Mérida. 10 de diciembre de 1941
Hacía frío y un manto de nieve dura cubría la vía del tren. Una nieve sucia, manchada de hollín. Blandiendo su espada de madera en el aire, un niño contemplaba hipnotizado el nudo de raíles.
La vía se dividía en dos. Uno de los ramales llevaba hacia el oeste y el otro se dirigía hacia el este. En medio del cambio de agujas, una locomotora estaba parada. Parecía desorientada, incapaz de tomar cualquiera de los dos caminos que se le planteaban. El maquinista asomó la cabeza por la ventanilla estrecha. Su mirada se encontró con la del niño, como si le preguntase a este qué dirección tomar. Así lo creyó el pequeño, que alzó la espada y le señaló el camino del oeste. No por nada. Solo porque era una de las dos opciones posibles. Porque estaba allí.
Cuando el jefe de la estación alzó la bandera verde, el maquinista lanzó por la ventanilla el cigarrillo que estaba fumando y desapareció dentro de la locomotora. Un pitido estridente espantó a los cuervos que descansaban sobre los postes de la catenaria. La locomotora se puso en marcha, escupiendo grumos de nieve sucia de los raíles. Lentamente tomó el camino del oeste.
El niño sonrió, convencido de que era su mano la que había decidido el destino de aquel viaje. Él sabía a sus diez años, todavía sin palabras para explicarlo, que cualquier cosa que se propusiera podía conseguirla.
—Andrés, vamos.
Era la voz de su madre. Una voz suave, llena de matices que solo podían descubrirse si se le prestaba atención. Se llamaba Isabel.
—Mamá, ¿cuándo tendré una espada de verdad?
—No necesitas ninguna espada.
—Un samurái necesita una catana de verdad, no un palitroque de madera —protestó ofendido el niño.
—Lo que necesita un samurái es protegerse contra el frío para no coger la gripe —le replicó su madre colocándole bien la bufanda.
Aupada en unos zapatos de tacón inverosímil, Isabel sorteaba las miradas y los cuerpos de los pasajeros en el andén. Se movía con la naturalidad de una funambulista en el alambre. Esquivó un pequeño charco en el que flotaban dos colillas y evitó pisar con un quiebro una paloma agonizante que daba vueltas sobre sí misma, ciega.
Un muchacho con corte de pelo de seminarista hizo sitio a madre e hijo en la marquesina, junto a él. Isabel se sentó cruzando las piernas con naturalidad, sin quitarse los guantes de piel, marcando cada gesto con la suficiencia sutil que se impone uno mismo cuando se siente observado y está acostumbrado a la admiración.
En aquella mujer de bellas y largas piernas, que asomaban por la falda justo a la altura de la rodilla, incluso el gesto más vulgar adquiría la dimensión de una danza perfecta y discreta. Ladeando la cadera hacia la derecha, aupó lo imprescindible el pie para limpiar una gota de fango que le manchaba la punta del zapato.
A su lado, apretándose contra el cuerpo de su madre para reafirmar su pertenencia, Andrés miraba desafiante al resto de pasajeros que esperaban el tren, dispuesto a ensartar con su espada al primero que se acercase.
—Ten mucho cuidado con eso, te harás daño o se lo harás a alguien —dijo Isabel. Le parecía demencial que Guillermo alentase aquella extraña fantasía de su hijo. Andrés no era como los demás niños de su edad, para él no existía diferencia entre la imaginación y el mundo real, pero su marido disfrutaba comprándole toda clase de juguetes peligrosos… ¡Incluso le había prometido regalarle una espada de verdad! Antes de salir de casa había intentado quitarle sus postales de guerreros, pero Andrés se había puesto a gritar como un histérico, de modo que ante el temor de que despertase a todo el mundo en la casa y se descubriera su precipitada huida, consintió en que las trajera consigo. De todas maneras, no le quitaba el ojo de encima. En cuanto pudiera se desharía de ellas, como pensaba hacer con todo lo que tuviese que ver con su marido y con su vida anterior.
Aquella mañana de posguerra, entraba un invierno distinto a través de los ventanales de la estación de tren. Los hombres caminaban cabizbajos, tensos, con la mirada puesta en el infinito para evitar enfrentarla con desconocidos. La guerra había terminado, pero costaba adaptarse al nuevo silencio y conjugarlo con aquel cielo sin aviones, ni silbidos de bombas cayendo como serpentinas. En los ojos de la gente anidaba aún la duda, miraban de reojo las nubes, temiendo revivir el espanto de las explosiones, las carreras para refugiarse en un sótano mientras sonaba una sirena de alarma emitiendo breves mugidos que ponían la piel de gallina. Unos y otros se amoldaban despacio a la derrota o a la victoria, a no acelerar el paso, a dormir por las noches sin demasiados sobresaltos. Poco a poco el polvo se asentaba sobre las calles, las ruinas y los escombros desaparecían, pero se había desatado otra guerra sorda de sirenas de policía, de miedos nuevos, a pesar de que ya no sonaba el cornetín de Radio Nacional dando el parte bélico.
En esa guerra después de la batalla, Isabel lo había perdido todo.
Entre los pasajeros al borde de las vías, se extendía con rapidez una mancha aceitosa con olor de piojos, achicorias, cartas de racionamiento, bocas sin dientes y mugre debajo de las uñas, tiñendo sus existencias de colores grises y mortecinos. Unos pocos, solo unos pocos, se explayaban en los bancos del andén, algo apartados, recibiendo con los ojos cerrados y la expresión confiada la suave luz del sol que se filtraba a través de la nieve.
Andrés observaba con desconfianza. No se sentía parte del mundo infantil. Él sentía que siempre había pertenecido al círculo de los adultos. Y dentro de este al de su madre, de la que no se separaba ni siquiera cuando soñaba. Apretó con fuerza su mano, sin comprender por qué estaban en aquella estación, pero intuyendo que era por algún motivo grave. Su madre estaba nerviosa. Él notaba su miedo bajo el guante.
En el andén irrumpió un grupo de jóvenes «camisas azules». Eran barbilampiños y lucían con orgullo joseantoniano el yugo y las flechas en el pecho, intimidando a los demás con sus cánticos y sus miradas guerreras, aunque la mayoría de ellos no tenía edad ni aspecto de haber combatido en ningún campo de aquella guerra que todavía humeaba en demasiadas familias.
El muchacho que le había cedido un hueco en el banco a Isabel se hundió más en la contemplación de sus pies, apretando entre las rodillas la maleta de madera atada con un cordel, evitando las miradas desafiantes de los falangistas.
El pequeño Andrés, en cambio, fascinado con los trajes azules y las botas de caña alta, saltó del banco, saludando a aquellos uniformes tan familiares. No podía captar el ambiente angustioso que provocó la presencia de aquellos muchachos, ni el temblor del aire entre la gente que se apiñaba cada vez más cerca de la vía. El niño había visto desde siempre uniformes como aquel en su casa. Su padre lucía uno, también su hermano Fernando. Ellos eran los vencedores, decía su padre. No había nada que temer. Nada.
Y sin embargo, aquella gente en el andén se comportaba como un rebaño de ovejas empujadas hacia el precipicio por los lobos que las rodeaban. Algunos falangistas obligaron a unos pasajeros a saludar con el brazo en alto y a cantar el «Cara al Sol». Andrés escuchaba el estribillo del himno de Juan Tellería, y sus labios, tan adiestrados en el mismo discurso, lo repetían inconscientemente. El impulso se había vuelto reflejo:
Volverá a sonreír la primavera
que por cielo, tierra y mar se espera
Arriba, escuadras a vencer
que en España empieza a amanecer…
En cambio, su madre cantaba el «Cara al Sol» sin el entusiasmo de antes. Sus ansias de paz, como las de tantos otros, solo eran un espejismo.
En ese momento se escuchó el silbido de una sirena de locomotora y todo el mundo se agitó, movido por una corriente invisible.
Entró en vía el tren, reduciendo la velocidad con el chirriar vaporoso de los frenos y separando los dos andenes de la estación con su cuerpo metálico. Asomaban cabezas de todas las formas, con gorras, con sombreros, desnudas, y decenas y decenas de manos apoyadas en las ventanillas. Cuando el jefe de estación alzó la bandera roja y el revisor abrió la puerta, los pasajeros se entremezclaron con sus bártulos, con sus voces, los padres dirigiendo el acomodo en los estrechos vagones, las madres tirando de los hijos para no perderlos en el tumulto de gente. Por un momento, lo cotidiano, el esfuerzo, suplantó la calma intranquila de unos minutos antes, sustituyéndola por el sudor de lo necesario. En cinco minutos sonaron dos pitidos, luz verde, y el tren tosió, se empujó hacia delante cogiendo carrerilla, pareció que iba a desfallecer en el arranque, pero finalmente agarró la inercia de la marcha, dejando atrás los andenes de la estación desnudos y silenciosos envueltos en una nube de humo.
Isabel no subió a ese tren. No era el que estaba esperando. Madre e hijo se quedaron cogidos de la mano en el andén desierto, con las respiraciones condensadas saliendo de los labios amoratados, bajo la luz azulada del día detrás de las nubes blancas y compactas. La mirada de Isabel se iba detrás del vagón de cola de aquel tren, adentrándose en la blancura hasta desaparecer.
—Señora, ¿se encuentra bien?
La voz masculina sonó muy cerca. Isabel se sobresaltó. Aunque el hombre se había alejado unos centímetros de la cara, se notaba el aliento que contaminaba alguna caries o una encía enferma. Era el jefe de estación.
—Espero el tren de las cuatro —respondió Isabel con una voz que parecía querer esconderse.
El hombre elevó la mirada por encima de la visera de la gorra y consultó la hora en el reloj ovalado que colgaba en la pared.
—Ese es el tren que va a Portugal. Falta más de hora y media —le informó con cierta extrañeza.
Ella empezaba a temer la curiosidad de aquel tipo, cuyas manos no veía pero que imaginaba con dedos manchados de grasa entre las uñas.
—Sí, lo sé. Pero me gusta estar aquí.
El jefe de estación miró a Andrés sin expresión. Se preguntó qué hacía allí una mujer con un niño de diez años esperando un tren que todavía tardaría en llegar. Concluyó que debía de ser una loca más de las que la guerra desenterraba. Tendría su historia, como todos, pero no le apetecía escucharla. Aunque siempre es más fácil consolar a una mujer de hermosas piernas.
—Si desea un café —dijo, esta vez utilizando el ronroneo de un gato grande—, ahí dentro, en mi oficina, puedo ofrecerle un buen torrefacto, nada de esa achicoria que sirven en la cantina.
Isabel declinó la invitación. El jefe de estación se alejó, pero ella tuvo la sensación de que se volvía un par de veces a examinarla. Fingiendo una tranquilidad que estaba lejos de sentir, cogió su pequeño bolso de viaje.
—Vamos dentro. Cogerás frío —le dijo a su hijo.
En la terminal por lo menos no dolían los pulmones al respirar. Buscaron un lugar para sentarse. Ella dejó el sombrero en el banco y encendió un cigarrillo inglés, lo ajustó en la boquilla y aspiró el humo dulzón. A su hijo le extasiaba verla fumar. Nunca después volvería a ver a otra mujer hacerlo con aquella elegancia.
Isabel abrió su maletín de viaje y sacó una de sus libretas de tapa acharolada. De entre las páginas cayó el papel en el que el profesor Marcelo le había anotado las señas de su casa en Lisboa.
No pensaba esconderse allí demasiado tiempo, apenas lo necesario hasta conseguir un pasaje en algún carguero que pudiera llevarles a ella y a Andrés a Inglaterra. Sintió lástima por el pobre profesor. Sabía que si Guillermo o Publio descubrían que Marcelo la había ayudado a huir lo pasaría mal. En cierto sentido se sentía culpable: no le había dicho toda la verdad, únicamente lo que necesitaba para convencerle, cosa que no había sido difícil, por otra parte. La mentira era un atajo necesario en aquellos momentos. Sabía desde siempre que Marcelo estaba enamorado de ella, y no le había sido difícil poner las cosas a su favor, aun cuando le había dejado claro al profesor que sus sentimientos no iban más allá de una buena amistad.
—Siempre será mejor tener tu amistad que no tener nada —le había dicho él, con aquel aire de poeta pobre que tienen los profesores rurales.
Isabel guardó las señas y se puso a escribir. Pero estaba nerviosa. Apremiada por el tiempo, enfadada con sus sentidos que le fallaban en el momento que más los necesitaba, lo hacía sin la conciencia estética ni la pasión acostumbrada, guiando la escritura a través del papel con el dedo índice, apartando la ceniza del cigarrillo que había caído entre las páginas. Debería haberle escrito a Fernando la noche anterior, pero temía la reacción de su hijo mayor; en ciertas cosas era como su padre. Sabía que no iba a entender por qué se estaba escapando, y temiendo que tratase de impedírselo decidió escribirle cuando ya estuviera lo suficientemente lejos:
Querido hijo, querido Fernando:
Cuando te llegue esta carta, yo debería estar ya muy lejos con tu hermano. Para una madre no hay pena más grande que dejar atrás lo que se ha parido con dolor y felicidad; entenderás lo triste que me siento, y esa tristeza aumenta cuando pienso que estoy apartando de tu lado a Andrés en el momento que más te necesita; tú sabes como yo que es un niño especial, que necesita que le ayudemos, y a ti te admira y te escucha. Solo tú eres capaz de calmar sus ataques de rabia y de obligarle a tomarse sus pastillas. Pero puesto que no puedo permanecer en esa casa, la casa de tu padre, después de lo que pasó, tengo que huir.
Sé que ahora me odias. Oirás cosas horribles de mí. Son todas ciertas, no puedo mentirte. Puede que ahora no entiendas por qué he hecho esto, y puede que no lo comprendas nunca. A menos que algún día te enamores perdidamente y seas traicionado por ese amor. Me llamarás cínica si te digo que cuando me casé con tu padre, hace diecinueve años, la edad que tú tienes, lo amaba tanto como os amo a vosotros. Sí, Fernando, lo amaba con la misma intensidad con la que después llegué a odiarlo y a amar a otra persona. Ese odio me cegó tanto que no me di cuenta de lo que sucedía a mi alrededor.
No huyo por amor, hijo. Ese sentimiento se ha muerto para siempre en mi corazón. Si sigo viviendo es porque Andrés me necesita a su lado. No quiero justificarme, mi estupidez no tiene perdón. Os he puesto en peligro a todos, y mucha gente va a sufrir por mi ingenuidad; por eso no puedo dejar que tu padre o ese sabueso suyo de Publio me atrapen. Tú ya eres un hombre, puedes tomar tus propias decisiones y seguir tu camino. Ya no me necesitas. Solo espero que algún día, cuando pase el tiempo, puedas perdonarme y entender que por amor también se pueden cometer las peores atrocidades. Algún día, si tienes entereza suficiente, descubrirás la verdad.
Tu madre, que siempre te querrá, pase lo que pase.
Isabel
Alguien la observaba. No era el jefe de estación. Escuchó los pasos rebotando en el suelo, acercándose. Pasos de ritmo pautado. Pesados. Isabel alzó la cabeza. Frente a ella se detuvo un hombre corpulento, con las piernas muy separadas.
—Hola Isabel. —La voz era discontinua, una voz que pronto iba a perder su cáscara para nacer de nuevo.
Isabel alzó la mirada. Examinó con una pena infinita aquel rostro tan conocido, aquellos ojos otrora llenos de promesas que ahora la escrutaban insondables. Muy a su pesar, sintió todavía en sus entrañas el eco de los estremecimientos pasados en su cama. Durante una décima de segundo quedó hipnotizada por aquellas manos gruesas acostumbradas al trabajo duro, que la habían alzado al cielo, para dejarla caer ahora al infierno.
—Así que vas a ser tú, después de todo.
Evidentemente, el jefe de estación la había delatado. No podía reprochárselo. En los tiempos que corrían de patriotismo jaleado por el miedo, todo el mundo competía por aparecer como el más fiel servidor al nuevo régimen.
Percibió el movimiento titubeante del hombre y su sonrisa de Mefistófeles, el amargo, oscuro y, sin embargo, atrayente príncipe de la nada.
—Mejor yo que Publio o algún otro perro de tu marido.
Isabel torció el gesto. Sentía tanta tristeza que apenas podía contener las lágrimas.
—¿Y qué eres tú, sino el peor de sus perros? El más traidor.
—Mis lealtades son diáfanas, Isabel. No son para contigo, ni siquiera para con tu marido. Son para el Estado.
Isabel se apretó el pecho. Era terriblemente doloroso escuchar decir semejantes cosas al hombre con el que se había estado acostando cada noche durante casi un año, el hombre al que le había dado todo, absolutamente todo, hasta la propia vida, porque solo de esa manera entendía ella el amor. Y él la cambiaba ahora por una palabra, por algo tan abstracto como inútil: el Estado.
Recordaba las noches juntos, cuando sus manos se buscaban en la oscuridad y sus bocas se encontraban como lo hacen el agua y la sed. Aquellas noches hurtadas al sueño, fugaces y preñadas de miedo a ser descubierta, habían sido las más intensas, las más felices de su vida. Todo era posible, nada estaba prohibido en los brazos de aquel hombre que le juró un mundo mejor. Pero ya no podía lamentarse de su error. Otros antes que ella sufrieron el desamor, y muchos otros verían rotas después sus ilusiones. Lo que le sucedía ya había ocurrido antes, y ocurriría siempre. Pero la traición era tan grande, tan vasta la destrucción que había sufrido su corazón, que le costaba aceptarlo.
—Todo este tiempo me has utilizado para ganarte a través de mí la confianza de los demás. Lo tenías todo preparado, sabías que yo era la más accesible y te has servido de mí sin remordimientos.
El hombre examinó con frialdad a Isabel.
—Es curioso que seas tú la que me hable de moral y de remordimientos. Precisamente tú, que has estado alimentando y protegiendo a los que querían asesinar a tu marido.
Inopinadamente, Isabel cogió al hombre del brazo con un gesto tan violento como frágil.
—Fuiste tú quien propuso la idea del atentado, y el que hizo los preparativos. Tú has llevado a esos pobres muchachos al matadero. Nos tendiste una trampa.
Él se soltó con un movimiento seco.
—Tan solo aceleré los acontecimientos. Tarde o temprano ellos hubiesen intentado algo similar, y lo mejor era que yo controlase el cómo y el cuándo para minimizar los posibles daños.
El rostro de Isabel se deshacía por momentos, como una ridícula máscara de cera al sol. Le era demasiado penoso todo aquello, la falta de sentimientos de aquel hombre, la certeza de que no consideraba haber actuado mal.
—¿Y el daño que me has hecho a mí, cómo vas a minimizarlo?
El hombre apretó la mandíbula. Recordaba las mismas noches que Isabel, pero sus sentimientos no eran plenos de hermosura, sino de remordimiento. Cada noche, después de hacer el amor con aquella mujer se había sentido miserable, lo mismo que cuando ella lo miraba llena de gratitud y admiración. Había escuchado de su boca el modo brutal y silencioso con el que la tomaba su marido, como si ella no fuese un ser humano; había escuchado de los otros conjurados del grupo las barbaridades que hacían Publio y sus falangistas cuando encontraban a algún rojo emboscado en casa de un amigo o de un familiar. Y aunque todo eso removía sus certezas, aunque durante aquel largo año de convivencia con ellos llegó a sentir algo parecido al amor y a la amistad, nada de eso podía tenerse en cuenta cuando lo importante era cumplir con la misión encargada: desmantelar aquel grupo de conspiradores auspiciado por la propia señora Mola. De no haber sido él, hubiese sido otro el encargado de hacerlo. Isabel nunca fue demasiado discreta, no sabía mentir, y desde luego no era una revolucionaria. Solo una burguesa que odiaba a su marido.
Había hecho lo que tenía que hacer, pero eso no apaciguaba el desprecio que sentía por sí mismo.
—Debiste alejarte a tiempo de esos intrigantes, Isabel.
—Solo me tienes a mí. Cuando supe quién eras realmente avisé a los demás. Ya estarán fuera de tu alcance y del de tu jefe.
El hombre esbozó una sonrisa condescendiente.
—Me dirás dónde están.
—No lo haré.
—Te aseguro que sí, Isabel —vaticinó el hombre con voz funesta, y, volviéndose hacia Andrés, añadió—: Si es que quieres volver a ver a tu hijo, claro.
El niño contemplaba la escena sin comprender qué estaba pasando. Su cara hervía enrojecida por el frío.
Entre el viento que se levantaba llegó la música de un tren que se acercaba. El tren que iba a Lisboa. Llegaba a través de la niebla el ruido de las ruedas sobre los rieles, que poco a poco fue apagándose. Hubo una pausa y un silbido, como el suspiro hondo de un corredor al detenerse después de un gran esfuerzo.
—Vamos mamá, es nuestro tren —dijo Andrés cogiendo de la mano a su madre y tirando de ella, que no se movía del sitio ni apartaba la mirada del hombre.
Entonces él se reclinó junto al niño. Lucía una sonrisa amplia y bienhechora que hirió hasta el alma a Isabel.
—Hay un cambio de planes, Andrés. Tu mamá tiene que hacer un viaje, pero tú volverás a casa. Tu padre te está esperando.
El niño contempló confuso a aquel desconocido y luego desvió la mirada hacia su madre, que lo miraba angustiada.
—No quiero volver a casa. Quiero ir con mi madre.
—Eso no va a poder ser. Pero creo que tu padre tiene una sorpresa muy grande para ti… ¡Una auténtica catana japonesa!
Como si apareciese de repente un claro en el bosque, el rostro del niño se iluminó. Se quedó mudo de asombro.
—¿Lo dice en serio?
—Absolutamente —aseguró el hombre—. No me atrevería a mentirle a un samurái.
El rostro de Andrés se llenó de orgullo.
Caminaron hacia el coche de la entrada de la estación. Andrés hundía los pies en la nieve dando saltos en su carrera por llegar antes que nadie a casa, gritando de alegría. Isabel arrastraba los suyos seguida muy de cerca por el hombre, que no le quitaba ojo.
—¿Qué va a pasar con mi hijo? —le preguntó de repente ella, antes de entrar en el coche.
—Será un niño feliz que crecerá recordando lo hermosa que era su madre… O un pobre demente encerrado de por vida en un manicomio miserable. Dependerá de ti.
El coche se alejó de la estación con un rumor turbio y lento bajo un cielo envuelto en celofán. En el asiento trasero Isabel estrechó con fuerza a Andrés, como si quisiera volver a meterlo en sus entrañas para protegerlo. Pero el niño se desembarazó de su abrazo con un gesto egoísta, pidiéndole a aquel hombre que condujese más deprisa… Más deprisa. Por fin iba a tener una verdadera catana de samurái.