Capítulo 10

Barcelona. 22 de diciembre de 1980

María pidió un café y encendió el enésimo cigarrillo de la mañana. Dentro de la cafetería unos jóvenes mojaban churros en chocolate. Sobre sus cabezas colgaban en la pared grandes fotografías en blanco y negro de la ciudad a principios de siglo: la Gran Vía con el subsuelo agujereado por las obras del metro, hombres de aspecto cetrino, serios incluso cuando sonreían bajo sus anchos bigotes y sus sombreros blancos de paseo, trolebuses, tranvías y carros de tiro.

Pensó en la colección de fotografías antiguas de su padre, pero lejos de reconfortarla, la imagen de Gabriel le provocaba una desazón inconcreta. Dos días antes, la enfermera que lo cuidaba había llamado: se despedía. No hubo manera de convencerla para que recapacitase.

—No es una cuestión de más dinero, señorita Bengoechea —le había dicho por teléfono la enfermera—. Yo soy una profesional, y su padre, sencillamente, ha decidido tirar la toalla. No se deja cuidar, y yo no puedo permanecer impasible contemplando cómo se deteriora día a día. Es como si hubiese decidido suicidarse. Mi consejo es que lo ingrese en una clínica.

Mientras recordaba esa conversación, María tomó un sorbo de café. Notó que los labios le temblaban en el borde de la taza. Se concentró en que el temblor no se desplazase a los dedos.

—¿Qué narices me está pasando? —masculló, cerrando el puño. Otra vez aquellos malditos temblores y el cuerpo vuelto del revés. Fue al baño cuando intuyó que estaba a punto de vomitar el café.

Durante unos minutos interminables hundió la cara en un sucio retrete. No expulsó nada sólido. Solo el café y un hilillo de saliva con sabor amargo. Se sentó en el suelo de terrazo sucio, dobló las piernas y metió la cabeza entre las rodillas, rodeándolas con los brazos. Apagó la luz unos instantes. Eso la relajaba. Más tarde se lavó la cara descompuesta y se observó en el espejo sucio de salpicaduras y de pintadas soeces. Suspiró hondo. Las sienes le batían con fuerza y tuvo que desabrocharse la chaqueta y sujetarse al lavamanos para no perder el equilibrio.

Poco a poco se fue encontrando mejor. La ola ya había pasado por encima y solo quedaba un rumor lejano que se iba alejando del cerebro.

—Es solo un ataque de ansiedad —se dijo.

Fingió una sonrisa, y vestida con ella, salió del servicio y regresó a su mesa a esperar.

La puerta de la cafetería se abrió. Entraron varios clientes. Les resplandecía de frío la cara. El coronel Recasens entró tras ellos y se quitó el abrigo. Su cara era seria, parecía de mal humor. Se dejó caer en la silla, que crujió peligrosamente, y soltó sobre la mesa la cartera de piel y los dos periódicos que traía: El Alcázar y ABC

—Me alegro de volver a verla tan pronto, María —dijo a modo de saludo, sin darse cuenta de la palidez de la abogada, mientras se volvía hacia el camarero para pedir un café con leche regado con un largo chorro de coñac—. Ha estudiado la documentación que le dimos, supongo.

María asintió, sin apartar la mirada de su taza de café.

—Esa niña, Marta, ¿es cierto que la secuestraron?

Recasens apoyó los codos en la mesa y bajó el tono de voz.

—Me temo que sí. Es absolutamente cierto. Era la hija del inspector Alcalá. Tenía doce años. Pocas semanas después del secuestro, la esposa del inspector se quitó la vida, desesperada…

—Habla de la muchacha en pasado, como si estuviese…

—¿Muerta? No tenemos pruebas de ello. El cuerpo nunca se ha encontrado. Pero en todos estos años no hemos hallado un solo indicio que nos diga lo contrario. El único vínculo que nos une a esa niña es Ramoneda, su ex cliente. Y desde que asesinó a su mujer y a su amante desapareció sin dejar rastro.

—¿Cree que fue él, Ramoneda, quien secuestró a la niña?

Recasens guardó silencio. Cruzó las manos sobre la mesa y miró fijamente a María.

—No. Ramoneda solo era el correo, un matón de tres al cuarto que trabaja para otro. —El coronel abrió la primera página de El Alcázar y señaló con el índice la fotografía del diputado Publio.

María observó con consternación la fotografía. Publio tenía aire de buena persona. Mostraba una calma extrema, su sonrisa era bondadosa y su apariencia impecable.

—Parece incapaz de hacer algo malo —murmuró.

Recasens asintió. Publio era el abuelo perfecto, el esposo que toda mujer querría tener, el político en el que todos podrían confiar. En la billetera llevaba una fotografía de su esposa, de sus dos hijas y de sus nietos que mostraba orgulloso en cualquier ocasión. Y sin embargo, buena parte de las minutas que pasaba al Partido eran de sitios como el Regàs, la Casita Blanca o lugares de alterne de la calle Valencia, además de las cenas en los restaurantes más caros de la ciudad, donde siempre pedía mesa para dos. Sus acompañantes, uno diferente para cada ocasión, eran masculinos, guapos, jóvenes, fornidos, distinguidos, homosexuales y de gustos muy, muy caros.

Todos hacían la vista gorda. Publio tenía contactos al más alto nivel en el Gobierno, con los militares, la Iglesia y la banca. Con esas credenciales era difícil negarle nada.

—Es conocido por su tendencia a convertir en conspiración cualquier tertulia de café, pero excesivamente lábil e inconcreto como para poder ser acusado directamente de golpista, aunque es persistente voz inspiradora de desastres entre los cenáculos y mentideros del ejército. Publio es un hombre inteligente. Nunca se mancha las manos.

—Pero si sabe que está detrás del secuestro de la hija del inspector, ¿por qué no le detiene?

—No es tan sencillo. No existen pruebas que le incriminen directamente. Y sin pruebas ningún juez se atreverá a ponerle la mano encima. Publio es uno de los hombres más poderosos de este país. Está bien protegido. —Recasens hizo una significativa pausa. Cogió aire y dejó salir las palabras despacio, conscientes de su peso—. Pero existe una persona que tiene suficiente información como para hacerlo caer: César Alcalá. El inspector llevaba años investigándole. Y creemos que guarda en alguna parte las pruebas que incriminarían al diputado.

María empezaba a comprender.

—Entonces es con él con quien deberían hablar, y no conmigo.

—César Alcalá no hablará con nosotros. Si ha leído el informe, sabrá el motivo. No puedo culparle de que no se fíe de nadie. Investigaba a uno de los hombres más oscuros de esta joven democracia, y cuando creyó que podría atraparlo, secuestran a su hija. Nadie le ayudó a buscarla, nadie movió un dedo, a pesar de que se cansó de repetir que era Publio quien estaba detrás del secuestro. Al contrario: César Alcalá está en la cárcel, su hija desaparecida del mapa, y el único hombre que podría darnos alguna pista sobre su paradero, Ramoneda, está prófugo de la Justicia.

María había leído el informe. Pero no comprendía cómo el inspector seguía empeñado en su mutismo, a pesar de que su hija había desaparecido.

—¿Por qué no denuncia lo que sabe sobre Publio? Al menos podría vengarse de él.

—Marta. Es una garantía de silencio. Han convencido al inspector de que la muchacha está en su poder y de que la matarán si él habla.

—Pero usted ha dicho que no existen evidencias de que siga viva. ¿Y es cierto? ¿Está viva?

—Lo que importa es que el inspector así lo cree.

—¿Pero es cierto o no?

Recasens recapacitó.

—No lo sabemos.

María bebió un sorbo de café y encendió un cigarrillo. Necesitaba pensar y ganar algo de tiempo para aclarar las ideas.

—Y exactamente ¿qué espera de mí, coronel?

—Estoy convencido de que César Alcalá querrá hablar con usted, María.

María se mostró escéptica. Si había alguien a quién César Alcalá tenía razones para odiar, era ella.

—Conseguí que lo encerrasen en la cárcel, y por lo que yo sé no le va muy bien allí.

Recasens fumaba con los ojos entrecerrados. De vez en cuando dejaba caer la ceniza en el interior de la taza. La ceniza flotaba un instante sobre el resto de café y luego se convertía en una masa pegajosa. Estuvo un rato sin decir nada. Se limitaba a mirar hacia la calle, apoyando los codos en la mesa. Finalmente lanzó una bocanada violenta de humo por la nariz y la boca. Aplastó la colilla en el platillo de la taza y miró a María con una concentración que alarmó a la abogada.

Extrajo un pequeño sobre de su maletín de piel y se lo pasó a María por encima de la mesa.

—Usted y el inspector Alcalá tienen en común más de lo que cree, María.

María abrió el sobre. En el interior había una fotografía de color sepia. Era el retrato de perfil de una joven hermosa. Tenía el rostro a medio desvelar, cubierto en parte por una pamela ancha que caía sobre su ojo derecho. Fumaba como una actriz de cine, con la boquilla del cigarrillo elegantemente cerca de los labios, ligeramente entreabiertos. Tenía una mirada extraña, como la puerta de una jaula entreabierta, como una trampa seductora.

—¿Quién es?

—Se llamaba Isabel Mola. ¿Recuerda que le pregunté si había oído ese nombre alguna vez? Usted dijo que no. Tal vez su rostro le refresque la memoria.

María frunció el ceño. Nunca había visto a esa mujer, ni su nombre le decía nada.

—¿Qué tiene que ver conmigo o con César Alcalá?

Recasens miraba su café, escondiéndose en el poso negro de la taza y en las burbujas de la crema. Notaba una marea de palabras que le subían de las tripas. Intentaba contenerlas. Alzó la cabeza despacio y sonrió enigmáticamente.

—¿Por qué no se lo pregunta usted misma al inspector? —Se levantó de la silla con lentitud y se puso el abrigo—. Yo invito —dijo, dejando un billete de cien sobre la mesa.

—Ni siquiera querrá verme.

Recasens se encogió de hombros.

—Inténtelo, al menos. Pregúntele por Isabel. Ese será el punto de partida. Dele esperanzas, asegúrele que hacemos cuanto podemos para encontrar a su hija. María de nuevo sintió náuseas, pero el estómago estaba vacío. Se dobló un poco sobre el vientre y su mirada tropezó con el billete marrón de cien arrugado sobre la mesa. A través de la ventana su reflejo se emborronaba y se confundía en el tono gris de los otros transeúntes que iban arriba y abajo por la estrecha calle, embutidos en sus bufandas y cubiertos con grandes paraguas negros sobre los que resbalaba la lluvia.

—¿Lo hará, María? ¿Irá a ver al inspector a la cárcel?

—Sí… Lo haré… —musitó ella. Las palabras se le escaparon sin fuerza, casi sin voluntad.

De repente, sintió la necesidad de salir a toda prisa de allí.

A los dos días, María acudió a la cárcel Modelo.

En la planta de las oficinas el ambiente era recogido. No parecía una cárcel, sino una oficina contable cualquiera. A lado y lado de los pasillos se alineaban balduques, tomos enciclopédicos de actas y registros de todo tipo. Cuando se cogía un papel de las estanterías atestadas se levantaban cientos de partículas de polvo que durante un instante quedaban flotando en el aire, atravesadas por la luz de una lámpara de mesa.

Un funcionario le trajo los impresos que debía rellenar para visitar a César Alcalá. La hizo sentar entre dos cajas archivadoras. El funcionario se retiró arrastrando los pies, con el tono mortecino de los papeles que tocaba grabados en su piel. María lo miró y pensó que, al final, somos lo que hacemos.

Con la autorización cumplimentada se dirigió hacia la gran puerta de hierro que daba entrada al recinto carcelario. En la garita de acceso al módulo la recibió, muy envarado, un guardia, que se ablandó penosamente cuando María mostró su credencial de abogada.

—¿A quién quiere visitar? —le preguntó el guardia, algo turbado.

María dijo el nombre de César Alcalá. El rostro del funcionario se transformó en una superficie granítica. La miró de arriba abajo como si antes no la hubiese visto y «ordenó» que esperase.

Vinieron dos funcionarias a buscarla. La obligaron a pasar por un control exhaustivo. Registraron su bolso, la hicieron vaciar los bolsillos, quitarse el cinturón y el sujetador.

—¿El sujetador? —preguntó María, sin comprender.

—Son las reglas. Si quiere pasar, entregue el sujetador.

A María aquello le pareció abusivo e intolerable, pero ninguna de las dos guardias se dejó intimidar por sus amenazas.

—Es por su propia seguridad —dijo una, guardando las pertenencias en una bolsa de plástico.

—Vaya, me siento mejor, gracias —contestó ella con ironía que ninguna de ellas pareció percibir.

La hicieron entrar en una sala de espera con largos bancos de madera. En un rincón dos mujeres jóvenes charlaban animadamente. Eran gitanas, apenas unas niñas. Iban pintarrajeadas y vestían ropa muy ceñida y zapatos de tacón. Desde la otra parte de la sala podía notarse el perfume barato que usaban. Las dos miraron a María.

—Qué, ¿también vienes a desahogar a tu muchachito? —dijo una de ellas, haciendo el gesto de chupar un pene. Las dos gitanas se rieron de un modo que le puso los nervios de punta a María. Luego se olvidaron de ella y volvieron a su cháchara. Al cabo de unos minutos llamaron por megafonía a una de ellas.

Cuando se quedaron solas, la otra gitana miró a María con una mezcla de lástima y simpatía.

—¿Es tu primer vis a vis? —Una vez al mes permitían a los presos que se «portaban bien», la gitana insistió en eso con sorna, tener relaciones íntimas con sus novias o esposas durante una hora.

—Sí, aunque no es exactamente a eso a lo que vengo.

La gitana se mofó:

—Aquí no tienes que sentir vergüenza. Todas venimos a lo mismo. Tranquila. No está mal. La cama está limpia y hay ducha con agua caliente. El problema es que tengas ganas o no, tienes que «fichar». Los pobrecillos pasan mucha necesidad y no es cuestión de ponerse remolona. A mí me jode, porque vengo con la regla, pero haré lo que pueda. —Se rio con una brutalidad llena de tristeza. Debajo de toda aquella apariencia de furcia barata y del maquillaje grotesco, asomaba la timidez de una pobre niña que se entregaba a su compañero sin intimidad, sin preámbulos y sin romanticismo. Tenía que soportar con fingida chulería los comentarios procaces de los funcionarios y las miradas sucias de los otros presos al cruzar la cancela.

Llamaron por megafonía a la gitana. Se levantó y suspiró como quien va a la guerra, pero se recompuso enseguida. Le guiñó un ojo a María y salió contoneando el culo.

María se quedó sola un buen rato. Apenas había pensado en lo que iba a decirle a César Alcalá si aceptaba verla. Después de diez minutos se escuchó un chasquido en el altavoz y una voz femenina:

—Bengoechea Guzmán, María: locutorio número seis.

Entró en un cuarto de paredes desnudas con una cama de sábanas dobladas junto al cabezal. Había una silla frente a una ventana que daba a ninguna parte. Un cuadro vulgar de un frutero era la única nota de color en la habitación. En el techo zumbaba un fluorescente de luz molesta. A la derecha había un plato de ducha de obra y unos jaboncitos apilados sobre una toalla de baño. La puerta exterior era metálica y tenía una trampilla corredera a modo de visor. Encima había un gran reloj redondo que marcaba cada segundo que pasaba.

María se preguntó cómo era posible que alguien pudiera excitarse con aquel decorado. Olía a desinfectante industrial. Nunca había estado en un sitio así. Era todo frío y aséptico. Silencioso. Miserable a pesar de la aparente pulcritud. Triste. Sin emociones ni sentimientos.

Estaba nerviosa y le sudaban las manos. Le habían quitado los cigarrillos en la entrada. También las pastillas para el dolor de cabeza. Notaba un leve zumbido en el oído derecho, como el aleteo de una mosca atrapada en alguna parte de su cerebro. Empezó a sentirse mal. Quería salir. Se asfixiaba.

En aquel momento se escuchó el chasquido de la cerradura de la puerta y esta se abrió de par en par, dejando paso a un hombre cuyos nervios se tensaron como cables al reconocerla.

César Alcalá arqueó las cejas. La examinó con atención durante unos segundos. Sus ojos bascularon y su expresión se suavizó incomprensiblemente. De modo que esa era la visita que debía esperar. El cabrón de Publio no dejaba de sorprenderle.

María observó las manos esposadas del inspector.

—¿No puede quitarle los grilletes? —le preguntó al funcionario que custodiaba a César Alcalá.

El funcionario dijo que no. Obligó a César Alcalá a sentarse en una silla y después se retiró a la penumbra como si quisiera desmarcarse de la situación, pero recordando que, aunque invisible, permanecía vigilante.

—¿Tiene un cigarrillo? —dijo César Alcalá, clavando sus ojos en María.

Ella se sentó frente a él. Entre ambos había una mesa metálica con la superficie pulida en la que se reflejaba con intensidad la luz del techo.

—No. Me los han quitado a la entrada.

César asintió, como si toda la vida hubiese estado allí, frente a la mujer que consiguió meterlo en la cárcel.

—En aislamiento no nos permiten fumar —dijo—. Temen que podamos cortarnos las venas con la colilla endurecida o que prendamos los colchones para abrasarnos vivos. Nos dejan morir poco a poco en este sótano pero les da miedo que nos suicidemos. Es por el papeleo, ¿sabe? A los funcionarios les horroriza la burocracia.

María puso cara de circunstancias.

Durante varios minutos, el inspector la examinó.

—Está cambiada, abogada —dijo, con una mueca de ironía, como si eso le decepcionase.

—Usted tampoco tiene muy buen aspecto, inspector —se atrevió ella a responder. Era cierto. En el cráneo rapado de Alcalá sobresalían bultos de heridas mal cicatrizadas y golpes de color morado. Tenía la piel tatuada con la luminiscencia pálida y floja de la cárcel.

Él sonrió, asintiendo.

—Al principio de estar aquí intenté cuidarme. Fue mientras creí que mi recurso prosperaría y que lograría salir, al menos con un indulto. Pero luego los días empezaron a acumularse, uno encima del otro, y acabé por dejarme ir, como todos. En un sitio como este no tiene sentido alimentar esperanzas. Lo único que consigues es hacerte más daño. —Permaneció en silencio, observando la superficie de la mesa como si contemplase el fondo de un lago. Luego se incorporó, irguiendo los brazos y mostrando las esposas—. Es irónico. Pero en parte debo estarle agradecido por encerrarme aquí. Al menos ahora puedo compadecerme de mí mismo.

María se sintió violenta. Era la calma absoluta del inspector al hablarle, su falta de emociones, lo que la violentaba.

—Supongo que me odia.

—Supone bien. Pero no se engañe. Aquí el odio es algo que se macera despacio, que se vuelve racional y que al ser estéril se enquista como un tumor en el cerebro del que es imposible librarse… Es difícil de entender.

María miró el reloj de la pared. El tiempo que le habían dado se escapaba deprisa.

—¿El nombre de Isabel Mola le dice algo?

Notó en el inspector un destello de sorpresa y luego que la mirada se le ensombrecía. Solo fue un instante. Alcalá enseguida recompuso el gesto, como si echase una pesada cortina sobre su alma.

—Tiene usted muchas narices viniendo aquí después de todo lo que ha pasado… —dijo el inspector con aparente indiferencia. Y sin embargo, había algo en él que pareció removerse pese a su voluntad.

El funcionario salió de la penumbra. Suspiró y echó una mirada de reojo al reloj. Se acababa el tiempo.

—No ha contestado a mi pregunta —insistió María.

El inspector se puso en pie:

—Así es, no lo he hecho. Primero debería saber por qué me lo pregunta.

María frunció el entrecejo.

—Un hombre vino a verme. Dijo que usted y yo tenemos en común un vínculo con esa mujer.

Los ojos de César Alcalá se iluminaron con incredulidad. Examinó a la abogada con minuciosidad, tratando de adivinar algo sobre ella.

—Eso es absurdo.

—Puede que no tanto —dijo ella. Sacó del bolsillo la fotografía de Isabel Mola que Recasens le había dado, y se la mostró—. Es ella, ¿verdad? Esta es la mujer que asesinó su padre en 1941. Conozco la historia. Me he informado. Lo que puede que usted no sepa es que mi padre, Gabriel Bengoechea era forjador en aquel tiempo, y que trabajó para los Mola. Fabricó una hermosa catana para el hijo pequeño, Andrés. Tal vez su padre le habló alguna vez de La Tristeza del Samurái.

César Alcalá negó lentamente con la cabeza, como si no terminase de creer lo que le decía esa mujer, como si esa revelación lo sobrepasara. Alzó lentamente los ojos vidriosos.

—¿Y eso es lo que nos hace herederos de un pasado en común?

—No lo sé. —Fue la sincera respuesta de María.

El inspector miró hacia un lado, buscando algo en su memoria. Luego enderezó los hombros, como si quisiera levantarse sobre su decadencia.

—¿Por qué no? Puede ser divertido —dijo, como si hablase consigo mismo. El funcionario lo obligaba ya a caminar hacia la puerta—. Venga a verme, si quiere. Hablaremos sobre Isabel, sobre nuestros padres, y sobre espadas y tristezas.

A partir de ese momento, visitar a César Alcalá se convirtió en una rutina para María. Cada mañana acudía a la cárcel con el ánimo extraviado, sin saber qué se encontraría. César Alcalá no era un hombre fácil. No se fiaba de ella. Al principio ambos se limitaban a sentarse el uno frente al otro en silencio, dejando que los veinte minutos de la visita se agotasen entre miradas de recelo. Poco a poco, María fue comprendiendo lo que la cárcel puede hacerle a un hombre: anular todos sus afanes, convertir el silencio en la manera más certera de comunicarse y de conocer a alguien. La abogada aprendió a no apremiar al inspector con preguntas pueriles; solo se quedaba sentada frente a él, esperando, sin saber exactamente qué.

Fue el propio César Alcalá quien empezó a hablar. Al principio de cosas sin importancia, describía las rutinas carcelarias, comentaba alguna noticia aparecida en los periódicos, preguntaba cosas del mundo exterior. Hasta que una tarde, mientras el sol se iba escondiendo detrás de los muros y los inquietantes sonidos de la cárcel se agigantaban, el inspector le preguntó cuál era el motivo real de que María le visitase día tras día.

María hubiese podido darle cualquier respuesta. Decirle que lo hacía porque Lorenzo y el Coronel Recasens así se lo habían pedido; asegurarle al inspector que su única intención era ayudarle. Pero nada de eso explicaba en su totalidad las razones que la empujaban a acudir cada mañana allí. Y la pregunta que llevaba tiempo quemándole la garganta salió a borbotones:

—¿Cómo pudo hacerle a Ramoneda lo que le hizo?

El inspector desvió la mirada. No le gustaba hablar de aquello. Pero María descubría en aquellos silencios cosas inquietantes, cosas que el inspector no quería desvelar, y que intuía que tenían algo que ver, directa o indirectamente con ella.

Cuando su hija Marta desapareció, César Alcalá se volvió loco. Acudía cada mañana a la plaza en la que Marta fue vista por última vez. Era lo único que podía hacer: rebuscar en las papeleras, escrutar cada baldosa del empedrado, cada ventana de los edificios colindantes, las caras de los transeúntes, buscar cualquier indicio, cualquier señal que le indicase el camino para encontrarla.

Al cabo de una semana sin noticias, sin saber qué había sido de su hija, dónde estaba, sin que nadie pareciese tomarse en serio su desaparición, vio aparecer entre las ráfagas de aire a un mendigo que pasó junto a él arrastrando cabizbajo su carro de basura, dejando las roderas en la nieve. Andaba como un animal de carga, empujando el mentón hacia adelante, impulsándose con todo el cuerpo sin soltar la boquilla parduzca que le colgaba en los labios. Apenas desvió un instante sus ojos enrojecidos por el vino y el frío para mirar al inspector y sonrió con burla. O tal vez solo fue una mueca de fatiga que enseguida desapareció.

A simple vista era como los demás mendigos que pululaban por el centro. De edad indescifrable. Tenía la cara llena de costras. Una barba espesa y sucia endurecía su cara. Se cubría con varios jerséis y con un abrigo que le venía grande y que arrastraba por el suelo. En el pantalón de tergal se dibujaba una mancha de orines secos a la altura de la entrepierna. Los dedos, gruesos y velludos, terminaban en uñas negras, mordidas y llenas de padrastros.

—Pero de repente, la cara de aquel mendigo, su mirada, me resultaron familiares: Ramoneda, un confidente que de vez en cuando pasaba informes a la brigada a cambio de algunos favores. «¿Qué vienes buscando por aquí?», le pregunté. Ramoneda se encogió de hombros. Se quitó de la boca la colilla babeada y abrió los brazos, se quitó en actitud de respeto el gorro de sucia lana que le cubría la calva apretándolo contra el pecho. Solo quería darme las condolencias, dijo. Entonces entornó la mirada, que se tornó líquida, sacó algo arrugado del bolsillo y me lo mostró. Era la cinta del pelo que llevaba puesta Marta el día que desapareció. «Alguien me ha pedido que le diga que su silencio es el precio por la vida de su hija».

El inspector no le dejó decir nada más. Como una marea enardecida e imparable se desató la ira de aquel padre que ansiaba alguien contra quien verter tanto dolor, tanta incertidumbre y tanta frustración. Sin darse cuenta de lo que hacía, cegado por el odio, sacó su pistola y la hundió en la boca de Ramoneda, haciéndole saltar un diente.

—¡¿Dónde está mi hija?!

Ramoneda truncó sus palabras en un grito agudo y muy breve. Ensangrentado, se tambaleó y cayó a los pies del inspector, que empezó a patearlo como a un fardo, gritándole la misma pregunta una y otra vez. La plaza, poco transitada, servía de altavoz para los gritos y los golpes, y no tardaron en asomarse vecinos a las ventanas de los edificios colindantes.

—Dime lo que sabes ahora mismo o te reviento —le advirtió el inspector a Ramoneda, haciendo caso omiso de la gente que poco a poco se iba acercando a ellos.

Ramoneda escupió restos de labio partido. Los ojos fuera de sí del inspector hacían muy creíble su amenaza.

—Yo solo soy un mensajero, inspector. No sé nada más.

—¿Quién te ha dado esta cinta del pelo?

Ramoneda titubeó. César Alcalá le golpeó con brutalidad la cabeza contra los adoquines.

—Un par de matones. Creo que trabajan para don Publio —sollozó Ramoneda.

De repente, la mirada de César Alcalá se tornó gélida. Alzó la cabeza y vio el bullicio que se estaba formando. No tardaría en aparecer una patrulla uniformada, y en cuanto saliera a relucir el nombre de Publio, aquel cabrón se le escurriría de las manos como un pez. Pensó con rapidez.

Sacó las esposas y engrilletó a Ramoneda, obligándolo a ponerse en pie.

—Soy policía —gritó a la gente que se agolpaba frente a ellos. Esgrimió su credencial como si fuese un crucifijo que espantaba a los vampiros. La gente se abrió a su paso con miradas cargadas de odio, mientras el inspector arrastraba a Ramoneda hacia el coche, aparcado a cincuenta metros. De repente, el mendigo se revolvió dirigiéndose a la multitud.

—¡Me va a matar! ¡Ayúdenme!

La gente empezó a enervarse y alguien comenzó a gritar:

—Ya está bien, torturadores, putos fachas. No se puede tratar así a la gente. Franco se ha muerto, cabrón…

Se sucedían los gritos y la gente se iba envalentonando. Alguien lanzó una piedra que impactó en el hombro del inspector, que no soltó a Ramoneda. Cayeron botellas y latas a su alrededor. El inspector obligó a Ramoneda a entrar en el coche golpeándole las costillas.

Consiguió ponerse al volante pero la gente rodeó el coche y empezó a zarandearlo. Y lo hubiesen linchado allí mismo si el inspector no hubiese sacado la pistola por la ventanilla encañonando a la turba, que se abrió lo suficiente para salir de allí, acelerando con chirriar de ruedas.

Lo que ocurrió después, César Alcalá hubiese preferido no tener que recordarlo. Se repugnaba a sí mismo cada vez que se miraba las manos, cada vez que escuchaba en su mente los gritos de dolor de Ramoneda en aquel sótano donde lo tuvo encerrado una semana de locura. Le hizo cosas terribles, cosas de las que no creía capaz a ningún ser humano. Pero César Alcalá no era humano en esos momentos, era como un perro rabioso que mordía y desgarraba sin ser consciente del dolor que causaba, solo del dolor que él sentía.

No sirvió de nada. Ramoneda se hubiese dejado matar, o quizá sencillamente no sabía más de lo que le dijo: que hombres relacionados con Publio se habían llevado a su hija.

Aquella noche volvió a casa con los nudillos rotos y en carne viva de tanto golpear, con el alma convertida en un agujero negro por el que se escapaba a borbotones el hombre que había sido hasta entonces. Sabía que no tardarían en venir a detenerlo. No le importaba. Había perdido a su hija, creía haber matado a un hombre a golpes. Ya no era César Alcalá, era un desconocido.

Encontró a su esposa Andrea en la habitación de Marta. Sentada en su cama, jugando con las muñecas de su hija alineadas en el estante de la pared, musitando nanas, como si aquellas muñecas de trapo pudieran devolvérsela.

César Alcalá le contó lo que había hecho.

Durante mucho rato Andrea contempló la carne rota de las manos de su marido, sin un ápice de compasión; parecía no comprender lo que César le estaba diciendo.

—¿Me has oído, Andrea? He matado a ese hombre.

Ella asintió con la mirada ausente, el pelo revuelto y la expresión de una de aquellas muñecas sin vida.

—¿Qué pasará ahora? —acertó a preguntar, como si de repente recuperase la cordura.

César Alcalá se dejó caer contra la pared hasta sentarse en el suelo. Hundió la cabeza entre las piernas.

—Mañana iré a entregarme, si es que no vienen a buscarme antes. Me mandarán a la cárcel.

Por la mañana, César Alcalá encontró muerta a su esposa.

Se había pegado un tiro en la cara y yacía en la cama de su hija. Al recordarlo, el inspector Alcalá no podía quitarse de la cabeza aquella mancha grumosa sobre el papel rosado de la habitación de Marta.

César Alcalá guardó silencio, como si las palabras fueran succionadas por las imágenes que proyectaba su memoria.

—¿Por qué eligió esa habitación, y no el baño, la cocina, el dormitorio? —se preguntó en voz baja, recordando el cuarto de la niña, la colchita con volantes de blonda de su cama salpicada de sangre, el estupor sangriento del rostro de sus muñecas amontonadas en la estantería.

María no supo qué contestar. Pensaba en su madre, colgando de una viga. En los silencios de su padre. En su ignorancia fingida sobre lo que ocurrió realmente.