Capítulo 7

San Lorenzo (Pirineo de Lleida). Dos días después

Sus manos ya eran incapaces de sostener cualquier herramienta, y aunque su mente seguía dando las instrucciones adecuadas, los dedos de Gabriel se negaban a obedecerle, como el resto de su cuerpo. Sin embargo, contra todo pronóstico, continuaba luchando contra el cáncer. Aunque era una lucha que sostenía sin fe, por mera inercia.

A veces, Gabriel creía adivinar en el rostro de la nueva enfermera que su hija había contratado un gesto de repulsa cuando debía alzarlo en brazos y meterlo en la bañera. No podía reprochárselo. Él mismo se repugnaba. Ya ni siquiera podía contener las tripas y solía despertar por las noches con el pañal sucio y con la mierda líquida manchando las sábanas y sus piernas. Por vergüenza no hacía sonar el interfono para despertar a la enfermera. Se quedaba muy quieto, soportando toda la noche sus inmundicias y las arcadas, incapaz de llorar porque sus ojos se negaban también a permitirle ese consuelo.

En esos momentos era cuando más proclive se sentía a aceptar la propuesta de su hija.

—Estarías mucho mejor en una clínica, y yo podría visitarte más a menudo.

Eso costaba mucho dinero. Pero ella podía pagarlo. María había progresado mucho desde aquel caso famoso, y subía a verlo de vez en cuando con un flamante Ford Granada de color plateado. Se comportaba como los Reyes Magos cada vez que asomaba por San Lorenzo: le traía libros de espadas, técnicas de forjado y herramientas para su taller, como si todo eso le fuese de utilidad todavía.

Acostumbraba a visitarlo acompañada por Greta. Gabriel no era estúpido, pese a que su aspecto y su lenguaje errático dijesen lo contrario. Las veía abrazarse y besarse cuando pensaban que nadie las observaba. Tampoco era de su incumbencia, se decía Gabriel. Y en cualquier caso, a su hija se la veía más feliz desde que se había deshecho del cabrón de Lorenzo.

Tal vez María tenía razón. La forja ya no se abría, aquella enfermera de aspecto hombruno que lo cuidaba era de lo más desagradable, y él apenas podía valerse con la ayuda de un andador.

Pero entonces, cuando se sentía tentado de ceder, desviaba la cabeza hacia el cuarto del leñero, y a la puerta que se escondía detrás, cerrada a cal y canto. Eso le hacía recordar el motivo por el que nunca podría abandonar aquella casa.

Además, debía cuidar la tumba de su esposa. Era su promesa, y la cumpliría hasta el final de sus días.

Ya no podía subir por sí mismo hasta el cementerio, pero una vez por semana se hacía llevar allí por la enfermera, y con su ayuda cambiaba las flores y quitaba las malas hierbas. Ese gesto de recuerdo hacia los muertos era el único que parecía conmover a la enfermera, que solía tratarlo con más consideración durante los días siguientes.

Aquella tarde las nubes se estiraban como pequeños hilos rojos sobre la colina. A lo lejos, las ruinas de la fortaleza romana desde la que se dominaba el cementerio iban tomando un color cobrizo en sus piedras calladas. Había una cartela a la entrada de la fortaleza escrita en latín: «Sit tibi terra levis», rezaba. «Que esta tierra te sea leve». Para acceder al interior de las ruinas era necesario pasar junto a ella. Gabriel siempre cerró los ojos para no verla, para no pensar en el sentido de aquel aserto. Pero allí seguía, al paso de los años. Sentencia empecinada.

Sentado junto a la tumba de su esposa, Gabriel miraba en aquella dirección, pero sus ojos no se detenían allí. Iban muchos más lejos, hacia un lugar ignoto de su memoria, tal vez de aquellos veranos en los que hacía excursiones hasta allí con su hija pequeña y con su esposa.

Sonrió con tristeza al recordar. Durante aquellos años lejanos, mientras extendía el mantel para la merienda entre aquellas ruinas y escuchaba a su hija correr entre las piedras milenarias, y a su mujer canturrear con el pelo mecido por la suave brisa, tal vez llegó a sentir algo parecido a la paz, a la ausencia de remordimientos. Pero un buen día, esa burbuja se rompió. Su mujer encontró la maleta escondida en el leñero, las cartas y los recortes de periódico. Y el pasado, ese pasado que creía olvidado para siempre volvió como si nunca se hubiera ido. Regresó sediento y se cobró su venganza.

¿Por qué no quemó aquellas cartas? Parecía preguntarle a las ruinas romanas. ¿Por qué empeñarse en guardar algo que se quiere olvidar? Ni siquiera después de que su mujer las encontrase y se suicidase había sido capaz de hacerlo. Ni siquiera ahora, que su hija había estado a punto de descubrirlas, se atrevía a hacerlo. ¿Por qué? ¿Por qué no quemar todos los recuerdos, convertirlos en cenizas, esparcirlos al viento? No lo sabía, pero era incapaz de eso. Si olvidaba, entonces dejaría de cumplir su penitencia. No tenía derecho a hacerlo.

Escuchó a la enfermera hablar con alguien al pie del camino y usó la mano como visera para protegerse del sol de la tarde. Hablaba con un hombre y ambos señalaban en su dirección. El hombre se acercó hacia él. Caminaba despacio, arrastrando en los pies el peso de los años. Muchos. Casi tantos como tenía él.

—Hace una tarde hermosa —dijo el recién llegado a modo de saludo. Y como para reafirmarse en su opinión respiró inflando el pecho con la mirada dirigida hacia el horizonte en declive. Una racha de viento rizaba la hierba colina abajo. En la mejilla derecha se adivinaba una pequeña cicatriz en forma de estrella, como de una vieja herida de hacía mucho tiempo.

Gabriel se puso en pie con dificultad. A su lado, aquel hombre parecía joven. Sin embargo, le calculó no menos de sesenta años. Lo examinó con atención. No era un habitante del valle. Demasiado bien vestido y afeitado. Ni siquiera calzaba botas, sino unos zapatos apretados y lustrosos.

—¿Ha subido aquí arriba nada más que para ver el paisaje? —preguntó con incredulidad.

El hombre sonrió entreabriendo sus labios agrietados.

—En realidad, he venido a saludarle a usted, Gabriel… Supongo que no me recuerda.

Gabriel acentuó su escrutinio. No recordaba haber visto nunca aquella cara.

El hombre se encogió de hombros.

—No importa; en cierto modo, ya esperaba que no me recordase. Creo que solo nos vimos una vez, hace mucho, casi cuarenta años, para ser exactos, y en unas circunstancias bastante…, cómo decirlo…, extremas. Sí, ese sería el término correcto.

A Gabriel no le gustaban los acertijos ni las palabras a medio desvelar.

—He vivido varias situaciones extremas en mi vida, así que si no concreta algo mejor, no sabría decirle.

El hombre pareció no darse por aludido. Se quitó la gorra de montaña que le cubría una calvicie incipiente, como para mostrarse mejor y ayudar a la memoria de Gabriel. Sin embargo, como este no reaccionó, volvió a colocársela con un aire de cierta indulgencia.

—En realidad, lo que importa es que yo sí le recuerdo perfectamente a usted. Para ser sincero, le diré que durante estos cuarenta años no ha habido ni un solo día en el que no haya pensado en usted.

Gabriel se puso rígido. Empezaba a inquietarse.

—Y eso ¿por qué?

El hombre sonrió enigmáticamente.

—Usted tenía una forja de armas en Mérida. En la calleja del Guadiana. Fabricaba unas armas preciosas. Pero recuerdo una en particular, una auténtica obra de arte. —El hombre guardó silencio unos segundos, como dándole tiempo a Gabriel para recordar. Luego sacó algo del bolsillo de su abrigo. Era un pequeño objeto de bronce con forma de dragón que tenía dos engarces—. Esta era una de las dos piezas que adornaban cada parte de la empuñadura.

Gabriel cogió la pieza que el otro le ofrecía y la examinó con ojo profesional.

—No es un adorno propiamente —dijo—. Estas protuberancias que ve aquí sirven para encajar los dedos y que no resbale el sable. —Examinó con más detenimiento el objeto y de repente algo llamó su atención. Inmediatamente los dedos empezaron a temblarle. Alzó la vista hacia el hombre, que lo estaba observando con gesto entre divertido y perspicaz. Gabriel trató de devolvérselo—. ¿Quién es usted?

El hombre declinó el ofrecimiento.

—Quédesela. Es la única pieza que le falta a su obra maestra… ¿Cómo llamó a aquel sable? La Tristeza del Samurái. Eso es. La forjó para el hijo pequeño de los Mola, Andrés.

Gabriel empezó a respirar con dificultad. Trató de abrirse paso hacia el camino, pero sus pies apenas se movían.

—No sé de qué me habla.

—Yo creo que sí, Gabriel. —Repentinamente, la voz de aquel hombre se volvió acusadora—. ¿Todavía lo conserva? Probablemente sí. No es fácil desembarazarse del pasado, ¿verdad? Por eso guarda todos los recuerdos de aquel tiempo en Mérida; también guarda, estoy seguro, una vieja Luger de un oficial del ejército alemán… Y por la misma razón continúa subiendo aquí todos los días que su enfermera se aviene a acompañarlo. Imagino que es la culpa la que le obliga a hacerlo.

Gabriel se revolvió furibundo.

—Oiga, no sé quién coño es, ni lo que quiere de mí. Pero sea lo que sea, no lo tendrá, así que déjeme en paz. —Lanzó aquella pequeña pieza de bronce al suelo y se alejó renqueante, llamando a la enfermera para que acercase el coche.

El hombre se acuclilló y recogió el trozo de metal. Lo acarició como si fuese una piedra preciosa, mientras veía alejarse a Gabriel. Tal vez Gabriel se negase a reconocerle; o tal vez, realmente no lo había hecho. No importaba, se dijo. Tarde o temprano, los recuerdos se transformarían en realidad de nuevo y él obligaría a Gabriel a beberlos uno tras otro hasta ahogarse con ellos. Y sería María, su hija, la que haría estallar aquella burbuja de falso olvido.

—Claro que tendré lo que quiero de ti, Gabriel —murmuró, mientras guardaba la pieza de metal en el bolsillo—. Que ella pague por tus pecados. Sí, es lo justo. Justos por pecadores.