Capítulo 14

Sierra de Collserola (Barcelona).

Sumida en la oscuridad, Marta escuchaba caer la lluvia con fuerza. Toda la casa goteaba por dentro y crujía como una vieja asustada. Se acurrucó en un rincón con las piernas encogidas. A través de los pequeños agujeros entre los ladrillos que tapiaban la ventana podía ver el exterior. Era el único modo que tenía de saber si era de día o de noche. De vez en cuando se acercaba y pegaba el ojo para ver una pequeña porción del jardín. Apenas alcanzaba a distinguir el voladizo del cenador. Frente a los grandes sicomoros de la entrada había estacionado un coche negro. El mismo coche que aparecía cada cierto tiempo conducido por el anciano que traía las provisiones. Al principio trataba de llamar su atención llamándolo a gritos, pero aquel hombre estaba demasiado lejos para oírla, o lo que era más descorazonador, simplemente la ignoraba.

Recogió con la mano los eslabones de la pesada cadena que la unía por el cuello a la pared y volvió junto al colchón. Las rozaduras de la argolla le causaban heridas que le escocían y que no podía rascarse. La cadena le permitía moverse en círculos como un perro atado; así podía llegar a cualquier parte excepto a la puerta, atrancada por fuera.

Ni siquiera se planteaba escapar. Hacía ya mucho tiempo que había desistido de esa idea y su esfuerzo se concentraba en no volverse loca después de tantos años de encierro y oscuridad.

No le habían dejado demasiadas cosas: una escudilla para la comida, un cazo para el agua y un orinal para sus necesidades que una vez al día venía a recoger su carcelero. Era el único momento en el que la puerta se abría, dejando entrar una rendija de luz que iluminaba la habitación y que le había permitido hacerse una idea de lo miserable que era su encierro. El guardia se negaba tercamente a contestar sus preguntas; pero al menos se avino, después de varios meses de súplicas, a entregarle una pequeña vela, cerillas, un poco de papel y un lápiz.

Escribir era lo único que la mantenía lúcida, pero debía economizar al máximo la vela que se iba consumiendo inexorablemente. Apoyada en la pared húmeda la encendía durante unos minutos y se apresuraba sobre el escaso papel de que disponía. Amparada por el círculo de luz débil y titilante de la llama se soplaba en los dedos para desentumecerlos. Escribía cualquier pensamiento que le venía a la cabeza. Pensaba en cómo era su vida antes de aquel cautiverio, recordaba a su madre, y se repetía machaconamente que su padre seguía buscándola ahí fuera. Sabía que él nunca se daría por vencido. Se agarraba a ese clavo ardiendo para sobrevivir. Luego apagaba la vela y contemplaba el papel un buen rato en la oscuridad antes de guardarlo en el abrigo enrollado que le hacía las veces de almohada.

A medida que pasaban los días en aquella oscuridad sin que sucediese nada, la voluntad de Marta iba desapareciendo. Permanecía arrinconada durante horas, con la mirada fija en los agujeros de la ventana tapiada, con la mente en blanco. Pensaba que tal vez harían con ella lo que les hacían a las brujas en ciertos pueblos de Flandes durante la Edad Media: las emparedaban en las fachadas de las catedrales dejando una breve apertura horizontal por donde les echaban la comida, y las dejaban allí hasta que morían, muchas veces después de años y años de encierro. ¿Era eso lo que su carcelero tenía planeado para ella?

Sin embargo, una noche se rompió su rutina de féretro.

Se abrió la puerta y dos sombras se recortaron sobre el umbral. Uno de los hombres susurró algo al oído del otro, este asintió y le dijo a Marta que se pusiera en pie. Nunca los había visto antes, ni había escuchado sus voces. Estos debían de ser nuevos.

Obedeció arrastrándose a un lado. Uno de los hombres registró su ropa, volteó el colchón y finalmente dio con los papeles escondidos en su abrigo. Ella intentó arrebatárselos pero el hombre la apartó con un gesto violento, mirándola con aire triunfal. Los dos hombres desaparecieron, llevándose consigo también el cabo de la vela y las cerillas. Por suerte, Marta había escondido el lápiz en sus bragas y los hombres no se atrevieron a registrarla a fondo.

Al cabo de media hora volvieron. Le quitaron sin miramientos la cadena y la sacaron a empujones de la habitación sin decir una palabra. En el trayecto veloz, Marta apenas pudo reconocer algunos cuadros llenos de telarañas, cortinas deshilachadas y muebles cubiertos de polvo amontonados en los rincones. La hicieron entrar en una habitación que servía como secador de embutidos. Era un lugar frío lleno de ganchos y cadenas que colgaban de las vigas del techo. Olía a tripa de cerdo.

Sentado en una silla, un hombre con el cuerpo abrasado la miraba con ojos casi sin párpados. Se movía, gesticulaba, pero era un muerto. Solo los cadáveres tenían aquel tono verdoso en la piel seca que asomaba bajo su ropa de algodón. Sostenía un papel en la mano. Fumaba un puro que desprendía un olor mareante. A Marta le revolvió el estómago ver la desfachatez con la que aquel fantasma la examinó. Conocía de sobras esa expresión demencial y destructiva. Y sabía lo que iba a pasar.

—Por favor, siéntate —le pidió el hombre cuando se quedaron solos. Como Marta no obedecía, empujó hacia ella una silla—. Por favor —insistió con inflexible educación.

Finalmente Marta accedió. Se sentó frente a él en la esquina de la silla, de lado, apretando las manos contra el regazo.

El hombre tenía un papel entre los dedos sin uñas.

—¿Qué significa esto? ¿No has tenido bastantes problemas, ya? —Era el papel arrugado en el que había estado escribiendo aquellos días.

Marta se mordió el labio para que no se le escaparan las lágrimas. Tenía ganas de hacerlo, pero no iba a desmoronarse delante de aquel monstruo. Desvió la mirada. La luz entraba a raudales y tuvo que entrecerrar los ojos para acostumbrarse.

—Si quieres papel y lápiz, no tienes más que pedírmelo a mí —dijo el hombre. Abrió un cajón y le puso delante una cuartilla en blanco y una pluma—. Aquí tienes suficiente luz, así que empieza a escribir.

Marta contempló la hoja en blanco como si fuera un abismo.

—¿Qué debo escribir? —preguntó con la humildad que los años de golpes le habían obligado a adoptar.

—Primero anota todos tus pecados, y los de tu familia.

El labio inferior de Marta empezó a temblar. ¿Cuántas veces había pasado ya por lo mismo?

—¿Por qué me hace esto? —gimió débilmente.

—Escribe —insistió el hombre, golpeando con el índice desfigurado la hoja en blanco.

Marta contempló el papel. Lentamente levantó la vista y sostuvo la mirada del hombre. Vio cómo se endurecía su expresión y cómo la malicia asomaba a sus ojos. Había estado cientos de veces frente a él, pero no lograba acostumbrarse a la horrible desfiguración de su cara. Todo en él era una llaga verdosa. Su cuerpo quemado apenas tenía consistencia; su piel, su carne, sus huesos se mantenían unidos por nervios de aire que podían deshacerse con un suspiro.

—Disfruta con esto, ¿verdad?

El hombre se inclinó hacia adelante. El nauseabundo olor que le salía de la boca sin labios abofeteó las mejillas de la muchacha.

—No hay consuelo para lo que tu familia me hizo, Marta Alcalá. Ni siquiera la venganza me lo da, pero puedo redimirte con el mismo dolor que me dieron los tuyos. Sé qué clase de mujer eres. Te crees mejor que yo. Me consideras un bárbaro. —Cogió la pluma y se la ofreció—. Entiendo que te cause repulsa, lo entiendo, de verdad. Eres esa clase de mujer que eleva el ego de cualquier hombre: guapa, culta, voluptuosa… Sabes que dominas a los hombres, piensas que tus piernas y tus tetas lo pueden todo. Pero conmigo no te van a servir tus encantos. Yo lo único que veo es un cordero, un cordero que debe expiar los pecados de otros. Y créeme, haré lo necesario para exprimirte hasta sacarte todo lo que llevas dentro. Te dejaré vacía, Marta, como vacío estoy yo. Y sí, disfrutaré haciéndolo. Así que no me provoques, porque nadie vendrá a rescatarte. Escribe el nombre de los asesinos de tu familia, escribe sus pecados. —Su voz era glaciar, tranquila y amenazante. Como la mirada de pedernal.

Marta cogió la pluma. Los dedos le temblaban. Suspendió un instante la afilada punta en el aire.

—¡Empieza a escribir! —gritó de repente el hombre, dando un golpe con la palma de la mano encima de la mesa.

Marta se encogió. Tomó la pluma y con trazo titubeante escribió:

«Yo, Marta Alcalá, nieta de Marcelo Alcalá, declaro que mi abuelo fue el vil asesino de Isabel Mola…».

Entonces, su mano se detuvo.

—Continúa. —El hombre la cogió por el cuello. La estaba ahogando.

«… Y que mi padre, César Alcalá, así como yo misma, somos también culpables de ese crimen, pues llevamos tan ignominioso apellido…».

El hombre pareció darse por satisfecho. Aflojó la presión sobre su cuello y acercando al oído de Marta su boca babosa le escupió palabras afiladas como agujas.

—Todo el mundo te da por desaparecida, nadie sabe que estás aquí, y eso significa que eres mía. Puedo hacerte lo que quiera, golpearte, torturarte, puedo ordenarle a mis hombres que te violen… Quizá engendres otro maldito depravado que añadir a tu familia.

De repente Marta sintió un fuerte golpe en la nuca y dio de bruces contra el suelo.

A partir de ese momento se abrieron las puertas del infierno.

Se sucedieron los golpes, los gritos y los insultos. Aquel monstruo la obligaba a permanecer en cuclillas. Cuando las piernas se le dormían y los dedos de los pies le sangraban y se caía al suelo, la arrastraba por los pelos y la obligaba a empezar otra vez. Después la zarandeaba, pasándola de mano en mano. Le tocaba los pechos por encima de la ropa, le metía la mano en la entrepierna y le decía toda clase de obscenidades en la cara. El hombre hablaba, amenazaba, cambiaba el ritmo y se tornaba amable y complaciente, y luego volvía a ser agresivo. Pero Marta no oía la mayor parte de lo que le decía. Veía moverse su boca sin labios pero las palabras se esfumaban en cuanto tocaban el aire. Su mente vagaba en otra parte.

Cuando se cansó de aquella danza tenebrosa, el hombre la desnudó. Marta no se resistió. No era más que una muñeca de trapo. Lo dejó hacer.

El hombre la observaba con parsimonia. Reconoció que era hermosa, a pesar de los cardenales que le llenaban buena parte del cuerpo y de la suciedad de excrementos resecos en la cara interior de los muslos. Se acercó despacio. Tirando de la cabellera hacia atrás, obligó a Marta a que lo mirase a los ojos.

—¿No comprendes tu situación todavía? Te arrancaré los ojos con una cuchara, quemaré esos bonitos pezones negros que tienes, te joderé por cada uno de tus bonitos agujeros hasta que me harte… Y aun así, no te dejaré morir. No hasta que yo lo decida.

Marta no contestó. Se tapaba como podía el pubis y el pecho. Sus ojos tenían una mirada de abandono, sin luz, sin esperanza.

No era esa la mirada que el hombre quería provocar. Esperaba un temblor bovino en sus pupilas, la asunción de todos los terrores que ella pudiera imaginar. Un pánico tal que la arrojase al vacío, que la empujase a decir lo que él quisiera escuchar. Era metódico y frío, la violencia era un medio para alcanzar un fin; únicamente cuando ya había obtenido el resultado apetecido se convertía en un placer.

Sin embargo, Marta le estaba desmontando los esquemas. No luchaba, no conservaba esperanzas, no se mostraba suplicante ni tampoco altiva. Era como un saco hueco que absorbía los golpes transformándolos en aire. El hombre sabía que tarde o temprano tendría que matarla. Conservarla con vida se había tornado demasiado peligroso. Pero empezaba a temer que ni siquiera así obtendría satisfacción. Y lo que él no aceptaría nunca era una derrota de esa magnitud. Nadie se le escapaba cuando se lo proponía. Nadie. Ni vivo ni muerto.

Abrió la puerta e hizo un gesto a los hombres que esperaban fuera. Marta respiró aliviada. Tal vez ya se había terminado todo, de momento.

Pero estaba equivocada. La llevaron a un baño cochambroso. En el excusado flotaba una masa de aguas fecales pestilente. El alicatado de la ducha se caía a trozos y goteaba un grifo oxidado. En la bañera descascarillada flotaban en el agua embozada cucarachas y moscas.

—¿Te apetece un baño? Hueles a perros muertos —dijo uno de los hombres. El otro soltó una carcajada. Marta retrocedió, pero la obligaron a entrar a empujones.

—Dicen que morir ahogado es una muerte terrible y larga en la que los pulmones se debaten por respirar hasta que estallan, literalmente —dijo uno de ellos, mientras orinaba sin pudor en el wáter atascado.

Sin mediar palabra, el que sujetaba por el cuello a Marta le sumergió la cabeza en el wáter. Una, dos, tres veces. Y cada una de las veces, cuando Marta sentía que iba a morir la sacaban, como si tuviesen calculado al segundo cuánto podía aguantar. Parecían divertirse viendo cómo se embadurnaba de excrementos, cómo escupía bilis para poder respirar, tosiendo y vomitando a la vez.

—Ya vale, el jefe no quiere que se nos muera —dijo uno de ellos, cuando se hartaron de aquello.

—El pelo. Hay que raparla al cero —dijo el otro, cogiendo una maquinilla eléctrica.

Marta observó con terror cómo se acercaba aquel individuo con la maquina enchufada. Y entonces empezó a llorar desconsoladamente y a suplicar.

—Por favor… Mi pelo no… Por favor.

Los dos hombres se miraron desconcertados. Había soportado todas las humillaciones sin venirse abajo, sin una súplica…, ¿y de repente se derrumbaba porque iban a cortarle el pelo al cero? El desconcierto dio paso a una risotada cargada de burla.

—Queremos ver qué guapa estás con el cráneo pelado —dijo el de la maquinilla, acometiéndola sin ninguna contemplación.

Cuando era niña, uno de los mayores placeres de Marta era esconderse en el dormitorio de su madre. Tenía un enorme ropero con un precioso muestrario de vestidos, zapatos y joyas dispuestos con exquisita pulcritud. Ese era el adjetivo que mejor definía a su madre: exquisita. A Marta le encantaba sentarse a los pies de la cama y contemplar cómo su madre se alisaba la larga cabellera negra durante minutos y minutos frente al espejo del tocador. Era un pelo hermoso, de guedejas brillantes que le caían con elegancia hasta media espalda. Marta también tenía el pelo largo y sedoso. Era el legado de su madre. Desde niña lo cuidaba con baños de espuma especial, lo vaciaba con un largo cepillo de púas romas, lo recortaba en las puntas. Su madre se sentía orgullosa de su pelo, y ella también. A veces se bañaban las dos juntas y reían enjabonándose la cabeza, y luego se cepillaban la una a la otra, canturreando. Eran como dos gatos que se lamen y se acicalan haciendo su vínculo de amor más y más fuerte. En el pelo de Marta estaban enterradas las caricias de su madre, el olor de los aceites de aquel dormitorio, las noches de complicidad entre ambas. Entre sus guedejas, Marta guardaba lo mejor de la infancia.

También de eso la despojaron. Mientras escuchaba el ruido de la maquinilla eléctrica devastando su cabellera, lloraba en silencio. Veía caer a sus pies desnudos los mechones de pelo, como una lluvia del pasado.

De nuevo en la oscuridad de la habitación, se tocó el cráneo rasurado y se sintió más desnuda que nunca. Se tumbó en el suelo recogida sobre sí misma como un feto, tiritando de frío. Se mordió las manos para que los guardias no oyeran su llanto y así estuvo durante horas, pensando en los suyos, en cada detalle nimio de su vida anterior.

Recordó a su padre, los consejos que siempre le daba cuando estaban sentados a la mesa los tres. «Marta, no apoyes los codos en la mesa, no sorbas la sopa, no te levantes hasta que tu madre te lo diga». Ella y su madre se miraban a través de la jarra de agua y sonreían con complicidad. Su padre era demasiado estricto, pero no se enteraba de nada de lo que ocurría en casa.

Pensaba en su casa, en la última vez que lo vio: su padre estaba afeitándose en el baño. Sobre su cabeza pendía amenazante un viejo termo eléctrico. Había que ducharse con rapidez, antes de que el sordo gorgoteo de la cañería anunciase que se terminaba el agua caliente. Se vestía con cuidado. Aquella última tarde se puso el traje gris y la camisa a juego, la que llevaba cuando tenía que ir a algún juicio. Luego se anudó la corbata con un nudo demasiado grueso para la moda pero que a él le gustaba. Se peinó el pelo, negro y corto sin secar hacia un lado, dejando colgar sobre su ancha frente una onda del flequillo. Se puso unas gotas de colonia de Agua Fresca detrás de las orejas y en el dorso de las muñecas. Suspiró con hondura, pasó la palma de la mano sobre la superficie agrietada del espejo para limpiarla de vaho y se miró.

—¿Te parece que tu padre está presentable? —le preguntó a través del reflejo cuarteado del espejo.

—Sí, papá. Estás estupendo —le dijo ella, y le besó en la mejilla, llevándose en aquel último beso un poco de colonia pegada a los labios.

Ese rescoldo que ya no le calentaba apenas era lo único que le quedaba de su vida anterior. Intentó dormirse mecida por aquellos recuerdos. Sabía que su padre nunca dejaría de buscarla, que removería cielo y tierra hasta encontrarla.

Sabía que aunque todo el mundo la olvidase, él no lo haría. Nunca. Y a esa idea se aferraba con desesperación.