Capítulo 19

Cerca de Leningrado. Diciembre de 1943

El fotógrafo militar agrupó a la familia de campesinos ante la entrada de la cabaña. Estos obedecían su voz de mando sin rechistar, sigilosamente, acostumbrados a ser movidos de un lado a otro por los avatares de aquel frente cambiante, los alemanes a un lado, los soviéticos al otro. Cuando el fotógrafo colocó el trípode de madera con la cámara, se volvió hacia el oficial que esperaba junto a sus compañeros en el blindado aparcado a un lado de la cuneta helada.

—Ahora, teniente, colóquese junto a la muchacha. —El fotógrafo del ejército alemán hablaba español con un acento que al teniente le pareció divertido. Un español gangoso, casi incomprensible—. ¿Puede sonreír, por favor? Y si no le importa, que la chica le coja el brazo.

El teniente apretó la mandíbula. Sonreír, aquel estorbo burocrático que venían arrastrando desde las afueras de Leningrado, le pedía a él y a sus tripulantes que sonrieran. El termómetro marcaba cuarenta grados bajo cero, jamás había hecho tanto frío a este lado del lago, el combustible se congelaba en el depósito del blindado, la torreta estaba agarrotada, como sus miembros, pero ellos tenían que sonreír a escasos kilómetros del frente, mientras un telón de humo cubría la orilla opuesta del lago, después de los intensos bombardeos de la artillería soviética para ablandar las defensas alemanas. Un fuego de setenta toneladas de metal por minuto, que en cuatro días de bombardeo ininterrumpido había lanzado treinta y cinco mil proyectiles.

El propagandista colocó detrás de ellos, encima del tejado de caña del que colgaban carámbanos transparentes, un cartel llamando a la guerra popular contra las tropas bolcheviques. Los perfiles de Hitler y Franco, superpuestos sobre una bandera de la División Azul, permanecían marcialmente impasibles al sufrimiento y al sacrificio.

—El Generalísimo tiene buena pinta. Y el Führer está morenito en ese retrato. Parece que haya estado veraneando en Mataró —dijo, con un cinismo lleno de hartura, Pedro Recasens, uno de los tripulantes del blindado, que a duras penas había conseguido encender una cerilla para prender un cigarrillo.

El teniente asintió con una sonrisa comprensiva. Sentía un aprecio especial por aquel cabo, reclutado a la fuerza para luchar en una guerra tan absurda como todas las guerras. Se habían conocido en el campamento de Polonia, mientras hacían la instrucción bajo la supervisión de los oficiales nazis. Ninguno hablaba de su pasado. El pasado no existía. Solo aquella guerra. Pero a pesar de eso, ambos habían trabado una amistad que iba más allá de la simple camaradería entre soldados y que pasaba por encima de los rangos jerárquicos del ejército.

—Este Hitler me recuerda a un judío de Toledo que yo conozco —dijo entre risitas Recasens.

El fotógrafo del ejército fingió no escuchar el comentario irreverente. De conocer el comportamiento indisciplinado de aquellos españoles indignos de llevar el uniforme de la Wehrmacht, el propio Hitler habría ordenado fusilarlos en vez de conducirlos al frente de Leningrado. Pero a pesar de su indisciplina eran soldados experimentados, habían luchado tres años en la guerra española, y serían muy útiles cuando empezasen las últimas ofensivas de los soviéticos.

—Teniente, ¿podría pedirles a sus hombres que adopten una postura adecuada? Algo de marcialidad y de entusiasmo sería suficiente.

El teniente observó en silencio los rostros asustados de la familia de campesinos que habían sacado de su miserable guarida para escenificar aquel encuentro. No quedaban hombres en el pueblo, los mujiks, los guerrilleros, habían sido hechos prisioneros y fusilados sin contemplaciones allí mismo; los cadáveres, casi sepultados por la nevada, aparecían allá donde habían sido abatidos, como fardos tirados en la blancura. Un fuerte viento rasgaba el silencio de aquel lugar fantasmagórico que los combates, la represión y el tifus petequial habían dejado desierto.

—Acabemos de una puta vez con esta farsa —exclamó el teniente, escupiendo en el suelo—. Vosotros, colocad el blindado aquí, y sonreíd como si nos fuesen a devolver mañana mismo a España. ¡He dicho los tres! Pedro, baja ahora mismo y ponte con los demás.

Sus hombres obedecieron sin entusiasmo. El fotógrafo obligó a una joven rusa a coger del brazo al teniente español. Una tras otra, tomó las impresiones necesarias en las placas que guardaba inmediatamente en forros de tela. El oficial evitaba mirar a la joven campesina que le cogía el brazo derecho, pero sentía su mirada como un chorro hirviendo sobre su barba de cuatro días helada.

—¿Spanier? —le preguntó la campesina. Le preguntaba si era español, y no se lo preguntaba en ruso, sino en alemán.

Después de diez minutos, el fotógrafo consideró que ya había suficiente. Recogió la cámara y cargó en una camioneta el cartel de Franco y el de Hitler. Los campesinos corrieron a refugiarse dentro de las chabolas. Sin embargo, la mujer no se movía. Continuaba observando con insistencia al teniente.

—Español, kamaradenn… —balbuceó, al tiempo que atraía al teniente hacia la parte trasera de la cabaña, esgrimiendo una sonrisa desdentada y prematuramente envejecida. Deslizó hacia atrás el trozo de esparto que le hacía de abrigo y dejó a la vista un cuello alargado, pálido, y el escote de un pecho casi imperceptible que se sacó con la mano derecha, mostrando el pezón agrietado, punzante y oscuro, mientras con la izquierda hacía el gesto de llevarse comida a la boca.

—Yo tengo una lata de patatas —dijo Recasens, rebuscando nervioso en el zurrón que le colgaba en bandolera, sin apartar la mirada codiciosa del pezón de la mujer. Los otros tripulantes del blindado se acercaron, rodeándola como lobos siberianos, lobos grises bajo una intensa nevada.

El teniente se apartó a un lado, apoyándose en la pared de mojones helados, mientras sus hombres se turnaban con los pantalones bajados hasta las rodillas para penetrar a la mujer tendida sobre el suelo sucio y helado, dejando cada uno, junto a ella, algo de comida. No se escuchaba nada, excepto el leve jadeo de los hombres empujando con urgencia, y el sonido amortiguado en la lejanía de las explosiones, que iluminaban el cielo de colores azulados y violetas. Los copos de nieve caían con intermitencia sobre los cuerpos extendidos en el suelo, sobre las respiraciones entrecortadas, sobre la comida que la mujer abarcaba con el antebrazo sin mirar a los hombres que, uno tras otro, la poseían.

Cuando el último de ellos se quedó inerte sobre la mujer después de un estertor humillante, el teniente Mola dio la orden de partida. Mientras sus hombres subían en silencio al blindado se acercó a la mujer, que permanecía tumbada en el suelo, con las piernas abiertas y el vestido subido por encima de las rodillas. Era un vestido de colores vivos, una mancha de primavera en aquel invierno infernal.

Ella le miraba con una mirada sin fondo, sin reproches, sin perdón. Extendió los brazos hacia él y se abrió un poco más de piernas, cerró los ojos. Los párpados pronto le quedaron cubiertos de nieve, como parte de la cara sonrosada, como los pechos vacíos, odres viejos. Parecía un cadáver, un cadáver petrificado por el invierno con un gesto de supervivencia desesperado.

Fernando Mola se bajó los pantalones, se inclinó sobre ella y la penetró.

—Mírame —le pidió a la mujer—. Ella no entendía el idioma, pero sí el tono suplicante de aquella voz. Se miraron sin nada en los ojos. Dos muertos que trataban inútilmente de darse vida mientras nevaba sobre Rusia.

A finales de diciembre llegó la orden de ponerse en marcha hacia las posiciones de vanguardia. La trinchera de Fernando y sus hombres era deprimente. Sobre una tarima de madera se extendían los jergones de gruesa tela que hacían de suelo impermeable. Dormían en sacos de piel, con un capote forrado, una capucha de esquimal, guantes, esquís y las raquetas para la nieve. Se alimentaban destripando peces que acaban de pescar por el procedimiento de abrir un agujero en las aguas heladas con afilados cuchillos. Allí pasaban la mayor parte del tiempo, alimentando una estufa con leña de abedul. Durante la larga noche observaban al enemigo que en algunos puntos estaba a quinientos metros. Con un susurro por el teléfono de campaña comunicaban al mando sus posiciones y entonces enviaban un perro con una carga explosiva adosada al vientre. Esos perros estaban adiestrados para comer debajo de los carros. Cuando los dejaban ir, los animales hambrientos se lanzaban campo a través hacia los carros soviéticos. Los rusos les disparaban desde sus posiciones, y muchos perros explotaban antes de llegar a los objetivos, pero algunos conseguían meterse debajo de la oruga de los tanques y entonces los hacían estallar.

Desde su escondite, Fernando y Recasens hacían apuestas, como si estuvieran viendo una carrera de galgos, para ver cuál de los perros lograba su objetivo y cuál no. La crueldad era parte inconsciente de su día a día, y ver morir a un perro despanzurrado siempre era más divertido que escuchar los alaridos inacabables de un herido agonizando a campo abierto durante toda la noche.

De vez en cuando, cuando los bombardeos parecían debilitarse por el efecto de su propio impulso destructor, Fernando salía del agujero cavado en el hielo y se acercaba a la orilla helada. Desde un montículo de tierra negra, endurecida por las heladas, podía fumarse un cigarrillo tranquilo, observando el paisaje sin demasiado peligro. La melancolía se pintaba de colores azules y sonrosados en aquellas latitudes de grandes zonas pantanosas y mucho bosque. Los paracaidistas rusos con el mono guateado, armados con el Pahpha 41, quedaban colgados de los abetos, abatidos por los españoles de la División Azul. A lo lejos, en una de las riberas, se advertía la batería de un acorazado preso en el hielo, hondeando la bandera roja. Aquella era una guerra fantasmal, con tres horas de luz, donde se perdía la noción de la noche y el día.

Fernando estaba cansado. Y no era la falta de sueño, el hambre, ni el frío lo que le carcomía por dentro. Aquel paisaje desolado, humeante, era como su interior. Publio y su padre habían elegido aquel paisaje para enviarlo a morir porque en su vastedad, en su brutal extensión, la guerra lo devoraría sin dejar rastro. Sin embargo, aquella tierra helada, que servía de sudario para miles de muertos, parecía no aceptar su suicidio. Seguía con vida, cuando otros, ansiosos de volver, habían caído tan pronto llegaron al frente.

La guerra le había cambiado. Ya no era el hombre apasionado por la literatura, ni el idealista febril, convencido y visionario. A veces, incluso la imagen de su madre se difuminaba y tenía que recurrir a la carta que había recibido en Alemania mientras se formaba con el ejército hacía casi dos años. Era de Andrés. Una carta breve, con letra infantil, en la que le explicaba que su madre había aparecido asesinada en una vieja cantera. El asesino de su madre no era otro que su antiguo tutor, Marcelo Alcalá. Lo habían ejecutado en la cárcel de Badajoz.

Su padre no se dignó a escribirle al respecto, ni se molestó en contestar sus telegramas. Ni siquiera permitió que se le diera permiso para acudir al entierro. Lo único que le quedaba a Fernando de su madre era aquella fotografía que Andrés le había enviado junto con la carta. Un retrato en la que su madre parecía una actriz de cine, fumando con su pamela. La guardaba en el bolsillo interior de su guerrera como un talismán. Las letras prietas y de trazo irregular de su hermano y la fotografía de su madre eran lo único que lo mantenía ligado al pasado. La única razón por la que no enloquecía como su hermano pequeño.

La última carta de Andrés era desalentadora. Estaba escrita desde una casa de salud mental en Barcelona, donde se había trasladado la familia Mola. A su padre le iba bien, era uno de los ministros más cercanos a Franco. Pero según decía Andrés, eso no le dejaba tiempo para ocuparse de él. De modo que su hermano pequeño había ingresado para curarse de uno de sus frecuentes ataques de «ansiedad». Así era como llamaban eufemísticamente a su enfermedad. A Fernando le dolía leer aquella carta llena de dolor. Sentía que su hermano estaba desamparado, que lejos de él y de su madre se iría perdiendo irremisiblemente en el pozo de la locura, sin que él pudiera hacer nada por evitarlo.

Mientras yo me consumo en esta habitación de paredes acolchadas, tú estás en la batalla, luchando contra las hordas, combatiendo a brazo partido como hacen los héroes. Le pregunto por ti a Publio cuando me visita, pero no me dice nada. Papá ni siquiera viene a verme, debe de pensar que mi enfermedad es contagiosa. Nadie me habla de ti. Es como si ya estuvieses muerto, pero yo sé que estás vivo, y que volverás. Te quiero, Fernando.

Tu hermano que se consume en sueños.

Fernando dobló la manoseada carta y la guardó. Andrés no podía entender, ni siquiera sospechar, que aquella barbarie no tenía nada de heroica, y sí mucho de miseria, de frío, de olor a carne quemada. No es heroico ver a un soldado con las piernas amputadas aunque le cuelgue al cuello la Cruz de Hierro, ni es heroico violar a niños y empalar a sus padres. No es heroico llorar durante un bombardeo con la cara hundida en el fango.

Desde la distancia, Fernando se creaba la ilusión de que todo era un mal sueño y que cuando terminase regresaría a España y allí estaría su hermano esperándole. Lo sacaría de aquel manicomio, irían a un lugar lejano y seguro donde empezar de nuevo. Una nueva vida, lejos de su padre, lejos de Publio. Lejos de todo. Pero entonces las sombras del crepúsculo invadían los bosques y los pantanos helados y los caminos que rodeaban su posición. El frío arreciaba, y el teniente se ponía de pie, frotándose las manos, exhalando el humo azulado del cigarrillo que se le consumía en los labios amoratados. Y recordaba que lo real era el infierno.

Dio una última ojeada a la línea lejana del horizonte, allí donde entre las sombras se movían siluetas de soldados españoles que quizá mañana, durante la ofensiva que se preparaba, estarían muertos. O quizá sería él, después de tanto buscarlo, el que encontraría un último cielo al que mirar mientras moría. No teorizaba sobre su muerte o la de los otros. Ni sobre el dolor que podía infligir o sufrir. Nada parecía real, simplemente su cuerpo se dejaba ir, ausente a sí mismo, como un abrigo más para protegerse del frío. Todo ocurría de modo fantasmagórico, flotando, lleno de ausencia.

Escuchó la nieve crujir detrás de él bajo el peso de alguien que se acercaba. Era Recasens.

—Han traído algo para ti. Lo tienes en el refugio —dijo, con tono seco, dándose inmediatamente la vuelta por donde había venido. Recasens era parco en palabras. Sus gestos eran bruscos, como sus manos anchas y venosas, como su andar de leñador siberiano, hundiéndose a cada paso en la nieve hasta las rodillas. Los copos helados caían sobre su capote y sobre el máuser que llevaba cruzado en la espalda, con la bayoneta calada. Fernando volvió detrás de él al agujero cavado en la nieve. Entraron en el refugio jadeando. Otros soldados estaban cubiertos con el poncho, arrebujados entorno a la improvisada chimenea. El humo de la leña mojada irritaba los ojos y apestaba el pequeño cubículo, alumbrado por las llamas ascendentes o descendentes, que reflejaban las siluetas de los hombres en las paredes empalizadas.

—Ahí lo tienes —señaló Recasens con el palo que utilizaba para azuzar la lumbre un sobre postal.

Todos observaban el sobre con expectación. Ninguno de ellos había recibido correo o paquetes en el frente durante aquellos meses, y todos conocían lo difícil que era cruzar las líneas de suministros.

—¿No lo vas a abrir? —preguntó Recasens, como si también estuviese escrito su nombre, en lápiz negro y en español, junto al del teniente Fernando Mola.

El teniente cogió el sobre y lo examinó con extrañeza. No eran directrices del mando militar. Esos documentos venían siempre cifrados y eran entregados en mano, no por un enlace corriente. Además, era evidente que la carta había sido abierta, censurada y vuelta a cerrar.

—Viene de España —dijo, con voz ensoñada. España parecía el nombre de la Atlántida: un lugar inexistente. Su mirada se tornó afligida. Buscó la imposible intimidad en un rincón, parapetándose con el antebrazo. Los otros, decepcionados, le concedieron un momento de discreción apartando sus miradas a la lumbre, único efecto que podía sofocar su curiosidad por lo que contenía el paquete.

Fernando se mordió la mano, entumecida por el frío. Intentaba disimular ante los demás, pero no podía contener la emoción. Leyó despacio.

—¿Malas noticias? —le preguntó Recasens al ver el vacío infinito que se abría en los ojos del teniente, abrumado e incapaz de reaccionar.

Fernando sacudió la cabeza. Se acercó a la lumbre y, despacio, entregó el papel a las llamas.

—Mi padre me ha desheredado y a mi hermano lo han declarado incapaz. Está encerrado en el sanatorio de Pedralbes. Ya no tengo nada, ni una mísera peseta, ni una familia junto a la que regresar —dijo lacónicamente, mientras el fuego tornaba de azul la carta, antes de convertirla en cenizas. Era la primera vez que Fernando hablaba con alguien de algo relacionado con su pasado.

De repente hubo un estruendo. Las paredes del refugio temblaron y una fina capa de nieve y ramas de abeto cayó sobre ellos.

—Ya ha empezado el ataque —dijo con tono fúnebre Recasens.

—Pues vamos a por ellos —gritó Fernando, cogiendo su subfusil y abriendo la trampilla del refugio. Un aire glaciar inundó inmediatamente el habitáculo, apagando la débil llama de la chimenea.

La noche resplandecía como en una tormenta, llena de fulgores rojos y azules que se sucedían continuamente seguidos de fuertes explosiones y una lluvia de fango y metralla. Bajo el fuego, los hombres avanzaban arrastrándose por la nieve, parapetándose detrás de otros cuerpos sangrantes y carbonizados. Unos soldados arrastraron una parihuela con un herido que balanceaba los brazos sin manos, gritando como un loco. Otros corrían hacia la retaguardia, huyendo despavoridos, tropezándose con la nieve y perdiendo el armamento. Fernando y los suyos, agazapados en el cráter de un obús, con los rostros tensos, sucios de sangre y barro, veían ante sus ojos desfilar el horror de un modo inconsciente, cotidiano, insensibilizados por el frío y el miedo.

Hacia el alba todo se paralizó. Entre la niebla, los últimos soldados españoles de la División Azul avanzaban por el bosque resquebrajado y humeante. Una incómoda quietud se había apoderado del paisaje, como la calma que precede a la galerna, únicamente rota por el chisporroteo de algunas chozas ardiendo y por el quejido quedo de los heridos agonizantes. Fernando y sus hombres avanzaron, abriéndose paso entre rostros desolados por la lucha y el agotamiento. Después de veinte minutos de penoso avance avistaron las cúpulas humeantes de una capilla ortodoxa, entre dos colinas con forma de giba.

Un oficial alemán les salió al paso. Era de las ss. Se abrigaba con un grueso abrigo con cuello de piel y un gorro con las orejeras sin atar. En el cinturón asomaba la culata de su pistola sobre la que apoyaba una mano enguantada. Se detuvo frente a Fernando con la mirada desafiante.

—Hemos hecho prisionero a un oficial ruso de origen español. Queremos que lo interrogue.

Detrás de una alambrada, una fila de hombres apiñados esperaba bajo la ventisca. Iban desarmados, muchos de ellos descalzos y sin ropa de abrigo. Los habían hecho formar para revista y sus respiraciones de vaho entrecortado se mezclaban con los remolinos de copos de nieve que volaban sobre sus cabezas gachas. Fernando sintió una extraña desazón.

El oficial ss alzó el brazo.

—Ese es su prisionero, teniente. Creemos que es un oficial español al servicio de la nkvd, la Inteligencia Militar Soviética. Hemos intentado sonsacarle, pero es duro. Dice que solo hablará con un oficial de la División Azul.

Un soldado le dio al prisionero un golpe en la cadera con la culata del fusil obligándole a salir de la fila y adelantarse.

—¿Cómo te llamas? —le preguntó Fernando.

El prisionero se tocaba la cadera dolorido. Tenía las manos tapadas con tiras de manta. Las puntas de los dedos estaban congeladas y las uñas ennegrecidas.

—Solo hablaré con tus superiores —respondió con arrogancia.

Fernando enarcó las cejas. Aquel tipo tenía agallas.

—¿Eres oficial de inteligencia militar? —le preguntó Fernando, encendiendo un cigarrillo y poniéndolo en la boca del prisionero.

El preso sonrió con la boca torcida.

—Haga venir a un superior suyo, teniente. Conmigo está perdiendo el tiempo. No diré nada.

Aquella seguridad del prisionero en sí mismo desconcertó al teniente. Sus extremidades temblaban de frío y enseguida empezaron a aparecerle ronchas sonrosadas. Era el gélido viento de Leningrado mordiendo su carne. Apretó los dientes que le castañeaban, pero su mirada no se inmutó cuando Fernando se acercó con una bayoneta cuya punta afilada clavó bajo el párpado derecho.

—Eres un prisionero ruso. Trabajas para la Inteligencia Militar. Puedo arrancarte las tripas y luego volver a meterlas en tu barriga para volver a empezar tantas veces como quiera. Y nadie va a impedirlo. Así que más vale que me digas quién eres.

En aquel momento, el cabo Recasens se acercaba cabizbajo. Al alzar la vista se detuvo en seco. No se contrajo un solo músculo de su cara, a pesar de que al ver al prisionero sintió una punzada tan intensa que temió desmayarse, como si le hubieran clavado una bayoneta entre las costillas. Al primer sentimiento de consternación, sucedió en su ánimo una súbita ira interior. Observó desde lejos al prisionero. Lo había visto una sola vez en toda su vida. Estaba cambiado, como seguramente también lo estaba él mismo. Aquella maldita guerra y aquel frío inacabable lo transformaba todo. Pero era él, sin duda.

Fue en aquel momento cuando germinó un propósito frío y cruel, un instinto de venganza que le acompañaría el resto de sus días. Se abalanzó sobre el prisionero y le propinó un puñetazo, tirándolo de bruces al suelo helado. El preso culebreó sobre la nieve, dejando tras de sí gruesas gotas de sangre que le caían del labio partido. El resto de prisioneros contemplaba la escena con miedo e impotencia, encañonados por los soldados.

Sorprendido por la acción de Recasens, el teniente tardó en reaccionar. Cuando lo hizo lo apartó con violencia.

—¿Se puede saber qué te pasa? No he dado orden de que nadie golpee a este hombre.

—Como quieras, teniente, pero tenemos que hablar. Conozco a este hombre.

Tosiendo, el prisionero se puso de rodillas, y apoyándose en el muslo se levantó, tambaleante. Sus ojos eran como ascuas y el labio amoratado le temblaba de frío y rabia.

Fernando miró a Recasens como si este hubiese bebido. Se apartaron unos pasos.

—¿Qué estás diciendo?

Recasens no apartaba la mirada del prisionero.

—Ese hombre mató a una mujer delante de mí. Hace dos años, en una cantera abandonada de Badajoz. Se identificó como oficial del Servicio de Inteligencia «nacional». No es un rojo, es un farsante y un asesino. Me obligaron a declarar contra un pobre desgraciado al que acusaron del asesinato. Dijeron que si no lo hacía me enviarían aquí. Mentí para salvarme y mi testimonio condenó a un inocente. Y me mandaron a esta mierda de guerra de todas maneras. —Recasens alzó la mano y señaló con el índice al prisionero—. Y todo por culpa de ese hijo de puta. Fue él el asesino.

Las ráfagas de la ventisca estrellaron esas palabras contra la cara del teniente. Recordó la desgracia de su hermano, la muerte de su madre, su destino. Y entonces sintió por dentro un dolor de animal desgarrado.

—Ese hombre al que acusaste… ¿Cómo se llamaba?

Recasens sacudió la cabeza. Recordaba perfectamente su nombre. Cada noche veía la misma imagen. La imagen de un hombre ahorcado por su culpa.

—Alcalá… Se llamaba Marcelo Alcalá.

El oficial de las ss se acercó impaciente.

—¿Qué es lo que pasa, teniente?

Fernando observó con una mirada de cuchillo al prisionero.

—Necesito interrogar al detenido con calma.

Le hizo un gesto a Recasens. El cabo cogió por los pelos al prisionero y lo llevó a rastras hasta un edificio en ruinas donde interrogaban a otros prisioneros elegidos. Del interior llegaban gritos desgarradores de sufrimiento. Los soldados alemanes se cebaban desnudando y clavando en el suelo helado con piquetas y bayonetas a varios prisioneros. Era un espectáculo goyesco, una lujuriosa orgía de sangre y dolor. Los ojos de Fernando se abrieron con desmesura. Su mirada era de extravío, como si hubiese perdido la memoria de quién era y quién había sido.

—Desnúdale —le ordenó a Recasens. El cabo obedeció con brutalidad, rasgando sin contemplaciones los harapos del prisionero.

Fernando desenfundó su pistola Luger, tiró de la corredera y la amartilló, clavando la boca del cañón en la sien del prisionero.

—¿Conociste a una mujer llamada Isabel Mola? ¡Contesta!

El prisionero parpadeó, desconcertado al escuchar aquel nombre. Abrió mucho los ojos y su rostro se puso pálido.

—Tú… ¿Eres Fernando Mola?

Fernando apretó con más fuerza su pistola, fuera de sí.

—¿Es cierto lo que dice Recasens? ¿Mataste tú a mi madre?

En ese momento se escuchó griterío al otro lado de la puerta. De repente esta se abrió de par en par y apareció el mismísimo general Esteban Infantes, jefe de la División Azul, secundado por su Estado Mayor.

—¿Qué ocurre aquí? —bramó, mirando alternativamente a Fernando y al prisionero. Fernando se cuadró militarmente. Aunque todo su cuerpo temblaba de ira.

—Interrogo a un prisionero ruso, mi general.

El prisionero respiró aliviado.

—Encantado de volver a verle, general. Veo que le ha llegado a tiempo mi mensaje. Los soviéticos están a punto de lanzar la última ofensiva. Vendrán con sus T-34 y con aviación. Creo que debería ordenar una retirada masiva.

El general asintió. Era evidente que conocía a aquel hombre. Miró a Fernando con brusquedad.

—Es usted imbécil, teniente. Ha estado a punto de matar a uno de nuestros hombres infiltrados en las líneas rusas. —Ordenó que le dieran al prisionero un abrigo y que lo sacasen de allí.

Fernando no daba crédito a lo que estaba sucediendo.

—Este hombre, mi general, es sospechoso de haber cometido un crimen en España… Mató a mi madre.

El prisionero ni siquiera se inmutó.

—Mi general, yo dejaría un pequeño retén de contención para ganar algo de tiempo mientras nos retiramos. Es probable que los hombres que lo formen no sobrevivan, pero la patria sabrá recordarlos como héroes. En mi opinión, el teniente Mola es el idóneo para sostener esa posición el máximo de tiempo, y ese cabo de ahí, Recasens, debería permanecer fielmente al lado de su superior hasta el final —dijo. Contempló con tristeza a Fernando. Se acercó a él y mirándole a los ojos le quitó con un gesto seco su pistola Luger—. Creo que me quedaré tu pistola como recuerdo. —Luego se encaminó hacia la puerta.

—¡No puede hacer esto! —le gritó Fernando al general—. Este hombre es un asesino.

El prisionero se detuvo. Se volvió lentamente, contemplando el horror de los otros prisioneros, agonizantes, empalados y crucificados en el suelo.

—Soy un asesino, cierto. Pero mira a tu alrededor, Fernando. Dime quién de nosotros no lo es.

Dos horas más tarde, arreciaba la nevada. Apenas una docena de hombres habían cavado con premura sobre el hielo agujeros en los que parapetarse mientras la tierra temblaba bajo el peso de las columnas de tanques rusos que aparecían en el horizonte.

Fernando cerró los ojos. A su lado, Recasens rezaba el padrenuestro. Fernando fijó el punto de mira de su subfusil hacia el frente.

—¡Abrid fuego! —ordenó cuando los tanques ya se abalanzaban sobre ellos. Y mientras uno a uno sus hombres iban muriendo aplastados por las orugas de los imparables carros blindados, él no dejaba de disparar y de llorar, seguro de su muerte inminente.