En alguna parte de Badajoz. Diciembre de 1941
La cantera hacía años que estaba cerrada. Una vagoneta abandonada continuaba cargada de piedras, como si esperase a que alguien viniese a terminar de descargarla. Se escuchaba el viento entre los matojos que crecían sin contención en los rieles de las vías muertas.
Un joven soldado se dejaba llevar por el abandono, sentado en un solitario banco, mordisqueando una baya mientras intentaba descifrar, con los ojos entrecerrados, las palabras desfiguradas en un vagón de madera destartalado que tenía delante. Cuando llegó a la parte amarga de la baya, el soldado la escupió, suspirando con pesadez. Después de tanto movimiento era triste presenciar semejante quietud, pensó, mientras reconstruía mentalmente el trajín de la antigua cantera. Ahora, los agujeros de diferente calibre en la pared mordida de la montaña señalaban que se utilizaba como campo de tiro del ejército.
Al cabo de unos minutos consultó de nuevo la hora. Empezaba a impacientarse. Todavía le faltaba una hora para que amaneciese. No comprendía cuál era su misión, vigilar una vieja cantera a la que nunca iba nadie. Le parecía absurdo. Como todo lo que llevaba haciendo en el último año, desde que lo habían forzado a alistarse para cumplir dos años de servicio militar a cambio de conmutarle la pena de cárcel.
Su único delito había sido tener que vestir el uniforme del ejército republicano, donde también lo obligaron a alistarse en la leva de mayo del 38. Cuando le hicieron prisionero los nacionales en Cervera alegó que era soldado forzoso, pero el juez militar no quiso escuchar monsergas. «Usted podía negarse a empuñar un arma contra las tropas de salvación nacional», le dijo. El soldado no se imaginaba cómo, le habrían fusilado. Además, él no entendía de política, pero por lo que sabía las tropas «nacionales» eran las otras, las del Gobierno ilegal. Por supuesto eso no lo dijo delante del tribunal militar. Su silencio tampoco le ayudó demasiado: o servicio militar o cárcel, dictaminó el juez.
Y allí estaba, parapetado en una manta raída que apenas lo protegía del frío, observando la noche preñada de estrellas y el lejano horizonte que empezaba a clarear. Aún miró su reloj dos o tres veces antes de volver a entretener la espera de su relevo acariciando el escapulario de oro con la imagen de san Judas que llevaba colgado al cuello y que no se quitaba nunca. De vez en cuando se acariciaba la cabeza rapada al uno con la palma de la mano y se rascaba como un perro, levantando minúsculas partículas de caspa expulsadas al vacío.
De pronto, escuchó un ruido de motor acercándose. Conocía el sonido del camión del cuartel que pasaba a recogerlo al final de la guardia, y no era como aquel ruido. Este era fino, de vehículo francés. Lo sabía bien porque antes de ser militar trabajaba como mecánico en el taller de su padre. Se puso la gorra, se ajustó la guerrera y se colgó el fusil en posición de firme. A los pocos minutos vio aparecer los faros de un vehículo. Sonrió orgulloso al comprobar que había acertado: se trataba de un Renault de color oscuro.
Del coche bajaron dos personas, un civil y una mujer. El civil se acercó y le mostró una credencial del Servicio de Inteligencia Militar.
El soldado reconocía a ese tipo de gente, porque eran precisamente ellos los que le detuvieron al terminar la guerra. Con esos tipos era mejor no ponerse gallito. Aun así, se atrevió a preguntarle al hombre qué hacía al alba en una zona de paso restringido.
El oficial vestido de paisano, pues de eso se trataba, sonrió.
—Ve a fumarte un cigarrillo al coche y no preguntes tanto.
El soldado alzó la cabeza hacia la mujer. Llevaba las manos esposadas y enseguida vio el mal estado en el que se encontraba. Presintió lo peor. Se cuadró ante su superior y se alejó. Aquello no iba con él, pensó.
Una luz muy suave empezaba a desvelar el contorno de las cosas, bañando todo con un color rojizo. El oficial empujó hacia delante a la mujer por un estrecho sendero que subía montaña arriba.
—Demos un paseo, Isabel.
Mientras Isabel avanzaba penosamente a tientas, tropezando con las piedras del camino y agarrándose a las matas para no perder el equilibrio, le vino a la mente la fugaz sensación de que, a pesar de todo, aquel iba a ser un buen día. Se acordó de su hijo Andrés. Se preguntó qué iba a ser de él; confiaba en que Fernando supiese cuidarlo. Se detuvo un instante tocándose el costado derecho y alzó la cabeza para contemplar la hermosa aurora que le conducía al infierno.
—Sigue andando —le ordenó el hombre.
Isabel se acarició con la lengua el labio superior, inspiró con fuerza, venciendo la punzada de la costilla rota, y llenó los pulmones con el aire húmedo que venía de los pinares cercanos. A lo lejos se escuchaba el zumbido sordo del viento entre las copas. Aún caminó penosamente varios metros.
—Aquí está bien —dijo el hombre.
Isabel se detuvo en el límite de la tierra, cuando ya solo quedaba entre ella y la muerte el vacío. Al final del sendero, la tierra se hundía abruptamente en un barranco cortado a filo por el que asomaban las copas de algunos pinos que milagrosamente había logrado crecer entre las peñas. Las raíces emergían de la pared como si fuesen garras que utilizaban los árboles para trepar sobre las rocas.
—Quítate la ropa.
Isabel se desnudó. Dobló la ropa con parsimonia en un montón que dejó en el suelo. Su cuerpo estaba lleno de heridas punzantes y de moratones que el sol naciente desdibujaba con colores pálidos.
—¡De rodillas!
Ella obedeció mirando al horizonte.
—No esperaba que fueses tú mi verdugo —dijo con un hilo de voz.
El hombre se puso en cuclillas a su lado. Fumaba un cigarrillo sin boquilla y le echaba el humo en la cara. Isabel no podía verle bien, una nube de sangre le tapaba el ojo derecho y el izquierdo lo había perdido de una patada. Pero escuchaba la respiración pausada del hombre, y notaba el olor del cuero de su chaqueta.
—Nadie te escucha. Estamos solos tú y yo. Por última vez te lo pido: necesito saber dónde se esconden los que iban a atentar contra tu marido. Si no lo haces por ti, hazlo por tu hijo Andrés.
Isabel alzó con debilidad la cabeza.
—¿Por qué me has hecho esto? ¿Por qué tanto odio a cambio de tanto amor?
El hombre bajó la cabeza. Las cosas no tenían que ser así, pensó. No era este el final que había esperado para Isabel. Le costaba sostener su mirada, y apenas era capaz de reprimir un gemido al contemplar cómo la habían masacrado durante días los gorilas de interrogatorios. Esos falangistas eran unos desalmados, unos sádicos que confundían la obligación con el placer. Hasta el último minuto había confiado en que el nombre de Guillermo Mola impusiera el suficiente respeto para que no se atreviesen a hacer lo que habían hecho con Isabel; pero después del atentado, Guillermo se había desentendido del caso, y ella no había mejorado la situación con su terco silencio. Guillermo Mola había ordenado ejecutarla. Y él no podía oponerse a esa orden, se repitió para convencerse. Aquella guerra todavía no había terminado, seguía en la retaguardia, y él solo era un soldado.
—Negarte a delatar a los demás no va a acarrearte nada bueno. Además, es una actitud estúpida: tarde o temprano los atraparemos.
Isabel no dijo nada. Ladeó la cabeza en busca del horizonte.
Le gustaba la monodia de las lumbres cenitales, el día creciendo. En cambio, el reloj en la muñeca del hombre la hacía sentirse absurda, fuera de lugar, en una cantera olvidada y desierta, donde los trenes y los seres humanos morían sin honor, sin elegancia, sin dignidad. No era capaz de juzgar si su vida había sido o no valiosa, pero desde luego su muerte no iba a redimirla.
—Terminemos con esto.
El hombre suspiró. Aplastó el cigarrillo en el suelo y se incorporó.
—Como quieras.
Apuntó. Disparó dos veces: la primera a quemarropa en plena cabeza, la segunda, cuando el cuerpo se desplomó de costado, en la cara. Los disparos sonaron secos, inofensivos, apenas tuvieron resonancia; tan solo se alteró levemente un gato que dormitaba en un matojo. Una mancha de sangre se extendió sobre la cara de Isabel, que había quedado con expresión perpleja, mirando un cielo sin nubes, como si su incredulidad fuese debida al magnífico día en el que su suerte se había cumplido.
Casi al mismo tiempo, Guillermo Mola saltó de su cama, sobresaltado. Como si hubiera notado los disparos en su propia carne.
Amanecía con un aire fresco que inflaba como oriflamas los visillos del dormitorio. Poco a poco se desvelaban los campos de encinas y nogales que se extendían hasta donde la mirada alcanzaba.
Sentado frente al escritorio, Guillermo Mola acariciaba con los dedos el borde de un vaso de orujo, sin apartar la mirada de la ventana. Se tocó el costado, repasando los detalles del atentado que había sufrido al salir de misa. Por más que se esforzaba, apenas recordaba el fogonazo de la pistola, luego el impacto de la bala aplastándole hacia adentro, y una sensación irreal de calor y un picor muy agudo. Apenas vio la cara del agresor, era como un borrón que no lograba focalizar. Solo veía una sombra que se acercaba hacia las escalinatas de la iglesia, que le disparaba de costado y que salía huyendo, perdiéndose entre los callejones.
Al menos, pensó con ironía, Publio había hecho bien las cosas: sobre la mesa tenía una carta de puño y letra del mismo Generalísimo interesándose por su salud. Eso significaba que la carrera de Guillermo Mola acababa de recibir un buen impulso gracias a la trama urdida por su jefe de seguridad, aunque todo había parecido demasiado real. Y como prueba estaban las tres costillas rotas por el impacto de la bala que había recibido.
Respiró con fuerza. Una gota de licor recorría zigzagueante la parte exterior del vaso, como si quisiera horadar el vidrio sin encontrar el camino. Dio un sorbo largo, hasta que sus labios agrietados tocaron la frialdad del cubito de hielo. Esa costumbre de beberse un buen orujo en ayunas le pesaba en el estómago, pero le aligeraba la sangre. Dejó el vaso sobre el mismo círculo húmedo de la mesa.
De reojo, vio la cama deshecha. Sus ojos sombríos escrutaron el hueco vacío de la cama. Aquel hueco que debería haber ocupado Isabel. Apartó las sábanas frías. Hasta no hacía mucho, esas sábanas estaban impregnadas de la piel de su mujer.
Se tendió en el lado de esa ausencia. Se apoyó hacia atrás en la cabecera de cuero gastado, observó las grietas en el revoque del techo, y permitió que sus pensamientos volaran lejos de aquella estancia y de aquel cuerpo que ya no sentía como un ligero vestido, sino como una pesada armadura.
Llamaron a la puerta del dormitorio. Desde el umbral, la sirvienta visiblemente incómoda, carraspeó para hacerse notar.
—Perdone, don Guillermo. El señor Publio ya ha llegado. —Guillermo ladeó la cabeza como los gatos, en dirección hacia esa voz temblorosa, pero no contestó—. ¿Qué le digo? —insistió la sirvienta, retorciéndose los dedos.
Guillermo se estiró el cuello de la camisa blanca, con una impaciencia desprovista de inquietud. Con displicencia, sorbió un nuevo trago de orujo. Sus ojos se habían quedado vacíos. Contemplaba a la sirvienta del mismo modo que una estatua de mármol mira un horizonte ficticio.
—Dile que suba.
A los pocos minutos apareció un hombre joven, con aspecto de pianista. Vestía una levita negra que realzaba su cara de piel pálida, sus dedos eran delgados y largos; el pelo oscuro y rizado le caía con insolencia sobre la frente amplia. Pese a su apariencia melódica y un tanto triste, Publio no era músico, ni sentía predilección especial por los artistas.
—Buenos días, Guillermo. —Normalmente, Publio hubiera exhibido ante su jefe una cierta arrogancia disfrazada de sonrisa cínica. Podía permitírselo gracias a la amistad que les unía. Pero dada la gravedad del asunto que venía a tratar, prefirió mostrarse comedido y serio.
—¿Está hecho? —le preguntó Guillermo.
Publio hizo una inflexión de voz y miró significativamente a su jefe.
—Está hecho.
Guillermo cerró los ojos durante un momento. Cuando los abrió su mirada era fría y terrible.
—¿Cómo ha sido?
Publio dudó un instante.
—Rápido. Aunque, en cualquier caso, será mejor que no conozcas los detalles.
Guillermo se revolvió hacia Publio con el rostro desencajado.
—Eso lo decidiré yo. Estamos hablando de mi mujer.
Publio sintió una repulsión fría al ver la cara de su jefe y amigo. No era por la decrepitud, era por la locura. La locura le repugnaba. Para él el asunto estaba claro. El hombre cuando se ensaña no tiene límite, igual que cuando se enamora. Y Guillermo aunaba ambos sentimientos.
—Eso deberías haberlo pensado antes de decidir que fuese interrogada y ejecutada.
Guillermo miró con frialdad a Publio. Sin embargo, digirió la contestación sin replicar.
—Lo importante es que no se sepa que hemos sido nosotros —se limitó a decir.
Publio sonrió. Comprendía la implicación que suponía el plural empleado por su jefe. No le importaba. Desde el principio había estado de acuerdo en que lo mejor era eliminar a Isabel. Aunque sus motivos no tenían nada que ver con el arranque emocional de Guillermo. No, sus miras eran más altas que las de su superior.
—Todavía no hemos atrapado al resto del grupo que organizó el atentado contra tu persona. Lo más prudente sería no dar la noticia de la muerte de Isabel. Cuando los atrapemos, será útil achacarles el asesinato, y en función de los acontecimientos, decidir si nos interesa que se encuentre el cadáver o que se quede olvidado en alguna fosa común. Incluso podría ser una buena baza de cara al futuro.
Guillermo examinó unos capullos de rosa, acercando tanto su rostro a ellas que los pétalos se tocaban con sus propias cejas. Eran las rosas de Isabel. Tal vez Publio tenía razón.
—¿Quién ha sido? ¿Uno de los tuyos?
Publio asintió.
—¿El mismo que organizó el atentado? ¿El que casi me mata de un tiro? —preguntó molesto Guillermo, señalándose el vendaje de las costillas.
Publio tragó saliva.
—Tenía que parecer real, pero no corriste peligro en ningún momento. Mi hombre sabe exactamente dónde hacer daño.
—¿Y si hubiese cambiado de opinión en el último momento? ¿Y si se hubiese dejado cegar por esa puta de Isabel?
Publio negó con la cabeza. Esa posibilidad nunca existió, conocía perfectamente a sus hombres. Eran leales y eficientes. De cualquier modo, prefirió no hablarle a Guillermo de la relación entre Isabel y su infiltrado. Solo hubiera complicado más las cosas.
Guillermo Mola se quedó durante unos minutos en silencio. Los acontecimientos de las últimas semanas ocupaban toda su atención. Además, había recibido la orden de trasladarse a Barcelona. Era una buena idea. Eso le permitía quitarse de en medio mientras se resolvía el asunto de Isabel.
—Necesitamos un culpable. Y lo necesitamos pronto.
Publio asintió. Ya había pensado en ello.
—Hay alguien que tiene el perfil perfecto. Marcelo Alcalá, el tutor de Andrés.
Guillermo Mola se sorprendió.
—¿Ese profesor inofensivo? No es creíble.
—Lo será. Además, no es tan inocente como parece. De hecho, pensaba ayudar a escapar a Isabel con Andrés.
Guillermo Mola dejó ir un bufido.
—Casi hubiera sido mejor permitírselo. Me hubiera quitado de encima el peso de ese pequeño inútil.
Publio sintió un escozor que supo disimular. Sentía aprecio por el niño, y le molestaba la manera con que su padre lo menospreciaba. Sin embargo, aquello no era de su incumbencia. Además, Guillermo reclamó su atención sobre otro tema que deseaba dejar resuelto de inmediato.
—Te habrás enterado de que se está reclutando una fuerza expedicionaria para apoyar a los alemanes en el frente soviético.
Publio asintió. La mayoría de los integrantes iban a ser falangistas, de ahí que se hubiese bautizado como la División Azul. Muy inteligente el Generalísimo, pensó: de un plumazo se quitaba de en medio a los viejos incondicionales de José Antonio Primo de Rivera y estos le dejaban el camino libre para articular el Movimiento y gestionar a su antojo la Victoria. Lo cierto era que no le gustaban esos militares llamados «africanos» que comandaba Franco. En realidad, desconfiaba incluso del Generalísimo. El propio Publio le había escuchado decir que «ganar la guerra costará más de lo que algunos creen, pero al final ganaremos», a principios de julio del 36. Y al mismo tiempo, su red de agentes le informaba de que mientras Franco declaraba eso, la mujer y la hija del Generalito, como le llamaban despectivamente los «camisas viejas», estaban embarcando en un buque alemán rumbo a Le Havre, por si fracasaba el alzamiento. Como buen gallego, ponía una vela a Dios y otra al Diablo.
Sin embargo, no dejó entrever la amargura de su pensamiento.
—Voy a mandar allí a Fernando —dijo Guillermo. Se acercó a una carpeta que tenía abierta. La hojeó preocupado y se la mostró a Publio. Eran cartas escritas por el hijo mayor de Guillermo—. Si esto llegara a conocimiento de alguien, podría causarme problemas.
Publio leyó con cierta sorpresa los comentarios vertidos en letra por Fernando. Eran graves, en efecto. Pero no tanto como para mandar al primogénito de los Mola a una muerte segura. De repente, parecía que a Guillermo le molestasen sus hijos. Como si quisiera borrar cualquier vestigio que le uniera a Isabel.
—¿Por unos comentarios inofensivos? —intervino, tibiamente—. No se trata de hacer «sacas» los fines de semana o de dar cuatro bofetones en un taller de mecánicos. Esa guerra va muy en serio y Fernando no está preparado.
Guillermo Mola apretó las mandíbulas.
—¿Comentarios inofensivos? Ese desagradecido me pone a caer de un burro, a mí, a su padre. Y en cambio deja a su madre de santa. Que los alemanes le abran los ojos, que me lo devuelvan hecho un hombre.
Publio sonrió con cinismo.
—Tal vez te lo devuelvan en un ataúd. No me gustan los nazis, son demasiado místicos, con todo eso de la raza superior.
—Tienen las cosas claras. Si se empieza algo, se acaba. No como nosotros, que lo hemos dejado todo a medias. Si hiciésemos limpieza como ellos, otro gallo nos cantaría.
Publio se mostró sarcástico:
—Los alemanes son muy dados a la limpieza, cierto. Primero van a por los de izquierdas, a por los de centro, burgueses, a por los judíos, le seguirán los homosexuales, los gitanos, los inútiles, los católicos, y al final, como un perro rabioso que no tiene dónde morder, se devoraran a sí mismos. Para ser gente tan culta, esos nazis son un poco obtusos. Aunque muy pulcros, eso sí.
Guillermo Mola toleraba de mala gana los comentarios frívolos de Publio, que estaban hechos desde la más absoluta amoralidad.
—Si uno de mis oficiales de centuria te oyese hablar así, te arrancaría la lengua antes de que te diera tiempo de decir que eres amigo mío.
Publio se encogió de hombros. Era un falangista de fe, y comprendía la gravedad del asunto. Pero recelaba de las personas hipócritas, sobre todo en su bando.
—En cualquier caso, la medida me parece muy drástica. Fernando es un buen chico; si le pides explicaciones, estoy seguro de que se retractará, y siempre podrás castigarlo una temporadita en la colonia del Sahara. Ese chico está demasiado pálido. Le sentará mejor el sol que la nieve.
—Deja el sarcasmo para mejor ocasión, Publio. Y tráeme a ese muchacho ahora mismo.
Fernando observaba el movimiento de los peces rojos que descansaban en el fondo de la alberca. Le gustaba sumergir la cabeza y contener la respiración. Al principio, los peces eran tímidos, huían con un vertiginoso zigzag y se ocultaban tras las piedras colonizadas por las algas. Pero con el tiempo también esos pequeños seres, cuya memoria dura un segundo, sentían curiosidad por aquellos ojos entornados y aquel rostro que flotaba como si fuese una extraña y fea medusa. Se acercaban, al principio, con timidez, dando largos rodeos, pero luego se movían con confianza ante sus ojos, le besaban la cara, la boca. Fernando contemplaba fascinado el fulgor de sus escamas bajo los haces de luz. Eran como peces de oro.
—Hola, Fernando.
El hijo mayor de los Mola sacó la cabeza del agua y se volvió con desconfianza.
Publio se sentó en el borde de la alberca y cogió un puñado de agua con las manos. Su movimiento, aunque delicado, espantó a los peces rompiendo la confianza que le tenían a Fernando.
—Tu padre te espera en su despacho. Quiere hablar contigo.
Fernando miró con frialdad a Publio. Aquel hombre era realmente siniestro. Había escuchado en la cocina que las criadas lo llamaban despectivamente «polaco». Decían cosas terribles sobre él. Sin embargo, cuando se lo encontraba, Publio siempre se esforzaba en ser amable. Esa amabilidad, cuando le cedía el paso o cuando lo llamaba por su nombre, mirándolo directamente a los ojos con respeto, incomodaba a Fernando.
—Un consejo, muchacho. Se prudente con lo que digas.
—Gracias —dijo Fernando, deshaciéndose de su mirada penetrante.
Subió hasta la galería arqueada de la primera planta de la casa. Su padre estaba en el despacho revisando papeles.
Guillermo Mola tenía la entrada prohibida a todo el mundo en su sancta sanctorum, a no ser que él ordenase lo contrario. En aquella estancia se habían firmado acuerdos con el representante del Vaticano, monseñor Gomà; allí se había entrevistado el embajador alemán von Stoher con el ministro de Exteriores, Beigbeder y Atienza, con la intención de discutir si secuestraban al conde de Windsor, que entonces se encontraba en Lisboa. En esa sala Guillermo Mola había departido sobre mujeres y placeres con el bello conde Cianno, yerno de Mussolini y ministro de Asuntos Exteriores italiano, y, sentados a la mesa, habían brindado con champán francés con Imperio Argentina y la sensual actriz alemana Jana.
Fernando le había pedido permiso en más de una ocasión a su padre para estudiar aquella biblioteca tan variopinta y rica, pero su padre se burlaba de él. Los libros, decía Guillermo, no eran muy distintos del papel pintado que empapelaba la biblioteca. Servían de fondo, para decorar, y no para ser leídos. Su padre, obsceno en la riqueza como todos los nuevos ricos, encontraba que aquel espacio era el ideal para sentarse en su butacón, beberse un brandy y escuchar a todo volumen en la radio la prosa ditirámbica del Diario de Noticias Hablado, al que ya llamaba todo el mundo coloquialmente El Parte, a las dos y media de la tarde y a las diez de la noche.
Qué ofensivo resultaba escuchar en aquel templo hermoso, a través de la puerta cerrada, aquella frase fantasmagórica y engolada con la que terminaba el noticiario:
«Gloriosos caídos por Dios y por España, ¡presentes!».
Olía a café, a cera de madera y a puros habanos. Detrás del escritorio había un cuadro cubista de Juan Gris. Allí estaban los libros más preciados de la biblioteca: códices antiquísimos, mapas históricos de la época de los Reyes Católicos, tratados de pintura sobre Velázquez, Tizziano, van Dyck y Goya, incluso había un epistolario de Leonardo da Vinci.
Fernando acarició con la mirada aquellos lomos desgastados, llenos de polvo y de historias apasionantes que su padre almacenaba únicamente por el valor crematístico. Era como si todo aquel saber amontonado burdamente se perdiera para la humanidad.
Esperó de pie, con las manos cruzadas sobre el regazo. Y así permaneció durante tanto tiempo que incluso a él, acostumbrado a permanecer estoicamente durante horas en cualquier circunstancia, se le durmieron los dedos de los pies.
Finalmente, su padre alzó la cabeza. Rodeó el sillón de lectura y se detuvo frente a una pequeña vidriera de tres cuerpos, la abrió y sacó un pequeño poemario de Eugenio d’Ors. Se quitó las gafas de pasta negra que utilizaba. Durante varios minutos escrutó en silencio a Fernando.
—¿Crees que soy mala persona? —le soltó, de repente.
A Fernando le sorprendió la pregunta. Su padre era su padre. Fernando conocía sus obligaciones como hijo. No necesitaba saber más. No lo habían educado para otra cosa que cumplir su voluntad.
—No entiendo la pregunta, señor.
—No sé por qué. Es fácil.
Fernando estaba confuso. En la escala de valores que regía todas sus existencias, su padre era bueno: honraba a los muertos de la Causa, había construido iglesias y orfanatos, colaboraba con la Sección Femenina de Falange dando importantes donativos a Pilar Primo de Rivera para sus Escuelas de Familia, frecuentaba la compañía de intelectuales como el barcelonés Eugeni d’Ors o de hombres preclaros como el jefe de Falange, Serrano Suñer, cuñado de Franco.
Pero también era cierto que bebía demasiado y que cuando lo hacía se ponía violento. En una ocasión lo vio despellejar vivo a un jornalero porque se atrevió a pedir un aumento de sueldo. Ese hecho le repulsó por la brutalidad empleada, pero no le hizo cuestionarse las razones de su padre para actuar así. Siempre había aceptado que su padre era como él mismo, como todos los que conocía: seres extraños, imprevisibles, confusos.
—¿Me odias, Fernando?
Respecto a sus propios sentimientos, Fernando jamás se había preguntado si amaba a su padre o si su padre lo amaba a él. El amor era algo superfluo e innecesario en aquel mundo de obediencia debida.
—Te he hecho una pregunta —le gritó su padre, arrojando sobre la mesa el poemario. De entre sus páginas asomaron varias cuartillas manuscritas—. ¡Contesta!
Fernando se sonrojó al reconocer su letra. Ahora comprendía.
—No señor, no le odio.
—¿Esto lo has escrito tú?
—Sí, señor. Es parte de mi diario… Pero no significa que piense lo escrito ahí. Fue un impulso.
—Léelo —le ordenó su padre, lanzando las cuartillas a sus pies.
—No creo que sea necesario, si ya lo ha leído usted.
La cara de Guillermo Mola se transfiguró. Estaba al borde del paroxismo. Sin poderse contener abofeteó a Fernando. El joven soportó estoicamente el bofetón.
—Coge esos papeles mugrientos y lee lo que has escrito en ellos; quiero escuchar esas palabras de tu boca —dijo Guillermo entre dientes y con los ojos brillantes de ira.
Fernando obedeció, temblando:
—«Cada noche oigo a mi padre golpear a mi madre. Ella apenas puede soltar un gemido de perro cuando cae al suelo de la primera bofetada. Después se arrebuja sobre sí misma, mordiendo el suelo para soportar los golpes con el estoicismo que le han enseñado desde niña. Pero su fuerza se quiebra. Mientras oigo cómo la golpea, se cuela en mi memoria la imagen de mi madre abrazándome cuando era niño y penetra en mi nariz el olor de sus manos, un olor de mandarino y fango del río. Y me consumo de cobardía por no salir en su defensa. Los puñetazos y patadas de mi padre son como portazos terribles a ese amor. Cada golpe es una puerta que se cierra. Una puerta que la aleja de los vivos».
Fernando alzó la mirada angustiada hacia su padre.
—Continúa —le ordenó este.
—«Pienso en el cuerpo empequeñecido y lleno de cardenales y arañazos de la prostituta que vi una mañana flotando en una bañera de sangre. Ni siquiera luchaba contra los dedos de mi padre, que le violentaban la vagina y el recto. Sencillamente era como un pedazo de madera con los ojos fijos en el techo y el pelo suelto flotando sobre la bañera esmaltada. Sentí deseos de matarlo. ¿Por qué lo permito? ¿Por qué ni siquiera un átomo de mi cuerpo se revuelve contra tantas bajezas?».
«En el silencio, todas las acciones de mi padre acaban siendo como los golpes que se dan a un saco de arena. No parecen reales, su sonido es amortiguado y el contacto seco, sin vida. No hago nada porque soy un cobarde. Este uniforme, mi disciplina militar, solo son una apariencia. Quisiera ser distinto, pero soy lo que soy. Y lo que más me horroriza es que Andrés acabará siendo como él, un sádico, o como yo, un ser vil e impasible. Si al menos fuese capaz de salvarlo a él de su destino, si pudiera darle la posibilidad de alejarse de esta familia podrida, todo tendría un poco de sentido al menos».
Fernando clavó la mirada en la alfombra, avergonzado.
—¿Y bien? ¿Qué tienes que decir? —le increpó su padre.
—Yo… Creo que es usted injusto con mi madre, creo que no la trata como se merece.
Guillermo enrojeció de cólera.
—¿Y qué sabes tú de tu madre? Dime, ¡¿qué coño sabes tú de cómo es?! Te diré una cosa, y más vale que no la olvides: tu madre no os quiere ni a ti ni a tu hermano, no me quiere a mí, no quiere nada de lo que representa esta casa. Por eso ya no está aquí, y por eso no va a volver nunca, ¿me oyes? ¡Nunca! Tiene lo que se merece, esa puta traidora.
Lentamente, Fernando alzó sus ojos verdes y los enfrentó a los de su padre. No era como él, ni siquiera se le parecía. Podría haber sido hijo de un porquero y nadie hubiese notado la diferencia. Fernando era como su madre, era hijo de su madre.
—Creo que madre nos ha abandonado porque le odia a usted —dijo con sequedad.
Guillermo contempló de hito en hito a aquel hijo suyo que en nada se le parecía, al contrario que Andrés. Era tan semejante a su madre que le entraban ganas de arrancarle aquellos ojos tan distintos a los suyos y tan similares a los de Isabel.
—Tu madre es una puta que estará revolcándose con cualquier puerco en un granero. Por eso os ha abandonado.
—Eso no es cierto. Debe de haber una razón para que haya desaparecido sin más.
—La única razón es que es una barragana de bajo fondo, dispuesta a cualquier cosa para conseguir lo que quiere. Es rencorosa y pérfida.
—No le permito que hable así de mi madre, señor —dijo Fernando, y al punto se sorprendió, casi tanto como su padre, de sus propias palabras.
Guillermo se enfureció y quiso darle otra bofetada, pero esta vez Fernando le sujetó la muñeca, reaccionando con un acto reflejo del que enseguida se arrepintió. Jamás antes había desobedecido a su padre ni se había opuesto a su voluntad. Sin embargo, en su interior bullía una extraña rabia. No era sordo, ni ciego. Sabía lo que se decía entre los criados sobre las razones por las que su madre había tenido que escapar. Y durante años, demasiados años, había sido testigo de los desprecios y las palizas a las que ella se había sometido.
—No se atreva a ponerme la mano encima otra vez. No soy un niño. Tengo diecinueve años.
Guillermo se quedó tan perplejo que durante unos segundos contempló a su hijo como si fuese un desconocido que le atemorizaba. Pero recuperó el control y se desembarazó de él con un gesto brusco.
—Le he pedido a Serrano que te busque un puesto en la División que va a crearse. Tus conocimientos de alemán serán útiles. A lo mejor, cuando estés en Rusia, se te quitan todas estas tonterías de la cabeza.
Fernando se encogió por dentro, como si le hubiesen pateado el corazón con una bota de acero. Su padre iba a enviarlo a Rusia para que lo endurecieran o lo matasen, como hacían los antiguos espartanos con sus hijos. Pero no le importaba; en realidad, casi lo prefería. Jamás encontraría su sitio en aquella casa.
Guillermo lo despidió con un gesto de la mano.
Fernando no se movió. Puesto que su destino acababa de ser escrito, no tenía nada que perder.
—¿Qué va a pasar con Andrés? ¿Piensa internarlo en el sanatorio? Madre se oponía.
—Eso no es asunto tuyo; sal de aquí.
—Claro que es asunto mío. Es mi hermano pequeño.
Guillermo observó a su hijo, perplejo.
—Y yo soy tu padre…
—No. Ya no. Acaba de mandarme a la guerra.
—¡Fuera!, ¡fuera de aquí!, ¡márchate de esta casa hoy! ¡Ahora mismo! —gritó Guillermo.
Fernando se dispuso a salir para siempre de aquella casa y de aquella vida, pero antes se volvió hacia su padre y lo miró con odio:
—Juro por Dios que te devolveré por mil el daño que nos has hecho a todos nosotros.