Capítulo 17

Puerto de Barcelona.

16 de enero de 1981. Seis días después

Un niño vagaba entre los cascos oxidados y herrumbrosos de los mercantes abandonados en un muelle apartado del puerto; saltaba como un mono de circo de una grúa de carga a otra, entre las aguas pestilentes, intentando pescar carpas del puerto, enormes peces que eran al mar lo que las ratas a los vertederos. Nadie se preocupaba de él, y eso era algo natural. Le bastaba la compañía de su perro, un cruce pulgoso con la mirada de un color verde huraño que le acompañaba en todas sus correrías.

De repente el perro alzó las orejas. Echó a correr. El niño lo siguió llamándolo a gritos, pero el perro no se detuvo hasta llegar a un pasillo oscuro formado por contenedores apilados, y gruñó erizando el pelo del lomo.

—¿Qué te pasa, hombre? —preguntó el niño, tratando de taladrar la oscuridad de aquel pasadizo. De repente, entrecerró los párpados inclinando hacia delante el cuello. Su boca se abrió con asombro, dio media vuelta y huyó lleno de espanto.

Solo se veían los pies descalzos, asomando bajo la manta que cubría al cadáver. Eran pies feos, velludos y de dedos retorcidos, con grandes callosidades en el talón. Le faltaban las uñas y en su lugar habían quedado grumos de sangre seca. El olor era nauseabundo.

—Los cadáveres huelen siempre igual. A perros muertos —se dijo el inspector Marchán, escupiendo al suelo. Encendió un cigarrillo, protegido de la lluvia bajo un paraguas negro. Unas marcas de saliva seca se le pegaron en las comisuras de los labios. Señaló con la punta del cigarrillo los dedos deformados del cadáver—. Destápelo.

El ayudante del inspector apartó la manta con un movimiento enérgico y esta hizo un arco en el aire, como el capotazo de un torero.

El muerto estaba tumbado boca arriba en un charco de agua, semidesnudo, mutilado hasta los descosidos. Por la forma de los huesos se había descoyuntado los hombros y se había partido las rodillas. En el lugar en el que debían estar los testículos solo había una gran mancha oscura.

—Puede que lo hayan tirado desde ahí arriba —dijo el ayudante del inspector, señalando el paredón metálico por el que resbalaba una capa de agua sucia, que se alzaba varios metros por encima de sus cabezas.

Marchán no dijo nada. Se inclinó un poco y alumbró con la linterna el cuerpo y el rostro sanguinolento. Diminutos insectos se arrastraban por la cavidad de la boca, como si se asomaran a un pozo al que no se atrevían a bajar. La expresión del cadáver era terrible, como si hubiese anticipado en un segundo de pasmosa certeza su propia muerte. Era evidente que aquel pobre desgraciado había luchado por su vida. El forense debería certificarlo, pero al inspector le pareció que no toda la sangre ni la carne atrapada en las uñas del muerto era suya. Tal vez aquella resistencia feroz había alimentado la saña de su asesino o de sus asesinos.

—¿Quién te ha hecho esto? ¿Por qué? —dijo sin emoción. Removió el cuerpo sin ningún reparo. Volteado como un saco, el cadáver era la constatación, nada metafísica, de que la muerte únicamente era la ausencia de vida. Para Marchán, todos los muertos tenían la misma expresión. Se les encorvaba la nariz como un aguilucho, y los ojos se hundían hacia dentro, como buscando refugio en la propia oscuridad que se avecinaba. No encontraba nada religioso, ni místico en un cuerpo sin vida. Polvo, miasmas, heces descompuestas y una pestilencia horrible. Lo mismo daba si los muertos eran ricos o pobres, soldados despanzurrados por una bayoneta o civiles reventados por una bomba. Hombres, niños, viejos, mujeres… Todos se convertían en algo triste y polvoriento. Eso era lo que había aprendido en aquellos años de sucio trabajo. Sabía por experiencia que aquel caso, como tantos otros muertos anónimos, posiblemente nunca se resolvería, por mucho que dijeran las estadísticas. Las estadísticas eran para engordar a los necios. Y él no lo era, se dijo con una sonrisa cínica.

Marchán era un cínico. Al menos, eso era lo que decían los que creían conocerle, en realidad muy pocos. Imperturbable, extremadamente distante, con una permanente sonrisa torcida en su cara.

Sin embargo, aquella noche, acercándose a la barbilla hundida del muerto, murmuró algo que sonaba extraño en su boca.

—La conciencia es una rama demasiado quebradiza.

El ayudante lo miró de reojo, mientras anotaba algunos datos en su pequeña libreta.

—¿Por qué lo dice?

Marchán contemplaba la cascada de gotas cayendo al vacío. Muchas se estrellaban contra el cadáver.

—Por nada —dijo. Cogió la cartera con la documentación del muerto y se apartó del círculo de luz de la linterna—. Esto se complica —gruñó al descubrir un carné profesional del Ministerio de Defensa. Frunció el ceño y desvió la mirada hacia el muerto. Después de todo, tal vez el ensañamiento de quienquiera que hubiese hecho aquello no respondía a un impulso de rabia. Más bien parecía un trabajo de tortura meticulosa.

—Pedro Recasens, coronel del ejército en servicio de Inteligencia… Eso significa que eras espía, ¿verdad? Quien te ha hecho esto debía de estar muy interesado en sacarte alguna información. Apuesto a que se la diste. Tal vez te resististe al principio, pero al final cediste, ¿no es cierto? Nadie podrá culparte, si lo hiciste. Basta con ver esta carnicería.

—Aquí hay algo más, inspector. —Su ayudante había encontrado un papel doblado en el interior de la camisa del muerto—. «Asunto Publio: María Bengoechea a las 12:00». —El agente guardó un segundo silencio, como recordando algo. Alzó la mirada hacia su jefe—. ¿No es…?

Marchán asintió, entre sorprendido y molesto. Sí, era la abogada que unos años atrás había logrado encarcelar a su compañero y amigo, César Alcalá. Le hizo una gracia amarga ese giro absurdo y casual del destino.

¿Por qué estaba su nombre en poder de un espía muerto del cesid? ¿Qué significaba, una cita probablemente, para hablar sobre ese «asunto Publio»? No lo sabía, pero pensaba averiguarlo. Por una vez, las estadísticas no mentirían. Pensaba llegar hasta el final de aquel caso, costara lo que costara.

Una hora después, no lograba concentrarse. Sentado en la mesa de su despacho con la luz apagada, Marchán observaba la lluvia tras la ventana. El tecleo monótono sobre el cristal y las siluetas difusas de los coches aparcados en la calle le hipnotizaban. Era el maldito tiempo, pensó, aquel tiempo tan cambiante el que le provocaba esa sensación de angustia inexplicable. Cerró los ojos, apretándose la sien. El cerebro iba a explotarle. Pero no era la lluvia, ni la pegajosa humedad lo que le había cambiado el humor. Él lo sabía. Y no obstante, ya había tomado la decisión definitiva hacía semanas. Y sabía que no iba a cambiarla. No a estas alturas, cuando ya nada de lo hecho tenía remedio.

—Entonces, ¿por qué no dejo de darle vueltas a lo mismo? —Se frotó el pelo, exasperado.

Había decidido jubilarse, asqueado y harto de cómo funcionaban las cosas, desmoralizado por todo lo que había visto en aquellos años: injusticias como la sufrida por su compañero Alcalá —un cabeza de turco, estaba seguro— y harto de las coacciones de sus superiores para que enterrase definitivamente el caso de la desaparición de Marta.

Y justo ahora aparecía aquel muerto, y de nuevo el nombre de la abogada María Bengoechea. Y por encima de todos ellos, cómo no, el inevitable diputado Publio.

Sin embargo, se lo había prometido a su esposa. Lo dejaba. Definitivamente. No quería meterse en problemas. No quería poner en peligro su pensión. Cuando era joven vivía cada día sin saber qué impulso le animaría mañana. Pero las cosas habían cambiado a su pesar, sin que él se diese apenas cuenta. Ya no era un niño al que se le podían perdonar las irresponsabilidades, había excedido con creces esa edad que le permitía perderse en sus ensoñaciones. Se esperaba de él que trabajase duro como lo estaba haciendo, que cumpliese su tiempo de vida sin ansias, con tranquilidad, vislumbrando una vejez no muy lejana. Sustentar esa ficción le había costado sus mejores años. Y ahora, cuando ya veía el final, se proponía destrozar todo eso, como si fuese un juego de su capricho.

Buscó la llave de la caja fuerte que disimulaba detrás de una estantería de archivos. Entre los papeles que guardaba secretamente escogió un sobre del fondo. Lo vació sobre la mesa. Allí estaba cuanto había podido reunir sobre la desaparición de Marta en aquellos años. Repasó minuciosamente cada dato, cada nombre, cada lugar. Era extraña esa sensación de saber algo que los demás desconocían y no hacer nada al respecto.

—Mierda —gruñó. Guardó en su maletín la documentación y se puso el guardapolvo.

El edificio estaba silencioso. Los agentes del turno de noche tomaban café de una máquina nueva. Los escritorios descansaban vacíos. Se escuchaba de fondo una radio emisora con el lenguaje críptico de los patrulleros. Nadie se había enterado todavía de la muerte de Recasens. Eso le daba algún tiempo de ventaja a Marchán, antes de que vinieran de Madrid a quitarle el caso.

Se dirigió a la salida.

La calle era un muro oscuro y sucio, sin cielo, sin estrellas, como si la ciudad fuera una monstruosa masa muda y sorda. No había coches, ni transeúntes. Solo el asfalto mojado donde brillaba la luz de una farola y árboles en las aceras sin hojas en las ramas. Marchán bajó al metro. El ambiente era más cálido, cargado de aire subterráneo. Había pocos pasajeros en el andén. Las personas formaban a su alrededor un cerco de miradas ausentes, cansadas y cabizbajas. Estaba en la genética de esos seres grises mirar a otro lado, seguir caminando sin ruido.

Él mismo se encaminaba cabizbajo a su casa, aferrado a la barra del vagón, distrayendo la mirada en el mapa de estaciones de la línea verde que conocía de memoria. Se preguntó angustiado si valía la pena poner en juego todo lo que había conseguido durante aquellos años.

—Y, ¿qué es lo que vas a perder, imbécil? —se dijo a sí mismo.

Todo un mundo: su pequeño apartamento de una zona residencial con jardín comunitario y pista de pádel, las revistas de bricolaje a las que estaba suscrito, la mujer con la que vivía y a la que ya no amaba; esa misma mujer que dentro de unos minutos le ayudaría a quitarse el abrigo y le serviría un vaso de whisky preguntándole qué tal el día en la oficina. Y él diría «bien cariño, muy bien» y se metería pronto en la cama para no tener que dar explicaciones. Tal vez haría el amor sin prisa, como las medusas que rozan una piedra, y tendría que cerrar los ojos y pensar en una modelo de calendario para excitarse mínimamente.

Ladeó la cabeza con una sonrisa irónica.

—Cretino —murmuró—. Soy un pobre cretino.

Las luces fugaces del vagón corrían sobre el túnel del metro. Nada parecía valer la pena. Nada.

En la cafetería Victoria hacían unas empanadillas buenísimas para desayunar. Estaba ya bastante llena pese a la hora temprana. La clientela era todo un catálogo de noctámbulos resacosos, prostitutas con el maquillaje descorrido y ganas de irse a dormir apurando la última copa con sus chulos, funcionarios de prisiones del turno entrante y trabajadores de las fábricas cercanas. Todos se multiplicaban a través de los espejos gigantes de las paredes, enmarcados en pan de oro que confundían las perspectivas reales del local.

En una butaca de tapizado verde se sentaba una vieja llamada Lola que leía las manos. La vieja Lola casi no tenía clientes; a nadie parecía interesarle el futuro en aquellos tiempos, y uno no notaba que estaba allí, excepto cuando el pestazo de una flatulencia suya inundaba la cafetería.

—¿Quieres que te lea el futuro?

María no tenía futuro, pero igualmente la dejó mirar su mano. La vieja examinó los surcos de la palma.

—Tu destino… Tu destino es trágico… —dijo torciendo la boca como si lo que veía fuera algo sorprendente y doloroso, incluso para ella, vieja lechuza acostumbrada a ver cualquier cosa.

María se apartó incómoda, mientras la anciana repetía como el graznido de un loro verde y sucio lo mismo.

—Tu destino está maldito. Solo eres el eslabón de una cadena de dolor que aprisiona a alguien.

—Eh, vieja, no molestes a los clientes o tendré que echarte —gritó un camarero por encima del barullo de la cafetería. La vieja Lola retrocedió a desgana, como una sombra, sin apartar la mirada de la abogada.

María fue a sentarse frente a la ventana, en una de las mesitas redondas con desayuno para uno, con una tetera de porcelana, un gran tazón y una empanadilla en el platillo con relieves de flores, junto al periódico doblado de la mañana.

Alguien puso la radio. En la Ser anunciaban los próximos conciertos del pianista americano Billy Joel en Madrid y Barcelona. Después, la voz de Juan Pardo puso melodía a un anuncio de chicles «Cheiw Junior, a cinco pesetas por tacote», y a continuación empezó el noticiario: en una curiosa estadística se decía que en el año anterior habían muerto por enfermedad mental 955 personas; un 28% de las mujeres se había incorporado al mercado laboral, según el Ministerio de Trabajo; la revista Mecánica Popular anunciaba la llegada de un vehículo innovador de la Volkswagen llamado Golf…

Aquel torbellino de acontecimientos la aturdía. No significaban nada más que ruido. Y sin embargo era el latido cotidiano de la vida. Desayunó sin prisas, volviendo la cabeza de vez en cuando hacia la ventana, tapada en su mitad superior por una cortina de encaje que tamizaba la luz exterior. A través de ella contemplaba siluetas frente al portalón gris de la cárcel. Todavía era demasiado temprano para las visitas, pero ya había gente haciendo cola.

El humo empavonaba los cristales. Las copas de los árboles tiritaron con una violenta ráfaga de viento. Empezaba a llover. El tintineo contra los cristales se transformó en una melodía sorda e intensa que desdibujó por completo la calle bajo la lluvia. Delante de la cafetería se detuvo un carro tirado por un caballo percherón.

A María le sorprendió ver algo así en plena calle Entenza: el animal, de estatura gigantesca y musculatura robusta, soportaba con estoicismo el aguacero. Sus grandes crines rojas caían empapadas sobre el lomo alto que temblaba nerviosamente. Tenía las patas cubiertas de pelambrera, y por ellas resbalaba el agua creando ríos diminutos que morían en un charco bajo la panza hinchada.

Últimamente no leía bien la periodicidad del tiempo, se mezclaban en su mente las cosas, algunas empezaba a olvidarlas, cosas simples como un número de teléfono o una dirección; pero al mismo tiempo cobraban relevancia detalles y momentos que creía olvidados para siempre. Aquel caballo, por ejemplo. En alguna parte de su infancia también hubo un caballo. No recordaba al animal, pero sí su nombre: Tanatos. La palabra vino sola a los labios, una de esas palabras hermosas que merece la pena saborearse en la boca. Tenía unos ojos enormes de bruto. Unos ojos impenetrables. Como el animal que ahora estaba viendo. Era extraordinaria la mansedumbre con la que soportaba la quietud y el azote de la lluvia. En la cafetería todo era ruido, charla, voces y risas. Nadie reparaba en la tormenta, ni en el percherón. Nadie, excepto aquella loca vieja que la contemplaba con insistencia, reparaba tampoco en ella.

Cerró los ojos. A veces tenía la sensación de vivir en un lugar invisible para el resto de los mortales; una tierra inhóspita, oscura y fría. Solo aquel animal parecía darse cuenta. Apareció en la calle el carretero, cruzó en dos zancadas y saltó al estribo del carro. Dio un latigazo con las riendas sobre la espalda del percherón y mil esquirlas de agua salieron disparadas en todas direcciones. El animal se puso en marcha despacio, sin ira pero sin decisión propia, y se alejó calle arriba, arrastrando tras de sí la cola de la tormenta. María sintió una angustia indefinible, que de alguna manera la conectaba con el destino de aquel bruto de carga.

De repente irrumpió a su lado una voz.

—¿Es usted la señorita Bengoechea?

De pie junto a la mesa había un hombre. La tormenta lo había cogido de lleno y parecía un espantapájaros chorreante. El pelo aplastado sobre la frente le abombaba la cabeza y la camisa pegada al cuerpo marcaba una barriga prominente. La luz del exterior alumbraba parcialmente su frente perlada de gotas de lluvia. Era una frente ancha, surcada por profundas arrugas. Tenía la sien canosa, y la sombra de su nariz se proyectaba sobre los labios resecos, enmarcados con una perilla rubia bien perfilada.

Sin pedir permiso se sentó.

—¿Nos conocemos? Porque no creo haberle invitado a sentarse —dijo María, con un tono bastante seco.

Él sonrió y encajó el desplante como si nada.

—No le robaré mucho tiempo, y le interesa escuchar lo que tengo que decirle. —Había algo veladamente amenazador en sus palabras, en su modo de apoyar las manos cruzadas encima del mantel y en la manera de mirar a la abogada.

—¿Quién es usted? —María miró interrogativamente a aquel hombre de edad avanzada, una edad indescifrable. Pero él se limitó a recostarse en la silla y a abrir las manos con resignación.

—Tenía ganas de conocerla personalmente. Es usted una mujer testaruda, ¿verdad?

—No sé a qué se refiere.

Su mirada se concentró en las manos de María, luego se deslizó hacia el cuello y se detuvo en sus ojos con determinación.

—Hace cinco años metió a César en la cárcel. Era un reto difícil, pero usted lo consiguió. Ganó su cuota de fama. Desde entonces siento curiosidad por saber qué clase de persona es usted: ¿una trepa o una idealista? Y ahora, por fin la conozco.

María no podía creer lo que estaba escuchando. Miró alrededor como si buscase a alguien que corroborase que efectivamente estaba escuchando lo que creía escuchar. Pero todo el mundo andaba a lo suyo, sin prestarles atención.

—¿Quién es usted y qué quiere de mí? —volvió a preguntar, asombrada.

Alguien se acercó a una vieja gramola e introdujo una moneda. El aparato emitió un par de crujidos metálicos, como si tosiese, y enseguida sonó una canción de Los Secretos: «Ojos de perdida». El hombre sonrió con nostalgia, tal vez con melancolía. Era difícil de saber. Estuvo con la mirada fija en el aparato durante unos segundos, como si pudiese ver a los músicos entre las pistas del disco. Luego volvió a María.

—Me llamo Antonio Marchán. Soy inspector del Cuerpo Superior de Policía. —Señaló por la ventana la puerta de la cárcel—. Y ese hombre al que va a ver, César Alcalá, fue mi compañero y amigo durante más de diez años… Por eso tenía ganas de conocerla personalmente, abogada.

María asimiló el golpe con aparente indiferencia. Sin embargo le costó no demostrar el nerviosismo que se apoderó de ella. Fingió buscar un mechero en el bolso.

—¿Y ha venido solo para decirme eso? —dijo después de carraspear como si le costase tragar saliva.

Marchán fue directo. Casi brutal. No era una acción preconcebida para molestar a la abogada, aunque esta no le gustaba. Era su manera de hacer las cosas. Economizar esfuerzos. Puso sobre la mesa una fotografía del cadáver de Pedro Recasens. La única en la que su rostro molido era más o menos identificable.

—Apareció muerto ayer en los muelles de la dársena de la Zona Franca. Lo trituraron antes de matarlo. Le voy a hacer dos preguntas, y espero de usted dos respuestas, igualmente concisas. Primero, ¿por qué tenía Recasens su nombre anotado en un papel que decía «asunto Publio»?

María sintió que se mareaba. No eran sus mareos habituales ni el dolor de la nuca el mismo que sentía ya casi a diario. Era aquella fotografía, la manera abrupta en que Marchán le acababa de dar la noticia. Se reclinó hacia atrás y respiró con profundidad. El inspector no dejaba de mirarla. No daba tregua, pretendía acorralarla con la sorpresa para no darle tiempo a preparar una excusa. Era bueno aquel inspector. Brusco pero bueno en su trabajo. Sin tiempo para improvisar una respuesta, María dijo una verdad a medias. Lo que le permitían decir las circunstancias. Sí, conocía a Pedro Recasens. Los había presentado su ex marido Lorenzo. Efectivamente sabía que era agente del cesid, Lorenzo también. Ambos le habían pedido que se entrevistase con César en la cárcel. No podía decir para qué. Si Marchán deseaba conocer los detalles tendría que hablar con Lorenzo. Ella no podía comprometerse más.

—Y ¿qué me dice del «asunto Publio»? ¿Qué es?

María apretó las mandíbulas. Por un momento sopesó hablar abiertamente con aquel policía. Tal vez era su oportunidad de desahogar el miedo y la tensión que llevaba acumulada desde que sabía que Ramoneda andaba merodeando cerca. Pero Lorenzo había sido claro: nada de policía. Si Marchán intervenía en aquel caso, ya podía despedirse de la oportunidad de atrapar a ese psicópata que la había amenazado a ella y a su familia. Si Ramoneda ya había escapado una vez de la policía, nada impedía que pudiese hacerlo una segunda vez. Por mucho que le costase, solo podía confiar en que Lorenzo cumpliría su palabra de atraparlo. Además, César tampoco quería que la policía interviniese. Si se enteraba, quizá no querría seguir hablando con ella. Y entonces todo estaría perdido.

—De ese asunto no sé nada.

Marchán la escrutó con intensidad. Sabía reconocer cuando alguien le mentía. Y aquella mujer lo estaba haciendo. La cuestión era, ¿por qué motivo?

—Ha dicho que tenía dos preguntas. Ya las ha hecho, y yo tengo prisa, inspector.

—Le diré lo que yo creo, abogada: creo que me miente. Y eso la deja en una situación difícil. Cuando hay un homicidio miente el culpable o quien trata de encubrirlo.

María no se dejó intimidar por aquella treta tan vieja. Poner a alguien entre la espada y la pared era lo que llevaba haciendo toda la vida en los tribunales de Justicia. Ella sabía escurrirse como un gato de aquellas tenazas.

—Pues entonces acúseme formalmente o deténgame. Pero me da la sensación de que no quiere o no puede hacer ni lo uno ni lo otro. Sinceramente, no creo que me vea como a una sospechosa. Quiere información, y yo no puedo dársela. Ya le he dicho que la persona adecuada es mi ex marido, Lorenzo.

Marchán se frotó la mejilla. Casi le hacía gracia aquello.

—Si aviso a su marido, antes de que salgamos de esta cafetería aparecerá aquí con dos de sus hombres y me quitará el caso. —Se puso en pie, recogiendo la fotografía del cadáver—. Al menos, dígame una cosa: ¿Recasens pensaba ayudar a César a encontrar a su hija? —María asintió. Marchán guardó un momento de silencio, como si buscase el modo de decir lo que iba a decir—. Y, ¿le pareció sincero? ¿Realmente pensaba hacerlo, intentarlo al menos?

María dijo que sí. Recasens parecía sincero. Entonces, ella misma se formuló una pregunta difícil de responder.

—¿Cree que lo han matado porque había descubierto algo sobre el secuestro de Marta?

—Es una posibilidad —respondió el inspector abrochándose el abrigo. Se iba a despedir cuando preguntó tímidamente—: ¿Cómo está Alcalá?

María se dio cuenta de que aquel policía se sonrojaba, tal vez carcomido por la vergüenza. La abogada recordaba a cada uno de los testigos que declaró a favor de Alcalá en el juicio. Ninguno pudo ayudarle, pero al menos algunos de sus compañeros dieron la cara. Y entre ellos no estaba Marchán. Tal vez el inspector sentía la amargura de no haber podido o no haber querido dar la cara por César.

—Está bien, teniendo en cuenta las circunstancias.

—Me alegro —dijo Marchán, con una breve inclinación.

—Antes ha dicho que César «fue» su compañero y amigo durante diez años. ¿Significa eso que ya no lo es?

Marchán sonrió con amargura. Fue a decir algo, pero finalmente reprimió el impulso de hacerlo.

—Cómase el desayuno, yo invito. Y no se marche muy lejos. Tal vez tenga que llamarla. De momento, para mí, usted es tan sospechosa como cualquiera de la muerte de Pedro Recasens.

María se dio cuenta de que esta vez el inspector hablaba en serio.

—Y ¿qué razón podría tener para hacer algo así?

Marchán la miró como si no comprendiese la pregunta.

—No hay que tener un motivo, pero en su caso parece claro: la culpa.

María no daba crédito.

—¿La culpa?

Marchán se preguntó un poco confuso si la abogada estaba haciendo teatro o si realmente no sabía de lo que le estaba hablando.

—Si hay alguien que tenga motivos más que suficientes para odiar a Pedro Recasens, es César Alcalá. Y usted se siente en deuda con él, eso es evidente. Haría cualquier cosa por redimirse ante sus ojos. —Luego se alejó dejando a María con su perplejidad.

Tras el cristal de la cafetería la vieja Lola contemplaba a la abogada desde la calle. Las láminas de agua resbalando sobre la ventana difuminaban su cara. Era como si la contemplase un fantasma.