y le daba un orden a mis actos conseguiría llevar una buena vida. Pero todo lo que fundamenta mi existencia es falso. Es como descubrir que tú misma eres una mentira. He fracasado, y ni siquiera sé quién soy, ni quién quise ser. Me siento perdida, llena de confusión, de dolor. Y no tengo respuestas.
Greta la dejó llorar y desahogarse sin intervenir. Apoyada en el cabezal de la cama se limitaba a recibir todas aquellas palabras de dolor y aquellas lágrimas que la dañaban también a ella. Encendió un cigarrillo y se lo pasó a María. Esta lo rechazó. Le dolía horrorosamente la cabeza.
—No has ido al neurólogo, ¿verdad?
María se secó la cara con la sábana. Se sentía algo más aliviada. Dejaba caer los hombros desnudos hacia delante, sentada con las piernas cruzadas entre las sábanas revueltas, frente a Greta. Dijo que era culpa de la ginebra. ¿Cómo podía haberse bebido media botella a palo seco? La resaca pasaría con una aspirina y un buen café cargado. Sin embargo, conocía lo suficiente aquel pinchazo detrás de la oreja, en el lado derecho, como para saber que el dolor de cabeza y el mareo eran algo más serio. Unas semanas atrás había decidido ir por fin al hospital a hacerse una serie de pruebas. Aún no tenía los resultados y esa incertidumbre, no podía negarlo, la tenía en vilo. Aun así, no quiso darle importancia. Tenía cosas que hacer y necesitaba que Greta la ayudase.
—Hay un policía que se llama Marchán. Fue compañero de César. Creo que puede ayudarme.
—Acabas de decir que no te fías de la policía.
—Este es diferente. Creo que tiene una deuda con Alcalá. Me dio esa sensación cuando vino a verme. En cualquier caso no tengo a nadie más. Necesito que vayas a verle. Dile que estoy dispuesta a confesar todo lo que sé sobre la muerte de Recasens y la investigación que llevaba contra el diputado. Dile que declararé ante un juez si es necesario.
—¿Y tú qué vas a hacer mientras tanto?
María se apretó los nudillos.
—Algo que debería haber hecho hace mucho tiempo.
Introdujo la llave en la cerradura del leñero y la puerta chirrió como solo chirrían los recuerdos olvidados.
Encendió la luz. Frente a ella surgieron los enigmas del pasado. El orden era desmesurado, de una frialdad inhumana. Almacenados en estantes había cientos de balduques con nombres, hechos y fechas. En cajas de cartón se guardaban fotografías y objetos personales. ¿Personales de quién? ¿A quién pertenecían? ¿Quiénes eran todas aquellas personas atrapadas en carpetas y estadísticas? Olía a olvido, como si todo estuviese embalsamado con bolitas de alcanfor. Ese olor entraba en la garganta de María y le apretaba el estómago, comprimiéndolo en una arcada interminable. Examinó todas aquellas cosas con cautela, como si le diese miedo desvelarlas pero fuera inevitable hacerlo. El cuarto estaba lleno de rincones susurrantes, era una geografía misteriosa de cajas cerradas, muebles tapados con sábanas y libros polvorientos. Allí guardaba el falso héroe que era su padre su armadura, sus medallas, sus sueños de juventud, como el elixir de la existencia. Allí estaba su gorra con bonete, sus botas de caña alta, sus discos de canciones bélicas que solía escuchar en el viejo gramófono; incluso encontró una vaina sin proyectil dentro de una de la trinchas de lona. María fabuló sobre el destino de aquella bala. ¿Por qué había guardado el casquillo? ¿A quién le había quitado la vida con ella? ¿A un legionario?, ¿a un moro?, ¿a un coronel de artillería alemán?, ¿a un divisionario italiano?
Vino a ella un recuerdo turbio y confuso, una imagen del pasado. En ese fragmento de recuerdo veía a su padre, departiendo con otros hombres; María debía de ser muy niña o el recuerdo estaba demasiado dañado, porque apenas veía las caras de los hombres que estaban a su alrededor, ni escuchaba sus voces, pero sí recordaba sus uniformes militares. Su padre debió de ser alguien de cierta importancia para aquellos soldados porque lo buscaban efusivamente y escuchaban lo que decía con la veneración que se regalan los veteranos cuando comparten experiencias que solo ellos pueden comprender. Aquella noche, después de la reunión, cuando sus camaradas de armas se marcharon, María lo encontró llorando. Ella no se fijó en sus lágrimas, sino en la botella vacía que rodaba a sus pies y en una caja de galletas danesas en las que guardaba algunos recuerdos. «¿Por qué lloras?», le preguntó. Su padre sonrió con tristeza. Aquella sonrisa abarcaba sin palabras un dolor que estaba fuera de unos límites concretos, como si abrazase un árbol de savia amarga. «Porque ya no me cabe más llanto dentro», le dijo, enjuagándose las lágrimas y colocando en el regazo aquella caja metálica azul y cilíndrica.
La mirada aturdida de María se detuvo en el baúl de pequeñas dimensiones, como una maleta de viaje antigua, con correajes de cuero y clavos de punta dorada en las esquinas. Por dentro estaba forrado. La tela malva del acolchado había perdido lustre, pero aun así era hermosa. Buscó con ahínco aquella caja de galletas de su recuerdo. En alguna parte debía de estar. La encontró sepultada bajo una espesa capa de polvo. La abrió sin ceremonias, convencida de que allí se conservaban todavía las lágrimas embalsamadas de su padre. No había nada excepcional. Dos plumillas de escribir, un cuaderno con las hojas apelmazadas y una pequeña fotografía, amarillenta y enganchada entre sus partes con celo.
Observó primero la fotografía. Era un retrato de comunión de un jovencito vestido de marinero. Apenas debía de tener diez o doce años. Su rostro era pequeño, íntimo, recogido. Pero los ojos eran inquietantes. Demasiado grandes para su cara, demasiado intensos y perversos para su edad. En la mano sostenía una especie de báculo sobre el que apoyaba el peso del cuerpo, como un pequeño tirano. María escrutó aquel objeto ávidamente. El objeto que sostenía a aquel niño era una especie de espada con ornamentos orientales. Detrás de ese niño había un hombre joven vestido con el uniforme de las divisiones motorizadas alemanas. Posaba con firmeza su mano sobre el hombro derecho del pequeño. La expresión era distante, como si aquel joven soldado no hubiese regresado del frente en realidad.
María se sacudió como si una corriente le atravesara el cerebro.
—Esto es de locos —dijo, dejándose caer contra la pared, abatida.
Cogió a continuación el cuaderno y lo hojeó. La letra compacta era de Isabel. Era uno de sus diarios. Empezó a leerlo.
Las páginas se llenaban de palabras dulces, de sentimientos que desbordaban la tinta con la que fueron escritas. Palabras de amor, deseos que hubiesen colmado el corazón de cualquiera que fuese su destinatario. Pero su destinatario no era otro que Gabriel. María imaginó con tristeza los desvelos de aquella mujer, sus intentos desesperados de hacerle comprender a su amante la enormidad de lo que sentía por él; feliz, íntimamente entregada a la luz de una lámpara de gas, a la escritura de aquel cuaderno como si estuviese tatuando cada palabra en la piel del amado. Se preguntó María si algún día aquella mujer llegó a decirle aquellas cosas a Gabriel, o si su padre se hizo con el cuaderno una vez la hubo matado. Por un momento se aferró a la idea de que su padre quizá no llegó a saber lo que ella sentía realmente hasta después de muerta. Si lo hubiese sabido antes, razonaba, no la hubiese matado. Nadie sería capaz de semejante traición. Pero luego se desengañaba. Era imposible que Isabel no hubiese mostrado el amor que expresaba en aquellas hojas apelmazadas. Aunque hubiese querido disimular por sus hijos y por el temor a su marido, la pasión rezumaba por las costuras de aquel fingimiento. Debía de existir una corriente de miradas secretas, de rubores, de sonrisas a medias, de silencios de miel; los cuerpos debían de temblar al rozarse, buscándose con los dedos con cualquier excusa.
—De modo que ya lo sabes…
María se volvió asustada, con el diario de Isabel entre las manos. En el umbral del leñero estaba su padre. No lo había escuchado acercarse.
No parecía sorprendido, ni molesto. Sino todo lo contrario. Gabriel se recostó en el quicio de la puerta con la mirada enterrada entre las cosas de aquella habitación. Parecía aliviado, liberado por fin de una carga que había llevado durante demasiados años.
—Es cierto… Todo lo que Lorenzo me ha dicho de ti es verdad. Tú… eres un asesino, un embustero, un traidor… Todos estos años de mentiras. ¿Por qué? —Le escupía las palabras, lo golpeaba con ellas. Dio un paso adelante. Cogió el rostro de su padre y le obligó a mirarla, a enfrentarse a ella. Entonces, Gabriel balbuceó algo incomprensible, como el lamento de un animal, como el desgarro de un alma, como la rotura de un dique. Su lengua descontrolada buscaba el espacio entre los dientes y el paladar para articular un sonido lógico, pero fue inútil. Rompió a llorar eludiendo la mirada de su hija.
María dejó ir su rostro. Tuvo la tentación de acariciar el pelo ralo de su padre. Pero reprimió cualquier gesto de cariño. Cogió el cuaderno de Isabel y lo dejó sobre el regazo de Gabriel, que apartó las manos, crispadas.
—¿Cómo pudiste hacerle esto a esa mujer?
Gabriel apretó las mandíbulas. Las venas del cuello se tensaron. De repente dejó de llorar y de gemir. Llenó el esternón de aire y lo dejó ir en una frase muy lenta:
—Yo tuve mi castigo. Quería a tu madre… Descubrió el diario de Isabel. Y se suicidó por eso. Me odiaba. Agonizó odiándome.
María miró a su padre sorprendida. Era extraño que Gabriel sintiese remordimientos solo por esa muerte, y no por las muchas otras que directa o indirectamente había causado a lo largo de su vida.
—¿Y crees que ese castigo es suficiente? ¿Y qué me dices de mí? ¿Acaso yo he vivido queriéndote? Pretendías guardar mi cariño con tu silencio y lo único que has logrado es ir alejándome de ti poco a poco. ¿Qué diferencia hay?
—Me hubieses odiado. No puedes entender cómo era aquella época, las cosas que pasaban, cómo éramos todos entonces. No existía el amor, ni la lealtad, ni los sentimientos. Estábamos en guerra, una guerra que no podíamos perder. Y yo era un soldado. Utilizaba a los demás y los demás me utilizaban. Entonces creía que lo que hacía era necesario. Tu madre no lo hubiese entendido. Pero todo eso ya es historia. El pasado no le interesa a los que viven el presente. Por eso enterré aquella vida. No quería que me juzgases.
Juzgar, utilizar a los demás. ¿No era eso lo que ella había hecho también durante toda su vida? ¿A cuántos había juzgado antes de acusarlos o defenderlos? Después de todo, quizá Lorenzo tenía razón. Ella, la abogada intachable, se había permitido dirimir culpas desde su altura moral, sin importarle las causas, sin preocuparle las consecuencias. Un trabajo frío, profesional, científico. En eso se había convertido su práctica como abogada. Y utilizar a los demás tampoco se le daba mal. Podía preguntarle a Greta. ¿Cómo se sentía siendo el cubo que recoge la mierda cuando ella necesitaba sexo, seguridad, o sencillamente desahogarse como había hecho aquella misma noche? Bien mirado, ¿no se había valido de su relación con Lorenzo para justificar su vida de víctima? Incluso su padre, aquel hombre agonizante por el cáncer que tenía frente a ella, ¿no utilizaba el odio hacia él como excusa para eludir sus propias responsabilidades como hija? ¿Qué odiaba de él?…, ¿lo que había hecho?, ¿esos crímenes?, ¿esa doble vida?, ¿o el mero hecho de haberse sentido traicionada? No era mejor que él. No lo era. Ella sabía que César Alcalá cometió un delito porque quería encontrar a su hija, sabía que Ramoneda era un psicópata desalmado, pero nada de eso le importó. Consiguió condenar al inspector porque así conseguía notoriedad, prestigio, ascender en su carrera. Y acalló su conciencia diciéndose, como los romanos, que la «ley es dura, pero es la ley». Hipócrita.
Miró a su padre con desprecio. Porque desprecio era lo que sentía al verse reflejada en él.
—No pensabas decirme nada. Ni siquiera sabiendo que César Alcalá era hijo del hombre que pagó con su vida tu crimen.
—Intenté que dejases ese caso. Lo intenté de todas las maneras posibles, pero no me escuchaste. Pienso que aunque te hubiese dicho la verdad entonces, aunque te hubiese hablado de Marcelo Alcalá y de Isabel y de Publio, de Recasens, de todos ellos, ni siquiera así hubieras desistido en tu empeño. Los hombres que te eligieron para que acusases a César, supieron calibrar bien tu ambición. ¿No lo entiendes? No fue una elección tuya. Fernando Mola y Recasens te empujaron a aceptar aquel caso, ellos enviaron a tu despacho a la mujer de Ramoneda. Sabían que aceptarías, y sabían que al hacerlo me destruirían a mí. Es una extraña manera de entender la justicia, lo reconozco. Pero tiene sentido: los errores de los padres se perpetúan en los hijos. Igual que las culpas. Nosotros, María, tú y yo, hemos destruido la vida de esa familia: yo destruí a Marcelo, tú acabaste con César impidiéndole encontrar a su hija. Pero todavía podemos cambiar algo, podemos hacer algo para cerrar el círculo. Tienes que ayudar a ese hombre a encontrar a Marta. Tienes que hacerlo.
María ya había tomado su decisión mucho antes de ir a casa de su padre. Aun así, la irritó profundamente la actitud samaritana de Gabriel.
—Me estás pidiendo que te ayude a liberarte de una culpa de hace cuarenta años.
Gabriel negó con vehemencia. Lo que le estaba pidiendo a su hija era que se ayudara a sí misma, que no se dejase arrastrar al pozo en el que había caído él.
—Fernando es el hijo primogénito de Isabel. Él tiene más motivos que nadie para odiarme. Yo maté a su madre, y en cierto sentido, por mi culpa, han matado a Recasens, su mejor amigo. Su manera de vengarse es esta. Me ha obligado a decirte la verdad, aunque tú ya la has descubierto por ti misma. Matarme ya no tiene sentido después de tanto tiempo. Sabe que tengo cáncer y que moriré dentro de poco. Se contenta con saber que me odiarás por ser un monstruo. Pero más allá de mí, si hay alguien a quien Fernando odia es a Publio. Él es el que maneja todos nuestros hilos, el director de esta farsa. Hasta ahora era intocable. Pero la aparición de César lo cambió todo. Ese policía tiene información para destruir al diputado. Y Fernando la quiere. A cambio, está dispuesto a decirle a Alcalá dónde está su hija. Ese el trato que debes ofrecerle a César. Y debes hacerlo rápido.
—¿Cómo puede saber dónde está Marta, ese hombre?
—Lo ignoro. Pero le creo. Y sé que cumplirá su palabra.
María guardó silencio. Dio una vuelta despacio alrededor de aquel cuarto mohoso y asfixiante.
—¿Y yo, debo confiar en ti?
—Yo ya no soy importante en esto. Y estoy cansado. Muy cansado.
Cuando María se marchó, la soledad de Gabriel se hizo más presente que nunca. Buscó algo en su viejo baúl y subió a la casa. Fue al baño y se sentó frente al espejo. Tensó la mirada. Su rostro le devolvió una sonrisa un poco maliciosa. Ya no sentía repulsa al contemplarse. Ver su cara era como saludar a un viejo amigo, desagradable, deforme, pero familiar. La piel se replegaba bajo los ojos sin vida. Solo habían sobrevivido a los desengaños unas enormes pupilas oscuras.
Lentamente deslizó por las mejillas hundidas la maquinilla de afeitar, segando los escasos cercos de barba. Al terminar, empezó a vestirse. Ponerse un traje con corbata después de tanto tiempo le resultó un verdadero suplicio. El algodón de la camisa pesaba sobre su piel como una cota de malla, tuvo que apretar los dientes al enfundarse los pantalones de pinza y al acordonarse los zapatos que le apretaban los pies. Su cuerpo protestaba contra aquella prisión repentina.
Al terminar, se observó con cansancio. A través de la ventana se entreveía la luz de un día soleado y radiante. Por un momento, Gabriel se imaginó paseando entre la gente como un jubilado más; pasear por la calle cuando todavía no era un monstruo con apariencia de monstruo, sino un monstruo como los demás mortales de la mano de su hija y de su esposa.
Sin más preámbulos, descubrió el paño con el que cubría la Luger que había sacado del baúl. Recordó cómo se la había quitado a Fernando en Rusia. La guerra palpitaba en aquella pistola de cañón estrecho y corredera engrasada. Los gritos de los muertos, los fogonazos de los disparos en la nuca, el olor de la sangre de tantos desconocidos salpicando sus dedos. Se metió la pistola en la boca, apuntando hacia arriba, cerró los ojos. Y disparó.