Mérida. Mayo de 1941.
Siete meses antes de la desaparición de Isabel Mola.
El profesor Marcelo estaba contento. Con su nuevo trabajo como tutor del pequeño Andrés pensaba que se terminarían para siempre los caminos duros y helados que recorría aquel profesor rural.
Por el contrario, su hijo, el pequeño César, se mostraba taciturno y malhumorado. Acostumbrado a la vida nómada, echaba de menos ir de un lado a otro. Tal vez, se decía, antes no tenían mucho, pero su padre cantaba unas canciones estupendas, y podía andar de pueblo en pueblo y hablar sin perder el resuello durante horas. De vez en cuando encontraban un cobertizo, o una casa de pastor y algo que comer. Cualquier cosa, agua caliente con unas acelgas, dos patatas duras y negras, les parecían un motivo de fiesta.
Y luego estaban los grandes descubrimientos. Su padre era una enciclopedia; señalaba sin dudas cada una de las constelaciones de estrellas del hemisferio norte, desde Equuleus hasta Virgo, y hablaba de la magnitud de los planetas como si hubiera vivido en cada uno de ellos. Otros días se entretenía recitando a Góngora y a Quevedo, fingiendo ser los dos a la vez discutiendo entre sí. Sabía de música, de matemática, de ciencia natural, pero nada le satisfacía lo suficiente.
César se sentía feliz. Afrontaba las penurias y las inclemencias con un espíritu alegre, atento a un mundo que se abría ante sus ojos de la mano de su padre como algo complejo, duro, a veces cruel, pero siempre maravilloso.
—Eso que sientes es la libertad —le aleccionaba Marcelo—. Tu cuerpo se sacude con el frío de la mañana, agradece el primer rayo de sol que le calienta, se emociona con una sopa caliente porque tu estómago conoce el hambre. Y tus ojos disfrutan de la inmensidad de los paisajes de los que un día el hombre fue arrancado para ser encerrado en fábricas inmundas. Si cada obrero, cada campesino, fuera capaz de reencontrarse con esa sensación de humanidad, ¿quién crees que querría seguir siendo esclavo?
Pero entonces había aparecido en sus vidas esa mujer, Isabel Mola.
Desde que la conocía, su padre se había vuelto un desconocido. Andaba siempre mudándose de ropa, gastando dinero en zapatos que apretaban demasiado, imponiendo normas absurdas como lavarse con agua gélida cada mañana y rascarle la roña detrás de las orejas hasta que estas le enrojecían. Para colmo, había hecho venir a la tía Josefa desde el pueblo para que cuidase de él.
—Puedo cuidarme solo —protestó el niño al enterarse.
Marcelo se peinaba por enésima vez la raya de en medio frente al espejo, con el pelo engominado y un fuerte olor a loción.
—No puedes. Solo tienes ocho años. Además, tu tía nos necesita casi tanto como nosotros a ella. —Marcelo contempló el rostro de su hijo y sintió la angustia subiéndole hasta la garganta. Se le veía tan triste con su cara pecosa y su pelo rapado de colegial… Sintió por primera vez en mucho tiempo que no había sabido darle una vida como correspondía a su edad. Durante demasiado tiempo, desde que enviudó, había arrastrado a su hijo a una vida de buhonero que en nada iba a ayudarle. Pero todo eso iba a cambiar. Ahora tenía un trabajo estable. Tal vez César no lo aceptase al principio, pero terminaría por acostumbrarse a las rutinas de un niño normal.
—No está tan mal dormir cada noche en el mismo sitio, ya lo verás. Además, ahora podrás relacionarte con otros niños de tu edad. Por ejemplo con el hijo de los Mola. Andrés tiene tu misma edad, y parece un chico de lo más interesante.
—No me gusta esa gente —dijo el niño, frunciendo el ceño. Odiaba a ese niño. Lo pensó mejor, y añadió—: En realidad, no me gusta la gente de ninguna clase.
Marcelo estuvo tentado de sonreír. Dejó el peine sobre la pila del baño y se acuclilló frente a su hijo, mirándole a los ojos. Esos ojos inquietos que eran como estrellas fugaces.
—Pues eso tiene que cambiar, hijo. No podemos vivir solos en el mundo, ¿comprendes? Necesitamos de los demás, y los demás necesitan de nosotros.
César asintió, aunque no comprendía lo que su padre estaba diciéndole. Su padre se enderezó y se puso encima unas gotas de aquella loción que tanto le molestaba. Se ajustó la corbata de lazo y se miró con aire satisfecho.
—Todo esto, César, lo hago por ti. Ya verás, algún día me lo vas a agradecer.
Y entonces el niño sintió que todo era mentira. No lograba abarcar la naturaleza de lo que le estaba sucediendo a su padre, pero intuyó que no lo hacía por él, sino por esa mujer de la que no cesaba de hablar.
—Ahora, sube a tu habitación. Tu tía te llamará para el almuerzo. Yo tengo que ir a la ciudad.
César Alcalá miró a su padre con recelo.
—¿Vas a ir a ver a esa mujer?
Marcelo le devolvió la mirada, inquisitiva.
—En realidad, voy a ver a unos amigos que se reúnen con Isabel, y sí; supongo que ella estará allí.
—Podría acompañarte. No molestaré.
Marcelo negó con cierta impaciencia.
—Esas reuniones son aburridas. Será mejor que subas ahora.
César corrió escaleras arriba y se encerró con el cerrojo por dentro en su habitación. Cuando estuvo seguro de que nadie vendría a molestarle, abrió la pequeña cajita metálica donde guardaba el retrato de su madre. Lo tocó con delicadeza, como si temiese que se acabase esfumando. Porque, incomprensiblemente, el rostro de su madre empezaba a desdibujarse en su memoria y se confundía con el de esta nueva mujer que parecía gustarle a su padre.
Se volvió hacia la pared rugosa y se cubrió con la manta áspera, cerrando los ojos. Sin que las lágrimas pidiesen permiso, empezó a sollozar con la cara enterrada en la almohada para que nadie oyera su llanto. No sabía por qué lloraba, pero era incapaz de controlar las lágrimas.
Tuvo un sueño extraño. Soñaba que estaba sentado en una silla pequeña, de parvulario, parecida a la que su padre le regaló en cierta ocasión, solo que esta silla no era de color azul como aquella sino roja, y no tenía la culera de paja sino con un agujero de esos que utilizan los niños que no saben ir solos al baño para hacer sus necesidades. Él no la necesitaba, pero apareció Andrés y lo obligó a sentarse con el calzón bajado. Iba vestido de un modo raro, con un pijama o algo parecido, y tenía el pelo recogido en un moño y la cara pintada como con yeso, muy blanca, y los labios muy rojos, como si hubiera bebido sangre. El hijo pequeño de Isabel se burlaba de él, le decía que era un meón, y le pegaba en la cabeza con una espada de madera. César Alcalá quería rebelarse, devolver los golpes, pero era incapaz de levantarse de la silla y sentía unas terribles ganas de orinar. Finalmente, sintió un reguero caliente bajando por su entrepierna, mientras Andrés se reía como uno de esos locos desdentados que a veces César había visto en los pueblos que había recorrido con su padre.
Despertó gritando. Estaba en su habitación. La tarde le daba a las paredes un reflejo anaranjado. En el piso de abajo escuchaba tararear una canción a su tía. Entonces miró las sábanas empapadas y enrojeció.
Marcelo Alcalá se detuvo y consultó la dirección que llevaba anotada en un papel arrugado. Soplaba un viento cortante que venía de la ribera del Guadiana. La noche era cerrada y las únicas luces que se veían eran las que alumbraban el paseo del río. Bajo una de aquellas luces macilentas vio la sombra de un hombre que fumaba, apoyado en una farola. El profesor distinguía con claridad la pavesa del cigarrillo y el humo que dejaba salir por la boca.
Marcelo se inquietó. No había nadie más en la calle, la hora era intempestiva, y el lugar propicio para que cualquiera pudiese asaltarle. Conocía la fama que tenían los rincones oscuros cerca del puente. Allí se reunían como sombras esquivas los chaperos con sus clientes, arriesgándose a que la policía los detuviese o a que un ratero los dejase sin nada con una puñalada en el vientre. Pero aquel era el lugar donde Isabel lo había citado aquella noche.
No sabía qué pretendía la señora Mola. Algo poco común, desde luego. Aquella mañana, mientras él repasaba el abecedario con Andrés en la finca de los Mola, Isabel había entrado con la excusa de interesarse por los avances académicos de su hijo. Sin embargo, lo que hizo fue deslizar disimuladamente en su bolsillo aquel papel que ahora llevaba en las manos:
«Creo que puedo contar con usted. Si de verdad me aprecia, acudirá esta noche a esta dirección. Por lo que más quiera, sea discreto».
Ahora se arrepentía de ese entusiasmo un tanto ingenuo que la mirada peligrosa de esa mujer le había insuflado. Por un momento había pensado que… quizá… era una cita. Se sonrojó ante esa falacia.
De repente, la sombra bajo la farola lanzó el cigarrillo. La colilla trazó un giro sobre la niebla del río mientras esa silueta abandonaba el haz de luz y caminaba hacia él. Directamente hacia él. Sus pasos retumbando en el empedrado agigantaban la figura como algo temible y perturbador. Marcelo pensó en huir. Pero sus pies se negaron a obedecerle.
La sombra fue haciéndose carne. Carne pesada y corpulenta, de un hombre embutido en un abrigo largo y un sombrero ancho, con las manos en los bolsillos.
—¿Eres Marcelo? —dijo, con una voz grave, mirándole sin nada detrás de los ojos.
Marcelo asintió. Solo entonces el hombre se relajó y le tendió la mano enguantada.
—Isabel me dijo que vendrías. Dice que eres de fiar. Vamos, te llevaré al lugar de la reunión.
Sin esperar respuesta, el hombre giró sobre sus talones. Marcelo observó su espalda de hombros anchos que se perdía ya entre la niebla. Dudó un instante, pero siguió a aquel desconocido.
Cruzaron varias calles laberínticas cerca de las ruinas del anfiteatro romano. Bajo la niebla, las piedras de la fachada resultaban fantasmagóricas, como la quilla de un barco de bucaneros rompiendo silenciosamente la noche. En un portal, el hombre se detuvo. Miró a derecha e izquierda e hizo sonar varias veces el picaporte. A Marcelo, todo aquello le intrigaba y le inquietaba a partes iguales. Tenía la sensación de que iba a meterse en un lío, pero ya era demasiado tarde para echarse atrás. La puerta se estaba abriendo.
En el rellano del edificio les esperaba otro hombre. Parecía un trabajador de la metalurgia a juzgar por su mono de trabajo y por las manos llenas de virutas incrustadas en la piel. Su aspecto era el de un perrillo temeroso, pero su mirada para con el profesor igualmente desconfiada. Sin embargo, estrechó efusivamente el brazo del hombre que le acompañaba.
—Ya están todos arriba. Os están esperando.
El hombre que acompañaba al profesor asintió, quitándose el sombrero.
—Bien. Vamos allá.
En un pequeño piso de no más de cuarenta metros, un grupo de hombres y mujeres que el profesor no alcanzó a cuantificar, fumaban cargando el ambiente de humo. Hablaban entre sí formando corrillos dispersos. No alzaban la voz, sino que las conversaciones susurrantes le recordaron a los estudiantes que charlaban en el claustro de una biblioteca universitaria. Cuando el hombre que lo acompañaba entró, todos se volvieron a saludarle. Era evidente que lo tenían por una especie de líder. Poco a poco fueron ocupando las sillas formadas en círculo en el salón dispuestas a tal efecto.
—Usted siéntese aquí, a mi lado, profesor —dijo el hombre, quitándose el abrigo y dejándolo en el respaldo de la silla.
Marcelo obedeció, buscando entre los presentes a Isabel.
—Ella no vendrá, profesor. Esta reunión debemos celebrarla sin que la señora Mola esté presente.
Marcelo se revolvió en la silla.
—Entonces, ¿qué hago yo aquí?
El hombre torció el gesto con una sonrisa que tuvo un atisbo de cinismo, pero que enseguida se recompuso.
—Lo mismo que todos nosotros. Intentar hacer un mundo mejor.
Empezó lo que parecía una sesión plenaria. Uno a uno, aquellos hombres y mujeres —Marcelo pudo contabilizar a unos diez finalmente, la mayoría muy jóvenes, apenas unos adolescentes— fueron ocupando el centro del círculo de sillas y exponiendo datos. Datos que inquietaron sobremanera a Marcelo, quien a medida que escuchaba comprendía la naturaleza de aquel grupo.
—¿Sois comunistas? —preguntó, alarmado, susurrando al oído del hombre que presidía la reunión.
El hombre no le miró directamente. Inclinó un poco hacia el profesor la cara y de nuevo esbozó su sonrisa compleja.
—Somos gente que piensa que las cosas no pueden seguir como están, y que hombres como Guillermo Mola, el jefe de la Falange en toda la provincia de Badajoz, no pueden seguir aterrorizando a nuestras mujeres, nuestros mayores o nuestros hijos. —Hizo una pausa y miró intensamente a los ojos del aturdido profesor—. Por eso, hemos decidido atentar contra él. Vamos a matarlo.
Marcelo tuvo que reprimir el gesto de no saltar como un resorte de la silla.
¿Matar a Guillermo Mola? Aquella gente estaba loca de remate. Ese hombre era uno de los más poderosos de toda Extremadura. Nadie podía tocarle un pelo. Y además contaba con la protección de Publio y de sus «camisas viejas». Todo el mundo conocía la ferocidad de ese esbirro. Pero lo que más le sobrecogía era una pregunta machacona: ¿Qué hacía él, un simple profesor rural, en medio de aquellos conspiradores? ¿Por qué Isabel lo había enviado allí?
El hombre que lo había acompañado hasta esa ratonera le leyó el pensamiento.
—Isabel es la que propuso la idea. Ella nos dará la información necesaria para hacerlo. —Lo dijo sin inmutarse. Aquel desconocido pretendía hacerle creer que Isabel estaba dispuesta a asesinar a su propio marido.
—¿Cómo quiere que crea semejante barbaridad?
El hombre se encogió de hombros.
—No sea ingenuo, profesor. ¿Cuánto tiempo hace que trabaja en esa casa? ¿Seis meses? No me diga que en ese tiempo no se ha dado cuenta de la clase de monstruo que es ese hombre. ¿Sabe que Isabel se casó con él para que sus padres pudieran salir del país? ¿Sabe que ese cabrón confiscó todas las propiedades de su familia? ¿Sabe que por orden de Guillermo Mola el hermano mayor de Isabel fue uno de los fusilados en la plaza de toros de Badajoz? Sí, ella, más que ninguno de nosotros tiene motivos para odiarle, por no hablar de las vejaciones diarias a las que la somete esa bestia.
Marcelo había oído algunas de esas cosas, era cierto. Y también había visto y oído otras que hubiese preferido no ver ni oír. Intuía que Isabel no amaba a su esposo, y egoísta y estúpidamente, esa percepción que ahora se confirmaba, alimentaba sus secretos anhelos de que quizá ella pudiera fijarse en un pequeño ratón de biblioteca como él. Pero urdir un plan para asesinar al padre de sus hijos… Eso era algo muy diferente. Le resultaba imposible creerlo. Isabel era demasiado hermosa, demasiado dulce. Sus pies levitaban sobre la Tierra. Era imposible que los manchase con su fango.
—¿Por qué estoy aquí? —preguntó, entre aturdido y perplejo.
—Isabel dice que usted siente un especial aprecio por su hijo pequeño.
Marcelo asintió. Sí, era cierto: Andrés era un niño peculiar, necesitaba ayuda para contener su ingente imaginación y esa portentosa energía que lo mismo podía transformarlo el día de mañana en un genio o en un monstruo. Él confiaba en poder encauzar esa potencia hacia la primera opción. Pero no comprendía qué tenía que ver el niño en aquel asunto tan turbio.
—Se lo explicaré, profesor: si las cosas se ponen feas, Isabel necesitará huir. Y llevará con ella a su hijo pequeño. El caso de Fernando es diferente, ya es mayor, y puede gobernarse solo. Pero bajo ningún concepto, Isabel dejará a Andrés en manos de su marido. Guillermo Mola detesta al pequeño. Cree que es una aberración, y no dudaría en encerrarlo en un manicomio de por vida. De modo que, si fallamos, ella necesitará un sitio en el que esconderse con su hijo. Ese es su papel, profesor. No deberá implicarse, nadie sabrá que usted está al tanto del asunto. Solo le pedimos que, llegado el caso, le dé a Isabel una vía de escape. Según parece, cuando enviudó, usted heredó una finca muy cerca de la frontera con Portugal. Es un buen lugar. Apenas se esconderían unos días, el tiempo justo de pasar a Portugal, y de allí a Londres. El resto no le interesa. Mientras tanto, siga con su rutina habitual.
Seguir con la rutina habitual. Aquellas palabras retumbaban en el cerebro de Marcelo. Las repetía una y otra vez, incapaz de dormir, a pesar de que las primeras luces de la mañana ya entraban a raudales a través del visillo.
Aquella mañana, mientras desayunaba las migas que Josefa había preparado, se preguntó si no era mejor salir huyendo de aquella ciudad. Emigrar a Madrid, a Barcelona quizá. Al menos debería enviar allí a César con Josefa. Ponerlos a salvo por si las cosas se complicaban. Pero eso levantaría sospechas. Y no debía levantarlas. De hecho, se dijo, él no estaba exactamente «implicado». Tan pronto aquel hombre le dijo lo que debía hacer llegado el caso, Marcelo había abandonado la reunión. No quería saber detalles, ni fechas, ni nombres. Y tampoco se había comprometido a cumplir su parte, llegado el momento.
Pero sabía lo que estaba pasando. Y no denunciarlo lo convertía en cómplice. Si lo hacía, si contaba a la policía lo que sabía, ¿qué pasaría con aquella gente? Y sobre todo, ¿qué sería de Isabel? Era estúpido fingir que no lo sabía. No. Él era un simple profesor. No era político, ni le interesaba ninguna bandera que no fuese la propia libertad o la de su hijo. ¿Pero acaso no era aquella una lucha inevitable? ¿Acaso podía seguir predicando los principios de la libertad, la cultura, la justicia, y por otro lado seguir escondiendo la cabeza en un agujero como un ganso? ¿Estaba tan ciego, tan muerto de hambre, para dejar comprar su voluntad por un sueldo y un techo, aun a sabiendas del tipo de ser repugnante que eran Guillermo Mola y su adlátere, Publio? No. No denunciaría a Isabel.
Y sin embargo, eso no le aliviaba. Sentía una profunda amargura en su alma de hombre. Sabía que ella lo había utilizado, lo había puesto entre la espada y la pared. Había descubierto su debilidad y la había utilizado sin recato.
Durante las semanas siguientes, Isabel trataba de esquivarlo. Marcelo procuraba concentrarse en la educación de Andrés, pero resultaba inevitable que al verla paseando por la casa con aquel aire de hada benigna sintiera una especie de repulsión. Finalmente, una tarde logró abordarla cerca del cenador del jardín.
—Necesito hablar con usted, Isabel.
Isabel llevaba puestos unos guantes de cuero con los que podía manipular las espinas de las rosas sin pincharse. Se quitó un guante, fingiendo no sentirse incómoda, ni acusada por la mirada hiriente del profesor.
—Creo que es mejor que no hablemos, profesor. A menos que se trate de Andrés.
Marcelo debía hacer verdaderos esfuerzos para comportarse como un ser civilizado y no ponerse en evidencia.
—Por supuesto que se trata de Andrés, y de usted, y de su marido… Y de mí, Isabel. No puede seguir fingiendo que no pasa nada.
Isabel ladeó la cabeza fugazmente hacia la fachada de la casa, como si temiese que Guillermo o su perro guardián, Publio, pudieran escucharla. A Marcelo le pareció que aquel gesto tenso de su cara, breve, intenso, era hermoso como el paso de una estrella fugaz. Incluso en aquellas circunstancias era inevitable no sentir admiración por ella.
—No tiene por qué hacer nada, Marcelo. De hecho, me he arrepentido varias veces durante estas semanas por haberlo implicado. Usted es un buen hombre, pero yo necesito confiar en alguien que pueda proteger a Andrés. Y solo puedo confiarle esa tarea a usted. Aunque no tiene que seguir aquí, si no lo desea.
Marcelo se sintió confundido. Ella le hablaba y sonreía; sonreía de verdad, no como una artimaña para vencer su reticencia.
—No he dicho… que no quiera hacerlo… Solo esperaba que…
Isabel se colocó de nuevo el guante de cuero y se reclinó sobre el rosal con una tijera podadora.
—Sé lo que esperaba, Marcelo. Y créame que me siento halagada. Pero no compraré su lealtad con mentiras. ¿Recuerda al hombre que le acompañó aquella noche? Estoy enamorada de él. Y él de mí. Cuando todo termine, pensamos empezar una nueva vida… —Alzó la mirada, clara y limpia como las rosas que tenía entre las manos—. Y creo que usted debería hacer otro tanto. Tendrá mi amistad y gratitud eterna. Es cuanto puedo ofrecerle.
Marcelo tragó saliva. Se sentía vil, sucio, triste.
—Será mejor su amistad, que no tener nada —dijo, forzando la sonrisa más dolorosa de su vida.
Pasaron los meses y no ocurría nada. Guillermo Mola seguía con vida, las rutinas de aquella casa no se alteraban. Incluso Isabel parecía más feliz y menos meditabunda que de costumbre. Marcelo llegó a creer que tal vez, aquel grupo de conjurados había comprendido la sinrazón de lo que pretendían hacer y, sencillamente, habían abortado el plan.
Sin embargo, cuando acababa ya el año 1941, ocurrió algo que hizo saltar por los aires aquella aparente placidez.
Eran las diez de la mañana. Marcelo cuidaba la caligrafía de Andrés, que con su letra menuda trazaba en la pizarra unas irregulares vocales. De repente, la puerta del estudio se abrió de golpe. En el umbral apareció uno de los falangistas de Publio, el brazo derecho de Guillermo Mola. En su rostro contraído, Marcelo leyó el peor de los presagios.
—Vengo buscando a la señora Mola. Me envía Publio. ¿La ha visto?
Marcelo dijo que la señora no había aparecido por allí en toda la mañana.
—¿Ocurre algo?
El falangista le dio la noticia: habían disparado contra Guillermo Mola a la salida de la iglesia a la que acudía cada mañana a recibir la eucaristía.
—Por suerte —añadió con aire satisfecho— solo le han herido. Don Guillermo está fuera de peligro.
Lo habían hecho… y habían fallado. Tuvo que sostenerse en el respaldo de la silla y deslizarse despacio hasta sentarse, de costado. Andrés seguía aplicado a lo suyo, apretando la tiza con la lengua entre los dientes, sin comprender qué pasaba. ¿Qué iba a ser, ahora, de aquel niño? ¿Y de su madre?
Entonces, vio a través de la ventana la figura tenebrosa de Publio. Estaba parado en medio del jardín, con las manos en los bolsillos, como si no ocurriese nada anormal… ¿Por qué miraba en dirección al estudio con tanta insistencia?… ¿Lo miraba a él?
Marcelo palideció. Publio, el hombre que hacía temblar a las piedras con su sola presencia, lo estaba saludando con ojos entrecerrados y sonrisa de lobo.