Barcelona. Dos horas después
Era tan solo una intuición. Después de todo, tal vez estaba perdiendo el tiempo, se dijo María, desalentada ante los miles de expedientes acumulados en los pasillos del archivo del Colegio de abogados.
El aire cargado de polvo antiguo entró por sorpresa en sus pulmones. Sonrió con un punto de nostalgia. Hacía años que no había vuelto allí. Y aquel olor le traía los recuerdos de sus años de estudiante, las horas y horas perdidas entre aquellos sumarios judiciales. Una escalera encajada en un riel recorría de punta a punta la estantería de varios metros de largo por otros tantos de ancho. Ordenados por fechas había cientos, miles de carpetas de color marrón cerradas con gruesos lazos de tela. Algún día todo aquello sería pasto de las llamas o de las trituradoras. En la planta de abajo había visto los nuevos ordenadores. Decenas de funcionarios se aplicaban en transcribir a un soporte informático toda aquella información. Sin embargo, tardarían años en hacerlo. Y tal vez no lo conseguirían por completo nunca. Los tiempos cambiaban, se dijo. Pero lo que no cambiaba era la aparente calma de aquel lugar decimonónico.
Las grandes ventanas del edificio dejaban entrar grandes chorros de luz que alumbraban aquel silencio monástico. Era curioso ver el afán con el que los hombres habían pretendido ordenar, constreñir y sistematizar las pasiones humanas, los celos, la ira, la muerte violenta, la delación. Eso era la Justicia, pensó María, mientras repasaba con los dedos aquellos estantes: la pretensión absurda de que la naturaleza humana puede ser dominada por el poder de la ley. Reducirlo todo a un sumario de unas pocas páginas, ordenar el hecho, juzgarlo, archivarlo, y olvidarlo. Así de simple. Y sin embargo, bastaba el silencio de aquel lugar para escuchar el murmullo de las palabras escritas, de sus protagonistas, los gritos de las víctimas, los odios nunca olvidados de las partes, el dolor que jamás cesaría. Todo aquel orden no era más que una simple apariencia.
María desdeñó ese tipo de pensamiento que terminaría por convertirse en una divagación sin sentido. Se concentró en su búsqueda. Retrocedió con la escalera del archivo hasta el año 1942. A juzgar por la cantidad de sumarios, fue un año de trabajo intenso. Eso sin contar los que nunca llegaron a su sitio, que se perdieron o que sencillamente jamás fueron instruidos. Se preguntó ociosamente a cuántos de los condenados en aquella época podría haber defendido ella con el sistema actual. ¿Cuántas pruebas habrían sido obtenidas de manera fraudulenta? ¿Cuántos falsos testimonios? ¿Cuántos fallos de instrucción? ¿Cuántos inocentes juzgados, condenados, asesinados? Era mejor no pensarlo.
—Aquí estás: La causa 2341/1942. Causa instruida por el asesinato de Isabel Mola.
No sabía lo que venía buscando ni esperaba encontrar nada particular. Se había familiarizado en aquellas semanas con el caso. Isabel, esposa de Guillermo Mola fue asesinada por el tutor de los hijos de Isabel. Marcelo Alcalá. César no hablaba mucho de aquello: nadie hablaba de aquello, y Alcalá tampoco había sabido decirle por qué Recasens insinuó en su momento que ella y el inspector tenían en común el suceso de esa mujer muerta en 1942. María le había preguntado a su padre, pero Gabriel no recordaba nada, más allá de que durante un tiempo, cuando vivían en Mérida antes de que ella naciese, hizo algunos trabajos artesanales para Guillermo Mola y sus hijos, que eran muy aficionados a las armas.
Sin embargo, después de hablar con Marchán, María había tenido la sensación de que todo aquello no era sino un puzzle con las piezas a la vista pero que no encajaba de ninguna de las maneras. Tal vez allí, en aquel sumario, encontraría una clave, algo que le permitiese ordenar sus ideas.
Bajó la carpeta de la estantería y la llevó hasta una de las pequeñas mesas metálicas que había a cada extremo. Estaba sola. Aparte de estudiantes que preparaban su tesis, que buscaban jurisprudencia o que simplemente sentían curiosidad, nadie solía subir al archivo. De modo que nadie la molestaría.
Abrió la carpeta casi con temor religioso. Era como abrir una puerta por la que podían escapar a lomo de las virutas de polvo todos los fantasmas que habían protagonizado aquella historia.
Lo primero que encontró fue una ficha policial con los bordes amarillentos a causa de la humedad. La ficha de Marcelo Alcalá. Le sorprendió ver una anotación en la que se decía que el profesor era el máximo dirigente de un grupo de comunistas que había atentado contra Guillermo Mola, antes de asesinar a su esposa. No parecía ese tipo de hombre. La fotografía de la reseña policial mostraba a un ser empequeñecido, ridículo con una americana de hombreras demasiado anchas que le hacían caer hacia delante los hombros, sin consistencia. Sostenía entre los dedos la cartulina con su número de detenido y no era difícil imaginarse el temblor de sus dedos, el miedo en sus ojos. Apretaba la boca con un gesto de abandono, de desesperanza. Eso debió de ser poco antes de que lo ahorcaran. Tal vez ya se había dictado la sentencia y el reo solo esperaba que se cumpliesen aquellos trámites burocráticos sin ser consciente de ellos, como un fardo o una mercancía que unos y otros movían de aquí para allá con el fin de darle a la ejecución un carácter legal, armonioso. Todo debía hacerse siguiendo un macabro protocolo, del que aquel pobre desgraciado era simple espectador.
Dejó la ficha a un lado y abrió la declaración. Estaba escrita a máquina, copiada con papel de calco. Era escueta, apenas unas pocas frases cortas:
Yo Marcelo Alcalá, natural de Guadalajara, de treinta y dos años de edad y profesor de escuela primaria de profesión, declaro por la presente que soy el autor material de la muerte de Isabel Mola. Declaro que la maté disparándole en la cabeza en una cantera abandonada que usa el ejército para prácticas de tiro, cercana a la carretera de Badajoz.
También declaro que fui el instigador y autor del intento de asesinato de Guillermo Mola el día 12 de octubre de 1941 frente a la iglesia de Santa Clara. Declaro que otros me ayudaron en esta tarea, cuyos nombres son Mateo Sijuán, Albano Rodríguez, Granada Aurelia, Josefa Torres, Buendía Pastor y Amancio Ojera.
A quien corresponda.
28 de enero de 1942.
Abajo una firma de trazo extraño, forzado. Tal vez le obligaron a firmar; puede que ni siquiera fuese su verdadera firma. Quizá, nunca llegó a hacer esa declaración. Demasiado escueta, demasiado fría. No había detalles, no había motivación. No había culpa ni odio… Y aquella lista de nombres delatados. Quizá ni siquiera conocía a esas personas. Un puro trámite. María comprobó las fechas. Entre la confesión y la ejecución de Marcelo apenas transcurrieron dos días.
—Ningún procedimiento normal hubiese permitido semejante premura —dijo en voz baja, negando con la cabeza.
Entonces descubrió el pico de una fotografía en un pequeño compartimento. Tiró hacia fuera con cuidado de no romperla. Era una fotografía doblada por la mitad; el papel estaba amarillento y se pegaba como si hubiera pasado tanto tiempo guardada allí que no quisiera mostrarse. María la extendió bajo la luz del flexo:
Era un retrato de guerra, de una guerra antigua hecha en blanco y negro. Se veía un carro de combate ligero alemán estacionado frente a una aldea nevada; junto al carro posaba con cara quemada por la nieve y demacrada por la penuria un oficial tanquista y dos operadores y artilleros.
Uno de ellos era el propio Recasens. Más joven —a María le costó reconocerlo bajo una copiosa capa de mugre—, pero sin duda era él. Todos lucían el uniforme alemán desmadejado y sucio con el escudo de España cosido en la manga. Además, Recasens sostenía entre los dedos un estandarte con el yugo y las flechas de Falange. María le dio la vuelta a la fotografía: «Frente de Leningrado, Navidad de 1943».
No tenía sentido que aquella fotografía, posterior en casi dos años al sumario, estuviera allí. Sin duda alguien la había dejado en la carpeta… Alguien que sabía que tarde o temprano ella iría allí y la encontraría.
—Eso es absurdo —se recriminó a sí misma. Nadie podía prever que aquella mañana iba a tener la intuición de ir al archivo en busca del sumario de Isabel Mola. Ni siquiera ella misma.
Por tanto debía de existir otra razón: Marchán había dicho que Pedro Recasens acumulaba más méritos que nadie para ser odiado por César Alcalá. Ella había achacado esa frase al hecho de que tanto Recasens como Lorenzo, como el propio Publio, manipulaban a César en un sentido u otro, utilizando para ello la desaparición de la hija del inspector. Además era absurdo: César no conocía personalmente a Recasens. Lo único que sabía era lo que ella le había contado.
Algo llamó la atención de María. Un folio escrito a mano, al fondo de la carpeta. La declaración de un testigo de cargo. Un testigo que declaraba, sin ningún género de duda, haber visto cómo Marcelo Alcalá asesinaba a Isabel Mola.
El testigo Pedro Recasens.
César Alcalá se despertaba sobresaltado y se acercaba al umbral de la cancela sin reconocer el lugar en el que estaba. Sabía que aquella jaula era real pero parecía una alucinación suya.
Al menos, Romero le había traído libros. Los había por todas partes, en el suelo, en los estantes, sobre la mesa y encima de la cama desordenada. Algunos estaban abiertos con las tapas vueltas del revés. En la cárcel había adquirido la mala costumbre de quererlos y a la vez maltratarlos: escribía sobre ellos, subrayaba lo que le interesaba y muchos estaban deshojados. Pero era evidente que ellos, los libros, también le querían, que se habían acostumbrado a sus lecturas compulsivas, a su modo imposible de ordenarlos. Estaban allí, desperdigados, como huérfanos esperando el regreso de su dueño. Sus lecturas eran su prótesis sentimental.
También tenía cigarrillos. Los primeros días miraba la cajetilla con nostalgia, pero no se atrevía a tocarla, por si todo era una broma. Pero luego vio que podía fumarlos a placer, y que cuando se le terminaban María le traía diligentemente otra cajetilla. Romero era, sin duda, un mago capaz de conseguir cuanto se proponía.
Aquello casi no parecía un presidio, pero a veces, inesperadamente se le aparecía la imagen de su hija, despojada de la vanidad que había tenido en vida, el pelo revuelto, enredado, el flequillo cubriendo sus ojos verdes. Y entonces volvía a tener pensamientos de hombre libre, pensamientos que iban más allá de aquellas paredes, de las rutinas carcelarias como hacer la cama, entrevistarse con María, trabajar en el jardín o pasear con Romero. Entonces le atosigaba la necesidad de escapar de su prisión, de buscarla. Era inevitable pensar en lo que haría cuando la encontrase; adónde irían, qué cosas se contarían, dónde empezarían de nuevo una vida lejos de todo aquel espanto pasado.
Pero el ruido de una cancela cerrada de golpe, la voz imperativa de un guardia, o la mirada amenazante de otro preso, le devolvían a su miserable agujero.
Aquella mañana Romero escribía tumbado en su litera. César Alcalá nunca le preguntaba a quién escribía cada día aquellas largas cartas. No era asunto suyo. Y la curiosidad era un instinto que dentro de aquellas paredes se adormilaba hasta casi desaparecer. Fue el propio Romero el que extendió las cuartillas sobre el colchón con aire satisfecho.
—Ya está; terminado.
César Alcalá lo miró de reojo. Su compañero de celda parecía realmente feliz. Tanto que sacó de detrás de una baldosa un pequeño botellín de ginebra y le ofreció un trago furtivo.
—¿Qué celebramos?
Romero abrió los brazos, como si fuera evidente:
—Está terminado: mi primer relato. El tema no es muy original, lo sé: habla de la cárcel. —Romero se quedó pensativo. Luego empezó a apilar los folios escritos con caligrafía apretada—. En realidad no es una cárcel física, no es un edificio con barrotes y guardias… Es otro tipo de prisión.
Por primera vez desde que se conocían, César Alcalá vio a Romero inseguro, casi avergonzado. Su compañero de celda le entregó el montón de folios.
—Me gustaría que la leyeras.
—¿Por qué yo?
—Porque en cierto modo, tú eres el protagonista.
César Alcalá contempló sorprendido a Romero.
Romero miró al suelo, restregando una colilla con el zapato. Luego se sentó en el taburete frente al patio enrejado. Algunos presos jugaban en la pista de baloncesto sin hacer caso de la lluvia.
—A mí no puedes engañarme con tu amargura, Alcalá. Llevo muchos años aquí, he tenido todo tipo de compañeros, buenos y malos. He visto de todo: motines, asesinatos, amistades, amores… Y sé lo que te pasa. Te he observado. Tarde o temprano saldrás de aquí. Esa abogada que te visita cada día conseguirá sacarte. Y entonces, cuando estés fuera, ya no te servirán estas cuatro paredes para esconderte.
—¿A qué viene todo este cuento, Romero?
Romero se volvió hacia Alcalá.
—Tú lee la novela. Si no te gusta quémala… Y si te gusta, quémala también. Pero eso no cambiará las cosas. Sé quién eres, y sé lo que hay dentro de ti, esperando para despertar.
En aquel momento asomó junto a la cancela de la celda un funcionario. César Alcalá tenía visita.
—Saluda a tu abogada de mi parte —dijo Romero, tumbándose a fumar en la litera.
Cuando César Alcalá entró en el locutorio el rostro de María era imperturbable, sin vida. Permanecía apoyada en la pared con las manos cruzadas sobre su bolso. Parecía una estatua de yeso.
El funcionario le quitó las esposas al inspector y salió cerrando la puerta. A través de la mirilla con cristal enrejado permanecía expectante.
—¿Va todo bien? —preguntó Alcalá, masajeándose las muñecas.
María le había hablado de sus dolores de cabeza y de los mareos que de vez en cuando la obligaban a sentarse en cualquier sitio apretando la cabeza con las manos, hasta que el mareo desaparecía, dejando cada vez con más insistencia un resto de migraña que ya era casi continuo. Había prometido ir al médico, pero César Alcalá no confiaba en que lo hubiera hecho. Podía decirse que, sin ser amigos, al menos había entre ambos una corriente de intuiciones que les hacía comprenderse sin necesidad de conocerse.
—¿Otra vez los dolores de cabeza?
María examinó en silencio al inspector durante más de un minuto. Lentamente abrió el bolso y sacó un papel antiguo y amarillento.
—¿Sabes qué es esto? Me la he jugado sacándolo sin permiso del archivo del Colegio de abogados.
César Alcalá cogió la hoja y la examinó con detenimiento. Luego se sumió en un silencio caviloso.
—¿Me has mentido, César? —le preguntó María. Con un tono de voz que en sí ya era una afirmación.
César Alcalá se pasó la mano por la frente. Le dio la espalda a María y se quedó fijado a la pared, preguntándose si no era ya hora de ser sincero con ella.
—Mentir, decir medias verdades, callar… ¿Qué diferencia hay?
María se encorajinó. Lo último que necesitaba en aquel momento era que la hicieran sentirse estúpida.
—No utilices ese tono cínico conmigo. Yo no soy uno de tus compañeros de celda ni uno de los guardias que te vigilan.
César Alcalá la miró con frialdad.
—No hay ni un atisbo de ironía en mis palabras. Lo digo completamente en serio… ¿Quieres saber si conocía a Recasens? Sí, lo conocía. ¿Significa eso que te he mentido? Significa mucho más que eso, pero hay respuestas que yo no puedo darte.
Aquello le pareció demasiado a María, que dio rienda suelta a su indignación:
—Tú conocías la existencia de Pedro Recasens mucho antes de que apareciese en mi vida. Es el hombre que delató a tu padre. Fue su declaración la que lo llevó a la horca. Esta declaración. Y todo este tiempo me has dejado hablar y hablar del viejo coronel, como si no supieras quién era.
César Alcalá la observó sin decir nada. La cárcel le había enseñado a tomarse las cosas con calma. Antes de malgastar las palabras prefería escuchar atentamente, examinar la mirada hiriente de aquella mujer, sus dedos crispados arrugando la declaración del viejo Recasens. María era todavía la misma abogada arrogante, vanidosa y endiosada que lo había llevado a prisión. Trataba de disciplinar esa arrogancia, pero sin darse cuenta se comportaba como si estuvieran de nuevo en la sala del tribunal y él fuese una vez más el acusado.
—Estás muy segura de que me conoces, ¿verdad, María? —dijo con calma—. Nada se escapa a tu control. Lo confías todo a tu inteligencia y a tu intuición. —Tras una pausa, añadió—: Pero no deberías cometer el mismo error dos veces: te equivocaste juzgando a las personas hace casi cinco años. Eso debería haberte enseñado que no puedes pretender conocer el alma de los seres humanos. Puede que en los expedientes que descansan en tu mesa todo sea negro o blanco. Pero aquí, entre las personas no vale ese maniqueo punto de vista: los hombres estamos pintados con grises. Como yo. Como tú.
María no supo que decir. Rara vez la sorprendían con una reacción inesperada. Pero César lo acababa de hacer. Las palabras que quería pronunciar se esfumaron de su mente.
César Alcalá se sintió satisfecho al notar el desconcierto de la abogada. Ya con un tono de voz más decidido, pero sin perder la calma, continuó hablando.
—Para ti soy un preso, aunque te esfuerzas por quitar ese estigma de tu mente. Sin embargo no puedes hacerlo, lo noto en tu mirada. Quise matar a un hombre y estuve a punto de hacerlo. Soy culpable y por tanto podría considerarse mi penitencia como justa. Por eso te molesta mi actitud. Crees que debería mostrarme agradecido de tu compañía, de tu amistad. Piensas que no muestro suficiente admiración ni respeto hacia ti a pesar de que gastas tu tiempo y tus energías en ayudarme a encontrar alguna pista de mi hija o un resquicio legal que pueda sacarme de aquí… Y tienes razón. No te estoy agradecido, no te debo nada, no me siento en deuda contigo, y desde luego no me considero amigo tuyo. Sé por qué estás aquí: por Publio. No por mí. Recasens y tu ex marido te convencieron para que hicieras algo bueno, una acción noble y justa: «convence a ese obstinado para que te diga dónde guarda las pruebas contra Publio. Prométele que encontraremos a su hija, que lo sacaremos de la cárcel, lo que sea. Pero convéncele». Eso es lo que te dijeron, ¿verdad? Pero no te importa que esas pruebas que escondo sean la única garantía, falsa si quieres, un espejismo tal vez, pero la única que tengo, de que mi hija seguirá con vida. Mientras yo no hable ella respirará. Eso no es asunto tuyo, ¿verdad? Tan pronto como te dijese dónde están esos papeles desaparecerías porque tu justa misión ya estaría cumplida. Entonces atravesarías estas cancelas sombrías para no volver. Saldrías a la calle con paso apresurado para respirar el aire puro y darías gracias a Dios por tu libertad. Y yo no te juzgo por eso. No tengo derecho a hacerlo. Tal vez tengas razón. Soy un preso. Culpable, por tanto. Pero ¿qué me dices de ti? Tú también cargas con una culpa que no has pagado, una culpa que no te pertenece, cierto, pero de la que eres responsable, a pesar de todo. Y del mismo modo que yo pago por la mía, tú deberás hacer otro tanto con la tuya.
Quieres respuestas a preguntas que ni siquiera sabes a dónde te llevarían. Conocía a Pedro Recasens, es cierto. Vino a verme hace tres meses. Me contó lo de la declaración contra mi padre… ¡Cuarenta años después! He pasado toda mi vida creyendo que mi padre era un farsante, un asesino de mujeres. Me hice policía para ser su simple antítesis… Y de repente aparece ese fantasma del pasado y me dice que todo fue una farsa urdida por Publio para encubrir el crimen de uno de sus hombres. ¿No te parece curioso? Aparece ese agente del cesid para decirme que, si quiero, puedo vengar la muerte de mi padre cuarenta años después… Y luego apareces tú, con tu culpa, con tus remordimientos, con tus promesas… Dices que Recasens aseguraba que tú y yo estamos unidos por el destino de Isabel Mola… Puede que sí, o puede que todo esto no sea más que un teatro, una farsa más… Ahora, ¿qué es verdad y qué es mentira, María? ¿En quién confiar? ¿En ti? ¿En ese viejo que ya está muerto? No. De lo único que puedo fiarme es de mi propio silencio. Dices que quieres ayudarme. Si es así, si de verdad quieres hacerlo, sácame de aquí y consígueme una pistola. Yo me encargaré de Publio. Y te aseguro que esta vez averiguaré dónde está mi hija. ¿Lo harás?
María se había ido acurrucando sobre sí misma, incapaz de contener aquel torrente frío, casi gélido, de palabras, dichas sin odio pero sin piedad también.
—¿Lo harás? ¿Me ayudarás a escapar de aquí? —insistió César acercando mucho el rostro al de la abogada, casi hasta tocarse.
—No puedo hacerlo —balbuceó María, tragando saliva—. Va contra la ley… Seguro que encontramos una manera legal… Un indulto… Algo…
César Alcalá le pidió alzando la mano que no siguiera por ese camino. Demasiados abogados le habían prometido cosas similares y ya no tenía paciencia para seguir escuchando las mismas cantinelas.
—Entonces, si no vas a ayudarme, no vuelvas por aquí para lavar tu conciencia. En mí no encontrarás más comprensión, ni respuestas para tus preguntas. Yo no soy un santo compasivo. —Alcalá se puso en pie y extendió las manos hacia la puerta tras la que esperaba el funcionario para esposarle. Pero antes aún se volvió a mirar a la abogada—. Antes de que nos separemos, deja que te diga una cosa: tú confías en que Lorenzo te mantendrá a salvo de Ramoneda, ¿verdad? Te equivocas. Hace semanas que paso informes de nuestras conversaciones a un hombre del diputado que viene a verme periódicamente. Yo le digo de qué hemos hablado tú y yo y él me entrega una nota escrita por mi hija. Es su fe de vida. Ese hombre, del que nunca te he hablado, es Lorenzo, tu ex marido. El mismo que te metió en esto, el que te ha prometido salvarte de Ramoneda y luego te ha utilizado como anzuelo para hacer salir de su madriguera a ese maníaco. El mismo que te abandonará a tu suerte en cuanto Publio decida eliminarte, como ha hecho con Recasens. Lo ha vendido, o ha permitido que lo asesinen, que es lo mismo. Querías respuestas, aquí tienes una. Ya ves cómo de amarga puede ser la verdad, una pequeña porción de verdad, María. Y cómo de equivocada estás en tus elecciones.
Aquella tarde María Bengoechea llamó a Greta. Necesitaba hablar con alguien conocido, aferrarse a algo amable, escuchar una voz amistosa. Pero lo único que escuchó fue el sonido del timbre al otro lado de la línea sin que nadie contestase. Dejó el auricular encima de la cama y salió a la terraza a fumar un cigarrillo.
Se sentía aturdida. Apenas unas semanas antes era una persona totalmente distinta, con horizontes bastante claros. Tenía sus problemas, como todo el mundo; su trabajo sobrellevaba un grado de insatisfacción más o menos asumible, y funcionaba con esos pequeños sueños diarios que permiten seguir viviendo sin demasiado derroche de energías. Pero de repente, allí estaba, apoyada en la barandilla de un balcón, peleándose con el viento para lograr encender un pitillo, con vistas al mar, un día con el cielo cubierto de nubes de color carbón, sintiendo que las cosas se le escapaban de las manos, que su vida, tal y como la había conocido, estaba a punto de derrumbarse. Llorando sin saber si lo hacía por rabia, por autocompasión o por desesperanza. Estaba sola en aquella vorágine de traición y mentira.
Y la soledad la aterraba. Apuró el cigarrillo y salió del balcón en busca del teléfono, incapaz de atreverse a creer la idea dañina que poco a poco iba creciendo en su cabeza.