Mérida. Enero de 1942
El soldado nunca había visto una barbería como aquella. Era pequeña y elegante, con estantes de cristal en las paredes, a reventar de colonias, afeites y cremas. Los sillones giratorios eran de color rojo y tenían un reposa nucas para el lavado de cabeza.
El barbero era un profesional de escuela. Hombre bajito, enjuto, de bigote fino y poco pelo, había aprendido el oficio en París, y decía, con no poca suficiencia, que en Europa cortar el pelo era todo un arte lleno de preámbulos. Trabajaba con una bata blanca en cuyo bolsillo superior asomaba un peine y el mango de unas tijeras. Se aplicaba a lo suyo con seriedad y concienzudamente, ajeno a los dolores de muñeca o a los pelos que le saltaban a la cara como cerdas puntiagudas.
—¿De permiso para visitar a la novia?
El joven soldado sonrió con cierta tristeza. No había novia a la que visitar, ni familia con la que pasar aquel permiso. Ni siquiera conocía a nadie en Mérida. Había sido trasladado allí unos días antes sin motivo aparente. Al menos, le habían dado el fin de semana para pasear por la ciudad. Y aquello era más divertido que vigilar una cantera abandonada.
—¿Le gusta cómo va quedando? —le preguntó el barbero. El sonido del afeitado era rasposo y amenazante, como si un yugo horadase un campo seco muy cerca de los tallos verdes. El gesto preciso al recoger la espuma en el filo de la navaja era un arte hipnótico que el barbero practicaba como pocos.
El soldado era de los que gustaba quedarse abstraído en su propia imagen frente al espejo. Escrutó su perfil de una manera ausente, como si por un segundo no se reconociera. Hizo una mueca extraña, y luego se acarició el mentón, satisfecho.
Al salir a la calle, el soldado sonrió. El corte de pelo y el afeitado le relajaban la cara, y el suave ir y venir del aire entre las coladas de los edificios le parecía agradable. Estaba contento, pero no como un niño, o como alguien que celebra algo. Su alegría era pausada, y la demostraba sin aspavientos, limitándose a canturrear mientras caminaba. Cuando era niño, decían que tenía buena voz, y que imitaba más que bien a las grandes como Lucrecia Bori o Conchita Badía. Tarareaba una cancioncilla vulgar, «La Muslera», quizá dolido por un amor perdido:
El día que tú te cases,
se harán dos cosas a un tiempo
primero tu boda
después mi entierro.
Poco a poco se había ido evaporando el temor de los primeros días al ver que nadie le hacía preguntas acerca de la mujer muerta en la cantera. Era como si no hubiera ocurrido. Sin embargo, esa aparente calma lo inquietaba. No conseguía quitarse de la cabeza al oficial del Servicio de Inteligencia Militar; por las noches se despertaba asustado, temiendo encontrarlo frente a su catre. Pero lo cierto era que también aquel siniestro personaje se había esfumado.
En una esquina, un músico ambulante vestido con una guerrera de soldado italiano tocaba la guitarra y cantaba una canción en su idioma. Era una melodía evocadora, de ritmo tranquilo. Se detuvo un momento a escucharlo. Luego continuó su paseo hacia la ribera del río. En los meandros cenagosos descansaban algunos vagabundos, gente que huía del hambre, campesinos en su mayoría que abandonaban los cultivos y se dirigían hacia las ciudades. Formaban una riada tan potente como estéril; cansados y polvorientos reventaban los sacos de la basura rebuscando comida podrida.
Cerca de la estación se topó con una gran multitud estancada. En la parada de autobuses atestada de gente, de bultos y equipajes, algunos niños se separaban de sus padres y estos los llamaban a gritos, gritos que se confundían con los llantos y con otros gritos hasta formar una cacofonía mareante. De repente, el soldado se vio arrastrado por esa marea. Alzó la cabeza por encima del gentío hacia el principio de aquella masa que avanzaba despacio, encauzada por un pasillo de vallas que terminaba frente a una mesa, donde dos guardias civiles comprobaban discriminatoriamente documentos y equipajes. Cuando le tocó el turno mostró la cartilla militar. Los guardias eran inconfundibles con los tricornios con cogotera y visera enfundados en hule. Ocupaban las dos orillas del control envueltos en sus capas, con una especie de joroba desplazada hacia abajo que no era otra cosa que la cartera de camino.
Observaron con renuencia al soldado. Uno de ellos tenía un lustroso bigote que le ocupaba todo el labio superior y debajo de la barbilla le brillaba el barboquejo. Al hablar exhalaba un vaho espeso. Examinó con detenimiento la cartilla, comparando la fotografía del documento con la cara del joven.
—¿Está todo correcto? —preguntó el soldado.
—No. No está correcto —dijo el guardia civil, haciéndole un gesto a su compañero para que se acercase—. Es este —le indicó—. Colócale los grilletes.
Antes de que el soldado acertase a comprender lo que estaba ocurriendo los guardias lo tiraron al suelo y lo esposaron, arrastrándolo hasta el interior de la estación de autobuses. Lo metieron en un pequeño cuarto y le quitaron los grilletes.
—Desnúdate —le ordenó uno de ellos.
El soldado intentó explicarles que se encontraba de permiso, y que estaba destinado en el cuartel de artillería de Mérida. Pero aquel agente de rostro cerril negó con la cabeza y dictó sentencia sumaria.
—No hay ningún error. Tú eres Pedro Recasens, con orden de captura por haber desertado de tu cuartel. Te van a cortar las pelotas, jovencito.
El soldado no daba crédito a lo que estaba escuchando. Aquello era un enorme error. Solo tenían que llamar a la comandancia para comprobar que lo que estaba diciendo era cierto.
—Le digo que me acaban de trasladar y que estoy de permiso de fin de semana.
Las protestas cesaron cuando uno de los guardias le dio un revés en la boca con el dorso de la mano. Le saltaron del labio unas gotas de sangre.
—He dicho que te desnudes. —Lo trataron a empellones y a gritos, lo zarandearon como un músculo sin hueso y él se dejó hacer, cabizbajo y tembloroso. Volvieron a registrarlo con una minuciosidad exasperante. Se metieron dentro de sus calzoncillos, de los pantalones, de los zapatos.
Una y otra vez le preguntaban las mismas cosas, sin escucharle ni importarles las respuestas que daba. Aquella era una danza macabramente ensayada. Desnudo frente a unos desconocidos, alumbrado por un flexo de luz enferma. No existía nada más penoso. Se tapaba con pudor los genitales y desviaba la mirada, avergonzado. Durante unos minutos los guardias le observaron, deliberaban entre sí; se repetían las preguntas: cómo te llamas, de dónde vienes, por qué has desertado… Recasens negaba hasta el absurdo, hasta la náusea.
Al final, como si de repente se hubiesen aburrido de aquel juego, dejaron de hacer preguntas. Le tiraron la ropa y le hicieron vestir. Recasens pensó que por fin iban a dejarle marchar, pero se equivocaba. Lo hicieron sentarse en una silla y lo dejaron solo sin darle ninguna explicación.
A los pocos minutos la puerta volvió a abrirse y entró un hombre vestido de paisano. El recién llegado encendió un cigarrillo Ideales sin boquilla que sacó de una cajetilla arrugada y miró con una sonrisa franca a Recasens.
—Me llamo Publio y vengo a ayudarte.
—Yo no he hecho nada. Dicen que he desertado, pero no es cierto. Tengo permiso del comandante.
Publio le dio una calada al cigarrillo, entrecerrando los ojos.
—Lo sé. Tu comandante nos debe algunos favores, y yo le pedí que te diese un permiso de dos días. —Sacó un documento y se lo mostró a Recasens—. Este permiso.
—Entonces todo está aclarado —dijo Recasens con una leve esperanza.
—Este permiso no vale nada, Pedro. Es falso. A efectos legales, hace dos días que escapaste de tu acuartelamiento. He hecho averiguaciones sobre ti. Sé que luchaste contra nosotros en el Ebro. Con tus antecedentes, imagina lo que va a pasarte.
Pedro Recasens palideció. Comprendió que aquel hombre le había tendido una trampa, pero no entendía el motivo.
Publio se apoyó en la pared con las manos en los bolsillos. Observaba a Recasens con lástima. En el fondo, se sentía mal por aquel pobre desgraciado.
—¿Eres religioso?
Pedro Recasens no entendía la pregunta. Dijo que sí, porque supuso que era lo que tenía que decir.
—Eso está bien. A donde voy a mandarte, te hará falta una fe poderosa. Aunque a los rusos no les gustan mucho los católicos.
—¿Los rusos? —preguntó incrédulo el soldado.
El hombre asintió.
—Te voy a mandar al frente soviético, esta misma semana. A no ser que hagas algo por mí.
El soldado juró y perjuró que estaba dispuesto a hacer cuanto fuera necesario para que lo dejasen en paz.
—Eso está bien, que colabores. Acompáñame.
—¿Adónde?
—Ya lo verás.
Más allá del acueducto de los Milagros se extendía la vega, con los campos de cereales, los viñedos y los olivares. Piaras de cerdos y rebaños de ovejas entorpecían el paso de los caminos que ascendían en suave pendiente, curva tras curva, hacia la loma. Desde la cima se divisaba una hermosa vista sobre la ciudad. Una red de aljibes y cloacas, de baños y termas recorrían toda la antigua colonia emérita desde los pantanos de Proserpina. Hacia el norte se distinguía la basílica de Santa Eulalia. Bordeando la ciudad, el Guadiana se extendía como una cinta brillante cruzada por varios puentes.
Mientras conducía su coche, Publio mantenía la mirada firme hacia los olivares que se extendían en la otra orilla. Su rostro se diluía en el cauce tranquilo del río. El soldado lo miraba de reojo pero no se atrevía casi ni a respirar. Continuaron subiendo por la ladera de la montaña hasta desembocar en un sendero recto de grava, escoltado a ambos lados por altos cipreses que se mecían con mansedumbre. Pronto apareció la magnífica finca de los Mola.
La casa era un hervidero de operarios que trabajaban silenciosa y eficientemente, como una brigada de hormigas cabizbajas empaquetando muebles, cuadros, libros y cargándolos en camiones con las lonas echadas. La mayoría eran prisioneros condenados a trabajos forzosos. Muchos de ellos no habían cometido más delito que estar del lado republicano cuando estalló la guerra. Cada mañana, al amanecer, los traían de la cárcel de Badajoz y volvían a recogerlos al ponerse el sol. Iban uniformados con un mono desgastado de color azul, alpargatas llenas de agujeros y un número cosido en la manga. Muchos presentaban heridas mal cicatrizadas en la cara, moratones en las piernas y en los brazos y un color azafranado que delataba que padecían diarreas crónicas. Trabajaban bajo la mirada de un funcionario de prisiones gordo que no paraba de gritarles y de insultarlos.
Publio aparcó junto a la cancela e hizo bajar a Recasens. Entraron en la finca y se dirigieron hacia un gran limonero que quedaba algo apartado.
Sentado en el suelo había un hombre que ya no era joven, pero que todavía no era viejo. Estaba engrilletado y le habían golpeado la cara. Era vigilado a cierta distancia por jóvenes soldados que fumaban sentados a la sombra de unos sicomoros con los fusiles apoyados en la tapia.
—¿Reconoces a este hombre? —le preguntó Publio a Recasens.
—No lo he visto en mi vida —contestó sin vacilar el soldado.
—Míralo bien —insistió Publio. Y tendenciosamente le preguntó si no era ese el hombre que había visto con una mujer la noche que estaba de guardia en la cantera.
El soldado no necesitaba fijarse mejor. No, aquel no era el hombre. Estaba seguro. Pero a juzgar por la mirada de Publio comprendió que su futuro dependía de lo que dijese. Tragó saliva.
—No lo sé con certeza —tartamudeó—. Estaba oscuro.
Publio lo cogió por el hombro y le susurró amenazante que eso no era cierto: aquella mañana hacía un sol despejado y Recasens vio sin ningún género de dudas llegar a la cantera a aquel hombre con una mujer. Después escuchó dos disparos y vio cómo ese hombre huía en el coche a toda prisa.
—Voy a volver a hacerte, por última vez, la misma pregunta: ¿Es este el hombre que mató a Isabel Mola?
Recasens hundió los ojos en el suelo polvoriento.
—Sí, señor.
—¿Lo ratificarás ante el tribunal?
—Sí señor, lo haré —dijo el soldado con un hilillo de voz, apenas audible.
Entonces aquel hombre al que no había visto en su vida alzó la cara, amoratada por los golpes, y lo examinó con la mirada de un perro que no comprende por qué lo apalean.
Pedro Recasens nunca olvidaría esa mirada, que le acusaba sin palabras. Pero él no era culpable de nada, se dijo. Era tan víctima como ese ser indefenso. Solo era un soldado que quería irse a casa. El prisionero le sostuvo la mirada, enrojecido por la rabia. Recasens se alivió un poco: siempre es mejor la rabia que la vergüenza.
—Está bien. Puedes irte —le ordenó Publio, visiblemente satisfecho.
Cuatro días después, Publio trasladó a Marcelo al juzgado.
Marcelo examinó detenidamente al hombre que se presentó como juez de instrucción. Físicamente parecía ese tipo de persona de poca monta al que solo redimía un cierto éxito en su trabajo, un triste espíritu de domingo por la tarde, al que imaginaba con una afición poco arriesgada, quizá coleccionar sellos. Su aspecto físico era desagradable: demasiados kilos sustentados sobre piernas poco musculosas y cortas. Una papada cada vez más parecida al bocio, una cabeza de apariencia poco privilegiada, sin pelo, con las orejas separadas en exceso del cráneo, y una nariz demasiado pequeña para tanta mejilla.
—Siéntate en esa silla —le ordenó Publio, que se retiró al fondo de la estancia.
El juez dio un par de vueltas, revolviendo con aire distraído algunos papeles. Debajo de la mandíbula le había salido una rojez.
—Usted no entiende la situación, joven. La autopsia revela que se encarnizó con doña Isabel. Negándose a declarar no me facilita las cosas.
Marcelo cerró los ojos. ¿Cuántas veces iban a preguntarle lo mismo?
—Ya dije lo que tenía que decir cuando me detuvieron. Yo no maté a doña Isabel. Le tenía mucho aprecio, era una buena persona y nos llevábamos bien. No soy un loco ni un asesino. Me tienen aquí encerrado y sin poder hablar con nadie por algo que yo no he hecho. Si me dejaran hablar con don Guillermo, él comprendería que están en un error.
—Un testigo llamado Pedro Recasens ha declarado que lo vio marcharse del lugar donde apareció el cuerpo de la señora Mola.
Marcelo desvió la mirada hacia Publio. Imaginó que el testigo era el pobre soldado que él había amedrentado en la casa de los Mola.
—Entonces ese testigo vio a un fantasma. No estuve allí, ni aquel día ni ningún otro.
El juez achinó los ojos y miró brevemente pero con intenso odio a Marcelo.
—¿Por qué la mató?
—No lo hice.
—Miente —bufó el juez, secándose los labios con un pañuelo. De reojo miró a Publio, que asistía al interrogatorio apoyado en la pared con los brazos cruzados, sin decir nada—. Hay maneras menos amables de sacar una confesión —sentenció el juez volviéndose hacia el profesor.
Marcelo entendió que la amenaza cobraba forma en la presencia hierática del esbirro de don Guillermo.
—Ya me lo han demostrado. Conozco sus métodos, y lo que ustedes entienden por justicia. Justicia de carniceros.
Publio se acercó a Marcelo por detrás, sin prisas. Sin mediar palabra le dio un puñetazo en la nuca. Las vértebras del cuello del profesor crujieron como un papel arrugado y cayó al suelo.
El juez utilizó un tono más conciliador.
—Mire, usted mató a doña Isabel. Desconozco los motivos, y no concibo que alguien decida hacer algo tan atroz, pero no estábamos ninguno de nosotros en su cabeza para saber qué le pasó para convertirse en un desquiciado. Tal vez, si me lo explicase, encontraríamos alguna causa que atenúe los hechos, quién sabe, tal vez podamos pedir la conmutación de la pena capital por una sentencia a perpetuidad. Pero para que eso sea así, tiene que confesar su culpabilidad.
Marcelo intentó incorporarse. Le daba vueltas todo. Publio lo ayudó a levantarse cogiéndole el brazo y lo sentó de nuevo en la silla. Su mirada, tan risueña y serena, daba miedo.
—Ya le he dicho que no he hecho nada —balbució Marcelo, frotándose la nuca.
El rostro seboso del juez se enrojeció colérico. Tragó saliva y dio un puñetazo en la mesa.
—Estúpido —escupió—. Si lo que quiere es confesar por las malas, sea. Allá usted. —Miró a Publio con determinación y salió de la estancia dando un portazo.
Cuando se quedaron solos Publio y Marcelo, el aire se hizo más espeso y la habitación más pequeña. Publio se quitó la chaqueta y la colocó con cuidado en el respaldo de una silla vacía. Se arremangó las mangas de la camisa y se colocó las ligas en el antebrazo para no mancharlas.
—¿Te duele? —le preguntó a Marcelo, señalando la nuca.
Marcelo no contestó.
—No quería darte tan fuerte, pero no se puede faltar al respeto a los jueces. Les gusta saber que son ellos los que mandan y los demás los que obedecen.
Marcelo miraba al suelo, consciente de lo que iba a pasar, preguntándose si iba a ser capaz de soportarlo sin quebrarse. Sin embargo, pasaron los minutos sin que sucediese nada. Publio se limitaba a mirarle, incluso hubiese dicho que lo hacía con simpatía. En un momento, se acercó y encendió un cigarrillo.
—¿Quién conoce realmente a estos ricachones aristocráticos? —dijo, encogiéndose de hombros. Sopesó un momento el asunto, llenando de incertidumbre a Marcelo—. ¿Entiendes lo que te digo?
No. Marcelo no lo entendía.
—Te confesaré una cosa. Nunca me gustó Isabel —dijo Publio. Esta vez su actitud era diferente. Parecía más relajado. Pero Marcelo no se fiaba. Supuso que ahora le invitaría a tomar un café o a fumar para ablandarlo. Pero no hizo nada de eso. Publio apoyó los antebrazos en el respaldo de la silla y frunció el entrecejo.
—Las mujeres, sobre todo las mujeres guapas y acostumbradas a mandar, son algo petulantes. Sienten esa necesidad imperiosa de dominio. Isabel era de esas. Muchas veces he sentido ese lazo, demasiado parecido a la prostitución. Tú quieres algo que ellas tienen: una mirada, que pronuncien tu nombre, que te den una llave que accede a lo que buscas. Pero una recompensa obtenida sin esfuerzo no entusiasma su instinto cazador. A cambio de esa promesa, ellas quieren algo de ti: tu cuerpo, tu admiración, tu sumisión. He aprendido a jugar con esos anhelos infantiles, a dar y quitar sin entregar realmente nada. Eso me lo enseñó Isabel. Pero tú entraste en su juego, te dejaste seducir y luego, al ver que todo era un burdo entretenimiento, enloqueciste. La mataste en un arrebato. Eso es lo que ocurrió, y esa es la confesión que firmarás.
—Yo no la maté. Usted sabe que no lo hice.
—Es cierto, lo sé —dijo Publio con sinceridad—, pero eso, en realidad, es lo de menos. Un detalle sin importancia.
—¿Un detalle sin importancia?
—Dentro de cuatro días trasladan a Guillermo Mola a Barcelona; es un ascenso muy importante en su carrera, incluso se comenta que van a nombrarlo ministro. Un ministro no puede permitirse ciertos escándalos, ni dejar cabos sueltos. Y yo soy el hombre que ata cabos, ¿comprendes? Y no saldremos de esta habitación hasta que esto quede solucionado.
—Una declaración firmada sin garantías no tiene ningún valor en un juicio.
Publio sonrió. Realmente, la fe de Marcelo le conmovía.
—No lo entiendes. Tú ya estás condenado, con juicio o sin él. Alguien te ha elegido como cabeza de turco, y eso es irrevocable. Con un poco de suerte, puede que te libres del garrote o de la horca y que todo sea más rápido delante de un pelotón de fusilamiento. Incluso puedes creer al juez y pensar que serán magnánimos con tu vida. Es una putada, lo sé. Pero así son las cosas.
Marcelo sintió arcadas. Miró con incredulidad a Publio, como si no pudiera concebir semejante injusticia.
—¿Y la verdad no importa?
Publio aplastó el cigarrillo con el zapato.
—La verdad es la que te he dicho. No soy cínico, soy sincero. Y puestos a serlo, te diré que estoy convencido de que realmente estabas enamorado de Isabel. Todos lo estábamos de una manera u otra. Al final, la habrías acabado matando tú también. Sé que formabas parte del grupo que preparó el atentado contra su marido, y que pretendías ayudarla a escapar a Lisboa con Andrés. Y si ella te hubiese pedido que apretases el gatillo contra Guillermo, tú mismo lo habrías hecho, ¿no es cierto? Después de todo, eres culpable.
Marcelo miró con odio a Publio. Tenía la sensación de que era como un ratón atrapado en una caja, un ratón asustado al que muchos ojos observaban con interés científico. Jamás hubiese imaginado un final como aquel para su triste y anodina vida. Ahora iban a matarlo por algo que no había hecho, y lo único que podía hacer era resignarse a su suerte, o bien luchar. Era un gesto inútil y absurdo, él lo sabía. Defender hasta las últimas consecuencias su inocencia solo iba a acarrearle más dolor, más sufrimiento. Publio acababa de decírselo: ya estaba condenado. Pero en aquel último gesto de resistencia, Marcelo encontraba el poco de dignidad que siempre quiso tener. De manera que no confesó.
En los días siguientes los interrogatorios se sucedieron sin interrupciones. Publio recurrió a un funcionario venido expresamente de Madrid.
El verdugo era un tipo de aspecto discreto, con apariencia de padre de familia y misa los domingos. Llegaba temprano, con un pequeño maletín rígido de piel. Saludaba con una sonrisa tímida a todo el mundo. Se llamaba Valiente y fumaba unos cigarrillos franceses muy delgados que dejaban su olor flotando en el aire durante horas en la sala de interrogatorios. Trabajaba parsimoniosamente, sin alterarse. El suyo era un trabajo sometido a un método estricto, de manual pormenorizado para obtener un resultado buscado con la máxima rapidez.
—Este es un trabajo aburrido. Desde los tiempos de la Inquisición, la tortura se ha perfeccionado tanto que no queda ni un resquicio para la imaginación o la improvisación —solía lamentarse.
Empezaba por abrir el maletín delante de Marcelo, extendiendo sobre la mesa una ristra de hierros y herramientas de formas extrañas y siniestras. Las colocaba por orden, de menor a mayor, mientras enumeraba de manera didáctica para qué servían y cómo se utilizaban, las consecuencias que provocaban y el grado de dolor que podía llegar a infligir. Cuando terminaba su exposición, se arremangaba la manga y, con ánimo de bendito, se volvía hacia la ofuscada víctima, convenientemente atada en una silla, y le preguntaba:
—¿Tiene alguna pregunta? ¿No? Bien, empecemos con la clase práctica si le parece.
Valiente era un buen profesional. No experimentaba ningún tipo de estímulo morboso ante la sangre o el sufrimiento. No era un sádico. Podía provocar un tormento horrible en sus víctimas, sin prestar atención a sus gritos, a sus llantos o a sus súplicas, pero nunca se excedía. Jamás se le había muerto un detenido durante el interrogatorio. La experiencia había adiestrado su mano, conocía desde el primer momento los puntos débiles de la anatomía, pero sobre todo del espíritu, que masacraba. No se dejaba engañar por los alaridos ni por los desmayos. Sabía con ciencia exacta qué grado de sufrimiento podía asumir cada ser humano, y no se detenía hasta que ese vaso se colmaba, sin llegar a rebasarlo nunca, pero sin ser tacaño en su aplicación.
Sin embargo, al cabo de una semana, Valiente fue a ver a Publio. Traía la cara desencajada y había desaparecido de él ese aire armonioso y tranquilo que tan indefenso le hacía parecer. Publio temió que Marcelo hubiese muerto sin firmar la declaración. Pero no se trataba de eso.
—Ese hijo de puta no cede. Es la primera vez que me pasa —dijo el verdugo, cargando sus palabras de un odio que se había hecho personal, pues aquel poeta de aspecto frágil ponía en entredicho su fama y sus capacidades. Por primera vez en su dilatada carrera, Valiente había llegado a perder los estribos, cruzando peligrosamente el límite de lo permitido. Marcelo yacía medio muerto en la celda, pero no había soltado prenda. Con una resignación perpleja, Valiente miró a Publio y le dijo lo que pensaba:
—A lo mejor dice la verdad y resulta que es inocente.
Publio no se inmutó ante esa posibilidad.
—No te pagan para que descubras la verdad, sino para que le saques una confesión.
El verdugo se resignó. Limpió con alcohol su instrumental, borrando las huellas de sangre y los restos de vísceras y pelos; recogió su maletín y se despidió con un gesto contrariado.
—Más vale que lo mates, entonces. No confesará.
Marcelo no sentía el cuerpo, ni el entorno, ni la habitación en la que estaba. Tenía conciencia de querer abrir la boca, pero algo en su interior le robaba las palabras y le obligaba a dejarse llevar por el verdadero anhelo de su tristeza, por su dolor y la raíz profunda de esa desesperación que le nublaba los ojos. Dormir. Era lo único que deseaba hacer. Dormir y no despertar. Su fantasma, la sombra de sí mismo, salía de su cuerpo y le rondaba en la cabecera de la cama, con una sonrisa paciente. Esa visión de él mismo velando su propio cadáver se había convertido en una especie de virus, una infección de la sangre, de la ilusión por vivir. A ratos tenía tanta fiebre que sentía hervir el cerebro y burbujear la sangre circulando por sus venas como si fuera lava. En otros momentos, en cambio, era como un trozo de hielo, como un fósil petrificado en un glaciar.
Cuando vinieron a buscarlo, sintió que le levantaban unos brazos fuertes. Alguien lo cubrió con una manta. Voces nerviosas, apremiantes. Lo arrastraron fuera. No se sostenía de pie. El verdugo lo había roto por todas partes. Imaginó que iban a matarlo.
El frío del exterior era limpio, diferente a la humedad enferma de la celda. Una luminosidad extraña que entraba en la oscuridad de sus ojos cerrados. Intentó abrirlos. Quería llenarse los ojos antes de cerrarlos para siempre. Borrones de cielo, un edificio. Las rejas de una de las puertas del perímetro y al otro lado, en la calle, la libertad.
Cuando lo subieron al patíbulo, oyó la voz de Publio, mientras le vendaban los ojos.
—Tengo que reconocer que eres un tipo con coraje. Pero ya es tarde. Van a ahorcarte.
Marcelo sintió la soga estrechándose alrededor de la garganta. Luego nada. Una espera inacabable. Un golpe de palanca. Una trampilla abriéndose y la sensación de que el estómago le subía a la boca al caer.
Pero en lugar de quedar colgando, sus pies cayeron sobre una pila de sacos de arena. Risas, burlas. De nuevo a la celda.
Publio lo dejó derramarse por entero en el suelo sucio, observándolo como se observa a un perro al que le han amputado una pata.
—Tenemos que acabar con esto, Marcelo. Ya no hay más tiempo. Mañana van a colgarte: y esta vez no será un simulacro. Comprendo lo que has hecho, lo que has querido demostrarte a ti mismo, y créeme, lo admiro. Pero ya no sirve de nada seguir resistiendo. Ahora tienes que pensar en tu hijo. César es un buen chico, las monjas dicen que es un muchacho muy despierto, con un gran futuro. Pero al lado de gamberros y asesinos, lo único que le espera es ir de hospicio en hospicio hasta terminar en una cárcel, convertido en un vulgar delincuente. Tú puedes evitarlo. Si firmas, tienes mi palabra de que me encargaré de él, le daré un futuro mejor del que le espera. Si no lo haces, lo abandonaré a su suerte.
Marcelo contempló a Publio con los ojos enrojecidos.
—¿Le dirás la verdad? ¿Le dirás que su padre no fue ningún asesino?
Publio encendió un cigarrillo y lo puso en los labios tumefactos de Marcelo.
—No, amigo mío. Eso no puedo hacerlo, lo siento.
Marcelo fumó el cigarrillo con dedos temblorosos. Tosía y escupía sangre.
—Entonces, llama a tu verdugo. No firmaré.
Marcelo Alcalá no fue ejecutado a la mañana siguiente. Tuvo que esperar sin saber cuándo ni cómo sucedería, con los sentidos atrofiados y los nervios desechos cada vez que escuchaba el sonido de la cancela al abrirse. Publio ordenó trasladarlo a Barcelona con otros presos en un tren militar. Allí fue interrogado de nuevo y torturado hasta la saciedad. Pero no cedió.
Y una mañana, la hermana y el hijo del preso Marcelo Alcalá tuvieron que presenciar el baile cruel del profesor colgando de una soga. Tuvieron que escuchar las burlas de los guardias y la vejación del cuerpo de su ser querido.
César Alcalá nunca olvidaría aquella escena, ni al hombre llamado Publio que apoyado en la barandilla del patíbulo disfrutaba del espectáculo fumando un cigarrillo, como quien va a pasar una tarde a los toros.