Capítulo 23

Barcelona. 8 de febrero de 1981

Lorenzo se hundió en el asiento posterior del coche oficial. Apenas había dormido. Le dio al chofer la dirección y ocultó las ojeras tras unas gruesas gafas de sol. En Radio Nacional emitían una tertulia de política. Todo parecía estar impregnado de política, aquel mes de febrero. Todavía coleaba en las mentes de los españoles el momento, las 19:40 de la tarde del 29 de enero de 1981, en el que se había interrumpido la programación de tve, para que Suárez pronunciase su famosa frase: «Presento de manera irrevocable mi dimisión como presidente del Gobierno». A partir de ese momento los sobresaltos eran continuos y los españoles vivían pendientes del telediario y de las emisoras de radio. Habían empezado las sesiones del Congreso en el que había de ser elegido el sucesor de Suárez: Leopoldo Calvo Sotelo. Aunque la investidura estaba prevista para la tarde del 23 de febrero, la televisión y los diarios llevaban días bombardeando a la población a fin de familiarizar al gran público con el rostro gris y austero del nuevo hombre fuerte del Gobierno.

—Va a ocurrir algo grave; y va a ser muy pronto —vaticinó el chofer de Lorenzo, sin apartar la vista de la carretera.

Lorenzo asintió en silencio. Sabía de lo que hablaba. Llevaba años relacionándose en secreto con los militares golpistas, desde la fallida intentona de la cafetería Galaxia. Sabía que el problema no había sido extirpado, ni siquiera cauterizada la herida. Los militares humillados por eta, por la desidia de un Gobierno en descomposición y una sociedad en pleno cambio, era campo abonado para Publio y sus nostálgicos involucionistas, entre los que contaba a Tejero, a Milans y al propio almirante Armada. Esa gente no iba a dejar pasar el momento de inestabilidad en el Gobierno para intentar hacerse con las riendas por la fuerza, como había hecho más de cuarenta años atrás de manera cruenta el general Franco.

Pero todo eso, con ser importante, era lo que menos preocupaba en aquel momento a Lorenzo. Algo más urgente reclamaba su atención. Le pidió al chofer que apagase la radio. Necesitaba pensar y calibrar sus opciones y anticiparse a los acontecimientos. Además había discutido con su mujer. En aquellos momentos de tensión, lo que menos necesitaba era una discusión familiar. Aunque físicamente eran muy distintas, su mujer le recordaba a veces a María. Ella encarnaba los mismos impulsos viscerales, la misma mirada de superioridad a pesar de todo, el mismo orgullo. Incluso a veces, creía descubrir en los gestos de su mujer alguna mueca, alguna expresión perpleja, alguna sonrisa de las que coleccionaba María. Quizá por eso se encolerizaba más de la cuenta con ella y terminaba golpeándola.

Se miró los nudillos. Le dolía la mano y se sentía mal por haber golpeado en la cara a su mujer aquella mañana. La había dejado tumbada en el suelo del baño con el labio partido. Sabía que se había excedido, pero lo peor era que su hijo lo había visto todo. Se recriminó no haber tenido la sangre fría de cerrar la habitación, pero ya no tenía remedio. Anotó mentalmente que debería comprar unas golosinas al volver a casa, y tal vez enviar desde el despacho un ramo de flores a su mujer con una nota de disculpa.

Pero lo haría más tarde. Ahora debía concentrarse en la entrevista con el diputado. No le gustaba que Publio le hubiese citado de manera tan inesperada en su casa. Eso no presagiaba nada bueno. Se inclinó sobre la ventanilla cerrada para ver la línea difusa de la costa que se iba agrandando, con el perfil de la montaña de Montjuïc y las torres de Sant Adrià despuntando al fondo. En el bolsillo de su chaqueta notó el recorte de prensa arrugado que aquella mañana anunciaba la muerte de Recasens. Se preguntó quién sería aquel inspector de homicidios llamado Marchán. Era listo; había demorado varios días la noticia del asesinato y ahora anunciaba ante la prensa que la policía judicial se haría cargo de la investigación. Lo mejor era su manera poco diplomática de haber deslizado la sospecha de que no se trataba de un simple homicidio: «Ciertos indicios nos hacen sospechar que la muerte del coronel Recasens podría estar relacionado con altas instancias políticas y de los Cuerpos de Seguridad del Estado. Por eso vamos a pedir amparo al Tribunal Supremo». Eso dificultaría unos días más el traspaso de las investigaciones al cesid, y aun cuando pudiera sortear el escollo del Tribunal Supremo, Lorenzo debería hacerse cargo de las diligencias con discreción para no atraer la atención de la prensa.

Todo eso le daba al inspector un margen de unos cuantos días para seguir con el caso, y era al mismo tiempo su manera de guardarse las espaldas ante posibles represalias. Sí, definitivamente, aquel inspector era bastante listo. Debía investigarlo a fondo y averiguar qué interés podía tener en el caso de Recasens. Tal vez solo buscaba algo de publicidad y un ascenso. En ese caso sería fácil llegar a un acuerdo. Pero si lo que buscaba era otra cosa, sería más difícil quitárselo de encima. Imaginó que era de eso de lo que quería hablar Publio. Pronto lo sabría. El coche estaba enfilando la calle donde vivía el diputado cuando venía a Barcelona.

Publio lo recibió en un pequeño despacho repleto de libros encuadernados en piel sobre estanterías de caoba. Olía a tabaco puro y junto a dos grandes sillones de estilo barroco había una caja de habanos y una máquina de cortar boquillas.

—Supongo que has leído el periódico de esta mañana —dijo el diputado mientras tomaba uno de los habanos y lo hacía crujir cerca del oído entre los dedos—. ¿Qué sabemos de ese Marchán?

Lorenzo examinó el perfil roto de Publio. A pesar de los años se le veía vivaz, pero también a él le estaba dejando huella la presión de aquellos días.

—No mucho. Trabajó unos años con César Alcalá. Pero no declaró a su favor en el caso de Ramoneda. Tampoco lo ha visitado nunca en la cárcel. Alcalá no lo considera su amigo, sino más bien un traidor. Me lo ha confirmado él mismo cuando he ido a verlo a la cárcel. —Lorenzo obvió decirle a Publio que en su última visita había notado un cambio de actitud bastante preocupante en el inspector. Se había negado a decirle de qué había hablado con María en las últimas semanas y exigió una prueba más creíble de que su hija seguía con vida. Ya no le bastaban, decía, las notas manuscritas que Lorenzo le llevaba cada quince días firmadas por Marta. Lorenzo sospechaba que César Alcalá iba a intentar algo por su cuenta, y que lo iba a hacer pronto. Era algo lo bastante importante como para decírselo a Publio, pero no lo hizo. Notaba que el diputado estaba a punto de estallar.

El diputado encendió el habano dando largas chupadas al tiempo que lo hacía girar sobre la llama del mechero. Sostuvo el humo en la boca un segundo y luego lo dejó ir con evidente placer. No quería darle a Lorenzo la sensación de que estaba preocupado. Y sin embargo lo estaba. Y mucho. A medida que se acercaba la fecha del 23 los preparativos se aceleraban, pero al mismo tiempo imperaba cierta extrañeza y desorganización entre los conjurados. A duras penas conseguía mantener dentro del guión a los implicados. Armada era de los más díscolos. Exigía la autorización por escrito de alguien de la Casa Real, algo a todas luces absurdo, y que Publio interpretaba como un intento de Armada para saltar del barco. Otros, como Tejero, comprometían los planes con su incontinencia verbal. Sotto voce todo el mundo sabía o intuía en qué andaba metido el teniente coronel. Caso aparte era Cortina. Al jefe de los Servicios Secretos no le había gustado nada que uno de sus hombres hubiera aparecido mutilado hasta la muerte en un callejón del puerto. Aquella misma mañana había llamado a Publio para protestar con acritud por la muerte de Recasens. Para alivio de Publio, la ofuscación de Cortina era causada por el hecho de haberse enterado por los periódicos, y no por el hecho en sí.

Con todo, lo que no dejaba dormir a Publio era el asunto de César Alcalá. Ese maldito policía llevaba años detrás de él, y era el único que podía relacionarle con la trama golpista si esta fracasaba. Eso no tendría importancia si después del día 23 el golpe de Estado tenía éxito. Podría librarse sin problemas de todos los que le importunaban. Quitarlos de en medio como moscas molestas, como hacía en los buenos tiempos, cuando él y Guillermo hacían y deshacían a su antojo en toda la provincia de Badajoz. Pero la experiencia le había enseñado a ser precavido, y debía tomar medidas por si todo acababa resultando un fracaso. Primero debía tener en sus manos aquel dossier que el policía guardaba en alguna parte. No sabía qué contenía, ni dónde estaba, ni siquiera si existía realmente… Pero la mera sospecha era suficiente para ponerse a resguardo. Había confiado que el secuestro de Marta bastase para acallar al inspector, hasta que alguien desde la cárcel le librase del problema.

Tal vez, se dijo, había sido demasiado blando. Los años le hacían relajarse y volverse confiado. Había esperado que Lorenzo convenciese a María para sonsacar a Alcalá. Pero no había sido así. Tampoco Ramoneda había cumplido su palabra puesto que César seguía con vida… Y quedaba el asunto de Marta, un capricho demasiado peligroso que había mantenido durante demasiado tiempo a riesgo de convertirlo en su propia tumba. Todo eso debía terminarse. Debía poner tierra de por medio y destruir todos los puentes que unían a esa gente con él. Y lo iba a hacer de manera rápida y diligente, antes de que fuese demasiado tarde.

—¿Qué me dices de tu ex mujer? Prometiste que conseguiría la información que esconde César Alcalá, pero no ha sido así. Es más, creo que ahora anda investigando la muerte de Isabel Mola. Alguien del Colegio de abogados me ha dicho que estuvo fisgoneando en el expediente. El tiempo ha terminado dando la razón a Ramoneda. Con María hay que adoptar medidas contundentes, como las utilizadas con Recasens.

Lorenzo sabía que Publio tenía razón. María era un problema y no se iba a detener delante de amenazas. Había confiado en que la presencia de Ramoneda la intimidase y que la volviera más flexible, obligándola a depender de él. Pero no había sido así. Tal vez debía asumir su muerte como algo inevitable y necesario, como había hecho con Recasens, pero no lograba aceptarlo. ¿Por qué se empeñaba en protegerla? No era distinta a las otras mujeres que conocía, no era especial; solo era una ficción inventada por él. Y de nada servía engañarse con la posibilidad imposible de enamorarla, o de convertirla en una marioneta con la que jugar. Aun así, intentó convencer a Publio.

—No estoy muy seguro de que matar a Recasens haya sido buena idea. Eso ha puesto a la policía en alerta. Si ahora muere María, los problemas se multiplicarán. Todavía es una abogada de renombre, y Marchán, el inspector que investiga la muerte de Recasens, la ha relacionado ya con el crimen.

Publio hubiera esperado cualquier reacción, sorpresa, comprensión, una cierta inquietud, pero no aquel vomitivo y viscoso acto de compasión disfrazado de oportunidad.

—Lo que me molesta realmente, Lorenzo, es que me intentes manipular o que me consideres estúpido… Debes deshacerte de ella. Y lo harás tú personalmente. Meterla en esto fue idea tuya. Por tanto, eres tú quien debe solucionar el problema.

Lorenzo tragó saliva. Matar a María… Él nunca había matado a nadie. No podía hacerlo. Publio no se inmutó. Fijó sus ojos avinagrados en la punta del habano, sacudió la mano y dejó caer la ceniza.

—¿Estás seguro de que no quieres hacerlo? No tienes por qué ir a su encuentro. Dime la dirección, y yo me encargaré de todo. Tú podrás volver a tu refugio sin que nadie te moleste. Pero te aseguro que Ramoneda se tomará su tiempo. Tiene fijación con esa mujer. Y consideraré tu acto como una traición. Si no puedes hacer esto, ¿para qué me sirves?

El miedo hace su trabajo con más rapidez en los que dudan. Y Lorenzo ni siquiera sabía por qué acababa de condenarse ante Publio. Lo supo en aquel instante, bajo la sonrisa cansina de Publio dejando escapar el humo espeso del habano entre los dientes. Acababa de condenarse, estúpidamente, sin sentido, por una mujer que no amaba y que no le amaba.

Pensó en aquel momento, fugazmente, en la figura de su mujer tumbada en la cama con la boca rota y en su hijo pequeño llorando a los pies de la cama. Sintió cómo le hervía el puño con el que la había golpeado y notó una vergüenza de ser ridículo, cobarde, imbécil. Era un don nadie, un estudiante de derecho brillante que había terminado pegando a las mujeres y limpiando la mierda del culo de los poderosos. Estaba acabado; aunque triunfase aquel golpe de Estado delirante, aunque le pegase dos tiros a María y le sacase a golpes la información sobre Publio a César Alcalá, el diputado no volvería a confiar en él. Hiciera lo que hiciera, acababa de firmar su sentencia. Y lo sabía.

—Bueno. ¿Qué piensas hacer? —preguntó Publio, con el mismo tono de voz como si preguntase si el fin de semana pensaba ir a pescar. Lorenzo se pasó la lengua por el labio reseco. Sacudió la cabeza con abnegación y adoptó una posición estudiadamente servil.

—Tienes razón. Yo provoqué el problema. Y yo lo solucionaré. Me encargaré de María. —Se esforzó por parecer convincente. Deseaba hacerse perdonar su momento de duda. Publio pareció darse por satisfecho.

—Todos andamos nerviosos estos días, Lorenzo. Pero es importante que permanezcamos juntos cerrando filas… Muy bien, encárgate tú. Cuando esté hecho, házmelo saber. —Lorenzo asintió, despidiéndose apresuradamente. Publio lo vio alejarse hacia el coche. En ese instante entró en el despacho Ramoneda, que había estado escuchando al otro lado de la pared.

—No habrá creído que en serio piensa matar a María. Ese hombre es débil.

Publio se quedó junto a la ventana que daba a la calle mientras el vehículo Ford Granada de Lorenzo se alejaba. Le enfurecía no controlar la situación que estaba a punto de producirse. Aun así, lo único que podía hacer era esperar acontecimientos.

—Síguele discretamente, pero no hagas nada hasta que yo te lo diga… En cuanto al asunto de Alcalá… ¿cuándo se hará?

Ramoneda sonrió. Estaba satisfecho de sí mismo. Al final, se dijo, las cosas se harían a su manera. Aquel era el mejor trabajo del mundo. Le pagaban por hacer lo que mejor se le daba. Matar.

—Dentro de dos noches, en el cambio de turno de los funcionarios.

Publio asintió. Ya estaba todo decidido. Para bien o para mal, nadie podría parar los acontecimientos de las próximas horas. Le quedaba el asunto de Marta Alcalá… Cerrar aquel episodio no iba a ser tan fácil. Iba a ser doloroso para él, una gran pérdida… Pero no quedaba otro remedio.

Apenas dos horas más tarde, Lorenzo dejaba vagar el pensamiento, preguntándose cómo era posible que de repente toda su vida se hubiera complicado tanto. La pared sobre la que reposaba la cabeza era de estilo veneciano. La pintura brillante resaltaba su figura dándole un aire de busto hierático. La luz del puerto entraba por los grandes ventanales a través de las cortinas recogidas y se reflejaba en los manteles de blanco impoluto que cubrían las mesas. Cada una estaba adornada con pequeños ramilletes de flores naturales en jarrones de cristal tallado. En otras circunstancias aquel hubiera sido un buen lugar para una cita romántica. Lorenzo esbozó una sonrisa triste ante ese pensamiento tan alejado de la realidad del momento. Ladeó la cabeza. Enseguida su sonrisa fue borrada por un gesto de oculta repugnancia. Frente a él, separados por una mesa pequeña e incómoda en la que apenas cabían las dos tazas de café y un cenicero humeante, María fumaba con una lentitud exasperante contemplando el atardecer sobre los mástiles de los veleros atracados en el puerto deportivo.

Estaba guapa. Vestía con una falda negra que dejaba a la vista sus piernas largas y contorneadas. Inclinaba ambas rodillas hacia un lado, con el zapato de tacón del pie derecho levemente por encima del izquierdo a la manera de las señoras de sociedad, una postura demasiado recatada y artificiosa para ser cómoda. Debajo de la chaqueta a juego con la falda sobresalía el cuello de su camisa de seda blanca, con los botones del cuello desabrochados. Un tenue brillo de humedad realzaba la piel de su escote, que oscilaba a la par que su respiración tensa y contenida. Incluso en aquellas circunstancias, a Lorenzo le pareció hermosa y deseable. Era curioso, se dijo, cómo uno acaba por acostumbrarse a la belleza. Y sin embargo resultaba imposible adueñarse de ella. Pretender lo contrario era pura vanidad. Quiso acercarse, tocarla, pero sospechó que ella lo rechazaría. Se obligó a mirarla esperando que ladease al menos un poco la cabeza y que se dignase a dirigirle la palabra, pero solo percibía desprecio e incredulidad.

—¿No piensas decir nada?

María cerró un segundo los ojos. Su rostro mostraba más furia que aflicción; sus ojos entrecerrados eran como rendijas a través de las cuales destilaba una concentrada malevolencia.

—¿Qué esperas que diga? —dijo con una voz cargada de desdén—. ¿Que eres un ser despreciable? Eso ya lo sabes.

Lorenzo sintió que se sonrojaba y eso le irritó. No soportaba aquella sensación perpetua de debilidad cuando estaba frente a María. Por una vez había dejado de lado su habitual talento para la hipocresía y había confesado sin medias tintas que trabajaba para Publio. Punto por punto confirmó lo que Alcalá le había dicho: la había estado utilizando para sacarle información al inspector y pasarla después al diputado.

—Sí, trabajo para Publio. Todos nosotros trabajamos para él, lo queramos o no. También César, y tú, aunque no lo creas. Somos marionetas que él maneja a su antojo. —No había orgullo, ni vergüenza en su actitud. Tan solo resignación. Como si todo fuese inevitable.

Trató de explicarse, pero sus razones resultaban poco convincentes. Era la reacción de un hombre culpable. Se sentía juzgado por el silencio inapelable de María, que no se había conmovido en absoluto por su repentino ataque de sinceridad. La esfera en la que Lorenzo se movía, con sus intrigas, sus traiciones, sus estrategias y sus mentiras le eran completamente ajenas.

Ella nunca había compartido su mundo. Cuando estaban casados y él llegaba a casa agotado después de un largo día de trabajo esperaba que ella lo comprendiera, merecía tranquilidad y atenciones, no verse inmerso en discusiones absurdas por los pequeños problemas domésticos. Esperaba de ella que fuese complaciente, que admirase lo que él hacía y que convirtiera en propio su mundo. Sin embargo, María dejó claro desde el principio que no estaba dispuesta a sacrificar su carrera ni su personalidad, en muchos aspectos más descollante que la de Lorenzo. Era esa vanidad, esa arrogancia al enfrentarse a él la que siempre lo sacó de quicio; la imposibilidad de doblegarla. Ni siquiera a base de golpes.

Pasaban los minutos penosamente. El aroma del mar, de las flores en los jarrones y del humo del cigarrillo de María trenzaba una soga asfixiante sobre ellos. El sonido de los cubiertos de los demás comensales se acrecentaba hasta hacerse insoportable. Lorenzo hubiera preferido que ella le gritase, que le insultara. Cualquier cosa menos aquel silencio perplejo. Iba a decir algo, cuando María volvió hacia él lentamente la cabeza. Lo miró como se mira a una cucaracha en la pared.

—¿Por qué me has metido en todo esto?

Era una pregunta desconcertante, pero en cierto sentido lógica. Sería fácil decir que todo había sido fruto de la casualidad. Pero no existían las casualidades.

—¿Por qué? —repitió en voz alta Lorenzo, como si no entendiera la pregunta o la respuesta le pareciera demasiado obvia como para molestarse en contestarla. Alzó la cabeza más allá de la terraza en la que se encontraban.

La tarde se reventaba con colores grises y rojos. A lo lejos se veían los veleros del puerto deportivo de Barcelona. Eran como caballos inquietos que cabeceaban unos amarrados a los otros. Le vinieron a la cabeza los recuerdos de su infancia. Él se había criado cerca de allí, en la Barceloneta, y secretamente siempre había soñado con tener una de esas embarcaciones de recreo, cuyas cubiertas solía lavar de rodillas en los meses de amarre para sacarse unas pesetas. Hubo un tiempo en el que llegó a creer que también él merecía ser uno de aquellos ricos propietarios que navegaban a Ibiza, a Cannes o a Córcega acompañados de mujeres exuberantes y un sol que siempre les favorecía. Esa era la clave de todo. Lo reconocía por primera vez sin ambages. El dinero, el poder, salir de la charca para codearse con los grandes. Ese, y no otro, había sido su único objetivo en la vida. Y ese fin había justificado todos los medios.

Pero de repente nada de eso tenía sentido. La gente moría y mataba a su alrededor, se traicionaba, se mentía, pero nadie resultaba vencedor. Nadie. Ni siquiera el diputado Publio. Había visto el miedo en sus ojos unas horas antes, la duda a que todo saliera mal… Aunque su golpe triunfase, ¿podría descansar? No. Publio era un viejo al que no le quedarían muchos años para disfrutar su victoria, y agotaría sus últimas fuerzas luchando contra enemigos que todavía ni siquiera existían. Así era la existencia de los hombres que decidían a toda costa mantener aferrado en sus manos algo tan escurridizo como el poder.

—¿Qué esperabas de mí, Lorenzo? ¿Un castigo?, ¿una venganza? ¿Qué?

—Estabas ahí en el momento adecuado. Mi resentimiento hacia ti hizo el resto. Era el momento de castigarte, y de paso de devolverle a tu padre los meses que pasé en la cárcel por su culpa. Vi la manera de demostrarte que no eres mejor que yo, y que tu padre, con sus pruritos paternales, tampoco lo es. Él quería protegerte de mí, y sin embargo, debería ser de él de quién te protegieses.

—¿Qué tiene que ver mi padre con todo esto?

Lorenzo la miró con una sonrisa enigmática. Por primera vez, María no supo descifrar qué había detrás de ella.

—Has estado consultando el expediente sobre la muerte de Isabel Mola, lo sé. Pero supongo que no te diste cuenta de que faltaban partes importantes del sumario. —Puso encima de las rodillas su maletín y extrajo varios documentos. Que el expediente de Isabel Mola llegara a sus manos justo cuando necesitaba una razón para forzar a César Alcalá a hablar lo consideró en su momento un regalo de los dioses de la venganza. La aparición del apellido Bengoechea en la muerte de Isabel iba a permitir a Lorenzo entrelazar los destinos de María y César a su antojo, iniciando un juego de peligrosas coincidencias. Había preservado aquella parte secreta del sumario como una garantía de futuro, una carta que pensaba utilizar a su conveniencia. Pero todo había salido mal. Y ahora que nada importaba, descubría con una sonrisa de cinismo que él también había sido utilizado en aquella historia.

Lorenzo le explicó a María todo lo que sabía sobre el asesinato de Isabel Mola. Y lo hizo con una brutalidad desnuda de sentimientos. Se ciñó a las pruebas, como a María le gustaba.

Allí estaba todo escrito: las minutas que Gabriel cobraba de Publio, su verdadera identificación como agente de inteligencia, sus años de agente infiltrado en Rusia, sus informes sobre los encuentros de Isabel con los demás conjurados para atentar contra el marido de esta entre 1940 y 1941, incluyendo al propio Gabriel, que se hacía pasar por el cabecilla de todos ellos. El plan para perpetrar el atentado contra Guillermo Mola y frustrarlo posteriormente, y de esa manera desarticular, detener y matar a todos los implicados, incluida la propia Isabel. Y allí estaba, por encima de cualquier otra prueba, la carta manuscrita por el propio Gabriel en la que daba cuenta de cómo había ejecutado a Isabel en una cantera abandonada de Badajoz, cumpliendo las órdenes de Publio. En esa misma carta se relacionaba a un soldado que había sido testigo casual de la presencia de Gabriel y de la mujer en la cantera. Gabriel recomendaba «neutralizarlo» ante el riesgo de que pudiera decir algo.

—Ese soldado era Recasens. Pedro Recasens. Mi jefe en el cesid y el hombre que te contrató para sonsacar a Alcalá. Yo no supe hasta mucho después que fue Recasens quien había delatado falsamente al padre de César. No fui yo quien te metió en esto, aunque creí ingenuamente que sí lo era. Fue idea de Recasens. Él creyó que el pasado común que tenéis tú y César os haría confiar el uno en el otro. Yo, lo único que hice fue transmitir la información a Publio y ponerte a nuestro servicio sin que ni tú ni Recasens lo sospechaseis. Pero en realidad era ese viejo cabrón el que nos utilizaba a todos… Esta es la pura realidad, María.

Ambos guardaron silencio, sumergidos en sus propias contradicciones y en sus propios egoísmos. Lorenzo se atrevió a tocar el brazo de piel pálida de María. Ella lo apartó y se estremeció, como si de repente le hubiese entrado mucho frío.

—Mientes… Estás mintiendo —dijo con la mirada perdida, negando con la cabeza como si no pudiera creer lo que estaba oyendo.

—Todo son retales de verdades no dichas, mentiras que suenan a verdad, pasado, polvo, recuerdos… Y sin embargo, tú lo sabías también, María. En tu interior lo sabías. Recuerdo tus sospechas de aquellos años, el extraño comportamiento de tu padre. ¿Por qué nunca hablaba del pasado? ¿Por qué nunca te quisiste preguntar en serio el motivo del suicidio de tu madre? ¿Por qué aquella habitación cerrada detrás del leñero? Y cuando cogiste el caso Alcalá, ¿recuerdas vuestras discusiones?, ¿su oposición a que aceptases el caso? Nunca quisiste preguntarte realmente quién era tu padre. Te bastaba esa nebulosa de dudas en la que refugiarte. Preferiste irte de casa, hacerte abogada, olvidar San Lorenzo… Ahora, ya no te queda más remedio que afrontarlo.

María enterró los dedos en su cabello. Se sentía perpleja, aturdida y rota en mil pedazos.

—Necesito salir de aquí; me ahogo —dijo, levantándose.

Lorenzo no trató de detenerla. Por primera vez se sentía en comunión con María, pero al mismo tiempo ajeno y por encima de ella, como un espectador privilegiado que asiste al derrumbe de un edificio que siempre supuso de firmes cimientos. Sentía el fatalismo de los reos condenados a morir y que, una vez aceptada su suerte, se llenan de una profunda calma.

—Tienes que dejar de verte con César Alcalá y desaparecer para siempre, antes del 23 de febrero —dijo, recogiendo los papeles que acababa de mostrarle a María. No era un consejo. Era casi una orden.

María se abrochó el abrigo con gestos nerviosos. Tenía la boca crispada por un dolor intenso y repentino.

—¿Y eso porque tú lo has decidido así?

—No. Lo digo porque Publio me ha ordenado matarte —respondió Lorenzo. En su rostro no había ninguna emoción. A lo sumo, un gesto escéptico en su frente, sabiendo que incluso para María aquello sonaba grotesco. Él no era un asesino, y ella lo sabía.

Era imposible determinar si María estaba interpretando un papel, pero no mostró un atisbo de temor. Si lo que pretendía Lorenzo era intimidarla, no lo consiguió, sino todo lo contrario. Lo único que provocaron sus palabras fue la cólera de ella.

—¿Matarme? Una cosa es dar palizas a mujeres indefensas y otra muy distinta intentar matar a una persona que está dispuesta a defenderse. Recuerdo tu expresión de terror cuando te puse las tijeras en los cojones el día que decidí plantarte cara. Demostraste lo que eres, un cobarde. Como todos los de tu calaña. Pegáis, manipuláis y amenazáis mientras os sabéis fuertes. Y vuestra fortaleza es la debilidad de la mujer que pisoteáis. Pero si esa mujer os enseña los dientes, huis como las ratas. ¿Matarme, dices? Bien sabe Dios que soy yo la que debería pegarte dos tiros aquí mismo, cabrón. Así que guárdate tus consejos. Sé perfectamente qué es lo que tengo que hacer… Y créeme, no os va a gustar ni a ti ni a tus amigos.

Lorenzo tragó saliva. Se sentía cada vez más pequeño y ridículo. Y al mismo tiempo pugnaba por elevarse sobre esa sensación y contestar con vivacidad.

—Publio quiere que te mate. Si no lo hago yo, mandará a Ramoneda para hacerlo. Aunque primero hará que me mate a mí. Creo que deberías largarte lejos; busca a tu novia y olvídate de todo esto. Tal vez tengas una oportunidad.

Pero María ya no le escuchaba. Salió del restaurante dando un portazo. Su paso era enérgico y seguro. No obstante, al observarla detenidamente se percibía un leve temblor en sus hombros y el flaquear de sus piernas.