Cuando llegó al despacho únicamente zumbaba en el pasillo la pulidora del operario de limpieza. Las mesas todavía estaban vacías, los archivadores metálicos cerrados, los teléfonos encima de las mesas, silenciosos, las luces apagadas y los libros de legislación alineados en perfecto orden a lo largo de toda la pared. María había pasado allí buena parte de los últimos años, y todo su talento y su energía lo había entregado sin medida para que aquel bufete creciera. Y de repente, ahora lo veía como lo que era realmente: un lugar frío, inhóspito, estéril, un lugar con la indiferencia de un gran dios que no valora los sacrificios de los minúsculos adoradores que le sirven.
Detrás de la puerta de Greta había luz.
María llamó y no esperó respuesta. Abrió directamente. Las ventanas tenían las persianas echadas hasta la mitad, y una agradable penumbra iluminaba los muebles de una estantería y un escritorio con tres sillas colocadas alrededor en semicírculo. En un rincón, una mesita baja tenía dispuestos dos vasos, un termo de café y una botella de agua.
Greta estaba de pie hablando con una mujer de unos cincuenta años que parecía un manojo de nervios.
—¿A qué viene tanta urgencia? —preguntó María, dejando el abrigo en el colgador.
Greta tenía la expresión grave.
—Te presento a Pura. Creo que te va a interesar lo que tiene que explicarnos.
Purificación era una mujer minúscula y apabullada, sin aspiraciones más allá de pagar el alquiler. No había nada interesante en ella. Ni siquiera se consideraba una mujer. Simplemente se veía a sí misma como un burro de carga que llevaba a cuestas cinco niños sucios, una casa minúscula y que soportaba los envites de la vida encogiéndose y mirando la punta de sus alpargatas agujereadas. Se sentó en el borde de la silla con las manos en el regazo, apretando un pañuelo sucio. Greta le sirvió café.
—¿Por qué no le cuentas a mi compañera lo que me has dicho a mí?
La mujer empezó a hablar de su marido. Se llamaba Jesús Ramoneda.
—Trabaja de chivato para la policía. Todo el mundo lo sabe, así que no creo que descubra nada nuevo al decirlo.
—No es un «empleo» muy común —intervino, intrigada, María.
Pura la miró con un punto de intransigencia en los ojos.
—Mi marido no es un hombre común.
Explicó que su marido no era capaz de gobernar su propia vida. Le pegaba a ella y a los niños y bebía demasiado. A menudo desaparecía durante días, a veces incluso semanas. Purificación llegó a la conclusión de que él la engañaba con otras o que se iba de putas, o que tal vez se había metido en algún lío con la Justicia. Ese era su universo, el de los bajos fondos. Pero ella no decía nada, ¿qué podía decir? Su mundo abarcaba un salón lleno de trastos, una cocina mugrienta y cinco niños llorando continuamente. Incluso deseaba con todo su ser que él se marchase. Al menos, cuando estaba fuera, podía respirar sin miedo.
María iba escuchando y tomaba notas. Pensó que se trataba del típico caso de malos tratos, que el marido de aquella mujer era un auténtico hijo de puta, como tantos otros… Y de repente se sintió avergonzada y perpleja: como tantos otros. ¿Acaso existía mucha distancia entre lo que le ocurría a aquella desgraciada y lo que le hacía a ella Lorenzo? Como si esa comunión de destinos la incomodase, cogió una taza de café y escondió en ella la mirada. Sabía que Greta la observaba con atención, pero fingió no darse cuenta.
—Creo que me hago una idea —dijo—, pero no creo que podamos hacer demasiado para ayudarla. El divorcio no existe, y el abandono de hogar por parte de la mujer está penado. Sin embargo, puedo darle la dirección de una casa de acogida clandestina adonde enviamos mujeres en su situación.
Empezó a anotar la dirección, cuando Pura le pidió que dejara de escribir y la miró muy seria.
—Hace unos días vino un policía de paisano preguntando por él. No era de los habituales, nunca le había visto. Parecía muy enfadado. Me enseñó la fotografía de una niña que debe de tener unos doce años y me preguntó si la había visto por allí, o si Ramoneda me había hablado de ella. Le dije que no, y se marchó de malas maneras… Al cabo de tres días vinieron a verme otros dos agentes. A estos sí los conozco, son de la comisaría de la Verneda, y suelen pasarse por casa para que Ramoneda les dé información sobre el menudeo en el barrio. Pero no venían a verlo a él, sino a mí. Dijeron que había ocurrido algo terrible y que mi esposo estaba en el hospital. Posiblemente moriría. Aquellos hombres me explicaron que podían arreglar las cosas. Me ofrecieron cien mil pesetas a cambio de que no presentara denuncia. Ellos se encargarían de todo.
María se revolvió en la silla estupefacta.
—Pero ¿por qué razón le han ofrecido dinero para que no ponga denuncia?
—Parece ser que el que ha querido matar a mi marido es ese primer policía que vino hace unos días con la foto de la niña. Creo que es un inspector jefe de la brigada de Información. Durante varios días tuvo a mi marido metido en un sótano, haciéndole toda clase de perrerías.
En ese instante María tuvo miedo. Fue como si hasta ese momento de la conversación hubiese estado jugando con un cilindro que le parecía inocuo y de repente descubriese que estaba lleno de nitroglicerina. Desvió la mirada con cautela hacia Greta, que permanecía en silencio con los brazos cruzados sobre el pecho.
—Y supongo que usted ha venido a verme porque quiere denunciar a ese policía —preguntó María con cautela.
Purificación miró a ambas abogadas con sus ojillos muertos, que de pronto cobraron un brillo intenso.
—Lo que quiero es saber si puedo sacar más dinero.
María y Greta intercambiaron una mirada entre perpleja y avergonzada. Sin embargo, María calibró enseguida la importancia de lo que se les venía encima. Los remilgos o las motivaciones no importaban, qué más daba si lo que buscaba aquella mujer era dinero o justicia.
—Si conseguimos meter a ese inspector jefe en la cárcel, tendrá el dinero y la fama que quiera.
María aceptó el caso sin pensarlo, entusiasmada. Era lo que estaba esperando desde que salió de la facultad. Adiós a las pasantías, a los casos de medio pelo, a las minucias. Le había tocado el gordo, y pensaba aprovechar la oportunidad.
—Necesitaré hablar con su marido.
—Está en coma.
María torció el gesto. Aquella era la primera dificultad con la que iba a encontrarse. El agredido no podía identificar al agresor.
—Igualmente, quiero verle.
Lo único que vio María de aquel hombre apaleado fue su cuerpo tumefacto en una camilla de urgencias en la residencia Francisco Franco. La impresionó la deformidad de la cara, completamente descarnada, deshecha. Y estuvo segura de que también impresionaría al fiscal y al juez. De su carácter, de su forma de pensar o de ser, solo tenía las referencias de Purificación, y la mayor parte de esa información la sabría ocultar para luego ganar el juicio.
Fueron meses de trabajo intenso. Buscar pruebas inculpatorias, testigos, el móvil de la agresión… Resultó sorprendentemente fácil encontrar testigos que avalaban la brutalidad de aquel inspector al que María no vio hasta el mismo inicio del juicio. Para cuando se fijó la vista, había reunido suficientes pruebas para demostrar que el inspector jefe César Alcalá era un policía corrupto que dirigía una red de prostitución y drogas. Ramoneda, que trabajaba para el inspector como confidente, pensaba denunciarlo, motivo por el cual César Alcalá decidió asesinarlo, no sin antes torturarlo cruelmente para averiguar qué era lo que Ramoneda sabía.
—Un caso claro —dijo María, antes de su alegato final.
Greta, que había trabajado en aquel caso tanto como María, torció el gesto. De repente, aparecían demasiadas pruebas inculpatorias, demasiados testimonios acusatorios. Y a todo esto, Ramoneda continuaba en coma, sin poder explicarse. Además, quedaba un asunto que nadie había mencionado en el caso.
—Pura dice que ese policía le mostró la foto de una niña de doce años. Ni siquiera hemos intentado averiguar quién es y por qué el inspector la buscaba.
—No es importante para nosotras —dijo incómoda María, zanjando el tema.
Todo el país estaba pendiente de ella en un caso que había ido ganando altura e importancia mediática a medida que pasaban los meses de instrucción, hasta llegar a convertirse en una verdadera prueba de fuego para el sistema de Justicia. En los bares, en las aulas de la facultad, incluso en los talleres, la gente hacía sus predicciones: ¿Había cambiado realmente el régimen lo suficiente como para encarcelar a un importante cargo policial? ¿Se impondría contra las evidencias presentadas en el juicio una sentencia pastelera que declarase al policía inocente?
A finales de 1977 el caso quedó visto para sentencia. Aquel fue el momento de gloria esperado por María durante años. La sala abarrotada escuchando su encendido alegato final, los flashes de las cámaras, los periodistas tomando notas, la radio emitiendo en directo. Incluso una cámara de rtve grabó su discurso. Ni siquiera María confiaba en una sentencia favorable. Pero no le importaba demasiado. El caso ya la había catapultado a un primer plano de la actualidad y varios bufetes prestigiosos se mostraban dispuestos a contratarla.
En aquellos meses su vida cambió para siempre. Las disputas con Lorenzo se hicieron más y más enconadas, hasta que finalmente ella decidió marcharse de casa. Ayudó en su decisión, y mucho, el hecho de que finalmente cediese a los encantos de Greta.
En cuanto a su padre, Gabriel, no transigió en abandonar San Lorenzo, pero poco importaba. Con lo que ganaba María dando conferencias podía pagar una enfermera que le atendía las veinticuatro horas del día. Además, su volumen de clientes aumentó espectacularmente, lo mismo que su minuta. Tanto, que pudo comprarle a Lorenzo su mitad de la casa y trasladarse allí con Greta para escarnio de su marido, que pidió el traslado a Madrid.
Por supuesto no todo fue triunfar. A medida que pasaban los meses las presiones se hicieron insoportables. Una mañana unos desconocidos asaltaron el bufete, agrediendo a los abogados que trabajaban en el caso contra el inspector Alcalá, destrozaron mobiliario y expedientes y llenaron las paredes de pintadas amenazantes. Por suerte, María no estaba, aquel día, allí.
Greta tampoco, pero cuando empezaron a recibir llamadas con amenazas de muerte en casa, empezó a inquietarse. Le pidió a María que fuese discreta, pero esta se negaba a apartarse del foco mediático. Estaba eufórica y ciega, era incapaz de comprender que las ponía a ambas en peligro, hasta que en cierta ocasión Greta fue agredida en plena calle por un grupo de ultraderechistas que la humillaron lanzándole huevos y colgándole un letrero llamándola «puta bollera roja».
Y finalmente, antes de la Navidad de 1977, llegó la sentencia: contra todo pronóstico, el juez aceptaba los argumentos acusatorios de María y concedía la cadena perpetua. Aquello era mucho más de lo que María y sus colaboradores hubieran esperado. Incluso parecía una condena exagerada. Como si alguien hubiese decidido dar un escarmiento con el inspector. Ni siquiera hubo tiempo para las alegaciones. Alcalá ingresó inmediatamente en la prisión Modelo de Barcelona.
Ramoneda seguía en coma un año después. Su esposa se dio más que satisfecha con la indemnización y con la entrevista que le pagó, a precio de exclusiva, la revista Interviú.
—Todo ha acabado bien —dijo María la noche que salieron ella y Greta a celebrar su victoria. Era la primera vez que podían permitirse cenar en un restaurante de la parte alta de la ciudad y brindar con un Gran Reserva.
Greta examinó en silencio a María sosteniendo en vilo el vaso. Se sentó en un sillón y dio un largo trago. Luego dejó el vaso y se secó los labios con una servilleta bordada. Una ramificación de venillas rojas le asediaba la pupila. Ya no mostraba la alegría de antaño.
—¿Qué sucede? —le preguntó María.
Greta sentía una punzada en un lugar sin determinar, muy adentro.
—Tengo la impresión de que hemos pagado un precio muy alto por todo esto… Es como si hubiésemos vendido nuestra alma.
María frunció el entrecejo, malhumorada.
—No seas dramática. Te encantan los tópicos. Además, ¿qué es el alma?
Greta la miró con extrañeza, como si sospechase de dónde provenía aquella pregunta.
—Lo que llevamos dentro, o mejor aún —puntualizó—, lo que nos lleva a nosotros desde dentro —dijo, desalentada al ver la expresión escéptica de María.
—Imagino mi propia mano entrando en el cuerpo a través del estómago: puedo palpar los riñones, el hígado, los pulmones. Puedo incluso tantear a ciegas entre vísceras, células, glóbulos y nervios, el corazón. Sopesarlo en la palma de la mano abierta, sentir el movimiento de contracción y expansión rítmica. Pero el alma no. No la encuentro en ninguna parte. Hemos hecho lo que debíamos, justicia. Tendrías que estar contenta por vencer a los molinos de viento.
—No seas sarcástica. No hay nada quijotesco en todo esto, ni tiene nada que ver la justicia. Ambas sabemos qué clase de hombre es Ramoneda, y ya has visto a su mujer, gastando el dinero de la indemnización en Galerías Preciados. Y en cambio no me quito de la cabeza a ese policía, ¿viste su resignación?, ¿su expresión de desaliento?
—Lo han condenado a la perpetua, no iba a dar saltos de alegría.
—No era la cárcel lo que pesaba en sus ojos, sino la sensación de la injusticia. He oído lo de su hija. ¿Era la niña de la foto, verdad?
María lanzó de mala gana la servilleta sobre la mesa.
—Ya basta, Greta, por favor. Sí, yo también he oído lo del secuestro de su hija. Pero todo es una falacia, no hay pruebas, nada. En cambio, hay decenas de evidencias de que es un policía corrupto y brutal.
—Pero ¿y si es cierto? ¿Y si ese confidente tenía algo que ver con esa niña desaparecida?
—Que lo averigüe la policía. No es nuestro trabajo.
Greta sonrió con tristeza. Miró hacia las luces de la ciudad, que se extendían ante ella como un remanso de paz engañoso.
—Tienes razón: nuestro trabajo ya ha terminado. Ahora, sencillamente toca olvidar. Pero me pregunto si podremos hacerlo.
Los funcionarios que trasladaban a César Alcalá entraron por una puerta lateral de la cárcel.
Las tripas de aquella vieja prisión estaban podridas. Eran como catacumbas llenas de puertas cerradas, ventanas ciegas, desagües laberínticos y rincones que nunca habían visto la luz. Una cañería de aguas fecales había reventado, inundándolo todo de mierda. Unos hombres desnudos hasta la cintura chapoteaban descalzos con las manos en la inmundicia. Apenas se protegían con un pañuelo la boca y era evidente que los humores les provocaban arcadas. Eran personas sin nombre ni cara que poblaban el subsuelo como las ratas: a veces se les oía corretear bajo la madera, pero nunca se les veía.
César Alcalá intentaba mantener la compostura pero las piernas se le doblaron ante el espectáculo desolador que se abría ante sus ojos. Le obligaron a entrar en un pequeño cuarto donde apenas podía mantenerse en pie sin tocar con la cabeza el techo húmedo y goteante.
—Desnúdate —le ordenó un funcionario sin tan siquiera un parpadeo de sus inexpresivos ojos.
Tuvo que ducharse con agua gélida, y sin tiempo apenas para secarse lo hicieron avanzar hasta una raya de pintura cuarteada en el suelo. Aquella raya era el meridiano entre dos mundos. Atrás quedaba la vida. Delante, la nada.
Le tomaron las huellas en unas cartulinas amarillas, lo fotografiaron, le entregaron los enseres de aseo y le hicieron meter sus objetos personales en una caja y firmar un recibo.
—Se te devolverá todo cuando salgas… —dijo el funcionario que lo había registrado, como si pretendiese añadir… «si es que sales algún día».
César Alcalá preguntó si podía conservar las fotografías de su hija y de su padre que guardaba en la cartera. El funcionario examinó ambas, deteniéndose más de la cuenta en la de la niña.
—¿Cuántos años tiene?
—Trece —murmuró con tristeza el inspector.
El funcionario se relamió como un gato.
—Pues tiene unas buenas tetas —dijo con brutalidad.
César Alcalá apretó la mandíbula, pero contuvo las ganas de aplastar la cabeza de aquel gusano.
—¿Puedo quedármelas, por favor?
El funcionario se encogió de hombros. Rompió con maniática minuciosidad las fotografías en pedazos muy pequeños, que dejó volar sobre la mesa. Su mirada cayó como un plomo sobre César Alcalá.
—Claro, inspector. Puedes quedártelas.
César Alcalá tragó saliva y recogió los pedazos.
—¿Qué se dice? —le interrogó el funcionario con fingido enfado.
César Alcalá clavó su mirada hirviendo en el suelo sucio.
—Gracias —susurró.
Lo trasladaron a una galería con celdas a los lados.
El silencio desesperante le atenazaba el cuello. Tan solo se escuchaba el golpeteo rítmico de una cancela al abrirse y cerrarse mecánicamente. El eco sordo y profundo de ese sonido era como el repique de campanas en un día de difuntos. El funcionario que lo conducía se detenía delante de cada cancela, y a cada parada repetía en voz alta el nombre del inspector, para que los presos supieran que estaba allí. Le estaban azuzando los perros, y César Alcalá sabía que en cuanto pusiera un pie en las zonas comunes estaría muerto.
—Dicen por ahí que alguien está dispuesto a pagar una fortuna por tu cabeza, así que guardarte muy bien las espaldas.
César Alcalá ladeó la cabeza incrédulo. Él ya estaba muerto mucho antes de entrar en aquella cárcel. Muerto desde el día en que su hija había desaparecido sin dejar rastro; muerto desde que su esposa Andrea, incapaz de soportar tanto dolor, se había pegado un tiro dejándolo solo.
Su celda era un espacio pequeño, con las paredes y el suelo de cemento grueso, con dos literas junto a un ventanal pequeño, cerrado con barrotes por donde entraba casi pidiendo permiso la luz del patio; una pica sin espejo y un wáter sin tapa de aspecto ponzoñoso completaban el cuadro.
César Alcalá observó unos instantes con aire de disgusto el desolador e inquietante paisaje al que tendría que acostumbrarse. En un ademán de cansancio, se dejó caer en el camastro inferior.
El funcionario sonrió burlón y cerró la puerta.
Los focos del patio alumbraban parcialmente el rostro del inspector. Permaneció con los ojos fijos en ese destello de luz artificial, hipnotizado por su fuerza abrasiva. Junto a las coladas de calzoncillos y camisetas que colgaban tras los barrotes de las ventanas, rostros abstractos aplastados contra las rejas observaban un horizonte invisible mientras llegaba la noche. En esos instantes la soledad se acentuaba y la nostalgia llenaba incluso los corazones más duros. Era como si al detenerse el día, cada uno de aquellos hombres tomase conciencia de dónde estaban y se sintiesen miserables y perdidos. Cada hombre allí encerrado se apretaba contra los recuerdos, se abrigaba con ellos: un nombre, una fotografía, una canción, cualquier cosa a la que aferrarse para sentirse vivo.
En cambio, Alcalá se golpeaba la cabeza para borrar todo aquello que existió antes de aquella noche, porque sentirse vivo le dolía mucho más que el presagio de una muerte que ya le rondaba cercana. Se volvió hacia la oscuridad de la celda. Su propia suerte había dejado de preocuparle. Se sentó en la cama y reconstruyó con paciencia los restos de las fotografías de su hija y de su padre, encerrado en aquella misma cárcel casi cuarenta años atrás —quizá en aquella misma celda—, y se burló de sí mismo, de la circunferencia absurda que trazaba su destino.