Finca de los Mola (Mérida). Enero de 1942
Andrés miraba con los ojos entornados a través de la ventana al jardinero alineando los tiestos de flores, y al final de la mirada una leve nube. Los hijos de los peones se atacaban arrancando mojones de tierra del suelo. En una esquina el servicio doméstico cargaba los muebles de la mudanza en dos camiones aparcados frente a la casa. Todo tenía una increíble sincronía, entraba una cosa, salía otra, sin fricción, creando una atmósfera flotante, irreal.
A su madre no le gustaban aquellas tardes grises, a él tampoco. La echaba de menos. Le gustaba colarse en su dormitorio.
Cuando entraba en aquella habitación el mundo real se deformaba, perdía consistencia y las cosas que afuera le importaban dejaban de tener sentido allí dentro. En todos los rincones se escondían antiguos silencios. Tocar y profanar sus objetos era casi un pecado. Con esa sensación, observaba los vestidos de época colgados en las perchas. Eran como fantasmas que andaban en pos de una gloria que se fue para siempre. Varias sombrereras de colores apagados por el polvo se amontonaban en un equilibrio difícil, asomando plumas, cintas y encajes. Zapatos de tacón chato esperaban sin brillo el final de sus pasos, creyendo que su descanso era solo eso, un descanso, y no su entierro. Pelucas, collares, alhajas de cabaret, que hacían más mentiroso su oropel, sin luces en las que brillar ni bailes en los que lucir.
Publio entró en la habitación sin llamar. Para el amigo de su padre no existían las puertas en aquella casa. Era como de la familia.
—No deberías estar aquí. A tu padre no le gusta. ¿Ya has preparado el equipaje?
Andrés se volvió hacia la ventana de nuevo.
—No entiendo por qué debemos marcharnos. Esta es nuestra casa.
Publio se acercó y acarició la nuca del niño.
—Y seguirá siéndolo. Podrás venir a pasar las vacaciones. Pero tu padre tiene que trasladarse. Es muy importante para su carrera. Además, Barcelona te gustará, ya verás. Hay mar, y he oído que tu padre ha comprado una casa muy bonita, con el tejado de color azul. Es como un auténtico castillo.
Andrés no se dejaba convencer.
—Pero si nos vamos, madre no sabrá dónde estamos cuando vuelva. No podrá encontrarnos. Igual que Fernando.
—Haremos como Pulgarcito: dejaremos migas por el camino para que puedan encontrarnos. ¿Qué te parece?
Andrés se quedó pensativo:
—¿Cómo son las personas en Barcelona?
Publio sonrió.
—Igual que aquí; incluso puede que mejores: he oído que las chicas son muy guapas, aunque un poco delgadas.
Una vez, Andrés oyó decir al profesor Marcelo que su madre era una mujer de apariencia atractiva pero que estaba demasiado delgada para su gusto. Andrés no tenía una opinión al respecto. Para él su madre era, simplemente, la mujer más guapa del mundo… Si al menos Fernando estuviera allí, todo sería más fácil.
Alzó los ojos al escuchar los ruidos que venían del jardín. Se escuchaba el sonido cobrizo de una campana, y por el camino de gravilla que bordeaba la casa surgió un muchacho en bicicleta, tarareando una canción. Era el cartero del pueblo. Andrés enderezó mucho el cuello. Quizá traía carta de su madre, o de su hermano Fernando. Pero se desilusionó al ver cómo el cartero pasaba de largo con su pedaleo monótono y feliz.
—¿Por qué no vas a merendar? Luego ve a ver a tu tutor y pórtate bien. Es tu última clase con él, y ya eres todo un hombrecito.
En la cocina le estaban preparando una merienda especial con motivo de su undécimo cumpleaños. A Andrés le gustaban los olores que venían de allí, mezcla de humedad, chocolate y churros, pero no se sentía contento. Comió sin ganas. Después cruzó las estancias de la casa, ya casi vacía, arrastrando los pies con sus libros bajo el brazo. Ya no había mucha gente en la casa como antes, ni se hacían fiestas con orquestas, señores fumando grandes puros y señoras entreteniendo el azar con juegos tan poco inocentes como el mus o el cinquillo.
Llegó hasta el aula. Tan pronto abrió la puerta oyó la voz del profesor Marcelo, reclamándole atención.
—Fíjate en esto, Andrés. —Sobresalía en su mesa una esfera armilar, instrumento astronómico compuesto por aros que figuraban las posiciones de los círculos de la esfera terrestre. El profesor hizo girar el globo que en el centro representaba la Tierra. Bordeó la mesa y se acercó a la pared en la que pendía una reproducción del mapamundi de los Médicis cuya última representación de los límites conocidos era el Oceanus Occidentalis.
—Es auténtico. Tiene un valor incalculable —dijo el profesor, disimulando su preocupación. Abarcó con un gesto del brazo ese gran trazo negro que era el mar, recorrió la costa de Asia a través del mar de la China y detuvo el índice sobre el archipiélago del Japón—. ¿Recuerdas el nombre antiguo de la capital del Japón? Lo estudiamos hace poco.
Andrés asintió lentamente. Luego fue a la pizarra y escribió el nombre de la capital: «Edo».
Marcelo recapacitó un segundo.
—Muy bien. Ahora vuelve a tu silla. Haremos un ejercicio de dictado.
Andrés fue hasta su pupitre y mojo la pluma en el tintero, pero no empezó a escribir.
—¿Es verdad lo que dicen? ¿Estoy loco? —preguntó de repente volviéndose hacia la mesa tras la que Marcelo recitaba un dictado que él se negaba a seguir.
Marcelo se quedó un instante callado con la mirada fija en el libro abierto. Después se quitó las gafas, las dejó entre sus páginas y se levantó con lentitud. Resultaba extraño el contraste entre la suavidad de sus movimientos y el desorden de su expresión dominada por algún pensamiento obsesivo y secreto.
—¿Quién te ha dicho eso?
—El capataz, y también el hijo del jardinero.
Marcelo endureció la mirada. Pero enseguida volvió su expresión dulce y comprensiva.
—¿Qué es lo que saben ellos de la locura? —dijo acariciando la cabeza de Andrés—. No importa que te digan esas cosas, no les hagas caso. —Su voz parecía ausente, y su atención estaba ahora concentrada en algo que no estaba allí, visible, sino en alguna parte lejana y desconocida. Su rostro tenía tintes trágicos, alimentado por una seca desesperación.
Andrés escrutaba su expresión.
—¿Pasa algo malo?
—No, nada —dijo Marcelo. Luego recapacitó—. Eres especial, Andrés. No como los demás niños o adultos que conoces, pero eso no tiene por qué ser algo malo. Lo que tú hagas con ese don, solo lo sabremos con el tiempo.
—¿Qué es un manicomio? Allí es donde me han dicho ellos que voy a ir, y que me atarán con correas y que me harán cosas horribles.
—No pronuncies esa palabra. Eso no es cierto, yo no lo permitiría, y tu padre tampoco; él te quiere.
—¿Vendrá usted a Barcelona? Allí tenemos ahora una casa como un castillo con las tejas de color azul.
Marcelo volvió a su mesa.
—Creo que no. Pero para ti, seguramente será lo mejor.
—Pero yo no quiero ir a ningún sitio, me gusta estar aquí —protestó Andrés, que por nada del mundo quería estar fuera de casa cuando su madre y su hermano mayor decidieran regresar a buscarlo, porque estaba convencido de que así sería. Su madre le traería algún regalo extraordinario de ese lugar en el que estaba «el extranjero»; y también quería ver a su hermano cuando entrase por la puerta grande, con su bonito uniforme de teniente, cargado de medallas. Seguro que le traería uno de esos sombreros de pelo que usan los soldados rusos.
—Te entiendo. Pero las decisiones las toma tu padre.
De modo que tenía que hablar con su padre.
Cuando su progenitor estaba en el despacho, Andrés apenas hacía ruido al caminar ni podía saltar en el suelo de mármol dispuesto con losas blancas y negras, como si se tratara de un tablero de ajedrez. Estaba prohibido alterar el silencio que dominaba toda la casa.
A veces podía entrever la sólida espalda de Publio montando guardia como un perro atento. Publio le sonreía y, llevándose el dedo a los labios, le indicaba que no debía hacer ruido. Publio le caía bien, a pesar de que se daba cuenta de que todo el mundo le tenía miedo. A lo mejor por eso le gustaba. Porque él no le tenía miedo y los demás sí.
Cuando Andrés se presentó en el despacho sin llamar, dispuesto a hacerse valer —porque ahora era el hombre de la casa—, y exigió una explicación, su padre lo miró con extrañeza, como si él no fuese su hijo, sino un desconocido que lo importunaba.
La nariz de su padre se afilaba con sus gafas redondas, y en las yemas de los dedos aparecían unas manchas amarillentas de nicotina. Olía a loción, incluso se había dado brillantina en el pelo, cortado las uñas y la planchadora se había esforzado en que la raya del pantalón quedase ajustada a la pernera, y tanto la chaqueta como la camisa de cuello almidonado estaban perfectamente lisos. Los zapatos también estaban lustrosos. Parecía un muñeco de cera.
—¿Quién te ha dicho que entres sin llamar?
Andrés se sintió un poco intimidado, pero hizo su pregunta con toda la seguridad de que fue capaz.
—¿Por qué tengo que irme a ese sitio horrible, tan lejos?
—Porque lo digo yo. Y ahora sal de aquí hasta que aprendas modales y dejes de comportarte como un niño mimado —fue la escueta respuesta.
En los ojos de Andrés había lágrimas. Pero eran lágrimas frías, que a la luz del quinqué brillaban como el filo de una navaja. Su cuerpo entero temblaba como una hoja raquítica azotada por el viento.
—¿Todavía estás aquí? —dijo su padre, frunciendo el ceño.
Andrés salió corriendo de la casa, hacia los campos de vides que circundaban la finca. Aquellos parajes resultaban ideales para sus acostumbradas y súbitas desapariciones. El lugar al que escapaba era un sitio prohibido, la frontera peligrosa en la que los dos mundos irreconciliables de la finca se encontraban. Allá donde habitaban, casi escondiéndose, los jornaleros de las tierras de su padre. Se trataba de una zona reseca en los límites de la propiedad, una tierra enferma que al toser escupía polvo rojizo, cerca de la alberca en la que las ranas competían en un ensordecedor concurso de sonidos. No corría ni una brizna de aire y los excrementos de los puercos se sostenían en la atmósfera casi como algo sólido.
Al cabo de treinta minutos, apareció Publio.
—Te estaba buscando. Deberías volver a la casa. A tu padre no le gusta que merodees por aquí.
—No me gusta estar allí.
«Allí» era el mundo al otro lado de la valla que acababa de saltar, un lugar feo donde lo obligaban a estudiar, a vestirse con pantalones cortos y en el que lo forzaban a desgañitarse cantando en un idioma antipático y macizo como el alemán, hasta que le supuraban las cuerdas vocales.
Publio sonrió.
—Te entiendo, de verdad. Es difícil el mundo de los mayores… Y cuando vienes aquí, ¿qué es lo que haces?
Andrés guardó un silencio grave. Cogió una rama seca y se puso a desmenuzar la corteza, caviloso.
—Cazo gatos —dijo, señalando uno negro que huía a grandes saltos hacia un matorral.
Publio miró fijamente al niño, como si buceara en sus pupilas, y sonrió con ese modo desconcertante y misterioso que nunca permitía saber si la suya era una sonrisa triste o alegre. Los ojos de Andrés eran hermosos, como los de su madre. Grandes, profundos y abismados, pero sus pupilas eran unas viajeras errantes que iban de un lado a otro sin que pudiera contenerlas. Estaba a punto de echarse a llorar.
Aquel niño no tenía la culpa de nada. Era diferente. Esa diferencia era algo difícil de definir.
—Tengo algo para ti. —Sobre el hombro, Publio llevaba algo envuelto en un paño. Lo desenvolvió y lo dejó sobre las rodillas del niño—. Lo prometido es deuda: una auténtica catana. La ha forjado Gabriel para ti expresamente.
Los ángulos del rostro de Andrés se marcaron desmesuradamente y las pupilas le brillaban. ¡Una auténtica catana! Sus dedos tocaron con pudor, casi con miedo la vaina de madera, lacada en negro. Tenía un pasador para colgarla a la cintura con un hermoso cordel bordado en oro.
Inesperadamente, Andrés pasó sus brazos cortos alrededor del cuello de Publio y se abrazó a él.
Publio sintió el tacto húmedo de las lágrimas del niño sobre su mejilla y experimentó una sensación extraña y confusa. Poco acostumbrado al cariño, se azoró, sin saber exactamente qué debía hacer. Se quedó muy quieto, hasta que Andrés dejó de llorar.
Entonces cogió al niño en brazos y se alejó despacio hacia la casa de los Mola. Algún día, cuando Andrés fuese mayor, tendría que explicarle por qué las cosas habían sucedido de aquel modo, y cómo funcionaban las complejas reglas de los adultos. Trataría de hacerle entender la absurda realidad en la que los sentimientos no valen nada frente a las razones de otra índole. Que el poder, la venganza y el odio son más fuertes que cualquier otra cosa, y que los hombres son capaces de matar a quien aman y de besar a quien odian si ello es necesario para cumplir sus ambiciones. Sí, cuando Andrés se hiciera adulto, debería decirle todo eso.
A medida que pasaban los días el humor de Marcelo se tornaba más taciturno.
—¿En qué estás pensando?
Marcelo desvió la mirada del plato de sopa y observó a su hermana, sentada frente él en la mesa. Guardaron silencio, pensando cada uno cosas distintas.
—Los Mola se trasladan a Barcelona.
—¿Significa eso que te vas a quedar sin trabajo?
—No se trata de eso. Me preocupa Andrés. No sé qué será de él bajo la influencia de un hombre como Publio. Deberías ver su última ocurrencia. Le ha regalado una espada japonesa auténtica. Y Andrés se pasea con ella todo el día. Ese arma está tan afilada que podría cortar una nube, y la dejan en manos de un niño como él.
La hermana de Marcelo se frotó las manos violentamente.
—Deberías preocuparte más por tu propio hijo y dejar que esos ricos se apañen con sus cosas.
Marcelo examinó con atención a su hermana. Era unos años mayor que él, y posiblemente ya no se casaría de nuevo. Ella había decidido venirse del pueblo para hacerse cargo del pequeño César cuando enviudó. Nadie le había pedido ese sacrificio, pero su hermana lo asumió como un deber, cuando en realidad los utilizaba a él y a su sobrino para esconderse de su propio fracaso como mujer. Por mucho que se lo propusiera, ella jamás alcanzaría a comprender qué sentimientos empujaban aquella repentina amargura en el corazón de Marcelo.
—Andrés se siente solo en esa casa. Sin su hermano, sin su madre, está perdido.
Su hermana dejó caer una risa sarcástica.
—Por lo que he escuchado, esa Isabel es de cascos bastante ligeros. No me extrañaría nada que ande zorreando por ahí con alguno.
El rostro de Marcelo se había petrificado, grabándose en sus mejillas y en sus párpados entornados un horror y una desilusión que lo destruían todo. Todo parecía haberse esfumado, engullido por una masa movediza invisible, pero que estaba allí, en la estancia.
—Hablas así porque nunca has sentido nada entre las piernas ni en ese corazón amargado que bombea bilis en lugar de sangre.
—¿Cómo te atreves? Solo es una desconocida, y yo soy tu hermana —dijo ella, levantándose hecha un basilisco. Salió de la cocina, pero se detuvo y volvió sobre sus pasos—. ¿Crees que soy idiota, hermano? Sé lo que sientes por esa mujer, lo que has sentido desde el primer día que la viste. Y te voy a decir una cosa por tu bien: apártate de esa gente o nos traerás la ruina a todos.
Marcelo apretó los puños.
—Ya es demasiado tarde —musitó, aunque su hermana no pudo oírle porque había salido dando un portazo.
Durante más de una hora Marcelo Alcalá se quedó sentado frente al plato de sopa fría, mientras su sombra se iba alargando contra las paredes y la noche entraba a degüello por las ventanas. Sentado con la vela de la mesa como único punto de luz, permanecía ausente, inmerso en pensamientos oscuros que tensaban sus facciones. De repente oyó el quejido de la puerta.
En el umbral apareció su hijo César. Sus enormes ojos se abrían mucho, arqueando las pestañas como pértigas.
—Padre, hay un hombre en la puerta que quiere hablar con usted.
Detrás de la figura escueta de César apareció la molicie siniestra de Publio, esbozando una sonrisa amenazante. Marcelo se puso muy rígido al ver al lacayo de Guillermo Mola.
—Hola profesor. Hace una noche estupenda y he pensado que podríamos dar un paseo en mi coche.
Marcelo tragó saliva. Sobre Publio corrían muchos rumores. Todo el mundo temía los arrebatos de aquel hombre con apariencia casi ascética. Había instaurado un régimen de terror basado en su fe inquebrantable en la violencia como mecanismo depurativo.
—Es muy tarde, don Publio…
Publio puso una mano amenazante sobre el hombro del hijo del profesor, César.
—No tienes nada que temer, profesor. Solo quiero que charlemos amistosamente sobre Isabel Mola.
Marcelo se encogió en la silla. Nadie sabía de qué crimen sería acusado en los tiempos que corrían, nadie podía sentirse a salvo. Muchos eran arrestados por la noche, sorpresivamente; dejaban sobre la mesa el plato de sopa caliente sin probar, las mujeres saltaban de la cama desconcertadas y corrían a abrazar a sus bebés que lloraban mientras los hombres de Publio destrozaban la casa, registraban cajones, armarios, rajaban los colchones, robaban la cubertería, las joyas, el dinero, o hacían bromas lascivas con la ropa interior que encontraban en la cómoda.
—Vamos a dar un paseo, profesor.
Marcelo sabía cómo terminaban esos paseos. Con aire de derrota, cogió su chaqueta.
—Ve arriba, César. Y dile a tu tía que tal vez mañana no venga a desayunar. —Marcelo se inclinó hacia su hijo y le dio un abrazo frío, echando fugaces miradas a través de la puerta, como si temiese algo. Cuando se separaron, sus ojos tenían una mirada melancólica, tintada con una dulce ironía.
—Cuando usted quiera —dijo, mirando a Publio.
César observó las manos nerviosas de su padre y su cuerpo empequeñecido mientras se dirigían al coche aparcado en la calle.
Publio se volvió en el umbral y le dirigió al niño una mirada compasiva.
—No llores por tu padre, muchacho. Los héroes no existen. Y los de la infancia menos que ninguno.