Capítulo 9

Prisión Modelo (Barcelona). Diciembre de 1980

—Feliz cumpleaños, Alcalá.

César frunció el ceño. Le faltaban unos meses para su cumpleaños. Pero captó la ironía del guardia. Hoy cumplía el tercer año de condena.

—Gracias, don Ernesto; usted siempre tan atento. —Una de las paradójicas leyes del mundo paradójico que era la cárcel decía que los presos trataban de usted a los guardias y que estos tuteaban a los presos. Era uno de los sistemas que cuidadosamente marcaba diferencias entre unos y otros.

A pesar de esa educada distancia, César sentía cierto afecto por aquel guardia cincuentón de aspecto descuidado. Se portaba bien con él, y cuando necesitaba algo del economato o de la biblioteca se lo conseguía o le facilitaba el acceso. Entre ambos existía una relación cordial, impecable pese a la distancia profunda que les separaba. La razón era que el guardia tenía una hija que debía de rondar por entonces la edad que hubiese tenido su hija Marta.

El funcionario conocía la historia de César y se compadecía de él. El guardia solía mostrarle orgulloso la fotografía de su hija que guardaba en la cartera. Era azafata de Iberia. Muy guapa, lo que parecía preocupar al padre.

—Tanto vuelo para México, no me gusta. Cualquier día me la desgracia un sobrecargo —se quejaba.

Esas complicidades, tan comunes en la vida cotidiana, allí dentro eran peligrosas. Podían denotar un trato de favor que ni el resto de presos ni los funcionarios hubiesen aceptado de buen grado. Y César ya tenía bastantes problemas con el resto de internos como para buscarse más. De manera que cuando se abrían las celdas procuraba mantener una actitud distante con don Ernesto, como hacía con los demás, dejándose llevar por la jerga abstrusa que ya dominaba perfectamente, y que clasificaba a los funcionarios en: «cerdos», «perros» o «hijos de puta», en función de su trato con los presos.

Pero en aquel momento los dos estaban solos y podían tratarse como seres humanos.

—¿Qué te parece la que están montando ahí afuera? —le preguntó el funcionario a César, asomándose a la ventana que daba al patio.

Abajo el bullicio era constante, pero no era un movimiento ordinario de presos formando grupitos, de parejas paseando arriba y abajo, de solitarios mirando los altos muros. Aquella mañana todo giraba entorno al enorme abeto navideño que Instituciones Penitenciarias había traído en un camión grúa.

—Resulta paradójico —se limitó a decir César, apoyando su rostro en los fríos barrotes de la ventana, mientras observaba el afán de los presos trepando por las escaleras, colocando guirnaldas de papel achalorado, bolas de papel pintadas de colores, campanillas de plástico y muñecos de navidad.

—¿Qué es paradójico? —preguntó el funcionario Ernesto, que no estaba muy seguro del significado de la palabra.

—Que a pesar de todo, también aquí llegue la Navidad.

La algarabía era considerable. Los presos se gritaban unos a otros, se daban instrucciones contradictorias, discutían, pero parecía caer sobre ellos un efecto balsámico, un pedacito de alegría que soltaba aquel abeto cada vez que le sacudían las ramas y dejaba caer mansamente la pinaza de sus ramas.

—Siempre es mejor algo que nada —dijo Ernesto, consciente de que aquella solo era una tregua de corta duración. Cuando un preso de aspecto famélico se encaramó hasta lo alto de la copa y dejó, más torcida que derecha, la estrella de la Anunciación, los presos del patio irrumpieron en aplausos y gritos, como si les acabasen de conceder a todos la amnistía.

César se apartó de la ventana. Inconscientemente se tocó la pierna derecha. Hoy le dolía más de lo habitual. Tal vez era por el frío y la humedad de su nueva celda.

—¿Qué tal va esa pierna? —preguntó el funcionario con cierta preocupación.

César Alcalá se levantó un poco la pernera, dejando a la vista la fea cicatriz que los puntos de sutura le habían dejado como recuerdo.

—El médico dice que tal vez no vuelva a caminar bien nunca. Pero he tenido suerte, podría haber perdido el pie.

El funcionario sacudió la cabeza. Después de tres años, César seguía con vida, a pesar de las palizas y de las cuchilladas que había recibido. No solo eso, sino que se había ido endureciendo como las iguanas al sol, esos reptiles que no se inmutan ante casi nada.

César Alcalá era distinto. Al andar o hacer algún trabajo de fuerza, sus músculos se tensaban vigorosamente y se movía con agilidad, lo que le hacía parecer joven. Pero en otras ocasiones, sobre todo cuando dejaba ir la mirada, sentado en una caja de frutas vacía o encima de una tarima improvisada, parecía mucho mayor, una especie de sabio antiguo al que la gente miraba como a un Mesías. Llamaba la atención por aquella manera de andar con las piernas separadas, dando grandes zancadas. Irradiaba algo poderoso, una fuerza que atraía y asustaba a partes iguales. En ocasiones se ponía de pie, sobre una bala de tablones, y contemplaba la altura de los muros del patio, como si sopesase la posibilidad de alzar el vuelo por encima de ellos. Los otros presos lo miraban y contenían la respiración: todo el mundo soñaba con escapar, con conseguir saltar sobre esos muros, pero solo aquel policía solitario parecía capaz de lograrlo si realmente se lo proponía.

Incluso los guardias procuraban mantenerse alejados de él. Aunque César Alcalá apenas se relacionaba con otros, y aunque su comportamiento era discreto y ausente, todos ellos se habían formado la idea de que era un rebelde, un agitador. Un agitador es el que remueve, el que inquieta el pensamiento y despierta las conciencias adormiladas. Y César, sin hacer ni decir nada, soliviantaba a los demás con su mirada determinada.

Sin embargo, la última agresión que había sufrido Alcalá a manos de ciertos presos había sido tan brutal que nadie entendía cómo seguía de una pieza. Dentro de la cárcel existía otra cárcel aún más lúgubre, con leyes no escritas que marcaban el día a día y que eran dictadas por los jefes de las galerías, presos peligrosos que se rodeaban de una caterva de perros rabiosos para imponer su caprichosa voluntad. A César se la tenían jurada. Por esa razón le habían golpeado con un mazo de obra la rodilla y el tobillo derecho hasta hacérselo puré.

—Deberían haber estado allí los funcionarios de guardia —dijo el funcionario Ernesto, como si la responsabilidad de lo que le había pasado a César fuese suya—. Siempre hay uno en las duchas. Y además, no entiendo cómo los presos que te atacaron consiguieron pasar al interior el mazo desde el taller de herramientas.

César Alcalá relativizó el asunto.

—Alguien les pagaría para que se esfumasen.

—No hables así, Alcalá. Son mis compañeros —dijo Ernesto, mostrando un corporativismo del que, sin embargo, no se sentía demasiado orgulloso. Sabía que se cometían excesos, y que por una o dos manzanas podridas todos eran tachados de la misma manera, pero aun así, y aunque apreciase a Alcalá, no podía permitir que hablase con ironía de sus compañeros.

—Tiene usted razón, don Ernesto, perdone —contestó César, sin ánimo para discutir lo obvio. Contempló el árbol de Navidad del patio con tristeza. Se volvió hacia el funcionario, y aunque ya sabía la respuesta repitió una vez más la misma pregunta que venía haciendo desde hacía meses—. ¿Cuándo me dejaran salir de aislamiento?

El funcionario desvió la mirada hacia la pared, como si algo llamase su atención. En realidad, solo quería esquivar aquellos ojos inquisitivos.

—Pronto, Alcalá… Pronto.

César Alcalá no se hizo ilusiones. Allí adentro, pronto significaba nunca.

Detrás de una cancela herrumbrosa se extendía el maltrecho jardín de la cárcel. Una brigada de presos de confianza, los menos conflictivos, cavaba una zanja. Terminaban de romper la capa de hielo con piedras y picos. Estaban contentos. El trabajo les mantenía el cuerpo caliente y durante unas horas al día podían huir de las cucarachas y de las ratas de sus celdas. A veces la niebla se levantaba, y de reojo espiaban el muro coronado de alambre de espino. Las mujeres y las familias se acercaban cuanto podían y les enviaban saludos o les mandaban pelotas de tenis, haciéndolas volar por encima de la concertina. Muchas no alcanzaban su objetivo, pero algunas caían en el jardín y el afortunado escondía a toda prisa el paquete de tabaco, el dinero o la droga que venía en su interior.

César envidiaba aquel trabajo. Al menos aquellos hombres intercambiaban miradas, sonrisas, gestos cómplices con otros seres humanos. Trabajar codo a codo con alguien, sentir el brazo de otro, les ayudaba a no enloquecer. Los veía desde su celda y sentía envidia de ellos, los consideraba privilegiados, a pesar de que esos hombres trabajaban hasta que las manos les sangraban y se les caían las uñas congeladas de los pies. Eso no era peor que estar todo el día sentado frente a una pared de hormigón, sin hablar apenas con nadie, sin poder acallar la voz interior que día tras día lo iba destruyendo.

—Si no salgo pronto de esta celda, si no consigo una ocupación, me volveré loco.

El funcionario Ernesto alumbró una amplia sonrisa.

—Quizá no puedas salir todavía a las zonas comunes, pero he conseguido que tengas un compañero de celda. Al menos podrás hablar con algo que no sea tu sombra reflejada en la pared.

César Alcalá recibió la noticia como un soplo de aire.

—¿Un compañero?

La sonrisa del funcionario se desdibujó un tanto.

—Sí. Justo Romero.

La expresión de César Alcalá se petrificó.

—¿Justo Romero?

Justo Romero no era un preso cualquiera. Bajo su apariencia hueca y menuda, como si la ropa de su cuerpo se sostuviera en vilo por el aire, se escondía una determinación feroz y una crueldad que nada tenía que ver con el resto de «jefes» de la cárcel. Precisamente porque era frío, justo e inflexible, inspiraba mucho más terror que los demás. Él marcaba las reglas, unas reglas claras y diáfanas. Si se respetaban, Romero podía ser amable, buen conversador y equilibrado. Si se quebrantaban sus normas, alzaba la mano como los emperadores romanos y ante la vista de todos, inclinaba el pulgar hacia abajo, marcando la suerte inexorable de quien le hubiese traicionado. Indefectiblemente, el condenado aparecía muerto a los pocos días.

Por otro lado, su «negocio» era atípico. Romero detestaba a los yonquis, pero sobre todo odiaba a muerte a los camellos; decían que un hijo suyo había muerto de una sobredosis de heroína. Por esa razón toleraba a los traficantes fuera de su galería, pero de la cancela hacia adentro no podía entrar ni una jeringuilla.

Lo suyo era conseguir imposibles.

—Yo no trafico con el dolor. Soy un vendedor de sueños, y en un lugar como este, lo sueños son muy necesarios, ¿no te parece?

Así fue como se presentó ante César Alcalá el día que lo trasladaron hasta su nueva celda.

—He pedido que me trasladen contigo, pero no te equivoques: ni soy maricón, ni pienso protegerte. Eso perjudicaría mi negocio; tú estás marcado, y más pronto o más tarde saldrás de aquí con los pies por delante.

César contempló a aquel hombre de pequeña estatura y cara casi de niño, inofensivo como esas minúsculas bacterias que pueden gangrenar cualquier herida.

—Entonces, ¿qué haces aquí?

Romero saltó de la litera, él ocupaba la de arriba, y se acercó al inspector.

—Conozco tu historia y siento curiosidad. Yo también perdí a un hijo con catorce años.

César Alcalá dejó sus sábanas y la funda de la almohada en el camastro que quedaba libre.

—Yo no he perdido a mi hija —se limitó a decir, tumbándose con la cara hacia la pared.

Romero no insistió. Era un hombre paciente, solo siéndolo podían soportarse los doce años que llevaba cumpliendo condena por algo que nadie sabía.

Con el paso de las semanas, César Alcalá comprendió a qué se refería su nuevo compañero cuando se autonombraba vendedor de sueños. La celda era como una especie de ventanilla hacia el mundo exterior por el que pululaban cada día presos en busca de las cosas más insólitas: un medicamento concreto, un libro especial, una puta para tener relaciones, un certificado médico para solicitar el tercer grado, títulos de la uned, un escapulario de la Virgen de Montserrat… Cualquier cosa que se le pidiese. Romero conocía a todo el mundo, desde los presos del economato al director de la prisión, pasando por asistentes sociales, personal exterior, guardias, funcionarios, incluso con el capellán tenía trato preferente. Todo el mundo le pedía favores y a todo el mundo se los cobraba puntualmente.

—¿Y tú qué, Alcalá? ¿No piensas pedirme nunca nada?

César Alcalá se mostraba renuente. Intuía que caer en las garras de Romero era peor que cualquier otra cárcel.

Dos veces al día, permitían que César saliera a un pequeño patio de no más de seis metros cuadrados con el cielo descubierto. Eran períodos cortos de veinte minutos en los que podía ver la luz del sol, cuando los demás presos estaban en las galerías. Aquella mañana hacía frío y una niebla espesa escondía los límites del muro, como si este no existiese. Como si César fuera completamente libre.

Al otro lado del muro, de manera sorprendente, escuchó las notas de un violín atravesando el dolorido silencio. El corazón se le encogió. Aquello era inesperado. Un violín rasgando la niebla de una cárcel. Tal vez era un preso tocando, tal vez alguien en la calle. Tal vez era tan solo su imaginación. ¿Qué podía importar? Se acercó arrastrando el pie derecho, definitivamente atrofiado, al límite de seguridad.

El guardia que lo custodiaba le ordenó volver a la zona segura, una absurda raya pintada en el suelo. Las leyes eran absurdas, pero debían cumplirse. Él no obedeció. Prefería morirse que moverse de allí. Lo único que quería era sentarse un minuto en el suelo y escuchar aquella música. Un minuto de humanidad.

El funcionario quiso sacarlo de allí a la fuerza, y él se defendió. Sin darse cuenta, soltó un manotazo que golpeó en la boca al funcionario. No podían quitarle ese minúsculo placer. No era nada para el funcionario, pero para él lo era todo en aquel momento. Entraron más funcionarios alertados por su compañero.

—Solo quiero escuchar la música.

No lo comprendieron.

Le dieron una tremenda paliza y lo arrastraron hasta la celda inconsciente. Dijeron que había querido escapar. ¿Escapar adónde? Solo había cuatro paredes de cinco metros de alto con espinos donde se quedaban atrapadas hasta las briznas de aire.

Lo trasladaron a la celda de aislamiento. A la mañana siguiente no lo sacaron, ni a la otra, ni a la siguiente tampoco. Durante más de una semana no vio la luz y tuvo que tirarse contra las paredes de adoquines y pegarse bien fuerte para no quedarse congelado o dormido, cosa que esperaban con impaciencia las voraces ratas con las que se disputaba el espacio y la comida.

Finalmente, vinieron a buscarlo cuando ya creía haber perdido la razón.

—Vaya, parece que las vacaciones no te han sentado muy bien —dijo Romero al recibirlo. Su voz sonó burlesca. Sin embargo, en el fondo de sus ojos había un sentimiento de tristeza y de compasión.

César Alcalá se arrastró hasta su cama. Se tumbó y cerró los ojos. Solo quería dormir.

Poco a poco llegó a formalizarse un tipo de relación entre ambos presos que, sin ser de amistad, podía ser considerada cordial. Empezaron a intercambiar recuerdos, como si pretendiesen no olvidar que todavía quedaba algo de lo que fueron ambos, antes de cruzar aquellas cancelas.

Un día, sin que le pidiese nada a cambio, Romero le consiguió un pequeño magnetófono y una cinta de radiocasete.

—Me han dicho que te gusta mucho la música clásica —dijo Romero en plan irónico, recordando el episodio del patio y el violín.

—¿Manuel de Falla?

Romero se encogió de hombros.

—Esto no es la ópera de Viena. Es lo que te he podido conseguir.

Por las noches, cuando se apagaban las luces, César Alcalá utilizaba una linterna para leer bajo la manta. Romero sabía que lo que leía el inspector no eran libros ni revistas. Eran pequeñas notas manuscritas, cientos de ellas que Alcalá escondía en una caja de zapatos bajo la litera. Después de leer aquellas breves frases, César Alcalá contemplaba largamente las fotografías reconstruidas con celo de su hija y de su padre, colgadas sobre el cabezal. A veces Romero lo oía llorar.

—¿De quién son esas notas que recibes?

—No sé de qué notas hablas.

—Como quieras…

Pasaba el tiempo de una manera extraña, como si no existiera. Todo era continuidad, el mismo instante repetido una y otra vez. Las mismas rutinas, los mismos gestos, el mismo hastío. Sin darse cuenta, o sin poder evitarlo, la esperanza de Alcalá iba diluyéndose, como la de todos los hombres que vivían dentro de aquellos muros. Poco a poco iba olvidando el pasado, su vida anterior, los olores de la realidad. Únicamente aquellas notas que le llegaban de tanto en tanto parecían reanimarlo, como una gota de agua cayendo sobre una tierra sedienta. Pero ese efecto revivificador duraba poco, y el inspector volvía a sumirse en la letargia habitual.

Hasta que esa rutina se rompió una mañana, cuando al regresar a su celda encontró sentado en su cama a un tipo vestido con un elegante traje negro, como el de un director de banco.

César Alcalá asomó la cabeza hacia el pasillo. No había ni rastro de Romero. Después examinó con cuidado a su visitante. Dedujo que era inútil preguntarle cómo había conseguido que lo dejaran entrar en la galería y en su celda.

—Está usted sentado en mi litera. ¿Qué es lo que quiere?

El hombre despreció con su mano de dedos largos lo que veía.

—No es muy cómodo este hotel, y a juzgar por su aspecto viene de otro de peor catadura. ¿No se cansa de estar aquí, luchando por un miserable espacio con mangantes de tres al cuarto?

César Alcalá sopesó cuánto duraría un tipo como aquel entre aquellos mangantes del «tres al cuarto». Desde luego, no tres años.

—¿Viene de parte de Publio? Si es así, dígale a ese hijo de puta que no he dicho nada, ni pienso hacerlo, mientras cumpla su palabra.

—¿Se refiere a esto? —El hombre sacó del bolsillo interior de su americana una nota con papel de arroz sin matasello y la arrojó a los pies de la cama.

César Alcalá se apresuró a rasgar el sobre y a leerla, concentrado, con los ojos brillantes.

De repente, le asaltó una inquietud tremenda.

—¿Cómo sé que son de ella?

El hombre sonrió.

—No lo sabe, ni tiene manera de saberlo. Pero es lo único que tiene, ¿verdad? Y se seguirá aferrando a esa creencia mientras siga aquí.

—No le he dicho nada a nadie —dijo con terquedad el inspector, guardando avariciosamente aquella nota bajo su camisa.

—Eso está bien. El equilibrio es la clave de la armonía. Si todos cumplimos nuestra parte, nadie sufre.

César Alcalá miró con odio a aquel hombre. No les bastaba con haberle quitado a su hija, a su mujer, no se contentaban con encerrarlo de por vida, por intentar matarlo una y otra vez en la cárcel. Llevaba tres años soportando todo aquello, tres largos años sin abrir la boca, pero aun así, le enviaban anzuelos para ponerle a prueba.

—Dile a tu jefe que es inútil que siga intentando matarme aquí dentro.

El hombre fingió no saber de qué le hablaba el inspector.

—Hay algo que debemos pedirle. Dentro de unos días, probablemente venga a visitarle una persona. Querrá saber algunas cosas. No se niegue a colaborar con ella, gánese su confianza. Pero no se le ocurra mencionar a Publio ni el «negocio» que tenemos juntos. Periódicamente me pondré en contacto con usted y me dará cumplida cuenta de lo que esa persona le explique.

—¿Quién es esa persona?

El hombre se puso en pie. Cuando se encaminaba hacia la cancela, se detuvo y giró en redondo, abriendo los brazos.

—Ya lo sabrá… Tengo entendido que aquí es donde ahorcaron a su padre, en esta misma cárcel. ¿No es paradójico y cruel el destino? Si usted quisiera, inspector, podría curar todas las afrentas del pasado y del presente de una sola estocada.

—No sé a qué se refiere.

El hombre esbozó una sonrisa canina.

—Yo creo que sí lo sabe.

Cuando se quedó solo, César Alcalá se sentó en su cama con los codos apoyados en las rodillas y la cabeza sujeta entre las manos crispadas. Junto al cabezal, al lado de su hija, su padre lo contemplaba con seriedad, con aquellos ojos que se apagaron sin llegar a ver todo lo que el mundo guardaba para él. Se preguntó qué clase de hombre hubiera podido llegar a ser, de haber vivido más tiempo. ¿Qué hubiese pensado al saber que su hijo se hizo policía? ¿Cómo se habría llevado con su nieta, Marta? ¿Y con su nuera, Andrea? ¿Se habría sentido orgulloso de él? Todas esas preguntas ya no tendrían respuesta. Su padre estaba muerto. Y aunque en su niñez aquella fue una desgracia que creyó no poder superar nunca, lo cierto era que el mundo había seguido girando aquellos años.

Cuando un hombre muere, justa o injustamente, no ocurre nada especial. La vida sigue a su alrededor. El paisaje ni siquiera se altera un ápice, no hay más sitio en el mundo, si acaso un poco más de dolor en los que viven de cerca esa muerte. Pero incluso ese dolor es pronto olvidado por la perentoria necesidad de seguir viviendo, de trabajar, de recobrar la rutina. A los que están junto al cadáver del que acaba de ser ahorcado en el patio de la prisión no les queda mucho tiempo para despedirse, bajo la atenta mirada de los soldados que custodian el patíbulo. Apenas el hijo, un niño de diez años, roza los pies descalzos de su padre colgando de una soga, mira al suelo mientras el verdugo corta el nudo y el cuerpo cae como un fardo.

Se escuchan las risas de los soldados, los chistes hirientes. Los familiares deben rezar un padrenuestro aunque ninguno de ellos cree en ese Dios vestido de armadura y yugo con flechas al que invocan aquellos animales vestidos de camisa azul y botas altas de cuero. Pero rezan bien alto, que les oiga el capellán de la prisión. Tienen miedo y se sienten avergonzados de su miedo. Miedo a que les acusen también a ellos, miedo de que un vecino los delate con cualquier excusa, y ellos quieren seguir viviendo, aunque vivir es lo más difícil. Cambiarán de pueblo, emigrarán a Barcelona o a Madrid, se esconderán entre la masa silenciosa, gris, desconcertada y temblorosa que se mueve por las calles de las ciudades en este tiempo aciago.

Incluso, los más allegados, llegará un día en el que maldigan al hombre colgado en el patíbulo. ¿Por qué tuvo que enamorarse de la mujer de un jefe de Falange? ¿En qué pensaba? Con una fascista, con la mujer de un fascista, con la madre de un fascista. A nadie le interesará la verdad.

¿Qué verdad?, dirán aquellos que viven escondidos detrás de las siglas y de las banderas, esos mismos que jamás vieron una cárcel porque huyeron con los bolsillos llenos a Francia cuando todo se perdió. Traerán con ellos a sus héroes, sus leyendas, sus mistificaciones. Acusarán a diestro y siniestro. Se llamarán demócratas y pondrán flores a sus muertos.

Pero nadie se acordará del joven profesor rural que se enamoró de una mujer demasiado grande para sus sueños. Su nombre se borrará para siempre, perdido en un expediente policial. Uno de tantos.

Mientras César Alcalá reflexionaba sobre todo eso, entró en la celda su compañero, Romero.

—¿Qué te pasa?

César Alcalá se secó las lágrimas con el antebrazo.

—Nada, Romero. No me pasa nada.

—Pues últimamente parece que te estás deshaciendo como un azucarcillo, amigo.

Era la primera vez que utilizaba esa palabra. Amigo.

—Por cierto —dijo Romero, saltando a la litera superior—. Me ha dicho Ernesto que te dejarán salir de nuevo al patio, pero que procures controlar tu entusiasmo por la música clásica, si no quieres volver a la cueva de san Ignacio a meditar. Dice que es su regalo de Navidad.

César Alcalá se tumbó en su litera. En aquel extraño mundo en el que vivía, un funcionario honesto podía recordarle a la Navidad, y un preso peligroso podía ser, sí, su mejor amigo.

Sacó la nota escrita que había guardado en su camisa y la leyó una vez más, antes de esconderla con las demás, bajo la litera:

«Estoy bien. Espero que no me olvides; yo pienso en ti y en mamá cada día. Sigo confiando en que pronto me saques de aquí. Os quiere, vuestra hija Marta. 20 de diciembre de 1980».