Barcelona. 27 de diciembre de 1980
María entró en el restaurante. Las camareras ya estaban colocando los manteles. Era temprano y aún no había clientes. Se escuchaba música de piano en el hilo musical.
Se acercó el camarero. Era un tipo solícito, almibarado y demasiado guapo. Un maduro seductor, seguro de la fuerza de atracción de su barba canosa y de su pelo bien cortado y sin teñir. Le faltaba naturalidad y su colonia le pareció nauseabunda a María.
—¿Almorzará sola? —Sin disimulo, la mirada del camarero acarició los pezones de María.
—No; quiero una mesa para dos —respondió ella, abrochándose el último botón del escote.
El camarero se sonrojó. Carraspeó y la acompañó hasta una mesa del fondo. Le entregó la carta de platos. Era una carta cara, con papel de textura gruesa y rugosa. Lorenzo quería impresionarla.
Pidió una botella de vino blanco mientras esperaba. Cuando el camarero se alejó, abrió el bolso y se tragó dos píldoras de naproxeno. Sus dolores de cabeza, cada vez más virulentos y repentinos, ya no le daban tregua. Se dijo a sí misma, sin mucha convicción, que tenía que ir al médico.
—Después de fiestas —dijo en voz alta, como para convencerse. Encendió un cigarrillo y se sirvió otra copa de vino, mientras repasaba los acontecimientos de los últimos días.
Tenía miedo. Todavía no le había contado a nadie, excepto a Lorenzo, su encuentro con Ramoneda. No quería preocupar a Greta. Las cosas se estaban torciendo entre ellas y lo último que necesitaba era crear más problemas en su relación. Pero lo cierto era que apenas podía dormir. Fumaba continuamente, nerviosa e incapaz de concentrarse en nada que no fuese la imagen de Ramoneda, su sonrisa fría, su mirada asesina. ¿Cómo la había encontrado? Eso no importaba, el caso era que lo había hecho. Ahora sabía dónde vivía, y sentía continuamente la presencia de sus ojos espiando sus movimientos, los de Greta, los de su padre. Esa presión iba a hacerle estallar la cabeza.
Al poco rato apareció Lorenzo, vestido con un traje oscuro que realzaba su imagen.
Se quedó un momento en el quicio de la puerta, observando a María con el pomo en la mano, como si no se decidiese a entrar o salir. De repente sonrió, con una sonrisa amplia, seductora, de esas capaces de sostener las amistades útiles. Antes de que María pudiera levantarse, él ganó la distancia que les separaba.
—Estás muy guapa —dijo con una voz bien timbrada. Sus ojos buscaban la mirada de María con franqueza.
María pensó que en cierto sentido, Lorenzo continuaba siendo atractivo, elegante, aunque distante pese a su aparente cercanía. Se recompuso con un gesto infantil el pequeño recogido que llevaba encima de la cabeza, con una coquetería que salía de algún lugar que no controlaba, como si quisiera demostrar algo. ¿Qué todavía era joven? ¿Qué era ahora más atractiva que a los veinticinco?
—Me dijiste que no sabíais nada de Ramoneda. ¿Cómo puede ser que se haya presentado delante de mí, en casa de mi padre? Ese hombre me ha amenazado de muerte —dijo con un punto de irritación para consigo misma por haberse dejado arrastrar a aquella aventura.
Lorenzo apartó la mirada hacia una imaginaria mota de polvo que apartó con la mano. Estaba ganando tiempo.
Su actitud reacia puso sobre alerta a María.
—¿No te sorprende?
—En realidad, no. Sabemos que Ramoneda te está siguiendo desde hace varias semanas.
María enrojeció de cólera. Tuvo que apretar los labios para no dejar ir un insulto a gritos.
—Pero ¿qué narices estás diciendo?
—Cálmate, María. Deja que te lo explique: tenemos vigilado a ese cabrón. Pero no nos interesa detenerlo todavía. Ramoneda es el único que puede llevarnos a la hija de César Alcalá, y por ende, a Publio. Seguimos sus pasos y esperamos que cometa un error que permita incriminar al diputado. Cuando eso suceda, iremos a por ambos.
María se sintió como un cebo vivo. Era una oveja atada a un árbol para atraer a los lobos.
Lorenzo intentó tranquilizarla.
—Tenemos un plan, y tú eres la piedra angular. Deja que te lo explique con calma mientras almorzamos.
María se puso en pie. No tenía nada que escuchar.
—Me habéis utilizado. Habéis puesto en peligro a Greta, a mi padre y a mí. Olvídame, Lorenzo. Lo digo en serio; no quiero saber nada de esto.
Ya se estaba poniendo el abrigo cuando Lorenzo la retuvo de la mano.
—Tú no lo entiendes, María. No puedes entrar y luego salir de esta historia como si nada. Te guste o no, ya estás en ella. Si decides marcharte, no podremos protegerte de Ramoneda. Ahora que ya te ha encontrado, no te dejará en paz. No le conoces. Ese hombre es un psicópata.
—Olvídame, Lorenzo. Cada vez que entras en mi vida es para joderme.
Salió a la calle sin escuchar las llamadas de Lorenzo y paró un taxi.
Cuando llegó a casa empezaba a oscurecer y los latigazos violentos del crepúsculo dibujaban crestas sonrosadas en la fachada.
Le dio una rápida y nerviosa calada al cigarrillo, bajó la ventanilla dos dedos y lo lanzó fuera. El taxista la miró con un reproche por el espejo interior. Ella se encogió de hombros. En la radio hablaba el presidente de la Generalitat, Pujol. Era un discurso identitario y apasionado. María cerró los ojos porque no podía cerrar los oídos. No quería llenar su cabeza con voces absurdas hablando de patrias y de banderas. Solo quería darse un buen baño.
Encontró a Greta remendando con una púa una red extendida en la playa. Tenía la falda recogida y los muslos llenos de arena. Parecía tener todo el tiempo del mundo por delante. Al lado, en un cubo descolorido, dos peces de lomo gris boqueaban agonizantes.
María se sentó en la arena junto a ella. Deslizó su mejilla cerca del pelo y le dio un beso tibio en el cuello.
Greta la miró con extrañeza. Últimamente, María no solía mostrarse tan cariñosa como antes.
—¿Ocurre algo? Hoy te has levantado temprano —dijo.
—No podía dormir… Le he dado esquinazo otra noche a las pesadillas —dijo María con una sonrisa cansada.
—No sabía que tuvieses pesadillas.
—¿Y quién no las tiene?
Greta se quedó esperando que dijese algo más, pero María hizo un gesto ambiguo, como si hubiese hablado más de la cuenta.
—¿No tenías que ver a un cliente en Barcelona? —le preguntó Greta.
—Una entrevista sin interés. —María mintió. Las mentiras pequeñas e inútiles ya formaban parte de una rutina a la que ambas se habían acostumbrado.
Fue a sentarse en la popa de la barca varada, encogida en su tabardo, mirándose las manos, como si acabase de descubrir en ellas algo maligno y monstruoso.
—¿Sabes lo que dicen los marineros? Que todo lo que echamos al mar nos lo devuelve, tarde o temprano, la marea.
Greta escuchó despacio, como si no acabase de entender lo que decía. Dobló con parsimonia un aparejo y lo guardó en el cubo. Luego alzó la cabeza y taladró a María con sus ojos infranqueables.
—¿A qué viene eso ahora?
María examinó detenidamente a su compañera. La tenía allí, al alcance de sus palabras, al borde de sus dedos, pero a veces se sentía tan vacía como una noche sin estrellas. Había llegado a la conclusión de que sus años de matrimonio con Lorenzo la habían dejado seca, incapacitándola para volver a entregarse a alguien. Sí, claro que amaba a Greta, pero lo hacía de un modo hipócrita, con cautela, sin darse toda.
—Por nada —dijo, cambiando de tema—. Bajar a Barcelona me ha puesto de mal humor; supongo que es eso lo que me pasa.
Greta guardó silencio. Un silencio insidioso que rompió abruptamente. Estaba seria, pensativa, visiblemente incómoda.
—Seguro que es por eso… O puede que tu estado de ánimo se haya torcido porque has estado viéndote con Lorenzo a mis espaldas. ¿No crees que merecía saberlo?
María la miró con un punto de sorpresa. Luego desvió la mirada hacia la playa desierta.
—Has terminado por enterarte igualmente. ¿Qué importancia tiene?
Greta buscó durante unos instantes interminables alguna grieta en el gesto marmóreo de María. Pero esta no se inmutó. Su rictus era frío y hermético.
—¿Por eso estás tan distante? Apenas duermes, te levantas temprano. Siempre escondes algo en esos silencios tuyos. No sé qué te pasa, María, no sé de qué huyes… Pero algún día tendrás que dejar de correr hacia ninguna parte. Puedes decírmelo, no me moriré.
—¿Decirte qué?
—Que echas de menos a ese cretino…
—No saques las cosas de quicio, ¿quieres? Es una anécdota, nada más. No quería que te molestases, por eso no te he dicho nada.
—Ese es el problema, María. Tengo la sensación de que últimamente todo es anecdótico entre nosotras.
María empezaba a impacientarse. Suspiró con fuerza.
—No me pasa nada; solo necesito un poco de tiempo para aclararme. Y lo que menos necesito ahora es que me montes una escenita ridícula de celos… No sabes lo que está pasando, no tienes ni idea.
Greta no decía nada, pero el corazón le latía rabiosamente, movido por una emoción violenta. Su mirada penetrante mordía la piel de María.
—Pues ilústrame.
María se sintió dolida por el pensamiento de su pareja. Se puso en cuclillas y cogió un montón de fina arena que dejó caer entre los dedos. Qué absurdo le parecía en aquel momento el arranque de celos de su compañera. Y sin embargo, debería haber comprendido que creyera algo así. Ella lo hubiera hecho.
Después de todo, estaba mintiéndole. Tal vez no de la manera que ella sospechaba, pero una mentira solo engendraba otra mentira más grave para ocultar la primera. Quizá lo mejor era permitir que Greta alimentase esa ficción, alejarla de ella durante un tiempo para ponerla a salvo.
—Tal vez me esté replanteando algunas cosas —le respondió evasivamente.
Greta observó detenidamente a María. La conocía suficiente como para saber que no le estaba diciendo todo lo que pensaba.
—¿Qué cosas?
María abrió las manos y se palmeó con fatalidad los muslos.
—Quizá me lo estoy cuestionando todo; puede que me esté preguntando cómo se te ocurre acusarme de querer volver con el hombre que me ha estado maltratando durante años. ¿Qué clase de confianza tenemos la una en la otra? O puede que tengas razón: últimamente discutimos demasiado, nos enfadamos por nada… Tal vez sería mejor darnos un descanso. Estar solas durante un tiempo. —Bajó la cabeza y tragó saliva antes de concluir—: Me gustaría estar sola una temporada.
Por la mañana, en la cárcel, César Alcalá comprendió que María no había tenido una buena noche. La abogada tenía el rostro descompuesto por la falta de sueño y los ojos hinchados de llorar. El inspector estiró las manos para que el funcionario le quitara las esposas y se sentó al otro lado de la mesa, frente a ella. Esperó a que María apartase los ojos de un cuadro sin ningún interés que colgaba de la pared.
—¿Una mala noche?
María dejó caer una ironía:
—Una mala vida, en realidad.
César Alcalá no dio síntomas de encajar la broma. Permaneció ante ella con la cabeza erguida y las manos sobre la mesa. De vez en cuando masajeaba sus muñecas, que tenían la marca de las esposas.
—¿Por qué no me cuentas lo que pasa?
María se lo contó todo. Las palabras salieron a borbotones de su boca como si hubiese estado esperando la oportunidad de hablar. Cuando terminó, respiraba entrecortadamente y lloraba. César Alcalá había estado escuchando con gesto hierático. Dejó que María se calmase.
—De nuevo Ramoneda. Es como esos pájaros del mal augurio. Cuando él aparece, algo malo se avecina —dijo con la garganta seca—. Dime una cosa, María. ¿Crees que es casualidad que Ramoneda aparezca ahora en tu vida, precisamente cuando vienes a visitarme? No. No hay nada casual en eso. Y ese soplón no tendría las narices de dejarse ver, sabiendo que lo busca medio cuerpo de policía, si no fuera porque tiene el respaldo de alguien poderoso.
María terminó la frase:
—Alguien como Publio. Temen que hables conmigo, que me cuentes lo que sabes.
César asintió.
—Es cierto. No lo haré, al menos mientras tengan a mi hija.
Hacía días que la abogada deseaba abordar una cuestión delicada. Le pareció que aquel era el mejor momento:
—¿Y si Marta no está en su poder?… ¿Y si…?
César la atajó de raíz.
—Perdí a mi padre pero no perderé a mi hija. Ella está viva. Lo sé. Habla con tus jefes. Diles que nadie tiene más deseos que yo de hundir para siempre a ese mal nacido de Publio. Pero que si quieren mi colaboración, primero deberán traerme a mi hija, viva y a salvo.
—Están en ello, César. Ramoneda es quién puede llevarnos hasta tu hija. Y me están utilizando a mí como carnaza para hacerle salir de su cueva. Nos jugamos todos mucho…
—Entonces, será mejor que no nos equivoquemos —zanjó con frialdad el inspector César Alcalá.
Unas horas más tarde María regresó a casa.
Greta ya no estaba. Supo que la había abandonado antes de entrar en el dormitorio y ver la nota sobre la cómoda. Greta tenía una letra difícil, de médico:
«Estaré unos días fuera. Te haré saber dónde».
María se dejó caer sobre la cama.
Allí estaba el armario de Greta abierto con algunas perchas sin ropa y huecos en la hilera de zapatos. Tampoco estaba la bolsa de viaje, ni los abalorios de su tocador.
¿Por qué no le importaba? ¿Por qué no era capaz de reaccionar? Era como un saco roto por las costuras y toda la fuerza se escapaba por esas grietas, sin poder hacer nada para impedirlo. Simplemente se quedó allí tumbada, tapando los ojos con el antebrazo y escuchando el rumor de las olas a través de la ventana. No hubiera hecho nada el resto de sus días. Quedarse allí quieta, fosilizada, esperando con los ojos cerrados y la mente en blanco.
Entonces sonó el interfono de la entrada y María dio un salto de la cama. A aquellas horas solo podía ser Greta. Tal vez se lo había repensado; ya habían discutido otras veces y al final siempre se reconciliaban. Corrió a abrir la puerta. Le diría toda la verdad sobre Lorenzo, y César Alcalá, le hablaría de Ramoneda. La verdad. En aquel asunto la verdad era como una luz quebrada que proyectaba largas sombras sobre sentimientos tan dispares como la culpa, la curiosidad o el sentido del deber. Pero juntas encontrarían una solución. Sí, eso es lo que debería haber hecho desde el primer momento, decir la verdad y asumir juntas las consecuencias.
Para su sorpresa, la entrada estaba vacía. Entonces su pie descalzo pisó algo. En el suelo humeaba una colilla. A lo lejos divisó la figura inconfundible de Ramoneda, alejándose hacia el rompiente de la playa.
Ramoneda se había apostado en una esquina desde la que podía divisar aquella bonita casa junto a la playa. Era una finca bonita, aunque a él le resultase demasiado plácida.
—La típica burbuja donde se esconden los ricos —se dijo, mientras contemplaba a través de la cancela las mimosas del jardín y una pequeña fuente de aire anticuado.
Ramoneda nunca había tenido una casa. Cuando era pequeño su único hogar fueron los centros de acogida, los internados y los reformatorios. Y en esos lugares no existían mimosas ni fuentes con mujeres de mármol derrochando agua por caños en forma de jarra. Solo barrotes, humedad, comida recalentada y dormitorios colectivos.
Escuchó el motor de un coche acercándose. Era María que llegaba en taxi. Ramoneda apretó los puños. Sentía en erección todo su cuerpo, como traspasado por una corriente eléctrica.
—Todavía no —se dijo.
Esperó a que entrara en casa. Una por una, las luces de las estancias por las que ella pasaba se iban encendiendo dejando ver el paso fugaz de su sombra. Ramoneda escuchó que llamaba a Greta. Luego la vio entrar en el dormitorio, remover las cosas de su novia y dejarse caer en la cama. Estaba hermosa con esa expresión de afligido abatimiento. Era tan fácil acceder a ella… Bastaba acercarse a la puerta principal y llamar al timbre. Lo hizo por puro placer. Deseaba hacerla sentir su presencia.
Escuchó sus pasos apresurados. Se regocijó con la cara de miedo y frustración que ella pondría al abrir y encontrarlo a él en lugar de Greta, que era a quien esperaba. Le costó vencer a su voluntad de quedarse en el umbral. No quería contradecir a Publio y perder un buen trabajo. Solo debía asustarla.
—Pronto. Muy pronto nos veremos. —Tiró la colilla que fumaba y se alejó hacia la playa.