Barcelona. Noviembre de 1976
Había un cuadro extraño en el vestíbulo de la clínica. Recreaba a un mendigo lleno de pústulas, embozado en una capa que mostraba su rostro cubierto con una capucha. Filtraba suspicacia y enfado. Los ojos, mordidos en sus órbitas por un tono verdoso, centelleaban insondables. Era de una belleza sublime, no tan apreciable por sus cualidades plásticas y por su dibujo cuanto por su color: el rojo chillón de la capa, el gris metálico de la capucha, el azul intenso del cielo y los marrones terrosos del fondo.
María se refugió en esa imagen mientras esperaba a que el doctor la llamase. Tenía a su disposición una mesa con revistas de moda, periódicos atrasados y trípticos sobre salud mental. Pero inevitablemente, la vista se iba hacia la triste figura enmarcada en la pared.
—Señorita Bengoechea, el doctor le recibirá ahora.
El doctor era un hombre delgado, de carne marchita, con el pecho hundido y los hombros caídos hacia adelante. No era mucho mayor que ella, pero hablaba como un anciano, con la voz cansada. Le pidió que se sentara y sacó un sobre cerrado del cajón. Era del hospital donde le habían hecho las pruebas a su padre.
Durante varios segundos el doctor pasó el sobre de mano en mano sin abrirlo, lo que desquició los nervios de María, que intentaba mirarlo al trasluz como una estúpida. Adivinaba medio párrafo escrito.
No podía ser grave. Las cosas importantes suelen requerir mayores explicaciones, se dijo tontamente. El doctor rasgó el sobre y le extendió el diagnóstico.
—No son buenas noticias. Me temo que su padre tiene cáncer. La metástasis se ha extendido mucho. Tendría que ingresarlo, aunque, sinceramente, no sé si vale la pena. Quizá lo mejor sea que pase en casa sus últimos meses. No tardará en empeorar y necesitará que lo cuiden.
María parpadeó, perpleja. De repente todo giró muy deprisa, muy deprisa, tanto que los muebles del despacho, las ventanas, las cortinas, las voces en el pasillo y los pensamientos anteriores a ese momento convergieron en un embudo de preguntas absurdas.
Cuando cesó la fuerza centrífuga que aquella noticia acababa de provocarle, quedó únicamente el aire y una lluvia de ceniza.
—¿Cómo puede haber pasado?
Esas cosas pasan, fue la sentencia del doctor. Poco clínica, poco científica. Pero absolutamente cierta.
—Lo siento mucho —dijo el doctor, tragando saliva.
María sabía que no era cierto. El doctor no lo sentía. Solo cumplía con su trabajo.
Mientras lo escuchaba relatar una serie de conceptos clínicos que la dejaban indiferente, María encendió un cigarrillo.
—Está prohibido fumar aquí —le amonestó el doctor.
No le hizo caso. Dio la primera calada y observó el humo saliendo de la nariz y de la boca con aprensión. Maldijo su falta de voluntad, pero no apagó el pitillo. ¿Qué podía importar ya?
Antes de abandonar la clínica se cruzó con la mirada del grabado. Le pareció que el mendigo sonreía irónicamente.
Fue al despacho e intentó trabajar, pero no logró concentrarse. Observó con muy poco entusiasmo los expedientes que se acumulaban esperando su firma. Detrás de la puerta de cristal biselado escuchaba el murmullo de la gente que esperaba ser atendida.
—Todo esto es una mierda —murmuró, hundiendo la cabeza entre las manos. Todos aquellos números y las gráficas de colores que los acompañaban, las actas notariales, los testamentos, las demandas civiles, parecían algo abstracto y absurdo, sin vínculo alguno con la realidad.
Abotargada, con las cortinas corridas y las luces apagadas, se sentía fuera de todo. Solo pensaba en cómo explicárselo a Lorenzo para que no se enfadase demasiado, en cómo acostumbrarse a vivir con su padre después de tanto tiempo sin hablarse.
Llamaron a la puerta. María adivinó la escultural silueta de su compañera de bufete. Greta era lo mejor que le podía pasar en aquel momento.
—Pasa —le dijo, encendiendo el enésimo Ducados del día.
Greta abrió la puerta, y de manera teatral espantó el humo del pequeño despacho.
—Si lo que quieres es colocarte, hazlo con un buen canuto, pero no te ahogues con esa porquería que fumas.
Greta era una mujer hermosa, como hermosas son las cosas prohibidas. Irradiaba una fuerza que iba mucho más allá de sus grandes ojos con vetas verdes o de su figura erguida y elegante. María se había descubierto observándola de reojo más de una vez, y se había sonrojado al sentirse atraída por esa extraña mezcla de felicidad y tragedia que su compañera de bufete destilaba.
—A juzgar por tu cara, no ha habido buenas noticias con lo de tu padre —dijo Greta, sentándose en el pico de la mesa y cruzando las piernas.
—Tiene cáncer.
Greta contrajo la expresión.
—¿Y qué vas a hacer?
—Lo más sensato sería traerlo a casa, pero no le va a gustar a Lorenzo.
Greta torció el gesto al escuchar ese nombre.
—Que le den a ese imbécil —exclamó con brutalidad.
María la miró con un reproche en los ojos.
—No hables así de él. Es mi marido.
—Es un gilipollas que no te merece, María. Algún día tendrás que plantearte en serio tu situación.
María le hizo un gesto con la mano para que no siguiera por ahí. Sabía que su amiga tenía razón; la relación con Lorenzo estaba llegando a extremos inaguantables, pero no necesitaba pensar en eso ahora.
—No es solo por Lorenzo; también es por mí. Hace años que mi padre y yo no nos hablamos, apenas nos conocemos, ¿cómo voy a llevarlo a vivir conmigo? Ni siquiera sé por qué dio mi dirección en el hospital cuando fue a hacerse las pruebas. ¿No es gracioso? Me tengo que enterar de que mi padre se va a morir porque el doctor solo tenía mi teléfono y no sabía a quién comunicárselo.
Greta extendió sus dedos de bonitas uñas esmaltadas y acarició el flequillo en onda de María. Se demoró más de lo necesario en aquel gesto cariñoso, sin importarle que ella pudiera darse cuenta del temblor de su mano. Se preguntó cómo era posible que estuviese enamorada de aquella mujer tan fría y tan inaccesible.
—Será una buena manera de que os empecéis a conocer; a fin de cuentas, es tu padre, tú eres su hija, y por muchas diferencias que hayáis tenido, existe un vínculo irrompible.
María sintió un estremecimiento de placer al contacto de los dedos de Greta. Le turbaba aquella sensación. Se encogió de hombros para disimular y se apartó de aquellos dedos tentadores, fingiendo concentrarse en un papel sobre la mesa.
—¿Te pongo nerviosa? —preguntó Greta, con evidente malicia.
—Por supuesto que no —respondió María. No era ninguna mojigata, y conocía sobradamente los gustos sexuales de Greta; pero estaba casada y quería formar una familia, aunque en ocasiones no estaba muy segura de que esa fuera su verdadera voluntad.
Sobre todo desde que había perdido al bebé, se preguntaba si no pretendía esa vida porque era sencillamente lo que se esperaba de una mujer de treinta años.
—Volviendo al asunto de tu padre, ¿por qué no vas a verle? Te irá bien, y podrás decidir con calma qué es lo que más os conviene a los dos —dijo Greta, consciente del significado de aquel rechazo amable.
María lo pensó. El día siguiente era sábado, Lorenzo tenía guardia en el cuartel hasta el lunes y la aldea no quedaba más que a un par de horas en autobús. Luego podía tomar un taxi hasta la masía, pasar la noche y regresar el domingo sin que su marido se enterase.
—Tienes razón. Además, subiré a ver a mi madre. Hace siglos que no paso por allí.
Pasó las horas del viaje con la frente apoyada en el cristal de la ventanilla, contemplando sin ver, pensativa. El paisaje se hacía más llano y más verde cuanto más se adentraba en las comarcas del Pirineo. Al pasar por uno de esos pequeños pueblos, se quedó prendida en la mirada de un niño que seguía la estela del autobús como algo que pasa pero que nunca se detiene. De niña, María tenía también esos ojos inquietos. Veía los aviones y los coches pasar, y se preguntaba adónde iban. Siempre creyó que iban a un lugar mejor que su aldea.
Al cabo de una hora, el autobús se adentró en la plaza de un pueblo grande. Era día de mercado y bajo los porches se extendían los puestos de frutas, licores, aguardientes, mermeladas y embutidos. Grandes eucaliptos se adormecían bajo un sol de invierno que no calentaba.
—Nadie tendría que morirse en un día tan hermoso —dijo un pasajero al bajar del autobús, sin conciencia de lo imposible de sus palabras.
Era un día hermoso, en efecto. Palomas grises hundían la cabeza en una fuente de caño limpio, continuo y vigoroso. Dos grandes palmeras daban sombra sobre las fachadas encaladas de las casas nobles de la plaza. Aquellas grandes mansiones señoriales conservaban un cierto gusto ascético, casi monacal. Mantenían los escudos heráldicos de viejas familias nobiliarias, las piedras de reconquista, el aire de seminario, con sus enormes ventanales.
María se apartó del bullicio de la plaza, adentrándose por una bocacalle. Una anciana paseaba una escoba de cuerda por encima del embaldosado. Se echó la mano a la cara como visera, tapando unas cejas espesas, y la observó acercarse. Tenía los ojos vidriosos de la indolencia.
—¿Dónde queda la parada de taxis? —preguntó María.
La anciana apuntó con el mango de la escoba en dirección a una casa aislada que quedaba a cincuenta metros.
—En el bar.
Un cartel publicitario de Pepsicola se balanceaba descolorido en la fachada. Bajo el toldo deshilachado había aparcado un taxi. María observó con gesto agrio la entrada y las mesas vacías del bar, las paredes rugosas encaladas de mala manera y la suciedad del suelo de terrazo. Olía a cerrado y era poco luminoso. En la televisión se escuchaba la sintonía del telediario. En un extremo de la barra un cliente sorbió un poco de cerveza después de limpiar el borde del vaso con los dedos. Chasqueó los labios sin saber dónde dejar caer la mirada. Estaban solos en la pequeña taberna él y la camarera, una mujer gruesa con un ancho pecho que descansaba en la barra. Ambos observaron con curiosidad a María.
—Busco al taxista.
—Pues ya lo ha encontrado —dijo el hombre, acentuando las arrugas de la frente y los pliegues de la boca bajo una barba poblada y pelirroja, con una solemnidad que resultaba cómica. Parecía un ministro de la ínsula de Sancho Panza.
—Necesito que me lleve a San Lorenzo.
El hombre puso cara de asombro.
—No hago carreras tan largas. Subir hasta la sierra me llevaría todo el día, y hoy hay mercado. Perdería toda la clientela.
La camarera dejó ir una risita burlona.
—Llevas toda la mañana aquí sin moverte —dijo. El hombre la miró de reojo con rabia, pero la mujer hizo como que la cosa no iba con ella. Subió todavía más el volumen del televisor. Adolfo Suárez iba a anunciar algo importante.
—Le pagaré el viaje de vuelta también —dijo María, alzando la voz por encima de la del presidente, que dejaba ir su conocida muletilla, escuchada por todos hasta el hastío en aquellos años de frustración: «Puedo prometer y prometo…».
El taxista se pasó la mano por la cara huesuda y surcada de venas rojas. Entrecerró los ojos, aumentando el espesor de sus cejas revueltas.
—Le saldrá caro.
—No importa.
Se caló una boina sucia, apuró la cerveza y se pusieron en marcha.
—Vamos, entonces.
La carretera, sinuosa, mal asfaltada y húmeda, era como un túnel del tiempo donde había quedado atrapado un momento del pasado. Los árboles centenarios se desbordaban en todas las direcciones, permitiendo el paso de la luz del día entre breves claros. El coche, un viejo Mercedes, ascendía con dificultad entre roquedales. En los repechos más empinados el motor gruñía como un asmático llevado al límite de su capacidad, quemaba gasoil dejando una espesa nube negra, pero seguía ascendiendo.
—No se preocupe, estos alemanes hacen bien las cosas. En doce años, este trasto nunca me ha dejado tirado —comentaba el taxista, rascando con violencia las marchas sin inmutarse.
A medida que ganaban altura la deforestación era mayor, pero en pago a la desolación inmediata, se disfrutaba de una hermosa panorámica de todo el valle.
A pesar de la confianza del taxista en la mecánica germana, el coche se averió. Al llegar a una zona de sotobosque cubierto de helechos, empezó a salir humo del capó. El taxista no se puso nervioso.
—Está viejo y se recalienta. Pero en pocos minutos estará listo.
María salió a fumar un cigarrillo. Caía la tarde y el frío de la sierra empezaba a ser cortante. Alzó el cuello del abrigo y se alejó unos metros. Le dolía la cabeza. El viaje lleno de curvas, el cansancio y el olor a gasoil quemado le habían puesto el estómago del revés. Se sentó en una piedra colonizada por el musgo y se recogió, apretándose el vientre.
Hacía más de diez años que no había vuelto por aquellas tierras y en sus recuerdos era todo menos hostil, más cercano: recordaba que de niña metía los pies en las aguas cristalinas del río, cazaba salamandras y tritones en los trampales encharcados, o contemplaba asombrada el vuelo de los mirlos, capaces de sumergirse en el agua para coger pequeños insectos. Era como si todo eso hubiera desaparecido. Ahora tenía frío, se encontraba mal, y se dio cuenta de que el nudo en el estómago no era solo a causa del mareo. Ni siquiera había pensado en lo que iba a decirle a su padre.
Lo imaginó como diez años atrás, enfundado en su desgastado mandil de cuero, con las gafas de plástico para proteger sus ojos de las esquirlas que saltaban del metal. Probablemente estaría sentado en el taburete junto a la entrada de la forja, con la puerta abierta a pesar del frío que debía de hacer ya en San Lorenzo.
De niña, María detestaba la suciedad que desprende la forja, el olor de las tinturas con que se trata el metal, el calor sofocante del horno. No le gustaba que su padre la acariciase porque sus manos eran ásperas y llenas de hendiduras y cortes; no soportaba que él la estrechase contra su cuerpo firme y duro porque era como apretarse contra una pared de granito que olía a soldadura.
Se preguntó qué quedaría de aquel recuerdo, y le asustó lo que podía encontrarse.
Cuando el taxista dijo que podían continuar, María estuvo a punto de pedirle que diera media vuelta, pero no lo hizo. Se encogió en el asiento trasero, adormilada por la calefacción que entelaba los cristales y procuró no pensar en nada.
Media hora después, el taxista la despertó.
—Ya hemos llegado. La verdad, no sé qué viene a buscar aquí. Esto es como un cementerio.
María forzó una sonrisa. Ella también se hacía la misma pregunta. Bajó del taxi. Una gota gruesa se enredó en sus pestañas. Después, otra le abrió los labios, y otras seguidas se clavaron en las palmas de las manos.
Se quedó junto al arcén hasta que el taxi desapareció tras una curva, de regreso al valle.
Ascendió la cuesta sin prisa hacia el núcleo de casas que se levantaba entorno al campanario de la iglesia. Al pasar junto a un cercado, los perros que dormitaban indolentes se despertaron de golpe y, como una jauría, se lanzaron contra la cerca ladrando. Parecían recriminarle algo. Era la manera que tenían en los pueblos pequeños de marcarla como extranjera.
Ya no era uno de ellos. Se notaba en su modo de hablar, de vestir, de comportarse. Curiosamente, no había notado esa obviedad hasta ese momento. Tal vez en ese instante se estaba dando cuenta de que no son los sitios los que se pierden en nuestra memoria, sino lo que llevamos dentro. No era San Lorenzo lo que había cambiado. Era ella.
Un relámpago iluminó breve e intensamente el valle, y a lo lejos se escuchó el rumor de un trueno. Comenzó a llover con fuerza. Estaba oscureciendo con rapidez y el sendero cada vez estaba más embarrado.
Retomó el camino y a los pocos metros, entre la cortina de lluvia, apareció una casa humilde, mucho más pequeña de lo que María recordaba. Tenía el techo restaurado con tejas nuevas que se distinguían de las antiguas por el brillo que les imprimía la lluvia. La cerca de madera estaba restaurada y los cerezos presentaban un aspecto ordenado con las ramas podadas.
Abrió la cancela del jardín, indecisa. El portalón principal de la casa estaba cerrado. La lluvia resbalaba por la madera. Estuvo un minuto sujetando el picaporte, sin decidirse a llamar. Se sentía una intrusa. Entonces oyó pasos arrastrándose dentro. Se apartó de la puerta y esta se entreabrió con un gruñido.
Ante sus ojos sorprendidos apareció un ser imposible.
Gabriel era un hombre encerrado en una cárcel de carne, un cuerpo contrahecho que se retorcía como el tronco de un viejo olivo. Miraba con ojos extraviados, echando la cabeza hacia adelante, como un pájaro picudo. El labio inferior le caía flácido dándole a su expresión algo de bobalicona, y las arrugas profundas de su piel lacia se dividían en ramales a partir de sus ojos casi blancos, como el pelo corto de su cabeza. Parecía un esqueleto que se sostenía temblando sobre un bastón.
A María se le saltaron las lágrimas.
—Hola, papá.
Gabriel contempló a su hija de arriba abajo en silencio durante un minuto que se hizo muy largo. Levantó la mirada despacio, como si remontase un precipicio, hasta enfrentarse a sus ojos. Eran como pequeñas masas de verdín flotando sobre una superficie de leche. Los labios le temblaron y su rostro se desmoronó con un gesto desvalido.
María lo abrazó. Dolía hasta lo más profundo del dolor estrechar las costillas de un hombre al que recordaba fuerte y poderoso. Sentía su fragilidad y la turbación de no saber cómo comportarse.
—Cuánto tiempo —balbuceó Gabriel. Sonreía estúpidamente, avergonzado, sin saber qué decir. Acarició el pelo empapado de su hija y le hizo un gesto para que pasara dentro de la casa.
La casa era pequeña, estaba desordenada y sucia. Olía a vejez. En un rincón ardía la lumbre rácana de la chimenea, frente a un sillón con la forma del cuerpo de Gabriel.
María sonrió caricontenta, resbalando con disimulo la mirada por los muebles viejos llenos de polvo, apoyados contra la pared irregular, encalada y pintada muchas veces sin demasiada traza. El suelo era de terrazo con las baldosas desiguales. Al lado de la ventana un reloj de pared descontaba segundos con una calma insufrible.
Gabriel se movía de un lado a otro, se esforzaba por superar la sorpresa, fingía que entre ellos no había una barrera de distancias que era imposible romper en un minuto. Se acercó a la chimenea y removió los leños para avivar el fuego.
María se quitó el abrigo empapado y se sentó en el borde del sillón. La manta raída que descansaba en el reposa brazo tenía el olor de Gabriel, un olor un poco ácido, mezcla de tabaco de pipa y de muchas noches de soledad.
—¿Por qué has venido? —preguntó Gabriel. Su tono de voz fue más seco de lo que hubiese deseado.
María sacó el sobre del hospital. Gabriel frunció el ceño.
—Entiendo. No quería molestarte, pero en el hospital me pidieron un teléfono y no sabía cuál dar; ya sabes que aquí arriba se vive incomunicado.
—No tienes que justificarte, papá; solo que me hubiese gustado que acudieses a mí… Tal vez podría haber hecho algo.
Gabriel contempló el sobre en la mano de María.
—Si has venido hasta aquí, no deben de ser buenas noticias, de modo que poco podrías hacer.
María vio que a su padre se le nublaba la vista. Ya no era el héroe invencible e infalible de la infancia. Aparecía ante ella ahora el hombre simple, desnudo, lleno de heridas, de cardenales, de debilidades, de miserias y contradicciones. A veces, la intransigencia se hace callo, cicatrizan en falso todos los rencores y las decepciones, los reproches y los enfrentamientos, y ya no hay manera sincera de romper ese silencio ni esa distancia infinita, ni siquiera después de muertos, ni siquiera en el recuerdo. Pero, como le había dicho Greta, aquel hombre, o lo que quedaba de él, era su padre. Y con eso bastaba. Supo que no tenía nada que perdonarle, porque él no sentía que debía ser perdonado.
—Te has empapado con la lluvia. Será mejor que subas a darte un baño. Después cenaremos alguna cosa. Tenemos mucho de lo que hablar.
María subió al piso de arriba con una sensación amarga. Se desnudó a oscuras, tiró la ropa encima de la cama y entró en el baño. Apoyó la frente en el azulejo, sintiendo el chorro hirviendo de la ducha en el centro del cráneo, exprimiendo la sensación de estar en un manantial, ajena al reguero de agua que caía por su cuerpo. Movió los dedos de la mano derecha sobre las baldosas de la pared como una araña perezosa hasta estirar el brazo totalmente y cerró el grifo, quedándose quieta y con los ojos cerrados. Permitió que la tristeza entrase en tromba hasta su mismo centro, y no hizo nada para impedir que le arrancase un llanto amargo, convulso, irrefrenable y solitario.
Volvió a la estancia y se sentó en el borde de la cama. El pelo mojado goteaba sobre las mejillas. Algo en la cómoda llamó su atención: una fotografía de su primer curso en la universidad.
No recordaba habérsela enviado a su padre, pero allí estaba, en un lugar preferente, con un hermoso marco de madera tallada.
Apenas se reconocía. Llevaba unos pantalones tejanos descoloridos, alpargatas tipo espardenya y una camisa azul de cuello Mao. Tenía el pelo recogido con un pañuelo de flores rojas y amarillas, y el cuello y las muñecas cargados de cadenitas y pulseras con motivos orientales. Su gesto era intransitivo, propio de la estudiante marxista que era entonces, atractiva e implacable. Insufrible y vehemente con aquellos discursos aprendidos en las revistas Triunfo y; Cuadernos para el diálogo. Era la época en la que conoció a Lorenzo, un joven apuesto con aire desleído y un tanto ácrata. Sonrió al recordar que hacía con él el amor sin preservativo en el incómodo sofá cama de su apartamento, después de recitarse pasajes de la Náusea de Sartre, fumando canutos y escuchando en el viejo tocadiscos a Serrat, a María del Mar Bonet o la guitarra de Frank Zappa.
Le resultaba incómodo que aquellos recuerdos suyos también tuviesen un lugar en la vida de su padre. Era como encajar dos existencias opuestas.
Su padre siempre se opuso a la relación con Lorenzo; decía que no era una buena persona, que había algo enfermizo en su mirada. Tal vez el tiempo había terminado por darle la razón, pero todavía le costaba aceptar que su padre hubiese sido capaz de denunciar a Lorenzo ante la policía por sus actividades clandestinas en la universidad. En aquella época solo eran dos niños jugando a ser adultos y aquella denuncia le costó a su novio cinco largos meses en la Modelo, y a María perder a su padre durante diez años.
—No sabía que tenías esta foto mía de la universidad —dijo con fingida jovialidad cuando bajó al salón.
Gabriel se había levantado y estaba junto a la ventana. Descorrió con un gesto leve la cortina y observó el exterior. Contempló algo en la lejanía, quizá un recuerdo, con el rostro reconcentrado, olvidándose momentáneamente de María. Después suspiró con cansancio, dejó caer la cortina y se sumieron de nuevo en la penumbra. María tuvo la impresión de que su padre la miraba con más afecto que antes, como si algo se hubiese movido en su mente.
—Es la única que conservo —dijo. En sus palabras se advertía una tristeza vieja, casi indiferente y estéril. Se sentó en el sillón contemplando el fondo vidrioso del fuego. Pasó la lengua blancuzca por los labios resquebrajados y cerró un instante los ojos. Era evidente que estaba acostumbrado a la soledad, y que la repentina aparición de su hija, si bien le alegraba, le causaba extrañeza y desazón.
María se sintió en la obligación de decir algo, pero no encontró las palabras. No existen palabras para todo.
—Prepararé algo de cena.
Cenaron en la cocina. María contaba anécdotas para llenar los silencios, se reía con una alegría ficticia y cuando le estrechaba la mano por encima del mantel a su padre sentía la duda en la punta de sus dedos. Le preguntó por la forja. Los ojos de Gabriel se iluminaron.
—Mis espadas y mis cuchillos ya no le interesan a los señoritos que las coleccionaban —admitió con un poco de nostalgia, como si pretendiese hacer comprender que su tiempo ya había pasado. Pero estaba bien, aseguraba. Le gustaba estar apartado del pueblo. Y además, aquí no tenía fantasmas con los que convivir.
Gabriel apenas probaba la sopa. Bebía mucho. Un par de veces trató de reprimir el gesto de llevarse el vaso a la boca, consciente de que su hija lo observaba. Apuraron la cena y la conversación fue decayendo. Ambos fueron sintiendo la tristeza de comprobar que eran incapaces de llegar el uno al otro.
Finalmente, María decidió ir al grano.
—Papá, ¿te gustaría venir a vivir con nosotros a la casa de la playa? Aquí solo no estás bien atendido.
Gabriel ladeó la cabeza, buscando torpemente una servilleta para limpiarse la barbilla. María no le ayudó. Su padre quería demostrar que sabía cuidarse.
—Tengo a tu madre.
María suspiró.
—Lo sé, y podrás venir a verla todas las veces que quieras, te lo prometo.
Gabriel negó con la cabeza.
—Lorenzo no me quiere. Y yo no lo quiero a él.
María apretó los labios. Mintió sin convicción.
—El pasado se olvida. Además, ahora Lorenzo está más tranquilo, esperando un ascenso, y puede que lo trasladen a Madrid.
Gabriel abrió la palma de la mano y la examinó con atención. Era difícil saber qué pensaba, como si su mirada traspasase la carne y se remontase al horizonte de aquellos años que había borrado de su recuerdo.
—Esta es mi casa, es mi sitio. Tú elegiste vivir con ese hombre, pero yo no lo haré —argumentó.
María sintió que volvía la bilis antigua. Si se dejaban ir, tenían mil razones para discutir de nuevo.
—Podemos hablarlo en otro momento, no te preocupes.
Gabriel se concentró con seriedad en el rostro de su hija.
—El pasado nunca se olvida, nunca se borra… Yo lo sé.