Capítulo 20

Barcelona. 2 de febrero de 1981

No había sido fácil, pero al final Gabriel se había dado por vencido. Ya apenas conservaba un poco de movilidad, y su vida se deterioraba con tanta rapidez que era imposible seguir haciendo las cosas más simples sin ayuda. Al principio había adoptado una actitud ofendida, como si él mismo se negase la evidencia de que era ya un viejo, una carga insoportable para los demás, incluso para sí mismo. En otro tiempo, un tiempo que de tan lejano parecía no haber existido, no se hubiese permitido la debilidad de llegar a esta situación denigrante. Él mismo se hubiera pegado un tiro para que lo enterraran junto a su esposa en San Lorenzo. Eso, se dijo, habría tenido una gracia estética, casi un rizar el rizo: descansar junto a su esposa suicidada, después de tanto tiempo de odiarse en silencio. Porque de algo estaba seguro Gabriel: los muertos odian con mayor intensidad que los vivos. Y él notaba, cada vez que subía a la tumba, el odio de su esposa.

Gabriel terminó por asumir que al final se había convertido en una especie de mueble que podía ser movido de un lado a otro y aparcado en un rincón sin ningún pudor. Esa sensación de abandono no podía quitársela de encima, a pesar de que su hija procuraba visitarlo a menudo.

Tal vez ese era el motivo por el que había decidido dar aquel paso que estaba a punto de dar.

Acarició con la mano el paquete que llevaba bajo el brazo, consciente de que al cruzar la puerta giratoria que se abría ante él ya nada volvería a ser igual. Aun así, respiró con fuerza y entró en el vestíbulo de la residencia con paso decidido.

Detrás de un mostrador alto, un joven con gafas de montura metálica atendía el teléfono. Gabriel esperó de pie, hojeando unos trípticos que explicaban cómo conseguir un viaje a Lanzarote con el imserso. En el hilo musical se escuchaba música clásica. Vio a un par de ancianos paseando con un andador y algunas enfermeras con batas blancas y cofias. Todo era limpio, senil, tranquilo. Un lugar aséptico donde las pasiones ya no tenían cabida.

—¿En qué puedo ayudarle? —le preguntó el joven cuando colgó el teléfono. Parecía algo afeminado, quizá por su perfume excesivamente dulce, como su voz y su manera de mover las manos.

—Quisiera ver a Fernando Mola.

El joven puso cara de sorpresa.

—Perdone, ¿a quién?

Gabriel repitió el nombre. El joven se puso nervioso y miró por encima del hombro, como si temiera que alguien lo hubiera escuchado.

—Me temo que aquí no se aloja ningún cliente con ese nombre.

—No sé cómo se hará llamar ahora ese cabrón. Tal vez se ha cambiado el nombre. Pero a juzgar por tu cara, sabes de quién te hablo. Mi nombre es Gabriel Bengoechea. Dile que he venido a verle.

El joven dudó. Se secó la palma de la mano en la pernera del pantalón, como si sudara.

—Esto no es lo habitual —tartamudeó—. Las visitas debe autorizarlas el supervisor. El señor al que usted se refiere no suele recibir visitas a estas horas. Seguramente está haciendo su terapia de aguas.

Terapia de aguas. Aquello parecía un balneario para viejos ricos.

—Pues tendrá que dejarla para otro momento.

El joven salió del mostrador y se alejó por el vestíbulo. Regresó al cabo de unos minutos, con la cara blanca como el yeso.

—Ha habido algún problema, pero ya está solucionado. Acompáñeme, por favor.

Gabriel no le preguntó a qué clase de problema se refería, pero era evidente que alguien le había dado una buena bronca.

Atravesaron un corredor de amplios ventanales que daban al exterior. A lado y lado algunos ancianos se bañaban con la luz del sol, sentados en sillas de mimbre. Parecían estatuas almacenadas en los sótanos de un museo. Apenas levantaban la vista al pasar junto a ellos. Atravesaron una serie de arcos encalados hasta una zona de penumbra donde la temperatura era más baja. Por el techo corrían las cañerías del agua y se escuchaba el fluir del agua. El joven dijo que estaban bajo la zona de las piscinas. A pocos metros se detuvo. Sacó una llave y abrió una puerta.

—Espere aquí.

Aquella no era la manera habitual de proceder con las visitas. Gabriel asomó la cabeza a la habitación. Era una estancia amplia y soleada. El techo abovedado era bajo, con dos arcos en cruz y una gran piedra en la cruceta. Apoyados en las paredes se amontonaban decenas de cuadros de factura vulgar. Al fondo había un tablón sujeto sobre dos caballetes y botes con pinceles. Olía a pintura y aguarrás. Parecía el taller de un pintor.

—¿Esta es la sala de visitas?

El joven se ruborizó. Estaba visiblemente incómodo.

—Yo cumplo órdenes. Espere aquí —repitió.

Gabriel entretuvo la espera con los cuadros amontonados en el suelo. Al levantar el primero, centenares de partículas de polvo quedaron suspendidas en el aire, como si la pintura hubiera tosido. Era un paisaje campestre, con un formalismo que hubiera hecho enrojecer de risa a cualquier entendido en arte. Los otros eran de factura similar, escenas de caza, campos, ríos y bosques. Todos nevados, bajo cielos plomizos. Bien pintados, pero sin ninguna fuerza. Sin embargo, había algo común a todos ellos y diferente a cualquier otra pintura de factura parecida: los paisajes estaban poblados por personas desdibujadas cuyos contornos eran borrosos, manchas grises, negras o blancas que deambulaban entre los colores más vivos de la pintura. Eran como penitentes o fantasmas. A Gabriel, como a cualquiera que los observase detenidamente, aquellos rostros sin cara le incomodaron.

A los pocos minutos se abrió la puerta. Apareció un hombre. Tanto por su vestimenta como por su actitud severa denotaba que no era un simple jubilado que pasaba su tiempo haciendo barcos de papel o pintando cuadros de escaso valor. Miró a Gabriel como cuando se sorprende a alguien fisgando en tus cosas. Luego desvió su atención hacia las pinturas del suelo. Sus pupilas titilaron como en el reflejo de un vaso de agua.

—Es difícil pintar de memoria —dijo, articulando con dificultad las palabras—. La memoria se va desgajando como una cebolla. Y al final solo quedan sensaciones: de frío, de miedo, de hambre… —Alzó la cabeza y se enfrentó a Gabriel—. De odio… Cuesta pintar el recuerdo de una sensación.

Gabriel le sostuvo la mirada sin decir nada.

El hombre se alejó un poco y le dio la espalda mientras encendía un cigarrillo. Se volvió con el cigarrillo en la mano y lo llevó a los labios temblorosos.

—Así que ya recuerdas quién soy. —Tosió con fuerza al dar una calada al cigarrillo, tirándose la ceniza encima del pijama. Afiló la mirada como una aguja puntiaguda que pretendía romper la pupila.

—Sé quién eres. Lo supe desde el momento en que apareciste ante mí. La pregunta es: ¿Porqué ahora, después de cuarenta años? ¿Qué quieres de mí, Fernando? —dijo Gabriel, sosteniendo aquella mirada abrasadora y electrizante.

Fernando Mola se apartó a la ventana. Bajo la luz que se filtraba, su imagen era patéticamente débil, como un grumo de polvo que está a punto de deshacerse. Miró por la ventana. Daba a un patio descuidado, lleno de zarzas y matojos y a un muro de ladrillo. Más allá asomaban las copas de unos pinos enfermos. Estuvo un rato contemplando aquella vista desoladora. Aplastó el cigarrillo consumido en el cenicero y cruzó los dedos sobre el regazo.

—Ya es un triunfo escuchar mi nombre en tu boca.

Gabriel apretó los nudillos hasta hacerlos crujir.

—Al parecer te preocupas por mantenerlo en secreto. El recepcionista me ha negado que existiera ningún Fernando Mola en esta residencia.

—Tengo que tomar mis precauciones. Hay gente a la que no le gustaría descubrir que sigo con vida.

—Yo pensaba que estabas muerto, como tu padre, como tu hermano. Es lo que me dijo Publio. Que todos estabais muertos.

—Y tal vez el viejo cabrón de Publio tenga razón: tal vez estamos muertos todos los Mola y yo solo soy un fantasma, algo que tu conciencia no puede olvidar. Lo lógico sería haber muerto en aquellos campos de Leningrado, aplastado por los tanques como casi todos mis hombres, y no sobrevivir con un disparo en la cara —murmuró Fernando. Al abrir la boca se adivinaba una dentadura devastada—. Pero a lo peor soy real, lo que significa que Publio te mintió. Y que tú no conseguiste que me mataran los bolcheviques, ni sus tanques, ni sus desiertos de hielo, ni los campos de prisioneros de Siberia. Sí, puede que sea un fantasma bastante consistente y duro de pelar.

Fue un asalto demoledor. Las palabras de Fernando se zafaban debajo de las tripas de Gabriel y golpeaban una y otra vez con acierto demoledor y sistemático.

—¿Qué quieres de mí?

Fernando dejó vagar la mirada por los cuadros que llevaba años pintando. Aquellos cuadros formalmente hermosos con algo destructivo y horrible que los poblaba. ¿Qué quería de Gabriel? ¿Qué?, cuarenta años después…

—¿Sabes que Pedro Recasens ha muerto? —Fernando sintió un nudo de cólera al darse cuenta de que aquel nombre no significaba nada para Gabriel. Sin embargo se contuvo. Llevaba muchos años, demasiados, preparando aquel momento. Y no iba a permitir que las emociones le traicionaran—. Pues deberías recordar su nombre. Recasens era coronel del cesid.

—Yo ya no me dedico a esas cosas —fue la lacónica respuesta de Gabriel.

Fernando asintió. Gabriel era ahora un jubilado que cultivaba flores junto a una tumba en un pueblo del Pirineo. El pasado no parecía importarle; daba la sensación de haberlo borrado de su memoria. Sin embargo, en la mirada huidiza de Gabriel había un quiebro, una rotura por la que se escapaba lo que trataba de ocultar. Mentía.

—Puede que ya no seas un espía al servicio de Publio. Los tiempos cambian, ¿verdad? Incluso a los que un día fuisteis imprescindibles se os acaba condenando al ostracismo. Debe de ser duro para ti fingir que nada de lo ocurrido te importa. Pero estoy seguro de que recuerdas a Pedro Recasens. Era un buen hombre al que tú le truncaste la vida. Era un simple soldado vigilando una cantera. Si hubieras llegado con Isabel diez minutos más tarde, él ya habría terminado su guardia, y nada de lo sucedido después hubiera ocurrido: la delación en falso de Marcelo Alcalá, la guerra en el frente soviético… Es curioso cómo se decide el destino de un hombre con unos pocos minutos de margen. Aquella guerra y los años siguientes en el campo de prisioneros nos cambiaron hasta convertirnos en otros seres que nunca creímos posible ser. Recasens era un hombre sencillo, recto, directo y franco. Pero tú torciste su vara.

Fernando respiró con fuerza para reprimir el llanto. Pero sus ojos centelleaban al recordar las penurias vividas en aquel lejano gulag de Siberia, sin comida, sin ropa, sin esperanza. Él no hubiera sobrevivido de no ser por la fe de Recasens, de su fuerza para sobreponerse al dolor y al sufrimiento. Empujado siempre hacia delante por un odio que crecía y crecía sin medida, allí donde solo el odio podía mantenerlos con vida. Recasens aprendió a navegar en las aguas fecales de aquel campo, se construyó un personaje inventado, supo penetrar en las entrañas de un sistema que odiaba hasta la náusea. Y un buen día los liberaron. Recasens prosperó, le llenaron de condecoraciones al volver a una patria que ya no sentía como suya. Hizo carrera militar, él, que despreciaba los uniformes. Y se convirtió en espía. El mejor de todos ellos. Y todo eso solo con un objetivo: dar con los que habían causado su desgracia, encontrar el modo de destrozar sus vidas como ellos lo destrozaron a él.

—No tardó en dar contigo. Pero eras el protegido de Publio, el amigo del ministro Mola. Intocable. Pero supo esperar durante años. Esperar es lo único que queda cuando no estás dispuesto a rendirte. El odio necesita llenarse de paciencia para convertirse en una emoción útil. Y créeme: diez años en un campo ruso te adiestran bien en ese sentido.

Gabriel respiró con hondura. Respiraba sin sentir el aire, tenía la sensación de ser tan invisible para los demás como los demás lo eran para él. Se sentó en el suelo, como una marioneta rota. Era la segunda vez que pasaba por aquello. La primera, treinta y cinco años atrás, fue cuando su esposa descubrió las cartas de Isabel guardadas en el baúl. Aquellas cartas fueron la soga con la que su esposa se colgó de una viga. Aquellas cartas de las que nunca había querido deshacerse. Una parte de él murió con su mujer, ahorcado también en aquel dintel. La parte más importante de él, pero siguió respirando, superó esa ausencia definitiva de esperanza. Y lo hizo por María, por su hija. Creyó estúpidamente que bastaría el peaje del remordimiento y de las pesadillas de por vida. Ingenuo. Todo estaba allí otra vez, sucediendo de nuevo. Y la realidad de lo que había hecho le perseguiría una y otra vez, siempre, sin darle tregua hasta el día de su muerte.

—Yo hice todas esas cosas —murmuró asintiendo—. Hice todo eso de lo que me acusas. E hice mucho más, cosas que ni siquiera puedes imaginar. Y nada podrá ser cambiado, ni borrado, ni vivido otra vez. Nada de lo que yo pueda hacer importa… Así que no entiendo qué buscas: ¿venganza? Por Dios, tengo cáncer. Hace más de tres años que debería estar muerto, y estoy cansado de esperar. Y si lo que pretendes es infligirme dolor o vergüenza, no te esfuerces. Nada de lo que hagas superará lo que ya he sentido antes. Estoy tan seco por dentro como tú, Fernando.

Fernando esbozó una sonrisa triste. ¿Qué era aquel hombre? ¿Un cínico?, ¿un hipócrita?, ¿un monstruo…? O simplemente un viejo decrépito, enfermo, cansado y consumido por los remordimientos. ¿Qué pudo ver su madre en él?

—Quiero escucharlo de tu boca. Quiero oírte decir que fuiste tú quien primero sedujo y después asesinó a mi madre.

Gabriel temblaba por dentro y por fuera. Sentía algo que nunca había sentido hasta entonces con tanta nitidez. La derrota. El cansancio. La vejez. La muerte cercana. Allí estaban los dos, frente a frente, como dos perros viejos y desdentados, cargados de rencores pasados, dispuestos a matarse aunque ya no les quedara ni tiempo ni fuerza para otra cosa. Consumar el odio era cuanto esperaban ya. ¿Qué podía decir? ¿Que realmente llegó a enamorarse de Isabel? ¿Que todos los días de su vida había pensado en ella? ¿Que también él había pagado el precio de sus actos? O tal vez podía decirle a Fernando que cuarenta años atrás era otro hombre, tenía otras ideas, confiaba en aquel Gobierno y en lo que hacía. Nada de eso tenía sentido ya. Solo sonaban a excusas. Y ya estaba harto de justificarse, de intentar perdonarse sin conseguirlo.

—Yo asesiné a tu madre. —No buscaba que lo compadeciera. No lo necesitaba. Y Fernando se dio cuenta.

Gabriel era ya demasiado viejo para albergar esperanza alguna. Bastaba con ver los derrames aflorando en su piel, las arrugas que rompían su expresión, el pelo que iba cayendo, ya sin vigor. Tenía el color púrpura de los entierros. Pero quedaba algo que aún podía ser dañado, una grieta en la que hurgar para hacerle sufrir.

—¿Se lo has confesado a tu hija? ¿Le has contado el tipo de hombre que eres?

Gabriel se estremeció por dentro.

—Ya no soy ese hombre.

Fernando respondió con una carcajada seca.

—Lo que uno fue lo será para siempre. Los hombres como tú no cambian. Puede que hayas reprimido tu verdadera naturaleza y que hagas creer a todo el mundo que eres un viejo jubilado que se dedica a malgastar la vida que le queda. Pero yo no te creo. Sé que eres el mismo. Apuesto a que tu hija ni siquiera sospecha que su padre es un farsante, un monstruo disfrazado de derrota.

Gabriel no dijo nada. Se limitaba a escuchar. Cuando Fernando guardó silencio, ambos se quedaron frente a frente, como dos perros viejos que se gruñían sin dientes.

—Urdiste el atentado contra mi padre para encubrir la muerte de mi madre y convertir ese acto en un trampolín político para él. Fue mi padre quién ordenó la muerte de mi madre. Y tú fuiste el brazo ejecutor. Permitiste que un inocente, Marcelo, pagara por tu culpa con su vida. Y además, quizá tu hija ni siquiera sabe que su madre se suicidó porque descubrió todo lo que tú habías hecho… Gabriel Bengoechea… El forjador de armas de San Lorenzo… Eres pura escoria. ¿Eso es lo que pensaría tu hija?

Gabriel no se hacía ilusiones respecto a los sentimientos hacia él de su hija. Tenía muy presentes sus miradas casi siempre reprobatorias.

—No se sorprendería demasiado. Incluso sería para ella la confirmación de lo que siempre ha sospechado: que no soy un buen padre, que nunca supe demostrarle que la quiero… Sería su razón definitiva para aborrecerme —dijo con una tristeza que no era nueva. En realidad, no importaba. Pronto el cáncer le quitaría de en medio y dejaría de molestar a María con su presencia. Pero al menos deseaba llevarse sus secretos con él. Quería dejar a su hija un resquicio de duda, una posibilidad para que ella pudiera inventar un recuerdo al que poder añorar. Tal vez, si su hija permanecía en la ignorancia lo querría un poco más cuando estuviera muerto de lo que lo había querido en vida.

Gabriel se dio cuenta de que tendría que negociar ese silencio con Fernando. Pero no podía imaginar lo que este querría a cambio. Fuese lo que fuese, no iba a permitir que María supiese nada de todo aquello.

Fernando no parecía tener prisa. Recorrió con la mirada aquella estancia que utilizaba como taller de pintura. Le gustaba su silencio monacal y el olor del aguarrás y las pinturas. Era un buen lugar en el que refugiarse. Un buen lugar para olvidar. Porque muy a su pesar, se daba cuenta de que incluso su odio hacia Gabriel, hacia Publio y hacia su propio padre era algo que debía sostener con esfuerzo. Estaba cansado. Si miraba hacia atrás no veía más que angustia y rabia. Ni un rincón de paz, ni un momento de calma. Su vida se había consumido y no sabía con qué fin. Lo único que le quedaba, su única razón para seguir adelante, era aquel hombre que se sentaba frente a él, consumido también y seco por dentro por el mismo odio que él había alimentado. Le costaba reconocerlo, pero casi se veía reflejado en Gabriel. Y eso le irritaba.

Observó el paquete envuelto en papel grueso de embalaje que Gabriel sostenía entre las piernas de forma vertical, apoyando en él las manos como si se tratase de un báculo.

—¿Es lo que pienso? —dijo señalando el envoltorio.

Gabriel asintió. Se levantó de la silla y depositó con delicadeza el paquete sobre una mesa. Rasgó el envoltorio y retrocedió dos pasos. Ambos hombres examinaron el paquete con idéntica admiración. Durante unos segundos, sin que ellos fueran conscientes, algo hermoso los unió.

Fernando se adelantó. Sus dedos rozaron la superficie alargada y pulida de la funda, de piel y madera teñida de negro.

—Es una espada preciosa, aunque nunca entendí por qué la bautizaste con ese nombre tan poético: La Tristeza del Samurái.

Gabriel se encogió de hombros. En realidad una catana no era una espada, sino un sable.

—Es mucho más mortífera y manejable que una espada. La espada golpea. El sable corta —dijo con entonación profesional, sin emoción—. En cuanto al nombre, no se lo puse yo. Era el que tenía el modelo original en el que me basé para hacer la réplica. La verdadera perteneció a Toshi Yamato, un guerrero samurái del siglo XVII. Fue uno de los héroes más sangrientos de su tiempo, venerado por su vigor y su crueldad en la batalla. Sin embargo, Yamato era en realidad un hombre que odiaba la guerra, le repulsaba hasta la náusea empuñar su catana y enfrentarse a los enemigos. Le horrorizaba morir. Logró vivir buena parte de su existencia constriñendo su verdadera naturaleza, pero al final, incapaz de seguir con aquella farsa, derrotado por sí mismo en su lucha por convertirse en quien no podía ser, decidió suicidarse ritualmente. Ese ritual, el seppuku, es muy doloroso: consiste en practicarse varios cortes en el vientre y el suicida puede agonizar durante horas con los intestinos fuera. Por suerte para Yamato, uno de sus fieles lo encontró agonizando, se apiadó de él y lo decapitó con su propia catana. De ahí el nombre de La Tristeza del Samurái. Este arma encarna los mejores valores del guerrero: valentía, lealtad, fiereza, elegancia, precisión y poder, pero al mismo tiempo también lo peor: muerte, dolor, sufrimiento, locura asesina. Yamato pasó toda su vida luchando para nunca vencer entre esas versiones irreconciliables de sí mismo.

Fernando escuchó aquella historia con interés. Apenas conocía nada de la cultura de los samuráis. Eso siempre fue cosa de Andrés. Nunca logró entender por qué su hermano sentía una fascinación tan profunda por un mundo que nada tenía que ver con el suyo y del que jamás formaría parte. Recordaba vagamente los cuentos que su madre leía, cuentos de un guerrero medieval en el Oriente lejano. Eran cuentos breves, ilustrados con dibujos de guerreros japoneses con sus armaduras, sus arcos y sus catanas. Cuentos de honor, de lucha, de victoria. Ahora, a la luz de los acontecimientos, todo eso le parecía lejano y ridículo.

—Resulta extraño que un hombre como mi padre te encargase una réplica de un sable con tanta historia sobre los valores y las luchas intestinas de un hombre.

—Creo que tu padre no sentía ningún interés por los samuráis o sus códigos de conducta. Probablemente no conocía la historia de la catana. Me pidió un regalo para tu hermano Andrés. «Algo diferente —dijo—, que sea caro y bonito. Original. Una de esas armas japonesas». Sin embargo, tu hermano Andrés se sintió cautivado enseguida por ella. Recuerdo su admiración al tocar la hoja, su seguridad al empuñarla aunque no era más que un niño. No se separó nunca de ella hasta… Hasta que murió… Supongo que recuerdas el incendio.

Fernando cerró un instante los ojos. Recordaba llamas, gritos, gente saltando por las ventanas del piso superior, otros que chillaban atrapados tras las ventanas con barrotes. El olor de la carne quemada, los cascotes cayendo sobre las cabezas afeitadas de los internados en el sanatorio que se pisoteaban en la puerta para escapar. Sí, recordaba el incendio perfectamente. Fue el 6 de noviembre de 1955. El fuego empezó a las seis de la tarde en una de las habitaciones de la planta dos. Los bomberos no pudieron sofocarlo hasta cuatro horas después. Para entonces habían quedado entre las cenizas del edificio veinte internos muertos. Cadáveres humeantes, atrofiados, petrificados en un gesto de horror.

—He pensado que querrías tenerla. Cuando Publio dijo que Andrés había muerto en el incendio del sanatorio, le pedí que me la vendiese. Es la mejor hoja que he forjado nunca.

Fernando se quedó pensativo. Ahora que estaba a punto de consumar todos sus planes, no sentía nada. Absolutamente nada. Y sin embargo, sintió cómo su boca se abría con una sonrisa cínica, una sonrisa que se transformó en una carcajada ajena a su voluntad.

—¿Pretendes comprar mi silencio ante tu hija con esta espada? ¿Crees que el recuerdo de mi hermano me ablandará? No me conoces, Gabriel. No tienes ni idea.

—Todo eso es pasado.

—¡Y yo sigo en aquel pasado! —gritó de repente Fernando, perdiendo el control—. Para mí no es tan sencillo como fingir que olvido, dedicarme a criar una hija, o retirarme a un pueblo del Pirineo a afilar cuchillos. —Tanteó el bolsillo en busca de algo. Con gesto ofuscado sacó una fotografía y la puso casi en la cara de Gabriel—. Sigo aquí, anclado a ella, sin poder hacer otra cosa que recordar y odiarte, a ti, a mi padre, a Publio… Me odio, soy como un perro loco que se muerde la cola y que se devora a sí mismo, por haberme dejado atrapar por ella. ¿La reconoces? Mírala bien: quiero que se la enseñes a tu hija para que comprenda que el nombre de Isabel no es una simple ficha forense en uno de sus sumarios de abogada. Quiero que vea, que comprenda, que toque y que sienta a mi madre. Solo así comprenderá la enormidad de tu crimen. Solo así se cerrará el círculo.

Gabriel entornó la mirada. Cogió la fotografía y al tocarla sintió que todos sus recuerdos se hacían carne. Allí estaba Isabel, con su rostro pequeño enmarcado en una pamela que le velaba la mirada, fumando con aquel gesto natural que convertía en elegancia cuanto hacía. Recordó de manera dolorosamente real las noches con ella, el olor de sus cuerpos sudorosos, las palabras dichas, las promesas incumplidas. Las montañas de mentiras. ¿Cómo explicarle a María que llegó realmente a amar a esa mujer? ¿Cómo explicarle que entonces hizo lo que hizo renunciando a ese sentimiento por una lealtad diferente, que en su estupidez él creía más elevada? ¿Cómo podía ella entender aquellos años turbios en los que él se manchó de sangre las manos convencido de que su causa era la justa? No podía hacerlo. Sencillamente porque ya ni siquiera él lo creía. Nadie lo perdonaría. Nadie.

—No permitiré que metas a mi hija en esto. —Imperceptiblemente, sus ojos se desviaron un segundo hacia la catana. Haría lo necesario. Lo necesario. Una vez más.

Fernando se dio cuenta de sus intenciones pero no se amilanó.

—Y ¿qué harás? ¿Matarme? ¿Con esa catana? Tendría su gracia, después de todo. Incluso nuestras vidas cobardes y malgastadas tendrían un final dramático, casi histriónico. Pero no lo vas a hacer… No somos uno de los samuráis de mi hermano. No merecemos un final con honor. Somos perros y moriremos mordiéndonos el uno al otro. Y el que quede vivo se retirará a un rincón lleno de basura y se morirá solo, a oscuras, lamiéndose las heridas. Sí, perros viejos. Eso es lo que somos.

Gabriel bajó la mirada. Se apartó de la mesa. Tenía razón. Ellos estaban acabados, pasara lo que pasara. Pero su hija María todavía era joven, todavía tenía esperanzas.

—No puedes hacerla cargar con mis culpas. Ella es inocente, no sabe nada.

Fernando negó con vehemencia.

—La ignorancia no exime de la culpa. ¿No te parece curioso que sea ella precisamente la que metiera en la cárcel a César Alcalá? ¿Acaso crees que es casual que ahora vea al hijo de Marcelo en la cárcel? No existen las casualidades, Gabriel. Fui yo, con la ayuda de Recasens, quien lo tramó todo. Yo hice que la mujer de Ramoneda denunciara el caso ante tu hija, le pagué para que lo hiciera. Y he sido yo quien convenció a tu hija a través de Recasens para que volviera a ver al inspector para sonsacarle sobre Publio. Yo he sido quien la ha empujado hasta el punto al que tú no quisiste llevarla. A enfrentarse con la verdad… Ahora ella tiene la oportunidad de redimirte.

—¿Y qué oportunidad es esa?

Fernando hizo una pausa, limpiándose la saliva. Había sopesado mucho las palabras que iba a decir y era consciente del significado de cada una de ellas. Eran las palabras más difíciles que iba a pronunciar en toda su vida. Pero ya no había remedio.

—Yo puedo ayudarla a encontrar a Marta, la hija de César Alcalá. Pero tengo dos condiciones: la primera es que César Alcalá me entregue a mí, y solo a mí, las pruebas que tiene contra el diputado Publio. Sé que el inspector no se dejará convencer. Así que la segunda condición es que le cuentes todo sobre mi madre a tu hija. Y que ella se lo explique a César Alcalá. En manos del inspector quedará la decisión.

Fernando retrocedió despacio. De repente se sentía muy cansado. También él se había transformado en un monstruo. Había sacrificado a cuantos quería para conseguir destruir a aquel hombre y cuantos le rodeaban. Recasens estaba muerto, Andrés, Marta, Alcalá… Pronto ardería en el infierno por lo que había hecho. Pero el infierno ya era un lugar conocido.

—Esas son mis condiciones.

Gabriel no conocía todos los detalles sobre el trabajo de su hija, pero conocía lo suficiente para saber que aquella propuesta entrañaba algo trágico.

—¿Tú sabes dónde está esa muchacha, Marta Alcalá?

Fernando eludió contestar directamente.

—Lo que yo sé es que Publio terminará por ordenar que la maten, tal y como ha hecho con Recasens. Y si no consigue saber dónde esconde las pruebas el inspector, matará también a tu hija. Ambos lo conocemos y sabemos que es muy capaz de hacerlo.