Barcelona. Víspera de Nochebuena de 1980
Para un anciano como él, los años ya no se escondían sino que se mostraban con desfachatez en las arrugas, en las manchas de la piel y en las caderas desbocadas. Sin embargo, el diputado Publio asumía con firmeza su vejez. Sin un aspaviento, los trajes de corte francés y los pañuelos de seda, los sombreros de ala ancha y los botines con botones de su juventud habían quedado sepultados bajo el hábito del luto más estricto que lucía en todas las ocasiones en las que aparecía en público, dándole un aire ascético.
Ahora, los ojos le brillaban como si se los hubiera pintado con níquel, su luz era macilenta, y el pelo despeinado aligeraba aún más su rostro ojeroso de fantasma. En la boca se le había colgado un rictus de mártir, muy distinto de la arrogancia del antiguo Publio, elitista y caprichoso.
Ver caminar a un hombre de ese estilo por el suburbio, era algo digno de recordar.
El coche oficial se detuvo en una esquina. Publio bajó la ventanilla y observó con un poco de asco la masa gris de edificios y antenas que se extendía un poco más allá de la avenida.
—¿Seguro que quiere que lo deje aquí, señor? Si quiere puedo acompañarle. Este suburbio es peligroso.
Publio subió lentamente el cristal tintado de su ventanilla. No tenía por qué hacerlo, pero deseaba encargarse personalmente del asunto que lo había traído hasta aquí.
—Este suburbio no es peor que el lugar en el que me crié —le dijo al chofer mientras se abrochaba el abrigo y salía del vehículo.
El arrabal era el intestino grueso por el que se expulsan los excrementos de la urbe. Pero incluso dentro de esos micro mundos existían lugares peores; lugares que se descubrían a medida que se iban atravesando círculos concéntricos hasta llegar al corazón mismo de la miseria. Lugares a los que no llegaba la literatura ni el romanticismo de la pobreza, sitios en los que nadie podía entrar sin salir contaminado por el miasma de la más absoluta degradación.
Aquella tarde, mientras buscaba inútilmente la señalización de las calles eufemísticas, pues ni siquiera eran tales, Publio se adentró sin dudar en una de esas fronteras invisibles.
El diputado se cruzó con algunas gentes pequeñas en su andar, en su postura de perros apaleados y asustadizos, gente que dejaba partes de sus ojos en cada esquina. Dos hombres discutían en plena calle a grito limpio. Una mujer sentada en una silla de mimbre deshilachado le daba un pezón agrietado y oscuro a un bebé ansioso. En las esquinas languidecían prostitutas demacradas por culpa de la heroína y la hepatitis. Era patética su dignidad con bragas de volantillos, con su maquillaje de yeso; payasos mudos de ingenio cáustico que ofrecían su espectáculo con la cabeza erguida, ignorando la vulgaridad que las envolvía, orgullosas con grandes pelucones y zapatos de tacón, ataviadas con vestidos y medias que dejaban ver piernas y brazos sin depilar.
Algunas de ellas trataron de llamar la atención del anciano, que las ignoró. La miseria formaba parte de la dramaturgia de aquel lugar, y los hombres como Publio disfrutaban del espectáculo carente de sutileza, adentrándose en ese inframundo con el instinto de lo adecuado: jugar con la vulgaridad siempre que no se caiga en ella.
En ese aparente manicomio subterráneo, en esa ciudad de mariposas con las alas en llamas, todo estaba permitido, cualquier vicio era satisfecho, por chabacano o amoral que fuera, si se tenía dinero. Y él tenía más que suficiente.
—¡Chusma! —gruñó Publio, escupiendo al suelo.
Había estado allí dos semanas antes, con motivo de la inauguración de una escuela. Y no había dudado en estrechar manos y repartir besos entre aquella amalgama de miseria. Pero ahora, lejos de las cámaras y de los periodistas podía mostrar sin disimulo la repugnancia que aquel lugar le producía. En cierto sentido, Publio era como los escultores del hierro que tratan la fealdad de la materia hasta convertirla en arte, y que cuando ven su obra completa sonríen y se van, sin importarles lo que pase después.
Él era igual: inauguraba una plazoleta de cemento, ponía la primera piedra de una escuela y declaraba que invertiría millones que nunca aparecerían. Y después desaparecía. Pero aquella tarde venía para algo muy distinto. Algo para lo que no quería testigos.
Se adentró en un callejón oscuro de chabolas muy bajas. Al fondo se destacaban las torres de ladrillo de una fábrica abandonada. Observó el entorno hostil del complejo en ruinas, las edificaciones apuntaladas con hierros, los charcos sucios en la calle embarrada, los cables de la luz combados entre fachada y fachada.
Después de dudar un momento, se dirigió hacia una casa que tenía las ventanas de madera pintadas de verde y una puerta tapiada con ladrillos y cemento. En el piso superior, unas cuerdas abombadas por el peso de la ropa tendida y mojada amenazaban con romperse. Una mujer de brazos con las carnes flácidas canturreaba en un balcón con varias pinzas en la boca.
Publio forcejeó con las tablas de una puerta. Del interior venía una vaharada pestilente de orines y excrementos. La luz del exterior apenas desvelaba un poco la oscuridad. Se adivinaba una escalera de mano que subía hacia un falso techo. Entró con paso vacilante.
Palpó los límites inciertos de la escalera y miró arriba. Se veía un pedazo de cielo por los agujeros del techo. Subió poco a poco, asegurando cada paso antes de posar el pie, hasta una buhardilla que era demasiado baja para permitir estirar el cuerpo.
Con la cabeza gacha exploró el entorno. A cada paso, espesas telarañas se enredaban en el pelo.
El mobiliario era insignificante: una mesa de madera, dos sillas, un jergón en el suelo y una alacena baja y chata. A esa liturgia de celda monástica se sumaba un armario de madera y un escritorio que la humedad había bufado.
Apoyado sobre el escritorio, de espaldas, un hombre escribía concentrado y fumando con el entrecejo fruncido. Tan absorto estaba que parecía una iguana disecada.
—Te estás volviendo descuidado, Ramoneda. Ni siquiera me has oído llegar —dijo Publio.
Ramoneda se volvió con el rostro parcialmente iluminado por la escasa luz que entraba a través de los agujeros en el techo. Disimuló su sorpresa y dejó suavemente la pistola que había cogido de la mesa.
—¿Qué le trae a mi casa, diputado?
Publio miró a su alrededor con cara de asco.
—Vengo a proporcionarte un trabajo.
Ramoneda reprimió una sonrisa de satisfacción. En los últimos años no había tenido ninguna. Vagabundeaba de un sitio a otro vendiendo su sangre o ejerciendo como chapero para sobrevivir. Ocasionalmente había hecho alguna cosa para mafiosos de tres al cuarto, pero trabajar para don Publio era diferente. Era sinónimo de una buena paga.
—Hace ya mucho que no recurría a mis servicios.
Publio escrutó con severidad a aquel mendigo. Estaba más delgado de lo que recordaba la última vez que lo vio, justo antes de que desapareciera tras asesinar a su mujer y al enfermero que se acostaba con ella. Sabía que después de eso, Ramoneda se había aficionado a estrangular prostitutas y a matar a gente por la que nadie preguntaba. Su vida trashumante le permitía ir dejando cadáveres anónimos que nadie relacionaba con él.
—Supongo que no andas muy sobrado de dinero —dijo, acercándose y dejando sobre la mesa un sobre con un buen fajo de billetes de mil.
Ramoneda comprobó el contenido. Luego pasó la lengua por su labio agrietado.
—Usted dirá…
—¿Tienes algún conocido en la Modelo?
Ramoneda no tuvo que pensar mucho.
—A nadie con quien dejaría a mi madre. Pero sí, conozco a gente allí.
Publio no se anduvo por las ramas.
—Quiero que encuentres a alguien que se encargue de César Alcalá. El dinero no importa… Pero quiero que se haga ya.
Ramoneda pareció decepcionarse. Esperaba algo más excitante. Después de todo, él y el inspector eran viejos «amigos».
—¿Y no le parece mejor enviarle el recadito con un poco de contundencia? La letra con sangre entra. Ya sabe, al estilo del que le envió hace unos años… A menudo me he preguntado qué fue de su hija. ¿Aún la tiene ese monstruo amaestrado suyo?
Publio apretó los dientes, algo amarillentos gracias a los puros que se fumaba entre sesión y sesión del Congreso.
—No es bueno tener tanta memoria, Ramoneda. Y tampoco es muy inteligente por tu parte intentar morder la mano que viene a darte de comer.
Ramoneda se rascó la entrepierna, mirando de soslayo a Publio.
—No me asusta, diputado.
Publio pasó la yema del dedo índice sobre una superficie cubierta de polvo.
—Entonces quizá te asuste que mañana mismo alguien te arranque los ojos y que te corte la lengua —dijo con parsimonia, como quien menciona algo sin importancia.
Ramoneda guardó el dinero.
—Solo bromeaba, diputado. Ya sabe que puede contar conmigo para lo que quiera… Mientras lleguen sobres como este.
Publio sonrió. Algún día, a no mucho tardar, tendría que deshacerse de ratas como Ramoneda. Pero de momento le resultaba útil.
—Hay otra cosa. Se trata de María Bengoechea. Supongo que la recuerdas.
Ramoneda se arrellanó en la silla. Aquello se ponía interesante.
—Le escucho, diputado.
Aquella Nochebuena fue la mejor en mucho tiempo para Ramoneda. Después de comprar ropa nueva y cenar en un buen restaurante, compró la compañía de una prostituta de la zona alta. No era como esas putas grises de la zona del puerto. Esta olía a limpio, la lencería era de encaje y sonreía con todos sus dientes perfectamente alineados.
Pagó una buena habitación, con bañera redonda y una cama grande. Tardó en tener un orgasmo, y aun cuando lo logró no fue gran cosa. Pero se sentía satisfecho.
Respiró con fuerza al terminar. Se separó del cuerpo de la chica y se tumbó en la cama hacia arriba, extenuado después de un nuevo esfuerzo que había resultado estéril, mientras la nueva luz le desvelaba el rostro a través de la cortina echada. El corazón latía desbocado debajo de las costillas, y el pecho apenas controlaba su expansión. Gotas de sudor recorrían hacia los lados el bosque enzarzado de pelos de las ingles que la prostituta acariciaba con fingido mimo.
—Tengo que irme —dijo de mal humor Ramoneda.
La joven se revolvió entre las sábanas. Las camas de los hotelitos de citas olían de una manera particular después de hacer el amor. Un olor prestado, desagradablemente aséptico. Ramoneda observó con desagrado a la muchacha estirándose como un gato, rebozándose con aquel olor. A veces, muy de cuando en cuando, añoraba una cama de verdad, y una mujer que durmiera con él sin tener que pagar por ese lujo.
Se sentó desnudo en una silla, mientras fumaba con lentitud un cigarrillo al que arrancó la boquilla, lanzándola al suelo.
Qué misterioso le parecía el mundo. Un mundo mucho más vasto de lo que había podido imaginar. Había desgastado sus pobres energías en alcanzar la siguiente loma, el próximo horizonte, convencido de que desde lo alto avistaría su destino. Pero por más que alargara los pasos, por más que desgastase su cuerpo hasta herirse los pies, siempre aparecía un nuevo obstáculo que salvar. Su vida continuaba fluyendo hacia abajo, derramándose miserablemente con unos trapicheos que jamás hubieran podido sacarle de la pobreza. Estaba harto de huir y de esconderse en lugares donde no querrían ni vivir las ratas. Apenas lograba sobrevivir, evitando el contacto con la gente. El paso del tiempo, el camino y la suciedad lo habían transformado en un perro callejero, uno de esos animales vagabundos mugrientos y flacos que cruzan de vez en cuando un pueblo con el rabo en alto, el lomo erizado y los dientes a la vista.
A veces trataba de recordar a César Alcalá y aquellas semanas encerrado en el sótano de una casa. Se esforzaba por revivir las palizas del policía, el dolor de los alambres en los testículos, las patadas en la cabeza, las inmersiones en un cubo de agua helada. Tenía muy presente el rostro descompuesto del policía frente a él, sudando, escupiendo saliva mientras lo golpeaba, y cómo, al pasar los días, el estado de ánimo de Alcalá fluctuaba hacia una debilidad cada vez más evidente, que terminó por convertirse en una súplica.
Ramoneda se sentía orgulloso de haber conseguido quebrar la voluntad del inspector con su silencio. El día que lo vio llorar y suplicarle que le dijese dónde había escondido a su hija, se sintió el ser más poderoso de la Tierra y supo que el inspector era un cobarde, un padre desesperado y vulgar. El dolor se transformó en una victoria continua.
A partir de ese momento, Ramoneda descubrió en su interior a un ser hasta entonces desconocido. Un ser que los demás no sabían apreciar, como su esposa y aquel enfermero, que se acostaban juntos en su lecho mientras creían que él no les escuchaba gemir y gozar. El hombre que era antes no hubiese soportado aquella humillación, pero el nuevo Ramoneda supo esperar su momento, se cargó de razones, día tras día; cada vez que aquel maldito enfermero eyaculaba sobre su cara riéndose, mientras le gritaba «esto, de parte de tu mujer», Ramoneda no se inmutaba, dejaba que el semen recorriera su rostro aparentemente dormido; esperaba su momento, y cuando llegó, descubrió con placer que había nacido para eso: para matar sin contemplaciones, sin remilgos.
Matar a Pura y al enfermero no fue un acto de venganza. Cebarse con ellos antes de quitarles la vida no fue un acto de rabia acumulada. Fue la confirmación de que no le temblaba el pulso, de que sus gritos de agonía no le descentraban, de que sus súplicas no le reblandecían. Descubrió extasiado que matar no era un problema para él. Lo que le importaba era el acto mismo de mirar a los ojos a su víctima antes de cerrárselos para siempre. Había conocido a otros que se jactaban de ser unos auténticos profesionales, pero él se reía de esos pistoleros que mataban a distancia, con un disparo, sin un punto de encuentro entre la mirada del verdugo y la de la víctima. Él no era de esos; le gustaba darles a los demás la oportunidad de alzar la vista y entrelucir el rostro del Diablo antes de eliminarlos.
Se levantó y se acercó hasta la silla donde había colgado la ropa. Bajo la americana asomaba la culata de su pistola. Se vistió con parsimonia, recogió sus cosas en una pequeña bolsa de viaje y se ajustó el arma en los riñones. Antes de salir deslizó sobre la habitación una mirada de hastío que se enquistó en los glúteos celulíticos de la prostituta.
Se sentía ligero. Ese estado de ánimo, casi místico, era el que le permitía disfrutar con lo que hacía. Bajo la camisa nueva de seda que había comprado sentía latir con fuerza su corazón. Ya no era un simple chivato, ni un aprendiz. Ahora era un auténtico profesional, y cobraba lo que valía. Podía permitirse entrar en una sastrería y hacerse un traje a medida, comer en un buen restaurante, pagarse una puta cara para toda la noche, ¿qué más necesitaba? Los zapatos de piel le atornillaban los dedos de los pies, poco acostumbrados a las cerrazones, cierto, y los guantes a juego le resultaban incómodos… Sin embargo, al detenerse un instante frente a un escaparate, reconoció que aquella era la apariencia de un triunfador.
Dejó ir un suspiro maligno antes de seguir su camino. El próximo encuentro con María le proporcionaba una extraña inquietud. Casi un instante de felicidad.
Se detuvo ante un indigente que mendigaba en la acera. Tenía la cara mordida por las ratas y las manos envueltas en harapos.
—Hace unas horas, yo era como tú. Así que no desesperes, tu suerte puede cambiar. —Se inclinó sobre el cacillo del indigente. Le quitó las pocas monedas que contenía, se las guardó en el bolsillo y se alejó, deseándole feliz Navidad.
La iglesia estaba atestada de gente. Como en las catedrales medievales, las lápidas de los prohombres de la comarca alfombraban el suelo de losas de mármol de color café. Había un retablo detrás del altar, donde unos querubines sostenían una Biblia abierta con las escrituras en hilo de oro.
El sacerdote, con su terno perfectamente planchado, acariciaba con el dorso de la mano el mantel de lino que cubría el altar. Altos candelabros custodiaban el cáliz de oro. Decenas de rosas frescas decoraban el pesebre todavía vacío. Su olor dulzón se mezclaba con las velas y con la humedad de la tela rancia que destilaban la casulla del oficiante.
Unos bancos más atrás, María miraba de reojo a su padre. Gabriel sostenía su sombrero entre las manos inquietas, incómodo con la corbata y la americana.
El órgano de la capilla se arrancó con melodía fúnebre. Hubo un frisar ruidoso de ropas cuando todos se volvieron hacia una de las puertas laterales a la sacristía por la que aparecieron un militar anciano y una mujer, que llevaba en brazos la figura del niño Jesús.
—Mira, hija, ya sacan al niño. Lo más bonito de la Navidad.
A María le parecía sorprendente que su padre todavía pensase con esa inocencia, romántica e irrenunciable, en la Nochebuena. Estuvo tentada de preguntarle por qué estaban allí, en la Misa del Gallo, qué tenían ellos que ver con aquella gente que llenaba la iglesia. Pero contuvo su curiosidad. Su padre parecía realmente afectado, y su expresión era de recogimiento.
Hubo un murmullo admirativo. La mujer que llevaba al niño Jesús lucía el duelo perfecto. Vestida con un sobrio traje negro, sus pasos resonaron en las losas de mármol como un réquiem. Sin ningún tipo de maquillaje, ni aderezo, la blancura descarnada de su piel la convertía en una mortaja andante. Avanzó hacia el altar con sobriedad. Se asemejaba a una madonna serena y crepuscular.
Detrás de ella avanzaba por el pasillo central el anciano militar ridículamente altanero, con su uniforme de gala, con la mandíbula crispada y la cabeza erguida. Miraba a lado y lado del pasillo con sus ojos amarillentos y fieros como un perro precavido, presto a saltar y morder. A pesar de su aparatosa vestimenta, no podía disimular su decrepitud. Casi inspiraba lástima. Arrastraba la funda del sable por el suelo. El golpeteo metálico sobre las losas de mármol donde dormían sus gloriosos y pútridos antepasados era como la llamada implorante del militar a los suyos para que viniesen a rescatarle.
A la hora de la comunión, los asistentes se fueron levantando para hacer cola frente al sacerdote, que alzaba con sus manos la hostia. Él mismo la mojaba en el vino del cáliz y la colocaba en la lengua de los comulgantes.
María no se movió del sitio. En casa nunca fueron religiosos, al menos no del modo habitual. Existía una cierta religiosidad, eso sí. En la biblioteca de su padre había una biografía de san Francisco de Asís que durante un tiempo atrajo su atención cuando era niña, sobre todo por sus grabados de animales y aquellas hermosas palabras que empezaban «hermano lobo…». Pero nada más. Dios no era una existencia real en sus vidas, como tampoco lo era toda aquella simbología cristiana de la transmutación del pan y el vino en el cuerpo y la sangre de Cristo.
Sin embargo, para sorpresa de María, su padre se apoyó en el bastón y se puso en pie penosamente.
—Quiero comulgar.
Estaban ya llegando junto al pesebre. A su lado, el sacerdote tendía la pequeña hostia, casi transparente.
—El cuerpo y la sangre de Cristo…
—Amén.
Con la ayuda de María, Gabriel besó la punta del pie de yeso del niño Jesús. El maniquí era feo, ceroso y gordo. Le habían peinado y vestido con un elegante camisón blanco bordado de azul. Entre sus manos cruzadas, alguien había puesto una rosa sin espinas.
Al volver hacia su asiento, la mirada de María se detuvo junto a una de las columnas del fondo. Apoyado con cierta desfachatez junto a la pila de agua bendecida, un hombre le sonrió con un poso de ironía que la asustó. Reconoció en él al mendigo con el que unas semanas atrás se había cruzado en la calle y que las había seguido a ella y a Greta por las calles del Raval. Aunque ahora vestía con un traje de corte caro. Entonces se dijo que eran paranoias suyas. Pero ahora estaba segura de que era él, y de que la miraba directamente a ella.
Al salir de la iglesia, los presentes respiraron aliviados al verse liberados de esa atmósfera asfixiante, un clima de tristezas exacerbadas por el largo y monótono sermón del sacerdote oficiante. Poco a poco, los asistentes a la misa se fueron desperdigando formando pequeños conciliábulos, charlas que pretendían distender la tensión emotiva vivida unos momentos antes, cuando hacia el final de la ceremonia, el anciano militar —María supo que era un teniente de la Guardia Civil retirado— había subido al púlpito para recordar a los muertos del Cuerpo en aquel año de feroces atentados, con unas palabras sencillas, llenas de entereza.
Algunas personas se acercaron para interesarse por la salud de Gabriel con una sonrisa autocensurada, aduladora y estúpida. María asistía en silencio a las frases hechas, impuestas por la tradición, sumida en aquella farsa, pero al mismo tiempo fuera de ella.
Entonces volvió a ver al mismo hombre. Apartado, la observaba con cinismo. Luego se alejó disimuladamente hacia una de las galerías del claustro cercano, fingiendo estudiar la hermosa colección de esculturas clásicas que jalonaban el paseo.
María dejó a su padre en compañía de sus vecinos y siguió al desconocido.
El hombre demoró el paso, hasta detenerse por completo cuando comprobó que María le seguía. Libre de las miradas indiscretas, mostró su verdadera cara. Su boca se puso rígida, como artrítica, y el fondo de sus pupilas se hizo turbio, como el fondo de un charco recién pisoteado.
María se acercó con cautela.
—¿Le conozco?
El hombre se volvió hacia ella y la escrutó con intensidad. Entornó la mirada, observando el patio en el que departían los asistentes a la misa. Abrió una cajetilla y se puso un cigarrillo en la boca.
—Tiene una memoria corta, abogada. Soy Ramoneda.
María retrocedió inconscientemente con la boca entreabierta. Apenas le recordaba. Solo lo había visto un par de veces en el hospital. Entonces tenía la cara desfigurada y estaba en coma. Pero al observar al hombre detenidamente no era difícil descubrir las cicatrices dejadas por las heridas, ocultas bajo una espesa barba rojiza.
—No se asuste. No voy a hacerle nada —dijo él, y aplastó el cigarrillo que estaba fumando bajo la bota.
María se acarició nerviosamente el pelo. Ramoneda se dio cuenta de que miraba en dirección al patio empedrado de la iglesia. Gabriel estaba sentado junto a unos parterres con las manos en los bolsillos y gesto de extravío.
—Vaya, cuánto tiempo, Ramoneda.
Ramoneda la miró con desprecio, de arriba abajo.
—No parece que se alegre de verme. No se lo reprocho. Imagino que ya se habrá enterado de lo que hice con mi mujer y con el tipo que se la follaba.
María sintió que le mordían aquellas palabras, escupidas con asco, casi con ira. Se dirigió hacia la entrada de la iglesia sin mirar atrás. El cuerpo se le estremecía con un mal presagio. Hizo un saludo vago y se alejó apresuradamente.
Ya estaba a punto de llegar junto a su padre cuando Ramoneda la alcanzó por la espalda, sujetándola por el hombro. Al sentir el peso de aquella mano, María pensó que iba a explotarle el corazón.
—Solo quería charlar un poco con usted, María.
María no se volvió inmediatamente. Fingió no escuchar su nombre. Pero él lo repitió con más fuerza, como si la asaetara por la espalda. Finalmente, se giró exasperada.
—¿Qué quiere de mí?
Ramoneda se concentró en un punto alejado de ambos. Parecía pensar en algo de extrema gravedad.
—Me han dicho que se separó de su marido. Y que ahora vive en «pecado» con una chica muy hermosa… Greta, creo que se llama, ¿verdad? Es romántico observarla en la playa que hay delante de la casa que tienen en Sant Feliu. Se le da bien la pesca. Pero en esta época del año la playa es un lugar solitario. Si le ocurriera un accidente nadie se daría cuenta hasta que fuera demasiado tarde. —Ramoneda torció la mirada. Contemplaba ahora a Gabriel—. Ocurre lo mismo con su padre. En este pueblucho y sin enfermera que le cuide. Podrían asaltarlo y hacerle cualquier cosa. Sí, sería una pena. Por suerte, usted es una mujer inteligente y sabe cómo proteger a los suyos.
María no daba crédito a lo que estaba escuchando.
—¿Qué es esto? ¿Me está amenazando?
Ramoneda sonrió maliciosamente. En realidad eran sus ojos los que lo hacían. Su boca apenas se crispó un poco.
—Solo la estoy previniendo. Sé que me andan buscando por la desaparición de Marta Alcalá, la hija del inspector. Le diré lo mismo que le dije en su día a Alcalá: no sé nada. Me pagaron para dar una información. La di. Cobré. Punto y final. Dígale a su ex marido y a ese viejo de Recasens que dejen de azuzarme como si fuese un perro. Ya sabe lo que ocurre cuando se acorrala a un perro: se revuelve y muerde lo que tiene a su alcance. Y si quiere un consejo: olvídese del inspector y de todo lo que tiene que ver con él. Me sabría mal que le sucediese algo a usted o a sus seres queridos… Feliz Navidad, abogada. —Se abrochó el abrigo, dirigiéndose con pasos lentos y poderosos hacia la salida.