A la mañana siguiente, María se levantó temprano y salió en dirección al cementerio de San Lorenzo.
Nada había cambiado. Si acaso, los matojos crecían más desbocados y los árboles se encogían todavía más sobre sí mismos, cohibidos con su desnudez. Las tumbas estaban diseminadas sin concierto, como si cada muerto hubiese elegido el sitio que mejor le convenía para la eternidad. Sobre la loma se recortaban las ruinas de una fortaleza romana.
Le costó recordar el lugar donde se alzaba la lápida de su madre. Por extraño que pudiese parecer, María nunca quiso saber por qué una mañana su madre decidió colgarse de una viga cuando ella apenas tenía seis años.
La encontró en un lugar apartado, orientada hacia el sol que se levantaba sobre las colinas. La suya era la única tumba en el suelo agrietado sin malas hierbas alrededor, sin pintadas obscenas, ni cagadas de pájaro. La única cuyo nombre era perfectamente legible, como la fecha de su muerte. A pesar de eso, le pareció un lugar estéril al que su padre seguía aferrándose para llorarla, casi treinta años después.
¿Qué clase de madre había sido la mujer allí enterrada? Apenas tenía recuerdos de ella. Solo la imagen de una persona siempre taciturna, callada, de apariencia triste. Una persona a la que por algún motivo le dolía la vida más que a los demás.
Su entierro fue como su presencia siempre muda y solitaria por los pasillos de la casa. Un entierro gris, bajo un cielo lleno de nubes oscuras y un viento helado. Recordaba una pequeña habitación a oscuras, iluminada solamente por dos candelabros con velas de llama temblorosa que formaban un círculo amarillento entorno al lecho en el que yacía su madre, postrada con las manos cruzadas sobre el pecho, sujetando un crucifijo. Tenía el rostro velado por una gasa para que las moscas no le entrasen en la boca ni en los ojos. Movida por la curiosidad, María se acercó y rozó con sus dedos la cola del vestido negro con el que habían amortajado a su madre. Una vieja sin dientes que rezaba el rosario le dio un golpe en la mano y la miró con autoridad:
—No se toca a los muertos —le recriminó, y María corrió al exterior, aterrorizada porque quizá la muerte se contagiaba con el tacto.
Cuando alguna vez le preguntó a su padre por qué su madre se había quitado la vida, Gabriel siempre se escondió detrás de un espeso silencio. Lo único que le decía era que su madre estaba en el paraíso.
Cambió las flores secas por unas frescas. Durante un rato permaneció allí, rodeada de un intenso silencio. Pero no encontró paz ni sosiego alguno. Se sacudió el pantalón, encendió un cigarrillo, y se alejó hacia el pueblo sin volver la vista atrás.
—He subido a ver a mamá —le dijo a su padre.
Gabriel andaba afilando un viejo cuchillo de hoja dentada. Durante un segundo dejó de pedalear sobre la rueda de la mola, sin alzar la mirada. Luego, como movido por un resorte invisible, el pie volvió a pedalear con más fuerza que antes.
—Eso está bien —fue cuanto dijo.
María cogió un taburete y se sentó cerca. Durante un rato estuvo observando la meticulosa danza de los dedos de su padre sobre la hoja del cuchillo. El sonido de las correas de la polea y el chirriar del metal llenaban el pequeño taller en los bajos de la casa.
—Es curioso —dijo, tratando de llamar la atención de su padre—. Es curioso que tengas esa fotografía mía de la universidad y que en cambio no guardes ninguna de mamá. Ni siquiera has conservado sus cosas. Recuerdo que las quemaste en el jardín poco después del entierro, antes de que nos mudásemos aquí. Es como si quisieras haberla borrado de tu vida… Y sin embargo, ahí sigues, cuidando su tumba cada mañana.
Gabriel no movió un músculo de su rostro circunspecto. Si acaso, sus ojos se entornaron un poco más y se concentró con más atención en lo que estaba haciendo.
—¿Por qué nunca hablamos de lo que pasó? —insistió María.
Gabriel dejó de pedalear y alzó la mano con un gesto exasperado.
—Hace diez años que no aparecías por aquí… No creo que ahora tengas que preguntarme cosas que pasaron hace treinta años. No tienes derecho, María. —En su voz no había reproches. Más bien una súplica para que no siguiera insistiendo.
María asintió en silencio. Se palmeó el muslo con un gesto contenido y salió del taller. Necesitaba aire. Ya no recordaba esa sensación de ahogo, de asfixia que a veces sentía ante su padre y sus silencios inacabables. Era como una casa llena de habitaciones cerradas. Apenas intentaba abrir una puerta y esta se cerraba de golpe en sus narices, guardando todos sus secretos en la oscuridad.
Entró en la casa. La chimenea humeaba y hacía frío. Bajó al sótano en busca de leña seca. Abrió la trampilla y palpó con la mano la pared a oscuras hasta dar con el interruptor. La escalera de madera crujió al descender los escalones, apartando telarañas que parecían petrificadas desde hacía mucho tiempo.
Los troncos cortados se apilaban ordenadamente contra una pared hasta un metro y medio de altura. María cogió los de la parte superior y al apartarlos descubrió el marco de una puerta. No recordaba haberla visto nunca. Se preguntó qué utilidad podía tener una puerta sepultada tras un montón de leña. Uno a uno, apartó los leños más gruesos hasta abrirse camino. Empujó la puerta con la mano y esta cedió sin dificultad.
El habitáculo no era mucho mayor que un gallinero. El techo era bajo y el suelo de tierra batida. La única luz que entraba lo hacía desde un ventanuco enrejado. Olía a cerrado. María vio a un par de ratones correteando sorprendidos que se ocultaron detrás de una maleta arrinconada en la pared. Era una maleta antigua, de madera, con los correajes de cuero y las hebillas desconchadas.
María la abrió con cuidado, como si levantase un sarcófago, con una extraña inquietud. Buscó el mechero en su bolsillo y alumbró el interior.
Estaba llena de recortes de periódicos antiguos, casi todos de la época de la guerra civil y de la posguerra. Eso no le extrañó. Su padre había combatido en el frente de ambas guerras del lado comunista, aunque nunca hablaba de ello. Movió de sitio los recortes con cuidado. Eran como hojas de un árbol muerto, marrones y carcomidas, dispuestas a esfumarse con el primer soplo de aire limpio. Debajo encontró unas cartucheras y unas cinchas militares desgastadas y llenas de agujeros. También un ajado uniforme de miliciano y unas botas sin cordones. En el fondo de la maleta había una caja pequeña. La sopesó y escuchó un ruido metálico. Al abrirla encontró una pistola perfectamente engrasada y con el cargador de diez balas. María no entendía demasiado de armas, pero estaba acostumbrada a verlas por casa. Lorenzo solía guardar su pistola reglamentaria en el cajón de la mesita, junto al cabezal de la cama. Sin embargo, aquella parecía mucho más antigua.
—Es una Luger semiautomática del ejército alemán —le aclaró con voz grave su padre.
María se volvió asustada. Gabriel estaba en el umbral de la puerta con las piernas separadas y los brazos cruzados sobre el pecho. Miraba a su hija con severidad. De haber sido aún una niña, a buen seguro que le hubiese dado una buena paliza. María sintió que se sonrojaba. Dejó la pistola en su sitio y se incorporó despacio.
—He visto la puerta y he sentido curiosidad… Lo siento si te he molestado.
Gabriel avanzó hacia la maleta. La cerró y se volvió hacia su hija con seriedad.
—Todos tenemos puertas que conviene dejar cerradas. Creo que será mejor que mañana temprano vuelvas a tu casa, antes de que tu marido se pregunte dónde estás.
Aquella noche María oyó a su padre dar vueltas por la casa, hasta bien entrada la madrugada. Ella tampoco podía dormir y salió al balcón a fumar un cigarrillo.
Entonces vio a su padre en el porche, embutido en su pijama, fumando en pipa. La mirada se le entristecía y con los párpados caídos se sentó en su butaca de la terraza. Estaba tan quieto que parecía haberse muerto. Y de pronto, con una voz desgastada, que no parecía suya, empezó a murmurar cosas incomprensibles, cosas del pasado.
María no se atrevió a asomarse a aquella tristeza. Se limitó a quedarse apoyada en el marco de la ventana, contemplándolo y escuchando cómo su voz se apagaba poco a poco, hasta quedar cerrada en un suspiro.
Aplastó el cigarrillo contra la barandilla y volvió a la habitación.
Se despertó antes del amanecer y se vistió despacio. Volvió a sentir un dolor punzante e intenso en la nuca y buscó las pastillas que tomaba para la migraña. Solo eran un placebo, pero necesitaba creer que hacía algo para detener aquel dolor que la paralizaba. Escribió una breve nota con las señas de su casa y la dejó sobre la almohada para que su padre la encontrase. No se veía luz en las ventanas. Gabriel debía de estar durmiendo. Salió a la calle y una ráfaga de viento le heló la cara.
Cuando el autobús la dejó de regreso en la parada de Sant Feliu de Guíxols, el pueblo apenas empezaba a desperezarse. A lo lejos se veían las luces del paseo marítimo desierto, con sus restaurantes y sus locales de ocio cerrados. Era triste ver las sombrillas de Coca-Cola y Cervezas Damm manchadas con cagadas de palomas y deshilachadas, y, a su alrededor, apiladas de mala manera las sillas y las mesas de plástico de las terrazas. Los domingos de invierno eran deprimentes en un pueblo de veraneo de la costa.
María se preguntó cómo era posible haber llegado hasta allí, hasta la orilla de aquel mar, a aquel pueblo, hasta aquella vida y a ser esta mujer en la que se había convertido. Era extraño. Tenía la sensación de que simplemente se había dejado llevar por la marea desde que un buen día saltó la cerca de su casa en un pueblo del Pirineo leridano, para no volver.
Mientras caminaba hacia su casa por las calles desiertas, recordaba la emoción que la embargó la primera vez que contempló aquel pueblo. Se sentía una triunfadora; toda la costa, el Mediterráneo entero, parecía rendirle honores de cónsul. Apenas tenía diecinueve años. Acababa de empezar la carrera de Derecho, y le entusiasmó el clima efervescente de las aulas, las pintadas en las paredes de la facultad, las redadas de la policía, los conciliábulos en la cafetería de la Gran Vía de Barcelona, las escapadas al canódromo de la Meridiana, las excursiones nocturnas al Barrio Chino para dar café caliente y churros a las prostitutas y repartirles clandestinamente preservativos… Todo era pujanza, fuerza, ilusión y novedad: ante sus ojos hambrientos descubrió un mundo lleno de matices, abierto y supuestamente cosmopolita, tan distinto de la cerrazón de su aldea. Llegaron las fiestas en la pensión, las primeras borracheras, los primeros canutos, los primeros besos; llegó el amor. Y descubrió el mar.
En realidad el mar era de Lorenzo, su medio. Ella lo detestaba. A Lorenzo le encantaba hacer largas travesías fondeando en las calas. Con la ilusión de unos grumetes, él y sus amigos del cuartel separaban los aparejos, los cebos, los cubos, se aprovisionaban de agua, hacían los bocadillos de tortilla francesa y llenaban las bolsas de lona con fruta. Pasaban horas sentados frente a un mapa de la Costa Brava explicando a cuántas millas podrían alejarse si el tiempo acompañaba, qué bancos de peces iban a encontrar, qué amanecer hermoso iban a tener el privilegio de ver.
Cuando María lo veía tan entusiasmado sonreía condescendiente, fingiendo la misma emoción, pero en realidad se preparaba para lo peor. El mar la asustaba. Sabía que el estómago se le revolvería en cuanto se alejasen de la costa, que miraría con aprensión por la popa la línea de flotación, pero siempre se esforzaba por reprimir ese pánico. Ya desde niña, desde muy niña, sabía que ciertas cosas no deben salir a flote.
Luego todo eso cambió, y los presagios de su padre se hicieron dolorosamente certeros. Hacía ya tiempo que Lorenzo no salía a navegar. De hecho, desde el aborto, su marido no hacía otra cosa que trabajar, beber y regresar a casa de mal humor, siempre dispuesto a montar una bronca. Comparado con lo que estaba viviendo, María recordaba incluso con sorprendente cariño el sonido del viejo motor diesel de la barcaza y la estela de espuma que iba dejando la hélice.
Y sobre todo la quietud. Esa calma que nunca había vuelto a experimentar en ninguna otra parte. En un punto determinado de aquel desierto sin esquinas que era el mar quieto lanzaban las boyas y el ancla. La barca se detenía completamente mecida con suavidad por una corriente que parecía aceite dorado. Entonces ella se tumbaba boca arriba en el esqueleto de la barca y se dejaba llevar por el sol del atardecer. Nunca venció su miedo a las profundidades del mar abierto, y no se atrevía a seguir a Lorenzo cuando saltaba de la popa para darse un chapuzón. Pero sí era capaz de cerrar los ojos y de acariciar el agua con los dedos, como si tocase con prevención, pero también con curiosidad, a un monstruo dormido que la asustaba pero que al mismo tiempo la seducía. Contemplaba luego la respiración de Lorenzo bajo el bañador, su piel húmeda y brillante al sol, su rostro perfecto, sereno, en un estado de silencio absoluto, hasta que sonaban los cascabeles de las cañas, anunciando que algún pez había mordido el anzuelo. Y se sentía entonces la mujer más afortunada de la Tierra.
No tardó en casarse con Lorenzo; era inevitable no sucumbir a su inteligencia y a su carisma, pese a la oposición férrea de Gabriel. Lorenzo era un líder, todos le seguían y le admiraban; echando la vista atrás era fácil adivinar ya en él esos tics autoritarios y esa violencia reprimida en sus gestos, en su modo de defender con vehemencia sus posturas. Pero entonces ella no veía a un hombre intransigente, sino a un hombre convencido y seguro de sí mismo, rocoso, puesto que la misión que se había autoimpuesto —salvar al mundo del franquismo— no admitía actitudes tibias ni debilidades de carácter.
Al terminar la carrera Lorenzo tomó la decisión que consternó a todos sus amigos, incluso a ella. Decidió opositar al Ministerio de Defensa. Aseguraba que era una manera tan efectiva como cualquier otra de luchar contra el sistema, desde dentro, desde las propias entrañas del monstruo. Los cinco meses pasados en la Modelo lo habían transformado; ya no era tan impetuoso, se tornó más taciturno y empezó a beber más de la cuenta, pero aun así convenció a María, como hacía con todo lo que se proponía. Por alguna extraña razón, sus antecedentes no fueron tenidos en cuenta y aprobó la oposición de manera meritoria.
Fue entonces cuando decidieron comprar aquella casa de pescadores con embarcadero. Estaba en ruinas pero trabajaron duro para transformarla en un hogar. Dedicaban cada día de su recién estrenado matrimonio a hacer el amor a todas horas y en los lugares más insólitos. Querían tener tres hijos, aunque en realidad, al pensarlo detenidamente, María se daba cuenta de que era Lorenzo quien quería tenerlos, dos niñas y un niño, y se entregaban con entusiasmo a su sueño de ser una familia feliz.
Ahora todo aquello era como si no hubiese existido nunca. María había perdido al bebé y los carniceros que la atendieron en la maternidad le habían destrozado los ovarios. Lorenzo empezó a mostrar esa otra cara oscura que tienen todas las lunas y que María no había querido ver antes. El trabajo en el ministerio lo absorbía por completo, pasaba muchos días fuera de casa. Tenía grado de teniente de Infantería, pero en muy contadas ocasiones sacaba el uniforme del armario, y los compañeros que a veces traía a casa a horas intempestivas tenían más pinta de policías judiciales que de militares.
María empezó a preguntar, pero él siempre le daba la callada por respuesta, o contestaba con evasivas que insultaban la inteligencia de su mujer. Si ella insistía, él se ponía furioso, rompía cosas, y se iba de casa dando un portazo.
Hasta que llegó el primer bofetón. El segundo vino acompañado de unas cuantas patadas en el vientre. El tercero le rompió un brazo. El cuarto intento se frustró porque María acertó a ponerle un cuchillo debajo de los cojones. No habría reunido el valor de cortárselos, pero sí sabía ya qué rápido es el tránsito del desengaño.
Después de cada paliza, cuando veía entrar a su marido en el dormitorio por la noche, lo miraba enarcando una ceja, como si le sorprendiera verlo allí una vez más. Lorenzo permanecía a los pies del colchón, con la mirada fija en ella, sintiendo que esa vigilancia de los leves movimientos de los pies de María, o de sus murmullos mientras fingía dormir, le acercaban a la verdad.
—¿Me perdonas, María?
Pero ella no le respondía. Entonces Lorenzo crispaba los nudillos y alzaba el puño en el aire. Pero antes de descargar el golpe se contenía. María se apretaba como una caracola en silencio y se arañaba la palma de las manos. Lorenzo arrancaba la sábana que cubría su cuerpo. Se bajaba los pantalones y se masturbaba encima de la espalda de su mujer hasta eyacular con un gruñido obsceno. Se limpiaba el semen con un pedazo de sábana y se lo arrojaba a la cara.
Como una máquina que funciona con monedas, cada mañana María abría los ojos y se incorporaba en la cama con los brazos caídos y el pelo desmañado sobre los hombros, observando sus pequeños pies surcados por venas azules apoyados en el frío suelo. Todos los ruidos vulgares del mundo se apoderaban de su corazón. La caída de las aguas fecales a través de la cañería. Y la música absurda, fuera de toda lógica, de Antonio Machín, que sonaba en un viejo gramófono y que tanto emocionaba a Lorenzo:
Dos gardenias para ti,
con ellas quiero decir
te quiero, te adoro, mi vida…
Una muerte lenta, parsimoniosa pero segura. A eso aspiraba María después de diez años de matrimonio. Era curiosa la manera de pensar de los hombres. Ella aprendió a refugiarse en un sexo anónimo con amantes de circunstancia. Ninguno significó nada, pero cada uno de ellos había interpretado ese hieratismo según sus propias vivencias. Para unos era una monja violada, para otros una retrasada, para algunos una mística y para otros tantos una vulgar cínica. Pero todos ellos, sin distinción, habían pretendido triunfar sobre su abandono, forzándola a renunciar a él, como si ese fuese el verdadero reto que se imponían.
Nadie conocía su verdadera situación, excepto Greta, con la que de vez en cuando se desahogaba. Su amiga le insistía una y otra vez para que se separase de él. Incluso le había ofrecido su casa; pero María se mostraba reticente. Se decía a sí misma que si aguantaba era porque todavía le quería, pero en el fondo se daba cuenta de que no era cierto. Pesaban más la costumbre, el miedo a la incertidumbre de una vida sin horizontes claros, las penurias económicas, y sobre todo el tener que reconocer su fracaso. Quizá esperaba un milagro, esperaba que el hombre del que se enamoró volviera.
Si ocurriera algo diferente en su vida, se repetía María, algo que le abriese los ojos, algo que le ofreciese un nuevo destino… Pero nada cambiaba a mejor: el trabajo era rutinario, mal pagado. Ni siquiera había tenido la ocasión de demostrar su valía como abogada penalista, se consumía con causas que los clientes no podían pagar en un viejo sótano que compartía con otros antiguos compañeros de universidad, tan frustrados y cansados como ella. La única excepción era Greta, pero ni siquiera su luz eclipsaba las sobras de la vida de María.
Al cabo de diez minutos rodeó la casa del alfarero y encaró el paseo de S’Agaró. Poco después, en una curva avistó el muro de piedra que rodeaba su casa.
No se atrevía a entrar. Sabía que Lorenzo le preguntaría dónde había estado, y que montaría en cólera cuando se lo dijese. Si algo no había olvidado su marido eran aquellos cinco meses pasados en la cárcel por culpa de Gabriel. Instintivamente buscó en el bolsillo del abrigo otro cigarrillo, olvidando que ya había apurado el último. En lugar de la cajetilla, sus dedos fríos se encontraron con la carta del hospital y el diagnóstico de su padre.
Estaba cansada, le pesaban los brazos y las piernas como si hubiese estado combatiendo en el fango a brazo partido. Respiró profundamente y entró en casa.
Lorenzo estaba adormilado en el sofá del salón. De fondo se escuchaba en el tocadiscos música de bolero. Era la música ideal para acompañar sus borracheras. Y había estado bebiendo bastante antes de quedarse dormido, a juzgar por los restos esparcidos sobre la mesita de cristal. María se quitó los zapatos y se acercó sin hacer ruido. Lo contempló acariciando el aire que le rodeaba sin llegar a tocarle por miedo a que se despertase, triste y aliviada al mismo tiempo de poder posponer la conversación sobre su padre.
La piel morena y el vello rizado del pecho de Lorenzo se escapaban de los límites del pijama. Dormía como un niño, con expresión ingenua y provocativa al mismo tiempo. Era un perfecto oxímoron. Era muy hermoso, pero empezaban a aparecer evidencias de que pronto aquella belleza se marchitaría. A María le gustaba contemplarlo en esos breves momentos de paz que le daba el sueño. Parecía que siempre iba a estar ahí, que era el hombre que dormía en el lado derecho de la cama, llevándose toda la colcha para taparse. Añoraba el tiempo en el que para poder quedarse dormida se pegaba a sus muslos y se apretaba contra su espalda; notaba sus costillas y las vértebras de su columna. Escuchaba su respiración. Le pasaba la mano por la cintura y sus dedos buscaban el tacto de su pecho, enredándose en su vello.
Fue en busca de una manta y lo tapó. Después subió al despacho.
Encendió la lamparilla de noche y abrió un paquete de cigarrillos. Corrió un poco la cristalera que daba a la terraza y encendió el cigarrillo. Lorenzo no soportaba que ella fumase. La primera bocanada de humo se escapó aspirada por la rendija. Se sentó con los codos apoyados en el escritorio y la cabeza descansando entre los dedos. Entonces vio la nota manuscrita apoyada en el florero. Reconoció la letra de su marido, apresurada y de trazo fuerte:
«Ha llamado esa amiga tuya lesbiana. Dice que la llames a primera hora por un asunto muy importante. Supongo que es una excusa para meterse en tus bragas, pero tú verás».
María se sintió dolida por el tono zafio de la nota.
—Hijo de puta… —murmuró enfadada consigo misma por seguir empecinada en permanecer al lado de un hombre así. Pero enseguida se preguntó intrigada qué era eso tan importante que Greta quería decirle.