Sierra de Collserola (Barcelona). 3 de febrero de 1981
Al otro lado de la casa se escuchaba un leve gemido, como el lamento de un perro moribundo. El hombre se acercó a la sinfonola y puso un disco de música clásica para borrarlo. Se sentía mal, como un padre que debe castigar a su hija; pero era necesario.
Empezó a girar sobre sí mismo al ritmo de la música. Su cuerpo se combaba desnudo, sincronizando los movimientos con la respiración. De repente, su mirada tropezó con el retrato que colgaba en la pared y detuvo su danza. La mujer parecía observarle con un reproche benevolente desde el marco de colores sepia, y sus labios parecían hablarle. El hombre cerró un segundo los ojos, recordando sus ardientes susurros. Al abrirlos de nuevo el único murmullo que percibió fue el goteo del grifo sobre la pica.
Se asomó a la ventana y apartó un poco la gruesa manta que impedía la entrada de la luna. Lo hizo con cuidado. La luz nacarada encendía su cuerpo despellejado como una antorcha. Contempló con inquietud el sendero desbrozado que llegaba hasta la casa.
—¿Cuándo vendrán? Estoy preparado —se preguntó.
Pero como en los días anteriores, el sendero estaba desierto. Solo podía esperar, esperar y desesperarse. La sequedad en las pupilas lo obligaba a utilizar colirio y parecía que estaba llorando continuamente. Pero era un efecto aparente. En el incendio se le quemaron también las lágrimas, además del corazón.
Se puso el kimono y se abrazó. Tenía frío. Su piel no retenía ningún olor. Era como abrazarse a un muerto. Se tocó el cuerpo en la semioscuridad. Estaba despierto, dolorosamente despierto. Palpó su cabeza afeitada al cero.
Escuchó a Marta arrastrase en la otra habitación. No se hacía ilusiones con respecto a la posibilidad de que ella terminase amándolo. Eso era ser poco realista. Además, el amor era una debilidad que le resultaba insufrible. Lo único que esperaba de ella era obediencia. Obediencia ciega, anulación completa, admiración mayestática. Quería convertirse en su Dios y conseguir su devoción absoluta.
Cuando la vio la primera vez, creyó que sería la candidata perfecta. Su cutis era tan delicado y mostraba una serenidad tan parecida a la que él recordaba en Isabel, que apenas pudo reprimir el deseo de secuestrarla en el mismo momento. Pero tuvo que contenerse. Un buen estratega plantea todos los escenarios posibles, busca el mejor momento, cuenta con la logística oportuna y elabora un plan para después del ataque. Se preparó a conciencia durante meses, arriesgando más de lo necesario.
Confiaba en que ella opondría resistencia, no podía ser de otro modo. Pero también estaba seguro de que sabría subyugarla. Las etapas de la relación con ella estaban determinadas: primero el terror, después la incomprensión, la derrota, el abandono, la resignación, y finalmente la entrega. Sin embargo no hacía progresos. La crueldad, la violencia y el terror no bastaban para convencerla de que fuera de él no tenía existencia posible. En todo aquel tiempo no había dejado de luchar. Al principio violentamente, después sumiéndose en un silencio de muerte, y más tarde tratando de seducirlo para ganarse su confianza. Estúpidamente había sucumbido a sus encantos y se había dejado engañar.
Antes permitía que ella paseara por la casa, incluso salir al pequeño jardín trasero. No había peligro allí, el alto muro los protegía de miradas indiscretas y era imposible que ella pudiera escalarlo. Esa libertad pareció redundar al principio en su estado de ánimo, que mejoró mucho. Se comportaba con él como una verdadera cortesana, sin dar muestras de sus pensamientos propios, como le había enseñado. Únicamente estaba pendiente de sus deseos, de servirle. A veces, incluso, cuando reclamaba su derecho a yacer con ella, no oponía una resistencia animal mordiendo y pateando, tampoco se mostraba pasiva como una recriminación muda. Lograba ablandarlo con una mirada de súplica o de complicidad, según el momento, y él desistía gustosamente de forzarla. Pero todo fue un espejismo. Ella se había revelado tan buena estratega como él. Tardó más de un año en ganarse su confianza. Entonces, una noche intentó escapar por una de las ventanas sin tapiar. Pudo atraparla cuando ya casi alcanzaba la cancela.
No volvería a cometer el mismo error. Se acabaron las contemplaciones. Se acabó la libertad. Viviría el resto de sus días desnuda, atada con una cadena al cuello y comiendo en el suelo. Si algo no podía soportar, era la traición.
Marta escuchó la puerta abrirse. Ni una sola fibra de su cuerpo se inmutó, aunque el corazón se le desbocaba. A su lado, el hombre se desnudó con parsimonia, dobló la ropa con cuidado y la colocó en el banco de madera. Luego la arrastró por un eslabón de la cadena hasta el colchón y se acostó junto a ella, abrigándose con el calor de su cuerpo. Tomó la mano de Marta y la llevó hasta su pecho, obligándola a tocar aquellas heridas.
Marta no se dio cuenta de que él estaba llorando hasta que sintió las lágrimas caer en su mano. Contuvo la respiración para no vomitar ante el tacto de aquel cuerpo despellejado lleno de horribles quemaduras que convertían el tórax y las piernas en una enorme cicatriz escamada y negra.
—¿Por qué lloras? —dijo, arrepintiéndose inmediatamente, sorprendida de sus propias palabras.
Él dejó ir el cuerpo de Marta como si de repente se hubiera muerto. La verdad poco importaba en aquellas paredes tapiadas.
—Porque muy pronto ya no te necesitarán. Y Publio no dejará que me quede contigo. Tendré que matarte.
Los ojos de Marta seguían brillando en silencio como siempre, tanto que parecían estar al borde de las lágrimas. No existía nada más invasivo que aquella mirada.
—Y ¿por qué no me dejas escapar?
Él se incorporó sobre un hombro. A pesar de la oscuridad, veía la cara de espanto de Marta.
—Tu suerte está unida a la mía, lo quieras o no.
Marta se armó de valor.
—En realidad, ya estoy muerta. Tú me mataste.
La cara de él se contrajo. Se levantó y fue en busca de un cubo de agua y de una esponja.
—No quiero hablar más de esto… Ahora lávame para la cena.
Marta se vio obligada a cumplir una vez más el repulsivo ritual de lavar el cuerpo de aquel monstruo con la esponja. Debía hacerlo despacio, con leves movimientos circulares, como si abrillantase una delicada copa de cristal. Y mientras lo hacía, descubría de nuevo cada rincón de aquella geografía atormentada que había ido creciendo ante sus ojos a lo largo de los años. Cuando terminó, el hombre la liberó de la cadena.
—Prepara la cena —le dijo saliendo del cuarto.
Marta lloró de agradecimiento al sentir el alivio de la mordaza cayendo al suelo. Se incorporó tambaleándose sobre las piernas famélicas y caminó con resignación hacia la sucia luz del pasillo.
La cocina era tan miserable como el resto de la casa. En una esquina estaba el fogón de butano con un armario de fórmica descolgado en la pared y un estante pintado de color azul, donde se alineaban los vasos, rayados, los platos y los paños de cocina. Sobre la mesa cubierta con un hule agujereado con marcas de cigarrillos había varios tarros con etiquetas escritas a mano: café, azúcar, sal, pasta.
Marta apartó los tarros y encendió una vela que sustentó en un recipiente de olivas vacío. Colocó un plato y una cuchara limpia junto a dos servilletas de papel. Sirvió vino de una de las botellas que había en el estante. Después se acercó al fogón en el que humeaba una olla con agua hirviendo. Por un instante sopesó la posibilidad de lanzarla contra él. Pero el hombre la observaba vigilante a una distancia prudente, jugueteando con la hoja de una navaja. No tenía ninguna posibilidad de conseguirlo. Y además sabía que no estaban solos. En alguna parte de la casa estaban los guardias que la custodiaban. Vertió una porción de fideos, oreó un poco de sal y comprobó que todo estaba a punto.
—Listo —dijo.
Él se acercó despacio, cogió por detrás el cuello de Marta sin violencia pero con firmeza y le susurró al oído.
—¿Listo qué?
Marta tragó saliva.
—Listo… Gran Señor.
—Esto ya es otra cosa, ¿verdad? —dijo él, palmeándose los muslos. Apenas le dolía la piel aquella noche, y eso facilitaba cierta sensación de bienestar.
Marta se retiró a un lado. Hasta que él no terminase no podía comer ella, y lo que cenaría serían las sobras que él dejase. Así funcionaban las cosas.
—¿En qué piensas?
Marta escuchó aquella voz tenebrosa. Entonces sobrevino lo de siempre. La soledad y el horror. En la oscuridad sintió que esa vida pasada que ya casi no recordaba se desvanecía como si nunca hubiese existido.
—En nada.
Él entornó los ojos. A ella también la había carcomido la maquinaria de los desengaños. En sus ojos solo había tristeza y resignación. Imaginó que también él acabaría así pronto. De vez en cuando, al moverse hacia delante para sorber la cuchara, le subía hasta la nariz la fragancia de su cuerpo. Era un aroma triste, como una escasa gota de lluvia flotando en la hoja seca de un árbol raquítico.
Publio había dicho que todo acabaría pronto. ¿Querría ella acompañarle cuando todo se hubiese cumplido? En el fondo de su corazón sabía que no, que tendría que matarla como hizo con las que compartieron su espera antes que ella. Sin embargo, todavía conservaba una remota esperanza. Se levantó y se acercó a la ventana. Ya no llovía y las gotas de agua resbalaban sobre los maderos como insectos brillantes atrapados por la luz de la luna.
—Ya he terminado. Puedes cenar.
Marta coló con parsimonia los fideos en el escurridor. No tenía hambre, pero se obligó a servirse un tazón. Se sentó en la mesa y se sirvió un poco de vino.
—Ve a vestirte —le ordenó él cuando acabó la sopa. Marta tembló. Sabía lo que aquello significaba. Sin embargo no podía hacer nada para evitarlo. Fue al cuarto y regresó al cabo de unos minutos.
Él la observó detenidamente. El parecido era asombroso, sobre todo cuando se ponía aquella ropa. Estaba espléndida con su disfraz de dama japonesa. El kimono era azul y tenía bordadas hermosas y extrañas flores de hilo negro. Realmente parecía una hermosa princesa oriental, con la cara pálida, los ojos muy rasgados con jena y el perfil de los labios marcado con un lápiz grueso.
—¿Es ella? —preguntó Marta.
—¿A quién te refieres?
—La ropa que guarda ahí dentro, en la habitación cerrada… ¿Es de esa mujer del retrato? ¿Por eso me obliga a hacer esto?
Él miró fijamente a Marta. Su boca se quebró una décima de segundo en un gesto de disgusto. Cerró los ojos. El pasado era un desierto acechante que crecía a cada momento. Viento silbando entre las ruinas de una ciudad abandonada, llena de cadáveres secándose al sol entre las piedras resquebrajadas. Ese aire caliente, mortal, lleno de moscas polvorientas era lo único que tenía en la cabeza.
La primera vez que mató, ni siquiera fue consciente de lo que estaba buscando. Tenía apenas diecisiete años. Encontró una barra americana con las persianas medio bajadas. El letrero luminoso ya estaba apagado. El camarero le recibió con mala cara. Le sirvió y dejó la botella en la barra. Luego se puso a empujar la mierda de un lado a otro detrás de la barra con una escoba mugrienta. Con las luces encendidas aquel lugar mostraba su verdadera cara. Moqueta llena de manchurrones y quemaduras de cigarrillos. El suelo de linóleo pegajoso y desconchado. Paredes sucias y agrietadas. A él le daba igual. No venía en busca de lo estético. No venía en busca de nada. Tampoco compañía. Ignoró a la puta que se le acercó, una mucama entrada en años que se desperezó como un gato hambriento al verle entrar. La vieja Dalila se alejó rumiando en su boca sin dientes el fracaso de sus carnes demasiado usadas y caídas.
Tomó el relevo una joven débil y febril, con las huellas indelebles de la heroína en su boca amarillenta y en su rostro macilento. Se sentó a su lado sin decir nada, consciente de sus pocas posibilidades, pero aun así decidida a intentarlo. La muchacha le enseñó con heroicidad desesperada un coño negro de labios caídos y agrietados que él rechazó con una mueca de tristeza. La joven insistió. Tomó la mano de él y la llevó a su entrepierna fría. Él dejó posarse los dedos en la maraña de vello púbico como una mariposa agotada. La joven sonrió, una sonrisa de perro callejero contento con una caricia. Finalmente accedió a ir con ella. Había algo en su rostro de ojos pequeños y piel apagada que le resultaba atractivo.
—¿Cómo te llamas? —preguntó ella, aprisionando con delicadeza, pero al mismo tiempo con firmeza, su pene decaído.
No estaba borracho, ni siquiera había bebido lo suficiente para fingirlo. Sencillamente era incapaz de tener una erección en condiciones.
—Puedes llamarme Gran Señor.
La joven sonrió, abrió la entrepierna y se apretó contra el muslo de él, señalando una puerta. Sus ojos eran ahora selváticos y sonreían con malicia.
—De acuerdo, Gran Señor. Esa es mi habitación. —Subieron una escalinata de mármol desgastado que ascendía al piso superior. Entraron en la habitación. Era una estancia limpia. Decoraba la pared un desnudo de Bellini. Un hermoso desnudo de una mujer que se cubría con rubor el pubis. Él sonrió ante tanta inocencia fingida. Se acercó a la ventana abierta. No quería estar allí, pero allí estaba. La joven se había quitado los zapatos y estaba tumbada en la cama, boca arriba, con la pierna derecha ladeada sobre la izquierda protegiéndole la entrepierna. El vestido resbalaba por su piel hasta la ingle, mostrando el encaje de una liga y la insinuante presencia de un sexo desnudo. Un tirante caído sobre el hombro indicaba el camino de un pecho punzante protegido por una luz llena de matices cálidos. Él se acercó a la cama amplia, con cabezal de hierro y dosel. Su mano encontró con naturalidad el paso entre las piernas de la mujer hasta el sexo seco que se abría sin dudas ante sus dedos.
Se sentía vacío. Ninguna de sus amantes le colmaba más allá del instante ínfimo del orgasmo, y después, enseguida, aparecía el hielo en sus ojos. En su alma. El sexo no era diferente a cualquier otro acto fisiológico, comer, excretar, dormir…
—¿No vas a desnudarte? —le preguntó la puta. Él sonrió. Se quitó la gabardina—. ¿Y eso qué es? —preguntó sorprendida la joven—. ¿Una espada?
—Una catana —le aclaró él, antes de cortarle la cabeza con un certero golpe. Todavía recordaba bien aquella sensación confusa de placer y remordimiento: la cabeza sangrante de la prostituta entre sus manos; su cuerpo sin vida, sangrando a borbotones por la carótida, caía de lado sobre la alfombra. Sobre la cama, la catana con la hoja manchada de sangre y restos de cuero cabelludo. Había sido fácil, se dijo; mucho más fácil de lo que había pensado.
Nunca más había vuelto a experimentar la misma sensación, a pesar de buscarla una y otra vez en tantas muertes. Solo Marta le transmitía algo semejante. Mantenerla con vida, jugar cada día con la posibilidad de asesinarla, le hacía sentirse bien. Perdonarle la vida era algo que lo transportaba a un estado de semidiós. Algo que deseaba prolongar indefinidamente. Cerró los ojos, estremeciéndose con un placer suave, nada ostentoso, hasta que perdió la noción de aquello que era y no era. Su mente dejó de gritarle para sumirse en un letárgico silencio y experimentar las múltiples sensaciones que lograban alejarlo de su vacío.
Obligó a Marta a ponerse de espaldas y la penetró por detrás. Y mientras lo hacía notaba la presencia de la mujer del retrato en la habitación de al lado, mirándolo con un mudo reproche.
—Nunca me entendiste, madre —gimió, tratando de apartar aquella mirada muerta de su nuca.