Capítulo 16

Antigua finca de los Mola (Mérida). Enero de 1981

El amanecer emergió cargado de niebla, como si trajera en su color gris el recuerdo de lugares olvidados. En las casas aisladas de los jornaleros, perros sucios ladraban sin motivo, las veredas estaban llenas de árboles sin hojas y el graznido de unos pájaros que volaban en círculos era inquietante. Publio observaba desde la balaustrada del balcón la vieja higuera junto a la que le regaló cuarenta años atrás La Tristeza del Samurái a Andrés. Muchas cosas habían cambiado desde entonces, pero la higuera continuaba en su sitio, retorcida, frágil, enferma. Pero sobrevivía. Como él mismo, se negaba a abandonar esta tierra.

Un sendero empedrado atravesaba un tepe de césped bien cuidado. Al final se abría una rotonda con una fuente de piedra y más allá se descubría la presencia imponente de un edificio de arquitectura colonial con docenas de ventanas cubiertas por la enredadera y dos escalinatas de mármol que ascendían por cada flanco de la fachada hasta un porche, en el que dormitaba un gran dogo de piel brillante y oscura. El enorme perro apenas levantó las orejas cuando el diputado Publio salió a dar su paseo matutino.

Solía ir a sentarse en la terraza del bar. Se colocaba en la parte de atrás, en la penumbra, y desde allí observaba al mundo desde su pequeñez de hombre discreto y apocado. Se escondía del mundo detrás de su sombrero de ala caída sobre el ojo derecho y de una sonrisa irónica y cruel. Siempre llevaba en el bolsillo del gabán un papel arrugado con algún pensamiento que nunca se atrevía a hacer verbo; lo dejaba ahí, atrapado en el papel; los escribía continuamente, en cualquier parte donde le asaltase la inspiración.

—Será por culpa de esta mierda de tiempo que no mejora que me vienen los recuerdos —se decía en voz baja, entrecerrando los ojos.

Llovía. A través de la cortina de agua que barría el horizonte se adivinaban las luces de la carretera y las diminutas candelarias que bordeaban el monte. Las casuchas descendían casi hasta el límite del barranco. De aquellas laderas había bajado hacía más de sesenta años Publio, prometiéndose no volver jamás. Y toda una vida después, apenas había logrado alejarse unos pocos kilómetros.

Para sus antiguos vecinos, aquellos que le llamaban despectivamente «el hijo del cabrero» cuando era niño, Publio, don Publio, como le llamaban ahora con respeto, había triunfado donde la mayoría fracasan. Era diputado, presidente de varias comisiones parlamentarias y sus negocios eran la envidia de cualquiera. Por eso, sus paisanos apenas lograban comprender cómo pudiendo elegir cualquier otro sitio para descansar, había decidido comprar la vieja villa de los Mola.

En apariencia, Publio se congratulaba de su suerte pero sentía a veces el peso de aquel trabajo agotador, desmoralizante e inútil, y le entraban ganas de abandonar, y se preguntaba qué habría sido de él de haber montado un negocio ambulante de pollos asados o de dedicarse a cualquier otra cosa. Por supuesto, esos pensamientos eran efímeros. Pero últimamente demasiado recurrentes.

Se pasó la mano por la cabeza, sobre la que resbalaban gruesas gotas, quedando suspendidas en sus cejas y en la punta de la nariz. Ni él mismo comprendía por qué se sentía así. Pero sabía que ese estado de ánimo llevaba tiempo larvándose y que se había acentuado desde que aquella abogada, María Bengoechea, había regresado a la vida del inspector Alcalá, precisamente ahora, en el momento en el que Publio pensaba hacer la última gran jugada de su vida.

Hacia media mañana dejó de llover. Al poco apareció una tropa de críos que llenaban el cielo de cometas de colores y formas distintas que sacaban a volar, probando su pericia con los cordeles entre las coladas y los tejados de las casas. Publio observó durante mucho rato aquella danza en el aire inmóvil, con una expresión de triste perplejidad. Su padre nunca le hizo una cometa, y él pasaba las tardes sentado en una piedra viendo las piruetas de aquellos trozos de papel y tela entrelazados con cañas.

De pronto los niños detuvieron sus carreras y se quedaron muy quietos, observando a aquel anciano que los miraba como si hubiesen hecho algo malo. Publio se remendó la nariz y maldijo aquella nostalgia que le estaba sorbiendo el cerebro.

—Te estás haciendo viejo, y ya vives más hacia atrás que hacia delante —se dijo entre susurros, como si el inconsciente se le escapase por la boca, para luego sumirse en una extraña letargia.

Aquel día no estuvo brillante en la tertulia del Casino, aunque en el concepto genuino de la palabra, Publio nunca fue un buen orador. Sabía hablar y defender sus hipótesis desde unas premisas claras, pero le faltaba convicción. Su voz no era de las que se infiltraba en el auditorio para enardecer. Resultaba demasiado técnico, excesivamente estoico.

—¿Y qué piensa usted, Publio, de esta pantomima que nos ha montado Suárez? ¿Será una cosa provisional, o cree que el rey forzará las cosas a favor de Calvo Sotelo? —le preguntó en un momento de la conversación alguien.

Traído del ronzal, Publio se dejó llevar hasta su interlocutor.

—Los políticos me hacen gracia —dijo—. Siempre esperan que ocurra algo, que la casualidad o un milagro cambie las cosas. Pero yo soy ateo, «gracias a Dios». No espero a que otro cambie lo que quiero cambiar yo.

Los presentes recibieron el chiste con un reproche silencioso y una mirada del estilo «Roma no paga traidores».

—Eso mismo es lo que se rumorea que andan diciendo algunos militares que todos conocemos. Y el Gobierno, mientras tanto, mira para otra parte —dijo alguien.

Publio miró con desprecio a los presentes. Sabía que era aceptado por su dinero y por sus influencias. Pero no era uno de ellos, no formaba parte del círculo de sangre. Solo eran unos advenedizos, que tenía cogido por los cojones a aquellos cobardes y timoratos que tenían la palabra hecha de gelatina. Quién más, quién menos, le debía favores; unos le halagaban, otros lo criticaban. Pero todos le temían. Y él sonreía con cinismo, convencido de que nada había cambiado desde 1936. Todo el empeño y toda la sangre vertida en aquella contienda no habían servido de nada. Apenas hacía cinco años de la muerte de Franco, y volvían a florecer los malos vicios, como las malas hierbas. España era de nuevo un secarral con vocación de desierto, habitado por pobres bestias nihilistas. Solo los animales amansados durante décadas eran capaces de dejarse llevar de manera tan dócil al matadero, capaces de creer, deseosos incluso de engullir, cualquier cosa que les viniera dicha por los ungidos en el poder. Cualquier cosa, con tal de darle un poco de fe a su lánguida existencia, pero incapaces de coger el toro por los cuernos.

Pero todo eso iba a cambiar.

—Ahora es distinto. Hay otras cosas en juego. ¿No han leído la editorial que viene hoy en El Alcázar?: eta, grapo, frap… Suman más de ciento veinte muertos en el curso del año, el último el del catedrático de derecho Juan de Dios Doral.

—Yo lo he leído —intervino alguien—. Invocando el espíritu de «Santiago y cierra, España», se exige la dimisión del vicepresidente del Gobierno, Fernando Abril Martorell, y, parafraseando a Tarradellas, un críptico «golpe de timón».

Publio fingió sentir cierta desazón.

—Los políticos ponderamos el respeto a la ley, y nuestra obligación es oponernos a cualquier transgresión del orden jurídico, venga de donde venga.

Uno de los interlocutores soltó una sonora e hiriente carcajada.

—¿En serio lo cree? ¿O es que siente la necesidad de ponerse delante de los micrófonos y de las cámaras de televisión para salvarnos, diputado? Eso es lo que se dice en las tertulias de todo el país.

Publio apretó la mandíbula. De pronto sus ojos se nublaron con una rabia sorda. Pero logró contenerse, aunque no olvidaría la cara, ni las palabras, de aquel impertinente.

—Yo estoy en contra de la violencia terrorista y de los desmanes de algunos que en nombre del Estado lo único que pretenden es dividir esta nación. Si me limitase, como los demás, a callar y a asentir, sería permitir que todo se viniera abajo, que la violencia de los terroristas nos destruyera.

El hombre que había hablado no se amilanó. Al contrario, al calor del vino y de los gestos de aquiescencia de algunos de los presentes, alzó la voz. Publio lo conocía bien. Era un general auditor llamado García Escudero.

—Violencia la hay en todos lados: los Guerreros de Cristo Rey, el Batallón Vasco Español. ¿No son terroristas esos rapados que se pasean con bates de béisbol todas las noches por el parque del Retiro? Me acuerdo de esa joven estudiante, Yolanda García Martín, la que mataron a palos los ultras Hellín y Abad, solo porque era miembro del Partido Socialista de los Trabajadores. Apuesto a que usted no aprueba la detención de los dos ultras de Fuerza Nueva a los que les han pillado cinco mil bolígrafos pistola… En cambio, seguramente nuestro diputado sería capaz de encontrar la justificación necesaria para exculpar a los policías que han matado al etarra Gurupegui en la dgs, o a los funcionarios que torturaron hasta la muerte al anarquista Agustín Rueda en la cárcel de Carabanchel. Y supongo que no es necesario que hablemos de los cinco abogados laboralistas que los ultras asesinaron en Atocha…

Publio sonrió de manera sarcástica. Se bebió dos copas de vino tinto seguidas. Cuando iba a buscar la tercera se dio cuenta de que alguien le observaba atentamente desde el extremo de la sala.

—¿Qué coño hace ese aquí? —murmuró entre dientes.

El hombre que le miraba se acercó. Caminaba con la columna recta y daba pasos largos. Tenía las manos algo crispadas. Debía de tener pocos años menos que Publio, y era atractivo. Al menos eso les debió de parecer a un par de señoras que le miraron furtivamente al pasar.

—Buenas tardes, diputado —dijo a modo de saludo, abriendo poco la boca, como si las palabras quisieran correr afuera pero él las retuviese con la lengua.

Publio desvió lentamente la mirada. Permaneció callado un minuto. Finalmente alzó la vista y observó al hombre con solemnidad.

—Has envejecido mucho desde la última vez que nos vimos, Recasens.

—Ha pasado mucho tiempo, efectivamente —titubeó Pedro Recasens.

Publio dejó oír un gruñido suave, como si le impacientase la parsimonia del otro.

—Tengo entendido que ahora trabajas para el cesid.

Recasens guardó silencio un momento, buscando las palabras adecuadas.

—Entonces, ya sabrá para que he venido, diputado.

Publio conocía bien su lugar en el mundo y lo ocupaba sin remilgos. Era inmensamente rico y eso, pudiendo no querer decir nada, lo decía todo: a su lado se tenía la vaga y permanente impresión de que algo iba a suceder. Bastó un leve movimiento de sus cejas pobladas, grises y revueltas, para que acudiera solícito un camarero con un vaso de whisky envuelto en una servilleta de papel; con un gesto displicente de su dedo ensortijado, los hombres que le rodeaban se alejaron para dejarles un espacio de intimidad.

—¿Has venido hasta aquí para fastidiarme el fin de semana? Ya somos viejos conocidos, Recasens. Tú haces tu trabajo y yo el mío, cosa que de vez en cuando ha provocado algún roce legal, pero no tienes nada contra mí; si no, ya habrías pedido al Supremo una orden para detenerme.

Recasens lo estuvo observando sin decir nada. Quizá aquel era el hombre que más había odiado en su larga vida. Lo tenía al alcance de su mano, era fácil cogerle la tráquea y rompérsela antes de que ninguno de los presentes pudiera intervenir. Y sin embargo no podía tocarlo. Nadie podía.

—He venido a verle para que quede claro que en el cesid no somos estúpidos. Sé lo que está haciendo, Publio. Sé lo que está preparando.

Publio escuchaba dando cortos sorbos de whisky y chasqueando la lengua satisfecho. Su cara pálida parecía un laborioso trabajo de marfil. De frente despejada y pelo escaso, tenía un aire de rey déspota y despreocupado; con su vestimenta irreprochable, de negro riguroso, languidecía en una bella y aparentemente ociosa jubilación. Pero aquella teórica mansedumbre era solo una apariencia. No era ningún botarate ocioso.

—¿Te refieres a los rumores sobre un golpe de Estado? Todo el mundo sabe lo que pienso, no me escondo. Pero yo no tengo nada que ver con eso, y aunque así fuera, no podrías demostrarlo, lo que viene a ser lo mismo, ¿verdad? En cambio, estás molestando a un cargo electo, y eso podría costarte tu flamante puesto de coronel —dijo, haciendo un gesto despreocupado con la mano.

—Ya no es como antes, Publio. Franco ha muerto, y yo ya no soy un recluta asustadizo al que puedas enviar a Rusia para que lo maten —dijo Recasens con ironía—. Las circunstancias son muy diferentes ahora.

—Las circunstancias no son nada —atajó con cierta tirantez Publio, acercándose a un gran ventanal que daba al jardín del Casino—. Aborrezco a los que se declaran esclavos de las circunstancias, como si estas fuesen inmutables.

Sabía de lo que hablaba. No siempre había sido rico. Cuando era niño vivía en un barrio sin asfaltar, sin alumbrado ni agua corriente. El transporte lo hacían pequeños carros y destartalados coches de tiro en los que la chiquillería se colgaba para ir de un lado a otro. En su infancia reinaban los piojos, las chinches y la tuberculosis. Pero solía decir que era feliz en aquella época; amparado en la ignorancia que proporciona la niñez supo sobreponerse a sus circunstancias. Miró con odio a Recasens.

—Si quiero quitarte de en medio, no necesito enviarte a Rusia. Cualquier callejón me bastará.

Pedro Recasens apretó los puños dentro de los bolsillos de su chaqueta. Lamentaba no haber traído una grabadora.

—Entonces vigilaré mi espalda, diputado. Pero si ni los rusos ni los nazis pudieron conmigo, dudo que puedan tus matones de tres al cuarto. Y tampoco creo que te atrevas a hacerle nada a la abogada… —Publio fingió no comprender. Recasens sonrió con hartura. Aquellos juegos absurdos le cansaban—. Sabemos que has mandado un mensaje a María Bengoechea; del mismo estilo que vienes enviando desde hace años a César Alcalá para que mantenga la boca cerrada en la cárcel. ¿Por qué tienes miedo de que esa abogada pueda romper el pacto de silencio que tienes con el inspector?

—No sé de qué me hablas —dijo Publio llevándose el vaso a los labios.

Pedro Recasens le aferró la muñeca deteniéndole. Unas gotas de licor salpicaron la chaqueta del diputado.

—Sabes perfectamente de que te hablo, hijo de puta —susurró Recasens entre dientes—. Hablo de la hija del inspector. Sé que la tienes tú. Esa es tu garantía. Pero no te durará siempre: viva o muerta, la encontraré. Y entonces, ya no habrá nada que le impida al inspector revelar lo que vienes haciendo desde que ordenaste el asesinato de Isabel Mola, culpando de esa muerte a su padre. No importa que me amenaces, Publio; cada día que pasa eres más débil, el poder se aleja de ti, y te quedarás solo: Y yo estaré ahí, esperándote.

Publio estuvo a punto de perder la compostura y de gritarle a aquel maldito advenedizo que a sus ojos seguía siendo el mismo recluta que declaró como perjuro contra Marcelo Alcalá, pero se contuvo, consciente de que decenas de ojos estaban puestos en él. Se desembarazó de la mano de Recasens y se limpió con el dedo pulgar las gotas derramadas sobre su chaqueta.

—Estas gotas que has derramado de mi whisky tienen más valor que todos los litros de sangre que corren por tus venas de cadáver, coronel.

Recasens sobrepasó la figura de Publio y contempló el jardín. Qué ingenuas y alejadas de sí le parecían las sombras granuladas que se filtraban a través de los cristales. Escuchaba el juego de los niños, los ladridos alegres de un perro pastor alemán. Se oía el rumor sordo del jardinero cortando el frontal del parterre. Aquella parecía la estampa viva de la felicidad. A nadie se le podía ocurrir que fuera de aquel barrio, sepultado bajo el hedor, hubiese otro mundo diferente.

La única nota disonante de aquella representación, el único resquicio que permitía desmantelar aquella mentira, eran los hombres que permanecían junto a la ventana. Dos enormes masas de músculos con el ceño fruncido, la ropa apretada y los bultos de sus pistolas evidentes bajo la ropa. Los guardaespaldas de don Publio.

Aquella noche en la antigua finca de los Mola, a pesar del frío, la sirvienta abrió un poco la ventana para que el ambiente cargado del salón se distendiera. Desde el jardín llegaba el olor de la hierba recién segada. Publio, que presidía la reunión, no pudo evitar la añoranza, rodeado de olivos, enfrascado en el cultivo de sus hortalizas y sus flores. Pronto, cuando todo se consumase, podría retirarse para siempre. Pero ahora, lo que urgía era ceñirse a los hechos, concentrarse en los preparativos para que todo saliera según lo acordado.

Juan García Carrés explicaba a los presentes que su secretario ya había acordado la compra de los autocares que llevarían a Tejero y a sus hombres al Congreso. Falangista de los de antes, era el único civil presente en la reunión. Delataba su condición el traje negro con pajarita, como si de una cena de empresa se tratase. A Publio le molestaba su aspecto orondo y su bigote de actor mexicano, y que no parase de sudar y de secarse la frente con un pañuelo arrugado.

El resto, repartía responsabilidades con gravedad: el teniente coronel Tejero sería el encargado de entrar en el Congreso. A pesar de que había sido detenido en el 78 por la intentona de secuestrar a Suárez y a sus ministros con la ayuda del capitán Ynestrillas, en la llamada «Operación Galaxia», parecía el más convencido.

Sin embargo el papel principal iba a recaer sobre un hombre de aspecto bondadoso, reconcentrado, que escuchaba con aspecto circunspecto al fondo de la mesa.

Alfonso Armada Comyn había sido, además de tutor del rey, cuando este era príncipe, secretario de su «Casa». De él dependía que los demás gobernadores militares creyeran que el monarca respaldaba la intentona golpista.

En un aparte, el capitán general de Valencia, Jaime Milans del Bosch, discutía la intervención de los acorazados con los jefes de la división Brunete: Luis Torres Rojas, José Ignacio San Martín y Ricardo Pardo Zancada.

Algo apartado de todos ellos estaba Lorenzo, departiendo entre cuchicheos con un superior suyo, vestido de paisano, al que todos llamaban amistosamente José Luis. Era un hombre de aspecto inteligente, con nariz puntiaguda y fuertes entradas que despejaban su frente. En sus manos quedaban los hilos que movían los servicios secretos, aunque nadie sabía exactamente en qué sentido lo hacían.

Se acordó que el día para dar el golpe sería el 23 de febrero a las 18:00, con motivo de la votación de investidura del nuevo presidente, Leopoldo Calvo Sotelo. Los presentes se conjuraron para tener éxito, sin derramamiento de sangre. El autodenominado grupo de los «Almendros» brindó con gravedad por el éxito de su empeño.

Hacia el final de la cena, un camarero se acercó a Publio y le entregó una nota doblada. El diputado se puso las gafas para leerla. Apretó la mandíbula y salió discretamente.

En el porche de la casa esperaba Ramoneda.

—¿Qué haces tú aquí? —le increpó de mal humor Publio.

Ramoneda fumaba con aire un tanto chulesco. Lanzó una bocanada hacia arriba, apoyado en una columna.

—Dijo que quería verme, así que aquí estoy.

Publio sintió que se le enrojecía la nuca. Masculló algo incomprensible, desviando la atención hacia el interior de la casa, de donde salía una animada conversación.

—¿Acaso dije que te presentaras en mi casa cuando está llena de invitados?

Tenía muchos enemigos, demasiados a aquellas alturas como para permitirse un resbalón. Además, aquella misma mañana Publio había mantenido una agria conversación con Aramburu, el director general de la Guardia Civil, advirtiéndole contra cualquier ilegalidad. A medida que se acercaba la fecha, se hacía más difícil mantener sus planes en secreto. Sabino, el jefe actual de la Casa Real también sospechaba algo, como el jefe del Estado Mayor, Gabeiras. Dadas las circunstancias de precariedad con las que el plan iba a llevarse adelante, cualquier error podía acabar con el golpe antes de iniciarse. Y eso no estaba dispuesto a permitirlo, por nada del mundo. Necesitaba pensar, tomar decisiones con rapidez. Ya no podía darse marcha atrás.

—Quiero que te encargues de algo muy urgente. —Cogió un papel del bolsillo, escribió algo de forma apresurada y se lo entregó a Ramoneda.

Ramoneda sonrió con insolencia. Aquel era un reto de lo más exigente, pero le halagaba la seguridad con la que Publio le confiaba la tarea.

—Esto le va a salir un poco caro. Cobro plus de nocturnidad y prima por sobreesfuerzo.

Publio miró irascible a Ramoneda.

—Además, todavía no has cumplido tu parte en el otro encargo que te di: César Alcalá sigue con vida.

—No por mucho tiempo.

—Escucha bien, psicópata de los cojones. Haz lo que te digo y te forraré de oro. Fállame y te rebozaré con tu propia mierda. Y ahora, lárgate.

Al volver a la estancia, nadie se dio cuenta del estado de ánimo de Publio, excepto Lorenzo. Disimuladamente apartó una cortina y vio alejarse a Ramoneda, inconfundible con su traje de chulo barato y una sonrisa de hiena en la boca.

—¿Qué hace ese aquí? —le preguntó a Publio, acercándose a él con discreción.

El diputado lo fulminó con la mirada.

—Hacer lo que deberías haber hecho tú, que es para lo que te pago.

Lorenzo tragó saliva. Tenía un mal presentimiento.

—Yo estoy cumpliendo con mi parte. Fui a ver a César Alcalá a la cárcel, le entregué la nota de su hija y le advertí de que debía mantenerme informado de cuanto hablase con María. Y sé que no le ha dicho nada importante sobre lo que sabe de nosotros.

Publio negó con la cabeza. Detestaba tanto a Lorenzo como a la mayoría de todos aquellos mercenarios suyos a sueldo. Realmente, ya no sabía en quién podía confiar. Ahora le parecía absurdo aquel plan de mezclar a la abogada con César Alcalá. Pensaba que de esa manera podía averiguar dónde escondía Alcalá las pruebas contra él que había reunido a lo largo de aquellos años. Confiaba en que el rencor de Alcalá o la bisoñez de María hiciesen el resto. Pero de momento no servía para nada.

Pero ahora tenía un problema mucho más serio.

—Esta mañana vino a verme tu jefe. Sabe que nosotros tenemos a Marta.

—Solo lo supone. No tiene pruebas —dijo Lorenzo, sin estar demasiado seguro. Recasens no se lo contaba todo.

Publio entrecerró los ojos. Era arriesgado lo que se proponía, pensó observando al jefe del cesid, que charlaba en un aparte con Armada. Era arriesgado, pero debía hacerse, se dijo, maldiciendo por no haber acabado con Recasens cuarenta años atrás, cuando era un simple recluta asustadizo. Ahora sería mucho más difícil.

Pero confiaba en Ramoneda.