Barcelona. Noviembre de 1980
No había dejado de llover, pero ahora lo hacía de una manera cansina que empujaba el día hacia una depresión somnolienta. María estaba melancólica y taciturna, como la tarde. Observó los paraguas de los transeúntes que iban hacia el mercado del Born y que oscilaban como el oleaje de un mar agitado.
—¿Por qué no me dices qué te ocurre? Llevas todo el día de mal humor —le preguntó Greta. Ambas paseaban por el barrio de la Ribera, reprimiendo el deseo de cogerse de la mano o de besarse, como hacían las demás parejas bajo los balcones que erizaban la avenida con sus gárgolas y marquesinas modernistas.
—No me pasa nada —mintió María—. Es este tiempo lo que me pone de los nervios. —Se sentaron en un banco. Paralelo a la acera descendía un pequeño reguero de agua sucia. María se quedó contemplando el cadáver de un ratón hinchado y su deriva hasta una alcantarilla. Lentamente se volvió hacia el cielo, que era como un sudario. Hubiera sido mejor una tormenta en toda regla, un chaparrón que arrastrase hacia el mar los miasmas de aquellas calles angostas que respiraban como un enfermo asmático.
Greta encendió un cigarrillo y se lo pasó. Por debajo del abrigo entrelazaron las manos. Los dedos de María estaban fríos.
—¿Estás así por lo de tu padre? Era inevitable que lo ingresaran. Y tampoco hay que preocuparse demasiado. Solo es un control rutinario.
María hizo un gesto negativo.
—No me preocupa eso. Después de todo, hace cuatro años que pelea con el cáncer y no ha dado su brazo a torcer. Es fuerte.
—¿Entonces?… —Greta se recostó sobre su hombro. Tenía la cara encarnada, a pesar del colorete. Vestía un chubasquero de cuadros escoceses muy llamativo que goteaba sobre las rodillas.
—Hoy hace tres años que se dictó la sentencia contra César Alcalá.
Greta se sorprendió. Ni siquiera lo había pensado. Aquello era algo que ya quedaba muy lejano en su vida; aunque al parecer, no en la de María.
—Ya. ¿Y deberíamos entristecernos por ello o quizá celebrarlo especialmente?
María reconvino a su compañera, medio en broma, medio en serio.
—No seas irónica… Solo digo que hoy me he despertado con una sensación extraña, como con un nudo en el estómago, y he recordado que era el aniversario. En toda la mañana no ha dejado de atosigarme ese gusanillo de malestar.
Greta asintió sin decir nada. Dio una larga bocanada al cigarrillo y se apartó el flequillo mojado. Se observaba las uñas, buscando aparentemente alguna imperfección en su esmalte perfecto.
—¿Piensas en él?
María negó con rotundidad.
—No. Claro que no. ¿Acaso pensamos en todas las personas a las que hemos acusado o defendido en un juicio? Hacemos nuestro trabajo y seguimos adelante.
—Pero el caso del inspector Alcalá no fue como los demás, ambas lo sabemos.
Greta tenía razón. Sus vidas no habían vuelto a ser las mismas. Ahora eran abogadas de prestigio y tenían su propio bufete en el Paseo de Gracia.
—Las cosas nos van bien desde entonces —añadió Greta con una mirada intencionada—. ¿No es cierto?
María esquivó aquella mirada interrogante. Con la excusa de buscar en el bolso sus pastillas para el dolor de cabeza separó su mano de la de Greta.
—Sí, las cosas nos van bien. Tenemos una buena casa, un buen coche, veraneamos, vamos a esquiar… —Dejó la enumeración en el aire, como si hubiese olvidado algo importante que decir.
—Y nos tenemos la una a la otra —añadió Greta con intención.
De repente sonaron las campanas de Santa María anunciando los cuartos. Una bandada de palomas arrancó a volar entre la lluvia y María desvió la mirada, dejándola vagar. A su derecha había un indigente en medio de la plaza del Fossar de les Moreres, con las manos metidas en los bolsillos de un abrigo gris, largo y sucio, mirando a izquierda y derecha alternativamente. Daba unos pasos hacia un lado. Se detenía. Observaba y volvía sobre sus pasos, rascándose la barba ceniza de varios días, sin decidirse a ir a un lado u otro.
María se fijó en él. Había algo que le resultaba familiar.
—Fíjate en ese mendigo. Nos mira de reojo.
Greta observó al indigente. No le pareció distinto a los otros que pululaban por el lugar.
—Deberíamos irnos a casa. Empieza a hacerse tarde. Y me duele otra vez la cabeza.
—¿Cuándo piensas a ir al neurólogo?
—No seas machacona, Greta. No es nada. Solo es una migraña.
Greta le recordó las veces que se había mareado en el último mes, las pérdidas repentinas de memoria, y esas manchitas que de vez en cuando le salpicaban el iris como luciérnagas volando ante sus ojos, que le nublaban la vista.
—¿Todo eso lo provoca una simple migraña?
—Buscaré un hueco para ir al médico, lo prometo —contestó María volviendo la cabeza hacia atrás. El mendigo la estaba mirando. Lentamente, alzó la mano y la saludó. Desde lejos a María le pareció que incluso pronunciaba su nombre. De nuevo sintió la certeza casi absoluta de que conocía a aquel pobre hombre. Pero no lograba ubicar su cara y asociarla con un recuerdo o con una identidad concreta—. ¿Podemos irnos? No me gusta estar aquí.
Aquella noche, el teléfono sonó tres veces antes de que María lo descolgara y lo dejase sobre la horquilla sin contestar, mientras repasaba una sentencia de desahucio para la que preparaba un recurso en el despacho de casa. No pasaron más de cinco segundos, pero cuando llevó el auricular a la oreja solo escuchó el zumbido de la línea. Sin darle más importancia, colgó y siguió repasando su trabajo.
Diez minutos después volvió a sonar el teléfono. Esta vez lo atendió a la primera.
—¿Diga?
—¿Se puede saber por qué no has cogido el teléfono antes?
María se quedó paralizada al escuchar aquella voz. Tardó unos segundos en reaccionar, perpleja.
—¿Lorenzo?…
Al otro lado de la línea se escuchó una risita blanda.
—Parece que estés escuchando una voz de ultratumba. Que no hayas querido saber nada de mí en todo este tiempo no significa que me haya muerto.
—¿Qué quieres? —preguntó María muy lentamente, recelosa. Hacía más de tres años que no sabía nada de Lorenzo, y escuchar de nuevo su voz revolvió los antiguos sinsabores que anidarían por siempre en el fondo de sus tripas.
—Estoy en Barcelona. He pensado que deberíamos vernos.
María sintió una presión muy fuerte en la nuca, como una garra que la empujaba hacia adelante en contra de su voluntad. De repente volvió esa sensación que siempre la coartaba cuando estaba con Lorenzo. La sensación del ridículo y el temor a la desmesura.
—Ando muy ocupada estos días. Además, no creo que tengamos nada de lo que hablar tú y yo. —Se sintió reconfortada con su propia determinación.
Al otro lado de la línea se escuchó un bufido seguido de un silencio caviloso.
—No quiero hablar de nosotros, María.
—¿Entonces de qué quieres hablar?
—De César Alcalá, el inspector que metiste en la cárcel hace tres años… ¿Podrías venir a verme ahora mismo al despacho del ministerio? Lo encontrarás en el segundo piso de la Dirección Provincial de Policía.
María tardó en reaccionar.
—¿Qué tienes que ver tú con ese hombre?
—Es complicado, y no creo que sea conveniente hablarlo por teléfono. Mejor nos vemos.
En aquel momento, Greta entró en el despacho para consultar unos datos. Tardó unos segundos en alzar la cabeza de los papeles que traía en la mano. Entonces se dio cuenta de la palidez de María, que colgaba como ausente el teléfono.
—¿Qué ocurre?
María negó con la cabeza muy despacio, como si negase un pensamiento que la inquietaba.
—Tengo que ir a Barcelona. Un cliente quiere verme. —No había una razón para mentirle a Greta pero su intuición le decía que por el momento era mejor no mencionar a Lorenzo.
—¿Ahora? Son casi las diez de la noche.
—Sí, tiene que ser ahora —dijo María, cogiendo el abrigo y las llaves del coche—. No me esperes despierta.
Sabía que Greta no había creído una palabra, pero tampoco se esforzó por parecer más convincente. Ya habría tiempo para las explicaciones. Ahora estaba demasiado aturdida para pensar.
Condujo deprisa por la carretera de la costa, atravesando pequeños pueblos que en aquella época del año estaban desiertos. A pesar del frío cortante que entraba a través de la ventanilla entreabierta, María no lograba despertar por completo. De pronto, toda la angustia que había sentido a lo largo del día cobraba peso y dimensión.
Bajo la luz amarillenta de las farolas, la fisonomía de la calle cambiaba con una tristeza ondulante. A lo lejos se veía entre la lluvia a unos peatones. Eran como pequeños insectos que corrían a cobijarse en la noche. María se detuvo frente a la puerta de la Dirección Provincial de Policía para cerciorarse de que era allí donde la había citado Lorenzo.
Se acercó un policía envuelto en sombras que hacía la ronda de vigilancia. El agua le chorreaba por todas partes enturbiándole el rostro. El cañón del subfusil en bandolera brillaba con la lluvia. Era uno de esos funcionarios altivos, seguro de sí mismo bajo su barboquejo ceñido al mentón y su arma en ristre. Su cara de espartano era tan teosófica como superficial.
—¿Qué hace ahí parada?
—Vengo a ver al… —dudó, no sabía qué cargo ocupaba ahora Lorenzo en el cesid, el Servicio de Inteligencia—, a Lorenzo Pintar. Está en la segunda planta.
El policía torció el gesto. Sabía quién trabajaba en la segunda planta del edificio. Sus ojos oscuros y fríos escrutaron a María sin ninguna emoción. Finalmente se dio por satisfecho y la dejó pasar al interior con una justificación tan taxativamente ridícula como cierta:
—Nunca se sabe quién puede ser un terrorista.
Nada más cruzar el umbral, María fue recibida por la misma rutina policial que ya conocía de todas las comisarías. Siempre se escuchaba, al final de un pasillo estrecho, el cierre metálico de una celda, los pasos huecos de un guardia, las voces altisonantes de detenidos y policías. Era un mundo ajeno a la vida de la luz. La deprimía.
Subió al segundo piso. Tuvo que sentarse a esperar en el borde de una silla incómoda. De vez en cuando observaba de reojo una puerta cerrada. Y cuanto más esperaba, más crecía una extraña sensación de desasosiego, un hormigueo en el cielo de la boca, y sin saber muy bien el motivo empezó a sentirse insignificante. Esa sensación se hizo apabullante cuando entró alguien detrás de ella y, sin pasar por el purgatorio de la espera, cruzó el umbral de la puerta, que se le abrió de par en par sin necesidad de llamar.
María intentó distraerse mirando alrededor. Las ventanas, altas e inalcanzables, eran pequeños tragaluces por los que de tanto en tanto asomaba el resplandor de un rayo. Los truenos de la tormenta sepultaban el traqueteo de las máquinas de escribir y de los teléfonos. Imaginó que durante el día aquel bullicio debía de resultar desquiciante. En unas mesas al fondo, algunos hombres tomaban café, otros escribían con los antebrazos apoyados en las sillas, cansinos. El mobiliario era viejo, de metal grisáceo. Sentados en cajones, que hacían las veces de improvisados archivadores, se amontonaban docenas de expedientes.
De vez en cuando entraba alguien de la calle arrastrando la lluvia tras de sí y dejando sus huellas en el suelo de terrazo sin pulimentar. Se levantó y se acercó a la ventana que daba a la calle. Una o dos veces pudo ver las botas chorreantes del policía de guardia en el exterior. Supuso que a cada persona que entraba la sometía al mismo escrutinio, y que, justificándose, les explicaba que cualquiera podía querer hacer saltar por los aires aquella miserable comisaría.
Finalmente, la puerta del despacho ante el que esperaba ser atendida se abrió. El hombre que salió ni siquiera se dio cuenta de su presencia. Pasó a su lado caviloso, sumido en la seriedad y en la meditación de algo que debía de preocuparle hondamente.
—¡Lorenzo!
Lorenzo se volvió. De repente su cara se transformó en un poema. No podía creer que aquella hermosa mujer que lo miraba con seriedad fuese María.
—Dios mío, apenas te he reconocido —murmuró con admiración, acercándose con la intención de darle un beso.
María lo detuvo tendiéndole la mano.
—Tú estás más o menos igual —respondió ella, titubeante. En realidad parecía mucho más viejo y cansado. Tenía grandes entradas en la sien y el pelo muy canoso. Además, había engordado.
Lorenzo era perfectamente consciente de esos cambios.
—Parece que la que ganó al separarnos fuiste tú —dijo con cierto sarcasmo, aunque no le faltaba razón—. Tienes un aire distinto, no sé, será el corte de pelo o el maquillaje. Antes no te maquillabas, ni te ponías estos vestidos tan elegantes.
María fingió una sonrisa cortés. Lorenzo no se daba cuenta de que su cambio no era físico, y que no se debía al flequillo cayendo sobre sus ojos, ni al vestido italiano de color azul, ni a los zapatos de tacón. Ahora era otra mujer, se podría decir que feliz. Irradiaba una luz distinta y propia. Pero admitir eso por parte de Lorenzo hubiese sido reconocer implícitamente que él era parte del problema para que ella no hubiese sido así mientras estuvieron juntos.
—¿Para qué querías verme?
El rostro imperturbable de Lorenzo se movió levemente, como una pedriza que antecede a un desprendimiento. Miró dubitativo hacia la salida, consultó su reloj y se quedó pensativo.
—Necesito un favor personal.
—¿Que necesitas un favor personal? —repitió ella, asombrada.
—Pensarás que tengo mucha cara, presentándome después de tanto tiempo para pedirte algo, pero es importante.
La hizo pasar a su oficina. Los subalternos se levantaron y le saludaron. Atravesaron otra puerta interior y Lorenzo la cerró tras de sí.
Su despacho era un lugar frío, un paisaje austero de muebles viejos y archivadores metálicos. Había un marco con una flor de paja en una esquina con el retrato de una mujer y un niño de unos dos años.
Al ver la fotografía de la que probablemente era su nueva familia, María sintió una sensación ambigua. Por alguna extraña razón había imaginado que Lorenzo era el típico hombre solitario y desgraciado, dedicado exclusivamente a su trabajo.
—¿Es tu mujer?
Lorenzo asintió.
—Y él es Javier, mi hijo —añadió con orgullo.
María sintió un resquemor en las tripas. Era el nombre que le hubieran puesto al niño que perdió si hubiese sido varón.
Lorenzo encendió una lámpara de sobremesa y se sentó detrás del escritorio, invitándola a hacer otro tanto. Sobre la mesa había un expediente con nombres en rojo. María alcanzó a leer disimuladamente uno de ellos. Lorenzo cerró la carpeta y la apartó de su vista.
Incómoda, María desvió la mirada hacia el color verde de un tallo de bambú lleno de nudos y retorcido como un cordón umbilical. Al advertir que le llamaba la atención aquel lunar verde en aquel despacho gris, Lorenzo lo extrajo del recipiente húmedo.
—Lo compré porque es absolutamente imperfecto. Los errores llevan a veces al límite del prodigio. Es una paradoja que explica muy bien mi trabajo.
—Ser espía es algo que va perfectamente contigo.
Lorenzo sonrió.
—Nosotros no lo llamamos así. En la «casa» nos gusta creer que somos funcionarios de Defensa.
Pidió que trajeran un par de cafés con más vehemencia de la necesaria; quería demostrar que él era el rey en aquella corte, y que María se había perdido un buen partido.
—¿Qué tal te va con esa amiga tuya… Greta? —Sonrió con esa frialdad tan dañina que al principio de conocerse María confundía estúpidamente con el autocontrol y la seguridad en sí mismo, pero que en realidad reflejaba la temperatura glacial de su alma.
—Estupendamente —replicó.
Sabía que para el ego masculino de Lorenzo era imperdonable que lo hubiese abandonado por una mujer. Nunca podría llegar a comprender que si lo dejó fue por sus propios deméritos. Era demasiado orgulloso para reconocerse algún defecto. Era esa estúpida soberbia suya, ese alarde de independencia masculina lo que había minado poco a poco aquel sentimiento de amor del principio, un sentimiento del que ya no quedaba nada, excepto las ganas de salir huyendo.
María encendió un cigarrillo y contempló meditabunda la pavesa humeante y los bucles azulados que se deshacían en el aire. Notó la cara de disgusto de Lorenzo. Era tan metódico, tan correcto, que incluso las rebeldías sencillas, como encender un pitillo, le sacaban de quicio, literalmente. No existen las transgresiones pequeñas; ¿no era eso lo que le había dicho en la noche de bodas, mientras ella fumaba un cigarrillo tumbada en la cama? Ni siquiera era un canuto. Era un maldito cigarrillo. Pero él la había mirado como si acabase de cometer un terrible crimen y tuviese el arma homicida en las manos.
—Veo que sigues fumando. Deberías tener cuidado con el cáncer de pulmón. Esto es una lotería, y no necesariamente le toca a quien tiene más números. —El muy imbécil se rio de su ocurrencia.
—No empieces con lo mismo —murmuró María, para acallar esa voz interior que le llenaba la cabeza con recuerdos amargos. Aplastó el cigarrillo en el cenicero.
Lorenzo enarcó una ceja. Se sentía bastante incómodo.
—No te hubiese llamado a no ser por un asunto importante, créeme. Aunque a veces, debo reconocer que he sentido la necesidad de saber de tu vida.
—Mi vida va perfectamente. Ahora, mejor que nunca. —Cuando se lo proponía, María podía ser el más cruel y dañino de los seres. No era como esos perros de sangre caliente que se abalanzan sobre la presa y la despedazan a dentelladas. Aplicaba a los sentimientos la misma práctica que utiliza en el quirófano un cirujano frío, consciente de la geografía que disecciona, sin titubeos, sin misericordia.
Lorenzo encajó con serenidad la puya. Miró hacia una pequeña puerta entreabierta donde estaba el vestíbulo privado.
—¿Qué tal está tu padre? —preguntó inesperadamente.
María se sorprendió. Gabriel era la última persona por la que Lorenzo se querría interesar.
—No muy bien —dijo sinceramente—. ¿A qué viene esa pregunta?
—Pura cortesía, para romper el hielo.
—Ya… ¿Y por qué no dejas los rodeos y me dices para qué me has llamado? —María empezaba a inquietarse—. Tú nunca pides favores de ese tipo, y mucho menos me lo pedirías a mí, así que debes de estar con el agua hasta el cuello. ¿De qué se trata? Dijiste que tenía algo que ver con César Alcalá.
—¿Recuerdas a Ramoneda? El hombre al que César Alcalá casi mata.
María asintió de mala gana. No le gustaba recordar aquello.
—Vagamente —mintió.
Lorenzo se recostó sobre el sillón y se puso a jugar con un abrecartas entre los dedos.
—Tal vez no sepas que despertó del coma unos meses después del juicio.
María se puso a la defensiva.
—No veo por qué habría de saberlo. No volví a tener contacto con Ramoneda o con su mujer después del juicio.
Lorenzo se explicó con una brusquedad innecesaria:
—Cuando Ramoneda despertó del coma, lo primero que sus ojos vieron fue el culo de un enfermero montando a su mujer en el hospital. ¿Qué crees que hizo? Cerró los ojos de nuevo y fingió seguir durmiendo. La esposa y el enfermero, creyendo que seguía en coma, repitieron aquellos encuentros varias veces más, convencidos de que él no les oía ni les veía. Follaban junto a la cama del pobre Ramoneda y él fingía no enterarse. Unas semanas más tarde desapareció del hospital sin dejar rastro.
María se revolvió, consternada.
—¿Por qué me cuentas eso?
—Poco tiempo después, aparecieron los cuerpos del enfermero y de la esposa en el vertedero del Garraf. Estaban desnudos, atados entre sí con una cuerda. Ella tenía en la boca los testículos cercenados de él. Ese tipo es un auténtico psicópata. —Lorenzo hizo una pausa, y calibró con la mirada a María, antes de continuar—. Gracias a ti, César Alcalá está en la cárcel y Ramoneda en la calle. —Dijo cada palabra con oronda malicia y luego examinó con atención a María. Pensó que se asombraría, que lo acribillaría a insultos, que se justificaría.
Pero María se limitó a mirarlo fijamente.
—Es cierto —dijo lacónicamente.
El que se asombró fue Lorenzo.
—Y, ¿ya está…?
María no se inmutó.
—Hice lo que tenía que hacer. Legalmente no puedes reprocharme nada, ni tú, ni nadie. Pero sé que no fui justa.
—¿De repente te has vuelto santa o budista en busca del perdón? —le dijo Lorenzo con un punto de irritación.
María no se inmutó.
—No he cambiado tanto. En cambio, tú sigues siendo el mismo gilipollas arrogante. Te importa muy poco lo que ese Ramoneda haya hecho, o que el inspector se pudra en la cárcel; te conozco muy bien, Lorenzo; tu sentido de la moral está a la altura de tus zapatos, así que dime: ¿por qué me cuentas todo esto?
En ese momento entró la secretaria con una bandeja y tres tazas de café humeante. Dejó la bandeja en la mesa auxiliar y salió del despacho discretamente.
—¿Para quién es la tercera taza? —preguntó María.
Lorenzo dejó el abrecartas sobre el expediente que unos minutos antes estaba estudiando y se quedó pensativo. En realidad, estaba disfrutando del momento.
—Quiero que conozcas a una persona —dijo; desvió la mirada hacia la puerta entreabierta del vestíbulo y se puso en pie—. Coronel, pase por favor.
La puerta se abrió de par en par y apareció un hombre que debía de rondar los setenta años. Tal vez no los había cumplido. Era alto. Delgado. A pesar de que Lorenzo había mencionado su condición de militar usaba ropa de civil, como el propio Lorenzo. Vestía de modo elegante, pulcro sería más exacto, porque detrás de una primera impresión de elegancia se descubría, prestando atención a los detalles, que el conjunto era resultado del esfuerzo meticuloso de conjunción de una ropa y unos elementos cuidadosamente planchados y cuidados, pero pasados de moda. Aquel hombre había sido algo que ya no era, pero que todavía representaba dignamente.
Avanzó con paso decidido pero discreto hasta María.
—Tenía muchas ganas de conocerla personalmente, abogada —dijo.
María sintió una corriente de simpatía hacia aquel desconocido que se inclinaba hacia ella impregnándola con el olor característico de los cigarrillos Royal Crown que fumaba. Sus ojos eran como una tarde gris, atrapados en una pesada melancolía.
—María, te presento al coronel Pedro Recasens. Es mi superior —dijo Lorenzo con una solemnidad que sonó un tanto ridícula. Recasens tomó asiento junto a María y la escrutó como un águila, tomando algo de distancia para tener perspectiva.
—Lamento mucho el estado de su padre. La verdad es que era un auténtico maestro forjando armas.
Ahora fue María quien lo observó con escrupulosidad de entomóloga.
—¿Conoce a mi padre?
Recasens esbozó una media sonrisa. Pasó la mirada fugazmente sobre Lorenzo y regresó a los ojos de María.
—Vagamente… Coincidimos en cierta ocasión, hace muchos años, aunque es improbable que él me recuerde.
La simpatía inicial de María se truncó en desconfianza. De repente, la alarmó su sonrisa irónica y el modo condescendiente de mirarla. Los ojos pequeños, coronados con unas cejas espesas y grises eran como sondas de profundidad que diseccionaban lo que veían, lo analizaban con velocidad y extraían consecuencias que se reflejaban en el rostro concentrado, en la boca recta de labios finos y dientes algo amarillentos.
—Me he informado a conciencia sobre usted. Ahora es una abogada muy prestigiosa.
María se volvió hacia Lorenzo con violencia.
—¿Qué significa esto? ¿Me habéis estado espiando?
Lorenzo le pidió que escuchase lo que Recasens tenía que decirle. María notó un cambio apenas imperceptible en su conducta. Parecía un poco más receptivo, más amable.
—Lo que voy a proponerle es un encargo por encima de cualquier lógica, por eso la he investigado —intervino Recasens.
María sentía la imperiosa necesidad de apartarse de aquel hombre, pero el desconocido la retuvo un momento tocándole el antebrazo. No fue un gesto imperativo, ni siquiera hostil, pero a través de sus dedos sintió la autoridad de quien está acostumbrado a no dar por terminada una conversación hasta que él lo decide. María se sintió incómoda, pero incapaz al mismo tiempo de apartarse de los ojos imantados de Recasens.
—Imagino que una abogada como usted estará al corriente de los acontecimientos políticos del país.
María dijo que la política le interesaba poco. Leía los periódicos, veía la televisión. Poca cosa más.
Recasens asintió. Dio un sorbo de café y dejó la taza sobre la mesita, tomándose su tiempo.
—¿Le suena de algo el nombre de Publio?
—Creo que es un diputado, pero ni siquiera sé en qué partido milita.
Recasens sonrió.
—En realidad, nadie lo sabe. Publio solo milita en su propio partido.
Lorenzo le rio el chiste a su jefe, pero el coronel lo hizo enmudecer con una mirada gélida. A María no le pasó desapercibido el detalle. Empezaba a gustarle Recasens.
—Le escucho —concedió.
—Imagino que conoce las circunstancias que rodearon el caso de César Alcalá. Existe una fotografía de una niña que entonces tenía doce años. La mujer de Ramoneda le habló de esa fotografía, aunque luego no dijo nada de ella en el juicio.
María se apretó las manos contra el regazo.
—Recuerdo ese alegato de la defensa, pero no entré en los detalles.
—No la estoy juzgando, María. Usted era abogada de la acusación. Su labor era demostrar la culpabilidad del inspector Alcalá y no aportar atenuantes a su causa. Lo hizo bien. Pero eso ya pasó. Una cosa es la justicia y otra muy distinta la verdad.
—¿Y cuál es la verdad, según usted?
—Los detalles los tienes aquí —intervino Lorenzo. Sacó un sobre voluminoso del cajón y lo dejó sobre la mesa.
El coronel Recasens observó con intensidad a María.
—Me gustaría que estudiase con atención este material. Tómese su tiempo. Entonces podremos volver a hablar. Es cuanto le pido… —El coronel consultó su reloj y se puso en pie—. Tengo que coger un avión. Estaremos en contacto, María. Confío en que hará lo que su recta conciencia le dicte —dijo estrechándole la mano con calidez.
Se despidió con un gesto frío de Lorenzo y se dirigió a la puerta. Antes de salir se detuvo un instante. Metió las manos en los bolsillos y se volvió para mirar a María.
—¿Alguna vez ha escuchado el nombre de Isabel Mola?
María lo pensó un minuto. No, nunca había oído semejante nombre. El coronel escrutó su rostro, como si pretendiese averiguar si le decía la verdad. Finalmente pareció darse por satisfecho y sus ojos se relajaron un poco.
—Entiendo. Lea esa información. Espero que nos veamos pronto.
Cuando se quedaron solos, Lorenzo y María se sumieron en un silencio caviloso, como si cada uno por su cuenta reordenase toda la conversación.
Al cabo de unos minutos, Lorenzo alzó un poco la voz.
—Lo malo de los policías es que tienen demasiada memoria. No olvidan fácilmente el nombre de alguien que les ha jodido. Yo tendría cuidado con Alcalá, María. Quizá quiera ajustar cuentas contigo.
A María le sorprendió el comentario, y le sorprendió más la suavidad con la que Lorenzo lo coló en la conversación, mirando hacia la ventana, como si fuese una cuestión banal, un hablar por hablar.
—¿Por qué lo dices?
Lorenzo desvió lentamente la mirada hacia ella, con un gesto amargo.
—Tú siempre haces lo que hay que hacer, María. A pesar de las consecuencias. ¿Por eso nos separamos, verdad?
—No seas hipócrita, Lorenzo. Sabes perfectamente por qué lo hicimos, así que no pretendas hacerte el inocente conmigo.
Lorenzo la miró con tristeza, con una tristeza que estuvo a punto de parecer sincera. Pero antes de que el engaño surgiera efecto, se puso en pie.
—A veces todavía pienso en lo nuestro, María. Sé que me odias, y no te lo reprocho. He pensado mucho en lo que pasó y he llegado a perdonarme. Yo no soy así: no pego a las mujeres, solo que tú… No sé, me sacabas de mis casillas con tus cosas.
—Yo también he pensado mucho en aquello, Lorenzo. Y me pregunto por qué no te clavé aquellas tijeras en la polla la primera vez que me levantaste la mano.
Salió a la calle. Llovía a mares y la oscuridad era absoluta. Deseó más que nunca estar en casa, abrazarse a Greta, pedirle que la besara con ternura. Lentamente se volvió hacia la ventana del despacho de Lorenzo. Allí estaba, apoyado en el quicio, contemplándola. Se alejó pensando que lo único que la unía a aquella figura desdibujada tras la lluvia era un sentimiento difuso de rencor y tristeza.