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En la última batida de la Zarza no me llamaron y por lo que supe fue un fracaso muy grandísimo, pues lo poco que entró a las escopetas fueron hembras y dos o tres lastimadas. Las montearon con los perros y pudieron matar una para ver qué era lo que tenía. ¿Qué iba a tener? Un tiro horroroso en la barriga y un cuartillo con la pezuña colgando.

Cuando lo escuché me quedé planchado, pensando cómo podían pasar aquellas cosas: primero, porque el que tira una res y la hiere no vuelve al vedado en varios días; segundo, porque me estaba viendo otra vez donde los civiles por algo que no había hecho yo. Yo llevaba cuenta de una corza que yo rematé, un cochino que encontraron podrido en un pocetón del río, un vareto de venado que le faltaba una mano por la rodilla, otro cochino más, que lo encontró el Molino yendo con el Rafael, y se lo comieron en la Zarza, y las tres corzas que dijeron que vieron tocadas en la batida. Para hacer ese escarnio hacían falta muchísimas horas de Zarza y de Barrancos y de Berrocal.

Yo no estaba tranquilo, pues en cuanto se pusieron a ojear cazadores, el cabo me sacó fuera:

—Lobón no tiene un rifle y la corza estaba herida con rifle —dijo.

Entonces el Amalio se dejó caer:

—Lobón no tendrá rifle, pero el Goro tiene uno de los señores del Tarajal, y vete a saber si no se lo ha prestado.

Dijo el cabo:

—Lobón no deja hechío por donde pasa. Si él mata una res, se la come o la vende o la regala, eso no lo sé, pero plomearla no la plomea.

Unos días después, pinchado por el amo, subió el Clemente al cuartelillo.

—Las mujeres de las sillas dicen que han visto al Goro en la linde del Regalito y que a lo mejor llevaba el rifle.

Fueron donde el Goro y estaba en cama aguardando a don Celestino.

—Tú has tirado las corzas desde la linde, no digas que no, que te han visto. Tú tienes un rifle de los señoritos aquí.

Como estaba tan sordo, tuvieron que darle gritos para que se enterara. Dijo:

—El rifle está ahí, pero balas es lo que no tengo.

—¡Que tú has tirado las corzas!

—Aquí no hay corzas, sólo hay pájaros y para eso no demasiados.

No se enteraba. Le dicen:

—Te llevamos preso por entrar en la Zarza.

Entonces entendió y se puso que tiraba bocados porque llevaba tres semanas liado con cosa de estómago.

—Las mujeres te vieron en la linde.

—A mí me han visto ellas en la carretera, cuando voy a esperar a Miguel cuando reparte el pan. La que diga que me ha visto que venga aquí.

Fueron allí las mujeres y una dijo:

—Ahora que lo pienso, a lo mejor no fue él.

Otra dijo:

—La culpa fue del Amalio que dijo que el Goro le dejó el rifle al chiquillo de Lobón, y que había que apretar al Goro para que dijera la verdad.

El comandante del puesto, entonces, se fue a ver al teniente:

—Esta gente es toda basura: hablan por hablar. En las batidas tiran las hembras y después vienen a quejarse de unos y de otros.

El teniente dijo:

—La Zarza tiene su guardería. Allá ellos. ¿No tenemos otra cosa que hacer que estar pendientes de tonteras?

Todo esto lo supe de la forma que lo he dicho, porque Cuenca, el guardia, lo charló en lo de mi hermano que es el que me lo contó a mí.

Estando liado con estas cosas, viene Tocino, el recovero, y me da razón de que Manolo, el de la Casa de Postas, tenía un recado para mí. Voy allá y me dice:

—Martina quiere que subas hoy sin falta a verla. Me lo dijo el cobrador del coche de línea.

Esperé la hora de la siesta y en el mismo coche de línea me llegué al ventorrillo del Humo. Me dice Martina:

—¿Quieres ganarte cuatro billetes?

—¿Cuatro mil? ¿Estás de broma?

—Como lo oyes. Tengo un marchante que quiere un vareto, un macho, pero vivo.

—¿Vivo? ¿Estás tú buena?

—¿No quieres ganártelas?

—Yo sí, pero ¿cómo se trinca eso, arrimándote a él con una zanahoria?

—Igual que si fuera un conejo: con un lazo.

—¡Ya! ¿Y cómo sabe uno que va a trincar un macho? ¿O es que se enlazan en una misma noche diez o doce?

—Yo te digo lo que hay, y si no me lo traes tú, otro lo traerá y no será el primero.

—En la Zarza no queda un venado ni para reclamo —le digo.

—Yo sé que el último que quedaba, el que llevó a la Zarza el podenquero del Tomellar, se lo prometiste tú a Camilo y se lo diste al Aldavaca. ¡Bueno está contigo Camilo!

Lo que decía Martina era la pura verdad. ¡Qué mujer! ¡Lo sabía todo!

—¿Entonces —le digo—, si tú sabes que no queda simiente, no es tontera que yo vaya a buscarte un venado?

—Es que yo no he dicho que sea en la Zarza. Yo sólo he dicho que si quieres ganarte cuatro mil. Si quieres, en el Tomellar andan los venados como liebres.

—Son de esos de recría que no valen un duro: unas monas que no les falta más que llevar agua en botella.

—De esos mismos, para que veas. Así será todo más sencillo. Verás, en el Tomellar está el cortijo, que tú lo conoces, pero hay otra casa pegada en la sierra donde viven dos guardas. Cuando traen venados, los tienen allí en una córrala y les dan pulpa de remolacha, pienso y alfalfa, para que los animales tomen la querencia y no terminen por irse a otro lado.

Lió muchísimas cosas que tenían sentido con otras que no tenían ninguno, que si los machos iban allí y las hembras allá, que un amigo de ella los trincaba con lazos del mismo cable que usan las bicicletas en los frenos. Muchísimas tonteras dijo, como las que dice don Senén, de hay que ponerse aquí mirando para allá, sin cerrar los ojos para no hacer ruido. Que si el lazo trincaba los cuernos, que si por aquí, que si por allá.

Yo estaba harto de tanta mercadería, pero había escuchado que era verdad que había venados a barullo en el Tomellar.

—Bueno —le digo—, y si trinco el venado, ¿cómo lo traigo?

—¡Aquí no se te ocurra! Lo llevas a lo tuyo, que ya irán a buscarlo.

—Y ¿crees tú que yo puedo llevar un venado como un borrico desde el Tomellar a lo mío? ¿Soy yo Pulmones?

—¿No puedes tú con la mula? ¿Pesa más el venado que la mula? —dijo riendo—. Yo me pensé que tú podías más que Pulmones, pero verás, ¿y si te llevas una caballería?

Total, que ella tenía allí una mula y me dijo que me la llevara. Yo no me determinaba a hacerlo, no fuera que me tomaran por ladrón si me veían en la bestia.

—Por ese lado no te apures, que da casualidad que el dueño de la mula es el marchante que me pidió el venado.

Era una mula murciana, linda, con dos dedos, rabona y sus cuatro añitos en la boca.

Cuando Martina me dijo que ella tenía un lazo preparado y que me tenía el costo para dos días y una botella de vino, pensé:

«¡Huy, huy! ¡Veremos a ver qué clase de lío me estás buscando!».

Yo nunca pensé en serio lo del lazo, lo que sí pensé fue en hacer una trampa en el suelo, si era verdad que había una querencia donde decía Martina. Pero abrir un boquete en el monte, si el terreno era blando, me iba a llevar un día. Le dije:

—¿Tienes ahí una zoleta, o un pico y una pala?

Se encampanó porque ella no sabía para lo que yo la quería.

—Yo te la devolveré —le dije, y ella se encogió de hombros pensando que yo andaba falto.

Lo cargué todo en la mula, con su albarda nueva, y una cuartilla de soga y tomé para la sierra.

Al día siguiente por la noche supe, por las tablillas, que estaba dentro del Tomellar. Me acosté a dormir debajo de un chaparro y alivié a la bestia, que había llevado una buena paliza andando sin parar una noche y un día. Teníamos sed los dos: la mula y yo, pero no me determiné a buscar agua, pensando que no la iba a encontrar.

Con las claras del día me puse a componer el campo, buscando los altos para ver de marcar dónde estaba la casa de los guardas. Lo que vi en seguida fue el cortijo, allá abajo, en una vega donde hay muchísimos sisones, o por lo menos, los había cuando yo estuve allí una vez y en la vega quedaba un rastrojo de garbanzo.

Tuve que dejar la mula, tapada y arrendada a un chaparro, y allí no veía yo casa alguna, ni otra cosa que umbrías y umbrías, monte y piedras. Estaba yo pensando que aquello más parecía monte de jabalí que otra cosa. En los apretados grandes, de salto en salto, se veían marcas de haber tronchado ramas para hacer calle, matones frescos con mucho seco. También tenía que haber muchísimo conejo, pues al paso trinqué uno encamado pisándolo, y se veían por todos lados hechíos, cagarruteros y unos pataleos horrorosos. Más entrada la umbría, me dejé ir por los aliviaderos del monte siguiendo las torrenteras donde yo veía medio marcada alguna vereda. Así salí a un limpio, desde el que se veía, encima de un repecho, la casa de que me habló Martina. Acercarme allí me llevó la mañana.

Yo no tenía fe en nada de lo que contó Martina, pero me tentaba aquello de poner la trampa en una querencia. En la Zarza nunca se me ocurriría hacer una cosa así, ni para coger vivo un cochino de veinte arrobas, pero allí, en el Tomellar, era diferente.

Como no había conseguido agua, ni para mí ni para la mula, estaba séquito. Más por el agua que por otra cosa, me arrimé, tapándome, a la casa y, al tenerla como a tres o cuatro tiros, me encuentro un cercado, no de hincos, sino de tela metálica alta, con más de cuarenta venados, machos y hembras, grandes y chicos y de todos los tamaños. Se me pasó la sed.

«¡Ah, puta! —me dije, pensando en Martina—. ¡Estos son los venados que un amigo tuyo coge con lazo!».

Allí dentro, no con lazo, a bocados se podían coger. Aquellos animales los traían de por ahí y los soltaban por el monte para que se criaran, pero como eran muy tontos, criaban poco y se dejaban matar mucho, y por eso, volvían a llenar el cesto.

Estas son las cosas de los señoritos: meten un palomo en la jaula y lo sueltan para pegarle un tiro. Meten un venado en la jaula y lo sueltan para lo mismo. Si ya lo tienen, ¿para qué lo sueltan? Y si lo sueltan, ¿para qué le tiran?

El Tomellar no era de un dueño, sino de Franco, como las carreteras y los soldados. Para cazar allí había que pagar y, con los cuartos que sacaban, compraban más bichos. Una tontera muy grandísima, porque, lo mismo que en la Zarza, las hembras que ya estaban algo montunas sólo encontraban machos de los que se pinchan en las carrascas, y si algo criaban era basura para la caponera.

Ver yo aquello y ver lo que Martina se traía, todo fue lo mismo. Lo que ella quería era ponerme en rastro para que el cobro corriera de mi cuenta. Pero pensé que tanto daba trincar el venado en la jaula como trincarlo en un boquete cuando lo soltaran, por eso no lo pensé más.

Subí escurriéndome y me arrimé a la cerca. La casa quedaba detrás, a dos tiros, pero los venados me tapaban. Había una cancela con un candado más gordo que dos manos juntas y yo me puse a escarbar con las uñas y con la navaja para descarnar el suelo donde se clavaba la tela metálica. Miné allí más que un conejo, hasta que conseguí echar mano al alambre gordo que corría enterrado por el suelo, y halé, para arriba. Era tan recia la tela metálica que dejé levantada como una ola y por allí me entré. Los venados, a lo primero, se quedaron mirándome, pero en cuanto di dos pasos, tomaron un seguido por aquel embudo que acababa yo de abrir que me asusté. Se armó un pataleo, un empujoneo y un apretarse todos para salir por allí al mismo tiempo, que lugar me dio a este dejo, aquel trinco; me enganché al cuello de un macho terciado que me arrastró por la motilla abajo hasta que conseguí tumbarlo en el suelo.

Aquello fue un escándalo, pues yo no sabía quién estaba o no estaba en la casa y el alboroto de la reata y los berridos de aquel bicho que pesaría más de noventa kilos, me dejaron temblando. Estaba yo viendo que en cualquier momento se me montaba un tío con espuelas en lo alto de las espaldas. El rato que yo pasé fue amargo, pues el venado empujaba como un toro y, aunque se levantó, yo le tenía trincada una mano y la cabeza y no podía hacer otra cosa que pensar en su mala suerte; pero la mía no era mejor que la de él, porque no encontraba forma de llevármelo a la umbría.

Allí no podía quedarme, ni taparme, ni era cosa de soltar el bicho cuando lo más difícil había pasado. Una mula pesa tres veces lo que un venado como aquel, pero puedo decir que hubiera sido más fácil cargar con la mula que cargar con aquel bicho. Tres veces me tiró al suelo y, la última, a pique estuvo de escaparse porque me lastimó una mano.

Cuando llegamos a la umbría, le até las cuatro patas con la correa de los pantalones y le dije:

—Te esperas aquí que vendré a buscarte con la mula.

Cuando bajé era de noche y no encontraba forma de montar un bicho encima de otro, porque el venado se asustaba de la mula y la mula del venado.

Total, que tuve que quitarme la camisa y tapar los ojos a la bestia, como hacen con los caballos de los toros, pero le entraba el husmo y la cosa no mejoraba. A lo último, con la cuartilla de soga, inventé pasarla por la rama de un chaparro como cuerda de pozo y levanté el venado por los cuernos. ¡Y había que oírlo berrear! Así conseguí echárselo a la mula y trincarlo a la cincha por las cuartillas.

Pero si malo fue todo este berrinche, la vuelta fue peor. El tirón de la noche fue muy bueno, pero tan pronto se hizo de día, tuve que bajar el venado y taparlo y todos los sitios me parecían malos. Cuando ya lo dejé a mí gusto, me estuve marcando las veredas y las gentes que se veían a lo lejos, no fuera que después de lo malo viniera lo peor.

A todas éstas ni la mula ni yo habíamos bebido y teníamos los dos las lenguas como trapo. En toda mi vida pasé un día más largo que aquél. Al lubricán, todavía aguardé que se hiciera oscuro y, cuando se hizo, vuelta a subir el venado a la mula, para llegar al ventorrillo del Humo al amanecer. Hacía cuatro noches y tres días que había salido de allí, tiempo justo de ir, volver y perder un día entero escondido.

Martina estaba durmiendo, yo descargué el venado y lo tumbé detrás de la casa. Saqué un cubo de agua y me hinché. La mula también se puso buena de agua, animalito, qué sed tenía.

Sale Martina con los ojos como trompos, oliendo a un dormir hombruno, y me zampa:

—¿Qué haces tú por aquí? ¡Vamos, ahora caigo en cuenta!

—¿De qué?

—¡Qué has sido tú! ¿Qué otro podía ser? ¡Seré tonta!

—¿De qué estás hablando?

—Yo, inocente, ni cuenta había echado de ti, vamos que no me acordaba —dice—. ¿Pero a qué vienes aquí? ¿A comprometerme?

Yo le estaba viendo mal cartel a la corrida y quería dejarla hablar. Dice:

—Fuiste tú, ¿verdad? Pues te andan buscando, ándate con cuidado. ¡Sólo a ti se te podía ocurrir abrir una cancela con candado puesto! ¡Sólo a ti!

—¡Cancela! Pero ¿tú estás soñando todavía?

—¿No trincaste el venado?

—Sí que lo trinqué.

—Y abriste la cancela de un corralón; eso es lo que dijeron los civiles.

—Yo no sé nada de cancelas ni de corralones. Yo puse el lazo donde tú me lo dijiste.

—¡Ya! ¿Y trincaste el venado?

—Como te lo digo.

—¡Para comerte!

—¡Vaya, hombre! ¿No los coge igual tu amigo, el que me dijiste?

Se quedó chingada mirándome y se le veía pensar y pensar, buscando norte por donde salir. Se va a arrancar a hablar y se queda callada, lo vuelve a cavilar y dice muy seguido:

—Tú lo trincarías con el lazo, no digo que no, pero andan buscando a uno que abrió la córrala. Y si tú tienes un venado del Tomellar, a por ti vendrán los civiles. ¡Figúrate tú! ¡Abrir una córrala con toda la simiente de reses que manda Franco! ¡Con los dineros que vale eso! A la cárcel vas para los restos.

Como yo no había abierto cancela alguna, sabía que Martina estaba mintiendo, pero el venado, todavía, lo tenía yo y no ella. Le digo:

—Bueno, Martina, yo te doy el venado y tú me das los cuartos. Lo demás no me importa.

—¿Dónde está el venado?

—Yo lo tengo. ¿Y los cuartos?

—Esos los tiene el señor que me pidió el bicho.

—Pues se los pides, y cuando los tenga yo en la mano, le daré el venado.

—Tú no tienes que verlo a él. Para eso estoy yo.

Le digo:

—Martina, tú eres mala y alcahueta y yo te voy a romper una pierna. Escúchame: tengo el venado detrás de tu casa, monta en la mula y ve por los cuartos.

Dice ella:

—Ese venado te lo cobraste ya por adelantado. Y no me vengas a mí con las quejas. Si tienes que darlas a alguien, salte fuera y mira el hierro de la mula que llevaste.

Salgo fuera, miro el hierro y yo no lo había visto nunca. Se lo dije.

—¡Qué poco te fijas, hijo! El hierro es de la Zarza. Don Gumersindo es el que lió todo esto.

Me fui para ella y la agarré del pelo.

—Yo te desgracio, Martina, don Gumersindo no tiene cabeza para inventar todo esto. O me das los cuartos o te rompo una pierna.

Empezó a llorar, no porque le hiciera daño, sino porque sabía que yo nunca decía las cosas por decir. Lloraba tanto y hacía tantos papeles que hasta su padre salió en camisón, como un fantasma. Allí, sin dientes, medio cegato y con la barba de quince días toda blanca, parecía el miedo.

Le digo a Martina:

—Llévate al viejo.

Ella sale corriendo y se abraza a él.

Con Martina no se podía y entonces me fui para dentro, le abrí el cajón del dinero donde había tres duros y calderilla.

Me quedé con todo, rompí todas las botellas que tenía allí, las de vino y las de gaseosa, le rompí la mesa grande y tres sillas de anea, le hice cachos los cristales y cuando terminé, le dije:

—El venado lo tienes detrás de la casa, ya lo sabes.

Me fui de allí que tiraba bocados.

Mucho tiempo después supe toda la verdad, que no fue como la contó Martina. Don Gumersindo le pidió el venado y ella dijo:

—El podenquero no puede trincar otro porque todo dios sospechaba que el que usted tenía en la Zarza se lo llevó él. Pero yo haré que Lobón se lo lleve.

Entonces don Gumersindo dijo:

—¡Hombre, eso está bien! El se ha llevado el que tenía yo, pues que traiga uno a cambio.

No le pagó nada a Martina porque la tenía trincada por siete sitios y los siete malos: le debía dinero, le había cobrado comisión de unos cochinos que no había vendido, lo había sacado de fiador con una tarjeta de él que le escribieron encima lo que quisieron. Por eso tuvo Martina interés en servirle.

Ese venado llegó a granarse en la Zarza y muchas veces lo tuve luego en los puntos de la escopeta, no lo quise tirar, porque era el único que don Gumersindo tuvo que hacer algo para tenerlo allí.

Me acuerdo cuando a Pencho lo echaron del sanatorio y no lo metieron preso por lo malo que estaba y por influencias que metió don Gumersindo.

Pablo tuvo que ir por él, gastando lo que no tenía, y traérselo a lo suyo a pasar calamidades.

Ellos no dijeron nada, pero todo el mundo se enteró. Miguel, el del ventorrillo, me dijo por qué lo echaron del Sanatorio. Dijo:

—Es mucha bragueta la de Pencho. Por la bragueta lo echaron, porque las inyecciones le ponían la salud por abajo y no por el pecho, que es donde él tiene maldad.

Y lo que dijo Miguel era verdad, pues la abuela me dijo un día hablando de lo mismo:

—Un hombre es un hombre y hay que ver aquellas tías, con tan poca vergüenza, metiéndole al pobre hijo las pechugas por la boca con el achaque de hacerle la cama, ¿qué querían que hiciera?

Por eso lo echaron, porque no se podía aguantar en cuanto veía a una de aquellas que lo cuidaban. Hasta que las monjas dijeron que o ellas o Pencho.

También decía la abuela:

—Y las monjas, valientes monjas, ¿era con ellas con quien se metía Pencho? Con las mozas que había allí era y ellas no tenían que meterse en lo que no les importaba.

A la cuenta de este disgusto, Pablo se echó a perder, bebiendo, poniéndose patoso y perdiendo hasta la gracia que siempre tuvo. Se apipaba de vino y dormía las borracheras en mitad de la cañada.

Con estas cosas, tapándome de la Encarna, un día sin otro subía yo a llevarles algo de comer, porque darle dinero a la abuela era lo mismo que echarlo a un pozo. Ella ahorraba para poder refrotarle a Pablo que tenía cuartos, y los que tenía, de sisarle a Pablo eran.

Esto fue largo y muy tristísimo, pues ya, hasta la Encarna, un par de veces vino a decirme que le diera dinero. Lloraba y me decía cosas que no quiero repetir, ella lo sabe, que una vez no le pegué porque yo sabía que no venía de por ella.

Cuando se fue la Encarna de lo mío, sí se fue de por ella, cuando vino por dinero, no. Yo me fui a Pablo y le dije:

—Mira que esto no puede ser, que tú no haces más que el vino y el vino y tu casa se la lleva el viento. Tu suegra quiere mandar a la Encarna a la fábrica de sillas y si tú no dejas el vino, tendrá que hacerlo la criatura.

Pablo se arrugó, se arrugó muchísimo y estuvo llorando como un chiquillo, pero por la noche estaba otra vez borracho.

Con estas cosas yo me levantaba y me iba a despertar a Pablo, y me lo llevaba de la boca, le cargaba los cartuchos y hasta le llevaba a vender la cacería. Así un día y otro día, una semana y otra semana, un mes y otro mes.

La mala racha de Pablo le costó a don Senén cerca de ocho cientos de pájaros. Cuando ya se esponjó siguió viniendo conmigo a todos lados: venía a tirar las cabras y me ayudaba muchísimo a sacarlas de los miradores sin que me ventearan a mí. Me hacía el ojeo que se le puede hacer a una cabra.

Cabritos llevaba a su casa y cuartos para poner parches donde hacía falta. A lo último, cuando perdió la perra, no se hallaba sin mí porque para los conejos no tenía perro y para los pájaros no tenía ganas de andar.

Cuando don Senén batió Cabrahigo y batió el Sarcochal, la sociedad comprendió que la eminencia no sabía demasiado del asunto, ni de la guardería. Eso se le atragantó como un hueso de damasco en la garganta.

—Esto lo arreglo yo, pronto y ligero.

Se subió al pueblo a ver a los civiles y les dijo:

—En mis cotos han hecho escarnios.

El cabo le dijo que él no tenía ningún coto, que lo que tenía era unas tablillas prohibiendo el paso y que a él nadie le había subido a denunciar cosa alguna.

—Pero usted puede enterarse de quiénes son los que entran allí.

—Y ¿qué daño hacen entrando si los dueños no los denuncian?

—Cazan allí en tiempo de veda.

—Yo eso no lo sé.

—Usted sabe que Lobón y ese tal Pablo viven de la caza.

—De la caza y de lo que ustedes les dan.

—Yo no le doy nada a esa gente, guardia.

—Don Gumersindo les da, don José Manuel les da, don Vidal les da y a veces cantidades de dinero, no se vaya usted a creer.

A don Cosme le contó esto el cabo de los civiles, que por eso lo sé yo.

Viendo que con los civiles la cosa no iba bien y que a Pablo lo miraba muy bien todo el mundo, cuando se volvió borracho y cuando no lo era, llevaba esa espina en el estómago. Lo primero que hizo fue cambiar las tablillas y donde ponía «Prohibido el paso», puso «Coto», pero era mentira porque allí nadie pagaba lo que hay que pagar para poner una tablilla de esas. Eso fue lo primero, que lo segundo fue peor.

Una noche, la abuela y la madre de la Encarna se me entran por la puerta. La abuela me dice:

—Pasa, que tenemos que irnos de la choza.

La madre le hizo el coro:

—¡Figúrate qué ruina!

—¿Y eso? Don Cosme les dio el terreno.

—Sí, el terreno nos lo dio, pero resulta que el Balbino entró de colono sin nosotros aquí y ahora no quiere que sigamos.

—¿Y quién es Balbino si el dueño es el dueño?

—Nosotras no sabemos de esas cosas, pero ese don Senén le dijo a Pablo que nos teníamos que ir y cuando él lo dice es porque es verdad.

—Yo iré a ver a don Cosme, ¿quién es don Senén aquí, ni qué pito toca?

—Le lleva el pleito al Balbino contra don Cosme y por eso están poniendo tablillas en la linde.

—¿En la Casa del Fraile?

—Y el Aguilera y el Monjo han llegado hoy ahí para la guardería. Como don Senén hace pleitos abusa de quien quiere. Total, que nosotras venimos a pedirte dinero: lo que tengas.

Sólo tenía dos pesetas y se lo dije, pero la abuela puso cara de porro y me dijo:

—Tú, el dinero grande lo llevas siempre en el bolsillo del pantalón. Mira a ver si tienes ahí algo más.

—Ni un gordo: dos pesetas es lo que me queda.

—Mira, mírate ahí, que tú siempre llevas.

Nada, que tuve que darle la vuelta al forro y enseñárselo. Entonces dice:

—En la Casa de Postas te podrían fiar. Tú le llevas al Manolo la cacería.

—Mañana me llegaré a ver.

—¿Por qué no te vas ahora en un salto? ¿Qué tienes que hacer? Si mañana hay que irse al pueblo, no esperes tú que Pablo nos saque del apuro.

—Para pasar el apretón, si eso es así, pueden venirse aquí y yo me voy a la lobera.

La abuela miró a la madre como si no le pareciera mal, pero dijo:

—Eso ya lo pensaremos, pero ahora vete a buscar los cuartos.

La abuela ya me estaba descomponiendo con tanto avasallar, como si ella tuviera trapío para eso, y la madre, que me notó el viaje, quiso arreglarlo y dijo:

—Al fin y al cabo tú eres de la familia, porque la Encarna y tú…

—Eso —dijo la vieja cagándolo todo— y tienes que arrimar algo, que tampoco es derecho que porque la Encarna y tú tengáis lo que tengáis entre vosotros, tengamos que tener una boca más en casa.

—Yo no le dije que se fuera —dije yo y me salí del chozo porque no quise oír más.

No fui a la Casa de Postas, sino al pueblo a ver a don Cosme. El pobre estaba en la cama, con muchísimo frasco de boticas de todas clases y olía a espíritu, del mismo que se usa para disolver el triquitraque. Ese espíritu se mete en la nariz y se da un sorbetón y dicen que disuelve muchas maldades de los mareos y cosas que entran por la nariz.

Cuando le conté lo que pasaba le dio un faratute y todo del berrinche que tomó.

La mujer que lo cuidaba empezó a tirarme de la manga y me sacó fuera del cuarto de don Cosme.

—Pero es que me tiene que dar un papel para que no echen a Pablo de allí —le decía yo.

Don Cosme decía con mucha fatiga:

—A la cárcel van a ir todos, ¡tunantes, aldavacones de poca vergüenza!

Le decía yo a aquella mujer que el disgusto de don Cosme se le pasaría, pero que si no había papel, Pablo se encontraba en la calle.

—Dígaselo usted, que le dé un papel.

Aquella mujer no tenía labios y hablaba muy por lo fino y con mucha pasta, pero gatos debía tener en la tripa porque dijo no, y no.

—No se le puede hablar de la finca que la tiene ya perdida y no quiere enterarse.

—Es suya.

—Pero debe mucho de tanto lío como ha tenido y ya la ha perdido.

Me fui de allí con el barrunto de que a aquella tía la habían untado para envenenar a don Cosme con espíritu y boticas. Por eso me fui donde don Celestino y se lo dije:

—A esa la paga don Senén, como se lo digo. ¡Ya nos enteraremos!

—¡Pero si esa pobre señora es una monja de paisana!

—¿Una monja? ¡Pues anda!

—Y lo que te ha dicho es verdad. Don Cosme está en la calle, sin un gordo. No es Balbino el que pelea con él, son los Aldavaca que son los que pagan el pleito para quedarse con lo del Fraile.

—¿Los Aldavaca?

—El Balbino figura ahí, pero el Balbino es un borrico muerto de hambre que les está haciendo el caldo a los Aldavaca. Por eso tienen tanta prisa en que venda, para que no se presente nadie a estropearles el negocio.

Cuando volví a lo mío estuve cavilando en todas estas co sas: en don Cosme, en la monja aquella, en lo que me contó don Celestino que querían hacer con la Casa del Fraile. En tonces, muy despacito, me dejé ir por la cañada, salté la linde, que era verdad que ya tenía tablillas, me llegué al cortijo y le metí un cerillazo al pajar. Me aguanté allí achantado hasta que las llamas subieron por encima de la veleta y hasta que vi salir al Balbino, al Monjo y al Aguilera dando voces.

Ardió el pajar, los tres almacenes y no ardió la cuadra porque soplaba levante. De haberme dado cuenta, hubiera prendido la cuadra, pero ya era tarde.

Los Aldavaca tapados por el Balbino, el Balbino tapado por don Senén y don Senén tapado por la justicia, habían arruinado a don Cosme para quedarse con la Casa del Fraile. Por eso yo le metí un cerillazo.

Estaba todavía humeando aquello cuando el Monjo, estando sólo las mujeres en casa, se fue a lo de Pablo y le metió fuego. Ni lugar tuvieron de sacar los colchones ni los trastos.

—A mí no me digan nada, las quejas se las dan al Balbino.

Cuando Pablo volvió, se fue para allá con la escopeta cargada y no le abrieron la puerta.

Aquella noche se vinieron a lo mío y todos lo pasamos fatal, porque yo me fui a la lobera sin colchón y ellos se aviaron con el mío, allí dándose calor unos a otros.

Al día siguiente fui con Pablo a la Casa del Fraile y el Balbino no estaba.

Le dije al Monjo:

—Le dices al Balbino que Pablo tiene que hablar con él y que como no le abra la puerta, vengo yo y la echo abajo: por mi padre.

El Monjo terminó por llamar a Pablo y subieron a ver al Balbino, que estaba allí con don Senén.

—Yo no mandé que os quemaran las cosas vuestras —dijo Balbino.

Don Senén, sin mirarlo, le soltó:

—¿Cuánto valía lo que tenías allí?

Pablo le dijo que no le hablara de tú, que ya estaba harto de decírselo, y que lo que allí tenía no sabía cuánto podía valer.

—Entonces, ¿quiere usted que nosotros lo sepamos?

Lo que a Pablo le dieron o no le dieron, yo no lo sé. Pero don Cosme o la monja aquella, mandó unos colchones de paja y alguna ropa de cama y agrandamos el chozo mío, poniéndole otro tanto por delante.

Estando en esto llega el Monjo y dice:

—Yo lo siento mucho, pero es mejor que no sigáis trabajando porque me han mandado quemaros también ese chozo. Yo me fui para él muy tranquilo, lo cogí de una oreja y le puse la cabeza pegada al suelo.

—Monjo, escucha lo que te digo: si un día te arrimas demasiado al chozo, te cuelgo a un chaparro por una pata.

Le di dos o tres coscorrones contra el suelo y lo solté. Dice:

—Pues a mí me han mandado y tú verás. No vamos a tener cazadores junto a la linde.

—Los vas a tener dentro de la linde. Díselo de mi parte a don Senén. Yo tengo un papel de don Cosme dándome permiso.

—Yo sé que tú tienes permiso, pero tú no tienes tu licencia.

—Pues con ella o sin ella, ya lo has escuchado: si te arrimas aquí, te cuelgo por una pata y, si se te ocurre algo peor, te quemo las orejas.

El Monjo galleó un poco aquella vez, pero como sabía lo del Beltrán y el Meleto no volvió a trasponer la linde, ni al pozo se arrimaba. Si quería beber pedía agua a Pencho o a las mujeres.

Pero estando en estos líos, Pablo se puso a hacer red para pescar barbos en el torno del río y como el Monjo lo vio, fue con el cuento a don Senén, que lo denunció diciendo que tenía red para zarampafia en el chozo.

Vinieron los civiles y vieron la red:

—¿Esto para qué es?

—Para que no me piquen los mosquitos —dijo Pablo.

—Vente para arriba que te han denunciado.

—¿Es que yo no puedo hacer con un hilo lo que quiera?

—Esto es para una zarampaña.

—No señor, que eso es para pescar en el torno del río.

Lo soltaron, pero don Senén dijo que Pablo no tenía licencia para pescar.

Total, que le quitaron la red y lo estuvieron haciendo subir y bajar de la cañada al pueblo y del pueblo a la cañada.

Con estos líos tuve que subir al vedado y me fui a las cabras, que era donde no había cuidado, pero aunque fui a las cabras, maté una cochina que estaba herida y preñada.

Aquello me dio mala espina porque yo sabía que, antes o después, terminarían por echarme la culpa a mí de las reses lastimadas y de todo lo feo que se viera en el vedado. Me estaban ensuciando el campo y me llegué al Pegujal de noche a casa de Nicolás y le dije:

—Nicolás, tú eres de la Zarza y tu mujer se portó muy bien conmigo cuando yo era chico. Por lo que yo he escuchado, están tirando las reses dentro del vedado. Yo no soy, el Goro tampoco. ¿Quién piensas tú que pueda ser?

—Yo te puedo decir lo que se escucha en la Zarza: dicen que la gente de Aldavaca está matada por formar sociedad con don Gumersindo, para llevar el vedado. Dicen que ellos pagan a éste y a aquél, cada vez a uno, para que hagan daño que se vea.

—Pero ¿a quién van a pagar?

—Dicen que a ti y al Goro.

—Y tú, ¿qué piensas? La verdad.

—Si tú no eres, ¿qué te voy a decir? De aquí no conozco a nadie que sea capaz de meterse ahí dentro un día y otro día.

—¿De aquí del Pegujal?

—Yo entré una vez y no quiero ni acordarme. De aquí no hay quien entre, te lo digo yo.

—¿El Quemado?

—El Quemado nunca tiró con la escopeta. El tiene bastante con los espárragos, las setas y lo que le dan por los chivateos.

Me volví al vedado y después a lo mío, pensando que todo tenía estropeo: La familia de Pablo apretada en el chozo, don Cosme alelado, el Goro en el hospital con la barriga abierta, la Encarna y la Carmen a punto de parir, todo el campo lleno de tablillas, los Aldavaca comiéndose unos a otros.

Sólo los Ahumada vivían tranquilos porque no estaban aquí, que unos paraban en Málaga y otros en Sevilla, y si venían, era a descansar, no a pelear.

Todos los líos, si no empezaron, se enconaron con la electricidad.

Mucho antes de la guerra quiso don Gumersindo traérsela de su bolsillo y empezó a poner los postes grandes que aún están en la Peña. En la guerra todo se dejó correr y cuando estaban por aquí los del monte, resultó que Franco puso electricidad por la parte de arriba de Carbonero. Entonces, don Gumersindo juntó a la gente principal y les dijo:

—¿Por qué no nos juntamos todos y traemos la electricidad?

—Nosotros nos alumbramos con mineral o con carburo —dijeron los Aldavaca—. Usted que tiene cuartos, gásteselos en postes y ponga la electricidad que quiera.

Don Cosme dijo que él quería electricidad, porque los postes grandes pasaban por Carbonero, que era suyo entonces.

Daniel se trajo los postes y todos los inventos que están dentro de esas casetitas de la muerte, pero no habían hecho más que poner la mitad de los postes cuando Franco dijo:

—Yo pago lo que falta.

Y entonces se armó el lío, porque los aldavacones dijeron:

—Si Franco paga, podían haber avisado, que ahora la luz sube al pueblo, sube a la Zarza, pero no pasa por lo nuestro.

Don Gumersindo y don Cosme dijeron que si querían luz, que se repartieran el gasto que ellos habían hecho ya, y entonces es cuando vino don Senén, porque los Aldavaca dijeron:

—Hay que traerse a don Senén, que él, con tal de tener cacería y no pagar, hará todo lo que le digamos.

De los postes grandes de Carbonero, salían los postes chicos de la Casa del Fraile, porque los de la Zarza salían más arriba. Los Aldavaca querían poner los postes de ellos hasta la caseta de la muerte de don Cosme. Don Cosme dijo que sí, dijo:

—Soy conforme, pero me pagáis vuestra parte porque lo que yo gasté va a ser de todos.

—Eso es, todos los gastos a medias. ¿No es eso?

—Eso es.

—Pues firme usted aquí.

Si don Cosme no hubiera firmado, todavía tendría Carbonero. No sólo no le dieron un gordo, sino que, encima, tuvo que pagar la mitad de lo que los Aldavaca gastaron en llevar la luz hasta el Galeón.

Aquello fue un escarnio, porque cuando le dieron la razón a don Cosme, había gastado en pleitos más de lo que le hubiera costado pagar lo que le querían robar los Aldavaca.

Pero no acabó ahí la cosa, porque como vieron que don Cosme estaba medio paralítico ya, le pusieron otro pleito con la linde de Carbonero y otro con la Avispa, pinchando a Romero, y otro con el Balbino, que tenía que dejar la Casa del Fraile desde dos años antes. Así arruinaron a don Cosme los Aldavaca, don Senén y la justicia.

Cuando el que manda, manda mal, el que tiene que obedecer se choca y, si del carril se saca el carro, todo el barbecho es camino. Así los cotos, que no eran cotos, eran la carnada que los Aldavaca ponían a don Senén, que cuanto más acotaba, más quería.

Por eso yo le dije a Pablo:

—O nos defendemos, o de aquí a un par de años, nos arrastran.

—Y ¿qué podemos hacer?

—Que ¿qué vamos a hacer? Yo te lo diré: aburrir la cacería de los cotos. Todo lo malo que pasa en el campo, viene de la perdiz: leña a los pájaros.

Me traje los madrileños, Pepillo Marcos y Barrena, Raspaqueso y ocho chiquillos de la escuelita de Almafuente. A Pablo se le calentó la boca y dijo:

—Yo voy por Martina, que ella es alcahueta y algo inventará para ganarse o llevarse los guardas y caseros. Tú verás.

Así planchamos Almafuente, Monte Castro y el Galeón, de noche con la zarampaña, de madrugada con los lazos, perchas, lanchas y toda clase de engaños, y de día batiendo como los señoritos. Cuando yo escuchaba aquellos tiroteos y veía que nadie asomaba la jeta, me hacía de cruces.

Martina les mandaba papeles como si fueran del juez, porque se iba a don Fermín y le sacaba esos tacos que pone: Usted vendrá mañana a tal hora y a cual hora.

Estuvimos así hasta que cundió que allí se armaban tiroteos y vino la guardia civil a vemos a Pablo y a mí.

—Nosotros no hemos escuchado nada. Eso será don Senén.

—¡Pero si estamos en veda!

—Dígaselo usted a él.

Las batidas se acabaron, pero seguimos apretando los pájaros a donde el viento se llevara los tiros para la laguna y, después, los andábamos de sol a sol. Allí no importaba que sonaran los tiros.

En cuanto el Goro volvió del hospital le conté lo que había y como todavía no estaba bueno del todo, no hacía guardería y vino a echarnos una mano.

¡Qué montones de pájaros hacíamos! Plasta vergüenza daba llevarlos a vender porque eran por demás.

El primero que se cansó fue Pablo, pues quitando los domingos, sólo él, el Goro, Martina, Raspaqueso y yo seguíamos dando el mate.

—Si vamos a otro lado yo voy —decía—, pero tirarse el día pateando para apurar los pájaros de aquí, es perdidura de tiempo.

—Hay que llevarse la simiente —le decía yo.

El Goro me seguía la corriente porque fue amigo de padre, pero pensaba que yo estaba chalado derrotándome por matar el último pollo.

—Meterse en la cabeza que donde haya dos pájaros perdices, ninguno de nosotros podrá tirar un conejo.

—En otra parte los habrá —decían ellos, porque no les entraba en la cabeza.

Raspaqueso me traía aburrido porque, si salíamos de noche y él se había quedado con nosotros, se venía con la escopeta.

—¿A dónde vas con eso?

—Es que a lo que yo le tengo afición es a tirar.

Me arrepentí toda la vida de Dios de haberlo llamado, pues sólo hacía estorbar. Iba yo con la luz, Pablo con la zarampaña y él con la escopeta. Tan pronto encandilábamos un pájaro, ya estaba él empalmado.

—¿Quieres que con el ruido nos trinquen aquí fritos?

A los cuatro pasos estábamos en las mismas.

—¿Y si se le va a Pablo? —decía.

Entonces se fue con Martina y el Goro, y Martina le dijo:

—Mire usted, Raspaqueso, vaya usted con Dios que aquí maldita falta que nos hace.

Primero blandeó Pablo y después Martina.

—Yo tengo mi negocio —dijo— y no lo puedo dejar solo con el viejo.

En cuanto vio que no había bucheos, como cuando se ponía ella en una punta y yo en la otra, dijo que el mate se podía ir a hacer unas pocas. Los bucheos sí le gustaban, porque escondía la mitad de lo que echaba abajo para no repartirlo, y yo le llevaba la cuenta porque tiraba con mis cartuchos.

Yo no lo hacía para sacar ganancia de los pájaros y me daba igual que se llevara lo que quisiera, pero ella decía que no era derecho que nosotros entráramos en el reparto con los demás.

—Una es buena, pero no tonta —decía.

Raspaqueso tuvo mala suerte porque lo trincó la guardia civil en el auto de línea con un saco llenito de pájaros. Cantó que los había matado en el Galeón, pero no nos comprometió.

—Menos mal —le dije yo a Pablo y él me dijo a mí:

—No se lo agradezcas, que no lo ha hecho por nosotros. El, lo ha pasado en grande con que se crea la gente que él solito llenó el saco. Por eso ni nos mentó.

—Capaz es, no te vayas tú a figurar —le dije yo porque estaba harto de Raspaqueso.

La pequeña de Pablo, la Francisca, tenía el encargo de quedarse en el motillón alto de lo Romeral que da a la cañada y, cuando había cuidado, nos avisaba poniendo un espejo al sol. Pero cuando Pablo se desengañó de dar el mate, a mí me dio fatiga tener allí a la criatura.

Después, ya lo he dicho, Martina se rajó, a Raspaqueso lo trincaron y los días de semana sólo el Goro y yo seguimos pateando aquello.

Don Fermín tuvo un lío con el asunto de los papeles que le quitó Martina, porque decían:

—¿Pero quién se puede creer que el juez tiene tan mala letra para mandar una citación tan mamarrachera? A usted le han quitado los papeles y se tienen que enterar de quién se los quitó o veremos a ver.

La gente subía allí y decía:

—A mí me ha llamado el juez de paz.

—Pues no está aquí, que ha ido a Málaga, asunto de familia.

—¡La culpa la tengo yo por subir aquí a tonteras!

Cuando ya subieron tres veces, don Fermín dijo:

—Y yo ¿cómo es que no sé que el juez lo ha llamado?

Le enseñaron los papeles y allí fue el lío, pero nadie lo achacó a cosa de cacería, sino a una broma de un guasón.

Como el Goro se aburría y se cansaba, le dije que no voviera más, que yo iba a dejar aquello también. Pero no lo dejé, sino que me quedé solo con la carga de todos a cuestas, esa es la verdad.

Estuve planchando el terreno, siempre con prisa, siempre a la que salta, buscando la ocasión que el casero del Sarcochal estaba con la suegra de cuerpo presente y todos andaban allí de velatorio, o cuando el de las Tenadas iba a que le arreglaran las muelas, siempre escondido, soliviantado, como si estuviera haciendo un crimen.

Fue entonces cuando comprendí que ya no quedaban escopetas calientes, que cada vez los tíos se iban haciendo más como las hembras. Lo mismo que yo quería descastar los pájaros, la ley y las tablillas habían descastado los cazadores. No tenías donde volver la cara, sólo quedaba gente blanda, aficionaduchos que venían al campo como el que va a la pelota, o todo lo más, gente como Pepillo Marcos, que podría haber sido puntero, pero tenía otro oficio y vivía de él.

Cavilando yo en estas cosas, la Encarna tuvo un niño y yo me dije:

—Todavía no se ha acabado la casta de los cazadores, no lo ha querido Dios.

La criatura era linda, no porque fuera mi hijo, y yo comprendía que nadie me había dado nunca una cosa tan grande como la que me dio la Encarna. Pensaba yo que aquel chiquillo, aunque ni la Encarna ni yo nos cogiéramos al compás, era el son de su casta y de mi casta, era todo lo que yo la había querido desde niño y, también era, aquel venado de recría que yo maté en la Zarza para darle cuartos a Pencho.

Pensé ponerle Juan, Juan Lobón, y pensé llevarlo al monte, como padre me llevaba, para hacerlo un hombre y que le pincharan las carrascas y supiera pasarse sin agua.

Cuando la Encarna parió, su padre estaba preso porque don Senén lo denunció por andar con la zarampaña. Aquella vez le cogieron con los pájaros y, como el cabo estaba maluquillo, fue el guardia ése dentón el que corrió con el asunto y le arrimó dos buenas cachetadas.

El crío nació tal que hoy, de madrugada, y Pablo no volvió al chozo hasta pasado mañana al mediodía, porque yo me fui a ver al cabo y le dije:

—La Encarna tuvo una criatura.

Me dijo el cabo que iba a soltar a Pablo, pero que entre él y yo pagaríamos la multa que le habían echado, que no me acuerdo si fueron cuarenta duros.

Bajé con Pablo para la cañada y justo delante de lo de mi hermano, nos cruzamos con el auto de don Senén que se paró allí y se nos quedó mirando. Pablo le dijo:

—Muy buenas tardes, don Senén, muy buenas tardes —con un recachondeo que a mí me entró la risa.

El disgusto de lo de su padre le cortó a la Encama los calostros y la criatura empezó a ponerse de mal color. Como estaban preparando el bautizo, yo tenía que ir donde el párroco y de paso me alargué a ver a don Celestino que se puso muy contento y se vino conmigo a ver el chiquillo. Lo ve y dice:

—Hay que bautizarlo ya, ahora mismo.

La abuela dijo que no podía ser, que ella quería hacerse una bata nueva porque con la que tenía no estaba para ir a ningún lado.

—Déme agua, que el niño se muere.

Nos quedamos todos fríos porque no esperábamos aquello. Don Celestino, por su mano, bautizó al crío echándole el agua y venga de rezar. No había hecho más que bautizarlo, cuando se quedó lacio y se fue derecho al cielo, porque los médicos, tocante al bautizo, tienen el mismo mérito que los curas y, al que bautizan, bautizado se queda para los restos.

Dijo don Celestino que se fue el agua de la sangre, porque el agua de la leche moja la vena arteria, que está en lo húmedo, y como a la Encarna se le cortó el calostro con el berrinche que tomó por tener preso a su padre, en lugar de agua, el calostro tenía sólo pringue y se le secó, a la pobre criaturita, la vena arteria.

De eso se murió que, de suyo, no es enfermedad pues tanto la Encarna como yo más sanos no podíamos estar.

La Encarna tomó un llorar tan trabajoso que uno se retorcía de verla.

Yo subí al niño al cementerio en brazos, en el auto de don Celestino y, si no es por él, ni me lo entierran y, encima, me meten preso. Decían que tenía que ir donde el juez.

—Pero si era mi hijo, un cristiano, ¿también le van a echar a uno el juez por esto?

Así es la gente de este pueblo, que como no haya papeles por medio y tíos que chupen de los papeles, hasta le echan el juez a un padre que va a enterrar un hijo.

Con el luto por el crío yo me quedaba en la cañada, junto al pozo, por estar a la vera de la Encarna.

Iba allí mucho, pero nunca hablaba con ella, si acaso me traía un cacho de pan mojado en guiso para oírme decir que estaba muy bueno.

El Monjo venía allí a linde, pero se estaba por dentro de los alambres, y siempre me decía igual:

—¿Crees tú que es culpa nuestra? Yo ya le dije a don Senén que si quería quemarte el chozo, que viniera él a hacerlo. Pero, es tontera, el chozo os lo queman. ¡Bueno está don Senén conque los civiles soltaran a Pablo!

Una vez, vino allí Aguilera, que cantaba muy bien y a las viejas les gustaba escucharlo. Empezó con la broma y terminó caliente, echándole valor al asunto. Dijo:

—Yo no soy el Monjo y, si no os quemo el chozo, es porque yo no quiero. No te creas tú que te tengo miedo. Pero si un día me da por quemarlo, contigo y sin ti quemo yo eso.

—Tú, inténtalo siquiera y verás lo bien que lo pasas.

—Pues mira, cerillos tengo yo.

—Yo sé que tú tienes cerillos.

Saca un fósforo, lo enciende y dice:

—Si ahora lo echo encima del techo, ¿qué ibas a hacer tú?

—Echarte al pozo.

—Tú no tienes lo que hay que tener para echarme a mí al pozo —dice.

—Bueno, a lo mejor no te echo, pero deja la caja de cerillos o se te va a mojar.

Se soliviantó un poco y se puso a hacer como el que iba a meter un cerillazo a las aneas. Entonces lo enganché por el fondillo y por el pescuezo y lo eché en mitad del pozo. Claro que se le mojaron los cerillos.

Aquel pozo es como un albercón redondo y el agua queda del suelo como el techo de una casa de obra. Allí abajo se quedó el Aguilera que parecía un rano, lleno de limo verde.

Le ayudé a salir y se fue chingado porque las viejas y la Encarna empezaron con la broma y a mi me entró la risa. Me dijo:

—Ya te contará un cuento don Senén, no te creas tú que vas a abusar de todo dios porque tú seas un mulo.

—Sí, díselo a don Senén, y, si quiere bañarse, no tiene más que venir.

Eso fue todo lo que pasó, pero al otro día se me viene el Balbino a caballo y, sin arrimarse mucho, me dice:

—Tú has dicho que vas a tirar al pozo a don Senén y vas a ir preso, que te vayas enterando.

Aquella misma tarde, pasa la pareja por la cañada y el Cuenca, el guardia, sube a la lobera y me dice:

—¿Qué es lo que te ha pasado con don Senén que dicen que tú lo has amenazado? Te la estás buscando con tanta tontera.

Le dije lo que había pasado, y suelta el trapo:

—Ja ja —dice—. ¿Y bañaste al Aguilera? Ja ja. ¿Y no le dijiste que cantiñeara allá dentro del pozo?

No pasó más y a mí se me había olvidado aquello, cuando una vez que estaba yo recargando cartuchos, empiezan los perros a ladrar y yo guardo todos los avíos debajo del colchón pronto y ligero. Me salgo fuera y me veo subir a don Senén con las botas altas y esos pantalones de culeras de cuero, el Balbino detrás y el Monjo y el Aguilera de escopeteros. Me siento allí en las piedras a esperar que suban y me veo que el Aguilera se pone a un lado, al otro el Monjo, los dos con las escopetas empalmadas.

—¿Venís a matar a alguien? —les digo.

Sube don Senén y yo sigo sentado. Dice el Balbino:

—Ponte de pie.

—¿Es que traen ustedes el santolio? —le digo yo.

—Tú no tienes educación —dice él—. ¿No ves que hay aquí un señor?

—Un señor y dos escopetas, y tú Balbino, no alces la voz o te echo los perros.

Dice don Senén, muy a la allá va:

—Andando, ahora mismo bajas a quemar la choza de la cañada.

—¿Yo?

—Pero ahora mismo.

—¿Paga usted para venir a mandarme? ¿O es que si no voy me van a meter un tiro?

No le salió la cosa como él creía y dice:

—Se te paga lo que sea, pero la quemas.

—Dígale usted al Monjo que lo haga. Vamos, dígaselo, ahora están ustedes cuatro aquí y tienen dos escopetas. Si usted se lo manda, puede que se atreva.

Dice don Senén, como si me fuera a comer:

—¡A ti te voy a dar un escarmiento! ¡Pero cuánta chulería y qué falta de respeto! ¡Tú vas a ver si se quema o no se quema!

Se da la vuelta, como un quinto, y yo dije:

—Al que se arrime a la choza, sea quien sea, le quemo las orejas.

Don Senén se para, con las narices muy abiertas, se queda encampanado, y yo me puse de pie pensando: «aquí me dan un tiro». El Balbino se echó a un lado y el Monjo y el Aguilera se miraban sin saber qué hacer. Entonces, don Senén, con muy poquísima vergüenza se pone a reírse.

—¡Este Lobón es mucho Lobón! —dice—. Ja ja. ¡Es mucho lobonazo! ¿No lo decía yo? Por las buenas le come a uno en la mano, pero por las malas… Eso son los hombres.

Se viene a manotearme la espalda y le quité la mano. Al Balbino le dijo otra babosería y el Balbino, como el Monjo y como el Aguilera, avergonzado estaba de escucharlo. Dice:

—La comedia se acabó, Lobón y yo tenemos que hablar.

El Balbino dijo que tenía que ir a ver al tractorista, pero se iba por el bochorno que le entró. Aguilera se encogió de hombros y se fue soltando refranes que todos lo escuchamos:

—Basura, basura, aunque presumas de buena, sigues por la calle oscura.

Don Senén no se determinó a decirles al Monjo y al Aguilera que no le dejaran solo conmigo, pero los miraba como con ansia, y, cuando llegaron a los chaparros, dijo que hacía un tiempo muy bueno y le bailaba la voz.

Yo me quedé callado, aguardando a ver por donde salía. Dice:

—Vamos a hablar para entendernos como se entiende la gente. Aquí ni amenazas, ni tonteras.

—Yo no he amenazado a nadie. Aquí me llega usted con dos escopetas apuntándome a la barriga.

—¡Hombre, no es para menos! Tú dijiste que me ibas a tirar al pozo.

—Yo le dije una broma al Aguilera.

—Pues esto de las escopetas también ha sido una broma. ¿O crees tú que te íbamos a matar? Bueno, el asunto que me trae, es que no es derecho que estemos gastando cuartos en guardar los pájaros y tener que aguantar en la linde una gente que vive de la caza.

—Yo era hombre ya cuando usted llegó aquí. Pablo llevaba treinta años en la Avispa cuando usted lo echó. Antes de venir usted, nadie pensó en poner tablillas en parte alguna.

—Tienes razón, pero nosotros hemos pagado para cazar nosotros.

—Ustedes no cazan, ni hacen más que destrozar. Ni pagan tampoco. Que los Aldavaca podrán poner las tablillas que quieran en lo suyo, para darle gusto a usted. Pero en la Casa del Fraile no es derecho poner tablillas. Yo tengo permiso de don Cosme.

—Pero tú no tienes licencia. O sea, que a ti te da lo mismo: tú no tienes derecho a cazar.

—Yo no tendré licencia ni derecho, pero permiso del dueño, ¡vaya si lo tengo!

—Ese permiso no vale.

—¿Que no vale? Y las tablillas que usted pone ¿sí?

—Mira, Lobón, tú sabes mucho de cobrar perdices. Lo haces y tienes facultades. Si tú quieres eres un cazador muy apañado. Pero de cosas de la justicia no entiendes.

—Yo sé que la justicia es mala.

—¿Que es mala la justicia?

—Lo más malo que hay en el mundo.

Quiso liarme y dijo que yo querría decir que los tíos eran malos, no que la justicia fuera mala.

—Si la justicia fuera buena no les darían cachetadas siempre a los mismos, no le darían más al que más tiene, ni menos al que menos.

Dice:

—Un suponer: si a ti viene un tío y te quita la camisa y tú vas donde los civiles y todos vais donde el juez, ¿qué manda la justicia que se haga?

—Mandará eso, digo yo, que me devuelvan la camisa.

—Entonces la justicia es buena —dice quedándose conmigo. Pero le suelto:

—No señor, la justicia es mala. Si un tío tiene precisión de robar este trapajo ¡figúrese usted qué calamidades no estará pasando! Si yo no le doy algo mejor que esta camisa, poco hace con quitármela. ¡Qué va a ser buena la justicia!

—Bueno, no digamos más tonteras.

Dijo que la cañada era de Franco y que para hacer un chozo allí había que pedirle permiso a él o al alcalde y nosotros lo habíamos hecho sin permiso. Dijo que él tenía influencias y empeños y que, por las malas, nos echaba de allí, pero que como tenía conciencia, quería arreglar el asunto por las buenas. Dijo que nos ponía un pleito y, entonces, nos íbamos a ver pidiendo limosna en el pueblo y que la Encarna y la Francisca, Pencho y las viejas, iban a pagar las culpas de Pablo y mías. Yo le dije:

—Si usted quiere poner pleito, póngalo. Si hay que ir preso, se va preso, pero alguna vez lo soltarán a uno de allí, no se olvide de eso.

—¿Me vas a amenazar otra vez?

—Usted es el que amenaza. Si la Encarna y la Francisca pagan culpas, no serán las de su padre ni las mías, sino las de usted. Pablo tenía su casa y su cachito de tierra, que se lo regaló don Cosme.

—Don Cosme no puede regalar nada. ¡Pero tú qué entiendes de estas cosas!

—No, si yo sé que unos lo pueden todo y otros nada, que las leyes las ponen a gusto de ustedes.

—No vamos a decir más tonteras. Convéncete que Pablo se tiene que ir de ahí.

—Y ¿adonde va a ir?

—Eso ya lo tengo yo pensado.

—¿Usted? Y él ¿no lo puede pensar también?

—Le buscaré algo para que esté mucho mejor que ahora, se lo puedes decir de mi parte: que le doy mi palabra de esto.

La palabra de don Senén a mí nunca me gustó, pero cuando se marchó y Pablo vino a preguntarme lo que había pasado, le dije:

—Nada, que ese hombre dice que aquí estáis muy malamente y quería de buscaros una casa.

Me he aguantado mucho contando lo que pasó y no pasó, todo lo que fue el embarazo de la Encarna, porque, de suyo, de no haber sido por ese embarazo y por las cosas que pasaron entonces, todo sería distinto a como es ahora.

Por mi culpa llevaron a Pablo de guarda a una finca cerca de Jerez, donde nada había que guardar, y a la Encarna la pusieron a servir en el mismo cortijo donde Pablo pintaba la mona. Hubo mucho gitaneo, pues don Senén empujó mucho y, cuando ya estaba Pablo comprometido, don Gumersindo se enceló de que un abogado de fuera se metiera a gobernar a la gente de aquí, y en la camioneta verde de la Zarza, los metió a hinchonazos, y se los llevó una tarde para lo de Jerez, para que el favor se lo debieran a él y no a don Senén.

Cuando ya se iban, la Encarna vino a preguntarme:

—Juan, ¿qué hago yo?

—Yo ¿qué te voy a decir? Si tú eres conforme en irte…

—Aquello está muy lejísimos.

—Sí que lo está.

—¿Por qué no te vienes tú también?

—Yo no.

Estuvo llorando y hasta me besó porque la consolaba, pero a mí me entró una calladera muy grandísima y no me salían las palabras del cuerpo. Me ha pasado siempre así, que me entra la calladera y ya ni soy capaz de pensar, ni escucho lo que me dicen, ni saco punta a las cosas, y luego, cuando ya no hay remedio, me entra la pesadumbre de no haber podido decir esto o lo otro.

Cuando yo escucho a Martina y a don Senén, hablar tan seguido como ellos hablan, que se les nota que las palabras se les van sin pensar, porque no las cavilan en el corazón sino en los dientes, me embobo escuchándoles el polverío que arman con la conversación. Yo hablo más despacio que nadie, porque tengo el hablar más pastueño y, en cuanto tomo el seguido, me da como vergüenza, no lo puedo remediar. Aquella vez, si yo llego a tener un buen momento, muchas cosas habría podido decirle a la Encarna.

Ahora que lo estoy apuntando aquí me parece muy fácil lo que entonces no me salía. Podía haberle dicho que ella era toda mi vida, que la quería allí aunque fuera para pelear con ella, que no se me fuera entonces ni nunca, ni siquiera también ponerse en contra mía como don Senén, don Gumersindo, los Aldavaca, los civiles, el juez y toda la gente floja.

Estando allí los dos, vino Pencho y se apoyó en el paredón de la lobera.

—¡Vaya! Ahora la despedida —dice.

La Encarna se trasconejó y dijo que ya se iba.

—Aguarda un poco, mujer, ¿no has venido a decir adiós? Yo también vengo a lo mismo y, a lo mejor, padre también tiene cara para venir, no te vayas tú a figurar.

La Encarna se puso muy colorada, queriendo comerse a Pencho con los ojos.

—¿No te lo ha contado la Encarna? —me dijo.

—¿Lo qué?

—Lo que pasó anoche ¿no te lo contó?

La Encarna, da la rabotada y toma para abajo aguantándose las faldas y como lloriqueando, mientras Pencho se queda allí.

—¿Qué es lo que pasa? ¿Por qué se va así? —le pregunté yo.

—Ya te enterarás.

—¿Cosa mía?

—¡Y tan tuya, ya lo verás! Como padre quedó mal con don Senén porque le convenía arrimarse a don Gumersindo, anoche lo vio en el pueblo y ya te enterarás de lo que dijo.

—¿Qué le dijo?

—Yo no lo sé, que te lo diga él. Entre él y don Senén van a hacer una buena cosa contigo.

Entonces me fui donde Pablo que al verme se quedó soliviantado.

—¿Qué es lo que pasó contigo y con don Senén?

Antes de que Pablo pudiera decir algo, apareció Pencho, por detrás del pozo y dijo:

—Eso, que te lo cuente.

Pablo se fue para él y le dio una, que si no lo trinco de los brazos lo desgracia.

Salieron la madre y la abuela y se echaron sobre Pencho que hacía como el que se está muriendo. Pablo daba voces y me miraba con los ojos muy brillantes y la boca más grande que nunca:

—¡Vaya mierda de despedida que te vamos a hacer! ¡Valiente tunantería hay en esta casa! ¡Yo te lo diré, Juan, yo te lo diré para que nadie te lo diga, porque lo más malo de todo es que tienen razón, toda la razón, hijos de la gran…!

—Ahora échale la culpa al vino —le cortó Pencho, olvidándose de que estaba como muerto—. Echale la culpa al vino, échale la culpa a lo bueno que tú eres y lo bien que te liaron, anda.

Pablo se puso como si le hubieran echado un toro de casta dentro del cuarto. Me dice:

—Por la Encarna y la Francisca te juro que…

—¡Todo mentira! —le corta Pencho.

Entonces, la Encarna se vino para mí y, medio abrazándome, medio dándome empujones, me dijo:

—Vete, Juan, vete, hazlo por mí.

Pablo gritaba, las viejas también y yo me fui de allí sin saber qué era lo que pasaba y lo que no pasaba. Así fue la despedida.

Cuando se fueron en la camioneta verde de la Zarza, bajó el Aguilera a quemar el chozo y yo le dije:

—Ni se te ocurra. Pablo se fue que es lo que quería don Senén: las aneas a nadie hacen daño.

Aquella misma noche tuve una sorpresa porque Pencho volvió y me dijo:

—Yo no voy con padre ni a la esquina.

—Pero ¿te has echado abajo de la camioneta?

—Estoy harto y además ¿qué iba a hacer yo allí?

—Lo mismo que aquí.

—¿También tú te vas a poner contra mía? No te apures que ya me buscaré algo, aunque sea de chivato, que eso da mucho: ya has visto lo que ha pasado con padre.

—Y ¿qué es lo que ha pasado?

—¡Y lo preguntas tú! ¡No eres tú tranquilo ni nada! Como te quedas quieto, te ordeñan, aunque te eches la mula a la espalda.

—¿Por qué dices eso?

—Porque padre, por darle gusto a don Senén, le contó que tú y él planchasteis todos sus cotos y encima, dice que te quiere más que a todos los de casa juntos. ¡Si no te llega a querer!

—¿Eso le dijo?

—Eso y también que fuiste tú quien le metió fuego a la Casa del Fraile, sólo que como el Balbino cobró el seguro y sólo perjudicaste a don Cosme, por ese lado nada te van a hacer.

—¿Y por qué le dijo eso?

—Por la babosería del vino y porque él se pensaba que el otro se iba a reír mucho, como si fuera una gracia. Se pensó: yo me voy ya, ahí queda eso. Usted me saca de la cañada y ahí le queda a usted ese hueso.

Me dejó sin habla porque no me lo podía creer.

—Por la noche llega a casa, se abraza a la Encarna y dice: pasó esto y esto, yo soy un hijo de tal y de cual y a Juan me lo he cargado. Llora, se pelea con la abuela y con madre culpándolas de que por ellas él se tenía que ir de guarda y la Encarna a servir. Le digo yo: si estás borracho no quieras pagarlo con la abuela y con nosotros. A Juan lo fastidian, dice. Juan sabe defenderse solo, dice la Encarna, Juan es muy bueno, dice. La abuela, por tirarle a padre se mete contigo, la Encarna le mete las manos por la cara a la abuela y madre le pegó. Entonces padre le pega a madre. Todo por el vino. A lo último todos estaban llorando y yo me fui a dormir a lo de Miguel.

—¿Por qué me cuentas eso a mí?

—Porque tú eres el único que ha tenido detalles conmigo.

—Tu padre, ¿no?

—¿El? Si no fuera por la abuela, estaba yo más que muerto. Pero como te digo, dormí en lo de Miguel y cuando vuelvo por la mañana, me dice: ¿Fuiste a charlar con Juan, no? Le digo: dormí en lo de Miguel. Dice él: ¿Lo charlaste con Miguel? Mucho miedo tienes, le digo. Me vuelve a pegar y me tiró dos patadas a la espalda que todavía tengo la señal. Cuando se me pasó el dolor me vine a buscar la Encarna.

Pablo con el vino se ponía de una forma que daba miedo y me dio pena no haber dicho que no se apurara por aquello, que don Senén era un cucarachón y a mí no me daba miedo de nada que viniera de él.

A los pocos días de irse Pablo, vino el jefe de línea, el teniente, y le dijo al cabo de los civiles:

—Que Lobón se presente en el cuartelillo tres veces al día, por la mañanita, al medio día y al lubricán. Que se esté haciendo eso hasta que yo lo diga.

El cabo me mandó llamar y me dio esa razón.

—Pero ¿tengo que venir yo tres veces a firmar en el papel? ¿Y si vengo por la mañana y echo las tres firmas al tiempo?

—No, si la cosa es fastidiarte.

—¡Pues vaya unas ideas que tiene la gente!

El guardia Cuenca le dijo a Pepe, mi hermano, que el que metió la pata fue el juez, pinchado por don Senén, y aquello sí que tenía sentido.

Cuando ya había subido siete veces, y estaba más que harto, le dije al cabo:

—Bueno, yo subo porque usted me lo manda, pero yo no soy conforme con que no me digan por qué tengo que subir.

—Anda, vete, vete, donde yo ni te vea, que sólo con lo que suena tu nombre, por bien o por mal, había para meter en la cárcel a un regimiento.

—Pero ¿qué he hecho yo ahora?

—Ahora y siempre. ¿Es que no leíste lo que pusieron en el diario hablando de ti? ¿No es bastante con eso?

—Para meter preso a don Senén y al que escribió eso, pero no a mí que yo ¿qué culpa tenía?

Me fui de allí pensando que el cabo no tenía ni infundio de por qué tenía yo que presentarme todos los días tres veces. Como tuvo aquella conversación conmigo, el juez de paz me mandó llamar.

—A usted, como siga por el camino que va, lo mando donde el juez de los vagos y maleantes. Si usted abusa del personal y anda por ahí metiendo miedo a la gente, encima de que usted caza de furtivo, yo lo encierro para los restos.

—A usted le ha venido con cuentos don Senén, que por eso le hace usted caso porque es del oficio.

¡Cómo se puso! Llamó a don Fermín, el alguacil y dijo que me pusieran multa por lo que le había dicho. Encima de todo, quería sacarme los cuartos. A lo último sólo pagué cincuenta pesetas y me fui de allí contento de haberle dicho la verdad en su boca. Los diez duros se los gastaría en vino, que también le gustaba al juez sentarse en el bar con los viejos a darle a la botella. Así gana la gente los cuartos por ahí, y luego dicen de uno.

Con la agonía de subir a firmar al pueblo, no podía irme muy retirado, ni soñar con dormir en lo mío, porque sólo el viaje de la mañana me quitaba las horas buenas del pajareo y el conejeo. Por eso le dije a mi hermano:

—¿Te importaría que durmiera aquí, en el güichi?

—¡Claro, hombre! Vente ya.

La Carmen y el Pepe se portaron conmigo divinamente: me daban de comer, me ponían un colchón en el güichi con sábanas blancas, me lavaban la ropa y ni me mentaban para nada el gasto que hacía.

Por la mañanita me bajaba a las Hazas de Suerte a recoger los lazos y trampas que ponía por la noche y a las ocho ya estaba yo en el cuartelillo a poner mi nombre en un papel que pusieron allí. Salía y tomaba el seguido para el Molino, andando los pájaros y con los perros amarrados para que no latieran los conejos. A eso de las diez, diez y media, si no veía personal, cogía una yegua de Daniel y me ponía en el Charco Verde o el Taramillo a conejear hasta que juntaba algo. Volvía al Molino, dejaba la yegua y me subía al pueblo a firmar otra vez.

Las cosas de la vida, que cuanto más apurado estaba y más alicortado me tenían, más fastidio le daba yo a don Senén, porque antes, quitando los mates, nunca cazaba lo suyo; después, pájaro que metía en el capotillo, si no era de las Hazas de Suerte, era del Sarcochal, de Monte Castro o de la Valera.

Por la tarde me llegaba a la Casa de Postas, y el Manolo bien que abusó de mí, porque sabía que estaba acosado y, en lugar de ayudarme, me decía que le sobraban pájaros y conejos y que si yo quería, me daba cuatro cuartos por hacerme el favor. Y no le sobraba nada, que yo lo sabía, pues Pablo ya no estaba y el Goro le vendía los conejos a Tocino.

Menos mal que la única carga que me había quedado era Pencho y que con lo que yo sacaba, poco o mucho, podía pagarle a Miguel la comida que le daba. A Miguel le venía bien tener allí a Pencho, porque cuando repartía el pan, dejaba a la criatura acompañada, por eso tampoco hacía negocio: lo que se comía es lo que yo le pagaba y Pencho comía muy poquísimo.

Yo quería componer el tiempo para que me diera lugar a entrar al vedado, matar algo, taparlo y dejarlo allí para volver y llevarlo a la vereda. Pero era imposible porque con lo de ir a firmar, yo no podía estar al amanecer allá arriba, en la Caldera, y a las ocho en el cuartelillo. Mi interés en esto, era para pagar a Pepe lo bien que se estaba portando conmigo.

Aquellos tres meses no me quitaron la alegría, ni la ilusión y hasta disfrutaba tomándole las vueltas a lo feo, como si fuera una cabra subida encima de una piedra alta. ¿Tú miras para aquí? Yo te entro por allá. ¿Tú por el culo? Yo por la cara.

Me quedé más flaco de tanto ir y venir y de tanto mirar el reloj para que no me atropellara el tiempo. Menos mal que el reloj que me trajo el Faneca del moro, era una prenda y nunca se cansó de andar.

Como en el Sarcochal llegaron a escuchar los tiros, don Senén se fue a ver al juez y me vinieron a decir:

—Del pueblo no te muevas sin decir donde vas.

Entonces Daniel, el ferretero, me daba razones para llevar al Sevillano, uno que tenía él en el Molino, que era viudo con un chiquillo que cuidaba los cerdos. Iba yo al cuartelillo y decía:

—Me voy al Molino.

—¿Qué vas a hacer allí?

—Esto y lo otro.

Me llevaba los perros y una cachaba, y raro era el día que no trincaba dos o tres conejos encamados y que el Juanito no cogía otros tantos a diente.

Me sentía acosado, siempre corriendo, siempre inventando, siempre escondido, que hasta el Pepe tenía que ir a llevarle lo que yo cogía al Manolo, después de cerrar el güichi.

Estando en estas cosas, una tarde, a la hora de la siesta, pasa Tocino con la tartana por el güichi y me dice:

—Al chozo que tenías allá abajo, junto al pozo de la cañada, le metieron fuego esta mañana.

Me fui a la guardia civil.

—Voy a lo mío.

—¿A qué vas tú allí?

—Que me han quemado el chozo el Monjo y el Aguilera y quiero ver qué ha pasado con mis cosas.

—Ni se te ocurra bajar, ¡tengamos la fiesta en paz! Yo mismo iré a ver lo que ha pasado —dijo el cabo.

—Y ¿por qué usted? ¿Era suyo el chozo?

—Descuida que yo lo arreglaré.

—Eso era cosa mía y yo lo iba a arreglar. Otro nuevecito me iban a hacer el Monjo y el Aguilera.

Me dice el cabo:

—Juan, dame palabra de que no se te va a ocurrir bajar allí.

—Yo de eso no le doy palabra.

—Pues te encierro, porque no quiero que me desgracies a nadie y encima salgas tú perdiendo.

Me quedé en el pueblo que tiraba bocados. Las intenciones de un toro tenía yo, pensando que si me encontraba al Monjo y al Aguilera les quemaba las orejas.

Al lubricán, se para delante del güichi la paquetera del mercado, que la usaban a veces los civiles para ir de acá para allá, y se baja el cabo, el Monjo y el Aguilera.

—Que nos muramos ahora mismo si fuimos nosotros —dijo Aguilera.

—Cuando yo vi el humo —dijo el Monjo señalando a su compañero— le dije a éste: Lobón nos va a echar la culpa a nosotros.

—Y si vosotros no fuisteis, ¿quién lo iba a hacer?

—Pues el Balbino o el mismo don Senén que estuvo esta mañana allí.

El cabo escuchaba sin abrir la boca. Dice el Monjo:

—Toda la mañana nos la pasamos recorriendo la linde de Casa Posadas, hasta llegar a Carbonero, y pregúntale al Goro que nos vio desde lo suyo. ¿Nos iba a dar lugar a bajar hasta la cañada? Pregúntale al Goro y él te dirá si es mentira.

Nos tomamos allí unas copas y se me pasó todo el disgusto. Yo estaba tan fresco y hasta contento, pensando que a don Senén le iba a meter un trabucazo que no iba a encontrar la manera de sentarse.

Pero no le di un trabucazo, no. Lo que hice fue, que unos diez días después lo vi pasar por el pueblo camino de Cabrahigo y, sin decirle nada a los civiles, acorté culeando por los cortados que bajan del pueblo para aquella parte, y le taponé la vereda con dos o tres chaparros de los que tenían allí cortados. Como había llegado a la casa, tuvo que salir y salió, claro. Llega con el auto, ve los árboles, se baja del auto, vuelve a subir y trata de dar la vuelta. Yo no contaba con que diera la vuelta y me quedé chingado. Pero metió las ruedas de atrás en el barro, y cuantas más vueltas daban, más se hundían. Veía yo a don Senén allí dentro, haciendo morisquetas con la boca, hasta que se bajó y tomó para el cortijo.

Entonces yo me salí y con cuatro papeles de diario y un montón de leña, le hice una hoguera debajo del motor que daba gloria verla. Al rato de estar aquello ardiendo, pegó un crujido que hasta me asusté porque se prendió la gasolina y a poco no arde todo el chaparral.

Era un auto viejo, pero que daba gloria verlo.

Un día me dice el cabo:

—Don Gumersindo ha pedido que te deje libre de subir a firmar esta semana, porque quiere que vayas con el Felipe a la Peña a no sé qué.

Era un cuento del Clemente que me dijo:

—El amo no está, ni el amo ha pedido nada, que he sido yo. Tú dijiste una vez que había que meterle fuego a la Laguneta, en la parte de los apretados.

—Padre lo decía, pero yo que metí un cerillazo en lo que tiene don José Manuel, en Badajoz, ¡no quiero acordarme!

—El amo me dijo que te preguntara.

En esto eché un rato nada más y me quedaban seis días por delante. Me dije que iba a ir por un cochino, para que el Pepe hiciera embutido y aquella fue la cacería más corta que hice en toda mi vida, porque me bajo al Molino para entrar en la Zarza por el río y en el mismo río maté un macho que daba gloria verlo. Todavía no era de día y cogí la yegua, me volví al pueblo por la vereda, atravesé la plaza, salí a la carretera y allí se lo dejé al Pepe.

—¿Te has vuelto? ¿Pasó algo?

—Que ya está hecha la cacería.

—¡No!

Estaba el Pepe viendo el cochino y no se lo podía creer porque se acababa de levantar de dormir y decía que me había escuchado salir hacía sólo un rato. Más de dos horas hacía, pero para él que era sólo un rato.

A los tres o cuatro días, bajando yo a la lobera, me topo con don Senén, que subía en taxi por la cuesta. Le miré muy descarado para que él se enterara que yo sabía que andaba sin auto. Al día siguiente, estaba él con el Balbino yendo hacia las Tenadas, y yo que había ido al ventorrillo de Miguel, me salgo fuera para que me vea, y le digo a voces a Miguel:

—¡Escucha, Miguel! ¿No es don Senén aquel pelusito que va por la cañada?

Miguel que no lo había visto dice:

—Si mete las patas para dentro, don Senén será.

Como el viento llevaba las voces, don Senén se para y nosotros seguimos hablando como si nada. Miguel en el horno y yo detrás de la tuna.

—Sí que tiene unas hechuras dificultosas —digo yo.

—Las patas como las gallinas —dice Miguel.

—¡No te oigo! —le digo yo, que ya me estaba entrando la risa.

—¡Que tiene las patas como las gallinas! —dice Miguel todavía más fuerte.

Se paran allí el Balbino y el don Senén, y yo venga a tirar de la lengua a Miguel.

—Pues le han quemado el auto.

—¡Las orejas tenían que haberle quemado, que hay que ver la que le hizo al pobre don Cosme!

No pasó nada más, pero cuando hacía siete días y volví yo a presentarme al cuartelillo, me dice el cabo:

—Tú no tienes que venir más.

Me puse más contento que nadie.

—Andate con ojo —me dice—, que no te han soltado por mérito que tú tengas, sino porque don Senén vino a decir no sé qué al teniente, y el teniente le paró los pies y le dijo: mire usted, si ustedes no se ponen de acuerdo con Lobón, yo no voy a estar haciendo con Lobón lo que a ustedes les convenga, ya se lo dije al juez: primero que suba a firmar, luego vienen con que lo deje una semana, usted viene a decir, ¿qué? Por eso te soltamos, no por otra cosa.

Hubo sus más y sus menos con este asunto porque el que más manda es el juez, pero el teniente es el teniente y no hay quien le mande lo que él no quiere. Por eso aunque el que más manda es el juez, manda menos que el teniente, que es el que tiene los mosquetones y el que manda dar las guantadas.

Así volví a la lobera, solté los perros y me englorié con mi colchón, con el pozo de la cañada y el cacho de cielo tan hermoso que recortaba la sierra y los fresnos. Antes del lubricán estuve allí como embobado, viendo el ir y venir de las torcaces de los Barrancos al arroyo de Chotacabras, el recogerse de los espurgabueyes que se enganchaban por bandos en el eucaliptal hasta ponerlo blanco. Pero el campo estaba fatal.

Cuando la piedra rueda para abajo y no hay blandura en el suelo, rueda hasta lo último. El campo lo secaron entre todos, porque nadie quería a nadie y nadie quería el campo. El trigo nada valía y el pan valía un disparate, no había jornales y de todas las casas tenían que salir a buscar el conejillo, no para venderlo, para tener algo que echar al guiso.

Hasta el Quemado vino a pedirme que le guardara un cachorro de la Rabona, porque todo el mundo quería buscar lo que fuera, donde lo hubiera. Además de los aficionados, salió al campo una piara de escopetas de cargar por la boca, unos trabucos de pedernal que ni los dueños sabían de dónde los habían sacado. A uno se le iba un tiro y mataba una becerra, al otro le reventaba el cañón en las manos. Aquello era un caso.

La humedad de la tierra se la llevó el levante y dijo Dios que no llovía más hasta que todos nos enmendáramos. Se secaron los pozos y los cochinos empezaron a morirse a chorro y a las vacas les entró la pezuña.

Los inspectores llegaban a un cortijo y decían:

—A ver, que traigan aquí todos los cochinos.

Cuando estaban todos juntos, enganchaban uno y le quitaban un cacho de carne o lo sangraban. Cogían la carne y la sangre y la llevaban donde el veterinario para que la oliera. Si tenía peste, quemaban toda la piara, y si no olía mal la dejaban.

Al que tenía cuartos y untaba, no tenía dificultad: sus cochinos estaban buenos. Don Gumersindo mandó a Madrid más de tres mil cochinos y esto lo sé yo porque Martina fue la que mandó más de diez camiones llenos de esos cochinos, camiones de los militares. Yo no digo que tuvieran peste, pero sí digo que en el Regalito mataron hasta el último porque decían que la tenían, y los de la montera de la Zarza, que a veces se juntaban con los del Regalito, dio casualidad que estaban todos buenos.

Se barruntaba en el aire que algo malo tenía que pasar, porque la misma tierra, en lo que es de hoja, de pelo y de pluma, andaba con las bilis por la sangre.

El Goro me lo decía:

—El monte está aburrido y ¡veremos a ver!

Era verdad que estaba aburrido y, cuando cayó aquella maldición tan malísima, a ninguno de nosotros nos cogió de sorpresa. Tenía que pasar algo así.

Lo que empezó por los cochinos y las vacas, siguió por los conejos, y te los encontrabas con los culillos salidos y los ojos como picotas llenas de pus.

Fue el aburrimiento de la tierra, lo mismo que cuando se ha hecho una injusticia cae un rayo y mata un pastor.

Nosotros no teníamos culpa, porque nosotros éramos campo; la culpa era de los que cagaban el trigo dejándoselo a los pájaros de comedero, la culpa era de los inventos de la electricidad y del deporte, que tomaban el campo como diversión, de tanto auto y tanta moto echando humo.

Pero el rayo nos cayó a nosotros, a los pobres, a los cazadores, porque no fue a la perdiz, ni a la madre que la parió, a quien le entró la enfermedad, sino al conejo.

Se morían a chorro y el que no se moría estaba pringado que hasta repugnancia daba verlo. Salía uno con los perros y todos parecían pachones, pues no escuchabas un jai. Te encontrabas los gazapos tiesos, secos como un palo, que sólo tenían ojos para mirarse la muerte.

Así, desde la linde del vedado a la laguna, no quedó más pelo que el de las liebres, que iban siendo cada vez menos porque se morían con el sulfato que echaban en los algodonales del Taramillo, Charco Verde y toda aquella parte.

Con estas cosas, los cazadores, tuvimos que dedicarnos a la pluma y los sisones y pájaros de agua que tenían mala salida y los pájaros buscaban el abrigo de los cotos donde nadie les pegaba. Así empezamos a tirar la tórtola y las palomas y a enredar las codornices con la red con reclamo de pito.

Don Senén dijo:

—Ahora la gente de las uñas sucias va a querer también llevarse los pájaros perdices y nos van a fastidiar. Con esto de no haber conejo vamos a tener que gastar más cuartos en guardería.

Fue la primera verdad que escuché de su boca y la primera vez también, que escuché que don Senén decía, a la gente como nosotros, los de las uñas sucias. Como tenía sentido, no me pareció mal.

En los baldíos veías los buscahuevos desnudando nidos de perdiz para vestir cotos. Les pagaban dos pesetas por huevo y los metían al calor para sacar los pollos o se los echaban a las gallinas americanas para que los sacaran.

Ya no tenía sentido dar un mate en ninguna parte. No quedaba nada por defender. Nos habían quemado el campo y, como las ratas, sólo nos quedaba comer de lo guardado.

Yo no sé el tiempo que pasó desde que Pablo se fue hasta que la Encarna me escribió por primera vez. Sí me acuerdo que guardé esa carta y la leí tantas veces que me la sabía de memoria. Me hablaba de Pencho y me hablaba de ella y de mí.

Las cosas se olvidan y no se acuerda uno de todo y, de las cosas que uno se acuerda, son tan tontas que ni vale la pena de hablar de ellas. Pencho, que era mayor que yo, bastante, como un hermano me trataba y puedo decir que los únicos berrinches que tomé con él fue a cuenta de que no comía nada. Miguel se encontraba acompañado y se reía mucho con él, porque su gracia estaba en la mala leche que ponía al charlar de uno o de otro. Si salía mi hermano Pepe, ya estaba diciendo que cómo presumía tanto; un día que la Carmen se puso a vomitar delante de la gente y no echaba más que garbanzos, le decía:

—Hija, hija, vomita; vomita también la carne, que cualquiera se va a pensar que en casa sólo comemos garbanzos.

A mí, cuando me estaba lavando y me veía la cicatriz del pecho, ya estaba con que lo que yo tenía en las costillas era un chocho. A todo le encontraba un parecido y cuando decía algo malo de alguien, uno se reía, pero después salía que era verdad.

Nunca agradecía nada, pero si era conforme con uno, tenía un agrado que yo no sé decir dónde lo guardaba, y si no era conforme, yo al menos me apuraba y hacía por buscarle la gracia.

Más cuartos que yo le he dado a Pencho, sólo le di a Miguel, cuando la Sinta estuvo ocho meses mala. Pero de darle a Pencho nunca me arrepentí y de darle a Miguel sí, no por el dinero, sino porque una vez que tuve que arrimarle dos mil pesetas para ir a Málaga, donde un médico de tontos, armó una de agradecer y agradecer, que hasta vinieron los civiles a preguntarme otra vez que de dónde sacaba los cuartos.

Aquella vez no podía yo dar razón ninguna y, como llegó a oídos de don Gumersindo, dijo:

—Esos son los Aldavaca que le están pagando para que me lastime las reses y los jabatos.

Don Senén, que lo supo, dijo:

—Don Gumersindo que tenga mucho cuidado con lo que habla, porque a la próxima va a ir preso por levantar calumnias.

Hicieron un registro en todos los ventorrillos y casas de comida, venga a apretarles a los dueños. Les decían:

—¿Usted le compra venado o cochino a Lobón? Pues como nos enteremos va usted preso y le cerramos el negocio.

Le decía yo a Miguel:

—También tú te podías haber callado la boca, que mira lo que me está pasando con tus agradecimientos.

Un día viene Rico y me dice:

—El amo dice que subas.

—Dile que no, que la última vez que estuve allí me tiró una cachetada.

Dice:

—Quiere que vayas con él de viaje.

—¿Qué es lo que quiere ahora? ¿Llevarme con él a Badajoz para dejarme allí?

Rico se volvió solo y al rato aparece don Gumersindo en el coche grande, se baja en la misma cañada y sube a la lobera.

—Tú, Juan, necesito que te vengas conmigo.

—Yo con usted no voy ni a la esquina.

—Te digo que necesito que vengas. Me han invitado a unas cacerías y te necesito a ti y a tus perros. Si no quieres venir, tú te lo pierdes.

—¿Y no me va a dejar usted por medio del camino?

—Venga, coge tus cosas y vámonos.

Como no dijo que iba a pagarme, yo me pensé que era verdad lo que decía y tragué.

Salimos aquella misma noche y aquella misma noche llegamos a un sitio que le dicen Andújar. Allí cenamos en un bar que hace esquina. Yo iba al lado de Paco, el de la Médica, que iba guiando, don Gumersindo detrás, pero nos venía mareando de los pedos que tiraba y teníamos que abrir las ventanillas con disimulo. Don Gumersindo, como el perro de don Fermín, debía tener flatulencias, porque se le iba el aire por arriba y por abajo, venga de eruptar y venga de desgraciarse en nosotros todo el tiempo.

Pasamos cuarenta y dos días de acá para allá. Estuvimos en todos sitios: en Andújar, en Cuenca, en Burgos, por la parte de Santander, en Toledo y en una parte muy lejísimos que le dicen la Sagra, donde no hubo cacería ni nada a la cuenta de las almorranas de don Gumersindo.

Los perros los llevábamos en un carrito que venía detrás del coche y los animales tenían aquello lleno de vomitaduras porque les sentaba malamente el traqueteo.

Don Gumersindo pagaba todo, me convidaba a lo que quería, pero me trataba como al perro y no me dirigía la palabra si no era para soltarme un par de coces.

—Tú, ve por una cerveza y un vaso, pero lávate las manos antes de tocarla, que te pasas el día con la mano en la bragueta —decía.

Paco, el chófer, tampoco me hablaba cuando estaba don Gumersindo, porque si abría la boca, ya estaba preguntando:

—¿Qué es lo que estáis diciendo? ¿Y por qué?

Si llegábamos a un sitio, él se iba al hotel y a nosotros dos nos mandaba a una fonda y le decía a Paco:

—Me respondes de que Lobón se lava, que luego nos viene apestando todo el viaje.

Yo me quedaba acharado porque no era verdad, él sí que apestaba con tanto tirar pedo y con tanto vino como tragaba, que le daba mal aliento. Y si no bebía era peor, porque tenía las muelas fastidiadas y le olía el bajío a muerto.

Yo estaba limpio y mudado y sabía el fato que podía echar viendo lo que me duraba el jabón.

En este particular mi gente siempre fue muy especial y, en aquel viaje, yo me afeitaba a diario y hasta me echaba colonia, que me gasté cinco duros en comprar un frasco para taparle la boca a don Gumersindo. Pero entonces me decía:

—Hueles como las putas.

Decía eso porque la cosa era fastidiar.

Como don Gumersindo no puede haber otro, y no lo digo porque sea malo o bueno. Una vez, estábamos solos en un aguardo escuchando muchísimos tiros, pero sin ver ni un solo venado de tantísimos como decían que había allí. Nos había entrado el aburrimiento a los dos y me suelta:

—¿Por qué te tiene tanto miedo el abogado?

—¿Qué abogado?

—El cabestro ése de don Senén.

—¿Miedo? ¡Dice usted unas cosas!

—Te tiene miedo porque no es como nosotros, que es de Madrid.

Como no tenía sentido me encogí de hombros, y entonces va y me dice:

—Si yo ahora te pego un tiro y digo que fue un accidente, se acaba Juan Lobón.

Me apuntaba con el rifle que no lo tenía montado. Entonces yo le contesté:

—Quite usted el rifle de ahí, porque si yo lo echo a rodar por esos riscos y digo que fue un accidente, se acaba don Gumersindo.

Le entró una risa muy grandísima y, a lo último, me dice, no sé si con estas mismas palabras:

—¡No digo yo! Como que muchas veces pienso que mi abuela o mi madre tuvieron algo que ver con tu abuelo o con tu padre. O al revés, aunque mi pobre padre llevaba la bragueta cosida.

Se reía mucho y a mí me pareció muy feo que dijera aquello, pero él siguió soltando disparates.

—¡No me extrañaría nada! La abuela bien que se enceló cuando tu padre se casó, que todavía me acuerdo. ¡No era nadie la abuela, los tenía como un toro!

—Ni de broma debía usted decir esas cosas —le dije.

—¿Y por qué no? Yo soy un caballo de sangre y tú te pareces a mí cruzado en borrico: tú eres un mulo, eso, un mulo de casta.

—Su señora abuela, que en gloria esté, sería todo lo lianta que usted quiera, pero era una mujer decente —le dije en su boca.

—¡Habrá burro! ¡Pues no se ha hecho ilusiones! No, tú, ahora que lo pienso bien, tienes cara de presidiario. Te sentaría bien el pijama a rayas. Lo que te quería decir es que nuestra tierra, aunque tú seas una basura, te ha dado un poco de lo que a mí me sobra: casta.

Conmigo siempre estuvo así de antipático, a pesar de que quiso que después de aquella batida nos quedáramos allí para cazar de furtivos. No nos quedamos porque del vino se le hincharon las almorranas, pero hasta estuve yo componiendo el campo y tomando norte de lo que charlaban los ojeadores. El, iba allí invitado y, a pesar de todo, tenía ganas de llevarse un venado por las bravas. Me decía:

—Aquí, con veinte guardas, es donde debe dar gusto cachondearse del mundo. No me quiero morir sin probar a lo que sabe matarle un venado a esta gente. Si lo matamos lo voy a disecar y ponerlo en la entrada de la Zarza.

Se quedó con el capricho, porque le entraron almorranas y unos dolores que no se podía tener.

Volvimos tres días antes del de mi cumpleaños y pasé las navidades más tristes de mi vida. Don Gumersindo me dijo:

—¿Quieres que te pague o tienes cuartos?

—Yo tengo.

—¿De dónde los sacas?

—Se los robo a usted de la cartera.

—¿Te los dan los Aldavaca?

—Yo con esa gente no voy ni a la esquina.

—¿Conmigo sí?

—Usted es otra cosa.

—¿Mejor?

—Otra cosa, usted es como su abuela, pero con menos vergüenza.

—A ti te voy a dar yo otra cachetada.

No me la dio, sino que me dio cinco mil pesetas y Manuel, el de la Médica, que estaba allí delante, no se lo podía creer.

Cuando lo dejé, me dice:

—¡Mira que lo que le has dicho al amo!

En casa del Pepe tenía dos cartas de la Encarna y yo a ella no le había escrito todavía contestándole la primera que me escribió.

Yo había querido reunir al Goro, a Miguel y la Sinta, Pencho, y a Rico y el Pepe con sus mujeres, para comernos un pavo grande y festejar las fiestas.

Iba a pagarlo yo todo, pero a la mañana siguiente corrió que Nicolás se había cortado una mano con la sierra y que estaba malísimo. La mujer de Nicolás se había portado muy bien conmigo cuando era chico y por eso le dije al Pepe:

—Mira, tú ve haciendo los preparativos que yo voy al Pegujal, a casa de Nicolás, por si hay que echar una mano.

Cuando llegué, Nicolás se había muerto y estaba muy tieso, tapado con una sábana y tenía su velatorio, con capuchinas encendidas y gente llorando.

Estuve allí hasta la hora de comer y, cuando volví al pueblo, no tenía ganas de nada. Así pasé el día muy intranquilo, hasta que por la noche, le dije al Pepe:

—Me vuelvo al Pegujal, la pobre viuda está como traspuesta.

Allí, igual que por la mañana, estaban todos venga a llorar y los crios allí encima, viendo al pobre muerto. La gente venga a contar lo que pasó y lo que no pasó y a mí me estaban entrando ganas de llorar, no sé por qué, porque yo a Nicolás lo apreciaba, pero no era como el Goro o como Pablo. Las cinco mil pesetas que me dio don Gumersindo se las di a la viuda, para que tuviera para pasar el apretón, y allí estuvo llorando y abrazada a mí, la pobre.

Al otro día fue el entierro y allá subió don Gumersindo y toda la Zarza, que parecía la procesión. Al salir del cementerio, me llama el cabo de los civiles:

—Juan, ¡por el amor de Dios! ¿Te ha tocado la lotería? Todo el pueblo está diciendo que le has dado cuartos a la viuda. Es una buena obra, lo es, ¿pero de dónde sacas tú esas cantidades?

—Don Gumersindo me las dio.

Se quedó cortado y sacudió la cabeza.

—Bueno, mira, te las dio don Gumersindo, pero tú tienes que vivir y si has dado eso es porque te queda, por lo menos, otro tanto.

—¡Ojalá! Que ni para pagar lo que debo al Pepe del convite me queda un chavo.

Al cabo le había ido con el cuento el Molino, que él mismo me lo dijo:

—No vas trajeado tú como para soltar tanto cuarto, por eso se lo dije al cabo.

Don Celestino me regaló un pastel grande, de los que le regalaban a él y yo le mandé una docena de pájaros perdices y una avutarda que maté en Carbonero. La avutarda la mandó él a los chiquillos de la escuela de Almafuente y yo pensé, que por sí o por no, las avutardas que yo mataba terminaban todas por ir a la escuela.

El día después de Reyes, cuando todavía don Gumersindo y yo estábamos tan amigos, se armó el alboroto.

Todo empezó porque el Rafael oyó un tiro en la Montanera y apretó para la fábrica de sillas y se llevó, a todo correr, hombres y mujeres para rodear los visos. Empezó a tocar el pito y allí se presentaron todos los guardas. El cazador no podía haber tenido lugar para salir de la montanera, y hasta dio lugar a que llegara la pareja de a caballo. Encontraron una venada de las de recría muy mal herida, con un tiro de rifle que le cosió el pecho de parte a parte. La remataron, pero allí no apareció el cazador.

Don Gumersindo se acababa de marchar a Sevilla y el Clemente lo llamó para decirle lo que había pasado. Al otro día vuelve a la Zarza tirando bocados, reúne a los cinco guardas y les dice:

—Eso fue Lobón.

—No, señor —le dice el Rafael—. El Lobón estaba en el pueblo a la hora que yo escuché el tiro, ya he andado yo los pasos y los civiles me lo dijeron.

Don Gumersindo no le dejó seguir:

—¡Cuando yo digo que fue Lobón, es porque fue Lobón! ¡No me importa nada de lo que digan los civiles!

—-Pero ¿cómo puede ser, don Gumersindo? ¿Va a montarse Lobón en aeroplano?

¡Para qué dijo aquello! Al amo le entró el ataque y puso al Rafael vestido de limpio.

—¡En mi propia casa tengo el cuartelillo! ¡En mi propia casa! ¡Partida de estúpidos! Se habrá subido en un caballo, en el coche de línea, se habrá colgado de la camioneta de la casa, pero eso ha sido él, él y nadie más. Y cuando plomeó al Beltrán y al Meleto, ¿no estaba al rato en el pueblo? ¿Es qué aquí también van a mojar sopas los civiles?

Después la tomó con el Amalio y el Felipe y les llamó viejos, como si ellos tuvieran culpa de serlo.

—¡Cinco guardas tengo para que el Lobón solo se cachondee de los cinco! —decía.

Cuando se le pasó el ataque, el Rafael dijo que si estaba tan seguro de que había sido yo, que subiera donde el juez a denunciarme. Y él dijo que con tanto tío en su casa, era una vergüenza tener que estar como el chivato una vez y otra vez.

—Eso no se arregla conque lo tengan encerrado tres días. Si hubiera hombres en esta casa, se le acababan a Lobón las ganas de entrar aquí. Esto se arreglaba rompiéndole la cabeza a ese gandano.

Yo no estaba allí para escuchar nada de esto, y si lo cuento es porque, después que pasó todo el lío, me enteré como se enteró todo dios. Lo que yo pongo que dijo uno y otro, apuntado está donde el juez y yo lo leí después un montón de veces, por eso lo pongo.

Total, que cuando se fue don Gumersindo, el Rafael dijo:

—Puede que el amo tenga su razón, porque ese Juan es un caso.

—No me extrañaría nada —dijo Molino—, porque yo estaba en los Barrancos y mi caballo lo dejé atado y después lo encontré casi en la montanera. Vete a saber, si el tío no se fue en él a la carretera y lo soltó.

—Eso no puede ser —dijo Rico—, si él hubiera hecho eso, el caballo habría tomado para el cortijo.

—Pues a mí, ahora que lo pienso, me parece que eso es lo que pasó. ¿Y si vamos entre todos y le damos una buena soba? ¿No es lo que quiere el amo?

—No digas más tonteras. Si tú te arrimas al Lobón, te quita la cara soplando.

—El amo tiene razón —dijo Molino—, lo que aquí falta es lo que yo me sé.

—Tú eres Pulmones. ¡Será tonto! ¿Vas a ir a pegarle tú? Anda, ve —dijo Rico.

Rafael cortó la conversación y dijo:

—A pegarle no, pero hay que ir allí a ver si hablando con él se le saca algo.

—Yo voy con usted —dijo Molino.

Total, que al lubricán, el Rafael y el Molino salieron para lo mío en los caballos.

Ya he dicho que todo esto lo supe después por lo que tuvieron que declarar unos y otros.

El Rafael y el Molino, llegaron a lo mío ya de noche, arrendaron los caballos en los fresnos y, cuando subieron por las morillas, la Rabona empezó a ladrarles y yo me desperté.

Aunque estaba oscuro, yo vi el bulto de dos hombres y los perros que alborotaban desde arriba.

Me acuerdo yo, no porque lo hayan contado otros, que al verlos me pensé que eran el Monjo y el Aguilera y traté de calmar a los perros, pero al abrir la boca, el Peluso empezó a ladrar y luego a chillar, como si le hubieran pegado, y yo me solivianté. Tuve tiempo de ver que uno de aquellos hombres, le tiraba un viaje a la Rabona con la cachava y que el animalito se quedaba allí mismo cuajado. De más no me acuerdo.

Lo que pasó, por lo que dijeron, fue que el Molino, al verse en medio de tanto perro, se asustó y se lió a cachavazos con ellos y, al verme dando voces, como se pensó que iba a hacerlo cachos perdió los nervios. Eso es lo que dijeron.

Después de sacudirle a la Rabona, que le cascó la cabeza como si fuera una nuez, me sacudió a mí un viaje a la nuca que me dejó traspuesto. Al verme en el suelo, por miedo de que me levantara, se hinchó conmigo y, si el Rafael no lo aguanta, me parte en dos cachos.

Cuando el Rafael me vio dando ronquidos, como los sapos, se me echó encima muy asustadísimo, diciendo:

—¡Virgen Santa, Virgen Santa!

Dijeron que mientras el Rafael me atendía, el Molino se aguantaba allí, trincado a la cachava, para sacudirme si me levantaba.

Dos años después yo vi la cachava donde el juez. No hacía falta ser Pulmones para matar con ella una vaca. Era una garrota blanca, con una pella en la punta que daba gloria verla.

El Rafael se portó por lo humanitario y obligó al Molino a que soltara el garrote y, entre los dos, me bajaron y me echaron encima de un caballo. El Rafael fue rezando en alta voz todo el tiempo y el Molino no le contestaba porque no sabía hacerlo, ni le importaba lo que había hecho.

Menos mal que la Virgen Santísima veló por mí porque al llegar al emboque de la cañada, dio casualidad que el auto de don Gumersindo bajaba del pueblo para la Zarza, nos vio y paró a preguntar lo que había pasado.

Si no pasa don Gumersindo por allí, a estas horas yo estaría más que muerto, porque llevaba rota la cabeza y dos huesos del espinazo aplastados. En el coche yo di cuenta de mi persona, pero se me iba y se me venía la cabeza y no puedo decir lo que pasó y no pasó.

Supe después que don Gumersindo dejó al Paco en la carretera y, borracho como estaba, sin la cartera, me llevó quemando el auto hasta Sevilla, y aquella misma noche, cogió al médico de la nariz y lo llevó a operarme por primera vez. Como conté lo malo, cuento lo bueno, porque eso fue como lo estoy diciendo.

Dieciocho meses y diez días estuve traído y llevado, a todos los médicos que hay en el mundo de Dios: a Sevilla, Madrid, a Sevilla otra vez, a Madrid otra vez. Después de lo que me hicieron el primer día, unos decían que había que volver a operarme y otros decían que no. Yo estaba como un muerto, sin mover brazos ni piernas, haciéndomelo todo encima, venga de inyecciones en el hueso dulce, venga de tenerme enyesado como si fuera por patos a la laguna.

Estando yo en Sevilla, don Gumersindo me llevó a la Encarna y no pudimos decirnos nada. En Madrid, tuve a mi tocayo, el cura hermano de mi capitán, pegado a mi cama todo el tiempo que estuve allí. Venía casi todos los días por la mañana y por la tarde y, cuando no venía, preguntaba por el teléfono si estaba mejor o peor.

Todo el gasto que yo hacía, lo pagaba don Gumersindo de su bolsillo y supe que por mi culpa retrasó su boda un mes, él que la había retrasado más de veinte años por su gusto. Yo no sabía ni que tenía novia, pero la tenía.

Cómo estaría yo de malo, que hasta el juez del pueblo preguntaba todas las semanas por mí, y eso que me había puesto una multa por decirle cuatro verdades.

El Molino fue preso en espera de que yo diera norte de si me moría o seguía viviendo.

Ese año y medio fue como una naranja chiguata: sólo aprendí que todos los médicos eran casi como es don Celestino, preocupándose de ti, hablándote como si fueras familia de ellos, que te decían cosas buenas y te daban una palmada en la cara. Al que no es así no le dejan aprender el oficio. ¡Si todos los oficios fueran lo mismo!

Sin embargo todas las monjas que yo traté eran como la Encama, pues quitando la hermana Teresa, que me contaba historias de lobos, a ninguna le gustaba la cacería.

La hermana Teresa se llamaba Sor. Era de un pueblo que cae cerca de la Sagra, donde yo había estado con don Gumersindo, y lo que decía tenía muchísimo sentido, no como los libros de cacería que me trajo mi tocayo, el cura, que todo lo ponía pintado a lo que habla don Senén. Yo nunca entenderé eso de liar el deporte con la escopeta, ni lo que tendrá que ver la pelota y todas esas tonteras, con darle un trabucazo a un bicho.

La hermana Teresa había vivido lo que contaba y, como gastaba pocas palabras, hasta le entraba a uno el fato a lobo de escucharla. Yo le decía:

—Yo nunca los vi pero, si una vez voy a su pueblo, por mi padre que no le dejo un lobo para reclamo.

—Allí salen muchos cazadores a por ellos y los matan.

—Dígales usted que vayan dos solitos, sin más tropa. Un lobo hoy, dos mañana, otro pasado. Los listos hay que ir a por ellos, uno a uno. ¿Cuánto lobo no mataría un cazador en todo el año si se los pagan?

Cuando me quitaron la hermana Teresa, me pusieron otra que parecía tonta. También le decían Sor, no sé por qué. Decía:

—¿Y no le da pena matar un ciervo que es tan bonito?

—Pena me daría si fuera feo, hermana —le decía yo.

—¡Huy, huy, qué cosas dice este hombre!

Lo de la cabeza me duró muy poco tiempo, pues me había cascado el hueso y sólo hubo que esperar que se me pegara con la sangre seca. Lo malo fue lo del espinazo. Los cachavazos del Molino, al chafar los huesos, aplastaron la enjundia de dentro que es por donde andan los nervios. El mérito del espinazo es que por dentro tiene un agujero y, en ese agujero, es donde yo tenía la maldad que no había quien la sacara, porque por ahí pasa justamente el sentido. Si se toca el sentido, aunque sólo sea con la punta del dedo, uno se muere como si le hubieran dado la puntilla.

Lo que los médicos tuvieron que padecer conmigo, no es para dicho: me operaban, abrían allí, veían el sentido y en seguida tapaban, para no verlo siquiera. Venga a abrir por otro lado y así hasta tres veces.

La última, ya, se cansaron y dijeron:

—Mira: al sentido que le vayan dando, si no lo operamos se muere, o sea que lo que Dios quiera.

Ya lo creo que hicieron bien. Perfectamente hicieron, porque operarme, dejar limpio el agujero del sentido, donde tenía un relío de nervios que no me dejaban mover los brazos ni las piernas, y volver a ser un hombre, todo fue lo mismo.

Pero desde la operación hasta verme de pie, pasé meses haciendo la gimnasia y me subían unos hormigueos en las manos y los pies que hasta me entraba dentera.

Lo pasé fatal, pero como sabía leer me traían novelas, libros de estampas y de cacerías, muy tontísimos, y con un espejo podía ver la yerba de un jardín que había allí y un tío, con bata blanca, que le echaba agua con una goma larga.

Yo lo pasé mal, pero el Molino tuvo que pasarlo peor porque estaba preso, no sabía leer y le decían:

—Si Lobón se muere a ti te retuercen el pescuezo.

Buenas tendría las tripas, deseando que los médicos acertaran conmigo.

Después de la última operación estuve unos meses postrado durmiendo en una tabla con mucho hormigueo y calambre. Todos los días me hacían la gimnasia y me ponían corrientes que eran lo mismo que nada.

En este tiempo vino don Gumersindo a verme con la señora, que era muy estirada, así como las pavas, y dijeron que tenía aún más cuartos que él. Eso tendría, porque otro mérito aparente no saltaba a la vista.

Estuvieron allí conmigo cosa de un minuto. El, me dijo:

—Ya empiezo a estar arrepentido de haberte curado, porque ya estarán los Aldavaca pensando que ellos y don Senén se me van a comer el vedado.

—Esa gente no hace eso que usted dice, porque les falta valor.

—¡Esa gente son todos unos mamones, como tú!

—¡Por Dios, don Gumersindo, dices unas cosas! —le zampó ella.

Eso fue todo lo que dijeron y, para mí, que la señora debía pensar que lo mío tenía contagio pues ni me miró. No sé para qué entraría a verme.

Así pasé los dieciocho meses y los diez días, con los médicos, con las monjas, con los líos de decir la declaración, una vez y otra vez, a uno con bigote, muy feísimo, que llegaba allí a mi cuarto a apuntar lo que yo decía. Yo sólo sabía que habían matado a la perra, pero no sabía quién fue el que me pegó, ni por qué, ni cómo.

Don Gumersindo tuvo mucho lío, mucho soltar cuartos por él y por el Molino, y no anduvo mintiendo, ni disimulando, sino que hizo lo que tenía que hacer: nada de más, ni nada de menos. Dijo:

—Yo dije que había que romperle la cabeza a Lobón, pero yo no mandé que lo hiciera nadie. Me tenía desesperado y esas cosas se dicen así.

Yo lo leí en letra de máquina y debajo ponía su firma, muy bien puesta.

Rafael también dijo la verdad y no tenía nada que ocultar porque se portó por lo humanitario. Rafael me salvó la vida, que no habría tenido necesidad de salvármela si se hubiera quedado en la Zarza.

El que se cagó fue Molino. Dijo que el Rafael también me pegó porque yo me fui para ellos y de poco los mato. Todo mentira. El Rafael le dijo:

—Criminal.

Y él dijo:

—Don Gumersindo me mandó, ¿van a decir que no? Si alguien tiene que ir preso, que vaya el amo.

¡Valiente puerco!

Volví a lo mío el día primero de agosto y, todo el camino, vine pensando que me había quedado sin escopeta y sin perros.

Pero no fue así. La escopeta se la encontró el Monjo y Miguel se enteró y subió a pedírsela para guardármela. El Monjo le dijo:

—Juan la perdió, yo me la encontré. ¿Por qué tengo que dártela? Ahora es mía.

Entonces Miguel se lo dijo a Rico y Rico fue donde el Monjo.

—Me das la escopeta que no es tuya.

—Yo me la encontré.

No se la dio; pero una vez, estaba el Monjo dando de cuerpo, y Pencho, que lo vio, le quitó la escopeta, una canana y un paquete con comida. Después se la llevó Rico a la montanera y se la dio a los Madrileños para que se la llevaran a Vargas y me la dejara como nueva.

Cuando yo volví, Rico tenía los perros y la escopeta.

En la lobera lo único que me encontré fue muchísimos mojones, pues el colchón, los trébedes y los cajones que yo tenía, se los llevaron. Yo no sé quién sería el caprichoso que subiría allí a cagar, ni si no tendría madre donde hacerlo, pues aquello no era camino de ninguna parte y lo que había despachado por todos lados no hablaba de apretones, sino de mala sombra.

Me calculé yo que había sido el Monjo, con su ideíca, calculándose que a la vuelta yo volvería allí.

Yo tenía cobardía de echarme al suelo, pues de dormir en blando se me había hembrado el sueño y hablé de comprar un colchón de lana. Entonces, Miguel me dijo:

—¿Tú sabes lo que le pasó a Martina, asunto de la lana?

Me lo contó. Como pagaban un disparate por la lana, Martina buscaba combinaciones y esquilaba dos ovejas de aquí, dos de allá, hasta que le pegaron fuerte. Entonces, como ella nunca dejaba un negocio, se iba a los pueblos con dos bultos grandísimos a la espalda. Eran dos sábanas cameras llenas de papeles cortados, paja y cosas así, que no pesan. Entraba en la fonda y pedía un cuarto para pasar la noche. Se metía con sus dos bultos, deshacía la cama, cortaba el colchón, lo llenaba con lo que llevaba en las sábanas, y las sábanas las llenaba con lo que salía del colchón. Por la mañanita, después de dormir tan ricamente, hacía su cama muy bien hecha y se iba tan tranquila con unos pocos kilos de lana. ¡Qué habilidad tuvo siempre esa mujer!

A la cuenta de esto estaba presa cuando yo llegué, porque dijeron:

—¿Es una vieja de pelo estirado, más rubia que negra, con voz de tío y hablar muy seguido?: ¡Esa es Martina!

Por eso la trincaron, no por otra cosa.

Yo no tuve que hacer tantos méritos porque don Cosme me regaló el colchón que todavía tengo y un catre de madera. También quería que me fuera con él, a pesar de que le dije que fui yo quien le metió el cerillazo a la Casa del Fraile. Estaba cambembo, el pobre, y decía muchas tonteras; decía:

—La finca es tuya, ¿que tú la quieres quemar?, la quemas, ¿que tú la quieres vender?, la vendes.

Cuando subí al pueblo nunca pensé que pudiera pasar lo que pasó. Muchísimo personal que yo me creía que ni me podía ver, vino a darme abrazos, a convidarme y a decirme me alegro: el teniente de los civiles, el juez, el del bar de la plaza y hasta el párroco. Yo estaba acharado porque se juntó gente como si yo fuera un torero y los chiquillos me pedían perras y el betunero, el mudo, me hacía señas de que me habían pegado con la cachava.

Me quité de en medio, sin hacer un feo a nadie, tan pronto pude.

Después me llamó Daniel.

—¡Hombre, Juan, me alegra verle por aquí! ¿Levantaría usted todavía la mula?

No había mula, sino un burro blanco. Claro que levanté el borrico y Daniel se reía:

—¡Para matar a usted hace falta que venga Pulmones guiando un tractor!

La señora del cabo de los civiles, me regaló una medalla de la Virgen, porque ella no salía de la iglesia nunca, y me dijo:

—Cuando a usted lo lastimaron, mi esposo estuvo dos noches sin dormir y no paraba de decirme: ¡qué lástima de muchacho! Porque él dice que usted es la persona más buena que hay en el mundo.

No lo pongo aquí porque yo me crea eso, pero ella está viva y podrá decir si esto lo invento yo, o es verdad que me lo dijo, frente a la ferretería, con un paquete de manteca colorada en las manos. Que el cabo lo dijera o no lo dijera, yo no lo sé, pero que ella lo dijo ¡vaya si lo dijo!

Volví a lo de mi hermano casi con ganas de llorar, pensando que todo dios era muy bueno y que se portaban conmigo de una forma muy cristiana, aunque yo fuera lo último. La viuda de Nicolás vino a verme, y vino Rico con la Manuela y vino Aguilera, el Quemado, el guardia Cuenca con una cantimplora, que yo nunca usé.

A los pocos días vinieron don José Manuel y don Vidal y el último que vino fue el Goro, porque como estaba tan sordo ni se había enterado. Se me abrazó y empezó a darme besos, llorando como una criatura, y tanto tiempo estuvo así que Pencho, le dijo:

—Goro, que de seguir dándole besos vas a terminar por dejarlo preñado y el pobre bastante tuvo con los cachavazos.

El Goro que no entiende de bromas, casi le pega:

—Este es mi hijo ¡más que mi hijo!: mi padre, ¡más que mi padre!

Y se secaba los ojos con el pañuelo porque el pobre me había echado mucho de menos.

Menos don Senén y el Monjo por allí pasó todo dios.

Rafael vino dos veces y la segunda me dijo:

—Hombre, Juan, yo creo que cuando venga don Gumersindo de Sevilla, tú debías subir a la Zarza a agradecerle todo lo que ha hecho por ti.

Aquello me cayó malamente y le dije:

—¿Qué es lo que tengo que agradecer? ¿Los cachavazos o la cura?

—Curarte, te ha curado, y no te creas tú que eso ha sido de balde. Muchos miles de duros le has costado entre unas cosas y otras.

—Pues ni un gordo le hubiera costado si no se llega a poner tan soberbio a decir que había que matarme.

—No debías decir esas cosas: él hizo una parte mal, pero la otra la hizo bien.

—Entonces que lo bueno pague lo malo, pero no yo, que de nada he tenido culpa y me han tenido un año tieso.

—Aunque sea por malicia debías subir: el amo, tú lo sabes, matado está por tenerte con él de guarda.

—Pero tanto interés como él tiene en tenerme allí, tengo yo en estar aquí.

—Tú tienes razón, Juan, pero tú no vas a ser joven toda la vida, tendrás que casarte y vivir como vive la gente.

—Usted ha nacido para vivir a su manera, yo a la mía; ¿por qué vamos a hacer todos lo mismo? Yo no tengo nada más que mi oficio; si lo dejo ¿para qué sirvo yo?

Lo dije así de seguido y me dio vergüenza. Dice:

—Cuando llegues a viejo, me darás la razón.

—Mi abuelo también llegó a viejo y yo sé que me la da a mí.

—Me da lástima de ti, muchacho, porque tú podías tener lo que quisieras, que es verdad lo que dicen, que tú no eres como los demás.

—¿Soy yo un perro?

—No te lo digo por nada malo, te lo digo porque si lo pensaras un poco me ibas a hacer caso y tú verías lo bien que te iba a ir.

—Cuando don Gumersindo se arranque una oreja por ayudarme, yo subiré a la Zarza a agradecer.

Después de aquello, el Rafael estuvo hablándome del Juanito, pues, don Gumersindo, sin permiso mío, se lo había llevado el otro año a la Mancha a un ojeo de pájaros y, al parecer hizo horrores. Cómo sería, que lo retrataron y todo, porque cobraba un pájaro de ala y, con él en la boca, apretaba con otro. Por lo que contaba Rafael, los señores se juntaron para ver trabajar al perro y don Gumersindo les dijo:

—No es el perro, es el amo que tiene, que eso sí que es lo mejor del mundo en el campo.

Al decírmelo el Rafael, a mí me halagó escucharlo y me entró eso que entra que da risa y apuro. Entonces él me dice:

—¿No ves cómo se te hace la boca agua cuando te digo que don Gumersindo te mira bien? Hazme caso y sube a la Zarza.

—Lo del perro se lo agradezco porque necesidad ninguna tenía de haber dicho eso, ni ganaba nada diciéndolo. Pero por soltar cuartos, que es lo que le sobra, ¡qué voy a estar yo agradecido!

Aunque yo me creía que estaba bueno del todo, pronto me enteré que con poco trote me cansaba. Si subía al pueblo tenía que sentarme a mitad de camino y me entraban palpitaciones.

Don Celestino me decía:

—¡Pero hombre, si vienes de resucitar!

—Pues yo levanté un borrico en lo de Daniel.

—Pues no lo vuelvas a hacer.

Me explicó que si volvía a levantar una bestia, me podía entrar maldad en el espinazo y hasta me asusté.

—A lo mejor lo que me pasa ahora es de levantar el borrico —le dije.

—Pues vete con cuidado.

Aquello sí que me dejó arrugado y no se me pasó el susto hasta que yo empecé a adelgazar otra vez y me traje de San Fernando una buena carga de avíos, en el auto de Daniel el ferretero.

Pero nunca más quise levantar la mula, aunque el otro Daniel, el herrero, no paraba de pincharme para que la levantara.

—Si no fuera por lo del espinazo, levantaba, no la mula, el cabestro grande de las Tenadas con Sánchez Aldavaca encima.

Yo no me acuerdo si fue en octubre o en noviembre cuando soltaron al Molino, y Pepe mi hermano vino a decirme:

—El Molino ya no está preso y el párroco ha dicho que debíamos juntarnos todos a comer para dar por terminado todo el asunto del cachavazo.

A mí me pareció una tontera, pero don Celestino y Daniel armaron todo el convite y yo dije:

—Hacéis lo que queráis.

Daniel el ferretero nos regaló un cochino y lo asaron en la panadería.

Nos juntamos a comer un regimiento. Allí estaban, los dos Danieles, el Cabo de los Civiles, el guardia Cuenca y, no sé por qué, el dentón; el Goro, Aguilera, Miguel y la Sinta, Rico y la Manuela; Vicente el de lo Romeral, los madrileños, don Celestino, el párroco, Molino y yo. A última hora aparecieron por allí don Gumersindo y don José Manuel, no a comer, sino a estarse con nosotros bebiendo unas copas.

Molino estuvo bien antipático y, aunque me dio la mano, más parecía que le había dado yo a él los cachavazos. Se sonreía así, como si en lugar de salir de la cárcel acabara de cortarle las dos orejas a su toro.

Don Gumersindo se emborrachó o venía borracho ya, porque desde el punto y hora que se casó, no soltaba la botella, y quiso echar un discurso. Decía un disparate y se encaraba con el párroco.

—Perdón, padre —le decía.

Pero al rato decía otro más gordo.

—¡Y levanto mi copa por todos los hijos de su madre y por la cachava y por esta basura de coñac!

Don José Manuel lo pasaba amargo tratando de aguantarlo, pero Daniel, el ferretero, se meaba de risa. Dice de pronto:

—¿Dónde está el cabestro de don Senén?

Pepe le dijo que allí no estaba.

—¡Cómo va a estar! —dice—. Ahora anda asustado conque tu hermano le queme el auto nuevo también. ¡No sabe nada ese mamón! Por el otro le pagaron, ¡sinvergüenza!

Yo me quedé frío oyéndole decir aquello.

El Cuenca se fue por una guitarra porque Aguilera estaba cantiñeando, pero don Gumersindo le decía al cabo:

—Lo que tiene que hacer usted es metemos a todos presos y dejar suelto a Lobón. ¡Eso es! Lobón y el párroco fuera, que no les gustan las tías. Todos los demás, a la cárcel.

Estaba tan borracho que nadie echaba cuenta de él, pero yo sí porque quería ver si volvía a hablar de lo del auto de don Senén, pero no lo hizo.

Cuando se lo llevaron, Aguilera empezó a cantar y allí todos hicieron su replantito, y el Molino, allí, como dejándose querer, me miraba por encima de la nariz. Parecía que me estaba diciendo:

—Todo esto lo hacen por mí, no te vayas tú a figurar.

Como yo no sabía cantar, ni bailar, me puse mustio. A lo último, la Manuela y la Carmen bailaron un agarrado con el Pepe y el Rico, y me dio por pensar que, si estuviera allí la Encarna, yo no sabría bailarla ni nada.

Aquello terminó muy tarde, aunque Daniel el ferretero don Celestino y el Párroco se fueron con sol. Estaban todos muy contentos, pero el Molino, a la hora de irnos, no quiso venirse conmigo para abajo.

Mi hermano me dijo:

—Más vale que te bajes solo, porque el Molino anda buscando a alguien que lo acompañe a la Zarza porque dice que no se atreve a irse contigo por lo oscuro.

Entonces pensé que toda la juerga no había servido para nada.

En aquellos dos años escasos que estuve fuera, el vedado mejoró muchísimo. Claro que, entre la boda de don Gumersindo, los líos, y los animales de recría que metieron, aumentaron los bichos y como no dieron ni una sola cacería, no hubo merma.

Entre la Montanera y los Barrancos ponían cajones con pulpa de remolacha y piensos de cebada y habas secas, talmente como si fuera para las vacas.

Venados no había muchos, pero de vez en cuando se topaba uno con alguna hembra, o algún vareto que llenaba mucho los ojos. Sin embargo, los muflones no habían ido a más. Yo no sé si es que no criaban o si se morían, pero no se echaba ver que hubieran criado.

Lo que estaba fatal era la vereda del contrabando. Los civiles la habían marcado a la entrada y a la salida de lo de Mastevale y no había forma de atinar con el paso de los caballos. Esto era un mal asunto.

Los mochileros eran cada vez menos y cada grupo daba soplo a los civiles de lo que hacía el otro, porque cada uno se quitaba al otro los marchantes y andaban dándose de navajazos.

Los paquetones de picadura, piedras de mechero, hojillas de afeitar y chucherías nunca subían de precio, por eso los mochileros iban a menos y cada vez hacían más camino para tocar a más. Algunos buscaban combinaciones de alijar al menudeo, con mujeres, perros y autos con trampa. Daniel el herrero había preparado un auto de esos y no había quien encontrara dónde puso la trampa. Buenos dineros que sacó por eso. En este plan nadie se llevaba un venado, ni siquiera un jabato.

Si antes, con aguardar tres días tenía uno casi seguridad de encontrar caballos o a quien dar razón, después, tanto daba ir a la vereda como estarse en casa. Pasaban por dentro de la sierra y no te enterabas.

Entonces me puse a cavilar y cuando lo tuve todo cavilado, esperé que Martina saliera de la cárcel y me fui a verla.

—Martina —le dije——, tú eres el demonio, pero la gente del contrabando ya no te ayuda como antes y la culpa es tuya.

—Una está vieja —dijo.

—Más vieja estarás dentro de unos años.

—Pero ¿has venido a decirme eso o a buscar algo?

—He venido a enseñarte el paquetón de dinero que me dio el juez.

—¿A ti? ¿Y por qué te han dado cuartos?

—Porque cuando te dan un cachavazo, te pagan.

—¡Ay, hijo, haz el favor de buscar una garrota y darme una soba!

—Yo quiero que compres dos o tres cajas de picadura y que las tengas aquí para venderlas. Lo que saques, vamos a medias.

—Dame los cuartos.

—No, porque tú eres el veneno. Tú le dices al Camilo que traiga las cajas, que yo le pagaré en el monte.

—¿Tres cajas enteritas? ¿Sabes tú lo que vale eso?

Así conseguí ver al Camilo en el Monte y quise pagarle con un venado, pero me dijo:

—Me das los cuartos y el venado se lo das a Aldavaca, si es que lo quiere.

Le digo yo:

—Si no te me llevas el venado, no te vuelvo a comprar tabaco: tú verás.

La seguridad de contar con un caballo de vez en cuando, me hizo ganar por partida doble: por lo que Martina me daba y por la cacería que me compraban, pero Martina me robaba todo lo que podía.

Ella se esponjó y ganaba muchos cuartos porque le mandaba tabaco a la Casa de Postas, a los bares del pueblo ¡hasta a mi hermano Pepe le mandaba! El cobrador del coche de línea también llevaba parte en el negocio, pero aquel trapicheo, esto me das, esto te doy, no era para mí.

Con Martina no podías estar nunca tranquilo porque te decía que estuvieras en el Monte el lunes de mañana para pagar al Camilo y allí no llegaba nadie. Pero esa fue la vez que tuve más cuartos, tuve tantos que me parecía cosa de ladrones y me hacía daño el paquetón en el bolsillo.

Pero, mal que bien, volví a hacer mi vida de siempre, como si nada hubiera sucedido y, cada vez que tenía que escribir a Pablo, se me ablandaban las manos pensando en la Encarna.

Cuartos tenía para ir a verla, pero no me determinaba y una vez que me dije: voy, hasta se me puso mala la barriga de los nervios que me entraron.

Todo lo que duró mi enfermedad, la abuela le estuvo mandando dinero a Pencho: cien pesetas cada dos semanas, pero don Celestino le daba otras cien y yo lo supe de casualidad porque la abuela me dijo tiempo después:

—Yo le mandaba veinte duros una semana sí y otra no, se los mandaba a casa de don Celestino.

Y Pencho me decía:

—La abuela me mandaba cien pesetas todas las semanas.

Yo escribí a Pablo diciendo que ya no tenían que mandar más y me contestó la Encarna:

—No hables en tus cartas de si a Pencho le das o no le das, me dice la abuela que padre se podía enfadar cuando se lo leyéramos.

A mí se me infundió que eso era una tontera porque Pablo no sabía leer y que lo que pasaba era que la abuela, con el achaque de Pencho, seguiría quedándose con los cuartos de Pablo.

A finales de año estuve batiendo en la Zarza y cuando nos veníamos para abajo ojeadores y escopeteros, viene Manolo y me dice:

—Juan, que el amo te llama.

Llego y me dice:

—Habrás visto que se ha notado tu ausencia.

Me dejó planchado porque era verdad.

—Hay mucha recría y es lástima: esos venados son mulos y van a echar a perder la sangre montuna que había.

—¿Y los cochinos?

—Un jabato es un jabato. Pero habría más si en lugar de estar las escopetas en el aguardo y los ojeadores en el monte, salieran las escopetas al monte y se quedaran los ojeadores en casa.

—¿Vas a decir más tonteras o has acabado ya?

Puedo decir que aquella fue la única vez que don Gumersindo no me dijo nada dañino. Allí salió su señora, muy seria, con unas ojeras que le llegaban a la barba, y a mí no me hablaba.

El Felipe me había dicho que siempre estaba llorando porque don Gumersindo se portaba fatal con ella.

—Figúrate, él que siempre fue un gallo, ahora se ve metido en el corral con esa pava y ¿cómo va a estar el pobre?

Ella no tenía que ser mala, pero le había caído buena con el genio del marido. Bien arrepentida que estaría de haberse casado con él. Por eso, al verla allí con las ojeras, me dio lástima y, aprovechando que don Gumersindo salió de la sala, le dije:

—No se apure usted, señora, ni cavile más, que se va a poner usted más vieja que la mar.

Se me queda mirando, así con la nariz para arriba, y me pregunta:

—¿Por qué me dice eso?

—Porque a su marido lo conozco yo bien y lo que tiene que hacer cuando le haga algo que le dé a usted pesadumbre, es lo que me hacía a mí la Encarna, decirle: te acuestas con la escopeta. Eso es lo que a él más le duele. ¡Si lo sabré yo!

¡Para qué se lo dije! Con el pañuelo en la boca, empieza a decir:

—¡Eso sí que no, eso sí que no! —y de ahí no salía.

Le cayó malamente lo que le dije, aunque yo nada me echaba al bolsillo y por agradar se lo dije, porque me dio pena.

Sale dando pancadas y, la muy pava, se lo zampa a don Gumersindo en la misma puerta.

—Veremos a ver cómo acaba esto —me digo.

Don Gumersindo, como si le hubieran contado un chascarrillo.

—¿Eso te dijo? Ja ja. ¡Lo caga cuadrado, como las mulas! Ja ja. Apúntalo para contárselo luego a la tata, a ver si la veo reírse.

Y es que la señora tenía una tata muy viejísima y muy parecida a ella, así como un palo, que daba preocupación verla tan seria.

Desde aquello, la señora a mí no me pudo ni tragar y era lo que a mí me faltaba en la Zarza.

Cuando se aproximaba febrero yo siempre andaba contando los días que faltaban para que echaran la veda y siempre me parecía que la echaban demasiado tarde. Echar la veda y quedarse el campo tranquilo, era todo lo mismo.

No se veía una escopeta por ningún lado, los guardas sólo atendían a los lazos y, como no los aciscaras con un tiro, ni se separaban de los caseríos.

Se aciscaban cuando ya habías hecho carne, que eso es lo que han hecho siempre, buscarte las vueltas después, no antes de que hagas el daño.

En el vedado ninguno salía de la Zarza y la linde de los Barrancos, y abrían la guardería a la hora que tú volvías a descansar. El que más madrugaba era el Felipe y, para eso, había luz cuando empezaba a desayunarse y a aviar el caballo.

Don Gumersindo me había dicho que se había notado mi ausencia, pero no fue eso lo malo sino que terminado febrero, me viene Rico y me dice:

—Juan, palabra, yo creo que no debías empezar otra vez con lo mismo. ¿Qué es lo que te pasa? Tú antes, si tirabas un bicho, nadie se tenía que enterar. Ahora es una vergüenza lo que estáis haciendo.

—¿Por qué dices eso?

—De sobra lo sabes tú: ayer, sin ir más lejos, eché una venada al río para que no la viera nadie. Pero es la última que echo, la próxima, lo siento muchísimo, tengo obligación de dar conocimiento. Para eso me pagan.

—¿Que echaste una venada al río? ¿Y por qué has hecho ese disparate? ¿Te piensas tú que eso lo he hecho yo?

—¿Quién si no?

—Eso es lo que tienes tú que saber, que tú eres guarda y no yo. Por mi padre te lo juro, que ni esa, ni ninguna de las reses que han plomeado fue cosa mía. Vamos, que me muera ahora mismo. A ti no te iba yo a engañar.

Se quedó cavilando y me dijo:

—No lo harías tú, yo no digo que no. No lo harías pero, como las barrigas en la Zarza se las cargan al amo, bicho que se vea plomeado, ya sabes que te lo van a cargar a ti.

—Pues eso no es así. Tú vas a decir lo que has hecho: la venada tiene que estar aguantada en algún sitio del río. Vamos a buscarla y yo iré después a ver al cabo.

Rico no quiso que yo fuera con él a buscar la venada, pero el otro día supe que la había encontrado y yo me subí donde el cabo.

—Yo no quiero más líos. Si los guardas de la Zarza no trincan al que está haciendo ese escarnio yo voy a subir a enterarme.

—Lo que tienes que hacer es no trasponer la carretera, ni para bien, ni para mal. Ya hemos tenido bastantes disgustos contigo. Cuando estuviste fuera, todo iba como la seda; vuelves, y otra vez hay jaleo.

—Los Aldavaca pagarán a alguien, no sé a quién, para que haga eso. Ellos quieren que don Gumersindo se entere que necesita veinte guardas, para que los llame a ellos a hacer sociedad y pagar guardería entre todos. ¿No le han contado a usted eso?

—Eso son tonteras que dicen en la Zarza.

—Pero hay bichos lastimados y un cazador podía fallar una vez, no siempre. Eso es lo que yo digo: el que hace eso, a mala idea lo hace y no va a ser para fastidiarme a mí, aunque me fastidie.

Como todo se sabe yo me enteré que el cabo se lo dijo al teniente y el teniente fue donde el juez de paz.

—Eso son los Aldavaca y yo le voy a poner vigilancia con la brigadilla a don Senén cuando venga al pueblo.

El juez le dijo que don Senén era un señor muy señor, que tenía muchos cuartos, y que sólo pensar que él podía hacer o mandar una cosa así, era insultarlo. Pero el teniente, a espaldas del juez, le puso a don Senén la brigadilla para seguirle los pasos, porque decía:

—Este panchito, entró en casa de don Cosme y le robó de su mesa un papel del contrato del Balbino, para que perdiera el pleito. Si hizo eso, porque todo dios lo sabe, ¿por qué no iba a hacer lo otro?

Con estas cosas yo tuve un disgusto en las tripas muy grandísimo, porque me enteré que cuando le quemé el auto, hubo muchas cosas que yo podía haber evitado.

Resulta que un auto que lo quema alguien no es igual que cuando el auto se quema solo. El Seguro no tenía derecho de pagarle a don Senén ni una gorda cuando yo le quemé su coche en la vereda de Cabrahigo, y vino aquí un hombre a ver lo que había pasado y dijo:

—Ese auto lo han quemado a caso hecho y a usted no se le paga nada.

Don Senén dijo que la leña y todo lo que había allí, lo habían echado después para que el fuego tal y cual.

—Para hacer un cortafuegos se echó.

—¿Leña echaron para hacer un cortafuegos?

Total que hubo pleito y, cómo no, lo ganó don Senén y tantos cuartos le sacó al Seguro que compró el auto nuevo.

Si yo llego a saberlo, a la cárcel voy para los restos, pero el Seguro ni una gorda le paga a don Senén.

Por eso dijo don Gumersindo lo que dijo el día que estuvo borracho en el convite, porque todo dios sabía, o se lo pensaban, que el auto de don Senén lo quemé yo. Por eso no hubo denuncia, ni nadie vino a decirme nada, porque allí había ocasión de trincar cuartos.

Lo que pasó cuando metí el cerillazo a la Casa del Fraile, pasó cuando se lo metí al auto, por eso tuve berrinche, por la malísima suerte que tuve las dos veces.

Yo hubiera dejado de subir al vedado porque me sobraban los cuartos, pero si dejaba enfriar al Camilo y perdía los marchantes, todo se me echaba a perder. No era mucho lo que yo mataba, un cochino, un cabrón, alguna corza de tarde en tarde, cada dos o tres semanas.

Manolo, el de la Casa de Postas, siempre estaba metiendo las narices en lo mío, para ver si dormía o no dormía allí. Estaba con pelusa, pensando que yo ganaba tanto y más cuanto y, no sé por qué, él se pensaba que tenía derecho a ir a medias conmigo. En cuanto tenía oportunidad me estaba diciendo:

—Yo no sé lo que tú te has figurado que soy yo. Toda la vida haciéndote el favor de colocarte los conejos y cuando tiene uno ocasión de sacarle cuatro cuartos a alguien, ¡venga!, lo dejáis a uno en cruz y en cuadro.

Lo que no decía Manolo es que por los conejos que él vendía a cuatro y cinco duros, cuando los había, nos pagaban a nosotros cuatro o cinco pesetas. Y que últimamente llegó a vender los pájaros a doce duros y a nosotros nos pagaba dieciocho pesetas.

Lo que pasaba es, que se le ponían los ojos redondos cuando Miguel le decía que yo le había dado tanto más cuanto para curar a la Sinta, o cuando los civiles le referían que yo había ayudado a la mujer de Nicolás. Para él que esos cuartos eran como si se los hubiera yo sacado del bolsillo.

Por culpa del Manolo volvieron otra vez más a llamarme al cuartelillo, a preguntarme de dónde había sacado cuartos porque le compré unas botas al guarda de Cabrahigo, que era hijo de la casera de Almafuente, una mujer buenísima. Manolo se enteró por Tocino, el recovero, que es el que las compró.

—Vamos a ver ¿de dónde has sacado esos cuartos?

—¡Vaya! Unas botas cuestan una miseria y, a mí, cuando el juez me pagó, ya saben ustedes que me dio casi dos mil duros.

—¿Y lo que le diste a tu hermano? ¿Y lo que le mandaste a la Encarna? ¿Y lo que te has gastado en Pencho? ¿Es que los cuartos son de goma?

Lo sabían todo y lo tenían allí apuntado y a mí no se me infundía por dónde podían ellos saber tanto, pues ni yo mismo me ácordaba de algunas cosas.

Si me lo hubiera comido todo y, en lugar de ocho o nueve billetes que junté, llego a juntar ocho o nueve millares, nadie me hubiera preguntado nada. Ahí están todos los Aldavaca, dándoselas de ser del señorío, para que se vea si es mentira lo que estoy diciendo.

Por fastidiar a don Senén, estuve una temporada levantando otra vez el chozo que me quemaron en la cañada, pero lo hice de cualquier manera y no se podía vivir allí porque entraba el viento y el agua.

Ni don Senén, ni Aguilera, ni el Monjo, tuvieron ganas de decirme nada de quemarlo, pero el abogado se la tragó y tragada se la llevaba.

La Encarna me había escrito diciéndome que tenía que ir a verla, que su padre estaba muy bien, y se acharaba cada vez que salía mi nombre para algo, y que si no me determinaba a ir pronto nos íbamos a hacer viejos los dos, aunque de sobra sabía que yo estaba otra vez con los líos de siempre y que no iba a cambiar.

La verdad sea dicha que yo líos no tenía ninguno, pues, cuando levantaban la veda lo pasaba un poco peor, pero siempre salía algo de acompañar a éste o al otro, que si los patos, que si los sisones, que si este perro me llevo y éste te traigo.

Tenía conmigo una hija de la perra que se le murió a Pablo, porque yo quería sacar cría del Juanito, y, no sé por qué, todos los cachorros que paría eran bastos y con las orejas caídas. A mí se me infundía que la madre se había cruzado una vez con un perro cualquiera y le había quedado la mala casta de aquel perro en la barriga. Salían con manchas blancas en la cabeza, con calzones, muy disparatados. Entonces le eché el perro a una hermana de la Rabona, hija también de la Centella que yo maté, que se la había vendido yo al herrero hacía años. Aquello ligó bien y me traje dos hembras a lo mío para criarlas, porque el Peluso estaba pesado y, a veces, decía que cazara yo, que él no tenía ganas. No era viejo el Peluso, pero cuando estuve yo fuera lo habían estropeado en la Zarza, tirándole muchos tiros sin matarle nada.

No me acuerdo ya, porque todo se me lía en la cabeza, si una de estas dos cachorras fue la Canela, o si la Canela era de la hija de la perra de Pablo, porque de todo este tiempo, tan igual, uno lía lo de antes con lo de después y no se aclara.

Total que esa Canela, era canela pura y en una batida en Almafuente me la mataron de un tiro. Vino por ella el guarda de Cabrahigo y yo se la di y, como en mitad del ojeo la dejaron suelta, el animal apretó con un pájaro delante de la ballesta y le metieron un tiro. El guarda me dijo que lo podían haber evitado, porque él empezó a dar voces:

—¡La perra, la perra está ahí delante!

Don Senén se enfadó mucho y dijo al guarda que se tapara, que estaba desviando los pájaros y, total, que mataron la perra.

Yo me fui a don Senén y le dije que todos los pájaros y toda la batida no valían lo que la perra, y le dije que lo que habían hecho era un crimen. Se lo dije porque tenía muchísimo sentimiento, y lo mismo que se lo dije a él, se lo habría dicho a cualquiera.

Entonces, como había más señores delante, él se esponjó y quiso como gallear conmigo. Dice:

—No me extraña nada que te dieran una buena soba, por el poco respeto que tienes viniendo aquí sin pedir permiso.

Ahora que estás bueno, debías aprender a tener más cuidado de dónde te metes.

Le digo yo:

—Eso le digo yo con su auto. El otro se le quemó: tenga usted cuidado no vaya a salir éste también echando humo porque esta vez no va a pagarle el Seguro.

Es la única vez que lo he visto acharado y en seguida llamó a uno y a otro, hablando muy de prisa para que nadie se acordara de lo que yo había dicho. Tanto como se había esponjado, para terminar trasconejándose en el barullo.

Don Vidal vino después a decirme:

—¿Qué es lo que has dicho a don Senén? Lo de tu perra fue un accidente, sin culpa de nadie. La perra se metió delante de la ballesta.

—¿Y no podían dejar de tirar? ¡No me diga usted eso!

Con el Quemado tuve una cosa que quiero contar.

Un verano, subo yo al pueblo y la pequeña de las Picantas, que yo nunca la había visto de cerca, me estaba esperando donde antes estaba el surtidor de gasolina, frente al güichi de mi hermano. Yo sabía quién era ella, pero nunca le había hablado y, cuando hizo para mí, me dio apuro que me vieran a su vera y la recorté para seguir de largo. Ella se me viene corriendo detrás y me dice, así, con mucha pasta y mucho saber:

—Tú, Lobón, ¿es que tienes miedo de mí? Te estaba aguardando.

—Voy con prisa, que tengo que hacer un mandado.

—Hombre, yo quería decirte una cosa nada más. ¿Tú conoces al Quemado? El pobre está muy malo y salió la conversación de que nadie quiere echarle una mano y mi hermana dijo: ¿Y si se lo decimos a Lobón que a él le sobran los cuartos y a nadie le niega nada? Ya ves para lo que yo vengo.

—Y ¿qué quieres que haga yo?

—Nosotras lo estamos ayudando sin interés de nada, ¡figúrate tú lo que íbamos a sacar de él! Si tú puedes arrimar algo…

—Yo iré a verlo.

—No hace falta, muchacho, tú me das a mí lo que sea, que yo se lo llevaré.

—No te vayas tú a pensar que yo tengo cuartos, ni que los voy regalando por ahí, ¡estaría bueno!

Se me arrima y me dice:

—Tú no necesitas cuartos para nada; cuando tú quieras, la casa de la cuesta es mi casa —y meneaba el culo con muy poca vergüenza—. Pero tienes que hacer algo por el Quemado.

Me fui de allí avergonzado porque yo, sólo otra vez, en el ventorrillo del Humo, había visto una fulana de cerca, pero allí había más gente y era otra cosa. Voy al bar de la plaza por achaque, porque nada tenía que hacer allí, viene la Picanta grande, la que tiene el puesto de fruta en el mercado, se entra al güichi y me dice por mi nombre:

—Juan, ¿cuándo vas a ir donde el Quemado?

—Yo no voy a ir.

—Pues mi hermana me ha dicho que sí, que ibas a ir a llevarle algo.

Como estaba allí la Carmen y otra gente, yo quise despachar a la Picanta y le dije: mañana iré a ver al Quemado.

—¿A qué hora vas a ir?

—Cuando yo tenga lugar.

—Vete por la tarde —me dice guiñándome el ojo—, que por la tarde, mi hermana irá allí y os podéis venir acompañados.

Me quedé soliviantado, con un hormigueo por dentro que no me dejaba tranquilo.

Total, que al otro día, por sí o por no, ya con el sol alto, tomo, con la escopeta, Romeral arriba y a las diez de la mañana crucé el río por la parte que da al Galeón, en Monte Castro estuve tirando los pájaros, y después bordeé la laguna por la parte de las Mulas, y antes de entrar en el terreno duro de la Dehesa del Pimiento, como si lo hubiera hecho adrede, me veo al Quemado cogiendo cogollo de palma para hacer escobas. Tenía un montón que daba gloria verlo.

Mi intención era irme para él, pero pensé que era mejor esperar y ver qué era todo aquel lío que me habían armado las picantas con que si estaba tan malo, el pobre.

Había matado dos pollos y aunque los había arreglado sacándoles las tripas, a la hora echaban peste como si llevaran tres días muertos. Eso es lo malo del pollo perdiz, que se echa a perder nada más sacudirle el trabucazo.

El Quemado estuvo allí tiempo y tiempo, sin levantar el lomo, con un hocino, y por las trazas le sobraba la salud. Después se sentó un rato, sacó un pan y un cacho tocino y, viaje va, viaje viene, despachó aquello y se echó a pecho medio pimporro de agua que tenía colgado de un hinco.

A eso de las cuatro de la tarde, tomó para la choza y se fue para el Charco Verde, solo, pues yo me aguanté allí a la vera, para ver qué pasaba. Después de un rato grande, vuelve con un borrico y se cruza en la cañada con la paquetera que recoge la leche. Como cae largo, yo nada veía, pero cuando llegó el Quemado traía montada en el borrico la Picanta pequeña.

Al llegar al chozo les entró muchísima prisa, ella coge el borrico y se lo lleva al acebuchal y él se mete en la choza. Vuelve ella corriendo, se asoma al chozo, vuelve a salir para fuera y baja hasta la vereda.

Al lubricán, ya cansado, me volví por donde había venido pensando que ya había visto bastante. Ella me aguardaba mientras el Quemado se hacía el malo.

Pero al otro día, la Picanta pequeña se viene a la lobera y me dice:

—Ayer le llevaron al Quemado el santolio.

—¡No me digas!

—Tienes que darle algo, Lobón, se está muriendo.

—¿Y para qué quiere los cuartos si va a ir al cementerio?

Se quedó chingada. Dice:

—Tú nunca has subido a mi casa. Otros con más méritos que tú lo han hecho.

—Bueno.

—Pues tú debías ver al Quemado. ¡Cómo está el pobre!

—Ayer lo vi, a él y a ti, cuando volvías con el borrico. Es tuvo cogiendo cogollo para escobas, antes de que le dieran el santolio.

¡Cómo se puso! Me llamó maricón. Decía:

—¡Por hacerte favor vinimos mi hermana y yo! ¿Qué te habrás creído tú? Dijo el Quemado que estabas muy solo y necesitabas una hembra al lado, sólo que lo que tú necesitas es tener al moro Juan. ¡Lo que no haya visto una!

Se fue muy enfadada y yo le decía:

—Dile al Quemado que cuando lo entierren le mandaré decir una misa con música y todo, que para algo me he ahorrado los cuartos de curarlo.

Con los berrinches de las reses plomeadas, don Gumersindo cortó conmigo para los restos y no se determinaba a subir al cuartelillo a denunciarme. El tenía clavado lo del cachavazo y, un día sí y dos no, andaba a vueltas con la gente de Aldavaca, sus parientes, que a uno de ellos, Sánchez Aldavaca, el de la cabeza más gorda, le dio dos cachetadas en el mismo pueblo.

A cuenta de esto, hubo jaleos de abogados, y don Senén y el otro que tiraba las cabras, iban a pelearse donde el juez, para hacer el paripé, porque después de tantísimo pelear, los veía yo hablar y beber copas como si nada hubiera sucedido. Si falso era don Senén, el otro sinvergüenza tampoco se quedaba atrás, que había que verlos a los dos juntos riéndose de don Gumersindo y de los Aldavaca, que eran los que les soltaban los cuartos.

Yo notaba que todo el personal de la Zarza estaba tieso conmigo, hasta Rico no me trataba como antes y eso que la Manuela, todas las semanas me lavaba la ropa que yo se la dejaba en lo de su padre.

—Le dices a tu marido, que yo no tengo nada que ver con la gente de Aldavaca y que de sobra sabe él que yo nunca plomeé bicho alguno para dejarlo de viso —le decía yo a ella.

—Si él lo sabe, Juan, pero es que el amo está de una forma contigo que nadie se determina a mentarle tu nombre ni para bien ni para mal.

Como el campo estaba tan malísimo y no había faenas, ni de siembra, ni de recolección, ni de nada, la gente andaba sin jornal y se buscaban la vida cogiendo espárragos, que luego los compraba todos Aldavaca y los mandaba por ahí en la paquetera de la leche. Esto que engordaba a Aldavaca, fastidiaba a don Gumersindo, porque en la Zarza, junto al arroyo seco, por la parte del Molino, es muy querencioso para espárragos y la gente entraba allí y, de paso, ponían lazos a los conejos y, si encontraban oportunidad y escopeta, tiraban lo que fuera.

Era tantísimo el personal que iba allí, que los guardas andaban locos, pues para uno que echaban, se les colaban veinte y no iban a meterles un tiro por entrar con una canasta.

Tanto dijeron que con aquello no se podía guardar, que una vez don Gumersindo se echó encima de la jaca y para allá se fue con las intenciones de un caimán.

Da casualidad que aquel día a Miguel se le ocurrió llegarse hasta allá, con el reclamo de que Aldavaca pagaba tanto y más cuanto por un ciento de espárragos, con la mala suerte que se topó de cara con don Gumersindo. Ni tiempo le dio a resollar, porque le echó el caballo encima sin consideración a que fuera un viejo temblón que podía ser su padre por edad.

Aquello cayó tan malamente en el pueblo, que todo el mundo empezó a rajar de la Zarza y a decir que iban a hacer esto y lo otro. La gente de Aldavaca, que nunca había hecho nada por las claras contra el vedado, le metieron fuego a la gente, porque decían:

—Si antes pagábamos el ciento a ocho, ahora los pagamos a diez.

Y los del pueblo se crecieron diciendo:

—Veremos a ver ahora si son capaces de echarnos a todos juntos el caballo encima.

La parte aquella que linda con las Hazas de Suerte, se ponía como si estuvieran cogiendo el algodón, y pocos espárragos cogían, pero bien que se sacaron la espina de lo de Miguel. Al Rafael lo echaron de allí tirándole piedras y entonces bajaron los civiles y pusieron unas cuantas multas.

Con estas cosas dejaron de saltar la linde, pero estaban todos tan soliviantados, que raro era el día que no salía ardiendo un cacho de la Zarza.

Hoy le metían un cerillazo a los escobones, mañana a un rastrojo y así estuvieron una temporada.

Una tarde, había subido yo al pueblo a ver a don Cosme, cuando los civiles salen a la plaza a juntar tíos, empiezan las campanas de la iglesia a alborotar el aire, y cuando estábamos todos juntos, se arrima allí el guardia dentón y, al primerito que me saca es a mí:

—Tú, Lobón.

Y me aparta a un lado. Así empieza a escoger, este sí, aquel no, aquel tampoco, y nos saca a unos veinte más o menos de los que no teníamos amo, ni empeño.

—Hay que ir a apagar un fuego —dice.

Uno de los que le tocó ir, dice muy apurado:

—¡Que yo esta noche tengo que ir a Carbonero! Me están aguardando.

—¿Qué tienes que hacer allí?

—Estamos al picón.

No le dejaron seguir:

—¡A apagar el fuego!

Decía el hombre, y no le faltaba razón, que allí en la plaza había muchísimo personal y que todos eran igual de buenos para ir a apagar lo que fuera, que él tenía compromiso. Decía:

—¿Por qué soy yo bueno y todos ésos son malos? ¿Tengo yo que dejar lo mío y ésos se pueden quedar tomando café tan ricamente en el bar? Esto no es derecho.

Total, que al rato sube la camioneta verde de la Zarza y en ella nos metieron como a los cochinos, diez hombres y diez hombres, en dos viajes.

Pasada la cuesta que baja hacia el Molino, después de las primeras motillas, empezamos a ver el humo que se llevaba el levante. Al llegar allí nos encontramos al Rafael, al Rico, Vitilo, el Beltrán y el Meleto, y al rato aparecieron el Amalio y el Molino con una cargada de zoletas y calabozos para cortar la broza.

Serían las ocho de la tarde cuando empezamos a abrir un cortafuegos y a dar abanicazos para apagar los matones que arrastraba el viento. Los civiles también echaban una mano, pero en cuanto les entraba la tos o el picor en los ojos, se quitaban de en medio.

Hasta las cuatro de la mañana estuvimos trabajando todos sin parar, pero después de las cuatro, hacíamos dos turnos de media hora, pues nadie podía tenerse en pie, asfixiaditos, con una tos que nos entraba a todos que nos dejaba traspuestos.

A las nueve de la mañana el fuego seguía creciendo para el chaparral y los civiles dijeron que había que ir a buscar más tíos, pues los que estábamos, ni con los pantalones podíamos ya.

Entonces, Paco el de la Médica, se sube a la camioneta, pero la camioneta dice:

—Yo no ando más.

La empujamos entre todos, le hurgaron en las tripas, toca aquí, toca allá, y nada. Ya pasado el medio día, viendo que allí no se hacía carrera de la camioneta, me dice el guardia dentón:

—Juan, tú que andas más que nosotros, ante vete al pueblo y dile al cabo lo que pasa. Que mande gente de refresco.

Llegué al pueblo cerca de las dos de la tarde y, casualidad que al llegar al cuartelillo, me encontré con don Gumersindo.

Lo saludé y le dije al cabo lo que pasaba.

—A la hora que es, ¿a quién voy a encontrar para mandar allí?

—En el bar hay más de treinta tíos, que yo los he visto al pasar —le digo.

Salimos los tres para el bar y al llegar allí don Senén se viene a saludar a don Gumersindo. El cabo echa una mirada y dice:

—Aquí no hay nadie, ¡veremos a ver qué hacemos!

No me pude contener y le solté:

—¿Que no hay nadie? Pues, ¿y todos ésos que ahí están? ¿Son cojos o mancos? Más jóvenes y más descansados están que los que estuvieron allí toda la noche.

Como era la gente de las tiendas y los señoritos, el cabo sacudió la cabeza y, don Gumersindo bromeando, dijo:

—Lobón tiene razón. Aquí tiene usted a don Senén, que para apagar incendios no tiene precio.

El cabo se reía y don Senén también, pero le cortó el viaje diciéndole:

—Tiene usted razón al decir eso, yo apagaría ese incendio para los restos. Que el cerillo que le ha quemado a usted eso, está en el bolsillo de Juan Lobón. Eso lo sabe usted igual que lo sé yo. En el bolsillo de Lobón apagaba yo ese fuego.

A mí no se me ocurrió decir nada, pero bien sabe Dios que tentado estuve de meterle mano y, si no lo hice, yo no sé por qué fue.

Total, que don Gumersindo sale del bar con un par de banderillas en el lomo y corriendo a su lado sale don Senén, que yo no sé qué sopas tenía que mojar. Llegan al auto y se meten los dos, pero nada más entrar aparece allí el Clemente y terminan por llamarme.

—¿Dónde ha sido? —pregunta el Clemente.

—En los motillones altos, donde están los chaparros.

Don Senén iba haciendo el gasto y yo no le entendía nada de lo que hablaba, pero de vez en cuando, se le escuchaba decir:

—Hay que atarlos corto, ya no hay respeto, hay que atarlos corto, no sé adonde vamos a llegar.

Don Gumersindo ni abría la boca.

Al llegar allí se nos acercó el guarda dentón y el Paco. La gente estaba sentada y algunos hasta se habían dormido. Don Senén se adelanta y dice:

—¡Vamos, vamos! Esto es cosa de no dejarlo, ¿dónde están los cubos?

Lo dice así y dos o tres se le quedan mirando, sin saber lo que quería aquel hombre. Le dicen:

—¿Qué cubos?

—¿Con qué echan el agua? —dice.

—¿Qué agua, usted?

Allí soltaron la risa y empezaron a burrearse unos de otros:

—Tú, arrima el pimporro a ver si apagas el fuego.

—Sopla, sopla, pbs, pbssss.

Como nadie se movía del suelo y la gente parecía contenta con el cachondeo, don Gumersindo explotó:

—¡Partida de granujas! ¡Primero a meter el cerillazo y después a estarse ahí sentados!

—Esta gente no puede más —dijo el guardia dentón.

—Sangre por la boca van a echar todos —dice don Gumersindo.

El guardia se soliviantó y le dijo muy fuerte:

—¡Esas no son maneras, sea usted quien sea!

—Lo que no son maneras es que me estén quemando la finca delante de las narices de ustedes y encima estén cachondeándose aquí. ¡A trabajar! —dice.

El dentón se pone allí delante y dice:

—Seguir ahí.

Dice don Gumersindo:

—¡A trabajar! —y se encara conmigo al ver que nadie se movía—. Tú, el primero.

—Sí, señor —le dije—. Yo he sido el primero. Me he pasado toda la noche dando abanicazos y abriendo zanja y me he subido hasta el pueblo a llamar más gente.

¡Para qué dije aquello! Me faltó a mí, faltó a mi madre. Cómo sería lo que me dijo, que llegué a trincarlo de la chaqueta y los guardias me apartaron. Entonces dije:

—Lo que se quemaba era de usted, y nosotros lo hemos estado apagando mientras usted dormía.

Se quedó un poco traspuesto, o mareado, como a él le pasa cuando le sube la soberbia de golpe a la cabeza. Allí estuvieron atendiéndolo, el Clemente y don Senén, mientras la gente empezó a ponerse de pie con un poco de miedo.

Al rato don Senén se me viene y me dice muy alto:

—¿No te da vergüenza hablar así a un señor que le debes lo que tú le debes?

—Y a usted ¿quién lo mete en esto, mamón? —le dije yo delante de todos.

Nunca le había faltado el respeto a un señor, pero si llega a chistar lo majo allí. Me fui para él, buscándole la cara y se me iba, por eso le dije:

—Yo le quemé el auto porque usted me quemó el chozo. Ahora viene usted a echar leña a don Gumersindo, pero como le queme las orejas no se las va a pagar el seguro.

El guardia dentón me enganchó del brazo.

—¡Vamos, Lobón, te vas de aquí y para de decir disparates! ¡Señores, por favor!

Don Gumersindo se había metido en el auto y se tapaba los ojos con la mano, los civiles no sabían qué hacer y don Senén no sabía dónde arrimarse. Yo me quité de en medio y no sé lo que pasaría, pero tres días después, todavía humeaban las motillas.

Eso fue en el verano y cuando empezaba el invierno hubo una sonada en la Zarza, porque robaron dinero de una caja de puros donde don Gumersindo guardaba cuartos para el manejo. Nadie dijo si fue mucho o si fue poco, pero se supo que un día quitaban un billete, otro día dos o medio.

Como don Gumersindo es como es, no cambió, ni consintió en guardar el dinero en otro lado, sino que le dijo al Manuel:

—Te estás sin dormir, pero al que sea lo trincas, que le voy a cortar la mano.

La caja esa la tenía en el cuarto donde él estaba siempre, allí encima de unos libros muy bonitos, todos iguales, y allí siguió la caja y allí pasó días y noches el Manuel esperando que fuera alguien a robar.

Pero no fue nadie mientras el Manuel estuvo allí. Cuando ya se olvidaron, un día faltaron de golpe cuatro billetes y don Gumersindo dijo:

—Ladrón de fuera no es, porque ladrón de fuera no se hubiera llevado cuatro billetes, sino la caja entera. Ladrón de dentro es y aquí sólo entra el Manuel, la tata, mi señora y yo. Como a mi señora y a mí nos sobran los cuartos, nosotros no hemos sido; el Manuel nació en la casa y nunca robó: eso ha sido la tata.

La señora dijo:

—La tata me crió a mí, la tata es más honrada que nadie en el mundo: oro molido que ella vea, oro molido que ella no toca. Su madre sirvió en casa de mi abuela, ella me crió a mí. ¿Cómo iba a robar?

Don Gumersindo le zampó:

—Esta tata tuya es una siesa. Gatitos en la tripa tiene y bien que se ha quedado contigo con tantos rosarios como rezáis juntas. A mí nunca me engañó.

Cómo sería el escándalo que armaron que hasta el pobre don Cosme, metido en su cuarto, se enteró de todo punto por punto.

La señora llamó a los civiles y registraron la casa de Sara que, dicen, le echó maldiciones a la pava de la señora. Don Gumersindo dijo que la tata se ponía en lo ancho de la calle, pero ya.

—Ella no ha robado —decía la señora.

—Si no ha robado, ella se lo pierde. Que se vaya con Dios. Aquí sólo servía para torcer la jeta y torcértela a ti.

—Si la tata se va, me voy yo también.

—Pues vete con viento fresco.

—No se te olvide que ella me crió a mí.

—¡Ya se nota la leche que te dieron!

Manuel, el de Sara, como la cosa fue con él, se hinchó de traer y de llevar lo que pasaba dentro de la Zarza y era una vergüenza de la Zarza y de Manuel.

Yo lo pongo esto aquí, no por echar basura a nadie, sino porque esta basura, sin yo comerlo ni beberlo, bien que me manchó a mí al correr el tiempo.

Entre los líos y lo difícil que estaba la vereda del contrabando, yo no subía más que una vez al mes y, para eso, a tiro hecho, con seguridad de dónde encontrar el caballo con día y hora. Alguna vez, fracasé y nada pude darles, pero casi siempre tenía algo y era muy cómodo disponer del tiempo sin agobios de si vendrían o no vendrían a retirar el género. Tuve la suerte grandísima de que me pidieron un rebaño de cabras para disecarlas y llevarlas a un sitio, no sé dónde, para que las viera la gente. Un cabrón, cinco hembras y tres cabritos, y se lo llevaron todo de una vez, porque como no había cuidado de que la carne se estropeara estuve doce días detrás de un rebaño. Lo cuento porque esa vez, que fue Aldavaca el que me dio el encargo, fui a medias con él y nos pagaron un disparate, y ni una sola piel estaba estropeada del tiro. El macho era divino, que pena me dio matarlo, con los cuernos tan rizados y tan iguales: una preciosidad.

De todo lo que yo recuerdo haber ganado con la escopeta, esa vez fue la mejor y Aldavaca me dijo:

—¡Si saliera un encargo de estos todos los meses, dejaba yo el contrabando para los perros!

Y es que las cabras eran para fuera de aquí, para los ingleses o los moros o gente de por ahí que les gusta muchísimo ver las cabras.

Esta cacería no la hice dentro del vedado, sino muy dentro de la sierra, traspuestos los peñascales que bajan a donde está el pantano, fuera del mundo de Dios. Nunca me había adentrado tanto en la sierra, ni lo hubiera hecho si el Juanito no me hubiera llevado, día tras día, detrás del rebaño.

Yo me dije que rapaba el rebaño y lo rapé, porque tuve suerte y porque el Juanito sabía que yo tenía precisión de juntar dinero.

Con ningún perro del mundo se pueden cazar cabras, pero con el Juanito sí, porque tiene mucho en la cabeza y no abre la boca, y donde yo me echo, él se echa, y donde yo me aguanto, él rodea y cuando la cabra se acisca, él se para, y donde tiene que apretar, aprieta.

A la vuelta, Manolo, el de la Casa de Postas, vino a verme:

—¿Dónde has estado tú esta temporada?

—A comprar limones.

—¿Y has comprado muchos?

—Un camión entero, ¿pasa algo?

—El Rafael ha venido a buscarte lo menos tres veces y no te ha encontrado.

—¡Claro! Tenía que haber venido a Málaga a donde los limones.

Se le veía así, untoso, mirando mucho como queriendo adivinar de dónde venía yo y si me había ido bien.

Faltó tiempo para que el Rafael apareciera a verme.

—Cinco días he venido a hablar contigo y no estabas, ¿dónde te has metido?

—Estuve por la parte de Málaga.

Se quedó como dudando de creérselo o no creérselo. Dice:

—La verdad es que los civiles y todos te hemos estado aguardando. ¿Por dónde has venido?

—Por la sierra, ¿por qué me aguardaban?

—No voy a referirte nada que tú no sepas. Yo quería que, de hombre a hombre, me dijeras una cosa, ¿quién plomea las reses?

—Eso debía preguntárselo yo a usted, que usted es guarda. Pero si usted me pregunta si soy yo, le digo que no. Yo le juré a Rico que yo no hacía eso, porque Rico para mí es como familia. A usted le digo lo mismo, yo no hago cosa tan puerca, ni me voy a ensuciar el campo.

—Pero tú cazas, porque siempre has tenido cuartos.

—Yo cazo, sí, señor. Esto de hombre a hombre.

—Y ¿qué haces con los bichos? ¿Quién te los paga?

—Eso no voy a decírselo, pero sepa usted que no son los Aldavaca. Que del Tomellar a orilla la mar, todo lo que es la serranía, tiene cacería, en unos sitios más y en otros menos, y a nadie le importa lo que yo haga por ahí, quitando a los civiles.

—No creas que te pregunto por sonsacarte, porque aunque tú no lo creas yo te he tomado aprecio y por eso he venido a verte.

—Usted está de la linde para dentro, yo de la linde para afuera: no se preocupe por mí.

—Yo no sé si tú entras al vedado o no, lo que sí que sé, es que te van a desgraciar. Para que tú veas, el amo, con lo que es él, ha recibido dos días en la Zarza a don Senén, y el Manolo dice que sólo han hablado de cómo fastidiarte para los restos.

—Y ¿qué pueden hacerme?

—Lo que les dé la gana. Don Senén está revolviendo donde el juez por el asunto de los cuartos que tú has repartido por ahí. Lo que vayan a hacer, yo no lo sé.

—Eso, ¿qué? Yo diré de dónde saqué todo.

—¿También dirás quién lastimó las reses?

—Pues también, que me voy a subir al vedado y ya verá usted si trinco o no trinco al que sea. ¡Que no tuviera yo otro oficio que ése!

—Ni se te ocurra entrar, muchacho, y menos ahora.

—Entonces ¿qué hago? ¿Afeitarme y esperar aquí sentado que vengan a llevarme preso?

—Debías subir a ver al amo y referirle que tú te comprometes a buscar al que está haciendo daño.

—¿Hacer de guarda yo? ¿Eso es lo que me viene usted a decir? Yo no soy guarda de nadie, pero mis cosas sí tengo que guardarlas. A usted se lo digo, porque usted nunca fue malo conmigo y ha venido aquí de hombre a hombre: subiré al vedado a ver quién hace eso.

—Y yo, no diré nada, pero iré a buscarte allí, no lo olvides.

—Estamos.

Entonces me subí a lo de mi hermano a dejar el Juanito con los otros perros y después me bajé a ver al Goro.

—Pasa esto y esto —le dije.

—No debiste decirle nada a Rafael, porque algo hará para que los guardas estén encima tuya.

—De hombre a hombre se lo dije. ¿Quién piensas tú que puede ser?

—Ni se me infunde.

—Yo echo cuentas y me digo: alguien de la Zarza. Los guardas: ¿El Felipe o el Amalio se van a volver contra lo suyo a la vejez? ¿Rico que no sabe lo que es una escopeta, ni otra cosa que dar de comer a los cochinos? ¿El Rafael con los juanetes o el Molino que no vale un duro? Nicolás podía haberlo hecho, pero está muerto. Entonces ¿quién? Los Aldavaca pagarán, ya lo creo que pagarán, pero ¿a quién pagan? A mí no, desde luego. He pensado que fuera el Quemado, Aguilera o el Monjo, o alguien de la sierra que nosotros no sepamos.

—¡Tonteras! Ese es de aquí; por mis cuentas, más de veinte bichos han estropeado desde que esto empezó, que no fue ayer.

De pronto el Goro, se me vuelve muy fuerte y me dice:

—¿Tú no estarás pensando que soy yo el que te estoy haciendo eso?

—¡Anda, que las cosas que se te ocurren!

Entonces estuve tres días en el vedado, marcando a uno y otro, buscando los rincones del viento para que me llegaran los tiros si es que alguien disparaba allí. No saqué otra cosa que calentamiento de cabeza y fatigas.

Cuando volví a lo mío, se me presenta Manolo, el de la Casa de Postas, y me dice:

—¿Qué? ¿Has encontrado al tío ya?

Me quedé planchado de que él estuviera tan puesto sobre lo que yo hacía y dejaba de hacer.

Don José Manuel vino a verme para que lo acompañara al moro, a una cacería de cochinos. Me vino muy bien, porque estaba muy apurado con las cosas que estaban pasando y empecé a preparar las cosas para marcharme. Estando en esto, otra vez se me presenta el Manolo, muy apurado.

—¿Te vas a ir?

—Claro.

—¿Vas a estar muchos días fuera?

—¿Te importa?

—Hombre, es que yo quería hacerte un encargo del moro.

—Pues no sélo que tardaré.

—¿Más de una semana?

—No lo sé.

—A ver si te enteras y me lo dices, para encargártelo a ti o a otro.

Se fue, pero al día siguiente, cuando salía en el auto de don José Manuel, se pone allí en la cañada a hacer señas. Para el auto y mete allí la cabezota:

—¿Cuándo vais a volver ustédes? —dice sin saludar a don José Manuel.

—A ti qué te importa, el año que viene volvemos. ¡Habrá tío!

Se quedó allí, con la barriga, la carne colorada del morillo y la boca abierta.

Yo nunca había visto el moro más que desde la batería, los días buenos, cuando hice el servicio. Estuvimos en un sitio que se llama Tetuán y el resto del tiempo lo pasamos en el campo y ¡vaya si allí había cochinos! Me gustó mucho aquella clase de cacería de ir tras los animales con los perros, ¡y qué perros más valientes, grandes, blancos, con las orejas levantadas!

Los mismos perros mataron cinco o seis jabatos a diente. Decía don José Manuel que también eran podencos, como los míos, sólo que diferentes. Un estilo así como los que don Gumersindo tenía en el Tomellar, con la jauría de allí. Pero el saber de aquellos perros era cuando trabajaban todos juntos, y el Juanito, que yo lo llevé, me miraba como diciendo: ¿Qué clase de cacería es ésta que yo nunca la vi? Apretaba detrás de los otros perros, se me volvía para ver lo que yo le mandaba, y parecía un cachorro de pachón tonteando por el campo. Ya a lo último le dije:

—Tú te estás aquí conmigo, por si hay que cobrar algo.

Y ya lo creo que tuvimos que cobrar el Juanito y yo, porque de tantísimo cochino como tiraron, la mayoría los trincó la jauría, pero en tres dijeron:

—Esos se perdieron para los restos.

En un breñal se amonó la jauría tras un rastro de sangre, el Juanito cubrió la falta, pero no fue él el que cobró el cochino, sino yo y a poco me matan tirándome por el aire, entre todos, moros y cristianos, de lo contentos que se pusieron conmigo. Toda aquella gente eran militares y por la noche me pusieron un collar de perro y unas orejas de trapo y me pusieron un letrero que ponía: «este es el mejor punta de rehala». Muy cariñosos que estuvieron todos y me sentaron a la mesa al lado de un coronel y cuando me vine, me trajeron regalos, los moros y los cristianos, y me decían que me quedara allí con ellos.

Antes de subir al barco para volver, estaba allí el coronel y don José Manuel le refirió lo que estaban haciendo conmigo en lo nuestro. Refirió don José Manuel que me querían buscar la ruina, porque decían que yo plomeaba las reses.

—Eso es ganas de ponerle a uno el mandil, como al macho de cabra, para que no pinche si llego a saltar.

—Pero tú, ¿por qué no les dices la verdad?

—¿Y qué otra cosa hago yo, sino decirla?

—Es que dicen —dijo don José Manuel— que este hombre da mucho dinero a la gente, porque él es así, que nunca se queda con nada, y como ni en los ventorrillos, ni en las casas de comida le compran nada, están detrás de saber de dónde le llueven los cuartos. Si él da dos, ya están diciendo que ha dado cincuenta.

El coronel dijo:

—Te quedas aquí en el moro con nosotros, aquí no te va a faltar de nada, ni nadie te va a llevar preso.

—¿Por qué no te quedas? —dijo don José Manuel.

Aquello no era para mí, no eran mis piedras, ni mis lentiscos, ni mi gente, ¿qué iba a hacer yo allí si aquella no era mi tierra?

—Allí, ya sabes lo que te espera. Don Senén la está armando para mojar sopas con don Gumersindo, y le han llevado al juez que tú plomeaste al Beltrán y al Meleto, que tú has juntado muchos cuartos, que has pegado fuego a muchas cosas. A la menor cosa vas donde los vagos y los maleantes y te fastidiaste para los restos. Eso es lo que está trajinando don Senén.

Eso me dijo don José Manuel para que yo me quedara allí en el moro, pero yo dije que no.

En el barco de vuelta eché las bilis. Hacía dos semanas que dejé lo mío.

Volviendo para lo nuestro desde el cruce al pueblo, al bordear el Tarajal, el Goro me vio y empezó a mover las manos muy de prisa. Total, que don José Manuel paró el auto y le dio atrás para ver qué quería el Goro.

—¡Hombre, corre a lo de Miguel, que Pencho se está mu riendo si es que no se ha muerto ya! Ayer estaba fatal y no sé si han podido llamar a don Celestino, porque Miguel tiene la pierna fatal de la reuma…

Me cayó tan en el limpio que ni entendí cómo cobrar la cosa, y menos mal que a don José Manuel se le ocurrió subir al pueblo a por don Celestino, para bajamos todos juntos al ventorrillo de Miguel.

Pencho tenía un brillo en los ojos que parecía un búho y don Celestino ni siquiera le escuchó el pecho, sino que lo mandó vestir, lo metimos en el auto y nos lo subimos para el pueblo. Allí me dice:

—Pencho está muy malo. Hay que avisar a su padre.

Como don José Manuel iba para Sevilla, me dijo que me dejaba en Jerez, y tal como estaba me subí con él al auto y al llegar al güichi, me bajé para dejar el Juanito allí y decir donde iba.

Me dice la Carmen:

—¿Y tienes tú que ir hasta allá para avisar a Pablo? ¿No es más barato ponerle un telegrama de esos?

Las mujeres siempre atinan con la verdad, pero a mí, ya entrado en el toro, hasta me ilusionaba ir a lo de Pablo, que don Celestino me dio un papel con unas señas muy larguísimas que ni quién las entendía.

Ya oscuro llegamos a Jerez y, cuando no tenía remedio, me enteré que no era en Jerez donde me tenía que haber bajado, sino antes, en un sitio que le dicen Jédula. Un soldado fue quien me dijo cómo se iba allí y tomé carretera adelante y qué sé yo el tiempo que estuve andando.

Ya, a lo último, llego al surtidor de gasolina y un borracho que estaba allí me dice:

—Ese es el nuevo guarda, muy buena cosa el hijo… ¿Es familia de usted? Muy buena cosa.

Se viene acompañándome por un carril muy malo y, como estaba que se caía y no paraba de mentar los muertos y las madres de éste y del otro, yo no sabía si el norte que me daba era bueno.

—Hay que seguir todo adelante, donde vea jierro, mucho jierro, está ese Pablo y la madre que lo parió. ¡Valiente Pablo!

El carril tenía un trago de lo larguísimo que era, pero al fin había una casa con rejas, y una cerca también de reja, con su porche. Me eché a dormir debajo de un carro, por si era o no era lo de Pablo, y allí estuve hasta clarear, porque la hora que era no se podía despertar a nadie para preguntar.

Era allí. Pablo mismo me abrió la puerta cuando yo vi luz y llamé, por la mañana, y se me abrazó muy contento. Cuando le dije lo de Pencho, se arrugó.

A Pablo no le faltaba de nada: tenía luz de la electricidad y agua de grifo, una caballería, su gallinero y su de todo. Estaba muy bien trajeado, con sus botas, una chaquetilla y un sombrero gris la mar de campero.

—Como para ir a los toros estás tú —le dije.

—¡Calla, hombre, que no sabes tú lo que es esto! Nunca hay nada que hacer y siempre estás en falta por todo.

Las viejas seguían allí como estaban en el campo, como una collera de cuervos. En seguida empezaron a llorar y a tirar suspiros, diciendo que lo que le pasaba a Pencho era culpa de Pablo.

—Es culpa del pecho que lo tiene fatal. De eso se va a morir.

Yo no me determinaba a preguntar por la Encarna, pero como no paraba de mirar para acá y para allá, me dijo la madre:

—Casualidad que la Encarna hoy ha dormido donde la señora, porque el señor se fue ayer mañana y la Nicolasa, la otra chica que duerme allí, se puso mala.

Pablo y yo nos fuimos donde el teléfono que cuadraba en la carretera, junto al surtidor. Pasamos la mañana allí porque decían:

—Hay que esperar una hora, pero a lo mejor les llamamos antes.

A las dos de la tarde dijeron que ya podíamos hablar y allí sólo se escuchaba una grillera. Pablo me decía:

—Habla tú, que sabes leer. Yo no entiendo estos inventos.

—Si esto no tiene mérito: tú apunta la voz a esa rajita, para que tome viaje por el hilo negro.

Por fin salió don Celestino:

—¿Se ha muerto ya? —nada, que no se escuchaba nada—. ¿Que si se ha muerto? ¿Ah, que no se ha muerto? —allí no había manera de entenderse. Pablo decía:

—Pregúntale si se va a morir.

—Dejará de morirse, pero todavía no se ha muerto, eso es lo que dice don Celestino.

Entonces Pablo se quedó más tranquilo. Cortaron, volvieron a poner y entonces sí que se escuchaba bien. Dejé a Pablo que hablara.

—¡Qué bien que le escucho, don Celestino! ¿Cómo dice usted? Esto no hay dios que se lo crea, parece que está aquí mismo.

—Pregúntale por Pencho —le decía yo.

—¿Pencho está bien? Bueno. ¿Y su señora?

Pablo no se aclaraba, ni paraba de decir tonteras por el teléfono, decía que yo estaba allí y que iban a convidarme, volvía a preguntar por Pencho, y, a lo último, tuvimos que pagar doce duros por la conversación.

—Bueno, y de Pencho ¿qué dijo?

—Que está estupendamente.

—¡Pero cómo va a decir eso, si ayer estaba en las últimas y me mandó por ti! ¿Qué crees tú que hago yo aquí?

Cuando llegamos otra vez a lo de Pablo, después de lo del teléfono, la madre y la abuela se quedaron más tranquilas y yo les decía:

—Es tontera, porque yo he venido aquí a decirles que Pencho está en las últimas.

Pablo y ellas estuvieron peleando un buen rato y, por último, arreglaron que yo me volvería al pueblo y, si había precisión, mandaría un recado donde la gasolinera.

Yo fui allí por la enfermedad de Pencho, pero el que volvió malo de verdad fui yo, pues la Encarna, desde que se hizo visible, empezó a loquearme de una forma que hasta me dolía la cabeza.

Me hizo una impresión muy grandísima porque había engordado y llevaba una ropa que la estaba muy bien. Muy relimpia, muy peinada, y las faldas tan cortas que cada vez que se meneaba, para levantarse o sentarse, me entraban sudores.

Yo la miraba y era la mismísima Encarna, pero era otra.

Tanto lujo ya no puede ser para mí —pensaba yo—, porque el vestido le apretaba la tripa y la pechera y se me ponía delante, te lo veo no te lo veo, a enseñarme las rodillas, venga de pintura en los labios, venga de zarzillos en las orejas. A mí me entraba un desconsuelo como de ganas de llorar. No era cosa de bragueta, no, sino un ansia que me ahogaba.

Ella que es más lista que qué, por el jai de los ojos y por el jai de lo cortado que me dejó, allí que se me esponjó y se sentía en la gloria, sin decir nada, dejándose ver como la que no quiere la cosa. Era como si me dijera a voces:

—¿No ves, no ves? Pues mira, mira: esto es lo que te estás perdiendo por la mierda de la cacería.

Como estaba en eso, ni simpática estuvo, sino como de poca vergüenza, que hasta se puso tacones, talmente como las fulanas o las del señorío.

Con la llegada de la Encarna, a las viejas se les pasó el disgusto de Pencho, pues veía yo que también me la estaban refrotando por el morro. La madre me preguntó:

—¿Quién le lava la ropa a Pencho?

—A mí me la lava Manuela, la hija de Miguel. Digo yo que a Pencho también se la lavará ella.

Dice la abuela:

—¡Ah! ¿Pero es que tú no le das a ella la ropa de él?

—Yo no.

—¡Pues vaya! ¡Buena estará la criatura!

Lo decían así, como si yo estuviera en falta.

—Pues a ver si ahora te despabilas y echas cuenta de él y de que se afeite. Y si ves que no se ha lavado…

Nada, que yo tenía que bajarle los calzones a Pencho para ver si le hacía falta un repaso.

Mientras les duró el resuello estuvieron dándome consejos y preguntándome si todavía seguía tirando el dinero o si había sentado ya la cabeza y lo guardaba.

Yo llevaba un taco bueno porque tenía lo que me dio Camilo, de mi parte por el rebaño de cabras que le di, y dos mil pesetas mías que me dio don José Manuel al volver del moro.

—Se las tomo —le dije yo— porque pueda jurar alguna vez que usted me dio ese dinero, que luego me loquean preguntando ¿dedónde?, ¿de dónde?

Tenía yo más de diez billetes y a las dos viejas se les pusieron los ojos como panderetas.

—¿Y qué vas a hacer con eso?

—¿Y por qué no le das a la Encarna para que te lo guarde?

—¿Y por qué no vas a Jerez y le compras a Pencho ropa y calzones blancos, que habrá que ver cómo estará la criatura?

Allí me arreglaron las cuentas y la Encarna también mojaba sopas y era conforme con lo que decían las viejas. Pero a lo último me dice:

—En lugar de estarte dando cuartos a tu hermano para que la Carmen se compre colonia, debías abrir una cartilla para juntar.

—Sí, y en cuanto tenga cuatro cuartos, ya tengo encima a los civiles preguntando ¿de dónde los sacas? ¡Pues tardan bastante en tomarle los vientos a los cuartos!

Total que yo había pensado irme aquella misma noche, pero se me echaron encima: la abuela con que fuera a Jerez a comprar cosas para Pencho, la Encarna guiñándome el ojo, la madre diciendo que un día era un día y no iba a volverme a lo mío sin ver nada.

Hablaban todos no como antes, sino como el que tiene la fuerza y sabe que uno anda mendigando la golosina.

Yo no sé por qué me aguanté allí, ni cómo a todos se nos olvidó Pencho, porque hasta Pablo estuvo de broma conmigo.

—Este campo sin monte, alto ni bajo, pesa. Yo ahora lo bebo tinto para que me dé ardentía, porque así no echo de menos ni las hambres, ni los berrinches.

La falda de la Encarna y el descote de la Encarna con unas cintas de esas que le asomaban, de tirar de las tetas para arriba, me tenían sobresaltado de una forma que por la noche no pegué ojo y me entraban sudores por las manos.

Al otro día, a las seis de la tarde, fuimos donde el surtidor y nos subimos a un camión de los militares que iba a Jerez.

A mí me daba achare ir trajeado como uno va siempre, al lado de la Encarna, tan bien puesta y con tanto lujo. Por fuerza tenía que ir haciendo mal papel.

Ella no paraba de meterme por aquellas calles y venga de hacerme mirar lo que vendían en las tiendas como si aquello tuviera un mérito del otro mundo.

—¡Si hubieras estado aquí por feria! —decía—. Todo el señorío montado en las jacas, venga de ir a los toros y de bailes sueltos y agarrados. ¡Se arman unos polveríos que tenías que verlos! Pues ¿y la Semana Santa? Aquí es donde tú debías venirte, no en el campo alumbrándote con el candil.

Yo la escuchaba y no la escuchaba, pensando que estaba muy guapa y que ya nunca volvería a ser lo que fue. Nada de lo que decía tenía sentido, ni tampoco lo que yo pudiera decirle lo tendría. ¿Le iba a decir que en aquellas calles no había un pájaro, ni siquiera un venado tonto de recría? ¿Le iba a decir que mejor muerto que toda la vida pisando un suelo que no deja andar sin hacer ruido?

Allí uno no era uno, ni allí pintaba nada, como don Senén en el monte. Le di a la Encarna todos los cuartos y le dije:

—Toma, guárdalos tú, si quieres gastarlos, los gastas.

Me quedé con dos billetes y medio, pero a última hora entramos en un sitio y le compré un reloj que costó cuatrocientas.

—Una cartilla voy a abrir yo con esto, que, si no, la abuela se lo queda —me dijo—. Tú no vayas a decir nada, que lo que yo te guarde, guardado queda.

Toda la tarde estuvimos tonteando y cuando se hizo oscuro encendieron la electricidad, que en algunos sitios parecía de día.

Yo no sabía por dónde andábamos porque todo era igual y todo mi afán era salirme al campo, donde no se viera una casa. Por eso le dije a la Encarna que fuéramos donde paraba el camión, no fuera cosa que lo perdiéramos.

—¡Qué va! Si, hasta que no se acabe el cine y vuelvan los soldados, no se va.

Pero me llevó allá porque notó que no me hallaba andando por las calles. Me llevó donde hay un parque y dijo:

—Ahí junto para el camión. Pero mientras no se acabe el cine, no sale. ¡Tenías que ver lo bonito que está el cine!

—Yo lo vi una vez cuando hice el servicio. Los moros y los franceses peleando por tonteras. No le encontré tanto mérito como dicen porque todo es mentira, que ni pelean ni nada, sino que hacen el paripé para que los retraten, como yo retraté una vez a los corzos. Lo de los corzos sí estaba bien, para que tú veas.

Nos sentamos en un banco y no paraba de rajar contándome cosas de vestidos, de lo que hacía donde la señorita, de los guisos por lo fino que sabía hacer y de que se había comprado un cepillo para los dientes.

—A lo primero me salía sangre —dijo—, pero ahora mejor me estoy sin comer que sin darme con el cepillo.

Yo la miraba y no la oía porque le asomaban las mollas de los jarretes, con la falda por encima de la rodilla, y no se las tapaba.

Seguía hablando y yo estaba con fatigas, hasta que me tomó de la mano y me encontré con valor para darle un achuchón.

—Estáte quieto, Juan; cuando nos casemos lo que quieras.

¡Bueno estaba yo para esperar a casarme allí en el parque! Me quedé tan chingado que me preguntó:

—¿Te has enfadado conmigo?

Me levanté del banco y le dije que no con la cabeza, pero sólo tenía ganas de marcharme. Entonces, fue, me tomó de la mano y me hizo sentarme otra vez.

Estaba yo tan fastidiado que ya no tenía palabras y me entró el apuro, como cuando ella vivía en la Avispa y a mí se me ponían tontas las piernas de verla. Como es muy lista, echó cuenta de que me pasaba eso y me apoyó la cabeza contra su hombro, para decirme, como si yo fuera una criatura:

—Tienes que ser bueno, para que podamos casarnos.

—Yo ya quise hacerlo y tú dijiste que no.

—Quien dijo que no, fuiste tú.

Como yo seguía serio, apoyándome en una mano para no cargar sobre ella, me la cogió y se la puso encima de las rodillas y, entonces, no sé lo que me entró. Estaba medio echado en su hombro y al tiempo que la abrazaba, le tiré la mano libre piernas arriba hasta que la dejé sin fuerza. Nos fuimos al suelo, pero en cuanto se dio cuenta de lo que estaba pasando, se me revolvió como una gata y no la tuve más tiempo que el gallo pisa la gallina.

Yo estaba que se me pegaba la camisa al cuerpo y ella se levantó como cuando el toro lo levanta el puntillero, pero nada más ponerse en pie, se me abraza y empieza a darme besos y a decir:

—¡No ha pasado nada, no ha pasado nada, gracias a Dios, gracias a Dios!

Yo estaba avergonzado, desabotonado, pringado de arriba abajo y con ganas de morirme, porque le manché el vestido nuevo y porque decía que no había pasado nada, ¿qué más podía pasar?

Se limpió el vestido, se me abrazó y estuvo dándome tantos besos que hasta los labios me escocían y aquello ya no me parecía beso ni nada.

Con el sofoco se me cortó el cuerpo y a pesar de lo cariñosa que estuvo conmigo, de las cosas tan buenas que me dijo, yo no podía evitar tenerle como coraje, no con la cabeza, sino una rabia por dentro que me cerró la boca y el corazón.

Cuando los soldados empezaron a acercarse allí, a esperar el camión, ella se estuvo arreglando el pelo y se levantaba las faldas para sacudirlas, venga de canturrear:

Dime que me quieres,

dímelo por Dios.

Cantaba aquello y me guiñaba el ojo y se traía un jugueteo conmigo que yo estaba seco para disfrutarlo, aunque recordarlo después me haya consolado mucho.

Cuando llegamos a lo de Pablo, todos estaban durmiendo, pero la Encarna no quiso dejar el palique.

—¿Te vas mañana?

—Mañana.

—Sí, tienes que irte y cuidar de Pencho.

—Iré a verlo.

—¿Se morirá?

—Don Celestino dijo que estaba muy malo.

—Lo que dice la abuela es verdad, tienes que echarle una mano.

—Aquí todos creéis que Pencho es cosa mía.

—Y ¿no es cosa tuya? Es mi carne. —Lo dijo así, muy hondo, como queriéndome dar mucho lado con ella. Me tocó la cara con la punta de los dedos y volvió a repetirlo:

—Es mi carne.

—Tu carne es, pero él nunca quiso comer ni apartarse de las faldas. Así no hay puntería ni vida.

—La culpa es tuya también. Ya que padre está aquí, a ti te tocaba echar cuenta de él.

—¿A mí? ¡Estáis todos buenos! Siempre tirando, siempre empujando, como si yo tuviera lugar para lo mío y para lo de los demás. Mi hermano Pepe me dice: Dame cuartos que a ti nada te cuesta ganarlos. Vosotros decís: tú que estás allí, echa una mano a Pencho; la Manuela también dice igual: tú que estás aquí echa una mano a la Sinta. No lo digo por nada, pero después, el Pepe me dice: Deja la cacería y vete de guarda a la Zarza, y tú me dices: deja la escopeta y todos igual. Con la escopeta puedo ser bueno para vosotros. Si no hubiera escopeta y nunca hubiera podido echaros una mano, ¿qué es lo que diríais? Yo sin tiempo me habría casado contigo. Lo sabes.

Dice la Encarna:

—Eso dices tú, pero tu querencia está en el monte. Si, un suponer, tú te encapricharas con otra que no conmigo y me dijeras: Encarna, yo me caso contigo pero no puedo dejar a la otra, ¿iba a ser yo conforme?

—La escopeta no es una mujer.

—No será una mujer, pero la escopeta es el sobresalto y es la guardia civil y son las guantadas y es vivir como las fieras. Para ti, donde no puedes ir con la escopeta, no es sitio en el mundo.

Como decía la verdad me quedé más callado que en misa. Dice:

—Cuando me hiciste el chiquillo, me dije: ¡Anda, ahora se buscará cualquier cosa! Pero en nada ibas a ganar lo que ganas cazando ¿no lo sé yo? Cuando nació, asustadita estaba pensando que mi suerte estaba a tu lado. Con el crío ¿cómo no iba a estar a tu vera? Por eso siempre creí que Dios se lo llevó para que eso no pasara. Con el chiquillo, yo habría tragado la escopeta, carretas y carretones.

—Y estarías feliz.

—Yo sé que lo estaría. Para mí no puede haber otro como tú. Esa es la verdad. Pero yo no quiero que por buscar cuartos para tu casa, llegues un día con los morros sangrando y te traten como a los criminales. Bastante tuve con ser hija de un cazador y con ver llegar a padre, una vez y otra vez, marcado.

—Eso son tonteras.

—¿Tonteras? ¿Tonteras estar comiendo un cacho de pan y decir: esto le costó a padre una cachetada en la cara? Si lo mataran por hacer su gusto, ¡anda y que le dieran!, pero que peguen a un hombre por traer de comer a su casa, no se puede pasar. Por eso nunca quise boda y escopeta y por eso mismito no he querido que me hicieras un chiquillo esta tarde. Ya lo sabes.

Nunca dijo la Encarna nada con más sentido. Cuando se acostó a dormir yo estuve rezando a la Virgen para que se hubiera quedado preñada, aunque ella hubiera dicho: ¡No ha pasado nada, no ha pasado nada!

Cuando yo llegué, a Pencho le habían echado el agua y estaba el párroco allí con don Celestino y su señora, rezando lo de Padre Nuestro y yo contesté, también, lo del Pan Nuestro, porque desde que me lo aprendí en el servicio, nunca lo olvidé. El párroco no dijo nada de si yo rezaba bien o mal, pero se le notaba que era conforme conmigo.

Pencho no se murió aquel día, ni al otro, porque hasta se esponjó un poquito y estuvo de broma conmigo a la cuenta de unos calzones blancos que le compré, como dijo la abuela; se murió al otro día por la tarde y yo no me separé de su cama en todo aquel tiempo porque era la misma carne de la Encarna.

Don Celestino me dijo:

—Hay que enterrarlo.

Yo le dije que no se preocupara que yo tenía dos mil pesetas, y que si la caja valía mil trescientas, todavía quedaba un pico para pagar el coche y el caballo, porque Pencho no estaba apuntado donde el Ocaso, que te entierran de balde. Pero como había que pagar más cosas, yo dije que no se preocuparan que yo traería los cuartos y le escribí a la Encarna; le puse:

«El Pencho se ha muerto y aunque yo tenía para la caja, resulta que hay que pagar donde el cementerio para que lo pongan en un sitio decente, que si no lo echan al hoyo como a los perros. Haz el favor de mandar tres mil pesetas cuando venga tu padre a ver el muerto. Le compré los calzones blancos que me dijo la abuela».

Como yo no tenía sobre, ni yo sabía poner bien las señas de Pablo, porque era muy largo y muy liado, esto arriba, esto abajo, la señora de don Celestino la leyó delante de todos y alguien, no sé quién, lo charló, y ya contaré lo que me pasó a la cuenta de eso.

Cuando Pencho estaba ya enterrado, llegaron Pablo, la madre y la abuela, todos de negro, con los ojos llorones, y fueron al cementerio a ponerle flores al pobre muchacho. La abuela y la madre, como siempre andaban como los cuervos, se ahorraron gastar en luto. Las dos me besaron y las dos me dijeron:

—Para decir verdad, tú has sido un hermano para Pencho y Dios te lo tiene que tener en cuenta.

Yo se lo agradecí porque era lo primero bueno que les escuchaba decirme.

En el entierro, sólo estuvimos don Celestino, el párroco, el Goro y yo. Miguel no pudo venir y lo mismo les pasó a Pepe, mi hermano, y a Rico, uno porque no podía dejar la Sinta, otro porque estaba malo y otro por los líos que había aquel día en la Zarza.

El lío de aquel día fue lo nunca visto y, si pasó lo que pasó, culpa de la señora fue, pues don Gumersindo había ido donde la Francia a ver unos franceses, asunto de mandarles caballerías, y ella quiso aprovechar su ausencia para poner torcido lo que él dejó derecho y derecho lo que él dejó torcido.

Se dijeron muchas cosas, que cualquiera sabe si serían verdad o mentira. Dijeron que ella había cogido unos miles de duros de la caja, para decir:

—Han robado otra vez. ¿Ven ustedes cómo no fue la tata la que robó? Ahora ella no está.

Otros decían que ella escuchó ruido por la noche y empezó a dar gritos y le entró el faratute y que era verdad que habían robado.

Pero lo más grande de todo, fue que alguien dejó caer en la Zarza que la noche del robo me habían visto a mí pegadito a la casa. Yo estaba en lo de Pablo y en cabeza de nadie cabía que yo me iba a llegar allí a robar; pero como se supo que yo pagué el entierro y que había escrito a la Encarna pidiéndole cuartos, me llevaron preso y para sacarme que yo había robado, me dieron una clase de paliza que hasta malo me puse.

Fueron donde Pablo, registraron toda la casa para ver si había cuartos, y menos mal que la Encarna, que siempre fue más viva que un lagarto, les dijo:

—Juan me pidió dinero para el entierro porque él no lo tenía.

—Pero él te mandaba a ti lo que robaba.

—Ni él robó nunca nada, ni en esta casa hace falta que el pobre Juan arrime nada, ¿no trabajamos todos?

Cuando ya me habían puesto de ladrón y ya me habían puesto la cara como un Cristo, se enteraron que yo no podía haber estado en la Zarza la noche del robo, pero la señora dijo:

—¡Ese Lobón fue, que lo vieron aquí!

—¿Y quién lo vio?

—Pues el Molino dice que él cree que era Lobón.

Llevaron al Molino al cuartelillo y él dijo, que, así de pron to, no cayó en que podía ser yo, que el vio un tío allí junto a la casa y se pensó que sería alguien que llevaba algún man dado al Manuel; pero al día siguiente, en la Casa de Postas, el Manolo le dijo que me vio en el coche de línea y que era muy raro que yo viniera de allí, porque, para sus cuentas, yo estaba en el moro. Entonces dijeron:

—¿A ver si lo del moro fue un achaque y ni al moro fue?

Dos tortas le tiró el cabo al Molino por decir aquello y, de seguido, viene a soltarme, pero el juez dice:

—Se queda preso.

El cabo dice:

—Todo esto ha sido una calumnia, lo que estamos haciendo con este muchacho no lo pagamos ni aunque nos quiten el pellejo.

Dice el juez:

—Deje estar el pellejo, que la señora ha dicho que fue Lobón y ha puesto su denuncia en regla.

—No fue la tata, fue Lobón —decía ella.

Hubo muchos papeles, muchos jaleos de los civiles de aquí, de los de allí, de donde vivía Pablo, del coche de línea que si subí o no subí. Llegó el teniente, me abrió la puerta y me dice:

—¡Fuera de aquí! Traigan todo lo que le tienen apuntado a Lobón.

Le llevan mis papeles y tris, tras, los rompe todos delante de todo el mundo.

—A tu casa —me dice y le suelta al cabo—: Es la última vez que se molesta a este hombre: usted me responde.

Después me enteré que el juez se puso de parte del teniente y decía:

—¡Pero esa mujer no tiene nada en la cabeza! ¿Cómo podía uno pensar que una señora tan principal iba a decir una cosa así sin ser verdad? Pero que vuelvan a apuntar todo lo que sabemos de Lobón y que lo guarden, porque don Senén me ha dicho que quiere que lo manden donde el Juez de los vagos y los maleantes, no sea que ahora, porque tiene razón, se dedique a cachondearse de todos nosotros.

El teniente, creo que dijo:

—Bueno, que se lo vuelvan a apuntar, pero no hay derecho a las cosas que le estamos haciendo a este hombre.

Cuando volvió don Gumersindo armó una sonada y le dijo a la pava:

—No sólo has fastidiado a Lobón, sino que a mí también me has fastidiado, porque has ido con una mentira a denunciarlo y yo ahora no podré hacerlo ni aunque tenga yo razón.

Allí mojaron sopas todos, don Senén apareció, como un perro salido, a convidar al juez y a hablar seguido, el abogado de don Gumersindo también lo convidó, y nadie sabía lo que querían hacer conmigo, porque decían:

—Lobón no hizo nada, pero la señora es de lo más principal y no puede quedar tirada por los suelos por esa tontera, que por lo menos quede la cosa ahí y no se vuelva a hablar más. ¿Por qué dice el teniente que a la señora había que hacerle esto y lo otro? ¿Es que no sabe lo principal que es ella? ¿Y quién es Lobón?

Nada de lo que he puesto aquí lo supe boca a boca porque me lo dijera nadie que lo hubiera oído, pero eso es lo que corría por el pueblo y por el campo y así lo pongo yo aquí, porque eso es lo que cundió aunque no fuera toda la verdad, ni toda la mentira.

Pasó casi una temporada entera sin que vieran reses lastimadas en el vedado y alguien llegó a decir:

—¿No sería Pencho quien las lastimaba?

No conocían a Pencho los que dijeron eso, porque él no podía subir un repecho sin que le hirviera el agua, como decía Bocacrol cuando se cansaba subiendo monte:

—Me jierve el agua y tengo que parar el motor —eso decía.

Eso mismo le pasaba a Pencho, que le hervía el agua y tenía que sentarse para ir de la lobera al ventorrillo.

Con este motivo, don Senén no tuvo ya motivo para ir a la Zarza, porque él sólo subía allí para hablar de lo que podían hacerme o dejarme de hacer, aunque en el capotillo llevara unas ganas muy grandísimas de ponerse amigo de don Gumersindo para que lo invitara al vedado, cosa que nunca consiguió.

También tenía ganas de mojar sopas en los asuntos de él, porque allí en la Zarza olía a cuartos y él estaba chingado con que don Gumersindo estuviera soltándole cuartos al otro abogado sin darle a él nada.

Esto nadie me lo ha contado, que yo lo escuché un día poner como los mismísimos trapos al otro abogado, a espaldas de él, porque tenía pelusa de los cuartos que le sacaba a don Gumersindo.

Cuatro meses después, en el verano, ardió el pajar de la Zarza y allí estuvimos apagándolo un día entero, y don Senén, nadie supo por qué, dijo:

—Eso fue Lobón.

—¿Por qué dice usted que fue Lobón? —le preguntó el cabo.

—¡Hombre, yo no lo he visto!, pero donde hay un cerillazo está ése cerca. Siempre tiene algo que ver con asunto de cotos y vedados: la Casa del Fraile, el chaparral de la Zarza y ahora esto.

—Sí y su auto también.

—Mi auto no fue él, pero ya escucharon todos que se hinchó de decir eso, el muy animal, para comprometerme.

—Cuando la Casa del Fraile, nadie lo culpó y el Seguro pagó.

—Sí, pagó el Seguro, pero entonces nadie podía figurarse qué clase de pájaro era ese Lobón.

El cabo me dijo:

—Juan, don Senén dice esto y esto. Va siendo hora que sientes la cabeza para no dar que hablar a la gente.

—¿Y qué culpa tengo yo de que charlen?

—Mira cómo del párroco nadie dice que va metiendo cerillazos.

La cosa se me había puesto muy malamente, porque raro era el día que Manolo, el de la Casa de Postas, no viniera a lo mío a meter las narices, y un día terminé por decirle:

—Manolo: es la última vez que te veo aquí.

—Yo puedo ir donde me dé la gana. ¿O es que has comprado la cañada?

Le tiré un tormo a la barriga y luego otro y luego otro, hasta que salió por pies, gordo, colorado. Apreté detrás de él y lo trinqué del cinturón.

—Escucha lo que te digo: ya me has cansado y si te arrimas a lo mío, o te asomas a verme pasar, te quemo la casa: por mi padre.

Se asustó mucho porque a mí me entró muchísima soberbia y comprendía que ya estaba aburrido del todo.

Finales de julio o primeros de agosto sería cuando empezaron otra vez los cochinos a morirse a chorro, y otra vez volvieron los inspectores a quemar las piaras enteras, que dejaban el campo con un pestazo a chicharrones que revolvía las tripas.

A don Gumersindo le quemaron más de quinientos, en la montanera, y quemando los cochinos volvieron a aparecer reses plomeadas allí mismo, porque como no había yerba y todo estaba fatal con la sequía, ponían cajones de alfalfa y de pienso para que los venados y todas las reses tuvieran algo de comer. Una de las reses que encontraron ya podrida fue el venado que yo me traje del Tomellar, le cortaron la cabeza y allí la pusieron en la entrada de la Zarza.

Entre el disgusto de la peste y el del venado, don Gumersindo se fue donde el juez y se puso amigo, otra vez, con don Senén.

Yo estaba inocente de todas estas cosas y muy mal de cuartos, pues como a la Casa de Postas ya no llevaba ni un mal pájaro, y Tocino, el recovero, había tomado miedo a comprarme nada, y no había ni un conejo para reclamo, ni una gorda tenía en el bolsillo.

Fue entonces cuando Daniel el ferretero me llamó. El tenía en el Molino, aparte de una piara de cerdos de montanera, unos cochinos franceses divinos, color de rosa, para engorde. Me dijo que como los inspectores estaban yendo y viniendo por allí, él quería que yo escondiera un verraco y una hembra de los franceses, para que no se los mataran porque no quería perder la simiente. Me dijo:

—No quiero decírselo al chiquillo del Sevillano, porque como es cosa que no está bien, aunque de sobra sé yo que los cochinos más sanos no pueden estar, prefiero que lo hagas tú. Te vas allá, los metes en la broza junto al torno del río y los dejas allí atados hasta que esto no se aclare.

Para mí iba a ser una pensión tener que llevarles de comer a aquellos cochinos, pero no supe decirle que no.

Fui al río, até los cochinos, un macho y una hembra y me volví para el pueblo. Pero al otro día, como el suelo en aquella parte es de arena, los dos habían arrancado las estaquillas y se habían ido por ahí.

Se lo conté a Daniel y dijo que no me preocupara, que seguramente al Molino no iban a ir los inspectores y que tal y cual. Pero unos días después, vuelve a llamarme con urgencia y subo al pueblo. Me pongo a buscar a Daniel y por último me lo encuentro en el bar. Me dice:

—Hombre, Juan, tienes que encontrar los cochinos sin más remedio.

Me habló que tenía unas guías, que si ya habían quemado toda la piara, pero iban a volver porque decían que había cochinos franceses y también los iban a quemar. Que si debían estar dentro de la Zarza, que yo me entrara allí con mucho cuidado, que tal y que cual.

Al rato de estar charlando, venga conque el cochino por aquí y el cochino por allá, me di cuenta que don Senén estaba sentado en una mesa allí junto a nosotros y que el Mudo, el betunero, le sacaba lustre. Noté yo que alargaba la oreja, pero ni siquiera eché cuenta de él para mirarlo.

Me dice Daniel:

—¿Cuándo calculas tú que podrás dejar eso listo?

—Pues no sé, si los cochinos están en la Zarza, me calculo yo que no andarán muy perdidos.

—Veremos a ver porque a lo mejor se presentan el lunes porque me han avisado y si no tengo la piara allí, me pueden poner multa.

Total que él no tenía allí a nadie porque el Sevillano tenía un pinchazo en un dedo, los cochinos andaban perdidos y los inspectores podían llegar. Yo tenía que juntar la piara y esconder un verraco y una hembra. De eso fue de lo que charlamos, no de otra cosa.

Pero cuando se va Daniel, con mucha prisa, don Senén me hace señas con la manita, así, como el que dice: «ven para acá que te se va a caer el pelo».

Hace señas, ya digo, y yo ni caso le hago.

—Ven, ven para acá —dice.

Y yo como si estuviera sordo como el Goro.

—Lobón, te estoy llamando. ¿No me oyes?

Y yo mirándolo, apoyado en el mostrador.

Se pone de pie y da un bocinazo:

—¡Lobón!

Yo encojo la nariz y entonces se me viene como si fuera a pegarme, muy valiente porque allí había personal. Me mete las manos por la cara y dice:

—¡Ni se te ocurra entrar al vedado!

Yo sordo, nada, ni caso.

—A ese señor que te habla de tú se le va a caer el pelo por mandarte que caces —dice.

Entonces, le digo yo:

—Vaya usted a la mierda, don Senén.

Se hizo como corro y yo seguí allí apoyado en el mostrador. Don Senén se vuelve muy deprisa y sale manoteando del bar.

—¿Qué le pasa a ése? ¡Anda que se lo has dicho claro! —me dijo el del bar.

Yo no eché más cuentas y me bajé al Molino. Estuve toda la tarde juntando cochinos y empujándolos al río, los metí en la córrala de junto a la casa, y me llevé atado de la pata un verraco para taparlo allí en los tarajes, en un apretado que había mucha zarza y tomatillo del diablo. Ya oscuro me subí al pueblo y me fui a comer a lo de mi hermano porque no tenía cuartos.

Durante tres días estuve yendo allí mañana y tarde a echarle a los cochinos amasijo de salvado, pan duro y yerba, y era tontera que yo fuera porque el Sevillano estaba allí y sabía de sobra que los cochinos estaban tapados en el río.

Al día que hacía cuatro, por la tarde, me dice el Sevillano:

—¿Qué estarán armando la gente de la Zarza ahí en el torno, que no han parado toda la mañana y toda la tarde de pasar y repasar, como escondiéndose?

Me llegué al río con el amasijo y una tabla y estando allí, aclarando la soga a la cochina que se había liado, me aparece Rico, escondiéndose, muy misterioso:

—¡Juan, menos mal! —me hacía señas que me tapara.

—¿Qué pasa?

—¿Pero tú estás aquí? ¡Calla hombre! Que dijeron que ibas a traerte aquí un cochino, y ahí están todos hasta con máquinas de sacar retratos, ¡como te lo digo!

—¡Anda, pues aquí están los cochinos, ahora mismo los suelto!

—¡No, hombre no, un jabato es lo que decían que ibas a traer!

—¿Un jabato? ¿Qué tonteras estás diciendo?

—Ahí está el amo con don Senén…

Entonces caí en la cuenta que don Senén había sacado punta por mal sitio a lo que Daniel y yo charlamos. Le digo a Rico:

—¿Y no me han visto trajinar por la casa?

—Sí que te vieron pero no echaron cuenta que eras tú. Yo me di cuenta cuando te vi en el mateado.

De primeras dadas tuve miedo y volví a la casa escondiéndome, pero ya allí le digo al Sevillano:

—¿Tienes por ahí un cacho tubo de hierro?

—Los rulos del molino, pero están hechos polvo.

Aquellos rulos eran más gordos que un brazo y estaban llenos de boquetes. Cogí el más corto y le metí en un medio horcate que había tirado. Le digo al Sevillano:

—¿Parece esto una escopeta?

—Un trabuco parece.

—Entonces, bueno es. Lo que me falta ahora es un pellejo de aceite.

—Pero ¿qué vas a hacer?

—Cachondearme de la gente de la Zarza. Con un pellejo, menudo cochino iba yo a hacer.

El Sevillano me miraba como se mira a los locos. Le dije:

—Si te quieres reír, vete a las lajas altas del lado de acá del torno y espérate allá.

Entonces corrí tapándome para el mateado, pasé a la Zarza y estuve un rato marcando a unos y otros y hasta me entró miedo de pensar que si me cogían con aquel cacho de hierro en las manos, entre todos los que estaban, lo mismo me molían a palos.

Se habían puesto con mucho sentido, el Felipe y el Rafael, en los primeros contrafuertes del arroyo seco, el Molino en la punta de abajo, en lo más alto, con mucho campo. Rico estaba en la parte baja del torno, un poco más arriba de donde yo tenía amarrados los cochinos, y debía ser Vitilo el que estaba subido arriba, al borde de la umbría, que lo vi porque recortaba todo su cuerpo contra el cielo. Si llega a ser verdad que yo vengo allí rodando un jabato, me trincan por fuerza porque tenían tomadas todas las salidas.

Como yo entré de fuera adentro, sólo tuve que tener cuidado con Molino, que me caía en la enfrentada pero para mirarme tenía el sol en los ojos, y no le caía yo demasiado cerca. Yo quería llegar a las piedras para marcar a don Senén y a don Gumersindo, pero no hizo falta, porque al rato, escuché la voz del abogado que no sé qué decía.

Subí a las piedras y allí, haciendo muchísimo ruido, me dejé caer dando botes, hacia el río, como el que viene perseguido. Qué botes no daría yo, que se me salió el rulo del horcate y allá se fue dando unos hierrazos que daba miedo.

Botando yo para abajo se arma un griterío del Molino que empieza a decir:

—¡Ahí va, ahí va!

Yo crucé el río y me subí a las lajas, donde estaba el Sevillano y al rato se escucha un ramoneo horroroso al otro lado del río y aparecen las carotas de don Gumersindo, don Senén, el Molino y el Felipe.

Entonces le digo yo al Sevillano que estaba allí mirando, muy serio, sin entender de qué iba la cosa:

—Esa gente ha venido a hacerme un retrato con cochino y no es cosa que se vayan de vacío.

Se lo decía bien alto para que se enteraran todos, y medio acharado, medio muerto de risa, me eché abajo los calzones y me puse a hacer la necesidad.

No hago más que apretar, suena la voz de don Gumersindo, al otro lado:

—¡Muy buena, Juan, muy buena! Cuando acabes, ya irá don Senén a comérsela entera. ¡Te tenías que cagar en todos, ya lo sabía yo!

Y se aguantaba los pantalones con las dos manos, riéndose, y me echó las fotografías diciendo muchísimo disparate.

No sé cómo terminó aquello porque me quité de en medio, muerto de vergüenza y el Sevillano me decía:

—¡Valiente marrano y poca vergüenza estás tú hecho!

Aquella tontera trajo cola, pero no contra mí, sino contra Daniel porque le armaron un follón horroroso. Yo esto no me lo sé muy bien porque nunca acabé de entender el pito que tocaba en esto don Senén, pero lo que sí que sé es que a partir de aquello don Gumersindo y don Senén empezaron a tirarse bocados. Ya digo que ni siquiera escuché a nadie decir por qué o por qué no se enfadaron tantísimo.

El lío gordo empezó porque el Daniel le sacudió dos buenas guantadas a Aldavaca Sánchez, que era el alcalde, y el alcalde se las tragó, porque le había mentado la madre. Pero los otros Aldavaca se juntaron y dijeron:

—Tú eres autoridad, que Daniel vaya preso.

Entonces don Senén dice:

—Nada, hombre, ése va preso porque él es el que paga a Lobón para que lastime el vedado. Yo lo denuncio.

Y lo denuncia. Pero don Gumersindo dice:

—¡Aquí el único que denuncia soy yo, que el vedado es mío, y con el tapujo de Daniel, quieren ustedes mojar sopas aquí. Los Aldavacas bien puercos que fueron toda la vida, aunque sean mis parientes!

Mucho fue el lío que debió armarse donde el juez, porque don Gumersindo salió malo de allí y el alcalde tuvo paño en un ojo más de diez días. Si le pegó también o si no le pegó, nadie lo supo.

Los Aldavaca y don Gumersindo no volvieron al pueblo, sino que todo empezaron a liarlo don Senén y el abogado de don Gumersindo, que se comían donde el juez y luego tomaban copas, tan tranquilos, en el bar. Qué jaleos no armarían con tal de sacar cuartos, que allí obligaron a que Daniel se trajera otro abogado, que también sacaba cuartos, y como salió a relucir que yo había escondido dos cochinos para que no los mataran los inspectores, todo se mezcló.

—El Daniel le dice de tú al Lobón, y sin embargo los Aldavaca quieren apuntarse en el vedado con sus dineros por delante, que por eso don Gumersindo ha dicho tanta infamia de ellos.

El juez dijo:

—Aquí están todos peleando por una tontera. Lo que hay que hacer es meter preso a Lobón y ya no habrá nadie que le dé cuartos por nada.

Entonces el teniente de los civiles dijo:

—Todos los señores le han dado cuartos al Lobón: don Gumersindo el primero, y usted, juez, también le untó bien cuando lo del cachavazo para que se callara la boca.

—Eso que dice el teniente es la pura verdad —dijo el juez—. Habrá que esperar a que el Lobón haga una de las suyas y entonces lo metemos preso.

El Daniel tuvo que pagar un multazo gordo y don Gumersindo también pagó, pero don Senén se quedó chingado porque él quería que todos se hubieran hecho amigos para quedarse él en el ombligo de todo, hablando seguido.

Estando en estas cosas, sube la camioneta de la Zarza con una jabalina muerta que encontraron en la Zarza, todavía caliente, pegadita a la vereda. La dejaron en el patio de la herrería para que la viera el juez, pero la vio todo dios menos el juez porque a la mañana no quedaban más que los huesos.

El Clemente había dicho al cabo:

—Don Gumersindo me dijo: di allí en el pueblo que esas son las razones que yo tengo para decir lo que digo.

A mí no me podían echar la culpa porque yo estaba sin moverme del pueblo, pero aquello me soliviantó porque como había la peste lo mismo se moría alguien y encima me echaban a mí la culpa. Si no llega a haber peste, ni huesos dejan.

Le dije a mi hermano Pepe:

—Al hijo de su madre que está haciendo cosa tan puerca, le voy a dar fuerte.

Me dice el Pepe:

—¡Calla, hombre! Que esa cochina la matamos entre el Goro y yo esta mañanita.

—¡No me digas! ¿Tú?

—El Goro vino a verme y me dijo: vente conmigo que hay que matar lo que sea en la Zarza para que se lo encuentren allí. Si no lo hacemos, a tu hermano se lo cargan.

Lo que le entraría al Pepe, con lo medroso que siempre fue, y sabiendo que los guardas de la Zarza tenían mandado tirar al bulto y después preguntar qué hacía uno allí, ni lo imagino.

Pero la cochina, muerta, la dejaron en la vereda con un tiro en el corazón y todo dios supo que no la habían matado allí, sino que la habían llevado donde se viera. Don Gumersindo dijo:

—Eso es alguien que quiere tapar al Lobón, y vete a saber si no han sido los guardas de casa que todavía le están agradecidos.

En el pueblo todos los días había escándalo, hoy era que los mozos de Cabrahigo se liaban con el Molino, mañana que el Molino iba a las Tenadas y se despachaba a su gusto con las mujeres, al Rafael le pegaron, a don Senén le tiraron una piedra al auto y le hicieron un bollo. Subía la señora, la pava, al juez a decir que la tata no robó, que el que robé fui yo, que ella me vio con sus ojos. Subía don Gumersindo a decir que no le hicieran daño a la señora, que decía aquello de boba que era.

Y yo, sin un cuarto, no me atrevía a dejar el pueblo y mi hermano me decía:

—No te apures por el gasto: tú te quedas conmigo hasta que pase el achuchón.

Cómo serían los líos, que todo fue donde el juez de Ronda o de Grazalema, porque del pueblo decían:

—Ese juez es muy poca cosa para una pelea tan grandísima.

Hubo multas para todos y yo estaba viendo que a mí me iban a fusilar o algo parecido, porque hasta quitaron al alcalde Aldavaca y pusieron al boticario, ese calvo de las gafas.

Yo no sé cómo es la palabra que le decían al juicio que les hicieron, pero todos perdieron algo y ninguno quedó contento.

Mientras los abogados peleaban fuera, aquí, seguían viéndose reses lastimadas, y el cuartelillo era como la casa de María la Tetona, venga de entrar tíos, todos a lo mismo; sólo que aquí, no era a María a la que venían a darle, sino a mí.

Subía el Clemente, el Rafael, el Molino, los inspectores de los cochinos, todos los Aldavaca, don Senén, el veterinario. Todos daban las quejas de algo que tenía que ver conmigo.

Pero el teniente dijo que a mí nadie me ponía un dedo encima sin que le explicaran el motivo, y por eso seguía libre; sin un gordo, pero yendo y viniendo por la plaza.

Con estas cosas yo me dije que si no encontraba pronto al que me estaba ensuciando el campo, terminarían por meterme preso.

—Tengo que ir a la Zarza —le decía al Goro y al Pepe.

—Tú te estás aquí, que ya reventará la cosa por donde tenga que reventar.

—Pero es que esto es por demás. Por hacer lo mío nunca tuve líos. ¿Y los voy a tener porque les dé la gana a los Aldavaca? Nunca echaron cuenta de lo que yo mato o no mato; echan cuenta de lo que dejan por ahí de viso.

—Pero a ti te tienen muy marcado y te tienen miedo porque puedes con la mula. Si no pudieras con la mula, ya habrían venido a darte otra vez con la cachava —decía el Goro.

Lo que más apuro me daba era la señora, porque al principio decía que el Molino me había visto en la Zarza y después juraba y perjuraba que ella me había visto con aquellos ojos que se habían de comer la tierra. ¿Pero cómo decía aquello si yo estaba en lo de Pablo? El mismo cabo, yo lo sé, terminó por creerla y si no se determinaba a decirme nada era por el teniente que me defendía por fastidiar a la gente principal.

Al mes y medio, la cosa se tranquilizó por la cara, pero en lo hondo seguía la procesión. Si fue casualidad o fue que vino al pelo, al teniente lo mandaron fuera y vino otro que era casi un chiquillo, casado, y el mismo día que llegó me mandó llamar, me preguntó dos o tres tonteras, con una cara muy seria, y, a lo último, me dijo:

—Usted pórtese bien y ocúpese de sus cosas, yo me ocuparé de lo demás.

Dijo eso porque yo le menté que alguien estaba manchando el campo y yo iba a enterarme de quién era.

Aquel mismo día mandé una carta a Aldavaca y el domingo siguiente me sacó de apuros llevándose un venado, un macho, porque me dije que tanto daba que lo matara yo como que lo plomeara el que fuera. Aquello me sacó de apuros para una temporada.

Ya con cuartos en el bolsillo, empecé a subir al vedado sin escopeta, un día y otro, sin parar. Ya me determiné a dormir en la lobera, pero de vez en cuando me encontraba aquello con un cagajón encima del catre, o la manta manchada de mierda. Tuve que lavar el colchón y la manta en el pozo un par de veces y echar tierra nueva en el suelo porque todo echaba peste. Si llego a trincar, entonces, al que hacía aquello, se lo iba a comer mojado en pan.

Por esto, a veces, dormía en el chozo de la cañada, hasta que amarré allí los perros muy por largo, para que el que fuera, lo pensara antes de entrar.

No recuerdo el tiempo que estuve subiendo al vedado, ni la cantidad de fracasos que se me venían encima. Pensaba en un tío y me tiraba tiempo y tiempo detrás de él, sin soltarlo. Más de una semana estuve con el Quemado que entraba a la Zarza con lazos y perchas, a coger zorzales y algún pájaro. Si dejé al Quemado, fue porque en el tiempo que yo lo seguí, les pegaron a los corzos, y sólo me enteré yo porque rompieron una querencia nueva que duró dos días.

Entonces me fui al Pegujal y tío que se movía, fuera a buscar un borrico, fuera a por agua, me tenía a mí haciéndole sombra.

En todo este tiempo, sólo comí pan y tocino, y me sobraban cuartos para seguir haciendo lo mismo hasta donde hiciera falta. Pero estaba aburrido y con poca fe, hasta que se me ocurrió pensar que el tiempo que yo me fui cuando el cachavazo, todo quedó tranquilo, y que cuando volví volvieron los líos. Entonces me dije:

—¿No estuvo fuera también el Molino? ¿No estaba preso él cuando a mí me estuvieron curando?

Por eso empecé a seguirle los pasos, un día y otro día, una semana y otra semana. Cuando una vez se puso malo estuve cazando cabras, pero tan pronto se puso bueno, a donde él iba, iba yo; donde él se tumbaba, me tumbaba yo.

No voy a contar cómo le fui dando caza, ni los berrinches que tomaba pensando que estaba en el rastro malo; pero su sombra era yo, desde que salía hasta que se echaba a dormir y aún después, a sus pasos estuve.

Muchas noches, con el sol puesto, cuando don Gumersindo estaba fuera, se iban, él y el cojitranco del Manuel, al Pegujal a chicolear con las mozas, porque al Molino le hacían caso ellas y el Manuel, como de escopetero iba por si se perdía un pájaro. También iban a la Casa de Postas y allí bebían vino o se convidaban a comer cabrito. Todo esto lo vi yo.

Decir por qué no me desilusioné, yo no sabría, pues más de una vez me parecía que aquello no tenía sentido y que aquel mate que me estaba dando, no podía sacar agua. Pero una tarde, estando yo dando de cuerpo, escuché un tiro muy chico. Estaba cerca del torno del río y me eché arriba los calzones pronto y ligero. Suena otro tirito y otro más y yo, loco, pensando, ¿qué clase de tiroteo es éste?

Allí estaba el Molino tirando contra una de las tablillas del vedado. No era una escopeta lo que tenía en las manos y yo me quedé encampanado pensando que aquello era el rifle pequeño de don Gumersindo.

Lo que acababa de ver, después de tantísimo tiempo de seguirle los pasos, era una tontera muy grandísima, pero don Gumersindo no le dejaba un arma ni a su padre y por eso yo pensé que estaba en el rastro bueno.

Aquella noche fui tras él hasta la Zarza, entró en la cuadra y salió sin el rifle, silbando y se fue a llamar al Manolo y los dos subieron donde lo de la Médica. Volvió él solo, entró en la cuadra y al rato salió tapándose, llegó a lo de los señores y abrió la puerta con llave. Entró con el rifle y salió sin él.

Eso lo vi yo con mis ojos.

A partir de aquella noche, ya no lo dejé para nada. Había días que con luz estaba yo dentro de la Zarza, viendo cómo él y el Manuel limpiaban las escopetas y todas las armas del amo, metiéndoles un hierro con grata y dándoles grasa de un tarro de cristal, que talmente parecía manteca. El Manuel, a veces, sacaba una botella de las de don Gumersindo, y le tiraba un viaje a morros; el Molino también le daba, ¡valientes granujas!

Pero el Molino no se escurría en nada y yo estaba ya pensando que todo lo que había visto y nada, era lo mismo. Me desilusionaba, pero algo por dentro me decía que aquel lagarto, con aires de torero, no era trigo limpio, y que si los Aldavaca pagaban a alguien, a él tenía que ser.

Una vez, al lubricán, iba yo adelantando al caballo del Molino por los apretados de la Zarza, cuando me veo por delante cuatro o cinco corzos. Aunque llevaba el viento a la espalda no echaron cuenta de mí y, por costumbre, me quedé al acecho. Molino fue acercándose por abajo y estaba lejos todavía, cuando los corzos husmearon el peligro y salieron por pies dando botes, al tiempo que el Molino largó cinco tiros seguidos con muchísimo veneno.

Se quedó con una hembra y yo me quedé embobado de que hubiera sido capaz de tumbarla desde tan largo. Aquello no fue tino, sino casualidad pues nadie puede apuntar un rifle con canuto desde un caballo andando desde tan larguísimo. Yo no sé decir lo lejos que estaba la corza del caballo, pero una cosa disparatada sí que era.

Entonces di por bien empleado el tiempo que había perdido detrás del Molino.

—Te caíste —pensé.

Se echó abajo del caballo, dejó el rifle en el suelo y corrió a por la corza que estaba entre las piedras. El, tomó para arriba y yo parael rifle.

Cuando volvió arrastrando el bicho, descansó y todo, como si hubiera hecho una gran cosa; lió un pitillo y se puso a fumar tan tranquilo, esperando que se echara la noche encima. Pero, de pronto, debió caer en cuenta que el rifle no estaba allí en el suelo y tiró el cigarro recién encendido.

¡No dio vueltas buscándolo! Sudaba, renqueaba, iba y venía, marcaba con la mano y hablaba solo soltando palabrotas.

Cuando se hizo oscuro, encendía el mechero para alumbrar la broza, registraba las matas, quitaba piedras y se echaba las manos a la cabeza. Estaba yo viendo que de seguir buscando me iba a encontrar a mí porque allí nada dejó sin tocar.

A lo último marcó el sitio con una piedra, echó la corza al caballo y tomó viaje hacia la linde que emboca la cañada. En los escobones de la linde escondió la corza y se volvió para la Zarza muy disgustado.

Yo me dije que donde estuviera la corza iba a estar yo y allí me quedé achantado.

Aquella noche, junto a la corza, se me abrieron a mí los ojos y casi estuve tocando la verdad de todo lo que había pasado en mi vida desde el punto y hora que don Gumersindo metió al Molino en la guardería. Muchas cosas ni las pensaba, ni podía yo saberlas entonces, pero sin pensarlas sabía yo que los robos habían sido cosa del Molino, no de la tata. El dejaría caer en la oreja de la señora, la pava, que me habían visto rondar la casa. Si digo que lo pensé entonces, digo mentira, porque no lo pensé, sino que fue como si ya lo supiera de siempre.

Ya, casi con luz, volvió el Molino subido en el mulo gris que tienen en la Zarza para el volquete del estiércol. Cogió la corza, la cargó, atravesó la linde por un cacho que tenía los alambres cortados, y se llegó a la Casa de Postas. Despertó al Manolo y, entre los dos, metieron el bicho dentro.

Yo lo estaba viendo y no lo podía creer, porque lo que yo estaba viendo era al Manolo metiendo las narices en lo mío, al Manolo preguntándome cuánto tiempo iba a estar en el moro, al Manolo preguntándome «¿trincaste al tío?», cuando yo subí al vedado a ver quién me ensuciaba el campo.

Atontado estaba yo, mareado del berrinche, aguantando las ganas de salir allí y colgarlos a los dos por el cuello. Por hacer el tapujo me habían dado con la cachava, por echarme la culpa nadie cazaba cuando yo estaba fuera, que para eso el Manolo estaba al ojo. Y pensaba yo que los Aldavaca y don Senén estaban pagando a aquella gente tan puerquísima para que hiciera aquello. Eso pensaba yo.

Ya con el sol fuera, llegó allí el camión del pescado y yo me aplasté en la misma cuneta para que no me vieran. Bajaron un cesto de pescado, estuvieron mirando si no había cuidado y echaron la corza arriba. Ni pararon el motor y, con las mismas, dieron la vuelta en la misma carretera y se fueron por donde habían venido. Era una combinación estupenda y bien cómoda.

Yo tenía pensado haberme llevado al Molino con la corza, pero la llegada del camión me cogió tan de sorpresa, que todo se echó a perder y entonces, hice la tontera más grande de mi vida. Me levanto del suelo y le digo al Molino que estaba de espaldas:

—Esa corza que se ha llevado el camión es la última que tú has matado en la Zarza.

—¿Qué corza, idiota? —dice.

El Manolo sale fuera, temblón, y me enseña dos o tres billetes de a cien, pero el Molino se agacha, coge una piedra como para tirármela, pero ni tiempo le di: lo enganché de la correa y le di dos hostias. El Manolo gritaba:

—¡Sinvergüenza! ¿Vas a venir a comprometer a la gente? A los civiles les dirás tú de dónde venías esta mañana.

Lo dice así y, del coraje que me dio, le tiré al Molino encima y pegaron los dos un porrazo horroroso.

—Una vez me diste con la cachava y ahora vas a perder las orejas.

Manolo se levantó del suelo sin color en la cara y todavía, muy untoso, me decía que yo estaba loco o borracho, que allí nadie había llevado una corza, ni él me consentía a mí compromisos aunque yo abusara por la fuerza.

El Molino se quedó allí cuajado, con la mano en la tripa, malo o haciéndose el malo, para dar lástima.

Entonces me voy para la cuneta y me traigo el rifle.

—¿Y esto? ¿Lo he soñado yo? ¿Estoy yo borracho o loco o este es el rifle de don Gumersindo? Que te diga el Molino si lo perdió anoche, y si quieres, ven a los escobones de la linde donde todavía tiene que haber sangre de la corza.

Como lo trinqué del cogote y estaba viendo que le iba a pegar otra vez, me dijo:

—Pero, Juan. ¿Es que también tú te vas a volver chivato? ¡Mira que las cosas! ¿Te importa a ti algo que un cazador haga lo mismo que tú?

—¡Pues no va diferencia! ¿Cuándo he plomeado yo una res? ¿Cuándo he tirado yo a voleo, a ver qué pasa? Si no sabe cazar que no cace, que todos los berrinches que yo he pasado ha sido por eso. ¡Claro que a los Aldavaca se les va a caer el pelo por pagaros a ti y al Molino y al Molino y a ti!

Total, que me voy de allí con el rifle, muy con la soberbia abriéndome las narices y al llegar a la carretera, el Manolo empieza a darme voces y a sacudir las manos como si fuera una primilla haciendo la contenencia. Yo ni caso le hice, pero daba tantos gritos, que me vuelvo y le pregunto a voces:

—¿Qué pasa ahora?

—Mira éste cómo está —decía muy asustado.

Me vuelvo y el Molino se había meado encima y no paraba de roncar y llorar como si se estuviera muriendo. Si lo hacía para dar lástima, lo hacía muy bien.

—Esto es que se debió lastimar cuando lo chocaste conmigo. A lo mejor se le ha roto el hígado.

Yo estaba un poco asustado y dije:

—Dale café, que el café es bueno para el hígado si es que lo tiene chocado.

Lo levanté de allí y lo metí dentro.

—Veremos a ver —dije—, lo mismo se muere aquí.

—¿Y qué había que hacerte a ti si se moría? —dice el Manolo.

—A mí no sé, pero si no se muere, éste no vuelve a cazar en la Zarza, ni los Aldavaca vuelven a darle un cuarto.

—¿Los Aldavaca? ¿Qué pito tocan aquí los Aldavaca?

El Manolo dijo que aquello era cosa que había inventado Martina, porque yo era tal y cual y nunca quería ir a la parte con ellos, sino comérmelo yo todo. Que ellos sabían de sobra que conmigo les habría ido mejor que con el Molino, pero que a falta de pan buenas eran las tortas. Dijo que todo lo que me había pasado, a pulso me lo gané, que no había derecho que yo tuviera el vedado para mí y estuviera sacando miles de duros, cuando él y Martina se tenían que conformar con escuchar lo que yo regalaba a unos y a otros.

Como yo estaba asustado con el Molino, se despachó a su gusto y dijo que yo no podía hacerle ningún daño, porque él nada iba a perder con que yo dijera esto o lo otro, que era mi palabra contra la suya.

—¿Y el rifle? —le dije yo.

—Por el rifle te vas a perder, ¿qué vas a hacer con él, comértelo? Súbelo a los civiles, anda, verás la que te dan por haberlo robado.

Entonces, yo me quedé cavilando y le dije:

—El rifle te lo voy a dar a ti, pero el Molino, hoy mismo pide la cuenta y se va de la Zarza. Vosotros vais a ganar, pero si el Molino mañana sigue en la Zarza, y no se ha muerto, te juro por mi padre que lo hago cachos, a él y a ti. Ahí tienes el rifle.

Al rato, el Molino, siempre quejándose, dijo que en la Zarza iban a echar de menos el mulo y que tenía que irse como fuera. El Manolo se puso a hacerle la mercadería:

—Muchacho, ¿te vas a ir así? Mejor es que vengan a por ti y cuando llegues a la Zarza, te metes en la cama y llama a la Sara…

—Cuando llegues a la Zarza, pide la cuenta. Acuérdate de lo que te digo.

Me fui de allí muy intranquilo, sabiendo ya que había metido la pata sin remedio. No sabía qué hacer, ni dónde ir, ni con quién hablar. No es que lo ponga aquí, sino que es la pura verdad: si don Gumersindo hubiera estado en la Zarza a él me habría ido a ver, a contarle lo que me había pasado. Pero en la Zarza sólo estaba la señora y con ella yo nada tenía que hacer.

Tomé carretera arriba hacia el pueblo y antes de llegar a lo de mi hermano, me crucé con el coche de línea que bajaba. Hasta me sobresalté y me salí al cortado que hace la última curva para ver si paraba donde la Casa de Postas. ¡Digo!, allí que paró y vi yo al Manolo manoteando junto al que guía.

Todo mi miedo era que Martina se enterara, porque si se enteraba Martina, ya encontraría ella algo para fastidiarme, aunque no tuviera plomo en el cartucho. Uno se defiende de quien sea, pero de Martina, sin matarla, ¿cómo se defiende uno?

Llegué al güichi y le dije al Pepe lo que me había pasado.

—¡A quién se le ocurre darle el rifle y a quién se le ocurre dejar la corza allí y no llamar a los civiles! ¿Quién te va a hacer caso ahora como ellos digan una sola palabra?

Aunque yo también pensaba aquello me sentó malamente que mi hermano lo dijera, como si él tuviera la culpa, y no yo, de lo que había pasado.

—¡Di eso encima, pues no tengo ya bastante! —le dije—. Ahora voy donde los civiles, que me harán caso.

—¡Sí, hombre! ¡Lo que te faltaba! Con los líos que hay en el pueblo y las ganas que te tienen desde el juez hasta el último gato, vas a ir ¿a qué?

—Yo les diré dónde dejaron la corza, que vayan a ver la sangre.

—Y dirán que la mataste tú, que estabas dentro del vedado, y que el rifle lo robaste. ¿Pero es que estás atontado?

Pasé la tarde angustiado, sin saber qué hacer, pues me llegué a don Cosme, y don Cosme no estaba para decirle nada. Cuando volví al güichi, la Carmen me dijo:

—Este mediodía la señora de la Zarza subió en el auto y estuvo donde el juez.

No sé qué se me infundió al escuchar aquello que tomé corriendo carretera abajo y corriendo llegué a lo mío.

He referido ya que con las porquerías que me hacían en la lobera, a veces yo dormía en el chozo de la cañada. Aquel día yo pensaba que el Manolo habría sido el que iba allí a cagármelo todo, pero no fue el Manolo, no, que luego lo supe: fue el Monjo y el invento de don Senén, que hasta en eso se esmeró.

Nunca me había sentido tan acosado, tan con el agua al cuello, y me acordaba de mi madre, no de mi padre, de ella, que nunca le subía ni le bajaba el humor.

Me senté allí en el catre, como el que está esperando y allí me quedé dormido tan profundamente que cuando, después de puesto el sol, entraron allí los civiles, tuvieron que despertarme.

Encendí el candil y al irlo a colgar, me dice el cabo enseñándome el rifle de don Gumersindo:

—¿Qué hacía esto en el chozo de ahí abajo?

Yo sabía que aquello iba a pasar así como pasó, que me iban a preguntar aquello y no otra cosa. Le dije:

—Pregúntele usted al Manolo, el de la Casa de Postas, que a él se lo dejé esta mañana.

—¡Hombre, menos mal que por una vez dices la verdad! —me suelta—. Andando, vamos para arriba.

—¡Oiga, usted! —le digo yo—. Que ese rifle se lo quité yo al Molino en la Zarza ayer noche, ¡valiente poca vergüenza que tiene la gente!

Digo aquello y el cabo me larga una hostia que me cogió todo el ojo derecho y hasta mareo me entró. Cuando se me pasó el mareo, enganché al cabo de la guerrera y lo apreté contra la pared, al tiempo que el guardia Cuenca se descolgaba el mosquetón, yéndose para atrás. Como yo estaba muy caliente, lugar tuve de engancharle el mosquetón por la boca y de un tirón me traje detrás al guardia Cuenca y, a él y al cabo, los acoquiné contra el paredón de la lobera.

Dice el cabo:

—¡Por esto te pueden fusilar!

—A mí me harán lo que sea, pero a ustedes dos, como me vuelvan a tocar, los majo aquí mismo.

Dijo el cabo:

—Yo siempre te defendí, tú lo sabes. Pero desde que la señora te vio robar en la Zarza, porque ella te vio, dije que no pararía hasta meterte preso. ¡Tú tienes a todo dios engañado, sinvergüenza! ¡Hasta a mí me engañaste!

Entonces los solté, se estuvieron sacudiendo el polvo y el Cuenca va y me apunta con el mosquetón.

—Pasó esto y esto y lo de más allá —les digo yo.

—Todo eso lo contarás a quien se lo quiera creer, que por tu culpa echaron de la Zarza a la tata. ¡Así podía todo el mundo andar loco buscando dónde colocabas tú la cacería! ¡Vaya un burreo que te has traído con todo el pueblo!

Eso me dijo a mí, que al Cuenca le dijo:

—Ya lo sabes, como haga la menor cosa, le metes todo el cargador en la barriga, con éste no hay que andar con bromas.

El mismo cabo me puso los hierros en las muñecas, como si fuera un criminal, y me bajaron a la cañada, donde estaba la paquetera del mercado, que era en lo que se habían venido los guardias a lo mío.

Si yo aquella tarde no maté a nadie fue porque estaba de Dios que no tenía que matarlo nunca. Me metieron en el cuarto, como a un perro, y me dejaron solo.

Al día siguiente, después de estarme pegando para que dijera que había sido yo el que había robado en la Zarza, más de cincuenta mil pesetas decían, me sacan del cuarto con los hierros en las manos. Tenía tanta sangre en la boca, que don Fermín le pidió al cabo la llave y me quitó los hierros para que me limpiara con el pañuelo. Allí delante me traen al Manolo, el de la Casa de Postas, don Fermín se pone detrás de la máquina de escribir y dice el Manolo:

—Yo lo vi pasar muy temprano, cuando se fue el camión que me trae los viernes el pescado. Venía como de la Zarza y me extrañó ver que llevaba un rifle y se lo dije al Molino. A éste le cogió de sorpresa vernos allí tan temprano y ni lugar tuvo de esconderse. Entonces se viene para nosotros y dice: «La corza que habéis metido en el camión os va a costar caro; los Aldavaca os están pagando. Este es el rifle con que matasteis la corza». Le digo yo: «Además de sinvergüenza estás loco». Entonces se va para el Molino, lo trinca y, como es un mulo, me lo echó encima a pique de matarnos a los dos.

Y yo allí escuchando lo que decía el Manolo, tan tranquilo, como si fuera la verdad, mientras la maquinita de escribir, taca-taca-taca, iba apuntando lo que decía. Por eso, antes de que terminara, le tiré una clase de hostia que dio con toda la cabeza contra la mesa. Cómo sería el tortazo, que se quedó allí cuajado y a mí me empezó a sangrar la mano a chorros, porque me corté hasta el hueso con los dientes del Manolo.

Se me echaron encima, me pusieron los hierros, y hubo tortas y patadas que me dejaron molido, pues me caí al suelo y tiraron a dar. A lo último, ya metido en el cuarto y diciendo todos que me iban a meter cuatro tiros, fueron a por don Celestino para que me curara la mano. Me echó cinco puntos y una venda bien grande, pues tenía cortada la mano donde nace el dedo gordo.

Me dejaron en el cuarto y no querían que nadie hablara conmigo. Por la tarde volvieron a pegarme y a decirme que yo había robado, poco a poco, cincuenta mil pesetas de la Zarza.

—Tú entrabas allí y en ese cuarto estaba la caja de los cuartos.

—Eso fue el Molino, que yo lo vi entrar donde los señores.

—Tú has estado dando cuartos toda la vida de Dios. ¡Claro! ¡Para lo que te costaba ganarlos!…

—Yo nunca robé a nadie. El Molino fue.

Aquel día estuvo allí la señora de don Gumersindo, no en el cuartelillo, sino donde el juez. Cuando pasaba por cerca del cuarto, dándole muchísimas voces, yo le dije:

—Señora, que eso fue el Molino, por la Virgen Santísima que está en el cielo que le digo la verdad.

El guardia Cuenca, por la noche, se arrima al ventanuco y me dice:

—Tú ya estás listo, que cuando salgas de la cárcel por lo que has hecho, te van a mandar donde el juez de los vagos y los maleantes.

—Yo no hice nada, fue el Molino.

—Con lo que hiciste en la lobera basta y sobra para que te mueras en la cárcel.

—¡No! ¡Si encima van a tener ustedes razón! Le vienen a pegar a uno y uno tiene que poner el culo, ¿no?

—Pero ¿tú sabes lo que es una autoridad?

—Eso será: un tío que puede ir por el mundo dando cachetadas a todo dios.

Tres días después, don Fermín me pasó un papel para que yo lo firmara. Me dijo que me iban a meter más de dos años en la cárcel. Yo le pregunté, qué era eso del juez de los vagos y los maleantes y él me contestó:

—Pensaban mandarte a ese juez porque el de aquí te tiene preso tres días y luego te suelta. Con ese juez te pueden tener preso para los restos, pero lo tuyo es un delito y vas a ir preso.

—Yo no robé, eso lo hizo el Molino.

Pasó la primera semana y sólo mi hermano Pepe y don Celestino venían a verme.

El Pepe fue donde el cabo y le refirió que, antes de meterme preso, yo le fui a contar lo que había hecho el Molino. El cabo estaba tan cabreado conmigo que le dijo:

—¡Anda, anda! No quieras meterte tú a defender a ese canalla, por muy tu hermano que sea.

Pepe le juraba que le estaba contando la verdad, pero el cabo estaba porrudo y atascado y le dijo:

—O te vas de aquí pronto y ligero o también va a haber leña para ti.

Don Celestino me curaba la mano y hasta tuvo que echarme inyecciones porque, del contagio de los dientes del Manolo, se me hinchó el brazo hasta el codo y me salió una seca en el sobaco más gorda que una aceituna. Me entraban unos calenturones que me dejaban traspuesto.

—Yo no hice nada malo, don Celestino, ¿usted me cree?

—¡Claro, hijo! ¡Vaya por Dios! —me decía él.

Estaba tan preocupado conmigo que ni me hablaba: me tocaba la cara, me apretaba la cabeza contra su pecho, pero no abría la boca.

Un día, empezó a darle vueltas al sombrero y yo notaba que quería decirme algo y no sabía por dónde empezar.

—Diga usted la verdad, ya ¿qué puede ser peor?

Entonces me pregunta:

—¿Cuándo fue la última vez que tú viste a la Encarna?

—¿No se acuerda? Cuando murió Pencho, que fui allá.

—Y tú y ella… vamos, ¿sois novios?

—Yo no lo sé, don Celestino.

Se queda cortado y me pregunta:

—¿Dónde dormiste cuando estuviste allí, en lo de Pablo?

—Allí en su casa.

Se le quedó algo bailando en la lengua, pero no dijo nada. Yo me pensé que había querido hablarme de otra cosa y que me habló de la Encarna.

Don Celestino no sabía nada de jueces, ni de justicias y era muy corto para ir a preguntar lo que iban a hacer conmigo. Como no hablaba de seguido, ni se explicaba bien, que es lo propio de la gente buena, lo único que hacía era curarme.

Don Fermín sí que lo sabía todo, pero no se determinaba a hablar conmigo.

Cuando se arrimaba allí trasconejado o aburrido, para echar el rato fuera, yo le decía:

—¿Por qué no dan los pasos para ver si lo que yo digo del Molino es mentira?

Pero allí nadie daba los pasos y don Fermín estaba con dolor de cabeza de tantísimo escribir lo que le decía el juez y la señora de don Gumersindo.

Al paso de los días yo estaba ya como loqueando y a veces me liaba con la puerta a patadas, dando botes como un pájaro perdiz alicortado, o sacaba la mano buena por la reja queriendo enganchar la tranca.

Por estas cosas, un día que armé mucho alboroto, el guardia Cuenca entró a tranquilizarme y le conté despacito todo lo sucedido, desde el principio al fin. Le conté de cómo estuve en el Pegujal, de cómo seguí al Quemado y de cómo después se me ocurrió que mi ausencia y la del Molino fueron a la par cuando lo del cachavazo.

El Cuenca decía:

—¡Bah, bah!

Pero decía eso porque estaba dolido conmigo por haberlo arrastrado en la lobera, poniéndolo de ridículo delante del cabo.

—Todo esto tuvo que liarlo Martina, la del ventorrillo del Humo, y si alguien se determinara a dar los pasos, verían que digo la verdad.

Yo le conté esto al Cuenca un sábado y el lunes por la mañana, aunque hicieron lo posible porque yo no me enterara, supe que subieron al Molino al cuartelillo y estuvo encerrado con los guardias hasta la hora de comer. A lo último, lo sacaron llorando y haciéndose el enfermo.

Decían los guardias:

—Y a éste ¿dónde lo metemos? Si lo juntamos con Lobón capaz es de hacerlo cachos aunque tenga la mano mala.

Eso es lo que escuché yo y por eso supe lo que había pasado.

Al Molino lo encerraron en el cuartito que cae junto al retrete, el que tiene una puertecita muy endeble, y yo me pensé que a mí me vendrían a soltar de un momento a otro. ¡Qué va! Aquí me dejaron con el ansia de saber lo que le habían sacado al Molino y lo que iban a hacer conmigo.

Nadie me decía nada, nadie me hablaba y así pasaron dos días. Al que hacía tres oigo ruido de autos, voces, y aparece don Gumersindo, el juez y el teniente nuevo. Al pasar por delante del cuarto, don Gumersindo asoma la jeta por la reja y dice:

—¿Aguantarán los hierros? Miedo me da pensar que ese de un bocado los rompa y nos coma a todos.

El juez y el teniente se rieron como si hubiera dicho un chascarrillo.

Al rato viene el cabo con el guardia Cuenca y me sacan donde el juez sin los hierros en las manos.

Lo del juez lo había visto yo ya. Es un cuarto grande con unos muebles muy negrísimos, no como los de la Zarza, sino como los que hay donde el cementerio para esperar. Allí había mucho papelote, unos libros muy feísimos, gordos, y un cazo con zurrapa de café.

El juez estaba sentado detrás de su mesa y don Gumersindo, con las patas cruzadas, en un sillón blando, enfrente del teniente que estaba en otro.

Al tiempo que entro yo con los guardias, entró el abogado de don Gumersindo y se puso a saludar a todos, muy sonriente. También se sienta allí.

Yo me quedo allí de pie, con mi brazo metido en una bufanda que me ataba al cuello para dejarlo quieto y el juez me dice, dándome un papel:

—¿Usted sabe leer?

—Y escribir, sí señor.

—Pues lea eso.

El papel era como una cuenta de los cuartos que yo había dado a unos y otros. Ponía un nombre y al lado, mil pesetas, dos mil pesetas, cinco mil pesetas.

Como sabía lo que era, lo miré y lo dejé encima de la mesa.

—Le he dicho que lo lea —dice.

Cojo otra vez el papel y le digo:

—Yo sé lo que es esto: los cuartos que yo he dado para quitar fatigas.

—¿Ha visto, usted, cuánto es por junto?

Yo el número grande no lo sabía leer muy bien, pero dije que sí, que veía cuánto era.

Me dice el juez:

—Si usted no ha robado, ni usted tiene oficio, ¿de dónde ha sacado tantísimo cuarto?

Le dije que don Gumersindo me había dado una vez cinco mil y otras veces también me había dado dinero.

—¿Cuánto le habrá dado? —me pregunta.

—Yo no sé.

—Diga cuánto.

No me acordaba de nada porque no pensaba en lo que me estaban diciendo.

Dice:

—Cinco que le dio una vez don Gumersindo y ocho y media cuando le pegaron a usted, son trece y media. ¿Quién más le ha dado dinero? Vamos, hable.

A mí me daba miedo decir éste y el otro, porque me creía que los iba a comprometer, pero el mismo juez me dijo lo que me había dado don José Manuel, lo que me había dado Daniel. Dice:

—Juntando todo, sin que usted se hubiera gastado ni un gordo en comer, no llega a lo que tiene apuntado en ese papel.

Entonces le digo yo:

—Me daban perros para campearlos, en las batidas me pagaban. Me han llevado los señores a que les diga cuántos pájaros podían matar aquí y allá. Me han hecho regalos, todo el mundo me miraba muy bien.

El abogado de don Gumersindo, le dijo al juez si podía preguntarme una cosa y el juez le dijo que lo hiciera. Entonces me dice:

—-Tú eres cazador, ¿no es verdad?

—Usted lo sabe.

—Sabes cazar y puedes hacerlo, ¿no es eso?

—Eso será.

—Cuando estaban los del monte en la Zarza, te la tenían sentenciada y tú cazabas delante de sus narices, ¿es o no es?

—No, señor, que bien que me tapaba yo entonces.

—Eso es lo que yo quería que dijeras. Bueno, vamos a ver —saca un papel—, en el año…

Allí leyó una retahila de las reses que había comprado don Gumersindo, muchas de las que ponía allí no era verdad que las había comprado, otras sí. Que yo supiera, trajo reses cuando trajo los muflones y cuando yo estuve en el hospital, aparte del venado que le llevó el podenquero del Tomellar y del que le llevé yo. Pero no me atreví a decir nada. Dijo que las hembras estaban preñadas nueve meses y yo le dije que no, que estaban preñadas cuarenta semanas, que cada año tenía que haber tantos más cuantos venados de la recría, aparte de los que había montunos. Dijo que el Molino había lastimado catorce reses y ocho cochinos, que se habían matado en batidas tantos más cuantos, que en el monte había, así por encima, estos y los otros, y que el resto me los había comido yo.

—Aquí está en los papeles —decía— y aunque me haya equivocado en la mitad, esto es lo que hay.

Lo que decía que yo había matado era más que todo lo que hubo nunca en todo el vedado. Yo se lo dije y don Gumersindo se tapaba la cara porque comprendía que yo tenía razón.

—Cuando estaban los del monte, que yo entraba al vedado y mataba lo que me saliera, macho o hembra, ¿qué mataba yo? Es que usted se cree que ir a buscar los bichos es un ojeo y que no hay más que pim pim, liarse a matar. ¡Pues no hay que patear mucho para eso! Usted vino conmigo a tirar las cabras y había que ver lo entregadito que iba usted, que tuve que ponerlo en el suelo, ¡y tiraba usted con rifle y con canuto de mirar! Póngase usted a tirar con escopeta a medio tiro de un cabra, ¿cuántas mataba usted así?

El juez me calló la boca, pero el abogado bien corrido que se quedó con que yo le dijera aquello delante de todo el mundo.

—Usted puede hacer eso —dijo el juez.

—Puede y quiere —dijo el abogado—. ¿O es que vamos a andar con tonteras? Si puede y quiere y tiene cuartos, ¿qué más hace falta saber?

Dice don Gumersindo con mucha pasta:

—Lo que hace falta saber es quién le compra lo que caza. Porque aquí mucho hablar, pero ¿quién le compra la caza? A Molino se la colocaba la Casa de Postas, pero a éste ¿quién le pagaba?

El cabo dijo que en la carnicería y en todos los ventorrillos y casas de comida habían metido ellos las narices y podía asegurar que nadie me compraba nada. Que el camión del pescado que venía los viernes, se había llevado cinco o seis cochinos, dos venadas y una corza y que las habían vendido a cachos en las ventas de tal y cual sitio.

Entonces dijo el abogado:

—¿Y para qué hace falta saber dónde vendía? ¿No sabemos ya que cazaba? ¿No hay una ley que prohíbe hacerlo?

Le digo yo:

—¿Y quién dijo que yo cazo? ¿Me ha visto alguien?

Dice muy soberbio:

—Cuando yo fui a cazar tú me acompañaste, porque tú sabías dónde encontrar las cabras.

Le digo yo:

—Usted no ha cazado en su vida, y aquel día cacé yo, que usted no hizo más que apretar el gatillo. ¿Eso es lo que usted tiene en las tripas?

Es lo último que me dejaron hablar, porque el juez mandó que me llevaran fuera y allá se quedaron todos discutiendo.

Cuando me entraba en el cuarto, el cabo me engancha del cuello y me da un achuchón, así, cariñoso, y me dice:

—Si tú no hiciste el robo, ¿por qué no me lo dijiste? ¿Es que ya no tienes confianza conmigo?

—¡Pero si no hice otra cosa que decírselo!

—Hay formas y formas de decir las cosas —dijo y me dejó chingado.

Aquel mismo día vino don Senén a ver al juez y volvieron a sacarme para preguntarme si yo había metido fuego a la Zarza.

—Yo no señor.

—Pero usted ha metido más de un cerillazo.

—Eso se lo ha contado a usted don Senén, pero a mí don Senén me va a hacer esto y lo otro.

El juez, como yo le dije aquello, empezó a dar bocinazos y a decir que ya que estaba preso, me ponía otra multa de no sé cuánto por faltarle al respeto y que me mandaba donde los vagos y los maleantes porque yo iba asustando a la gente porque me echaba la mula a las espaldas.

—¡Usted ya se la ha buscado para los restos, sinvergüenza! —me dice.

Yo me quedé hecho polvo, sin entender por qué se había enfadado tantísimo. Yo a él no le había dicho nada, que lo que dije fue por don Senén y él lo sabía. Me volvieron al cuarto.

Viene el cabo y me dice:

—Juan, ¿tú tienes dinero? Te diré que registramos la lobera y el chozo y no encontramos una lata.

—Pues, sí señor, aquí encima lo llevo —le dije y le di lo que tenía, que eran unas ochocientas.

Se quedó dudando si dármelas otra vez o si llevárselas. Me dice:

—No debías haberme dado este dinero, en fin, ¡qué se va a hacer!

Sé que se lo llevó al juez porque don Fermín me lo dijo.

Así fueron pasando los días y parecía que se habían olvidado de mí. Se me quitaron las ganas de comer y, a veces, me entraba el ataque y me liaba a dar patadas a la puerta, que crujía y venían los guardias. Si estaba allí el dentón, me tiraba un viaje; pero si estaban los otros me daban agua para los nervios.

Con la barba crecida, el brazo colgando y tantísimo berrinche, se me alargaron los dientes, me dolía la espalda y me entraba angurria.

Yo decía siempre lo mismo, al que entraba, al que cruzaba por el patio y hasta hablando solo; decía que si el Molino era el ladrón y a mí me llevaron allí por culpas que no eran mías, ¿por qué no me habían soltado ya? Si antes de lo del rifle yo andaba suelto y yo no había hecho nada malo, ¿por qué no me dejaban vivir?

Eso es lo que yo tenía clavado en lo hondo, que me llevaron allí por ladrón y todavía seguían diciendo que allí seguía preso por asunto del robo. El juez me había dicho, con su boca, que el ladrón fue el Molino, que sabían que yo no había robado. Si después liaron la pita conque si cazaba, conque si metía cerillazos, conque si yo había quitado muchísima hambre, que me dejaran ir y volvieran a meterme preso por otro motivo, no por ladrón.

Al Molino le pegaron una sola vez, a mí cinco y hasta patadas en la cabeza. Al Molino no le pusieron multa, a mí sí, porque el juez era muy delicado en todo lo que tocara a don Senén, que era amigo suyo y lo convidaba.

Por cazador nada podían hacerme, porque nadie me trincó en el monte, por regalar cuartos me achuchaban y no era verdad lo que me habían apuntado, porque si fuera verdad yo me acordaría, y de muchas cosas yo no podía jurar que fueran como allí lo decía.

Don Gumersindo quería acabar de una vez con el miedo que me tenía; don Senén, con tal de picar en las desgracias y en los líos, allí que venía a soplar el fuego, pero Dios lo castigó, pues don Cosme pudo pagar hasta el último cuarto de lo que debía y echó al Balbino de la Casa del Fraile.

En el cochecito de ruedas vino a verme a la cárcel, medio muerto y medio loco, y me dijo:

—Cuando te saquen de aquí, tú y yo nos iremos a la Casa del Fraile y todos los días entraremos a cazar en la Zarza. ¡Se van a enterar!

También me dijo que yo estaba preso por quemarle a él la finca, pero que en cuanto lloviera y aquello se apagara, él diría que me soltaran. El pobre estaba fatal, pero había recibido una herencia o algo así, yo no lo sé muy bien.

Cuando se corrió que yo no había robado, vinieron al cuartelillo Miguel, la mujer de Nicolás, la casera de Almafuente y su hijo, el guarda de Cabrahigo. Se pusieron a la puerta y no los dejaron entrar.

—¡Juan, tú como Jesucristo, como Jesucristo! —me gritaba la mujer de Nicolás, porque sabía que me habían pegado.

Decían muchos disparates del sentimiento tan grandísimo que tenían por lo que me estaba pasando.

Como todos daban voces se juntó allí la gente y yo escuchaba a los civiles que los echaban de allí:

—¡Despejar, despejar! —decían.

Como no se iban, salió el dentón y, por lo que dijeron, le cascó un tortazo a un chiquillo y de poco se lo comen las mujeres.

—Si querías que nos fuéramos, en vez de decir: ¡despejar, despejar!, que nadie lo entiende, haber dicho: Se vais ahora mismo a tomar por… ¡Mira que pegarle a un chiquillo con lo grande que tú eres! ¿No te da vergüenza?

Una mañana, abren la puerta y aparece don Senén en el cuarto, con sus patas de gallina y los zapatos muy lustrosos, apuntando uno al lubricán y el otro al levante. Me dijo:

—Te has hartado de decir que el cartucho no se disparó por tu culpa, que tú no eres ladrón. Eso vamos a discutirlo.

—¿Viene usted a eso?

—A eso, para que lo sepas. Tú dices que no eres ladrón, ¿qué es ser ladrón?

—¿Va a estar usted mucho rato aquí? Preso me tienen y una mano me queda, pero sepa usted…

—¿Me vas a amenazar aquí también? Debes saber que vengo a defenderte, sin interés de nada. Pero las cosas claras, desde el principio.

Yo ya no abrí más la boca: lo dejé despacharse a su gusto y dijo muchísima tontera sin sentido. Dijo que cazar y robar era lo mismo. Cazar yo, no él. Lo suyo no era robar. Robar era lo mío. Dijo que si malo era cazar, peor era que tuviera cuartos y nadie supiera de dónde los había sacado. Que si yo le decía a él dónde vendía la cacería, él podría conseguir que el juez me dejara de guarda con don Gumersindo en lugar de mandarme donde los vagos y los maleantes. Dijo que yo tenía apuntadas muchas cosas en lo de los civiles y muchas más que él podría decir que apuntaran. Dijo también que yo tenía muy mala conducta porque vivía amancebado.

—Y eso, ¿qué es?

—Que vives con una mujer, liado con ella.

Le dije que yo no vivía liado con nadie, que si él vivía con su mujer, yo había vivido con la mía y que ni a él ni a nadie le importaba aquello, que era asunto de la Encarna y mío.

—A mí no me digas nada, te digo lo que tienes apuntado.

Y también que plomeaste al Beltrán y al Meleto. Además que abusas de la fuerza y te pasas la vida amenazando a la gente con hacerle esto y lo otro. No me vas a decir a mí que esto es falso: ahí tienes al Monjo y al Aguilera.

No dijo que a él también le había dicho alguna cosa, no sé por qué, porque era verdad.

—Aquí está todo apuntado —me dice enseñándome un papel— con esto, si no te defiendo yo, vas a la cárcel o a un campo de trabajo para los restos. Ya lo sabes.

—¿Y por qué me quiere usted defender, si usted y yo nunca nos cogemos al compás?

—Eso a ti no te importa. Yo tengo interés, igual que don Gumersindo, que tú seas guarda de la Zarza.

Yo le dije que una cosa era su interés y el de don Gumersindo y otra, muy diferente, que a mí me tuvieran preso.

—Lo que tienes que hacer, es pensarlo, que ya vendré a que me cuentes lo que haga falta saber.

Se fue muy seguro, y al quedarme solo corrió el aire por el cuarto.

Me quedé muy fastidiado con lo que me dijo don Senén y una vez que entró don Fermín le pedí, por favor, que me trajera lo que me tenían apuntado los civiles. Don Fermín se lo dijo al cabo y el mismo cabo me lo trajo todo. Don Senén sólo traía la mitad, porque faltaba un recorte del diario donde hablaban de mis humos y todas las perrerías que quisieron poner de lo que yo hacía. El recorte no me lo había traído don Senén. Con aquello me podían meter en lo de los vagos y en lo de los maleantes.

Allí ponía que yo era un vago, que no tenía oficio: «No tiene oficio, vive de la caza», decía. Eso no es oficio, es cosa de vagos. Mis manos destrozadas, las botas lisas, la barriga sin una gota de manteca: todo por no dar golpe. Madrugar con las estrellas, acechar, arrastrarse, dar las vueltas a los animales, buscar el viaje, reventar al perro andando, rodar un cochino, arrastrar un venado: todo vagancia. Trabajar, lo que hacían don Senén y don Gumersindo. Eso sí tiene mérito: las copas, los papeles, la piel cruda de estar a la sombra; negocios de hablar seguido. Arrimaban el hombro como los machos, no había que apuntarlos en ningún lado. Sin ellos se acababa el mundo.

Yo era un maleante. Yo que no tenía más que mis pies y mis manos. Yo había dado cuartos a unos y otros hasta quedarme seco. Eso es lo que hacen los maleantes. Los Aldavaca y don Senén, que a nadie le dieron nunca nada, eran buena cosa, como se debe ser. No había que apuntarles en ninguna parte. A mí, sí.

Nadie me había visto, pero yo plomeé al Beltrán y al Meleto. También plomeé a las Pepurras, que ni me tomaron los vientos, ni subieron a enseñar el culo al cuartelillo. Tenían que apuntarme aquello aunque no lo supieran de cierto, tenían que ponerlo en el papel. Don Senén plomeó a don Cosme con pleitos reforzados y mixtos tramposos, lo plomeó a la vista de los civiles y del juez, sabiendo todos que era una infamia, pero nadie le había apuntado nada. A él no, porque se acostaba con la justicia. El malo era yo, y había que apuntarme.

Yo había pegado fuego a la Zarza, porque estaba allí apuntado, pero yo no había pegado fuego a la Casa del Fraile ni al auto de don Senén, aunque me harté de decirlo delante de unos y otros. No fui a la cárcel por hacerlo y tampoco por decirlo. El seguro había pagado. Era justo que pusieran lo mío cambiado de sitio, para que no se cogieran los dedos don Senén ni el Balbino.

Yo me echaba la mula a las espaldas, y la gente me tenía miedo. Si yo no pudiera con la mula, ni nadie me hubiera tenido miedo, nadie me habría dado con la cachava, ni nadie me habría metido en la cárcel. Con dos guantadas me hubieran quitado de en medio.

Si don Gumersindo o don Senén se hubieran echado la mula a las espaldas, nunca me hubieran llevado a los civiles. Cuando uno puede con la mula, se rasca sus propias pulgas; cuando no puede con ella, llama al vecino y le paga para que le rasque.

Yo abusaba de poder con la mula y estaba apuntado allí. Yo abusaba porque me defendía de los que querían abusar de mí. Si yo no hubiera podido con la mula y hubieran podido abusar, no me lo habrían apuntado. Pero como podía, allí estaba el puesto.

Pero lo más triste de todo era lo que decía de mí y de la Encarna. Para vergüenza de ella y vergüenza mía nos habían apuntado allí. Eramos basura, éramos como del puterío, lo más último y más sucio que se puede ser.

Yo nunca tuve otra mujer, ni por juego, ni por dinero, ni en las ingles, ni soñando; sólo a ella, a ella sólita, y me lo habían apuntado. La quise desde que nació, desde que la parió su madre, que las piernas me tonteaban cuando iba a su casa de la Avispa. Decían que yo tenía mala conducta porque vivía con ella, que era como la Virgen del Carmen. Allí me lo habían apuntado, y a don Gumersindo nadie le apuntó nada, aunque gastaba en la bragueta más que en la Zarza. Yo era un puerco, que allí lo decía, para que lo leyeran todos; mis hijos, si un día subían allí a leerlo. Don Gumersindo era un señor, era lo más principal, había metido al Molino para tapar la boca de una barriga, se desnataba y se iba de la lengua delante del párroco y de quien fuera. A él no había que apuntarlo.

Yo me saltaba las lindes con tablillas. Don Senén entablillaba lo que no era suyo. Don Gumersindo no fue furtivo por las almorranas, pero sí por la intención, que bien que quiso cazar de lance, y bien que entraba al vedado de otros hombres y se les llevaba la caza viva debajo de sus sábanas.

Estuve llorando de tanto leer y tanto cavilar, y el cabo se quedó chingado, queriendo consolarme, diciendo que lo que era, no era y que lo que decía, no quería decir. Lloré, como lloran los machos y como lloran las hembras, por lo que me hacían a mí y porque fueran todos tan cachito de mierda. No era mentira nada de lo que decía, pero sí lo era que lo dijeran así, que lo quisieran a uno tan poco, que le negaran el pan y el agua, como al gandano, como a la mosca, como al dolor de muelas.

Si por aquello había que ir donde los vagos y los maleantes, conmigo tenían que venir también don Senén, don Gumersindo, los Aldavaca, el juez y el cabo de los civiles; todos, menos don Celestino que nunca pensaba en lo suyo, sino en lo de los demás.

Todos nos saltamos las lindes, todos ponemos tablillas, en el campo o en el corazón. Bien mirado, no hay hijo de buena madre, a juzgar por lo que hacemos; unos, por lo que pueden; otros, por lo que tienen.

Cuando se me pasó, estuvieron el cabo y don Fermín a consolarme, y yo les decía:

—La culpa de todo la tiene la ley, que cualquier día ponen una para respirar o para hacer de vientre.

—Si no hay ley, hay leña —decía don Fermín.

—La ley es una puñetera mierda que todo lo pringa. Donde padre, nada había escrito y todos nos queríamos.

—Mientras no andabais a palos con el vecino.

—Pues también: dos cachetadas a tiempo, valen un imperio. Pero como haya por medio papeles y tíos que chupan por liar con los papeles, todo se vuelve basura.

—No sabes lo que dices. La autoridad es la autoridad. Tiene que decir alguien que esto es tuyo y aquello mío. Si no es así, ¿quién vive tranquilo?

—Eso digo yo, si todos tuvieran lo que yo, ¿quién no iba a vivir tranquilo? Yo tengo que sirvo para lo mío, y eso no me lo quita nadie.

—¡No! ¡Si tú vas a arreglar el mundo!

—El mundo que llega de Carbonero a Mastevale, era mejor conmigo que no ahora.

—¡Sí, hombre! Será por las cosas tan buenas que tú has hecho.

—Yo he hecho bien lo mío. Eso lo sabe usted. Que los demás hagan lo suyo igual.

Don Fermín no sabía lo que iban a hacer conmigo. Unas veces decía que me tenían que soltar o meterme un pleito de esos; otras veces decía que me estaban liando para llevarme donde los vagos y los maleantes.

—Me trajeron aquí por lo del rifle. Ya saben quién lo cogió. ¿Qué pinto yo aquí?

—Lo del rifle es lo del rifle y lo tuyo es lo tuyo.

—¡Pues estamos arreglados!

A Martina la trajeron al cuartelillo, pero nada le preguntaron referente al Molino, sino referente a mí. Don Fermín me lo dijo y, cuando ella entró a declarar, yo me meaba poquitos a poquitos.

Llamaba al guardia, pero como la llave del cuarto la tenía don Fermín, había que esperar que viniera.

—Haz un poder, que el retrete es monoplaza y está un guardia aliviándose.

—Es que tengo angurria.

Martina no me comprometió nada, no sé por qué. Al que comprometió en gordo fue a don Gumersindo, pues allí salió lo no imaginado. Dijo que el camión del pescado se traía las reses y los cochinos porque ella apalabró el trajín, pero que se pensaba que era cosa del dueño de la Zarza que siempre estaba con ella de trapícheos así. Dijo que por dos veces había pagado a gente para que le llevaran venados del Tomellar, que le había mandado cochinos a Madrid, en los camiones del pescado, cuando los estaban matando los inspectores.

Dejaron de preguntarle y ni siquiera apuntaron ninguna de las cosas que dijo, aunque le pusieron tres mil pesetas de multa a ella y cinco mil a Manolo, el de la Casa de Postas. Al Molino se lo llevaron donde el juez de primera instancia y no volvió a saberse de él. Había robado cincuenta mil pesetas poquitos a poquitos y se las trincaron a su hermana, en Sevilla.

Con tanto jaleo y tanto ver que los días pasaban, se me fue haciendo la costumbre de estar allí. Ya dejaban entrar a la gente a verme, y vino Rico, mi hermano Pepe, la viuda de Nicolás, el Goro y los madrileños. Todos me decían que no había derecho a lo que estaban haciendo conmigo. Don Fermín, no el alguacil, el otro, me decía:

—Lo que le pica a esa gentuza es que tú puedas vivir a tu aire sin ellos, que estés ahí sin puntos, ni sindicato ni la madre que los parió.

Y también decía que de lo mío tenían la culpa los curas, pues el que no era conforme con Franco, tampoco era conforme con los curas, no sé por qué.

Les decía yo que, antes o después, terminarían soltándome, que por muchas influencias que metieran uno y otro, ¿qué tenían que decir de mí? Yo esperaba que don José Manuel viniera a verme, a ver si él me hacía el favor de decir que el dinero que faltaba en la cuenta de los civiles, me lo habían regalado por Pascuas, o por mi santo, o por cualquier achaque. Pero don José Manuel estuvo en el pueblo, sabía lo mío, y no fue para venir a verme.

Esto me dio muchísima pena, porque había pasado buenos ratos con él.

Pero no importaba, lo que buscaban, por lo que me tenían preso era por saber quién me compraba la cacería y con las ganas se iban a quedar. Ya podía don Senén liar, el cabo ponerse amigo y cabrearse, el juez mandarme donde los vagos o donde quisiera, que alguna vez me soltarían, y la vida y el mundo seguirían siendo igual. Al conejo que no sale del boquete, no lo late el perro.

Pero llegó el hurón.

Digo que llegó el hurón, porque es el único que entra a lo hondo. Por eso lo digo, no por otra cosa.

Estaba yo allí, como conejo encamado, marcando las vueltas que unos y otros daban, escuchando el jai de don Senén, que para defenderme quería fastidiarme, al juez que no se determinaba a dar el paso de mandarme donde los vagos y los maleantes y me tenía dos meses encerrado sin derecho, los traeres y llevares que me traía el Pepe, el guarda de Cabrahigo y el guardia Cuenca.

Me decían que estaban preguntando a unos y a otros, aquí y allá, que daban propinas porque alguien dijera algo malo de mí, porque faltar a la ley de caza era una tontera y que el juez no se cogía al compás con el nuevo teniente.

A lo último, mandaron a Sevilla un papel con todo lo que sacaron, con el recorte que puso el diario, y allí no contestaban si yo era vago y maleante, o si yo era un cristiano como los demás.

Pero por sí o por no, mientras ellos tenían el berrinche a mí me daban de comer y me traían novelas de tiros, que don Fermín, el alguacil, siempre estaba leyéndolas.

Una tarde, que hacía mal tiempo y había chispeado un poco, aparece don Celestino con la cara blanca, y me dice:

—Juan, yo no sé cómo decírtelo: la Encarna está aquí.

Me lo dijo con tanto apuro, que a mí se me infundió, no sé, que se había muerto o algo así.

—¿Y qué pasa? —le pregunto con miedo.

Apretujaba el sombrero.

—Yo quería decirte… está en la puerta, pero la cosa es que ella…

Como estaba tan misterioso, de un bote me fui a la puerta que estaba entornada. La abro, me salgo al patio y don Fermín se me viene encima dando voces:

—¡Lobón, por tu madre de tu alma, no hagas locuras, vuelve dentro!

Se pensó que me iba a escapar, porque me salí hasta la calle, y al ver a la Encarna me quedé planchado: traía unas hechuras y una barriga que solté en alto:

—¡Anda, la preñé!

Yo la miraba embobado, y ella se secaba los ojos con un pañuelo sin parar de llorar. Don Fermín y don Celestino nos metieron a los dos dentro del cuarto, que si no, todavía estamos allí mirándonos.

La Encarna se pone en un rincón, vuelta para la pared, como una pava echada en huevos, y don Celestino me dice:

—Dijo ella que quería venir a verte, yo le escribí…, en fin, que era mejor que no viniera, que figúrate tú.

Yo no cogía hilo. La Encarna en un rincón, don Celestino que no daba una, casi tartamudo, ni la una ni el otro me miraban a la cara sino que bajaban los ojos. Les digo:

—¿Pero qué es lo que sucede? ¿Pasa algo malo?

—Esta mujer, que ya ves tú cómo está.

—Pero ¿por qué llora?

Los dos hablaron al tiempo, don Celestino dijo:

—Que está preñada.

Y la Encarna que suelta el trapo y dice algo así, muy llorado y con hipo:

—Te lo juro que esta barriga no es tuya, pero que me muera ahora mismito si es de otro. ¡Por la Virgen San… San… Santísima, te lo juro!

Lloraba tanto, daba tantas explicaciones, que don Celestino dice:

—¿Es tuyo?

—¿Lo qué?

—La barriga.

—¡Vaya unas preguntas! Pues claro.

Don Celestino va y respira hondo como si le quitaran un peso de encima. Dice:

—¡Hay que ver la que me ha armado esta mujer! Para mataros a los dos, a ti y a ella ¡Pues no se quiso echar al pozo porque decía que le habían dado algún bebedizo para abusar de ella! Decía que no podía ser tuyo, que a ella la habían perdido… ¡Figúrate tú lo que uno podía pensar!

Le digo yo a la Encarna:

—Pero, criatura, ¿a qué vienen esas tonteras? ¿Por qué has armado este lío tan feísimo?

Empieza, no a llorar, sino a dar gritos, diciendo que ella era más honrada que nadie, pero que ella no había estado conmigo, que a ella le habían dado un bebedizo y habían abusado de ella.

Yo me enfadé, la trinqué de una mano y a voces le digo:

—¿Y lo que pasó en Jerez, allí en el banco? ¿Es que aquí nos vamos a quedar preñados por tonteras?

Se repone un poco, pero sin dejar de llorar, dice:

—Allí no pasó nada, tú lo sabes, nada.

—¿Nada?

—No hubo lugar, tú sabes que no hubo lugar.

—¡Anda que no hubo lugar! ¡Si de un metisaca muere un toro, figúrate tú si no iba a haber lugar!

—¿Sí?

—¡Sí! —le suelto ya cabreado—. ¡Sí! ¡Tenías que ver las cabras! ¿Me vas a decir a mí lo que sí y lo que no? ¡Sí!

Un rato grande pasó y yo le conté a don Celestino, no fuera a quedar uno por lo que no era: le dije lo que pasó y lo que no pasó y hasta le conté que estuve rezando para que pasara lo que pasó, que se quedara preñada.

—¿Eso estuviste tú haciendo? ¡Para comerte! —me dice la Encarna, ya más contenta, acharada de oírme hablar tan seguido y tan tirando bocados.

—Rezando estuve, que lo sepas.

—¡Uhm! —me dice la Encarna, sacándome la lengua.

Allí hablamos muchísimo, como yo nunca volveré a hablar, y se nos pasó el disgusto y la Encarna estuvo tocándome la cicatriz de la mano y me dijo que ya no le importaba nada del mundo, que después del disgusto tan grandísimo que tuvo todos aquellos meses, ni morirse le preocupaba. Le quedaba el hipo, pero estaba contenta y me dio un beso y después otro y me dijo que tenía que limpiarme los dientes y que me iba a comprar un cepillo.

A lo último le dije que se fuera donde el Pepe, mi hermano, que el gasto que hiciera, yo se lo pagaría cuando me sacaran de allí.

—Se viene a mi casa a pelear con mi vieja y conmigo —dijo don Celestino—, así no le deberéis nada a nadie y a mí me hacéis un favor.

Todavía, antes de salir, me preguntó la Encarna si era verdad que el crío aquel era mío. No creo que eso le haya pasado nunca a nadie, porque, hasta en eso, lo mío tuvo que ser especial.

Cuando me quedé solo, lloré, recé y pensé que cuando naciera aquel cachorro, estaría delante don Celestino para que lo cuidara como yo cuidé al Juanito cuando lo lastimó el gandano.

Me tapaba los ojos y veía bandos y bandos de corzos, de cochinos, de pájaros perdices, veía la tierra blanda llena de hechíos de conejo, y las palomas dando singladas encima de los eucaliptos. Yo no sé qué calentura me entró, qué ansias de vivir, que el cuarto se me quedaba chico. Me parecía que al momento me iban a sacar de allí, que todos se pondrían muy contentos al saber que iba a tener un hijo.

No quería Dios que se acabara mi casta. Aquel cachito de carne era mío, más mío que de la Encarna, porque yo se lo pedí a la Virgen y ella ni supo que se lo hice. También tuve que saltar una linde para cobrar un hijo.

Cómo estaría yo de contento que llamé a don Fermín y se lo dije:

—Ese, le calentará la cabeza a don Gumersindo y al hijo de don Gumersindo, si es que la pava tiene gracia para quedarse preñada y no sale machorra.

—¡Lo que te faltaba! ¡Y lo dices tan contento!

—Ese, será mejor que nadie. Ese, no la mula, la Zarza entera se la echará a la espalda.

—¿Y si sale hembra?

—No puede salir hembra. No tiene nadie en su familia que sea hembra, ni que lo haya sido nunca.

—¿Y su madre?

—Tampoco ella es de casta de hembra.

Don Fermín se hacía cruces y cuando le dije que me quería casar ya mismo, me contestó:

—No creo que el juez de los vagos y los maleantes te deje casarte. Tú eres un preso.

—¿También manda el juez en eso?

—Tú estás preso. ¿O todavía no te has enterado?

—Me soltarán pronto.

—Yo no lo creo así, para que tú veas. ¡Y vaya mierda de boda que ibais a hacer ella aquí y tú donde te manden!

—¿Me van a mandar fuera?

—Lo que te van a mandar yo no lo sé, pero lo que sí sé es que si no sientas la cabeza, vaya un ejemplo que va a tener tu hijo. El hijo de un preso de los vagos y los maleantes: lo último que hay, que ni mérito de hacer un delito tienen. El que roba, roba, pero las raterías y el vivir molestando a la gente, trae esas cosas. Tú no te olvides, que por sí o por no, aquí te trajeron por ladrón y para el juez tú no lo hiciste aquella vez, pero lo harás a la próxima.

De todo lo que me hicieron y me dijeron desde que me metieron preso, nada me dolió como lo que me dijo don Fermín. Era verdad que a mí me habían puesto el hierro del ladrón y el de los vagos y los maleantes. Nadie me lo había quitado todavía y, al pasar el tiempo, alguien podía decirle a mi hijo:

—Tu padre fue esto y lo otro.

Veía yo los encalijos, las rejas, la gente negra de la justicia: el juez, don Senén, el abogado de don Gumersindo, la máquina de escribir, taca, taca, taca. Todo aquello que me quería poner de vago y de maleante. Pensaba yo en mi padre, en mi abuelo, en la lobera, el monte con mis perros y las cosas limpias que me habían hecho hombre. Si yo, de repente, me muriera, si a mí me quitaban del pueblo y crecía mi hijo sin tenerme a su vera, nada sabría de su casta, de las cosas que a mí me engloriaban y que tenía obligación de enseñarle.

Yo no tenía otra cosa, yo tenía que dejar a mi casta lo que mi casta me dejó a mí. Si yo callaba, callaba para mí, para seguir viviendo a mi aire cuando me sacaran de la cárcel para ir a calentar las orejas a don Senén, a don Gumersindo, a la Casa de Postas. Con cerrar la boca, vería chocar al juez con la justicia, porque la mentira escupe su verdad, a don Gumersindo con el vedado porque terminarían por ordenar las venadas, a todos contra todos. Pero ¿y mi hijo?

Por eso se me subieron las ganas de decir la verdad a la boca. La verdad de lo malo y de lo bueno, la que te ata de pies y manos para los restos. Yo diría la verdad, pero no al juez ni a los civiles, no al miedo ni al palo, no al interés de encontrar la caponera en la guardería de la Zarza. Diría la verdad a mi hijo, que era mi sangre, mi casta.

Yo iba a decirla y que los demás se saltaran esa linde si tenían fuerzas. La diría aunque me taparan la boca, los que me quieren y los que no me quieren, porque yo ya había hecho mi ojeo y a otros les tocaba disparar.

Por eso le pedí a don Fermín que me trajera un cuaderno y un lápiz para escribir todas mis cosas.

—Lo que me apuntaron los civiles cabe en una hoja: yo voy a llenar un libro —le dije.

—¿Que vas a escribir un libro? ¡Para comerte! ¿Te piensas tú que cualquier borrico es capaz de escribir de corrido? Los años que llevo yo con la máquina en los dedos y la de novelas que he leído y ni por esas se me ha ocurrido un disparate así.

Se tronchaba de reír y de burrearse de mí, pero me trajo un cuaderno y un lápiz, luego otro cuaderno, y otro y otro más, porque yo se los pedía.