Barcelona. Agosto de 1955
Allí estaba todavía. Formando frente al barracón de los prisioneros alemanes y españoles de la División. ¿Cuántos quedaban? Apenas unas docenas de los miles que llegaron al campo de prisioneros en 1945. Sin embargo, ellos sobrevivían, de manera antinatural, incomprensible, continuaban formando bajo la nevada, cada mañana, una tras otra, rodeados de desierto siberiano. Ni siquiera había rejas, ni muros, ni alambradas. Apenas soldados. Toda la estepa era su cárcel. ¿Qué hora era? Tal vez por la mañana, no lo recordaba. El sol en aquellas latitudes es como un reflejo de la luna. Nunca se mueve. El frío, las respiraciones vaporosas, el golpe de los pies descalzos contra la nieve. El hambre. Eso sí lo recordaba. ¿Para qué los habían hecho formar? Pedro era optimista. Nos van a soltar, decía cada vez que los obligaban a salir del barracón de manera extraordinaria. Pero Fernando no se fiaba. Se temía lo peor. Había visto trabajar en las cercanas vías del tren a las partidas de presos chechenos, georgianos y ucranianos. Los guardias los trataban peor que a perros. No comían, trabajaban envueltos en harapos, con las manos desnudas. Dormían envueltos en mantas raídas y morían por centenares. Estaba claro que el propósito de los guardias era diezmarlos. Fernando y los otros presos al menos tenían un techo agujereado, agua que podían hervir, algunas patatas que robar. Si los guardias decidían suplir las bajas de la brigada de trabajos forzosos con ellos, no iban a sobrevivir.
Pero aquella vez tuvo razón Pedro Recasens. El guardia les miró con su mirada llena de vodka y de tundra. Los señaló con el dedo enguantado y, sin emoción, dijo las palabras: «Estáis libres. Volvéis a España. Agradeced al camarada Stalin su generosidad para con vuestro general Franco».
—Perdone, señor; vamos a cerrar ya el comedor.
La voz del camarero le sacó de aquel túnel de fogonazos en la memoria. Sorprendido, se descubrió de nuevo sentado frente a un plato de sopa fría, ante dos camareros de aspecto cansado que sostenían un mocho junto a sus pies. Parecían molestos. Fernando se disculpó, como si hubiese que pedir perdón por su insolencia y temiese ser castigado a palos. Pero aquellos no eran soldados borrachos con palos, no le iban a obligar a pelear con otro preso, a matarse a mordiscos mientras ellos apostaban. Eran camareros de verdad. Sus uniformes eran de pajaritas y chalecos pulcros. Inconscientemente se tocó la cicatriz de la bala que le había quedado en la mejilla derecha. Soltó una carcajada que asustó a los camareros. Era libre. Estaba en casa.
En casa. Eso era mucho decir. Salió a la calle y observó desconcertado el trajín que subía hacia la Rambla. Era un día hermoso. Los árboles eran verdes, los puestos ambulantes de flores reventaban de colorido. La gente iba arriba y abajo en ropa de verano. El calor. El calor le sorprendió. Se tocó la frente. Estaba sudando. En el cielo brillaba un sol hiriente. De repente se sintió triste, perdido. No sabía adónde ir, no sabía qué hacer, ni cómo comportarse. Era libre y no sabía qué hacer con su libertad. Encendió uno de los últimos cigarrillos rusos que le quedaban. En el bolsillo aún le quedaban unos rublos que ya no le servían para nada. Tenía treinta y tres años. Y debía empezar una nueva vida. Tiró las monedas de rublo y se alejó hacia la Rambla. Si había soportado todo lo pasado, sabría afrontar lo venidero. No se volvió a mirar las chimeneas humeantes del barco que lo había traído de vuelta.
Tardó meses en sentirse capaz de volver a enfrentarse con su padre.
Finalmente compró un traje de corte barato pero pulido, un traje de segunda mano, y pidió poder ver al ministro Guillermo Mola. La respuesta a su petición tardó varias semanas en llegar a la pensión en la que Fernando y Recasens se alojaban.
La carta, con membrete oficial, fue escueta:
El señor Ministro lamenta comunicarle que su agenda no le permite, ni le permitirá en el futuro, entrevistarse con usted. Asimismo, le ruega que no trate de comunicarse con él o se verá obligado a denunciarle ante la policía. Respecto a la persona por la que usted pregunta, el señor Andrés Mola, el señor Ministro le prohíbe expresamente que trate de visitarlo.
Firmado,
Publio O. R. Secretario Personal.
—No debería sorprenderte. Ya esperábamos algo así —dijo Recasens, apartando un momento la mirada de los impresos que estaba rellenando. Había decidido presentar sus méritos de guerra para opositar a la Escuela de la Defensa—. Después de todo me he vuelto un auténtico profesional en matar y sobrevivir, lo lógico es que me quede con ellos —había dicho con ironía al tomar la decisión.
Fernando guardó la carta en un cajón. Sabía que su padre no querría verle. No le importaba. Lo único que deseaba, contraviniendo los consejos de Recasens, que no había olvidado a Publio, era hacerle saber que estaba de regreso. Respecto a la prohibición de ver a su hermano, no pensaba obedecerla. Se puso el abrigo y la bufanda. Habían pasado seis largos meses desde su regreso.
—¿Adónde vas? —le preguntó Recasens, aunque en realidad ya lo sabía.
Fernando se plantó bajo un árbol en el margen de la plaza mientras encendía un cigarrillo. Sostuvo un instante la cerilla entre los dedos, observando la llama oscilante. Le costaba acostumbrarse a poder hacer aquellas cosas tan simples. Encender un pitillo, apoyarse en un árbol…
Sacudió los dedos y dejó caer la cerilla humeante en un charco. Al otro lado de la acera discurría una corriente densa de coches nuevos y viejos; en las aceras grupos de peatones se sacudían la somnolencia de la mañana. El ruido de las obras en la acera era enervante. La vida empujaba con fuerza, sin detenerse ante aquel hombre que sin ser viejo lo parecía, ataviado con un discreto traje gris que lo hacía invisible. A veces, un peatón que pasaba cerca lo miraba con desconfianza. Fernando no se incomodaba, se había acostumbrado. Recasens le había explicado por qué ciertas personas parecían tener miedo de hombres como ellos. Tenemos esa mirada, había dicho Pedro. Esa mirada. Sí, sus ojos estaban llenos de cosas que no habrían querido ver pero ante las que fue imposible apartar los ojos. Eso les hacía diferentes, como espectros que se movían entre los vivos, fingiendo ser uno de ellos sin serlo realmente. A Fernando no le importaba la gente. Observaba el ir y venir de los transeúntes con algo de desprecio, con un cansancio y una desconfianza infinita en los seres humanos. Eran como figuras de yeso que correteaban de un lado a otro con sus estupideces a cuestas. Ellos no podían ni siquiera imaginar lo que hombres como él o Recasens habían pasado. No podían saberlo; tampoco querían escucharlo. Por eso podían pararse a hablar de padres, hijos, nietos, viajes, paisajes… Por eso podían reírse. Él no reía nunca. En el gulag estaba prohibido reír. Recordaba a un preso mongol que infringió la norma y rio porque alguien contó un chiste a hurtadillas. Los guardias le rompieron los dientes con una pala. Pero el mongol siguió riendo, una risa absurda y desdentada, hasta que los guardias lo mataron a palos, y lo dejaron extendido en la nieve manchada de sangre con su risa petrificada.
Fernando consultó su reloj. Era casi la hora. Se fue acercando al edificio del otro lado de la calle sintiéndose mal, con la sensación desmoralizante que se tiene al abrir un armario oscuro, atestado y desordenado que no se sabe por dónde empezar a ordenar.
A través de la verja se veía el jardín que iba virando a ocre con la lengua del sol. Las fuentes y los cipreses rodeaban el edificio y le infundían algo de calma. Algunos pacientes paseaban atentos a los estremecimientos del agua, otros contemplaban desde un banco el cielo inmenso y limpio. Nada parecía más plácido que aquella mañana y aquel lugar. Y sin embargo, todas aquellas almas estaban carcomidas por dentro.
Pocos minutos después apareció una enfermera que dejó en un rincón una silla de ruedas sobre la que dormitaba, aturdido por las drogas, un paciente.
Fernando tragó saliva. Era su hermano Andrés. Recasens había hecho bien su trabajo. Allí estaba su hermano, tal y como Pedro había descubierto. Y sin embargo, no tenía nada del niño que Fernando dejó atrás hacía más de trece años. Andrés era ahora un joven de pelo largo y lacio y una barba casi pelirroja que crecía mal cuidada desde debajo mismo de sus ojos. Su cuerpo había crecido sin guía, como un árbol anárquico y desbalagado. Se adivinaba una piel blanquecina surcada por venas azules bajo la bata que le cubría apenas hasta las rodillas. Recibía oblicuamente la luz del sol con los ojos entrecerrados. Fernando lo observó mucho tiempo. Tal vez ya nunca querría volver a despertar del abandono en el que se había sumido, amparado en su enfermedad. Pero Fernando no podía permitirlo.
Esperó a que la enfermera volviese dentro del edificio y se encaramó por encima de la verja. Algunos pacientes le vieron cruzar con paso decidido el espacio que le separaba de su hermano, pero nadie se interpuso en su camino.
—Hola, Andrés. Soy yo, Fernando.
Andrés apenas le miró. Por culpa de las drogas los ojos se le habían girado hacia adentro, como si ya no pudiera ver nada del exterior, solo su interior oscuro y roto. Un hilo de saliva se le había secado en la barba. Olía mal. Fernando apretó las mandíbulas, incrédulo y lleno de ira. ¿Qué le habían hecho? Apenas tenía tiempo antes de que volviera la enfermera o apareciese un celador. Si le descubrían allí, se llevarían a su hermano a otro sitio y no volvería a verlo nunca más.
—Voy a sacarte de aquí hermano… ¿Entiendes lo que te digo?
Andrés ladeó un poco más la cabeza hacia los rayos de sol, como si quisiera huir de sus preguntas. Fernando sopesó con rapidez la situación. Andrés estaba atado a la silla con correas de lona por el tronco y las piernas. Además, estaba drogado. Debería cargarlo a peso, llevarlo hasta la cancela, subirlo a ella y saltar a la calle. Todo ello a plena luz del día con la calle atestada de gente. Era un suicidio. Exasperado, se acuclilló ante su hermano y comenzó a cortar las hebillas de las correas con un cuchillo que sacó del bolsillo.
—¡Escucha! Tienes que reaccionar. Vamos, levanta. Necesito que me ayudes. —Cortó las correas de la cintura y cogió a Andrés por los hombros, que se removió, gimiendo algo incomprensible.
—Vamos, Andrés. Levántate.
Pero en lugar de levantarse, Andrés se dejó caer a peso hacia un lado haciendo volcar la silla. Había algo lastimoso en la mirada desesperada de aquel hombre que trataba de escapar pero que estaba atrapado por las correas que lo ataban a la silla de ruedas; era como un perro que se arrastra con las patas amputadas, gritando y gimiendo. Fernando comprendió que nunca lograría sacarlo de allí de manera tan fácil.
Los gritos de Andrés atrajeron la atención de algunos pacientes que se acercaban con curiosidad, sin comprender qué era aquello que rompía su rutina cotidiana de locos adormecidos. Alguien empezó a gritar también, y como una corriente el grito se fue extendiendo, mezclado con gruñidos, risas histéricas o golpes. Estaba perdido. Tenía que irse. Pero sus pies se negaban a marcharse. Incorporó con esfuerzo la silla de Andrés.
—Mírame, Andrés.
Este se había magullado la cara y apretaba los dientes y cerraba con fuerza los ojos, rígido como una barra de hierro.
—Volveré a por ti, hermano. No te dejaré otra vez.
Apenas alcanzó la calle unos segundos antes de que los celadores, alertados por el tumulto del jardín, apareciesen desde dentro del edificio.
Unas horas más tarde, incluso a pesar de los sentimientos que aplastaban a Fernando, el bosque de San Lorenzo le proporcionaba cierta calma. Al llegar a la pensión y verlo en tal estado de desesperación por el fracaso al intentar rescatar a Andrés, Recasens había decidido tratar de animarlo con una buena noticia.
—He encontrado al asesino de tu madre. Vive en un pueblo del Pirineo, a unas pocas horas en coche.
Ahora, algo más sosegado, Fernando agradecía que Recasens lo hubiese sacado, casi a rastras, de la pensión. Aquel bosque era como los de los cuentos de hadas: cientos de árboles dejaban caer al unísono sus hojas rojas, alfombrando los senderos de color carmesí, y un puente de piedra cruzaba como algo pasado el lecho del río convertido en un cauce de piedras musgosas. Solo que allí no vivía ningún príncipe, sino un monstruo.
Sentado en una gran roca, Fernando jugueteaba con una rama entre los dedos, y le preguntaba «¿por qué?» al silencio. Pero el silencio no le respondía, no demolía su temor; tan solo se reía de lo falso y azaroso que pueden llegar a ser los humanos.
Había intentado confesarse con Recasens, decir todo lo que pensaba. Pero Recasens se había negado a escucharle. Había bastado con que él pronunciase el nombre de Gabriel.
—¿Qué sentido tiene esto? ¿Por qué estamos aquí, espiando una casa desde el bosque como criminales? Mi madre murió hace mucho, mi padre es un ministro que se niega a recibirme, Publio es su secretario y mi hermano es un loco irrecuperable que ni siquiera me ha reconocido.
—Nos queda él —dijo Pedro, señalando entre la maleza alta el tejado de la casa de Gabriel—. Es un mercenario, un asesino, un traidor que nos ha destrozado la vida a ambos. ¿Por qué? Tanto daño, tanta mentira, todos esos años… ¿Por qué? —se preguntaba, contemplando la hojarasca podrida donde anidaban los gusanos de la tierra. Pero una vez más, los árboles miraban silenciosos como gigantes hieráticos, hermosos dioses indiferentes.
Fernando observó las ruinas de la casa. Habían investigado. Gabriel Bengoechea, el forjador humilde y diestro de San Lorenzo, había sido casi toda su vida un agente al servicio de Publio. Pero el suicidio de su mujer lo había cambiado todo. Gabriel tenía una hija pequeña, María. La habían visto corretear cerca de las cancelas del prado, buscando ranas en el cauce del río. Era una niña guapa, pero a Fernando le había parecido que tenía un aire triste, de persona adulta. Ahora la forja estaba abandonada, las hojas enmohecían en las paredes, el fuelle estaba deshinchado y el horno era un resto de cenizas heladas. Y Gabriel no era más que un tronco partido frente a la ventana, un ser atormentado con una hija que inspiraba lástima.
Pero no era lástima lo que Recasens experimentaba, ni siquiera asco o tristeza. Solo vacío; un enorme agujero negro que partía en dos el pasado y el presente.
—Gabriel permitió que un inocente, Marcelo Alcalá, acarrease con la culpa de su crimen, siendo así doblemente asesino. Y su jefe, Publio, me obligó a declarar contra ese hombre inocente, convirtiéndome a mí en culpable también.
Sí. Fernando lo sabía. Pero aun así, a pesar del odio que no había dejado de germinar en todos aquellos años, y que como una lumbre que está a punto de consumirse es revitalizada por un nuevo leño, había reavivado el estado tan deprimente en el que había encontrado a Andrés, se escondió en una frase de idiota aparente, torció la boca de modo repulsivo y balbuceó una sentencia terrible:
—Nadie es nunca inocente del todo.
Con amarga vergüenza, Fernando se daba cuenta de lo ciertas que eran esas palabras. El destino era extraño, formaba círculos que unían los acontecimientos sin sentido aparente hasta que de pronto todo se explicaba. Comprendía ahora que él estaba atrapado dentro de ese círculo y que de alguna manera los hijos pagan los crímenes cometidos por los padres. ¿No era el propio Fernando culpable con sus silencios cobardes cuando su padre maltrataba a su madre? No hizo nada para evitarlo. Tampoco impidió que su hermano Andrés perdiera definitivamente la cordura. Sabía lo que su hermano había estado haciendo todos esos años, había investigado sus crímenes, las atrocidades que eran ocultadas solo para no perjudicar la imagen de su padre, el ministro. Y en la guerra, incluso en el gulag, ¿cuántas atrocidades gratuitas habían cometido el propio Recasens y él mismo?
Se puso de pie y contempló la explanada que rodeaba la casa de Gabriel. La hija del forjador ascendía con calma la pendiente que venía del río. Como una redención inútil y tardía, el destino o Dios, o la simple casualidad, le había dado a Fernando aquella llave que abría el desván donde se escondían todos sus secretos, y ahora lo sabía, también todos sus horrores.
—No te engañes, Pedro. Ni tú ni yo somos mejores que Publio, que mi padre o que Gabriel. La única diferencia con ellos es que nosotros no podemos agarrarnos ya a nada, excepto a nuestro odio… Lo primero es rescatar a Andrés, sacarlo del sanatorio.
Pedro Recasens se mostraba reacio.
—No será fácil y pondremos sobre aviso a tu padre y a Publio.
Pero Fernando se mostró inflexible.
—Hay que sacarlo de ahí como sea. Después nos ocuparemos de Publio, de mi padre y de Gabriel.
A regañadientes Recasens elaboró un plan durante las semanas siguientes. Era arriesgado, pero era el único posible.
Fernando vio que alguien fumaba bajo las sombras iluminado por la luz amarillenta de una farola, y su cara, cubierta de sombras, sonreía como un animal dispuesto a atacar. Fernando avanzó hacia él sin prisas. Sus pasos resonaban en la callejuela desierta. El hombre tiró el cigarrillo y se alejó despacio. Fernando lo siguió. Las campanas de una iglesia cercana tocaron los dos cuartos, dejando su tañido flotando en aquella noche desnuda y azulada.
Se detuvieron ante una pequeña casucha abandonada. El hombre empujó la puerta entornada y entró a oscuras. Fernando dudó, mirando a derecha e izquierda. Le reconfortó en cierto modo sentir el tacto de la pistola que Recasens le había conseguido. Esperaba que el plan de Pedro fuese el adecuado. De todos modos, era la única posibilidad que tenían de sacar a Andrés del sanatorio. Entró en la casucha tras el desconocido, que se había alejado hacia uno de los rincones.
—¿Tiene lo mío? —dijo con un tono seguro. No era la primera vez que hacía aquello. Recasens había estudiado durante semanas al personal del sanatorio. Y aquel celador era el candidato perfecto para dejarse sobornar. Se llamaba Gregorio, era un malagueño de corte duro, acostumbrado a tratar con los internos más agresivos. Andrés estaba a su cuidado.
—¿Cómo sé que vas a cumplir tu parte?
—No lo sabe, pero imagino que antes de venir se habrá informado de mi reputación. Yo nunca fallo a mis clientes.
Fernando sintió que se le apretaban los puños. Por supuesto que se había informado de la calaña de aquel engendro. Vendía las drogas que tomaban los internos, les robaba las pertenencias, y si era menester, conseguía favores sexuales para clientes desviados cuya aparente vida era ejemplar. Para Gregorio, los internos del sanatorio eran como su supermercado particular. En semejante individuo debía confiar.
—¿Qué vas a hacer para sacarlo de ahí?
Gregorio prefería no entrar en detalles. Eso era cosa suya. Lo único de lo que debía preocuparse Fernando era de estar a las tres de la madrugada con el motor del coche encendido y las luces apagadas junto a la entrada lateral del edificio. Ese era el trato. Fernando le entregó el sobre con el dinero acordado. Gregorio lo contó con dedos expertos y sonrió satisfecho. Guardó el sobre y se dirigió a la puerta. En el último momento pareció recordar algo.
—Esta mañana tuvo una visita. Me ha llamado la atención, porque no suele ir a verlo nadie.
—¿Una visita?
Gregorio asintió.
—Dejó su nombre en el registro de entrada. Un tal Publio. Estuvo a solas con él una media hora. No sé lo que le dijo, pero cuando se marchó ese hombre, tuvimos que sedar a Andrés. Estaba fuera de sí… He pensado que le gustaría saberlo. —Gregorio entreabrió la puerta y se escabulló hacia las sombras de la calle.
Fernando se quedó unos minutos más pensando en lo que podría haberle dicho Publio a Andrés. Nada bueno podía salir de aquel lacayo de su padre, de eso estaba seguro. En cualquier caso, en unas horas podría preguntárselo a Andrés en persona.
Dio un par de vueltas con el coche, un viejo Citröen de color crema, por las calles de alrededor. Estaba nervioso y fumaba sin parar. Veinte minutos antes de la hora convenida con el celador aparcó el coche en un chaflán desde el que podía ver la molicie del edificio del sanatorio. Apenas había luces en las ventanas de los pisos inferiores, donde debían de estar las oficinas y las dependencias de los trabajadores y enfermeras. El resto de luces estaban apagadas. El aire arañaba los cristales de las ventanas con las ramas de los árboles y los batientes de una puerta mal cerrada golpeaban una pared.
De repente, en una de las ventanas del piso más alto del edificio Fernando creyó ver a alguien. Fue un momento muy fugaz y pensó que tal vez había sido la sombra de alguna rama. Pero entonces empezó a crecer un resplandor en la misma ventana. Al principio fue una luz titubeante, como si alguien paseara por la habitación con el cabo de una vela. Luego empezó a crecer hasta iluminar la habitación completamente. Poco a poco una columna de humo empezó a solidificarse saliendo hacia el exterior. Las primeras llamas no tardaron en asomar la lengua por el alféizar. Aquello era un incendio.
Fernando salió del coche. El fuego cobraba virulencia con rapidez, saltando de una habitación a otra en el piso superior. Curiosamente, también veía las siluetas de los trabajadores y de las enfermeras en la parte inferior. No se habían dado cuenta del peligro que corría todo el edificio. Fernando se sobrecogió. ¿Aquel era el plan que tenía el celador para liberar a su hermano? De pronto alguien cayó desde la ventana, lanzando un grito.
Una hora antes, el celador Gregorio sonreía satisfecho, mientras forzaba a tragar a una anciana senil la sopa con brutales empujes de la cuchara. Odiaba aquel trabajo, pero le reportaba buenos beneficios. Como esta noche. Dinero fácil, como el que sacaba por hacer fotos a los viejos desnudos que obligaba a fornicar en el lavabo y que luego vendía al abogado de la calle Urgell. O como el que le habían dado por empeñar las joyas de Herminia, la loca del tercero. Conseguir que Andrés saliera de allí no iba a ser mucho más difícil y le habían pagado más que bien. Lo único que debía hacer era esperar a que se cerrasen las luces de los dormitorios superiores. Luego provocaría un incendio en los vestíbulos de acceso. Utilizaría gasolina como acelerante. Nada grave, lo justo para provocar una evacuación de los internos. Luego, entre el tumulto y la confusión no le sería difícil llevar a Andrés hasta el coche del hombre que le había contratado. No sabía qué interés podía tener aquel psicópata para nadie, pero no era asunto suyo. Ya le habían pagado, y se alegraría mucho de quitarse de encima a una mala bestia como Andrés. Y como él la mayoría de internos y de médicos. Nadie podía acercarse a esa fiera sin riesgo.
Al terminar su turno se las ideó para quedarse en la sala de guardia del piso superior. Había preparado la lata de gasolina bajo su mesa de trabajo. Juntó algunos trapos de la lavandería y los impregnó. Lo mejor era colocarlos debajo del colchón de la cama de Andrés. Una vez declarado el incendio sería el primero que evacuaría. Buscó la llave de su habitación en el panel.
Aquella noche, Andrés tuvo un sueño extraño. Despertó con la sensación de que había sido real y saltó de la cama angustiado. Tardó un poco en darse cuenta de que seguía allí, encerrado en aquel lugar deprimente. Se acercó a la ventana. El aire hacía traquetear el cristal. Se veía el jardín oscuro. Más allá de la verja había un coche aparcado. Se sacudió la cabeza abotargada por los somníferos que le administraban para dormir. Por un momento había creído que estaba lejos de allí, en una montaña nevada como las que su madre le describía en los cuentos de samuráis. Solo que en su sueño esa montaña era real y su madre se arrodillaba frente a él vestida como una gran dama japonesa, con un kimono de seda verde y un peinado lleno de piedras preciosas y recogidos florales. Su madre lo desnudaba para bañarlo como cuando era niño. Solo que en el sueño él no era un niño, sino un hombre. Su madre mojaba una esponja en una palangana y le limpiaba el cuerpo. Pero el agua era sangre y su cuerpo quedaba manchado como si estuviese mutilado o herido. Él quería irse, pero su madre le obligaba a permanecer quieto con palabras firmes pero cariñosas, igual que hacía cuando siendo niño trataba de escapar de su baño vespertino.
Andrés volvió a la cama. Quería cerrar los ojos de nuevo pero no lograba recuperar la imagen de su madre. Entonces oyó la cerradura de la puerta girando. Alguien apareció en el umbral. Reconoció al celador Gregorio. Odiaba a aquel ser miserable. Lo vio dejar unos trapos en el suelo junto a la puerta, y otros bajo la cama. ¿A qué olía? Fingió dormir. No quería que lo atasen con correas a la cama o que le inyectaran otra droga. De pronto percibió un fogonazo bajo la cama y enseguida un humo espeso le atenazó la garganta… Fuego… Tardó unos segundos en comprender lo que estaba haciendo el celador. ¡Estaba prendiendo fuego a su habitación!
Se levantó tosiendo, tapándose la boca. Corrió hacia la puerta entreabierta, pero el celador lo atrapó por el cuello, tapándole la boca.
—Todavía no —le susurró al oído—. Hay que esperar a que se cree el caos.
Andrés trató de zafarse, pero el celador era fuerte y lo sujetaba inmovilizándolo. Era por Publio, pensó con rapidez. No había querido los papeles que le había traído. Su padre le cedía su parte del patrimonio familiar a cambio de cuidarlo de por vida. Pero Andrés no había querido firmar porque lo que Publio pretendía no era cuidar de él sino dejarlo de por vida encerrado en un lugar tan horrible como aquel. De modo que Publio le había ordenado al celador que lo matase. Iba a morir y fingirían que había sido un accidente. Morir abrasado le parecía algo indigno. Se revolvió con todas sus fuerzas pero el celador no lo dejaba ir. El fuego crecía, había prendido en el colchón y en las cortinas. La humareda empezaba a ser asfixiante.
—Cálmate, estúpido, o lo echarás todo a perder —le decía el celador. Pero Andrés no escuchaba, lo único que escuchaba era el chasquido de las llamas haciéndose más y más virulentas. Aprovechó un segundo en el que el celador aflojó la presión sobre su cuello para golpearlo con la cabeza. Aturdido, el celador retrocedió hacia la ventana. Le sangraba la nariz. Andrés tomó impulso y lo empujó. El celador cayó hacia atrás estrellándose contra los cristales y cayendo al vacío.
Andrés temblaba. Su cuerpo nervudo sudaba. Notaba el calor a su alrededor pero no se movía. Estaba como hipnotizado frente a la ventana con los cristales rotos. En el pasillo empezaron a escucharse gritos. El fuego se extendía con rapidez. Prendía las puertas, los sillones, las cortinas con una voracidad descomunal. Olía a piel quemada. Andrés se miró el brazo derecho. La bata estaba ardiendo. Era su piel la que se quemaba. Se golpeó contra la pared para apagar la ropa prendida y salió al vestíbulo. Las luces no se habían encendido. En medio del humo espeso y de las llamas que lamían el suelo las paredes y el techo, formando un túnel infernal veía correr sin sentido, como ratas asustadas, a los internos de su planta. Algunos eran como estrellas fugaces. Corrían ardiendo y se lanzaban por las ventanas. Otros ni siquiera se movían. Se quedaban quietos, apoyados en la pared, fascinados ante el avance del fuego. Pero la mayoría corría en tropel hacia la escalera. Andrés también lo hizo. Se abrió paso a golpes, patadas y mordiscos. Pero era imposible avanzar. El paso de la escalera era estrecho, apenas permitía bajar a dos o tres personas a la vez. En medio de la histeria, los internos se habían abalanzado en masa hacia allí provocando un embudo. Algunos habían caído y el resto los pisoteaba sin contemplaciones, pero ni aun así lograban pasar. Hasta que la escalera, que era de madera con soportes de hierro, fue alcanzada también por el fuego. Andrés retrocedió intentando protegerse del humo. Era imposible respirar, no se veía nada, los ojos le lloraban. Trató de alcanzar una ventana para respirar algo de aire pero los demás hacían lo mismo. Iban a morir todos achicharrados o asfixiados. De pronto Andrés notó un calor muy intenso en la espalda y la nuca. Estaba ardiendo. El cuero cabelludo le prendió como paja seca. Desesperado, sin un lugar al que asirse se lanzó contra la pared de personas que se agolpaban en las ventanas. Nadie trató de ayudarle. Se apartaron de él. Andrés daba vueltas como un loco, aullando y tratando de apagar el fuego que se extendía inmisericorde. Cayó de rodillas en medio de un círculo de rostros horrorizados.
Los bomberos tardaron más de cuatro horas en acceder al último piso del sanatorio. Decían que no había habido supervivientes. Algunos cadáveres irreconocibles fueron directamente trasladados a la morgue en bolsas. Otros, agonizantes, eran cubiertos con gasas y llevados a los hospitales de San Juan de Dios y San Pablo, donde fallecieron apenas ingresados. Más de veinte personas murieron en aquel pavoroso incendio.
Durante toda la noche y hasta bien entrada la mañana, Fernando no se apartó de la verja del sanatorio donde se habían concentrado familiares angustiados, curiosos con instinto mórbido y periodistas de sucesos oliendo la carroña. La policía no permitía entrar a nadie ni facilitaba datos. Cuando finalmente los bomberos se retiraron, dos guardias armados permanecieron montando custodia junto a la verja de la entrada.
Fernando aún permaneció varias horas frente al edificio con la fachada ennegrecida. Parte del techo se había hundido sepultando a mucha gente. Las cañerías rotas rezumaban agua y las cenizas humeantes dispersaban por el barrio un olor vomitivo de carne humana.
Cuando días después se publicó la lista de fallecidos supo que su hermano Andrés había sido uno de los primeros en morir.