Cuando los cumplidos dejamos la Batería, los otros no, yo lo pasé amargo. Las cosas que me pasan a mí, a nadie le pasan: iban todos venga de cantar y tocar las palmas, como si les hubiera tocado la lotería, y yo, como plomeado, pensando que todo lo que iba a encontrar iba a ser diferente y peor que lo que dejé.
Hasta la Rabona tomó contagio de mí y venía el animalito acobardado y con los ojillos tristes.
Tristeza me daba pensar en mi hermano, no por lo que tuviera que arrimarle, sino por no saber dónde tenía el fondo del saco. Ya tenía su güichi, una hembra a su lado, pero no se determinaba nunca a decir:
—Mira, aquí quería yo llegar, ya me igualé con lo que siempre he buscado.
El era bastante mayor que yo, y aunque en la cara no paraba de darme consejos, como todo el mundo, en lo hondo, sabía que la verdad estaba de mi parte: yo me había quedado en lo que nací, y él se había ido con los cuentos y los caprichos a vender vino. Mi hermano, que no había visto en vida de padre más que cosas de hombre, tomó el fato a untoso de todos los que ponen reclamo a tu bolsillo, o hacen oficio hembra.
Esto me daba apuro porque me daba soledad, porque sabía que si él triunfaba en lo suyo alguna vez, renegaría de lo que era yo y de lo que fue padre.
Al Pepe lo llevaba yo en lo hondo, porque cuanto peor nos llevábamos, más lo quería, y yo no podía ser conforme ni con su oficio, ni con que se tragara vivir con la Carmen con un hijo de otro hombre. Ni por cuánto le habría yo hablado de nada tocante a este asunto, pero esto es lo que me hacía cavilar al dejar el servicio.
También me desanimaba pensar en la Encarna, pues con ella nunca sería capaz de hablar como se hablan las personas. En la mili, muchas veces, me hacía de palique con ella, como en las novelas de amoríos y de fulanas: «señorita por aquí, señorita por allá, hay que ver lo guapísima que es usted, porque esto y lo otro». Pero de sobra sabía yo que nunca me saldría decirle tonteras de esas en su cara.
Tenía mucho engreimiento de verla y al tiempo me acharaba pensando que no iba a atinar a sacar conversación. Cómo estaría yo de apurado que, en el coche de línea que me trajo de vuelta, quise aprenderme un cacho de una novela que le decían La Chica Rubia. Era una novela de amoríos divina que yo la leí enterita y resulta que ella era enfermera de clase pobre y él marino con su uniforme, y había que ver las cosas tan bien dichas que se decían, de la amo, usted es mi vida, y venga con que sus ojos son de esta manera y de la otra.
Yo hubiera tenido cabeza para aprenderme aquello, pero como la Encarna ni siquiera lo había leído, cuando le tocara hablar a ella, iba a ser un ridículo muy grandísimo. Por eso no perdí el tiempo en tonteras, pero pensarlo, sí que lo pensé.
Estas cosas me desanimaban tanto que ni a ir a lo de Pablo me atrevía, tratando de componer el encuentro con ella, lo que iba a decirle y lo que no.
Menos mal que el campo me encendía lo que la Encarna y mi hermano me apagaban. Al pisar lo mío y tentar las paredes de la lobera, sentía que por la misma piedra que tenía en las yemas, corría un seguido que llegaba del Vergacho a la Palma, de Pozo Amargo a las Mulas y a la sierra, al vedado y a lo libre. Aquella mismísima piedra llegaba a lo hondo y la estaban pisando los venados y los cochinos, los corzos y los muflones, los conejos y los pájaros.
Es tontera que yo lo ponga aquí, pero más dueño de todo aquello me sentía yo que todo lo que puede sentirse don Gumersindo.
Entonces yo no sabía que, en mi ausencia, don Gumersindo había conseguido lo que no consiguió su padre, ni su abuela: meter la Peña en el vedado.
Esto sí que resultaba un contradiós y diré por qué: los animales montunos, como muchos de nosotros, son caprichosos de comer aquí, echarse la siesta allá, dormir en el otro lado. La yerba y la luna, la gente que quita el corcho, corta los quejigos o hace picón, gobiernan mucho las querencias porque es sabido que la costumbre a lo bueno toma cuerpo en un momento y dura lo que dure todo igual. Si cambia la luna, la yerba o la tranquilidad, la querencia se deshace.
En el vedado, las querencias grandes están en los Barrancos, el Berrocal y la Laguneta. Las reses más se tiran de arriba abajo en el día y de abajo arriba en la noche, al revés de los cochinos, que de noche se arriman a la montanera y el quejigal y de día se suben al Berrocal alto, a las tierras negras donde hay patatones, que a ellos les gusta sacar con la jeta.
Cuando uno escucha en la mañana que el hacha está cortando quejigos, no vale la pena buscar cochinos en la linde de abajo del vedado, porque no hay ni uno.
Si el cazador no tiene sentido, como los animales lo tienen, acaba pronto con el campo. Digo que en la querencia no se debe ir a matar nunca un animal: ni donde duerme, ni donde come. Debe matarse en el corredero, en el viaje de un sitio a otro, tomándole muy por largo, para que el miedo no se arrime a la querencia.
Todo lo que antes era el vedado, menos los arroyos y torrenteras que cuando llueve arrastran la tierra roja dejando tanto costurón, es una umbría muy grandísima, salpicado de limpios, apretados y matones. Pero la Peña tiene el arbolado más claro y las reses toman viaje por allí, pero nunca se quedan. Por eso la Peña, para el que caza un día y otro como uno, es el sitio bueno.
En el otoño, cuando los corzos se juntan, se va uno allí a ver los ires y venires. Ve uno las hembras que tira el macho por delante a la hora de salir a los limpios, y el macho por delante a la hora de taparse. En esto, toda clase de animales, cuidan más al macho que a la hembra, lo contrario que las personas.
Cuando el cazador conoce la querencia de arriba y la de abajo, tiene que aprenderse el viaje, y cuando lo sabe, mata un animal aquí, otro allá, mañana en la otra parte, hasta clarear el rebaño. Si se va a la querencia, mata uno, si es que lo mata, y tiene que volver a componer el campo.
La abuela de don Gumersindo quiso comerse la Peña, porque los que no saben del monte piensan que la Peña se puede batir igual que los Barrancos, pero la gente de Ahumada nunca consintió en ceder sus derechos.
Lo que don Gumersindo hizo o no hizo, yo no lo sé; lo que sí que sé, es que él se pensaba que la Peña era querenciosa y por eso compró la cacería, que era la suya, cuando pasaba por allí de viaje.
La primera vez que salí al campo con la escopeta me lo encontré todo hecho una lástima. Antes, cuando escuchabas un tiro, decías:
—El Goro.
Después, no era un tiro, era la guerra lo que se armaba.
Los domingos empezaban a verse tíos que venían de acá y de allá en lo que podían. Se juntaban quince o veinte, se subían en un camión y allí se aventaban por el lado de allá de la laguna, en la cañada del Coto del Francés, Charco Verde, el Vergacho y la Dehesa del Pimiento.
Todas las tierras labrantías se llenaban de escopetas y, en los entrepanes, pateaban los sembrados y no olían los barbechos, porque más les descansaba pisar trigo que los tormos que levanta el arado.
Yo no sé de dónde vino esa calentura tan malísima, que puso contagio en grandes y chicos, del señorío, de media clase y de clase pobre.
Los lunes parecía el campo un ferial después de la feria, con las alambradas rotas, cachos de monte ardiendo porque tiraban colillas donde les caía, zahinales tronchados, vacas huidas por los portillos que dejaban abiertos y todo así.
A lo primero, la laguna, los fangales y los paredones del Taramillo, los aguantaron de la laguna para allá. Se corrió la voz de que las Mulas se llamaba así, como es verdad, porque el fango se había chupado unas bestias, y los tíos dijeron que a ellos no se los iba a chupar ni el fango ni el agua.
Entonces, a las Mulas sólo iba la gente de la Zarza a por anea, para la fábrica de sillas y, aunque había patos, nadie subía allí a buscarlos, porque tenían mejor matadero en la laguna. Después, pusieron aquello como coto, no sé para qué, para fastidiar, porque allí nadie dio un tiro, ni había guarda, que la casa más cerca era la choza de Juan Pérez, el Quemado, que le decían así porque le cayó un balde de cal y lo dejó feísimo para los restos. Lo del Quemado caía ya dentro de la Dehesa del Pimiento.
Con la querencia de los aficionados, vino lo que tenía que venir, que los que tenían cuartos lo querían todo para ellos y acotaron todo lo que se les ponía por delante.
Los guardados y cotos empujaban a los aficionados pobres para arriba, buscando lo libre, y barajaron las vueltas para llegarse a lo nuestro.
Quitando los Ahumada, que eran señores de cuna y tenían conciencia, los demás terratenientes se pusieron salidos a esperar quién les iba a meter cuartos por comprarles la cacería. Lo de vivir en la caponera, cobrando de lo que no es de uno, ni trabajo cuesta tener, siempre enceló a la gente sin fundamento.
Los Ahumada eran cinco hermanos, todos con tierras, y la gente más principal de aquí; pues don Gumersindo, por parte de su abuela, que también era de cuna y parienta de los Ahumada, por parte de su abuelo era de la gente de Aldavaca, muy contrabandistona y sinvergüenza.
Doña Petra estaba ya madura cuando don Javier, que era uno del pueblo muy burrísimo, pero un figurín de bonito que era, se casó con ella para heredarla. Por lo pronto le hizo a don Javier, que también se llamaba así el padre de don Gumersindo, y por lo tarde empezó a tirar los cuartos y a jugarse las tierras con sus parientes, los Aldavaca, que la vieja tuvo que poner pie en pared.
Si sería bestia aquel don Javier que arrimaba lo de su mujer a sus hermanos y sus primos, pensando que con eso se beneficiaba. Por eso desde el Galeón a las Tenadas, todas esas fincas tan grandísimas, son ahora de los Sánchez Aldavaca, de los Aldavaca Sánchez, de los Romero Aldavaca y Sánchez Romero Aldavaca. Todas fueron de doña Petra, y menos mal que a aquel don Javier se le escapó un tiro de la escopeta y le vació los sesos, que si no, a estas horas hasta el vedado sería aldavacón.
Con los Ahumada todo el mundo podía vivir y por eso nunca quisieron coto. La sangre mala, sin fundamento, tomó gusto a hacer del campo una caponera para sacar cuartos y todo terminó en coto, porque la gente pagaba por la cacería lo que no valía el trigo. Por eso, si sembraban, ni siquiera lo segaban para que las perdices tuvieran qué comer.
Llevaba ya dos semanas en lo mío y no me determinaba a ir donde Pablo como, si con retardarlo, se me fuera a apagar la cortedad que me encendía la Encarna.
Me llegué una tarde con el lubricán, cuando todos estaban allí.
—Ya era hora, muchacho —dijo Pablo—. Sabía que estabas aquí, pero como no venías, me dije: ¡él sabrá!
A mí no me salían las palabras del cuerpo y me senté allí, junto a la puerta.
—Como viene de ver tanto, ya no quiere nada con los pobres —dijo la Encarna.
Al rato encendieron el farol de mineral y aquello se llenó de mosquitos y palomas de la luz.
—Estás más hombre —dijo Pablo.
—También tú estás muy bien.
La Encarna se me da una vuelta allí delante y me zampa:
—A mí ¿no me dices nada?
Fue su padre el que contestó por mí:
—Sí, que te has puesto tetona. Las terneras se hacen vacas con tres yerbas.
A mí me entró la risa y apuro porque era verdad que estaba muy tetona, no como antes, que tenía como dos botones.
Me hablaron de que sabían que había estado allí dos veces y no había sido para llegarme a verlos.
La madre y la abuela estaban allí, con las bocas cerradas, mirándome las botas y lo único que me preguntaron fue si era verdad que yo me había traído una maquinilla de afeitar de esas de hojilla y una brocha.
—En la mili las daban —les dije.
—Es que a Pencho no le vendría mal un invento de esos, pues se ahorraría de subir al pueblo los sábados.
Pencho se hurgaba los dientes con la navaja y ni caso me hacía.
Pablo habló de que la Manuela se había casado con Rico, el de la montanera de la Zarza. Como ella era hija de Miguel y hermana de mi cuñada Carmen, yo ya lo sabía. También me contó que la Peña la habían metido en el vedado, y a cambio, habían baldiado toda la vega del Molino porque hubo sus más y sus menos entre don Gumersindo y Daniel, el ferretero, que era el dueño de todo aquello.
Como él lo hablaba todo, yo me fui quedando tranquilo y le preguntaba por esto y por lo otro, de los muflones, de la gente de los cotos, pero la Encarna no nos dejaba hablar.
—¿Eso es lo que has venido tú a contar? —me decía.
Pablo le callaba la boca, pero en seguida estaba ella al quite, preguntándome:
—En la mili, ¿conociste alguna muchacha?
—Alguna había allí.
—¿Y te la echaste de novia?
—¡Disparate!
—Entonces ¿qué? Algún trapicheo te traerías tú con ellas.
—¿Yo? Una que iba allí a coser donde el sargento que no sé cómo se llamaba. Le decía, buenos días, y ella a mí igual.
Pablo la largaba de allí y entonces ella daba la rabotada:
—¡No, si aquí sólo se puede hablar de la mierda de la cacería!
Pablo me contaba de Martina, del Goro, de cuando él hizo el servicio, pero la Encarna, en cuanto podía mojaba sopas:
—Y además de la que iba a coser, ¿no había más muchachas?
—Las hijas del sargento, que eran una mayor y otra pequeña.
—¿Eran guapas?
—Ni feas. La mayor tenía novio y la otra lo andaba buscando, pero torcía las patas. Me decían de usted porque ellas eran sargentas.
Como a Pablo le parecía que aquella conversación no tenía sentido, nos dejó allí charlando y él se fue a trastear. Entonces, ella se me sentó en un cajón donde ponían la plancha y como estaba caliente, medio se quemó el culo y se fue para dentro dándose azotes y volvió con la almohada para sentarse. Entonces Pencho, al verla allí a mi lado, se nos pone delante como haciendo alarde de no sé qué, y dice:
—¿Es que te vas a repompear ahí mucho tiempo con éste? Lo digo porque va siendo hora de dormir.
La Encarna ni caso le hizo y me preguntó:
—Tú, ¿qué vas a hacer ahora?
—¿Ahora? Pues no sé, lo de siempre.
—¿La escopeta?
—Claro.
—Yo me pensé que en el servicio te habrían enseñado algo. ¿Qué hacías allí?
—Lo mismo que aquí, cazar.
—¿Que eso es lo que hacías tú? ¡Para creerte!
—Eso es lo que hacía.
—Pues padre, cuando menos, se enseñó a tocar el tambor y, cuando era mozo, lo tocaba en el pueblo por carnaval. Cuando menos eso le enseñaron.
—Pues a mí no, yo sólo hice lo mío y echar mano a limpiar las bestias.
—¡Buena cosa hicieron contigo! Yo me decía: ¡anda, por lo menos se habrá pasado estos años sin tocar la escopeta! Pero ¡mira por donde!
Allí saqué unas fotos que nos echaron poco antes de venirnos, con el capitán, mi tocayo el cura y todos los chavales.
A la luz del farol, la Encarna las estuvo mirando y preguntaba que quién era éste y el otro, y decía que si uno era feo el otro era peor, pero Pencho ni quiso mirarlas.
Con el rebujo de papeles se me cayó una foto mía, de la cara, como las que me pusieron en la documentación, que no estaba muy malota y cuando me iba, la Francisca se me viene y me dice:
—La Encarna quiere que me des tu retrato para ella.
Aquello sí que me dio alegría, no sé por qué, y le di la foto a la Francisca para que se la diera a su hermana.
Después, mi foto la puso junto a una estampa muy bonita de San José y allí la tuvo mucho tiempo, hasta que una vez de las que tomó pesadumbre conmigo, fue y la quitó.
Una noche vinieron Pablo y el Goro a decirme:
—Juan, nos pasa que estamos los dos alcanzados y tenemos precisión de buscar unos cuartos para igualarnos. Como tú tienes mano con la gente del contrabando, lo que te pedimos es que subas con nosotros a la Zarza a ver qué podemos hacer.
Yo no quise decirles que no, aunque ellos sabían de sobra que dos cazadores cazan más que uno, pero tres cazan menos que dos, porque el reparto mengua más que lo que una escopeta aumenta.
Como tenían urgencia y ya era tarde, yo pensé que al paso de ellos, de no salir ya mismo, no íbamos a llegar allá arriba antes de que el sol asomara.
—Pues si vamos a ir, vámonos ya —les dije.
—No hace falta —dijo el Goro—. Saldremos de aquí a las dos o las tres de la noche, con la luna.
—¿Y a qué hora vamos a llegar allá arriba?
—Yo te lo diré. Daniel ha echado en la yeguada dos bestias que compró a los militares y no están cerreras. Hay que buscarse otro hierro, porque yo tengo uno. Con el hierro y un cacho de tomiza hacemos una cabezada, que yo tengo otra.
Pablo dijo que con la cabezada de la borrica podíamos apañarnos, que no tenía hierro, sino serreta, pero que era igual.
Así lo hicimos y a las cuatro de la mañana estábamos en lo de Daniel, el Molino que le dicen, porque de antiguo hubo allí un molino de agua, donde ahora cae el puente.
El Goro refirió que desde que Daniel se trajo las yeguas de los militares se había aliviado mucho patear, porque se iba al Molino antes de clarear, se subía a la yegua y en ella se iba al Taramillo o a la Dehesa del Pimiento y todos aquellos cotos que sólo él cazaba.
—Te lo digo yo, que nadie echa cuenta de un tío a caballo, ni se les infunde cavilar que andas en cacerías —me dijo.
Una de las yeguas era muy pastueña y se dejó manosear sin hacer extraños. El Goro la aparejó y, montado en ella, le echó mano a la otra que era más bronca.
A Pablo lo dejamos solo en una de las caballerías y en la otra nos montamos el Goro y yo. Tomamos por el mismo río hasta sobrepasar todo lo que es el torno, que es un buen cacho con los dos tornillazos que da en la Valera y en la Zarza. Serían las cinco más o menos, cuando al trasponer los tarajales grandes que montan por las arenas, nos salimos del río y, al galope tonto, en menos de una hora nos quitamos de en medio, poniéndonos en las piedras del Berrocal.
Yo estaba loco de contento de ver lo pronto que se llega a los sitios cuando se inventa algo bueno.
Dejamos las bestias arrendadas en lo hondo de una breña y tomamos para el vado ancho que junta el Berrocal de abajo con el de arriba, y allí mismo, puse al Goro y a Pablo, a la salida de la barranquera, donde yo aguardaba los cochinos de antiguo. Ellos iban a tener ventaja porque yo iba a batirles el Berrocal de arriba y los cochinos que hubiera tendrían que pasarles por la vera.
Yo dije que yendo tres no quería perro y por eso no los llevamos, ni falta que hicieron para nada.
Crucé el río siendo todavía oscuro, andando hacia la Peña, para rodear luego por los bajos hacia la linde de la Valera, donde llegaría a media mañana.
Vi pateaduras de cochino frescas y tardé mucho en barajar el chaparral y las tierras negras, sin ver una jeta. Entonces me subí a lo alto, hacia la parte que se ve encajonado el Galeón, allá a lo lejos.
Yo no iba tranquilo, porque no sabía bien cómo andaban las cosas de la guardería, ni si era verdad que en los últimos apretones, toda la gente de la Zarza hacía de guarda aunque no llevaran escarapela. Pero al bajar de lo alto vi un gandano lindo, de los que dicen que tienen mal fario, que al verme se encampanó y cambió de viaje, trotando y volviendo la cara para tenerme marcado. Como antes venía tranquilo, era señal que no se había topado con personal alguno y por eso tomé confiado por el seguido que él traía, pero cambiando las huellas.
Al rato vi dos jabatos grandes en un hozadero, pero como llevaba el viento a la espalda me tomaron ventaja. Entonces recorté el monte al sesgo y, cuanto más bajaba yo hacia la linde, más subían los cochinos arrimándose a las piedras.
Cuando me desengañé de que no tenía proporción de tirarlos, me fui tras ellos empujándolos a la barranquera.
A la hora de comer fue cuando oí tirar, y yo estaba muy lejos, porque los jabatos me llevaban muy por detrás. No fue un tiro, sino dos, porque dobló, y yo pensé:
—Malo, se le fue.
Pero pensando esto, tiraron otras dos veces y, al momento, volvieron a tirar una sola vez.
Cinco tiros a la hora que era, no podían traer nada bueno y entonces eché a correr, para meterles bulla, no fuera que la guardería empezara a hacer tonterías. Pero al llegar a lo alto, en el hondón que baja al río, me veo las dos yeguas cortando para la Zarza con un tío montado en una de ellas. ¡Para qué, lo que me entró!
Aquel invento de las yeguas nunca se me había ocurrido a mí y como aquel tío no era un guarda, porque ni llevaba sombrero ni nada, si daba el escándalo, adiós invento de las yeguas y adiós la que se nos venía encima con la cabezada de la borrica de Pablo, llena de perifollos, que la conocían en toda la sierra.
Tardo más en contarlo de lo que tardé en tirarme dando botes por aquellos riscos. Primero para abajo, después encharcándome en el río hasta la bragueta y terminando, piedras arriba, en los limpios que cortan hacia la Zarza.
Como las bestias caminaban despacio barajando el mateado, yo corté para ellas tapándome hasta tenerlas a tiro. Entonces, cargué la escopeta con cartucho de perdigón y, a la rebalusa, le largué un trabucazo al culo de la yegua montada, que pegó un respingo y estuvo cayendo tío por el aire media tarde.
Pegó un porrazo de muerte, que no fue nada al lado dél susto que llevó. Como lo digo: tocar el suelo, levantarse, y tomar el seguido para abajo, moviendo un polverío de espanto, todo fue lo mismo. Aquello no era un hombre, sino una liebre.
Resultó ser un esparraguero que se pensaría que las yeguas andaban robadas o que serían del contrabando, y que por entregarlas donde los civiles, le iban a dar propina. Propina es lo que le dieron por tunante, pues donde mismo cayó encontré yo un cesto con seis o siete cientos de espárragos, que ni lugar tuvo de recogerlos de la prisa que le entró.
Recoger las yeguas me puso a cavilar y todo porque los animales tomaron cada uno para un sitio y con el solivianto tan grandísimo que tenían me tomaban las vueltas. A la del tiro no se le había clavado ni un plomo porque la tiré larga y el plomo le llegaría frío.
Cuando llegué donde Pablo y el Goro con un cesto de espárragos, me dicen:
—¿Pero es posible que te haya dado lugar a coger eso?
Les conté lo que había pasado y me dice el Goro:
—Ese tenía que ser el Quemado.
—Era más joven que el Quemado —dije yo—. Pero seguro que se pensó que las yeguas eran de la gente del contrabando.
Entonces me dijeron lo que habían hecho con el tiroteo que me armaron. Mataron al alimón un verraco alunado, con dos cuchillos tan abiertos que daban miedo.
—Lo que yo vi fueron dos jabatos, no ese verraco.
Los cinco tiros los llevaba en el cuerpo porque el Goro lo volteó, se le enmendó y lo volvió a tirar partiéndole una mano. Entonces el animal tomó para Pablo, que le metió los dos tiros en el lomo y se lo volvió otra vez al Goro para que lo aliñara, como debía haberlo hecho de primeras dadas, de un tiro arriba del codo.
Y los dos jabatos que les entraron al tiempo del verraco, se les pasearon por delante de las escopetas y no los tiraron por el celo de rematar al herido. Cuando lo supe hasta me puse de mal humor.
Como había pasado lo de las yeguas les empujé para que aprovecharan el salto y se quitaran de en medio antes que tuviéramos guasa con los guardas. Quedamos en que yo llevaría el cochino allá arriba a la Caldera, aprovechando que teníamos montura, pero subirlo tuvo su miga, que tuvimos que coger broza y hacerle un colchón a las lunas para que no lastimaran a la bestia, pues menuda espuela era aquello si la cabeza del verraco empezaba de acá para allá.
Ellos tomaron para abajo, los dos subidos en la yegua, y yo tomé para la Caldera llevando a la otra de la boca y echando cuenta que el cochino no se fuera al suelo.
A la Caldera no se puede ir a caballo, pero tomando la vuelta, no por lo de Mastevale, sino por lo de Benimeli, hay como una vereda de conejo muy estrecha, que allá te deslomas si pierdes el pie, que termina en la del contrabando.
Pensaba yo que desde la fecha y hora que me fui a la mili no había vuelto a trajinar con los mochileros y que lo mismo se me echaba a perder el cochino sin haber topado con ellos. Pero tuve muchísima suerte porque al otro día vi pasar dos caballos, allá arriba, por la Quintanilla, y como yo tenía la yegua, pude irme por uno de ellos y detrás me traje los mochileros que, yo sabía, iban a la vista de las bestias.
Estuvieron media mañana endiquelando sin determinarse a dar la cara y eso que yo les hacía señas con el pañuelo. Cuando me conocieron se vinieron para mí que no sé por qué no me pegaron, pues ganas no les faltaban.
—¡Esto no lo vuelvas a hacer! ¡Tú no sabes con quién tela juegas!
Cuando se hartaron de hablar y se desahogaron a su gusto, los llevé donde estaba el cochino y se quedaron con la boca abierta.
—¡Coño! —dijeron todos al tiempo, y por eso se lo llevaron en seguida, a la ida, no a la vuelta como hacían siempre.
Me dieron, no me acuerdo si cuatrocientas o mil ochocientas, y no me acuerdo porque uno pierde el sentido de lo que daban antes con el sentido de lo que daban después.
Yo no quise quedarme con mi parte para que Pablo y el Goro se igualaran.
Con estas cosas y otras, pasó la vida sin nada de particular hasta que llegó el verano, en que don José Manuel trajo un pariente de él, con una señora muy guapísima, a sacar películas.
Ellos traían un invento que se le daba cuerda y, apuntando por un cristal, echaba fotos tal que el cine.
Don José Manuel vino, me los dejó y se fue, porque ellos tenían permiso de don Gumersindo para entrar al vedado y sacar toda la película que quisieran.
Lo que querían era retratar las reses y los cochinos sin que echaran cuenta de ellos y habían intentado con el Amalio, pero fracasaron. Por eso, don José Manuel, se llegó a buscarme.
Tenían dos máquinas, una que hacía más ruido y otra que hacía menos. Con la máquina del ruido ellos decían que todo era mejor, pero el ruido aciscaba la caza y no había manera. La calladita, sonaba una miajita de nada, pero tenía menos mérito y por eso me la enseñaron a apuntar para que tirara yo lo que pudiera.
Me acuerdo que como era la berrea una vez saqué un venado de recría saltando la hembra y, otra vez, estando yo tapado en un matón de carrasca y lentisco con dos corzas comiendo por delante; al ruidito de la máquina, una de ellas vino a meterme los morros casi en las manos, que si no estoy con el celo del retrato, la trinco viva.
Esto lo vi yo, luego, echar en donde don José Manuel, tal como pasó, y decían que era lo mejor de todo lo que allí retrataron. También salía yo junto a la señora y me gustó verme porque no estaba muy malote ni hacía mal papel.
Estando con aquella gente, a los seis o siete días, aparece el Felipe, que nos andaba buscando, y tan pronto nos marcó desde el caballo, se dio la vuelta y por la tarde apareció acompañando a don Gumersindo, también montado.
Ni saludó. Se viene para mí y dice:
—¿Qué haces tú aquí?
Fue la señora la que explicó lo que yo hacía, pero ni caso le hizo sino que, muy encorajado, me soltó:
—Te vas corriendo, ¡pero ya!, a la linde que te quede más cerca. ¡Pero sin parar de correr! —Y le dice al Felipe—: Te vas detrás de él, y donde pare de correr, le echas el caballo encima, ¡pero se lo echas! ¿Te enteras?
Nos cayó tan de sorpresa a todos que ninguno sabíamos qué hacer y allí nos quedamos mirándonos.
—¿No me has oído? ¡Corriendo!
Yo empecé a marcharme a mi paso, porque no iba a apretar a correr hasta la linde por muy soberbio que se pusiera don Gumersindo. Pero cuando vio que no corría, apretó el caballo contra mí que, si no lo recorto, me patea. Al verse toreado, me tiró un fustazo a la espalda que hasta me lastimó y me zampó:
—¡Ya te daré yo a ti chulerías! ¡Estúpido!
La señora guapa tomó un disgusto tan grandísimo que casi lloraba y se vino a mí y me tomó, así, como abrazándome, y decía:
—¡Ay, qué disgusto, ay qué disgusto! ¡Pobrecito Juan, que todo ha sido culpa de nosotros!
Allí se acabaron las fotos y aquella gente se portó conmigo como de familia. Me regalaron unas botas de cuero cuarteronas, nuevas del paquete, una chaqueta de piel divina con golpes y botones entrelargos de madera, seis pañuelos y unos calcetines de abrigo. Con aquello me quedé avergonzado, pero después de vaciar el coche, cuando yo ya no sabía ni qué decir, me regalaron lo más grande que se le puede regalar a un hombre: una escopeta de dos cañones.
Cómo me pondría yo de contento que me eché a llorar y la señora guapa, delante de su marido, para que yo viera que lo hacía de corazón, me besó en la cara.
Cuando se fueron, corrí como loco donde Pablo para contarle lo de la escopeta y Pablo me dijo:
—Una prenda así no es para uno de nosotros. Te la quitarán, ya verás.
—Esta no, porque me subo ahora mismito al pueblo a arreglarle los papeles que hagan falta.
—Y ¿te los van a dar?
Eso dijo Pablo y sabía lo que se decía.
Subí al pueblo y, después de dar muchas vueltas cavilando, me llegué donde la guardia civil. Los civiles están en la misma plaza, en la enfrentada del bar, junto a la herrería de Daniel. Se entra al patio y en un lado queda lo del juez de paz, al otro lo de los civiles y, en el piso alto, lo del Alcalde.
Entré donde los civiles y dije:
—Quiero arreglar los papeles para que nadie tenga nada que decir.
No me dijeron que no. Me dijeron que le pusiera una carta al gobernador pidiéndole de favor que me dieran mi licencia y tal y cual.
Entonces fui donde don Fermín, el alguacil del juzgado, pues de pluma es una eminencia, y él me dijo lo que había que poner. El dirá si miento.
Yo me creí que ir donde los civiles y traérmelo todo arreglado era una misma cosa, pero ¡qué va! Pasó un día y otro más, una semana y dos, hasta que un sábado, subo allí y el cabo me zampa:
—¿Pero cómo se te ha ocurrido pedir tu licencia?
—Y ¿por qué no?
—Porque a nosotros nos preguntan ahora si tú tienes buena conducta. ¿Y qué vamos a decir? ¿Que eres una prenda?
—¿Y qué he hecho yo de malo?
—Pero, hombre, ¿hay alguien en el campo o en el pueblo que no sepa que tú eres un furtivo?
—Pero a mí nadie me ha trincado en lo de nadie, que es lo que vale.
—¡Ya te trincarán, no te apures!
—¿Y por qué no me dijeron eso cuando subí aquí a preguntar? Ahora he hecho gasto.
—A ti, lo que te sobra es el dinero, Juan. Tú, oficio no tendrás, pero cuartos no te faltan. ¿O es mentira? Por eso no se te puede dar tu licencia: tendrás que seguir cazando sin ella, ¡qué sele va a hacer!
Yo no quería darlo todo por perdido, sino que quería sacarle al cabo la verdad de por qué no me daban los papeles. Pero tenía apuro de ponerme untoso o ponerme faltón, que de nada iba a servir ni una cosa ni la otra.
Yo tenía vientos de que el juez había escuchado algo de mi licencia y que lo habían charlado. Pero el cabo no soltó prenda. Por eso me di la vuelta para marcharme, pero antes de alcanzar la puerta me dice el cabo con mucha pasta:
—Juan, esa escopeta que te han regalado más vale que la traigas aquí, para devolvérsela a su antiguo dueño.
Me dejó planchado porque yo ni había mentado la escopeta, que buen cuidado tuve de no hacerlo.
—Pero ¿usted sabe…?
—Yo tengo obligación de saberlo todo. Tú te traes la escopeta y quedamos tan amigos.
Como yo cavilaba y cavilaba, sin determinarme a preguntarle, fue él quien me lo dijo:
—No te calientes más la cabeza. La pareja fue a donde Pablo y la hija de él, la mayor, les contó lo de tu escopeta nueva. La muchacha lo dijo inocentemente.
La Encarna no podía haber dicho aquello inocentemente porque a ella nada se le escapaba nunca. Me volví a lo mío casi llorando, con un desconsuelo seco que me subía a la garganta.
Ni necesidad tuve de subir al pueblo, pues la pareja se llegó a lo mío a recoger la escopeta.
Puedo decir que nunca tuve apego a nada, ni me dolió dar los trastos, el dinero o la ropa, a quien me lo pidiera, pero aquella escopeta bien me castigó el apego que le tomé. Era mocha, de dos cañones y pletinas largas. Una escopeta quebrada, con encare conejero, y aunque era de las antiguas estaba flamante.
La Encarna ni se tapó, ni trató de disimular, que me zampó en mi boca:
—Yo se lo dije a los civiles y mil veces que pasara, mil veces que iría con el cuento.
—Pero ¿qué te he hecho yo? ¿Por qué me haces a mí eso? ¿Te das cuenta, chiquilla?
—¡No voy a darme cuenta! Ya va siendo hora que hagas algo y te dejes de ese aperreo de la cacería y la madre que la parió.
Encima, se me puso soberbia, como si me hubiera hecho un favor. Como yo no la iba a pegar, me fui de allí que me crujían los huesos de coraje y, al llegar a la lobera, me dio cólico en la tripa. Era el revoltillo de las bilis que había tragado y hasta que no las vomité, no se me pasó el dolor.
Menos mal que al poco tiempo, con la vida que hacía, siempre corriendo, tapándome de los guardas y de los civiles, tirando la escopeta donde caía, se me fue pasando la pena de la que perdí. Pensándolo bien, yo tenía el arma que me hacía falta. No podía estar peor, pero sucia, sin dormir al calor de su amo sino en el boquetón de un chaparro, o en medio de unas lajas, siempre cumplía.
La escopeta, lo mismo que uno, estaba hecha a esta vida y no se quejaba. Otra cualquiera hubiera dicho: «Se acabó, ya no tiro más». La mía, no.
Al poco tiempo trincaron al Goro dentro del vedado y le dieron una soba de palos que estuvo a la muerte. Cómo sería, que lo llevaron en auto al pueblo y estuvo muchos días diciendo bobadas y, después, le quedó como sordera y todavía está teniente del lado izquierdo, que le largaron una patada justo donde cae la oreja.
Cuando me enteré, subí a verlo y todavía estaba sonado y con un cerote de espanto porque se pensaba que lo iban a fusilar cuando se pusiera bueno.
Le pasó que había matado una corza y, al subir a cobrarla, lo vieron las mujeres de la fábrica de sillas, que venían por la linde del Regalito y fueron con el cuento a la pareja.
Como no la tumbó del tiro, sino que se le fue renqueando, tuvo que ir tras ella con el perro y dio lugar a que los civiles tuvieran tiempo de marcarlo y llegarse por él.
El, siempre fue muy valiente y con muy poca cabeza. Por eso, al ver que perdía la corza, después de todo lo que padeció por ella, les metió mano a los civiles para que no se la quitaran. Por eso le zurraron, y como él también dio lo suyo, se vieron en precisión de defenderse y no lo mataron de milagro.
Estando el Goro tan malo, van los civiles y trincan a Pablo, pero no le hicieron nada apenas, le dieron seis o siete hostias y lo metieron tres días en el cuarto. Cuando volvió traía un ojo que parecía una vomitadura de vino tinto y me entró tanta risa de verlo que me revolcaba por el suelo. Pero la Encarna tomó un berrinche a cuenta del ojo y los chichones que traía su padre, que hasta tuvo que guardar cama.
—¡Es mi padre! —decía metiéndome las manos por la cara—. ¿Te vas a reír? ¡Es mi padre! ¡Que a un hombre le pongan la mano en la cara! ¡Es mi padre!
Y de ahí no salía, pero las lágrimas no le caían por la cara como a todo el mundo, sino que le salpicaban para afuera de la pesadumbre tan grandísima que tomó. Yo nunca había visto un llorar como aquel y me impresionó mucho.
Los tres días que Pablo estuvo fuera, yo arrimaba lo mío a su casa, pero tenía que esconderme de la Encarna y darle los cuartos a la abuela, que a ésa no le importaba que yo le diera y hasta le parecía poco.
—A ver si te traes vacuno, o borrego, del pueblo, que es lo que le gusta a Pencho —me decía.
La Encarna no, la Encarna me miraba como si yo tuviera la culpa que su padre estuviera preso y no quería nada mío.
Daniel el herrero era primo de Daniel el ferretero, pero tenía muchos humos y pocos cuartos, aunque se las daba de ser del señorío por ser primo de su primo y llamarse como él.
A mí me traía loco con los perros, pues cachorro que yo sacaba, cachorro que se le antojaba. Yo, por su primo, no por él, le vendía el perro que ya estaba empezando a cazar, y allí me tenía que pasar un par de meses bregando con otro cachorro para ponerlo. Pero en cuanto lo tenía puesto, ya tenía a Daniel en la lobera:
—Mire usted, Lobón, yo le doy el perro que me llevé y usted me da a mí ése. Es que el que me llevé, se me va muy largo.
Por no discutir, le decía que sí y, a la semana, vuelta con lo mismo.
—Mire usted, Lobón, he pensado que el otro iba mejor que éste, de manera que si a usted no le importa, le traigo éste y me llevo el que tiene usted.
Y yo volvía a darle gusto.
Con estas cosas, los perros de Daniel el herrero no paraban en la herrería más de una semana, y, en cuanto podían, se escapaban y se venían a lo mío.
Esto ha sido así toda la vida de Dios, y eso que a lo último, perro que se venía conmigo, perro que yo me quedaba con él para vendérselo a otro o al mismo Daniel.
Daniel, el herrero, era el hombre más grande de por aquí. Tenía unos brazos como jamones y el mismo cuello que un toro moñudo. Verlo golpear el hierro daba gloria, pues de cada machucazo aluciaba una reja de arado que no sé cómo no rompía el yunque.
Por eso siempre estaba haciendo apuestas de tener más fuerza que nadie.
Su primo, que también era Daniel, el ferretero, era un chaval de mi edad, hombre de libros y de los más ricos de por aquí. La madre de él tuvo sus perritas y sus fincas, pero el dinero en gordo lo ganó él con la electricidad. En la tienda tenía gente trabajando, porque él era de corbata y nunca despachaba ni un clavo.
El ferretero me decía de tú y yo a él igual, y como le gustaba cachondearse con su primo, vez que pasaba por la herrería, vez que le soltaba los perros para que se vinieran a lo mío. Por eso me decía:
—Cuando el primo Daniel venga a comprarte otra vez el chucho, no te olvides que yo llevo mi comisión.
Pero lo que más risa le daba era recordar un día que había mucha gente en la plaza viendo cómo su primo calzaba una mula roma que tenía las ideas de un caimán. Tenía el acial apretado que le estripía el morro como si fuera una cotufa y no se estaba quieta. De casualidad yo me había arrimado allí, porque me gustaba mucho el hierro colorado y todo lo de la fragua. Como no había forma de tranquilizar a la bestia me arrimé a ella, le enganché una mano y con la otra trinqué el acial.
Total que la mula, mal que bien, se estuvo quieta. Entonces, Daniel el ferretero le dice a su primo:
—Lobón tiene más fuerza que tú.
—A ése lo aprieto yo y echa las tripas fuera.
Empiezan con esto y lo otro y dice el herrero:
—A la mula la levanto yo en peso.
La bestia recién calzada y achichonada de gorda, tenía que pesar lo suyo, pero lo más malo era meterse debajo, que capaz era de sacudirte un bocado.
Por eso dice:
—Que lo intente Lobón primero.
Yo me fui a la mula, le trinqué la mano y aprovechando que se levantaba sobre las patas, la enganché la cola al tiempo que le metía el cuello por la tripa. Sólo la tuve un instante porque pataleó y se fue al suelo de lomo, que yo me pensé que no se iba a levantar, del porrazo que pegó.
Entonces, allí delante de todo el mundo, el herrero se entra para la fragua, coge las dos puertas y las cierra muy enfadado. Luego abre una rendija y, desde dentro, nos tiró a todos un corte de mangas. Nadie supo lo que le entraría, ni qué se le infundiría a él con que yo levantara la mula.
Después se le pasó y siempre que iba yo al pueblo y estaba herrando una bestia tenía que venir a decirme:
—¿Sería usted capaz de levantar a ésta?
Cuando los animales estaban tranquilos no había cuidado. Pero un día se sacó la espina. Me dice:
—Yo levanto las cuatro patas de ese mulo del suelo, con una mano.
—Ni con una mano ni con las dos —le digo yo.
El tío se va para la bestia, le engancha una mano y se la levanta, luego la otra y así las cuatro.
—Así no vale —le digo.
—Y ¿quién dijo que no?
Yo nunca he sido caviloso sino alegre, aunque de poco hablar, porque de no usar la lengua estando solo, se me aguanta estando acompañado.
Pero alegre sí que lo fui, que hasta las cachetadas y malos pagos que me daban terminaban por darme risa.
Hablo del tiempo que Pablo y yo nos empicamos con los pájaros de agua en la laguna. Un tal Segundo fue el que nos metió en esto porque él compraba todo lo que le llevábamos y decían, no sé si será verdad, que él quería esos pájaros porque se los pagaban muy bien para que les quitaran el plumón fino que valía un disparate. Como hay tantos inventos, puede que fuera verdad. Yo no lo sé.
Habíamos comprado un cacho grande de tela basta, para cortarlo a tiras y hacernos vendas. En esa laguna hubo siempre tantísima sanguijuela que, como no te liaras hasta el pecho como un lisiado, te sangraban.
Ponerse las vendas era hartarse de reír, pues allá que nos quedábamos en pelota y el que se vendaba, se quedaba quieto, mientras el otro lo liaba de trapo, haciendo a su alrededor como burro de noria.
Cuando le tocaba a Pablo, me meaba de risa, de verlo tan largo, en pelota y con el sombrero puesto para no resfriarse. Me entraba un ataque y venga a ¡ja ja y a jajá!, que me dolía la tripa y no atinaba a apañarlo.
—¿Es que no has visto nunca una bicicleta en pelota? —me decía.
A la laguna llevábamos un hijo de la Rabona, que traía cruce del barbucho que tenía el Goro, más valiente para el agua que un pescado. Le puse Peluso como padre les ponía a los barbuchos.
La laguna entonces, se me infunde a mí, que tenía más agua que ahora. En el canalizo que mira para el juncal del Taramillo tapaba a un hombre a caballo. Nosotros tomábamos por la mediación, donde sube el fango, y allí poníamos dos aguardos, uno mirando al lubricán y el otro al levante.
A Pablo le dolían los huesos de tantísima humedad y por la noche le untaba yo con ajo y se quejaba:
—Al que tiene carne, le duele la carne. A mí sólo me pueden doler los huesos.
Aguardando los patos trincamos un buen lote de nutrias, que nos las compró Daniel el ferretero y se las regaló a una buscona de Algeciras que, entonces, lo tenía trincado por la bragueta. Manolo, el de la Casa de Postas, que las mandó a curtir, se enfadó con Pablo por habérselas vendido a Daniel tan baratas.
—Vosotros no tenéis arreglo porque lo queréis todo para vosotros, y así os luce el pelo.
El quería darnos a nosotros lo mismo que Daniel, para sacar tajada.
Allí había patos, gallaretas, zaramagullones, culones, garzas, zapapitos y, en la primavera garzas pinaleras y flamencos.
La primera avutarda que yo maté fue allí y eso que en aquella parte nunca hubo avutardas, nada más que aquélla. Cuando la tiré y se vino para abajo, no sabía yo qué clase de aeroplano era aquel, tan disparatado de grande.
Aquélla fue la primera y la tiré al vuelo estando en la laguna, igual que si hubiera sido un pato. La tuvieron disecada en la escuelita de Almafuente, pues la maestra nos la pidió para ponerla allí. Después, creo que se apulgaró y la tiraron.
Cuando entre dos luces yo escuchaba a Pablo tirando palabrotas, ya sabía que había tomado por patos a las gallaretas.
Un pájaro tan feo, tan negro y con tanto fato, no vale el cartucho que se le tira, aunque tenga más molleja que un pavo.
Yo nunca le metí el diente a una gallareta. Claro que tampoco como ninguna clase de cacería. Particular, pájaros. Me pasa que de sacar en el monte las tripas a la perdiz y al conejo, para que no se estropeen, tengo dentro de la nariz el fato del chero montuno de la mierda y, luego, cuando viene el guiso, yo venteo el husmo de ese fato en los vapores y me entra repugnancia. No habiendo otra cosa, como lo que sea, pero más prefiero un tomate o pan con manteca colorada.
La gallina sí que me gusta porque es lo mejor que hay, que si la perdiz fuera igual de buena, la gente tendría en sus casas pájaros y no gallinas.
El Peluso, animalito, cada vez que le cobraba una gallareta a Pablo me miraba como diciéndome:
—¡Valientes porquerías le mandáis traer a uno!
Las gallaretas las sacaba del agua y las dejaba en la misma orilla, donde le cayera. Nunca las traía a la mano.
Estando nosotros en la laguna, una mañana, serían las diez o las once, apareció el coche de don José Manuel por la cañada del Coto del Francés. Había estado en lo nuestro la noche anterior y la madre de la Encarna le dio razón de dónde estábamos. Por eso se vino con nosotros.
Traía una collera de patos ingleses de reclamo, un macho y una hembra, los dos azulones.
Fui yo quien vio el auto allá arriba y, tan pronto lo marqué, supe a lo que venía.
Mientras volvimos a la laguna, llevando una barca que pesaba menos que si fuera de cartón, inglesa también, como los patos, estuvimos hablando de la escopeta que me quitaron los civiles. El decía que aquello era un escarnio que hacían conmigo y que iba a hablar para arreglármelo todo. Después no arregló nada, pero yo sé que lo intentó.
Por la mañana estuvimos tonteando, tirándole a las gallaretas por el gusto de hacer ruido, porque a él no le dolían los cartuchos que traía y cuando acabábamos una caja, nos daba otra. Pablo decía:
—Tú tira de los cagalistrosos y por cada uno que tires tríncale dos al señorito.
Lo decía porque a él no le caía bien don José Manuel. No sé por qué sería, pero lo que le pasaba a Pablo, le pasaba a los de arriba y a los de abajo. Pero, para mí no podía ser más bueno.
El pobre tenía apuros porque vivía con una hembra que no era la suya, una chavala joven que tampoco tenía otro mérito. Su mujer era mayor, pero debía de tener más genio que gracia, y, aunque no era malota, se la veía que nunca tuvo gana de macho.
El tenía hijos de las dos y no se pagaba de ello, como don Gumersindo, que además de serlo, a gala tuvo siempre ser un gallo.
A mí me chocaba que un señor me contara sus cosas, esa es la verdad, pero con alguien tenía él que desahogarse. Yo le decía:
—¿Qué le va hacer usted ya? Si eso lo hizo mal, haga bien lo que venga. Y no cavile más, que lo importante es tener salud.
Don José Manuel decía cosas que, luego, le sacaba uno el asunto. Una vez, me dijo:
—La mujer y la escopeta son dos cosas que se llevan fatal.
Yo me pensé que lo decía porque a todas les pasaba, un poner, como a la Encama. Pero no era eso. Era, que si uno necesitaba tener el pulso bien, no debía acostarse con una mujer.
Cuando se lo escuché, me dije que aquello no sería un saber, sino un decir, pero una vez, yendo con los madrileños, que ya contaré de ellos, terminamos en lo de Martina con unas gitanas, que no sé de dónde salieron. Una de aquellas con muy poquísima vergüenza, del puterío eran todas como hay sol, se arrancó con esa copla que dice:
Si es que entra en tus pretensiones
tirar bien con la escopeta
no des paz a los cañones
ni des guerra a los botones
que abotonan la bragueta.
Entonces me acordé de lo que me había dicho don José Manuel y por eso supe que no era un decir, sino un saber.
Al lubricán estuvimos tirando los patos, al reclamo. Aquello tuvo que ver: ató la punta de una guita a una piedra, la otra a la pata de la pata y la echó en medio del agua. El pato lo metió en la barca, allá en el juncal, y cuando se vieron solos, empezó la hembra a cantar que hasta risa daba. Empezar a cantar la pata y empezar a venir novios, todo fue lo mismo. Venían de allá, de la parte de las Mulas, con el pijote fuera y el dedo puesto, ciegos, sin hacer caso al tiroteo. Animalitos, qué celo tan grandísimo traían.
Don José Manuel se fue ya oscurecido y como yo no le tomaba dinero, me regaló dos cajas de cartuchos nuevecitas y todo lo que mató, menos unos patos.
Entre Pablo y yo nos repartimos todo: caza y cartuchos, y nos quedamos tan contentos.
Tres días después vino Pencho en la borrica a dar una razón de parte del Clemente para que Pablo subiera a la Zarza, que don Gumersindo quería hablar con él.
Pablo le dijo:
—Te vas para allá, y si vuelven a dar razón, les dices que estamos aquí a lo nuestro. Que cuando acabemos haré un hueco para subir a la Zarza.
Yo siempre me he embobado con Pablo, porque a mí estas cosas nunca se me ocurren en el momento, sino después, cuando uno ya ha metido la pata y no hay remedio.
Le oí decir aquello y me pensé que era charlar por charlar, que al rato tomaríamos los trastos para volver, pero ¡qué va! Allí nos quedamos tres días más y al que hacía cuatro, se presentó el Clemente por la cañada del Coto del Francés, con la camioneta verde de la Zarza.
—¿No te ha dado razón tu hijo?
—Sí que me la dio, y con él te mandé un recado.
—¡Pues bueno está el amo porque la otra vez no subiste!
—Si quería verme, ¿por qué no vino él aquí?
—Pero tú ¿qué? ¿Cuántos cortijos tienes para que haya que venir a buscarte?
Pablo y el Clemente se pusieron como los trapos en un momento, que yo estaba viendo que se metían mano. Pero Pablo, a lo último, no sé qué le dijo que el otro tomó un reír muy grandísimo y allí se acabó la pelea.
Ya en la camioneta dice el Clemente:
—El amo quiere hablar contigo referente a un hucheo que van a dar uno de estos días. Quiere que vayas con él y que te lleves la perra de Lobón por si es caso de hacer un cobro.
Pablo me miraba.
—¿Para eso me llama? ¿No se habrá equivocado de tío?
—Dijo eso, que subieras tú para ponerse de acuerdo contigo.
La camioneta verde atravesó lo de Taramillo y la linde de poniente de Chotacabras, para salir a la carretera mucho más abajo de Carbonero. Desde allí tomamos para arriba, hasta el cruce, y a mí me dejó en el emboque de la cañada y Pablo siguió con el Clemente hasta la Zarza.
Por la tarde vino Pablo a verme.
—Al que quiere allí don Gumersindo es a ti, pero como tuvo contigo lo que tuvo, cuando vinieron la señora guapa y su marido a echar película, me olió a mí que no se determinó a llamarte. Yo le di un jai, diciéndole que la perra tuya no se iba a venir conmigo. Entonces él me cortó el viaje en seguida: pues dile a Lobón que, si quiere, que se venga el jueves, dijo.
El jueves estaba yo allí como un clavo, con la Rabona, que le llegaban las tetas al suelo.
Allí estaba don José Manuel y el hombre que se vino conmigo a tirar las cabras cuando me llamaron de la mili. También era abogado, como don Senén, y también debía ser una eminencia, asunto de la cacería, porque allí estuvo refiriendo, para que todos lo escucháramos, los venados tan disparatados de grandes que él mataba dándole a las piernas. Yo me pensaba: «Si es verdad que mataste algo, algún Juan Lobón te llevó de la brida y te echó la manta al suelo, para que no te pincharas la tripa, gandul».
Don Gumersindo, de primeras dadas, estuvo conmigo como si tal cosa; no cariñoso porque él no lo es con nadie, pero para los señores y para mí estuvo refiriendo que quería empezar a cazar una docena de podencos, que se trajo de Madrid, de donde un militar que los criaba. Eran unos perros grandes, con las orejas levantadas, blancos como la nieve.
Por cierto que a ese señor militar lo conocí yo después, de casualidad, porque quería llevarse unos perros de pastor, de esos que les dicen turcos, y yo le llevé a Carbonero, donde había una perra de esas y él apalabró una cría.
Total, que lo de aquel día, no era una batida de verdad, sino un bucheo grande para tantear el vedado y los perros.
No iban a tirar los muflones, ni los venados y para colmo, me entero a lo último que lo que iban a batir era la Peña.
Como era un disparate, se lo dije a don José Manuel.
—La ballesta mirando al Pegujal no puede ponerse. Las reses nunca cruzarán el río, ni por lo Román, ni por Nochesclaras, porque nunca salen al limpio teniendo la umbría cerca. Además, que en la Peña, si hay una res, será de paso, y cochinos, ni siquiera de paso.
Don José Manuel se lo dijo a don Gumersindo y, entonces, se viene para mí:
—¿Por qué dices tú que en la Peña no va a haber nada?
—Porque nunca lo hubo.
—Pues tu padre y tu abuelo bien que se hincharon de robarnos reses en la Peña.
Yo me quedé callado.
—Vamos a no decir más tonteras y a marcharnos para arriba —dijo.
Llegamos a los puestos con las primeras claras y allí estuvimos hasta las once de la mañana. No tiraron ni un solo tiro.
Don Gumersindo llevaba dos escopetas y un rifle del veintidós, con canuto para mirar en la solista, que parecía una escopetita de feria. Llegaron los batidores y dijeron que habían visto muflones y dos venadas, pero que tomaron para el Berrocal.
Yo no me atrevía a levantar la vista, no fuera que don Gumersindo se pensara que quería refrotarle por las narices lo que le había dicho de mañana.
Allí entró el aburrimiento y a todos se les quitaron las ganas de seguir haciendo el tonto.
Estaba yo con los otros escopeteros y batidores, que comentaban el caso, cuando don José Manuel me dice:
—¿Tú crees que se podría batir esto de los Barrancos? —Claro que se podría. Ahí en la umbría tiene que haber reses y cochinos.
Don Gumersindo tragó, pero no quiso que yo me quedara con los batidores. Me dijo:
—Tú te vienes para abajo conmigo. Ahora moja sopas y di lo que quieres que haga esta gente, que batan a tu gusto, pero luego te vienes conmigo.
El podenquero pitaba con la boca, llamando los perros, de una forma que yo nunca había oído nada igual. Parecía el tren.
Total, que después de mojar sopas y decirle a éste que fuera para acá, al otro que registrara allá y al Felipe que se quedara en los contrafuertes con un caballo, por si los perros daban la vuelta a las reses, tomé por la vereda que tomaban los del monte cuando estaban allá, que aunque hay que culear por los tajos para bajar y gatear para subir, ahorra más de media legua de pateo. Cuando llegué abajo, todavía estaban llegando los caballos.
Los puse en ballesta, bastante cerca unos de otros, mirando para el Regalito y, entonces, el abogado de don Gumersindo, el que vino conmigo a tirar las cabras, dice muy soberbio:
—Pero si baten de allá para acá, ¿cómo nos ponemos de espalda al viaje de los bichos?
Don Gumersindo fue el que le contestó por mí y muy bien contestado. Le dijo:
—Mira, tú te callas la boca, que ahora el que aquí toca pito es Lobón.
Estaba enfadado con todos y conmigo y no dijo aquello por echarme un capote, sino por no perder ocasión de tirarle un par de coces al abogado, que no paraba de decir esto y lo otro, de lo que había que hacer, como si él supiera algo de aquello.
Con el calabozo corté cuatro ramas y le hice el aguardo a don Gumersindo, que le tocó en la parte más baja de los hondones.
Cuando empezamos a oír alborotar los perros, le dije yo a don Gumersindo:
—Usted mirando a los escobones, que lo primero que va a entrar aquí son unos jabatos que estaban ahí en la linde.
Y como no pasó un rato cuando ya había tumbado el jabato donde yo le dije, en lugar de alegrarse, empezó a ventear con las narices muy abiertas, como buscando pelea. Los otros también tiraron más abajo, y se escuchaba el eco de los sil bidos del podenquero aquel, que eran una cosa mala, ¡qué forma de pitar!
Un corzo, que venía derecho, al oír los tiros, se tiró para el cortado que yo no sé cómo atinaba a subir.
—Mire, allá arriba, mire.
Don Gumersindo no lo marcaba, ni con la vista, ni con los canutos de mirar, y yo estaba viendo que se salía de tiro y por eso me salí del aguardo.
—Venga, venga usted, que este no se va…
Tardó todavía un rato en verlo, porque la tierra roja no recortaba el bicho. Entonces cogió el rifle pequeño que él llevaba y sin querer ir más delante, lo tiró muy larguísimo. El corzo, a pique estuvo de caer rodando por el cortado y, cuando se rehizo, tomó para arriba a tres patas.
—Va cojeando de una mano.
—¿Vas a decir que va cojeando de una mano?
—Una mano lastimada lleva, pero así puede irse a la China.
No dijo nada, pero se puso como a rezar y me daba achuchones para que me apartara, o me decía, para chingarme, que me pusiera lejos porque echaba peste. El sí que echaba peste, que le olía el aliento siempre como huelen los calamones negros en el verano.
Tiró una corza luego y no le dio porque yo creo que lo hizo a propósito para encararse conmigo:
—¿No viste que era una hembra? ¿Por qué no me avisaste?
Yo estaba viendo que de seguir allí juntos iba a terminar queriéndome tirar una patada o algo así, pues estaba como borracho y faltón.
Por eso le dije:
—Me voy a cobrarle el corzo maniquebrado, que aquí sólo le sirvo de solivianto.
—Tú te quedas aquí.
Como vio que me iba por encima de todo, escupió y dijo:
—Vamos a ir por el corzo cuando yo lo diga.
Pero diciéndolo, se va para el caballo y me hace señas de que siga andando.
Tomamos para arriba, él a caballo y yo a pie y al alcanzar los apretados me daba voces y tiraba palabrotas porque no se podía manejar en la montura. A cada paso estaba preguntando que por dónde tomo, que por dónde salgo.
Yo echaba cuenta de él, pero también iba a lo mío, abriéndome camino, hasta que al llegar a un cacho limpio, se me viene encima picando al caballo y me agarró del pelo que hasta daño me hizo y me tiró la gorra al suelo.
—No eres tú el que va cazando, sino yo, ¿te enteras? —me dijo.
Me quedé tan fastidiado que le dije:
—Vamos a dejar ahora lo de tirar del pelo que yo también sé hacerlo. Ahora hay que buscar el rastro antes de que se enfríe; después, si usted tiene gusto, nos sacamos dos o tres mechones.
Aquello le cayó bien, porque él es así, y me pregunta tan tranquilo:
—Y ¿dónde va a estar ese rastro?
—El corzo tomó para arriba y con el viaje que llevaba tiene que cruzar los hondones que dan al Berrocal. Allí vamos, a andarlos de arriba abajo, que la perra corte el rastro y ella dirá donde está.
Aquella vez, ya me dio apuro acertar y no podía ser de otra manera aunque a don Gumersindo se le pusiera la cara verde.
—¡Eso es! —decía como remedando a una vieja—. Como Lobón dijo que el rastro estaba aquí, el rastro está aquí. ¡Eso es!
Y hacía morisquetas que a mí me daban más risa que molestia.
La perra se nos adelantó latiendo, con un jai muy corto, no hacia el Berrocal, sino a los paredones de la linde, donde montan los cortados que hace el río. Yo pensé que el corzo habría falseado las huellas y seguí a la perra con poca fe, deseando que el corzo estuviera ya en la China para que don Gumersindo se quedara tranquilo. Allí subido en el caballo no paraba de hacerme burla, como si yo estuviera dándomelas de algo por ir a cobrar un bicho que iba a ser para él. Estaba muy impertinente don Gumersindo.
Así llegamos hasta las piedras grandes y, como el caballo no podía echarse por allá arriba, le dije:
—Usted se espera aquí que yo voy a ver.
—¡No, hombre, no! Yo voy donde tú me lleves. Un día es un día.
Me dio la escopeta para que se la llevara y para subir, acá y allá, tenía que darle la mano, hasta que al entrar en el tajo se me agarró a los hombros con las dos manos. Yo estaba viendo que, como se le fuera un pie, íbamos a rodar los dos por las piedras abajo.
Con la fatiga dejó de burlarse porque no le llegaba el resuello más que para resoplar y eso, que allí trincado a mí, andábamos menos que una vieja buscando una aguja.
A la Rabona se la veía abajo, detallando los riscos, y yo dudaba que el corzo, con una mano colgando, hubiera tomado por allá. Pero iba la perra tan firme en el rastro, adelante y atrás, cubriendo las faltas, que me pensé: «el corzo no puede estar lejos».
Seguimos todo el filo adelante, con un andar muy trabajoso, hasta que al llegar al carrascón que queda en lo más alto y que sale como un flequillo sobre el cortado, me entró en el pecho un humo tan fuerte que, hasta don Gumersindo que me tenía trincado, me lo notó en los pulsos.
Se soltó de mí y se me quedó mirando de una forma que no he visto nunca. Hasta miedo me entró porque le daba la escopeta y le señalaba el matón, para decirle que el corzo estaba allí dentro, y él estaba embobado, como el que va a llorar. Pasó un rato grande mirándome así, como si él hubiera matado a alguien y no encontrara qué decir.
En esto, la Rabona subió por el cortado latiendo en caliente, se entró en la carrasca y salió con el corzo de ella.
No había más salida que por donde nosotros estábamos o por donde subió la perra, porque la pared del tajo quedaba detrás. Por eso el corzo, achuchado por la perra, se rehiló queriendo recortarme en el mismo filo, y allí mismo lo mató don Gumersindo dándome un susto de muerte. Lo mismo que remató el corzo, pudo rematarme a mí o a la Rabona, porque tiró cuando los tres estábamos juntos.
No me atreví a decirle nada, pero hasta el pelo se me puso en pie al ver que el corzo no rodó piedras abajo porque yo lo trinqué en el mismo filo. El, siempre tiró muy bien, pero la bala tuvo que pasarme a una cuarta de la barriga y eso no debió hacerlo.
Yo he visto a don Gumersindo enfadado de todas formas: con el pronto de la soberbia, con el patoseo de la borrachera, con el berrinche que le echa a uno el caballo encima. Pero nunca como aquella tarde que se le cerró la boca y parecía un fantasma. Cómo sería que yo no me determiné a seguir con él sin descargarle antes la escopeta, porque me decía: «éste, capaz es de meterme un trabucazo».
Lo bajé hasta donde tenía el caballo, subí por el corzo, se lo eché en la grupa y tomamos cortando para la Zarza. No abrió la boca, ni para bien ni para mal, pero yo notaba todo el veneno de su calladera clavado en la nuca mientras iba llevándole la bestia de la boca.
Llegamos muy de noche y él se me adelantó al galope después de trasponer la montanera.
Cuando yo entré en la Zarza tenían encendidos los faroles del porche y había allí en el patio un par de autos.
El Manuel estaba en la misma puerta y al verme, se me viene tirando cojetadas y me dice:
—Tú, Juan, que el amo te está esperando ¿dónde te has metido?
—Que vengo ahora.
Entro en la casa y estaba con don José Manuel y con el abogado, los tres con sus bocas muy cerradas. Don Gumersindo me mira, dándole con los dedos a una copa de vino y dice:
—Comprenderás que tengo razón.
Yo no sabía a lo que se refería, ni me atreví a preguntarle porque detrás de la tranquilidad le asomaba como un mal chero. Tenía cogida la copa con una mano y con los dedos de la otra tamborileaba en el cristal. Volvió a repetir lo que me había dicho:
—Comprenderás que tengo toda la razón. Con tu padre y con tu abuelo, se podía vivir, pero ¿cómo vive uno contigo? ¿Me lo puedes explicar?
Don José Manuel ni me miraba y el abogado hacía papeles y gestos, como diciéndome que no me apurara.
—Yo no puedo matarte porque, aunque no lo parezca, tú eres una persona humana. Tú dirás ¿qué hago yo contigo?
—Pero ¿qué le he hecho yo, don Gumersindo? Usted es quien me ha tirado del pelo y no ha parado de burrearse de mí toda la tarde. ¿Qué le he hecho yo?
—¿Que qué me has hecho? ¡Habrá mamón! Nacer, ¿te parece poco? ¿Por qué tengo que aguantar yo que tú vivas aquí? Donde viven los hombres, no viven los bichos que muerden. A esos se les mete en la jaula para que vayan las criaturas a verlos los domingos. Y eso es lo que va a haber que hacer contigo.
—A mí me han llamado aquí y por eso he venido.
—¡No, si eso es verdad! —ya empezó a cachondearse—. Te hemos llamado para cazar con tu permiso. Natural. Como el vedado es tuyo, tienes obligación de conocerlo.
Entonces se pone de pie y le dice al abogado:
—Le entran calambres y adivina —me señalaba con una mano muy descarada, metiéndome todo el dedo al lado de la nariz—. Anda más que un caballo y levanta una mula del suelo ¿no lo sabías? Las reses no se asustan de él y lo creo capaz de arrimarse a cogerlas por los cuernos. Dime: ¿qué hago con semejante bicho? Con guardería o sin guardería a él, que no hace otra cosa y sabe hacerlo, ¿quién le va a parar cuando entre aquí a robarme lo que quiera?
—Yo nunca robé y que me vea muerto antes de quitarle una chica a nadie.
—¡Eso, eso es lo que tiene que pasar, que revientes antes de volver a trasponer la linde!
—Y ¿quién ha dicho que yo la trasponga? Usted dirá lo que quiera, pero ¿quién me ha visto?
Don José Manuel se tapaba los ojos, haciéndose el cansado, porque estaba pasando un mal rato, pero el abogado no pa raba de guiñarme el ojo y encogerse de hombros. Dice don Gumersindo, ya caliente:
—Nadie te ha visto, ni nadie te va a ver nunca. ¿Es que crees tú que yo no sé que cuando estaban los del monte en el Berrocal, y te andaban buscando, seguías tú cazando en las narices de ellos?
—¿Y hacía mal, entonces?
—El mismo que haces ahora.
—Yo a usted nunca le hice ningún daño, lo puede usted decir.
Entonces el abogado mojó sopas, se pone allí en medio y dice, muy perdonándonos la vida a don Gumersindo y a mí:
—El amo quiere decirte, que…
—Yo sé lo que él quiere decirme.
—Pues eso, que, vamos a ver: ¿saldrías tú ahí afuera sabiendo que andaba un león suelto?
—Yo no soy un león de esos que usted dice, yo soy un cristiano, como otro cualquiera.
Me corta don Gumersindo:
—No, tú no eres un león, eres un gandano al que no se le puede meter un tiro entre las orejas y volverse tranquilo a dormir.
El abogado quiso decir algo más, pero don Gumersindo dio un bocinazo y me dijo:
—¡Se acabó la conversación y el decir más tonterías! Escucha esto: yo nunca he perdido, ni con los machos, ni con las hembras. Yo me revuelco al que se me pone por delante: recuerda esto. Mientras me quede pólvora en el cartucho, cachondeos conmigo no, porque no se los consiento ni a mi padre. Si me entero que pisas en lo mío, te desgracio. Ya lo sabes.
Don José Manuel estaba delante y puede decir si pongo o quito algo a lo que allí pasó. Eso fue lo que me dijeron.
A lo último, don Gumersindo tiró de cartera y me dio un billete entero de quinientas pesetas.
Ya conté que abuela y madre vivieron en la Zarza con doña Petra, la abuela de don Gumersindo, y que la Zarza es lo más principal de aquí. Con los antiguos no, pero desde hace muchos años, sí.
De la familia de don Gumersindo, por parte de su abuela, de la rama de ella, es de donde venían las tierras y los cuartos.
Todas las tierras de por aquí, antes de ser de nadie, fueron de los frailes.
Por lo que yo he escuchado referir a don Cosme, que es el único que lo sabe bien, a lo primero, aquí vino el moro y se puso a pelear con los franceses, que por eso hicieron el cacho castillo que aún queda, hecho un pajar, en la Avispa. Qué clase de peleas tan grandísimas no armarían aquellos moros y aquellos franceses, de esconder tesoros por aquí y darse con las garrochas por allá, que no quedó ni uno para simiente.
Una vez que estuve yo en el cine, cuando la mili, vi una pelea de estas y ¡qué forma tan disparatada de pelearse tenía aquella gente antigua!
Muchos años después pasaron por aquí unos frailes y vieron que no había nadie en el castillo y se me metieron allí a pasar la noche. Pero a la mañana dicen:
—¿Y por qué no nos quedamos aquí a vivir? Aquí podemos rezar tan ricamente y decir todas las misas que queramos.
Como los techos del castillo estaban fatal, que terminaron por caerse abajo, se llevaron las piedras a otro lado y levantaron lo que ahora le dicen La Casa del Fraile.
Los frailes iban por ahí, se topaban un pobre y le decían:
—Vente a lo nuestro. Te ponemos una tierra para que la trabajes. Te damos una vaca y cuando para, dos terneros: uno para ti y otro para nosotros.
Así fueron llenando esto de gente y los frailes lo gobernaban todo, hacían bautizos, echaban la misa y no había abusos de nadie, ni esto es tuyo, aquello mío, aquí no entras, de allí no sales.
Pero cuando ya estaba el campo lleno, llegó la abuela de don Gumersindo y le cayó malamente que los frailes tuvieran más que ella. Como las hembras de esa familia siempre fueron muy liantas, se fue donde la gente principal y les dijo:
—¿Es que va a ser todo de los frailes? Pues ¿y nosotros? ¿No somos lo más principal?
Como no tenían forma de hincarles el diente a los frailes, se trajeron un abogado, y le dijeron:
—Lo que nosotros queremos es quedarnos con lo del Fraile y con todo, pero ¿cómo vamos a hacerlo sin matar a los dueños?
El abogado les dijo que él sabía mucho de infamias y pleitos y que si le untaban bien, no sólo les quitaba las tierras a los frailes, sino también las sotanas.
Por eso les pusieron pleito y la justicia hizo lo que le dio la gana a la abuela de don Gumersindo.
La gente que vivía en lo que antes era frailuno, que se lo comían y se lo guisaban todo ellos mismos, se vieron, de la noche a la mañana, con una mano detrás y otra delante. Todas las bestias, las vacas, las casas y las tierras se las llevaron unos y otros, y los nuevos dueños se frotaban la mano diciendo:
—¡Esto sí que ha sido un buen negocio! —pues sólo gastaron en tapar bocas.
Entonces la gente principal se juntó otra vez y dijo:
—Vamos a hacer un pueblo para juntar toda la gente del campo en él, no sea que, si siguen en la campiña y en el monte, nos quiten lo que sea y no podamos ni enterarnos. Además, que si hay que echar mano de uno o de otro, conviene que estén todos juntos.
Por eso pusieron el pueblo donde los frailes tenían una iglesia con su caserío ya hecho, en el ombligo del campo. Pero, como al tiempo que les convenía juntar la gente, tenían miedo que a alguno se le ocurriera algo para vengarse, dijeron:
—Hay que traerse la Guardia Civil, no sea que nos maten por haberles dejado sin tierras.
Por eso es por lo que el cuartelillo está en la misma plaza del pueblo. Lo pusieron allí para que nadie matara a los terratenientes.
Después, todo vino rodado porque la ley a nadie le decía por aquí no entras, de allí no sales, y los que se habían engordado con la infamia de robar a los frailes, dijeron:
—Todo dios puede entrar a lo nuestro con el achaque de la cacería. ¿Cómo podríamos hacer para que nadie se salga de las veredas y las cañadas? Ya no se pueden armar más pleitos porque una tunantería que se repite, se encona. Hay que buscar algún achaque y que la abuela de don Gumersindo invente algo, que lo que ella no invente, no lo inventa nadie.
Entonces fue cuando ella hinchó de comer a unos y a otros, y les daba vino y les decía:
—Hay que hacer la ley sólo para nosotros, los de los cuartos; a los cazadores y a los pobres, que les vayan dando.
Así pasó lo que pasó, que todo se echó a rodar, y lo que era de los frailes pasó a ser de unos pocos, y lo que era de todos, porque lo puso Dios en el monte, también lo quisieron para ellos.
Pero la culpa no fue toda de la gente principal, que la gente de nosotros tragó con todo y hasta les ayudó a engordarse y divertirse con el pan que les quitaban de la boca.
Como pasó de antiguo, pasó de moderno. Ahí está la Zarza con tantísimo personal, todos encelados por la propina que le van a dar por ir con el cuento de haber visto a un fulano saltar la linde.
La abuela de don Gumersindo, el padre y él mismo, siempre soltaron cuartos a los chivatos. La propina siempre alargó los ojos y ensució el corazón de la gente de la Zarza. Lo decía madre, que por contentar al amo y hacer méritos, todos fueron chivatos, alcahuetes y de poco fiar. Hasta decían que la Médica, de muchacha, se había metido en la cama con don Javier, no el padre, sino el abuelo de don Gumersindo, el marido de doña Petra.
Digo esto para referir que la ley nueva tuvo fuerza porque nosotros la dejamos engordar, que Lobones siempre hubo pocos y sobones muchos.
Si doña Petra, como se topó con padre o con abuelo, se llega a topar al mismo tiempo, con dos como padre o como abuelo, la ley se hubiera secado. Si don Gumersindo hubiera tenido otro Juan Lobón para tapar los huecos que yo dejaba, con Dios vedados, cotos y tablillas para los restos. Donde no andan cobardes, no hay ley que pueda más que la vida.
Todo lo que he liado, de propósito lo he hecho para dar explicación de cómo con tres o cuatro escarapelas pudo guardarse siempre el vedado. Nunca fueron tres, sino treinta, ni cuatro, sino cuarenta, pues para uno de oficio y pago, correspondieron siempre diez soplones dispuestos a aliviarle la carga.
Al que quería cortar leña le decían:
—Corta leña, pero si ves a alguien dentro de la linde, nos lo dices.
Al que buscaba espárragos:
—Busca espárragos, pero si ves a alguien dentro de la linde, nos lo cuentas.
Así guardaban el aperador y el cabrero, la gente del corcho, la de las vacas y hasta la de la fábrica de sillas.
En la fábrica estaban fijos Beltrán, Meleto y el Nicolás, pero la gente que hacía esteras, esterones, cestos y trabajos de pleita, venían por temporadas. Cuando trabajaban comían, cuando no, pasaban hambre. Pero como casi todas eran mujeres y antes o después, por jóvenes o por viejas, por guapas o por feas, pasaban por las armas de don Gumersindo, se pensaban ellas que debían guardar también el vedado como cosa de familia.
Esto no es baba que yo tenga, ni mucha mojarra que suelte por soltar, que desde el párroco a los civiles lo han escuchado mentar como yo lo digo, y a la cuenta de eso, Pablo, nunca consintió que la Encarna fuera allí a trabajar.
Por eso había que tener tiento al arrimarse al vedado porque en las casas del Pegujal, en el esparraguero que llenaba el capacho y en todo tío, quitando los piconeros, que el negro y el humo van mal con la chivatería, tenías un soplón de quien taparte.
A la cuenta de estas cosas, yo tuve dos veces gusto y una disgusto. La primera del gusto fue que salía yo una mañana del vedado cuando me veo a la Pepurra con su niña, que bajaban para la Zarza. Ellas vivían en el Pegujal, que tiene muchos cachitos de unos y otros, que se los repartieron los Ahumada para que hicieran sus casas.
La niña de la Pepurra tendría ya mi edad, si es que no era más vieja, y la madre estaba muy creída con ella, presumiendo de que don Gumersindo, poco menos, que la iba a meter con él en la Zarza. A la madre, todos los meses, se le llenaba la boca de decir que su niña estaba preñada del amo, y ni el amo ni nadie la preñó, porque era como machorra.
Pues como digo, aquella mañana que hacía muchísimo frío, ellas me vieron de casualidad cuando yo saltaba la linde de los Barrancos para el Regalito y ellas bajaban por la vereda que va a la Zarza. Como no estaban muy cerca, me tapé en las piedras para dejarlas pasar de largo, pero ¡qué va!, se vienen para arriba y empiezan, una por acá y otra por allá, a tomarme las vueltas.
—¡Buena está la cosa! —me digo.
Me salgo de las piedras, escurriéndome y barajando el mateado; me voy a los escobones. Y la Pepurra madre, como un podenco, se me viene detrás con muchísimo sentido.
—¡Vaya, hombre! —me digo.
Me buscaba con más ansia que busca un guarda. La niña estaba subida en lo alto y le dice la madre:
—Baja aquí, que el que sea no ha salido y ése se va a enterar.
La madre se clavó en un repechito, mientras la niña bajaba y yo hartándome de papar relente, allí metido en el lentiscón.
Baja la niña y dice la madre:
—Tú aquí quieta, que ése está entrematado y yo lo voy a sacar de la nariz.
Al rato me veo a la mujer registrando los lentiscos uno por uno y ya me aburrí. La niña me caía más cerca que la madre, que, al agacharse, sólo se le veían las dos patas y un culo redondo. Entonces, como me aburrieron del todo, les tomé las vueltas, y, estaba la madre doblada como el que siega, cuando le largué un trabucazo a las ancas que empezó a gritar como un cochino que lo están capando. Pero antes que se les pasase el susto a la madre y a la niña, en cuanto se juntaron las dos, muy asustadas, hice carambolas con el culo de la niña y el de la madre.
Ni la Pepurra ni su niña volvieron a buscar propina a costa mía. Muchas veces, después, de lejos, yo me dejaba ver a caso hecho y ellas seguían su caminito como si en lugar de trabajar en la Zarza trabajaran a la puerta de la iglesia.
Pero lo de las Pepurras trajo cola. Varios días después, Beltrán y Meleto se vinieron a lo mío y allí se estaban sentados sin decirme nada. Si yo salía para la Casa del Fraile, se venían ellos detrás. Si tomaba para el pueblo, para el pueblo tomaban ellos.
—A vosotros qué os pasa. ¿Es que os han echado de la fábrica? ¿Ya no hay quejigo que cortar, ni anea que barnizar?
—Ahora estamos de descanso, muchacho.
—Mucho que me alegro.
Perdía mucho tiempo en llevarlos con dos dedos de lengua, para acá y para allá, para librarme de ellos y buscar la escopeta, que yo la metía en un chaparro quemado por el rayo que había en la Avispa.
Me di cuenta que aquella temporada no tenían más oficio que calentarme el campo, porque cuando me perdían, estaban atentos a si sonaba un tiro y si yo estaba a los conejos, al cuarto o quinto que tiraba, tenía que ponerme a atender por dónde me iban a aparecer.
Yo me quitaba de en medio y, desde temprano, tomaba para el Galeón o la Valera, allí abajo, por el lado de allá del río, pero hasta allí terminaron por alargarse ellos, porque el Quemado o algún otro les diría algo.
Total, que un día, lo que hice con las Pepurras, hice con Beltrán. El, había subido a Monte Castro marcando el jai del Peluso o de la Rabona, y por los perros supo que estaba en el rastro bueno. Meleto se quedó abajo para cortarme el viaje si quería escurrirme.
Cuando yo lo vi, caldeando, en lo alto de Monte Castro, me dije:
—De esta no te escapas.
Y no se escapó, claro.
Pero casualidad, que estando él revolcándose, de lo que picaba aquello, me veo el auto de don Celestino que bajaba por la vereda de Almafuente. Ni lo pensé más. Sin taparme, me tiré para abajo con un seguido, que, si se me va un pie, me hago cachos. Tuve lugar de meterme en el auto con los dos perros y a la hora estaba yo en el pueblo, tan contento. Allí me paseé por la plaza, fui a la herrería, fui a donde don Cosme, me dejé ver en el bar y en lo de mi hermano y hasta estuve de conversación con el guardia Cuenca.
Ya con el sol puesto, me fui a llegar a donde don Celestino, a por la escopeta, cuando aparecen en la plaza el Meleto y el Beltrán. Allí se juntó gente, porque el Beltrán traía una cara malísima, y yo también me junté para ver qué pasaba.
—Criminal —me dice Meleto—. Preso vas a ir por querer matar un hombre.
—¿Tú estás bueno? ¿De qué hablas tú?
Al Beltrán lo llevaron a donde don Celestino y le estuvo pinchando con una agujal en el culo, para sacarle los plomos.
Viene el cabo y me dice:
—No te muevas del pueblo ¿te enteras?
A la mañana siguiente, voy donde los civiles y pregunto:
—¿Qué es lo que pasa? ¿Es que tengo yo culpa que esa gente se vaya de caza y el uno plomee al otro?
La cosa tuvo sus más y sus menos y, si no me hicieron nada, fue por culpa de Meleto que dijo:
—Eran más de las doce cuando yo oí el tiro. Beltrán se puso a gritar y yo me asusté pensando que lo había matado Lobón.
Dice el guardia Cuenca:
—Pero si no eran las once cuando Lobón estaba aquí en el pueblo conmigo, ¿qué clase de tontera es esa de decir que fue él?
El cabo dijo:
—¿No serían las nueve o las diez de la mañana? Lobón pudo venirse en un tractor.
—Eran más de las doce, que mi reloj es muy bueno y nunca se equivoca.
Cuando acabó todo, me dice don Celestino.
—Juan, hijo, ¿por qué hiciste esa barbaridad? Si le das en el vientre, lo matas.
—Si no lo hago, me matan de hambre ellos a mí. Yo sabía que sólo le iba a picar un poco, que lo tiré bien largo.
Me dice:
—Les daban mil pesetas a cada uno si te trincan cazando.
—¡Para que usted vea!
Unos días más tarde, venía sólo Meleto, pero se tentaba la ropa y, aunque iba hasta la lobera, en cuanto yo me alargaba a la Avispa a por la escopeta, no ponía mucho celo en seguirme. Pero era una pejiguera tenerlo allí. Por eso tuve disgusto, porque al Meleto le puse las espaldas como si hubiera tenido las viruelas.
Aquella vez, aunque no me denunciaron, vinieron por mí los civiles y me dieron una buena paliza. Decían:
—Nadie te ha visto, pero ¿qué otro pudo ser?
Yo a un guarda, por hacer lo suyo, nunca le haría una cosa así. A los chivatos y a los propineros, sí. A los chivatos les viene bien hacer gasto de médico para que, con los perdigones, les saquen algo de lo untoso que les sobra.
La guardería de la Zarza no atendía los bichos sino que las personas no saltaran la linde.
Un guarda, que sea un guarda, tiene más oficio que hacer que asustar a los cazadores y, desde aquí, puedo decir que yo cuidé el vedado más que su dueño y más que todos los guardas juntos.
El que más sabía era el Felipe, pero estaba tan viejo y tan gastado, que bastante hacía con aguantarse sobre el caballo sin perder los pantalones. Con todo, medio tenía contados los machos y se aprendía las querencias para estarse al cuidado de ellas. Pero de las hembras, nada sabía, ni se le ocurrió decirle a don Gumersindo que, en el verano, por cada macho capaz de padrear había un rebaño de hembras. Y el macho, si es que lo era, no pasaba de ser un varetón que todavía apretaba los labios para mamar.
En el otoño, cuando se juntaban los rebaños, era todo tan parejo, tan chico, tan hembruno, que nada valía nada. Los machos con puntas los mataban todos, o estaban plomeados de las batidas, y el que podía dar el salto, no le quedaba nata.
Esto lo quería arreglar don Gumersindo buscando machos de venado de por ahí, para que hicieran cría. Yo mismo le subí a buscar uno al Tomellar, que ya lo contaré, y por eso sé lo que estoy diciendo.
Pero la sangre nueva era floja, pastueña, sin genio ni brío y con casta de corral, que se te arrimaban como esperando que les dieran una zanahoria. Matar un bicho de aquellos, daba asco.
No se puede llevar al monte lo que se crió entre la reja y el mimo, porque los hierros, los encalijos, la yerba cortada y el cajón de pienso, meten sebo al lado del corazón y ese sebo da cuajo a la sangre y la enfría.
Eso les pasaba a aquellos venados, y eso les pasa a don Senén y a todos los que van con la botella de agua al monte y no saben apartar un cagajón para beber de un charco.
Ni los corzos ni las cabras eran así, sino que daba regalo verlos tan valientes, tan broncos, botando como pelotas montunas a nada que sentían. A la cabra engloria tomarle las vueltas de poder a poder: son bichos del monte, no bueyes.
Como la guardería no echaba cuenta de las hembras, yo las buscaba, igualando el campo, para que los pocos machos no se desnataran.
El daño que yo hacía, si es que hacía alguno, en bien del vedado era y nadie echaba cuenta de él. Yo nunca tiré las cabras más acá de la Caldera, para no hundir las querencias en lo hondo de la serranía. Y si hay cabras en las Cabezas, aunque nadie las tire porque hay que andar, a mí me lo debe don Gumersindo, porque buenas palizas les he dado yo por la parte de arriba, a más de dos leguas por el lado de allá de la vereda del contrabando.
Muchos berrinches sordos he tomado yo a cuenta de estas cosas, porque el amo quiere los bichos para divertirse y para divertir a unos y otros y hacer su apaño, pero yo los quise siempre para vivir. Cuando daban una batida y veía luego el venado de siete puntas muerto, que yo había tenido muchas veces en los puntos de la escopeta, sin querer tirarlo, me entraba mal humor.
Acababan con todo lo que tenía cuernos, como Pablo decía que, en el vedado y fuera del vedado, el que los lleva siempre fue reclamo para el que anda buscando carne fresca.
Gente gandula, gente que se pincha en el monte, que valían menos que todo bicho, pues ni para arrimarse a ellos servían, los mataban repompeados en sus asientos, con rifles con canuto de mirar, o echados encima de una manta; con un tío que les cargaba el arma y otro que les daba agua en botella.
Los venados valían poco, pero mucho más, sin comparación, que los que les daban el tiro.
En el tiempo que estoy contando, nadie me dijo nada, ni nadie me denunció por hacer lo mío. Y aunque hubiera descastado el monte, que sabía y podía hacerlo, nadie se hubiera enterado. La guardería estaba en las lindes y en las propinas, para que el fondo del vedado lo guardaran las águilas y el miedo a ir preso.
Una noche que había un tormentón descompasado y estaba yo para acostarme, me veo todos los perros salir para afuera armando alboroto. Allí salieron la Rabona, el Peluso y los tres cachorros de la Rabona que yo estaba campeando, con un jai que daba miedo. Se me infundió que debía ser un gandano que habría metido la nariz allí.
Estuve mucho rato dudando, sin determinarme a salir de la lobera, hasta que me eché la chaqueta de piel y tomé con la lluvia tras los perros.
Como alborotaban, siempre, en el mismo lado, se me infundió que debían tener el gandano aculado en algún boquete.
No lo tenían en un boquete, sino contra una laja y medio muerto porque la Rabona, con lo chica que era, tenía una boca que cortaba un hueso de vaca como si fuera de gallina.
Estaba el gandano empapado como una aljofifa y todavía daba la cara, cuando le tiré un viaje al lomo que crujieron todas las costillas, pero no moría. Tuve que engancharlo del rabo, que a poco me tira un bocado, y desnucarlo contra el suelo. No he visto nada más duro para morirse.
Cuando compuse lo que había pasado, me entró una pena que me partía, porque al cachorro más vivo de los tres que estaba yo poniendo, el gandano le tiró un derrote a la paletilla, que yo me creí que le había arrancado la mano entera. Estaba el animalito llorando, desangrándose vivo y yo no me determinaba a matarlo.
Colgué el gandano en los fresnos y me traje al cachorro a la lobera con muchísimo cuidado. No sé qué hora sería, pero a la luz del candil, con una aguja y un poco de hilo negro que yo tenía, le estuve cosiendo carne con carne, pellejo con pellejo, lavándole la sangre y echándole hollín a la herida. La Rabona me miraba agradecida y el pobre cachorro, aunque lo lastimaba y chillaba al coserlo, me lamía las manos.
Estando en esto, salen otra vez los perros para afuera ladrando, y al poco oigo la voz de la Encarna quitándoselos de encima.
Me asusté porque la Encarna, a aquellas horas y con aquella lluvia, no iba a venirse sola a lo mío sin un motivo muy grandísimo.
—¿Pasa algo?
No me contestó sino que fue ella la que me preguntó a mí:
—¿No está aquí Pencho?
—¿Aquí?
—Yo sabía que no estaba —dice.
La Encarna estaba pipando, con las faldas y la bajera chorreandito. Yo me preguntaba que si ella sabía que Pencho no estaba conmigo por qué había subido allí a buscarlo. Dice:
—Calla hombre, que como siempre está peleando con padre, hoy le dio padre una guantada y estas son las horas que no ha vuelto.
—¿No estará donde el Goro?
—Padre tiene miedo que haya subido donde los civiles a decirles si él caza o no caza. No es la primera vez que lo ha hecho y padre dice que, esta vez, como vaya, le da un tiro.
—Ni Pencho va a ir, ni tu padre va a darle el tiro.
—¡Tú no sabes de la misa la media! ¡Tendrías que ver a padre cómo está!
—Es que Pencho tiene unas ocurrencias…
—Pues ¿y padre? A un padre no se le puede faltar, pero también se necesita tener poca para tenernos como nos tiene.
—Poca ¿qué?
—Poca vergüenza, que lo sepas. Siempre con la escopeta, sin buscarse un trabajo y cinco bocas en casa pasando fatigas. Yo no puedo ir a la Zarza porque me van a comer, Pencho con la endeblez, y él ¿qué hace? El, la escopeta sin buscarse otra cosa.
Yo miraba a la Encarna y no sabía si me hablaba de su padre o de mí. Pero era de su padre. Por eso le dije:
—No debes decir cosa que no es verdad. ¿Qué os falta a vosotros que tenga otro cualquiera? Tu padre hace lo suyo, o ¿va a hacer de médico? Cada cual tiene que hacer lo que le corresponde.
—¡Qué mala suerte, hijo, que a unos les toque lo bueno y a otros lo malo! Ahora ya está viejo para empezar, pero si está viejo y nunca hizo nada, no tiene que decirle nada a Pencho. Si él se buscara algo, todavía, pero ¿qué es lo que se busca él? ¿Trae a casa un jornal?
—¿Es que tu padre va a cazar para divertirse, como los señoritos?
—¡Otro que tal! ¿Cómo no os hartáis de cacería, de vivir con sobresalto, mal mirados por todo dios? ¿Quién ha dicho que las personas tengamos que vivir como los gandanos?
Lo dijo así y tenía yo el cachorro lastimado en brazos, lastimado por el gandano. Ella siguió soltando lo que traía tragado:
—Que llegan los civiles a la cañada y ya estamos todos temblando, que subes al pueblo a comprar y ya están mareando conque de dónde sacas los cuartos. Siempre diciendo mentiras, con apuro de no saber si lo que dices está bien dicho o estás comprometiendo a unos y a otros. No, padre tendrá razón en lo que la tiene pero, en lo que no la tiene, no.
—Y ¿qué va a hacer él? ¿Tocar la música? ¿Es más de hombre tirarse soplando por un canuto que cazar? Tú eres una mujer y no sabes cosas de hombre. ¿No hay hombres que viven de tocar la música y nadie les dice nada?
—No, yo no entiendo de eso, pero quiero vivir como todo el mundo, no como las fieras. ¡Ojalá que padre soplara por un canuto o hiciera títeres, mejor que la mierda de la cacería!
Como estaba casi llorando yo no le dije nada más. Nunca había hablado tan seguido con ella, claro que eran cosas de unos y otros y no de ella y de mí, pero me daba consuelo.
—Yo quería —dijo a lo último— que tú vinieras a lo nuestro porque hace falta un hombre allí para cuando vuelva Pencho. El ha ido donde los civiles, yo lo sé, y cuando vuelva va a ser una ruina.
Después de aquello nos quedamos los dos callados, sin saber qué decirnos, y se me ínfundía a mí que a ella también le pasaba como a mí, que tenía ganas de escucharme decir lo que no se me venía a la boca. Allí, a la puerta de la lobera, sólo la veía cuando caía un rayo y se alumbraba toda la cañada.
Pensaba yo en las novelas: «Señorita por aquí, señorita por allá, que usted tiene los ojos de esta forma y de la otra», pensaba que el gandano estaba colgado a un chaparro y el cachorro en mis brazos todavía sangrando, pensaba en Pencho y en que la Encarna había venido a buscarme porque necesitaba un hombre.
Pencho volvió al otro día en el auto de don Celestino, más blanco que el papel, y lo metieron en la cama. No supimos si fue donde los civiles o no, sino que, con la caminata y la mojadura, le entró una endeblez tan grandísima que en el bar le dieron coñac y avisaron a don Celestino para que le echara una inyección de darle fortaleza. Lo tuvo toda la noche en su casa y por la mañana se lo trajo en el auto. Decían que había ido al cuartelillo y también decían que la gente del mercado fue la que lo cogió en la cuesta y lo subieron al bar.
Cuando yo llegué, todavía oscuro, Pablo tenía cargazón y una botella de aguardiente en la mano.
—Este niño me va a buscar la ruina porque yo soy muchísimo más hijo de la gran puta de lo que él se figura, y antes de que me lleve por delante, me lo llevo yo a él.
Como estaba con la botella y no paraba de tirarle viajes, se le puso la boca sucia y cada vez que la abría era para soltar un disparate. También se sacaba la dentadura y tiraba pedos, como los tira don Gumersindo cuando se pone nervioso, en alta voz, sin importarle su respeto ni el de los demás.
Estaba patoso y triste, pero más borracho que triste y patoso.
Cuando vino don Celestino y dijo lo que había pasado, todo lo que Pablo iba a hacerle a Pencho se quedó en una llantina que le entró, y tomó el seguido para la cañada y allí se abrazó a su hijo y estuvieron los dos con un besuqueo llorado que tenían las caras como si se acabaran de lavar.
Entre Pablo y yo llevamos a Pencho a la casa, cogiéndonos las manos a la sillita caca para sentarlo y que no se cansara.
Todo acabó igual que si nunca hubiera empezado y allí me estuve con ellos toda la mañana, viendo a la Encarna trajinar, mientras Pencho y su padre se reían allá dentro. Las otras dos Encarnas, la madre y la abuela, no hacían ruido ni bulto, pero uno estaba hecho a verlas siempre igual. La única que no estaba era la pequeña, la Francisca, porque andaba con los pavos de la gente de la Avispa, pues ya que vivían allí, tenían que pagar de alguna manera y por eso la criatura guardaba los pavos.
Por la mañanita volví por Pablo, para irnos a las perdices, y la Encarna me dijo:
—Hombre, haz el favor. Te estaba esperando para que me trajeras unos cántaros de agua del pozo.
—Dile a tu padre que ya estoy aquí y que en seguida vuelvo, cuando te traiga el agua —le dije mientras aparejaba la borrica y le cargaba los cántaros.
Iba yo para abajo y vi a la Encarna dar golpes con una tranca y que Pablo salía pegando unos bocinazos horrorosos.
—¡Anda, todavía tiene resaca de ayer! —dije en voz alta.
Llego al pozo, lleno los cántaros y me vuelvo a lo de Pablo. La madre y la abuela estaban allí, con la mano en la boca, como dos lechuzas con los ojos redondos. Pablo tenía mi escopeta en las manos, dándole vueltas a la caja con un alambre. Señala a la Encarna y me dice:
—¿Qué creerás que ha hecho esta tunanta?
Con lo que la Encarna había dado golpes no fue con una tranca, sino con mi escopeta y le rajó la caja. Su padre le pegó dos guantadas, pero ella se quedó tan fresca. A mí me dijo:
—Es que había un cortapichas muy grandísimo y me asusté.
—¿Un cortapichas?
—Y si no salgo a tiempo, te quedas sin la escopeta, ¡valiente tía! —decía Pablo.
Yo miraba el arma y recordaba lo que la Encarna había hablado conmigo a la noche. No por el arma me sentí desgraciado, sino por que se me infundía que la Encama también estaba por mí, como yo por ella, y sin embargo, tenía aborrecimiento por lo que era toda mi vida: aquel trasto de escopeta.
Después de aquello, Pablo y yo no tuvimos más remedio que tomar viaje a San Fernando, para que Vargas me arreglara la escopeta.
Llegamos allí un sábado y paramos en el Mesón del Duque, que queda junto a donde para el coche de línea. Hasta el lunes por la tarde no pudimos ver a Vargas, que era un tío de verdad y vaya unas manos que tenía.
Pablo lo conocía y Vargas había escuchado hablar de mí a don Vidal, el ingeniero de la electricidad.
A los cuatro días volvimos donde Vargas y, si me lo hubieran contado, no me lo hubiera podido creer. Le echó una caja de una escopeta rota que él tenía allí, me ajustó todo lo que tiene hierro y me cobró tan poco que hasta apuro me dio.
A Vargas iban todos los del señorío a que les arreglara las escopetas.
Aprovechando el salto nos trajimos un saco de cartuchos y avíos, para cargarlos, que daba miedo. Así volvimos de San Fernando, con pólvora, mixtos, plomo y la escopeta como nueva.
Así era todo entonces, que hasta lo malo que le hacían a uno se le volvía bueno.
Antes que me líe con otra cosa, quiero contar cómo nos las apañamos con los cartuchos, porque una cosa es la industria de cargarlos y otra, muy diferente, el huroneo de buscar los avíos, de este y del otro, para que alcancen los cuartos.
Si lo voy a contar es porque sé que a nadie se le infunde cómo uno de nosotros puede pegar tantísimo tiro, cuando no hay de donde comprarlos. Por eso lo cuento, porque la verdad hay que decirla para que lo parezca, no sea que salga un bocazas preguntando:
—Y ¿cómo pone Lobón que mató tantas, más cuántas, colleras de codornices, si una caja de cartuchos vale esto y lo otro? ¿Es que le tocó la lotería y se le olvidó apuntarlo aquí?
Por eso lo pondré todo, aunque ni vaya ni venga, porque a mí no me gustan las mentiras, ni el hablar seguido para que los otros hagan como que se lo tragan todo, como le pasa a don Senén.
Lo que otros pagan con dineros, nosotros lo pagamos con sudores y con inventos. Bien mirado más caro lo pagamos que ellos, pues el sudor de uno es la sangre que se hace agua de tanta fatiga.
Además, que si es bonito ir a la tienda con los cuartos por delante y pedir dos cajas de cartuchos de fábrica, también es bonito ir apañando los avíos, de aquí y de allá, de este y del otro, y hacerlos luego, tentando cosa por cosa. No es lo mismo ponerse en la canana el cartucho que cualquiera puede comprar, que el que sólo uno ha manoseado por dentro.
Con eso pasa, una comparación, lo que con las mujeres.
Ya referí lo que hacíamos cuando fui a la mili, pero allí todo era más fácil, pues sólo yo tiraba lo que entre muchos apañaban. Además que, de suyo, en la Batería se pegaban cañonazos y no era mérito hacer un tirito chico en sitio donde los tiraban grandes.
También he referido que para buscar avíos hay que ir a San Femando, la Isla que le dicen, que queda a la vera de Cádiz.
Ahora, en auto, sale uno del pueblo y está allí a la hora de la siesta si coge combinación. Antes, sólo ir llevaba dos fechas.
Cada pueblo sirve para una cosa: en éste venden sillas y trabajos de pleita, en el otro cosas de piel; a San Fernando, por lo que lo conoce todo el mundo, es porque hay toda clase de avíos para la escopeta. Allí hay de todo, si es que conoces dónde está el que lo vende: cartuchos usados, pólvora, mixtos recargados, munición y tapillas. Como todo es de parche y no de fábrica, sacado del ratoneo y la trampa que inventa el hambre, sale maluquillo, pero barato, que es lo más principal para el pobre.
Pablo, que conoce bien aquello, el pueblo y el personal, se pone a contarte y se te salen los jugos de reír, pues no hay uno metido en el negocio que no le haya costado su calamidad.
A nosotros, los cartuchos ya tirados, nos los vendía la mujer de uno que le decían Capón, no de apodo, sino que se llamaba así, aunque tenía cinco o seis chiquillos. Además de ese apellido tenía otra dificultad porque era cojo, con una cojera disparatada, con pata de palo y todo.
Me dijo Pablo que este Capón, antes de poner negocio de cartuchos usados, cazaba, allí en el mismo pueblo, pero no lo montuno, sino gallinas, pavos y conejos de jaula. A la cuenta, en una granja que tenían huerta, andaba suelto un perro muy grandísimo que no le dejaba a Capón el campo libre. Entonces hizo un cepo de zorrero, disparatado de grande, para cargárselo. El tío afiló las zarpas diente a diente, le dio con aceite al muelle, puso su cepo con su carnada junto a unas tunas, y se fue tan contento. A la mañanita, pensado quitar de en medio perro y cepo, se fue allí, y decía Pablo:
—De haber entrado el perro al cepo, no habría quedado perro, como no quedó pata de Capón que sí que entró.
Por eso, cuenta Pablo, tuvo que buscarle otro aire a la vida y al andar, y se metió en lo de los cartuchos montado en su pata de palo.
Se iba, tirando cojetadas, al tiro de pichón, a las tiradas de platos, a los puestos de las batidas y de los tortoleros, y con lo que fue juntando, empezó el cambalache de, dos viejos te doy por uno nuevo, estos te pago y estos te vendo, hasta llenar dos baúles de toda clase de cartuchos.
Cuando se iba a su casa, la mujer que sabía mucho decía:
—Estos son de los que ha tirado Franco y cuestan más caros.
Los tenía de a gorda, de a tres chicas dos, de a cuatro un real, según estuvieran tirados una sola vez, dos o un ciento. Cuando las bocas estaban muy quemadas, las cortaba con una hojilla y les untaba cera para darles viso.
Los más caros eran los de Franco, de esos de culote alto, pero la tía aquella, en cuanto te veía cara de tonto, te llevaras lo que te llevaras, ya estaba diciendo que aquellos, y no otros, eran los de Franco. Y había que ver lo requemados que te los daba, de haberlos tirado seis veces a la basura.
Lo malo del cartucho disparado es que se queda con el mixto huero y si no hay cuartos para comprar una caja, hay que volverlo a recargar.
Se saca la cazoleta del yunque, con un clavito, se recuece para que no esté agria; se va a la botica por espíritu y a la ferretería de Daniel por triquitraque, y con triquitraque disuelto en espíritu, se llena la cazoleta hasta arriba porque el espíritu se va y el triquitraque se queda pegado al culote.
Es muy trabajoso y a veces, la fortaleza del triquitraque, de suyo, o por un golpe, da unos crujidos que parece el trueno.
Yo los he cargado de por mí, pero hace ya tiempo que se los compraba recargados a Raspaqueso.
Si Raspaqueso es mote o apellido, no lo sé, lo que sí que sé es que es tuerto y que no nació así de por él, sino que un día, disolviendo triquitraque en espíritu, ¡pum!, aquello crujió y adiós ojo.
Ahora que miento esto, me acuerdo de un día que don Senén estaba refiriendo los méritos que necesita tener el cazador, venga con el deporte y esas cosas tan dificultosas que él inventa. Pablo y yo estábamos escuchándole y no podíamos aguantar la risa de los disparates que decía aquel hombre. Para don Senén, hacían falta más méritos para cazador que para obispo. Entonces, va Pablo y le zampa:
—Usted no ha mentado que el mérito más principal del cazador es no ser tuerto del ojo de la puntería, que serlo del otro puede traer ventaja.
Me he acordado ahora a la cuenta, que a Raspaqueso le trajo ventaja cambiar de ojo, pues, dice él, que antes de entuertar no le daba a un cerro y después, tirando como los zocatos, se enmendó.
Eso dice él, pero yo, que lo conocí ya tuerto, puedo decir que para bajar una tórtola armaba unos tiroteos que parecían feria. Que antes fuera aún más malo, no lo dudo, pero, a cambio, echó una fama que ¡vaya por Dios!
Es sabido que a los tuertos les achacan tener negro el bajío, o mal fario, y que esa fama empeora la de tener cuernos, porque al cabrón se le disimula en su cara y, al del mal fario, no hay quien le perdone la broma o el tomarle resguardo.
Yo no creo en el bajío, pero pasa que, de tanto mentarlo, se aburre la suerte y todo se desgracia. Por eso, el que lo tiene, no lo tiene de suyo, sino que las bocazas le aburren la suerte.
Raspaqueso, al calor de esa fama, echó muy malísima leche, pero, si alguien tiene disculpa en este mundo, es él. La tiene tan mala que, cuando ve a alguien que disfruta o se regala, ya está imaginando algo dañino. Yo lo he visto mear en una garrafa de vino de la gente que lleva la cacería del Charco Verde. Pasábamos por allí cuando estaban comiendo después de un ojeo, y como con nosotros no iba nada, yo le afeé lo que había hecho. Entonces, me suelta:
—¿No están ellos divirtiéndose toda la mañana y tú y yo escuchando los tiros? ¡Anda y que se jodan!
Ahora hablaré de Juan el de Felipa, que es el que nos vende la pólvora, y no porque tenga nada de particular, sino porque contando de unos y otros, también quiero contar de él.
La pólvora que nosotros usamos es como la que metían en los cañones de donde yo hice la mili. Le dicen macarrón o pólvora de barra, porque es talmente como las varas que tienen florón en la anea y del mismo color.
La de escopeta no es así, sino menudita, como ceniza de cigarro.
Padre se traía esas varitas de San Fernando, las rascaba con un cristal para sacarles viruta, luego mojaba la viruta entre las manos hasta hacerla polvo. Si no se hace así, no se puede tirar en la escopeta.
La pólvora que venden allí es la que se pone vieja y le entran sudores. Entonces viene el capitán y dice:
—Esta pólvora no vale, hay que quemarla, no sea que si la tiramos, nos la vuelvan a vender como si fuera nueva.
Por eso la queman y lo hacen delante de uno que pone su nombre en un papel donde dice: la pólvora se quemó, que yo lo vi. Cuando yo hice la mili pasaba lo mismo, que por eso lo sé.
Pero el de Felipa, que se las sabía todas, estaba al quite y cuando llegaban los paquetones de pólvora a quemar, los ordeñaba por el camino.
El, siempre que se iba allí a comprar, no paraba de referir que todo el mundo lo miraba muy bien y Pablo, que tiene esas cosas, me decía:
—Ya lo creo que lo miraron bien. Tan bien lo miraron, que un día, saliendo del cuartel, lo vieron pasar muy tieso, como si tuviera lumbago. Total, que para mirarlo aún mejor le quitaron la chaqueta y vieron que iba entablillado de macarrones de esos. Por lo mismo tuvo pleito y perdió el empleo.
El no rascaba la pólvora con un cristal, sino con un invento de la electricidad que daba vueltas y yo lo vi cómo sacaba viruta. Después, esa viruta la metía en el molinillo del café y la dejaba como flor de harina.
El mismo me contó que un día se le puso el molinillo holgón y le pidió a su cuñada el suyo y, que si aquel molinillo apretaba mucho y tomó calor, o que si alguien dejó una colilla, aquello pegó un zambombazo que se hundió el techo.
Al de Felipa lo desescombraron de allí con el dedo de en medio de una mano perdido y el molinillo, aunque lo buscaron, no dejó ni rastro.
Pablo le decía:
—Y menos mal que tú eres tranquilo y no te ves a menudo en la precisión de tirarle a nadie un corte de mangas, ¡que si no!…
Con el mixto puesto en el cartucho, se echa la pólvora molida que cabe en el culote de un cartucho reforzado, encima se le pone una tapilla de cartón, luego un taco y encima la munición que sea, o plomo conejero, o bala o posta.
El taco que viene de la fábrica es de fieltro o de corcho, pero el corcho es malo porque se le va la fuerza al tiro. Nosotros lo hacemos con serrín, atacándolo dentro del cartucho hasta que se hace duro.
Nunca se me olvidará que mi tocayo, el cura hermano de mi capitán, tiró una vez una codorniz que le salió pico al viento, con un cartucho de los que cargábamos allí en la mili. Hacía un levantazo horroroso y el serrín al salir por la escopeta, se le rehiló con el aire y se le entró en todos los ojos. Allí estuvimos media hora sacándole broza, venga de echar lágrimas y mocos, como si tuviera catarro. A lo último va y me dice:
—Estos cartuchos que tú cargas son muy cristianos, pues cuando los tiras, ves el serrín en tu ojo y nada en el del prójimo.
Me hizo gracia escucharle decir eso, porque lo decía refiriéndose a un cuento que nos dijo haciendo la misa, de uno que tenía una cosa muy grande, como un legañón, en su ojo y el tío se cachondeaba de otro que tenía en el suyo una miajita de nada. El, por broma, quería decir que con mis tacos pasaba lo contrario que al del cuento.
De todas las cosas que hay de cacería en el mundo de Dios, para una soy negado: para hacer perdigón. Balas he hecho, con un molde que me dejó el Goro y que lo hizo padre, pero perdigón nunca me salió, sino que me salían fideos y melones.
Se echa plomo en una sartén puesta en el anafe con carbón del que lleva el tren. Cuando el plomo se hace gachas, se echa piedra de amoníaco y, si azulea, es que está bien caliente. Entonces se vierte el caldo en un cajillo que lleva un mango labradito como una tabla de lavar ropa. El cajillo lleva una baraja ensebada y llena de alfilerazos por donde chorrea el plomo. Si le arriman viaje al mango con un palitroque, los chorros de plomo derretido se cortan, y si caen de lo alto en un barreño con agua, salen perdigones redonditos.
En San Fernando, al Falele, le sale divino. El tiene una accesoria con un patio dentro, del tamaño de un urinario monoplaza. Esto de monoplaza lo dice mucho don Fermín, el alguacil, que cuando quiero ir a la necesidad y está ocupado, siempre dice:
—Haz un poder, mientras no sale el guardia, porque el retrete es monoplaza y sólo cabe uno.
Lo mismo le pasaba al patio del Falele, que era monoplaza y sólo cabía uno. Por eso le salía tan bien la munición, porque allí dentro no corría el aire y, como él se subía a la azotea con el anafe, iba el plomo bien caliente y se enfriaba al caer a lo hondo del patio. Así tomaba forma al caer y no al dar el chocón con el suelo, como me pasaba a mí, que con el anafe en el suelo, me tenía que subir con el cajillo a un árbol, el plomo se enfriaba y me salían fideos y melones.
El Falele después lo secaba, lo rodaba para separar el desperdicio, para cribarlo, darle color y venderlo.
Si uno llevaba un cacho de tubería, él la pesaba y te daba munición, un kilo por cada dos.
Allí le llevaban de todo: cajones con precintos de botellas y chorizos, tuberías nuevas y viejas, bajantes.
Me decía un día don Vidal que un año, cuando estaba al llegar la temporada de tórtolas, fue a abrir el grifo para afeitarse y no salió ni viento, porque la tubería se la llevaron los aficionados de madrugada a casa del Falele.
Y estos que he contado son los avíos que hay que juntar y los tíos que los venden. Lo demás es buscar el tranquillo de poner más de esto, menos de lo otro, hasta sacar el tiro que uno quiere: o un trabucazo, o un pedo cagalistroso de vaca soplada.
Con la calentura de aficionados que entraban los domingos, a la par que se secaban los campos, empezaron a salirle tablillas a las lindes.
Nosotros decíamos aquí que la sociedad de don Vidal tenía acotado lo de Cabrahigo, aunque en las tablillas no ponía: «Coto», sino: «Prohibido el paso». Pero resultaba que el que se trajo a don Vidal, fue don Senén, pues la gente de Aldavaca, ya de antiguo, le había cedido a éste la cacería.
La verdad es que don Senén se trajo la sociedad para que pagaran la guardería y todo lo que era gasto, pues nunca pagó nada en ningún sitio.
Toda esa parte del Galeón, la Valera, Monte Castro, Sarcochal, Almafuente y las Tenadas y dos cachos buenos del Taramillo y el Vergacho, pertenece a los Aldavaca Sánchez, a los Sánchez Aldavaca, a los Aldavaca Aldavaca, todos de la misma familia, de la misma sangre, de la misma leche, de la misma forma de cabeza todos.
Los Aldavaca son gente disparatada que, cuando no se matan con los demás, se matan entre ellos, siempre con pleitos, siempre prestando a ganancia y comiendo, como los cuervos, de todas las desgracias.
De esa afición les venía la amistad con don Senén, no de otra cosa.
En esta familia, como se han casado siempre unos con otros y todos son primos y reprimos por parte de los cuatro abuelos, salen unas cabezas como calabazas grandes, pero llenas de espíritu, sin triquitraque, que en cuanto abren la boca y se les va el viento no les queda nada.
Nunca fueron del señorío, ni aun cuando don Javier se casó con doña Petra, que todavía hay un Aldavaca, primo hermano del alcalde, que anda al trajín con los mochileros. A este Aldavaca lo conozco yo y no tiene un duro, pero será casualidad, tiene la cabeza pequeña y más apretada que todos sus parientes.
Decía que don Senén trajo a don Vidal y cuando vio que el gasto gordo estaba hecho dijo:
—Ahora que han hecho el gasto es cuando voy yo.
Aquí, a don Senén le decían el abogado, pero nadie lo conocía por su nombre. Lo querían poco porque era muy déspota y muy soberbio, con muchas amistades y empeños y fama de ser buena escopeta.
Yo había oído el reclamo de él, pero nunca había visto el pájaro.
A don Vidal sí que lo conocía y le tenía aprecio y todos los años que llevaba en lo de Cabrahigo, yo le había marcado las ballestas y los ojeos.
Un día me dijo:
—Ahora se va a poner esto de dulce, porque don Senén va a hacerse cargo, él en persona, del coto.
Me puso por los cielos de Dios a don Senén y me refirió que iban a juntar todo lo de la gente de Aldavaca en un solo coto.
—Y ¿cómo van a guardar todo eso?
—Mira la Zarza que se guarda sola.
—Pero esto está lleno de veredas y de gente de todos los pelos, del pueblo y del campo.
—Eso lo arreglará don Senén, que de estas cosas sabe más que don Gumersindo, sin comparación.
Nada, don Senén era una eminencia y sabía de guarderías lo no imaginado. También sabía, lo que no hay en el mundo, de toda clase de cacerías y de la pesca; de esto también. Hasta había escrito libros de su cabeza de todos estos trajines y, no digamos de perros y de escopetas.
Yo lo había imaginado como don José Manuel en joven, muy tostado, hombre alto, de’buenas piernas y con un genio como el de don Gumersindo.
Recuerdo que cuando lo topé por primera vez, creí que estaban de broma conmigo.
—Pero ¿éste es el señor que usted me decía? —le pregunté a don Vidal.
—Ese es.
Aquel pelusito, con bigote, que abría los pies y se le juntaban las rodillas, no se me imaginaba a mí que pudiera ser don Senén.
—Pero ¿está usted seguro?
—Claro que sí.
—Pero ¡si a ese lo aprieto yo por el sobaco y, de blando que está, echa las tripas fuera como un cagarrope!
Don Vidal se reía, pero me dijo:
—Tú espera y ya verás.
Pero lo primero que le escuché sin esperar fue una mentira.
Todo el mundo sabe que cuando se quiere espulgar un perro chico, se le coge del cuello y se le frota donde hay un bicho muerto, ya seco. Así toma el fato de la muerte que echa las pulgas fuera.
Esto lo saben, no ya los chiquillos que tienen cabeza y piensan, sino hasta los animales: los perros, las bestias, los gatos y hasta los pájaros perdices.
Pues don Senén vino con una pachona divina, que decía que era suya y no lo era porque yo la había visto con su dueño cazando codornices.
Al rato de estar allí, la pachona se empieza a revolcar encima de una primilla seca. Entonces, don Senén se para y, como el que da lección, dice:
—Eso que hace la perra es prepararse para la cacería. Se frota ahí para tomar el chero del pájaro y que las perdices no la huelan a ella. Para eso se revuelca.
Lo dice así y don Vidal me mira, como diciendo:
—¿No te lo decía yo que este don Senén es una eminencia? Entonces, yo que estaba muy callado, le digo a él muy bajito:
—Lo que hace la perra es quitarse las pulgas.
Don Senén la cogió al vuelo y, no había yo terminado de hablar, cuando me zampa:
—¿Te las quitas tú así y por eso lo sabes?
—Yo no me las quito así, no señor. Pero lo muerto no huele igual que lo vivo, ni la primilla como la perdiz.
Al escuchar aquello, en lugar de decirme que yo no tenía razón por esto o por lo otro, me vuelve la espalda y les dice a los señores sin importarle que yo le escuchara:
—Esta gentuza vive en el campo y ni el campo les entra en la cabeza.
Me dejó chingado.
Después fue a ver Cabrahigo, donde él nunca había pegado un tiro, y cuando escuchó decir a don Vidal que yo había marcado las ballestas aquí y allá, dijo que todo lo que habían hecho siempre era un disparate:
—Pero ¿cómo se fía de esta gente que no sabe dónde tiene la mano derecha?
Nada, las ballestas estaban mal donde yo las ponía y había que ojear al contrario, empezando por los terrenos comunales y empujando hacia lo de Almafuente.
Entonces don Senén dice que conocía aquello como sus pies y sus manos porque lo había cazado muchas veces. Ni una sola vez lo había hecho. Por eso yo pensé:
—Este don Senén es un papafrita y si miente en lo tonto es porque no tiene verdad en lo listo.
Después no lo volví a ver más hasta el día que batieron, pues me vino don Vidal y me dijo:
—Hombre, Lobón, tengo interés en que don Senén se divierta en esta cacería ¿tú sabes?, y he pensado que tú vayas de cobrador con él.
Total que fui, y las cosas como son, con la escopeta lo hacía tan bien o mejor que don José Manuel. Doblaba por delante y por detrás, pero a la hora de cobrar me armó un escándalo. Me decía bajito:
—Rebaña todas para acá: dos pesetas por cada una que arrimes.
Nada, que quería apuntarse todo lo que allí se mataba y como yo sólo le cobraba lo que él tiraba, se me puso de mal humor.
Con estas cosas, se me sentó don Senén en el estómago y como él se encargaba de pagar al chiquillo del casero de Almafuente, que además de vaquero hacía de guarda, le salió otro sueldo conmigo. Lo digo porque la sociedad pagaba al guarda las águilas, los gandanos y los lagartos que mataba, para que así no hicieran daño a los pájaros ni a los nidos, y yo, águila que veía, águila que se llevaba un trabucazo, estuviera donde estuviera, le cortaba las patas y se las llevaba al guarda. También me iba a las pacas de paja de la Avispa a coger lagartos para lo mismo. Yo no le tomaba nada al chiquillo, que bastante pago tenía divirtiéndose con don Senén donde más le dolía.
Don Gumersindo, además del Felipe y el Amalio, metió a Rico de guarda, y a los pocos días entraron dos nuevos que no eran de por aquí: el Rafael y el Molino.
Rafael era un hombre mayor, muy serio en sus cosas, que había sido guardia civil, hasta hacía poco. El Molino, por lo que supe luego, ni siquiera era del campo y había querido ser torero.
Yo sabía que estaban hablando de hacer una casa por la parte de la Quintanilla y que hasta llevaron al Pascual para ver si podían encontrar un pozo, pero la casa no se hizo y los cinco guardas siguieron al cuidado de lo que antes cuidaban los dos viejos.
Todo siguió igual, porque los viejos no estaban para trotes, ni los nuevos tenían sentido de nada, esa es la verdad.
Lo que hicieron la gente que lleva la cacería del Tarajal, sí que me pareció bien traído: se fueron a los civiles y les preguntaron que quién era el furtivo con la historia más negra.
—El Goro —contestaron ellos.
Fueron donde el Goro.
—Te damos los conejos, te damos una casa y un retiro para cuando estés para el arrastre.
Como estaba sonado y ya no podía valerse, pensó lo que le decían y vino a verme.
—¿Qué hago, Juan? Yo no soy un chiquillo y estoy muy gastado. Si me entra la enfermedad ¿quién va a mirar por mí? Bien sabe Dios que de no ser por lo que es, nunca me determinaría a dar un paso así.
Yo nada le dije, ni para bien, ni para mal, pero me dio mucha pena verlo luego con la banderola y el sombrero, un poco avergonzado. Pero el Goro sí que fue un guarda de verdad, que sabía sacar los lazos que metían y acechar a la gente que se arrimaba a los igualones con la zarampaña. El sabía dónde había que ir a buscarlos y cuándo estaba el tiempo para eso.
El Goro, sordo y sonado, no se aturullaba al oír un tiro en lo suyo, ni tenía agonía de que alguien le llevara un pájaro o dos: eso se los llevaba lo mismo el águila. Pero que nadie le ensuciara el campo porque se arrepentía, aunque fuera subido en auto por la carretera.
Pocas veces se subía al caballo y pocas horas de sueño tomaba al calentar el verano las noches de luna. Dormía donde los bandos de perdices tenían la dormida y nunca se le veía en la linde queriendo asustar a la gente como un espantapájaros.
Siempre que pasaba por allí lo veía y me veía y siempre nos decíamos las mismas cosas:
—Hoy te he quitado tres pájaros, Goro.
—¡Hombre, Juan, no me hagas eso a mí, que tienes todo el campo! Esta gente se porta conmigo como familia y tengo que presentarles cacería.
Cuando se daba cuenta que era broma, se iba tranquilo, pero si lo volvía a ver a los tres o cuatro días, otra vez estábamos en las mismas:
—¡Hombre, Goro, hoy…!
Pablo empezaba a tener berrinches con la gente de la Avispa. El tenía su casa allí desde antes de casarse, dos chozos muy buenos, que le dejó hacer el padre de Romero, donde había criado a sus hijos. Nunca le habían dicho nada, aunque los colonos se aprovecharan de aquello teniendo a la Francisca, la pequeña de Pablo, cuidándoles los pavos por nada.
Romero, el viejo, se había muerto sin tiempo y su hijo estaba casado con una Aldavaca, que por eso hubo piques entre él y don Cosme, el dueño de lo colindante, la Casa del Fraile. Los Aldavaca y don Cosme eran dos cosas que no ligaban y por eso, Romero, por dar gusto a su mujer, también se puso a chincharle al pobre don Cosme, que estaba muy malo.
Total que en la linde de la Avispa con la Casa del Fraile pusieron hincos y alambres de espino, y, en seguida, los colonos le soltaron una puntada a Pablo. Pero todo quedó en puntada.
Lo malo fue cuando don Senén empezó a poner tablillas en la linde y los colonos empezaron a cargarle la parte del amo.
Como entonces estaba uno sencido y sin malicia, pensábamos que eran cosas del colono y que Romero tendría consideración a los años que Pablo llevaba allí. Pero se pusieron de una forma que Pablo dijo:
—El que quiera echarme, que venga, verá el trabucazo que le meto en la barriga.
El siguió allí mucho tiempo y rara era la semana que no venía alguien a molestarle. Los civiles le dijeron:
—Ve donde el juez que tú llevas aquí muchos años y nadie te puede echar.
Pablo lo comentó y vino a verlo don Senén.
—Ni muchos años, ni pocos años, que los civiles no digan tonteras. Tú te tienes que ir de aquí.
Pablo le dijo que no le hablara de tú y que él iba donde el juez.
Fueron donde el juez y lo liaron con que si no vivía allí tantos años, sino menos, que si aquellas chozas eran de la finca y él pagaba con el trabajo de la Francisca.
Pablo decía:
—Mi hijo Pencho nació allí, allí vivo desde que me casé.
Como se había casado muchos años después de nacer Pencho, resultó que en el chozo vivía desde que nació la Encarna.
—Yo es que me casé después, pero en el chozo vivo desde que Pencho…
Nada, que tenía que irse.
Por eso, cuando me enteré, subí a ver a don Cosme y se lo dije.
—Le dices a Pablo que coja los trastos y los lleve a lo mío. Que coja el cacho que quiera, que yo se lo regalo para él y, cuando yo me muera, dejaré apuntado que su cacho es suyo ¿te enteras?
Me volví donde Pablo y se lo dije y estuvimos abrazados y dando botes, como en un baile agarrado, hasta que nos duró el resuello.
Yo le ayudé a tumbar los chozos y a llevar los palos al otro lado de la alambrada. Era un contradiós echar abajo aquello para volverlo a levantar a medio tiro más allá.
Estaban los palos como pintados de brillo por la calor y los humos de tantos años, y daba gusto tentarlos, con tanto saber como tenían que habían gastado todo lo que rompe y engancha.
Hicimos un solo chozo mejor que los dos que tiramos, con un cacho de pared de piedra, hueco para la Encarna y la Francisca, hueco para la abuela y Pencho y hueco para Pablo y la madre.
Con tanta verdad lo hicimos todo como si hubiera de durar la vida, sin pensar que a la vuelta de poco tiempo, lo que hicieron con la Avispa lo harían con la Casa del Fraile.
Tanto me gustó aquel chozo que me entró envidia y estuve unos días buscando palos y yendo con la borrica de Pablo a las Mulas, a por anea, y me hice mi chozo en la misma cañada, dentro del carrascón grande que cae a la vera del pozo.
Estando terminando el mío, viene don Senén y dice:
—¡Esto sí que no! De forma que saca uno un cazador del coto y se nos ponen dos en la linde. ¡Ni pensarlo!
—Aquí estábamos nosotros cuando usted llegó —le dijo Pablo.
—Ya arreglaremos eso —dijo él muy seguro.
Mientras don Senén lo arreglaba y no lo arreglaba, nosotros seguimos viviendo a nuestro aire como si nada hubiera sucedido.
Pablo, no ya por buscarse la vida sino para sacarse la espina, andaba de noche por la Avispa con la luz y durante el día, bucheábamos los visos para remeter los pájaros a la casa del Fraile donde los machacábamos.
Era gracioso, porque si estábamos en la casa y de pronto se escuchaba el piñoneo de un pájaro, ya estaba Pablo diciendo:
—A ése lo vamos a meter mañana en manteca.
Con estas cosas llegamos a tomarles verdadera manía a los pájaros perdices porque por culpa de ellos, llovían las tablillas, y el cara-cacha-cara-cachá nos sonaba como un revoltijo de tripas.
Con estas cosas, para darle en las narices a don Senén, yo me traje, a hacernos compañía, a dos aficionados que les decían los Madrileños. Era una gente muy llana con la que daba gusto estar, pero, la verdad sea dicha, sí yo llego a saber el poco negocio que eran capaces de hacer, no los hubiera llamado.
Uno se llamaba don Fermín, igual que el alguacil, y otro Bocacrol, que no se llamaba así más que de apodo pues su nombre era Rufino.
Don Fermín era ya mayor, unos cincuenta, con un hablar trabajoso como si hiciera gárgaras con la lengua. Bocacrol no tenía un hablar tan dificultoso, aunque tampoco demasiado fácil, porque la boca no le caía donde a todo dios sino, así, entrándole de cara, echada a la izquierda.
Don Fermín estaba siempre refiriendo que él tuvo un Dión Boutón y yo no sabía lo que podía ser un Dión Boutón hasta que me enteré, de casualidad, que eso era un taxi de color amarillo que le decían así.
Don Fermín no era conforme con Franco, porque los de la república le regalaron el Dión Boutón, una gorra de visera y qué sé yo cuántas cosas más. Tenía un retrato con aquel auto y, tan pronto hablaba con alguien, tenía que sacar el retrato.
Yo no alcanzaba a ver el mérito que él veía a aquello, pero bien que se pagaba de esa tontera.
También tenía un perro negro, disparatado, con el rabo hecho una rosca, y se creía que con un poco de campeo iba a hacer maravillas.
—Ese perro no es de caza, desengáñese usted, si acaso de bombardeo —decía Bocacrol, porque el animal era una cosa mala tragando comida blanda de persona que le daba flatulencias.
—¡Si tuviera tan buenos vientos por delante, como malos los tiene por detrás, se hacía usted de oro, don Fermín! —le decía.
Y es que Bocacrol subía a don Fermín y a su perro en un pipileches de tres ruedas, como una moto con garita, y el perro se les derretía allí dentro trayéndoles mártires con las flatulencias.
—¡A ver si pone usted el perro a cagar antes de salir! —le decía, pero sin enfadarse porque se llevaban bien.
De cazadores tenían muy poco, pero no se las daban de nada. Yo creo que se juntaron para que a ninguno le diera achare cazar delante del otro.
Como con los Madrileños no hacíamos más que perder el tiempo, los domingos y días de fiesta, se venían a lo nuestro Barrena y Pepillo Marcos, que más que aficionados eran cazadores alicortados porque tenían otro oficio. Se venían en una moto que era como una bicicleta o poco más, desde San Fernando, dándole un mate que para qué las prisas. Marcos tiraba con una escopetita del veinte y era de lo más fino que yo he visto.
No llevaba yo dos meses en el chozo cuando a mi hermano Pepe se le hundió el techo del güichi y, mientras se lo arreglaban, me mandó a la Carmen con los chiquillos y yo tuve que volverme a la lobera.
Mi vuelta a la lobera coincidió con todo el lío que armó don Senén de sacarme en el diario a cuenta de mis humos.
Aquello, que a mí me fastidió bien, para los restos, para Pablo fue un respiro, porque don Senén se olvidó no sólo de que tenía el chozo a la vera de la Avispa sino también de meterle mano por el mate que le dimos a los pájaros.
Una noche, hacía ya mucho rato que había oscurecido y subía yo del chozo a la lobera, cuando me veo al Rico y a la Manuela que venían por la cañada subidos en el caballo. Hola, hola, nos decimos y Rico me suelta:
—He venido a verte con el achaque de que la Manuela tenía que ver a su padre.
—¿Y eso?
—Que el Rafael va a venir de mañanita a verte la cara. Como él no te ha visto nunca, el amo le dijo que viniera.
—¿Y qué es lo que le pasa a mi cara?
—Yo he escuchado que el Molino y él, sólo han venido a seguirte los pasos. El Molino dice que te vio en lo del Daniel, que ya sabe cómo eres. Por eso el amo dijo que ahora le tocaba al Rafael. Dijo que yo lo trajera.
Como yo estaba muy apurado por el asunto de don Senén, se me juntó todo y tuve miedo.
—Pues a mí no me vais a coger mañana aquí.
—Es tontera, porque antes o después terminarán por verte.
—Más vale que sea después.
Entonces, por agradar, le pregunté a la Manuela si es que ya venía con cría.
—Ya ves que no: mala suerte. Unos tienen muchos y otros ninguno.
—Es que éste —le dije yo— tira con pólvora de barra y cartucho rajado.
Nos dijimos cuatro bromas y se fueron.
Lo que me había dicho Rico me hizo cavilar y ya me estaba viendo otra temporada con el Molino y el Rafael en las huellas, como el Beltrán y el Meleto. Me decía yo que podían ir preparando el culo, pues a mí me iba a importar poco que me dieran un par de palizas. Pero como también le tenía prometido un cartucho a don Senén, estaba yo componiendo las consecuencias que iban a traerme tantos trabucazos. Yo no había contado ni con el Rafael, ni con el Molino.
Por eso, para quitarme de en medio, y aprovechar el tiempo antes de que todo fuera más malo, fui por la escopeta, cargué unos cartuchos con bala y me subí para la Zarza.
A la mañana siguiente, muy temprano, maté un cochino que a punto estuvo de costarme un disgusto. Entre rodarlo, arrastrarlo y echármelo a la espalda, dio lugar a que se pusiera el sol en lo alto.
Yo llevaba siempre las reses y los cochinos que cogía, a una grieta que queda en la Caldera, un corte que parte el monte en dos cachos de arriba abajo. El suelo es como un pasillo que tiene en medio un boquerón redondo que tapa a un hombre. Como aquello es muy fresco en el verano, las piezas se aguantaban más que en otro lado, porque si se les echaba encima unos matones no les picaba la mosca, ni criaban gusanos.
Acabado el porte me bajé a la vereda del contrabando para poner tres montones de piedras y avisar con ellas a los mochileros que tenía género para ellos. Acababa de largar la perra para casa y tumbarme allí para dormir un rato, cuando escucho un ruido de hierros picando las piedras.
Un tío con espuelas en aquel roquero era como cosa del otro mundo, porque los caballos no podían salirse de lo que es la vereda del contrabando, y no quitarse los hierros para culear y gatear por aquellos precipicios, a nadie se le ocurre. Pero no hago más que escuchar las espuelas por un lado, cuando por el otro suena la voz de Rico, diciendo:
—Aquí no puede haber nadie, Rafael.
No tenía escape porque el pasillo no es más ancho de lo que abarcan los brazos, ni más largo de treinta pasos, todo derecho. Guardé las manos y la cara, apuntando con la gorra al Rafael y tragándome el resuello.
—Un perro no anda solo —dijo Rafael y yo sentía su sombra y el retumbo de su voz en las paredes. Rico, lo tenía por la espalda, encendió un cigarro.
Después se pusieron a registrar, cada uno por su lado, y yo me eché fuera amonándome en las piedras. Y menos mal que lo hice, porque al rato, Rico acertó con el cochino y empezó a dar voces llamando al Rafael, que pasó por mi vera y se entró en la grieta.
—Seguro que la perra era la del Lobón ése, que andaba tras el rastro del jabalí que vino a morir a ese boquete —dijo Rafael.
Rico dijo que no le parecía mi perra, que lo que pasaba es que con las tetas y el pelo retinto todas las perras parecían las mismas.
—Yo me voy a quedar aquí que el Lobón vendrá a buscar el cochino antes o después. Tú debías llegarte a lo de él y ver si lo han echado en falta hoy. Vete a saber, si no lo tenía ya marcado y se pensó que estaba ya seguro.
Se les escuchaba todo lo que hablaban porque los paredones retumbaban. Lo que decía el Rafael estaba bien traído, por eso me escurrí hacia la Laguneta, por los fangales, no fuera cosa que la perra se me volviera y tuviéramos disgusto.
Yo nunca me había determinado a cruzar desde las Mulas o el Vergacho a la parte del vedado, y como lo hice aquella vez, bien escarmentado quedé, pues en la vida de Dios he tenido más mosquitos encima. Venían en canutazos, y yo dándome guantadas que se me ponía el pescuezo caliente, y casi me dejo las botas atolladas en el fango. Cortar camino, sí que corté camino, pero, del pelo al dedo gordo del pie, iba como el cochino que sale del revolcadero.
Cuando salí de lo blando, me di un mate de correr y de andar ligero, que hasta el barro se me despegaba de la cara con los sudores, porque yo tenía celo de llegar al pueblo antes que la gente se recogiera.
Llegue, serían las diez de la noche, me fui donde Pepe y le dije:
—Déjame un pantalón y una blusa.
Me lavé allí afuera, me peiné muy requetepeinado, y así me llegué al bar de la plaza, repompeándome, como el que viene de ver a la novia.
Me siento en el bar y pedí un poco anís, más contento que Dios. Pensaba que el Rafael pasaría muy mala noche, allá arriba, y lo sentí por él porque yo ya había perdonado el cochino y el ir a acompañarle. Pero, pensando esto, Dios me castigó y me quedé frío que hasta el anís se me atragantó: me vino a la memoria que había dejado las piedras en la vereda del contrabando y que si pasaba alguien, al amanecer, se iban a dar de boca con el Rafael y ¡adiós negocio para los restos! Qué desconsuelo tan grandísimo me entró y qué angustia de no tener alas y tirarme para allá como una tórtola con el viento de culo.
Por eso, sin más pensar, pagué y salí del bar, dejando un polverío que subía por encima de las casas, tomé hacia el Molino, sin dejar de correr, rezándole a la Virgen Santísima y a todos los santos del cielo. Corría yo diciendo: un, dos, tres, cuatro; un, dos, tres, cuatro, y con el fresco de la noche y con la angustia que llevaba, se me pasaron todos los cansancios, los picores de los mosquitos y el sabor del anís que me resecaba la boca. Yo no tenía más que patas para correr y correr, y cuando me entraba el dolor en el costado, seguía corriendo de lado, como cuando el gallo aprieta tras la gallina.
No sé lo que tardaría en llegar al Molino, pero se me infunde a mí, y no lo digo por exagerar, que cosa de una hora. Llegué a la yeguada, busqué la yegua bronca, porque la pastueña estaba a pique de parir, y con la correa de los pantalones metida como un lazo en la quijada, tomé por la vereda de Almafuerte para el Taramillo. De noche no se podía ir por otro sitio que rodeando toda la laguna, a coger la cañada del Coto del Francés, allá hasta la fin del mundo, para coger la vereda del contrabando desde muy atrás. El rodeo era criminal, pero era la única forma de llegar allí por la noche.
La yegua, animalito, llegó entregada, con ahogos y un poco de hipo.
Antes del amanecer quité las piedras y Rafael estaba allí, en lo alto, porque le vi la lumbre del cigarro. Entonces respiré tranquilo.
Cuando a la vuelta dejé la yegua, me quedé disgustado porque el animalito no quiso beber agua y tenía como pujos de mear y no meaba aunque se descagarruciaba viva. Pensé que se le podían haber reventado las bilis de tantísimo correr.
Con esta pesadumbre me llegué a las Hazas de Suerte y estuve comprando todos los espárragos que pude encontrar por las casas. Reuní doce cientos y me subí al pueblo a pintar la mona.
Iba yo pensando que Rico me la había jugado buena, porque decirme que iban a ir a lo mío y tomar para la sierra, me parecía cosa traída.
—El es ahora guarda y tiene que trincarme —me pensé y me dio pena saber que su obligación era esa porque yo lo quería a él y a la Manuela y ellos a mí también.
Pero, después, me dije:
—¿Cómo podía saber él que yo iba a ir allí si yo mismo no lo sabía?
Yo estaba seguro que Rafael solo nunca habría llegado a la Caldera, y no entendía tampoco cómo fue Rico capaz de dar con aquello, porque en tiempo de su abuelo, el Vedado acababa en las Cabezas, y si él lo acompañó, de allí no pasaría. Rico nunca fue cazador y cuando vinieron, él y el Felipe, con los señores, asunto de las cabras, ni lo de Mastevale conocían ni el uno ni el otro.
Pero lo que pasó, luego lo supe, fue que atinaron con aquello de casualidad y de casualidad que no me trincaron, ni me vieron, donde habrían visto moverse hasta una lagartija.
Al entrar en el pueblo fui a lo de mi hermano y le dije:
—Toma cuatro cientos de espárragos y si te preguntan, dices que te los traje anoche. Yo voy a ver quién me compra éstos.
Me salí a la carretera con los otros ocho cientos y anduve de casa en casa preguntando:
—¿Quieres espárragos?
Fui donde la mujer del cabo.
—¿A cómo me los pones?
—A lo que usted quiera dar, no sé qué pasa que hoy nadie quiere espárragos.
Me dio menos de la mitad de lo que me habían costado a mí, pero me fui más contento que si me hubiera sacado de pobre.
Con los otros que me quedaban me llegué al bar y dije:
—Aquí os traigo esto a ustedes, comérselos que nadie me los quiso comprar.
—Déjalos ahí y tómate lo que quieras —dijo el del bar.
Entonces me fui para lo de mi hermano y justo al llegar, serían las cinco o las seis de la tarde, veo subir la camioneta verde de la Zarza que se para justo delante mía. Guiaba Paco el de la Médica y Rafael que venía a su lado, se baja y se viene para mí:
—Tú, sinvergüenza, ya te estás viniendo conmigo donde el cuartelillo.
—¿Por qué me falta usted y de qué me conoce para entrarme de esa forma?
Entonces va y me quiere pegar. Levanta la mano, pero yo se la engancho para que no me pegue y se la retorcí un poco sin querer, que se cayó al suelo tan largo como era.
Se armó el alboroto. Paco el de la Médica se baja, mi hermano Pepe sale del güichi y con él tres parroquianos.
—¿Le vas a pegar a un hombre mayor? ¿Es que tú no tienes respeto? —dice Paco.
—Ese señor quiso pegar a mi hermano que venía muy derechito sin meterse con nadie —dice mi hermano.
—Es un guarda de la Zarza, que te enteres —decía Paco.
Y este señor es guardia civil y se os va a caer el pelo.
La pagaba con Pepe mi hermano, como si tuviera miedo que yo me fuera para él.
El municipal fue el que nos llevó a todos donde los civiles y, allí, otro alboroto.
Rafael le dice a un guardia:
—Yo soy tan autoridad como tú, que también he sido guardia y ahora soy jurado.
No sé por qué se enzarzaron porque el Rafael entró derecho al cuarto del cabo y el guardia le decía:
—Usted es un particular y se espera fuera.
El cabo aparece allí y le decía de tú al Rafael:
—Tú olvídate que has sido guardia, aquí no eres nadie, ya lo sabes. Si tienes algo que decir, lo dices y se acabó.
Entonces Rafael se puso más manso.
—Es que el chófer me dijo que este era Lobón y, después de la noche que me ha dado, no me pude contener.
—¿Que yo le he dado mala noche? ¿Soy un mosquito?
—Lo que tú eres te lo van a decir pronto.
El cabo cortó por el camino de en medio y se entró en lo suyo con el Rafael y allí se estuvieron charlando y escribiendo lo que había pasado y lo que no había pasado.
Al rato me llaman. Dice el cabo:
—Ya lo sabes, aquí hay otra denuncia contra ti. Igual que la de la otra vez, sólo que ahora han visto tus perros dentro del vedado.
—¿Mis perros? Pero ¿cómo va a ser eso si no se han separado de mí?
—Pues dos han visto: ese cachorro rabón que tienes y la perra.
—No serían mis perros.
Yo pensé que de aquella me había librado porque el cabo todavía se acordaba de cuando me pegó sin razón por el asunto de los muflones, pero me soltó una hostia que se me quitaron todos los pensamientos.
—¡Eran tus perros, que lo sepas!
—Si usted lo dice, es porque lo sabrá. Pero el cachorro rabón está siempre atado en lo mío y no se mueve de allí para nada, y la Rabona no se ha separado de mí en todo el día, que estuve cogiendo espárragos.
—¡Qué sinvergüenza más grandísimo, vaya tunante! —dijo el Rafael.
El cabo le cortó:
—Tú, te callas.
Yo me estaba limpiando la cara con el faldón de la camisa, porque se me hizo la mosqueta, y el cabo me dice:
—Ya sé que estuviste en mi casa a llevar espárragos, por eso no me fío de ti.
Dice el Rafael:
—Donde estuvo este pinta es cazando dentro del vedado, tiró un cochino que fue a morir allá arriba en un boquete.
—¡Eso no es verdad! —dije yo con mucho coraje, no porque me culpara, sino porque era mentira que el cochino subiera solo allí a morirse con un tiro en el corazón—. ¿Por qué dice usted inventos? ¿Le he hecho yo algo? ¿Qué sabe usted de mí, ni de nada?
El cabo ponía cara de guasa, casi se reía.
—Este hombre es ahora guarda en la Zarza. ¿Sabías eso, Juan?
—Es la primera vez que lo veo.
—Dice la verdad. ¿No, Rafael?
—Me tiró al suelo y debía ir a la cárcel.
—Usted perdone que fue usted que se cayó al quererme pegar una cachetada.
El cabo, se me arrima, y dice:
—Bueno, ¿tú entraste o no entraste a la Zarza?
—No señor.
Sin dejar de sonreír, me tiró otra guantada que me cogió la boca:
—¡Claro que no entraste! ¿Por qué ibas a ser tú? Lo malo es que tú has salido ya hasta en los papeles y que, cuando te dejas ver en el pueblo, es porque vienes de hacer daño: acuérdate del Meleto y del Beltrán. Yo sé que ese cochino lo has tirado tú y nadie más que tú y lo raro es que no lo dejaras en el sitio.
—¡Claro que fue él!, yo vi su perra y el muchacho que venía conmigo fue el que dijo que el perro rabón que vimos de mañanita era de Lobón.
—Yo estuve todo el día cogiendo espárragos, cogí doce cientos y pueden ustedes ir a preguntar si es verdad o mentira.
—No, si eso que dices también será verdad —dice el cabo—. A ti te da lugar a todo, a cazar, a subirte al pueblo y al salto vas esparragando a bocados. ¡Si eso lo sé yo!
Me tiró otra guantada, que tampoco me la esperaba, y fue la última. Coge el papel de la denuncia y lo rompe para encararse con el Rafael:
—Lobón ha estado cogiendo espárragos: mi mujer se los ha comprado y sé lo que digo. Lobón ha entrado en la Zarza. ¿Pero qué le vamos a decir al Juez? ¿Lo has visto tú con tus ojos? ¿Lo ha visto alguien? La perra de él estaba allí, pero al rato estaría aquí y habrá diez que la han visto comistrajear en el mercado. Por eso, ustedes dos se van de aquí, y es la última vez que los veo. Cuando lo denuncies la próxima vez, procura verlo y traérmelo de una oreja.
Salí de allí con dolor de cabeza. El cabo era un tío de verdad y no se le podía engañar. Yo sé que hizo lo que tenía que hacer conmigo, sólo que si a mí me largó tres guantadas, al Rafael debía haberle soltado, por lo menos, cuatro: una por no verme allá arriba en la Caldera, otra por estarse a la espera de un cazador, en la noche, con el cigarro encendido, otra por decir que un cochino va a morirse solito allá arriba con un tiro en el corazón, y otra por ser un guarda y dejarse matar un jabalí en lo suyo. No cumplió con lo suyo, no hizo lo suyo, no sabía lo suyo. Sobraba motivo para darle de bastonazos.
Rico vino a verme.
—Me he enterado lo que te han hecho y vengo a decirte que no fue culpa mía. Yo vi tu perro, el rabón, y se me escapó decirle a Rafael que era tuyo.
—Eso es lo más raro de todo: el rabón está atado en lo mío y no se mueve de allí.
—Pues era el rabón. Veníamos a verte y se cruzó con nosotros y yo digo: ese cachorro es de Lobón. Dice Rafael: ¿dónde irá? Lo dice y se queda encampanado. Detrás de su amo irá: nosotros vamos para lo de él y se viene para lo nuestro. Le digo: no hombre, el cachorro se ha soltado y andará ansioso de corretear por ahí. Dice: donde vaya el cachorro, vamos nosotros. Tomamos para la Peña y el perro sigue adelante. Allí se nos pierde. ¿Por dónde podemos tomar sin bajar del caballo? —dice—. Para la linde de Pozo Amargo, pero es muy lejísimos. Quiero conocer esta parte —dice—. AI medio día llegamos a lo de Mastevale y la verdad es que me perdí, sube del caballo, baja del caballo. Yo loco sin saber por dónde tomar, ni por dónde volver atrás. Nos subimos a lo alto para ver de regresar y en un bosquetón nos sale una perra cortando para los apretados.
—Y ¿era la Rabona?
—La verdad es que la vimos muy larga y sólo un momento. Se le veían las tetas y fue Rafael el que dijo: esa sí que es la perra de Lobón.
—¿Y por qué dijo eso si él no la conocía?
—Porque iba encelado contigo, por eso lo dijo. Pero el colmo fue cuando en un hoyo me encuentro un cochino muerto.
—Eso ya lo dijeron en el cuartelillo.
—Pero esta tarde llega Rafael y me dice: ¿Sabes lo que pienso? Que a lo mejor ese muchacho ni siquiera tuvo culpa de nada. Vete a saber si el cochino no se pelearía con otro y subió allí a morirse.
—¿Dijo eso?
—Dijo que estaba chingado con haber subido a denunciarte, que te habían pegado y todo y que eso no era razón. Rafael, puedes creerlo, es muy buena cosa.
A mí me dejó apenado lo último que dijo y por eso me dejé de ir:
—Mira Rico, como ya no hay compromiso para ti, te diré que no pases pena por lo de las cachetadas. El cochino lo maté yo y te vi en las piedras cuando estabas hablando con el Rafael.
—¿De qué hablas tú?
—De lo que oyes. Tú estabas a un lado del costurón y Rafael al otro. Yo estaba en medio.
—¡Para comerte! ¿Estás de broma?
—No, es la verdad. Rafael llevaba las espuelas puestas y hacían ruido.
—¡Vaya un invento, también llevaba los pantalones! ¿Te vas a quedar conmigo?
—Yo te lo digo para que tú no te apures por esto.
Rico no se lo creyó, como si yo estuviera tonteando con él para divertirme. Cuando se fue yo me quedé asombrado de que no se creyera la verdad y, sin embargo, fuera capaz de creerse que un tiro se puede confundir con la puñalada que un cochino puede darle a otro.
Pensé que don Gumersindo estaba apañado con semejante guardería.
El cochino lo dejaron allí, en la Caldera, para las ratas y los cuervos.
Cuando mi hermano Pepe tuvo el güichi con su techo nuevo, vino por la Carmen y los chiquillos y me dijo:
—Hombre, Juan, si me pudieras prestar algo, lo que fuera, te lo agradecería, que con esto de los albañiles estoy hasta el cuello.
Como tenía ochenta duros se los di y él me los agradeció, pero dijo:
—Veremos a ver, que con esto no hay ni para empezar.
Al irse la Carmen y sus hijos, volví al chozo de la cañada y me daba gloria dormir allí en un colchón muy bueno que yo tenía, de paja de maíz. En el chozo no entraba el agua ni el viento, ni se apagaba nunca el candil como en la lobera.
En aquel tiempo, casi no cazaba por gusto o por necesidad, sino que lo hacía para poner mis perros y los de los demás, que me los traían y me daban cuartos para eso.
Si yo digo que los pachones son perros tontos, que en cuatro años no aprenden lo que un podenco en una semana, es porque siempre lo he sabido, pero en el tiempo de que hablo bien que me convencí. Tenía un pachón de esos de pelo largo que tenía el mérito de ser de los ingleses, un cromo de bonito, pero ¡qué animal más negado! Se me iba muy largo y yo le hacía un tanganillo para aguantarlo.
—No le pegues —me dijo don José Manuel.
No le pegué aunque me traía desesperado. Daniel el herrero me trajo una collera:
—Juan, como si fueran tus hijos. Tocino te traerá todos los días candinga para ellos. Mira que se la coman ellos y no los otros perros que tienes en casa.
La collera estaba reluciente, comía candinga. Como a mis hijos los trataba.
Ir a cazar con el perro de don José Manuel era como ir a cazar con una mula que se quedara de muestra. En una mañana, echándole mucho valor, se le mataban tres o cuatro pájaros, y eso ya a lo último, cuando lo dejaba entregado de corretear por el monte.
A Daniel le dije:
—Mire usted, no tire más dinero. Se guarda usted los perros en casa y cuando estén achichonados de gordos y de viejos, me los trae usted. Estos pachones, o pointeres, como usted les llama, sólo sirven para aforar los pájaros que hay en un terrero, porque los levantan todos antes de que llegue la escopeta.
¡Qué perros más tontísimos, sin sentido y sin poderse pasar sin agua!
Listo, el Juanito. Eso sí era una prenda y valía más que todos los pachones peludos o secos del mundo. Siempre me acordaré de la primera vez que lo saqué al campo.
Yo le puse Juanito al cachorro de la Rabona que una noche me lo lastimó el gandano. Le puse mi nombre porque si era hijo de su madre, que lo parió, también era hijo mío que lo cosí, como las chavalas hacen con sus muñecos de trapo.
Anduvo más de un año con la mano seca, pero era tan retinto, tan vivo, que le seguí dando de comer y lo tenía siempre atado para que no se desgraciara. Allí estuvo siempre, aunque a veces conseguía escaparse a dar un paseo, hasta que un día me lo llevé a echar el rato.
Miguel y Pablo y el Goro me afeaban que yo le hubiera puesto a un perro mi nombre, pero el Juanito, era tan especial, que no podía llamarse de otra manera.
Si todos mis perros aprendieron a cazar a mi mano, el Juanito no. El lo aprendió solo, de cavilarlo a la puerta del chozo o de la lobera, mientras su madre, sus hermanos y los pachones, cazaban para mí. Allí atadito, nos escuchaba de lejos y se miraría la mano seca con muchísima pena. Por eso me lo llevé a echar el rato, para que se divirtiera y no cavilara más.
A tres patas me registró todo el monte de la casa del Fraile y le pegaba a los conejos, como ni su madre hizo nunca. Tenía el genio de la Centella, pero más pronto y no se entregaba por nada de este mundo. Si me lo hubieran contado no lo hubiera creído: no me acuerdo de los conejos que le maté, pero me dejó sin cartuchos. ¿Y cobrar? Como si no hubiera hecho otra cosa en su vida.
Eso es lo que hizo el primer día que cazó y no diré cosa del Juanito que todos no sepan, porque han venido a comprármelo por el oro y el moro, cuando se le esponjó la mano.
El Juanito, con los pájaros, es el mejor del mundo. Los para mejor que los pachones, los ojea echándotelos a la escopeta, al que se va de ala, aunque haga una hora que se fue, te lo trae a la mano.
Don Vidal me lo había querido comprar en dos mil pesetas de las de entonces. Yo dije que no. Entonces mi hermano Pepe me dice:
—¿Pero tú estás loco? ¿Cómo no le vendiste el perro?
—¿Para qué?
—Ningún perro del mundo vale ese dinero.
—El Juanito sí. ¿Cuánto dinero no me habrá metido en el buche?
Entonces no se enfadó, pero me dijo que con el Juanito él podía pagar la mitad de lo que debía a los albañiles.
—¿Con qué crees tú que saco yo los cuartos que te he dado? Con la escopeta y el Juanito.
Me dijo que tenía muchísimo apuro, que estaba en las últimas y yo nunca acabé de entender qué apuro era el suyo pues, mientras me lo contaba, se estaba comiendo un pan de dos palmos lleno de sardinas de lata.
Pero a los pocos días me aparece en la cañada en un auto muy feo con el tío ése sudoroso que anda en los negocios de la carnicería. Se me planta en la puerta y dice:
—Tráete acá el Juanito que este señor te lo va a comprar.
—De sobra sabes que no lo vendo.
—Vamos, tráete el perro.
Silbé y apareció el Juanito.
El tipo sudoroso lo miró como el que mira un gusano y dijo que tenía un costurón en la paletilla. El Pepe dijo que aquello se lo había hecho un cochino porque el perro era muy valiente. Yo dije que eso no era así, que se lo había hecho el gandano, porque esa era la verdad.
El Pepe soplaba y me hacía morisquetas. Entonces el tío ése dice:
—Te doy mil pesetas con condición de probarlo para ver si es verdad que es como dicen.
—Yo no vendo el perro.
—Mil quinientas.
—Que no vendo el perro, ya lo saben ustedes.
El Pepe moja sopas:
—Hace unos días, don Vidal, ese señor ingeniero, le ofreció dos mil.
—Eso me ofreció pero yo no vendo el perro, ni por dos mil ni por nada.
Entonces el Pepe y el otro, se apartan a contarse secretos. Decían que no, que no y que no. Luego el Pepe se venía para mí y me ponía dos billetes y medio.
—¿De acuerdo?
A mí me estaban ya caldeando con tanta pejiguera y tanto trato, pero, entonces, aunque nadie se lo crea, el tío tira de cartera y me da cinco billetes.
Dice el Pepe:
—¡No seas burro! El señor te paga lo que vale el perro y, encima, cuando él se lo venda a don Gumersindo, te dará una comisión.
Aquello sí que me cayó malamente: que el Pepe quisiera que los otros hicieran negocio a costa mía. Era verdad que don Gumersindo me había tirado un jai para que le vendiera el Juanito, pero yo no sabía que era capaz de soltar tantísimos cuartos por un perro. El tratante aquél debía saberlo, que por eso vino con el Pepe.
Dije que no y entonces, el tío sudoroso empieza a rajar que si yo era un muerto de hambre y no tenía formalidad, que si no vendía el perro podía haberse ahorrado bajar a lo mío y que esto y lo otro. El Pepe, que lo había armado todo, también se puso en contra mía y ya me cansé.
Dice el tío:
—Ya me habían dicho que usted no tiene cabeza, ni formalidad.
Como estaba ofendido, me fui para él y lo trinqué del cuello, que si el Pepe no se mete por medio lo desgracio. Fue gracioso, porque el tío resoplaba y el Juanito, al verme caliente, se fue para el Pepe y le tiró un viaje a la culera que le dejó el pantalón hecho cachos.
Por eso se enfadó porque, encima de que no hubo trato, hubo mordisco y se llevó el pantalón con ventanas asomándole los calzones blancos.
Estuvo más de dos meses sin hablarme y sin quererme dar la munición mía que tenía en el güichi.
Pablo, para las cosas de los cuartos, era muy distinto que mi hermano. Hasta vergüenza le daba contar penas y eso que él las pasaba de verdad, sin pan con sardinas. Lo más que hacía era decirte:
—Hombre, si vas al ventorrillo, le dices a Miguel que te fíe un pan para mí, que ya pasaré a pagárselo.
Yo iba y pagaba de por mí porque, en la Casa de Postas, donde dejábamos la cacería, nos pagaban los sábados, y si se dejaban de ir, mientras no juntaban cuartos, Pablo pasaba los apretones.
En cuanto cobraba ya estaba en lo mío con los cuartos.
—Toma, si vas donde Miguel, le das esto que se lo debo.
Había que trabajar más para taparle un favor que para hacérselo.
Esto también se le enconaba a Pencho que, lo mismo que mi hermano, se pensaba que yo tenía obligación de arrimarle a su casa. Le daba coraje con su padre y conmigo, porque siempre fue castañoso y difícil de conformar. Si venía don Celestino a verlo, le decía:
—Que Juan o mi padre le paguen a usted. Yo soy de pago, no de los que les echan las medicinas como a los perros.
Si las inyecciones que había que ponerle, no se las traía ya el médico, le soltaba:
—Ponga usted receta y que Juan suba a la botica y que compre lo que sea, ¡estaría bueno!
Porque quería que todo fuera de lo más caro. Yo siempre me pensé que estas cosas que decía Pencho, por boca de su abuela las decía, que ella no podía ver a Pablo aunque comía de su puchero.
Contaré cuando Pencho se puso la primera vez tan malísimo, porque la enfermedad de Pencho tuvo culpa de muchas cosas.
Empezó por unas calenturas y unas toses que le entraban tan hondas que le arrancaban la sangre de lo hondo. Cuando le entraba el ataque, coj, coj, y coj, coj, parecía que iba a vaciarse por la boca.
Total que me traje a don Celestino, le miró la lengua y le escuchó el pecho para oírle la maldad que la tenía allí, en lo húmedo, como yo me figuraba. Dijo don Celestino:
—Tiene ahí dentro la maldad y hay que llevarlo donde el Sanatorio sin más remedio. Eso tiene su contagio y la Encarna y la Francisca, con el Pencho aquí, se van a estropear también.
Dice Pencho:
—¿Dónde queda el Sanatorio?
—Hay muchos —dice don Celestino.
—Pues yo quiero cuartos para el viaje.
—No te apures que yo te subiré hasta allí.
—¿Y si allí me hace falta algo?
—Allí no hay que pagar nada, ya te digo que no te apures.
—¿Que voy a ir de balde? Yo no, señor, donde no se dan propinas a unos y otros, uno pasa como un perro. ¡Si sabré yo la vida!
Nada de lo que decía tenía sentido, pero Pablo dice:
—Pencho tiene toda la razón, toda la razón.
En lo que Pencho tenía razón yo no lo sé, ni creo que Pablo lo supiera.
—Bueno, eso allá ustedes, pero tiene que ir donde el sanatorio y yo lo llevaré.
Allí hubo un gitaneo entre todos porque talmente parecía que don Celestino era un miserable y todos los demás muy rumbosos. Decían que había que untar a éste y al otro, que si la propina, que si había que alternar.
Don Celestino salió, medio riéndose medio enfadado, sacudiendo la cabeza. Como me salí con él para afuera, se tocaba la sien con el dedo, señalando para adentro. Lo acompañé hasta el auto, que estaba en la cañada, y al volver me topo con la Encarna que me suelta:
—Yo nunca he querido que tú andes de cacería. Lo sabes. Ahora quiero que vayas a la Zarza y no vuelvas sin juntar para lo de Pencho.
Dio la rabotada y se metió para dentro. No dijo más y me dio muchísimo coraje quedar para lo que el perro: haz esto, no hagas lo otro.
Me entro en el chozo y la madre estaba diciendo:
—Y ¿qué vamos a hacer?
—Juan traerá los cuartos —dijo la Encarna.
—¿Juan? ¿Por qué Juan? —dijo Pablo.
La abuela, en seguida mojó sopas:
—Como tú no juntas más que miseria ¿quién va a traerlo sino Juan? ¿O es que Pencho no se va a curar?
Pablo juró un par de veces y se arrugó como rezando:
—Pero ¿por qué Juan?
Eso decía Pablo cuando yo salí de allí a donde corriera el aire, con la cabeza loqueando y un berrinche que tiraba bocados. Yo no le veía punta a buscar cuartos para Pencho, porque no le hacían falta. Tenía yo que buscarlos porque me lo pidió la Encarna pero, de suyo, tenía razón Pablo ¿por qué tenía que buscarlos yo?
Me voy a lo mío y al rato me llega la abuela, muy mandando. Dice:
—Te tienes que traer un buen taco, porque Pencho no se va de aquí vestido de la forma que está. Ya lo sabes, te vas y no vuelvas sin juntar un dinero aparente. Cuando tú vuelvas, él se irá, o sea que date prisa.
Y al final me dijo:
—Es lo menos que puedes hacer por la Encama, que ya está bien de lo que le estás haciendo pasar a la criatura.
Me dejó embobado, medio con el berrinche, medio contento.
Se fue la vieja, encendí el candil y me puse a sacarle el perdigón a unos cartuchos para meterles posta, pues sólo tenía allí cuatro con bala. Como Pepe mi hermano estaba todavía enfadado, no me determiné a subir al güichi a pedirle los que tenía allí.
Aquella fue la única vez que me pasé diecisiete días sin salir del vedado ni de noche ni de día.
La vereda del contrabando la habían apretado contra la sierra, por la parte de la Quintanilla, a cuenta de que los civiles la habían medio marcado. La cosa fue gorda, pues el Quemado dio un soplo y los del contrabando le quemaron la choza dos veces seguidas, metiéndole un cerillazo. Con estas cosas perdí mucho tiempo en componer el campo y dar con los mochileros, y menos mal que me topé con el Camilo, que cada día estaba más bizco y más cascado del pecho.
—La cosa está fatal —me dijo—. Cogieron los caballos y menos mal que los volvieron a comprar en la subasta. Ahora tenemos que ir pegados a las bestias porque van tres nuevas.
Me habló mal de Martina:
—Habla demasiado y ensucia el plato donde come. Tú ten cuidado con ella, que ya le han metido cuartos para que hable de ti. Nos estuvo metiendo los dedos de si te comprábamos género o no y le dijimos, la verdad, que hacía tiempo que no te veíamos.
Dijo que tenían interés en que yo les llevara un venado con puntas, porque tenían encargo de una cabeza para disecar.
—Que valga la pena sólo hay uno —le dije yo—. Uno que robó el podenquero del Tomellar va para dos años. Lo tenían allí como un perro, comiendo en la mano, y un día lo echó a la camioneta de la Zarza y ahí lo tienen para que lo vean los amigos de don Gumersindo.
—¿Es grande?
—Está bueno, seis o siete puntas lleva. Pero no se separa de la casa, como las gallinas. Si vas a la Zarza, lo ves por la vereda.
—Bueno, nosotros bajaremos a final de semana, mira a ver lo que puedes hacer.
El viernes maté una cochina y los caballos no volvieron. El lunes se había hinchado talmente como si se hubiera ahogado en el río. El mismo lunes maté una cabra y me disgusté porque estaba preñada.
Los mochileros bajaron el miércoles y me dijeron otra vez que la cosa estaba fatal porque los civiles andaban por la sierra. Yo no los veía y se lo dije.
—Nos aguardan por el lado de allá del ventorrillo del Humo y alguien se está yendo de la lengua.
Pensé que sería Martina y no me extrañó porque ella es así. Se llevaron la cabra y no quisieron decirme cuándo volverían.
—Tú pones tus piedras y si venimos, venimos.
Nada, que tampoco se fiaban de mí.
Al día siguiente bajó Aldavaca con una mula y yo no tenía nada que darle.
Aldavaca no cogía por lo de Martina, sino que cruzaba la sierra hacia el Búho y toda esa parte de Alcalá de los Gazules. Estaba enfadado con el Camilo que era de otro grupo y me dijo:
—No te fíes de ese bizco que a mí me ha robado tres mil pesetas.
Así me estuvieron loqueando y se me acabó la sal. No me determinaba a volverme a lo mío por el amor propio de hacerlo sin los cuartos.
Estaba ya cansado, con frío y con hambre. Comía setas y conejo asado a la llama, que sin sal estaba malísimo.
Todavía maté un cabrón que se llevó Camilo y volvió a darme el toque con que le llevara el venado. Pero fue Aldavaca, al día siguiente, el que me dijo:
—El Camilo quiere el venado que nos pidieron los pescaderos y se lo ha pedido también a Martina. Si ella se lo da, a ti te lo dejan colgado.
—¿Martina? ¿Y cómo va a dárselo Martina?
—Yo sé que ella se ofreció, no sé más.
Aquello me dejó cavilando y, entonces, me determiné a ir por el venado, pasara lo que pasara. Si don Gumersindo le había pagado al podenquero del Tomellar para que lo robara de allí, el bicho no era suyo, sino del Estado que era el que lo llevó al monte.
Desde la vereda tomé viaje al Molino, a coger una de las yeguas de Daniel y, yéndome para abajo, al cruzar el río, pasado el Berrocal de arriba, me veo dos corzas, una de pie y la otra echada. La que estaba de pie, se quitó de en medio pronto y ligero, pero la otra se puso en pie y se volvió a echar. Como eso yo no lo había visto en mi vida, se me infundió que me estaban poniendo una trampa y que aquella corza estaba atada o algo así. Pero no era eso, sino que estaba en las últimas.
Al arrimarme trató de levantarse otra vez, pero la rematé con la navaja. Tenía la tripa hinchada como un globo, como si la hubieran cosido con una aguja saquera. Pensé que la habría herido don Gumersindo con el rifle, pero también pensé que, con aquella herida, no podía seguir vivo el animal desde la última batida.
La herida tenía muchísimo pus y, al cortarle aquello, tuve que sacarle las tripas y las entrañas, porque todo olía como a muerto y la maldad se le iba subiendo para arriba.
Dejé la corza tapada en un zarzal, para recogerla cuando volviera con la yegua.
Cuando llegué al Molino era media tarde y empezó a llover a cántaros. Cogí la yegua y por el arroyo seco adelante tomé para la Zarza al galope tonto. Si me tardo un poco más no mato al venado, allí junto a la era, porque estaba oscuro del todo.
Cuando conseguí ponerlo en la yegua, que no fue ninguna tontera, oigo voces diciendo:
—El tiro ha sido ahí fuera.
Como todavía lloviznaba, enfilé para la montanera, y hasta no verme dentro del quejigal no estuve tranquilo.
El venado se me caía de la yegua y tuve que echarme abajo, arrancar dos hincos del cercado que tenían para los cochinos, y con el mismo alambre hice allí un invento para echar el bicho encima y que la yegua lo llevara arrastrando como si fuera un arado.
Así rodeé por el Pegujal, donde llegué al amanecer. Allí tomé para embocar la vereda del contrabando desde arriba y por la tarde, todavía llovía, dejé el venado cerca de la Caldera.
Con la mojadura no podía dormir y de madrugada volví al Berrocal a por la corza que dejé allí tapada. Olía tan mal, que no me determiné a subirla a la Caldera, sino que me alargué al Molino y dejé la yegua para volverme andando.
Aldavaca llegó con la mula dos días después, venía a por el venado a caso hecho y se puso muy contento de ver que no habíamos fracasado.
Cuando eché cuentas, tenía tres billetes y un buen pico, me dije que Pencho tenía ya de sobra para propinas, y yo un calenturón que me cerraba los ojos. Cómo sería, que volviendo me entró una tiritona tan grandísima que pensé que me iba a morir.
Al acercarme por la cañada oí alborotar a mis perros, que estaban atados en lo de Pablo y, al rato, los debieron soltar porque se me presentaron allí dando botes y lametones.
Reventado del trajín y el catarro, había empezado a quitarme los botos cuando la Encarna se me entró por la puerta, la cerró, y apoyó la espalda contra ella sin decirme nada.
Me daba achare verla allí y yo con un boto fuera y el pie con zumo de mal olor. Ella no decía nada y respiraba deprisa porque se vendría corriendo.
—Ya he vuelto —dije, y ella con su boca cerrada.
Me pensé que si me levantaba para ella, saldría corriendo. Pero ni se movía, ni decía nada.
—Pencho ya tiene para tirarlo en propinas —le dije sin mirarla.
Se me arrimó muy tranquila y como yo estaba refiriendo que su hermano no precisaba los cuartos para nada, me tapó la boca con la mano.
Como hay Dios que no lo digo por pagarme de nada, porque ni entonces, ni ahora que lo estoy contando, se me podía infundir a mí que aquello pudiera pasar.
Yo me quedé como avergonzado, con el catarro, el mal olor del pie y aquel relío de faldas y piernas que armamos. Cuando ella salió del chozo, tuve que pellizcarme para saber que estaba despierto. Ella fue la que lo quiso, ella; pero todo salió mal porque estaba mocita y le hice daño que, por eso, dio la rabotada, se me escurrió, y no llegó a pasar nada.
No fue como en las novelas de fulanas, sino que los dos estábamos avergonzados y se nos salía el corazón por la boca del sofoco y del coraje de no saber.
Antes de salir, se pasó la mano por el pelo y por las faldas y se fue como entró, sin decir una palabra.
A la mañana siguiente, ni me pude levantar del colchón porque el catarro se me agarró a la garganta y ni tragar podía. Como me volvió la tiritona y un calenturón tan grandísimo, Pablo se asustó y corrió a por don Celestino, que me echó unos supositorios para que me pusiera bueno.
Me mandaron la Encarna allí y me hizo patatas a la puercachona, aplastándolas después, para que pudiera pasarlas por las tragaderas sin que me lastimara, porque tenía la garganta fatal. Me metía ella la comida en la boca, igual que si fuera yo una criatura.
Estando en esto, al otro día, me entran los tricornios por la puerta.
—Tú, andando para el cuartelillo.
—¿Qué es lo que pasa con él? —preguntó la Encarna con una cara muy durísima.
—Arriba se lo dirán.
—¿Y cómo lo van a subir arriba? ¿En aeroplano? ¿No ven que lleva una semana sin poderse menear?
—¿Una semana? ¿Y tú, qué haces aquí?
—¿No lo están viendo?
Los guardias se miraban y yo estaba que una se me iba y otra se me venía con los papeles que me hacía la Encarna. Dicen los civiles con cachondeo:
—¿Duermes tú aquí con él?
La Encarna les sacó la lengua:
—¡Hum! —les hizo.
—Bueno, le diremos al cabo lo que hay. ¿Lo vio el médico?
—Todos los días de Dios, por la mañana y por la tarde. Pregúntenle a él.
—Bueno, entonces no te muevas de aquí, que ya te diremos lo que hacemos contigo.
Los civiles salieron para lo de Pablo y la Encarna se fue con ellos. Lo que hubo o no hubo, yo no lo sé, pero por la tarde, la Encarna se trajo ropa y se pasó seis meses durmiendo conmigo. Pencho subió al pueblo en la borrica a avisar a don Celestino, que tomó pesadumbre porque la Encarna lo comprometió.
Cuando se me pasaron los males, me daba muchísimo apuro toparme con Pablo porque la Encarna estaba conmigo, pero la abuela y la madre me decían:
—Ya iba siendo hora, hijo, ya iba siendo hora, que cada cual se busque su apaño y llene su boca por su lado.
Los civiles vinieron dos veces a meter las narices en lo mío, una estando la Encarna y yo en el chozo, otra estando ella sola.
Cuando se hizo embarazada, dijo:
—Ahora te buscas un trabajo como Dios manda y dejas la escopeta.
Decía que nos iríamos al pueblo y que si yo ganaba poco, ella se pondría a servir.
—Ya ves que están todos locos diciendo que han matado al venado de la Zarza, en la mismísima era, que allí vieron sangre. A ti no te han llevado a la cárcel de esta, pero te llevarán de la próxima. Así no se puede vivir.
También dijo que se veían en el vedado reses plomeadas, que Rico se lo contó y a mí no me quiso decir nada. Entonces, me acordé de la corza que yo rematé con la navaja.
Decir cómo fueron aquellos meses que pasó la Encarna conmigo, ni yo mismo sabría. Todas las tonteras que tuve con ella de chico, seguía teniéndolas de grande, porque yo nunca supe cogerme al compás con las mujeres. Dormía con ella, y por la mañana, me daba vergüenza mirarla. De lo único que no me daba vergüenza era de pelear con ella a la cuenta de la cacería. Pasaba apuros de ponerme en calzones blancos delante de ella, de que me preguntara: ¿Y cómo es lo que te entra al verme? ¿Y tú nunca habías estado con otra mujer? Yo, ¿qué iba a decirle? Le decía que sí con la cabeza y ya estaba cortándome el viaje para que le hablara seguido de esto y de lo otro.
Ella era así y no le daba vergüenza de nada, como si toda la vida de Dios hubiera dormido conmigo. Si entraba yo en el chozo y ella estaba medio en pelota o como la parió su madre, se quedaba como si tal cosa.
Todo su celo era que yo le contara dónde guardaba la escopeta. Cuando estábamos así, de jugueteo, daba la rabotada y me decía:
—¡O me lo dices, o te vas a dormir con la escopeta!
—La meto en un boquetón de un pajar, allá arriba en Almafuente.
—¡Mentira!
—Allí la dejo, mujer.
—Pues te vas a acostar con ella ahora mismito.
Siempre me hacía igual, pero yo no se lo decía porque capaz era de dejarme sin arma.
Fue entonces cuando me llamaron a la Zarza.
En el vedado estaban pasando las cosas que no pasaron nunca. Por lo que yo escuchaba, lo del venado que yo maté, no fue ni el primero ni el último de los disgustos que tuvo la guardería. No es que mataran los animales, es que los dejaban lisiados, como la corza que yo rematé.
Para decir verdad, a lo primero ni tenía curiosidad por saber quién me estaba ensuciando el campo, y me calculaba yo que sería algún aficionado probando fortuna.
De gente como nosotros, sólo Nicolás, el de la Zarza, tenía escopeta, pero una vez que tiró un cochino, lo pusieron en lo ancho de la calle, que por eso tenía su casa en el Pegujal.
Lo volvieron a admitir porque sólo él entendía las máquinas del taller y enseñaba a dar barniz.
Fue Rico el que vino y me dijo:
—El amo vino anoche de Sevilla y quiere hablar contigo.
—Le dices que no me has visto.
—Es tontera decirle eso, porque me volverá a mandar.
Total, que me fui con él de muy malísima gana. Si hubiera sido Pablo, le hubiera dicho a Rico que si don Gumersindo quería verme, no tenía más que venirse a lo mío y no mandarme razones. Pero a mí, eso se me ocurrió después, cuando ya estaba en la Zarza.
Don Gumersindo me esperaba en el cuarto grande que queda a la izquierda, según se entra, y al verlo allí, con tanta luz, tantísimo lujo y una cara tan seria, me entró la muerte chiquita. Fue entonces cuando pensé que mejor habría estado charlar con él en lo mío, entre los érganes y los lentiscos, no entre los muebles y las cosas de él.
Antes de hablarme, me estuvo mirando como él mira siempre, se frotó las manos y me sirvió vino de una botella. Me la bebí de un trago y le di las gracias, pero me la volvió a llenar.
—Yo no quiero más, don Gumersindo. No bebo nunca.
—Hoy sí: bebe.
Me la bebí, y a la fuerza, me la volvió a llenar.
—De verdad que no, que yo no tengo costumbre y se lo agradezco como si me la tomara…
—¡Bebe, coño! —dice.
—Es que se me sube en seguida y me dan vomiteras.
Nada, bebe y bebe, y el Manuel me miraba desde la puerta, apoyado en la pata buena. Yo estaba ya que me sentía los vapores en la cara, cuando don Gumersindo dice:
—Tú y yo tenemos que hablar. ¿Eh? ¿Te has enterado? Que tenemos que hablar tú y yo.
Me sirve otra copa y yo estaba ya algo gilocho, pero él debía estar bueno también, porque se habría bebido ya un par de botellas. No es que él estuviera borracho, porque ni con un barril entero bastaba para tumbarlo, pero se le repuntaba una miajita la lengua y tenía cargazón en los ojos. Dice:
—Aquí hay dos cosas que no pueden vivir cada una por su lado: La Zarza y Juan Lobón. ¿Eh? ¿Te enteras de lo que te digo? ¿Eh?
Me volvió a echar vino y como tenía la copa llena se fue al suelo todo.
Se limpia y quiere también limpiarme a mí, pero sigue:
—Como tú eres un hijo de tu madre muy grandísimo, a mí ya me estás dando por aquí —se señala el cuello con el dedo muy estirado—. ¿Tú te enteras? ¿Eh? Por aquí. Por eso no tengo otro remedio que, una de dos: o machacarte como una cucaracha, o ponerte sueldo, ¿eh? ¡Sueldo! Te gusta, ¿eh?
Se bebe dos copas seguidas y, con los ojos un poco atontolinados, me preguntó:
—¿Qué es lo que tienes que decir?
Yo nada dije, ¿para qué? Me sentía como soñando, como si todo aquello fuera verdad y fuera mentira. Allí estaba don Gumersindo, con la nariz como un trompo. Se volvía, alzaba un poco el anca y soltaba un pedo sin hacer caso de mí. Por educación no me reía yo, pero morado de aguantar la risa estaba.
Me suelta:
—Me lastimas el vedado y no puedo colgarte un guarda de la nariz para que me los plomees como al Beltrán y al Meleto. En la era, con cinco guardas, te me llevas un venado que era un perro. ¿Para qué lastimas las reses?
—Usted está confundido, por mi padre.
—Pero, pedazo de mamón. ¿Quién va a entrar a cazar de noche y lloviendo en mi misma puerta sin llamarse Juan Lobón?
—Yo nunca plomeé una res, ¿para qué iba a hacer eso?
Creí que me iba a pegar, pero me hizo beberme la copa que tenía en las manos y me la volvió a llenar. Luego dijo:
—Borrón y cuenta nueva. Te quedas de guarda conmigo, te doy una casa, te doy todos los pájaros y los conejos que hay en el vedado: todos para ti. ¡Ah!, y me dices lo que quieres de sueldo.
Yo lo escuchaba y le veía con los vapores del vino y de la soberbia. Pensaba en mi padre, en mis perros, en las cosas que quería la Encarna. Pero ¡cómo dolía escuchar aquello! No era decir sí o no, era que uno no podía decir nada. Entonces entendí al Goro y entendí lo fácil que se entra uno en la caponera. ¡Hala, con cuartos todo se arregla! No pensaba en lo que me decía don Gumersindo, pensaba en esto y por eso le dije:
—Usted está cabreado conmigo. Usted no me quiere. ¿Y me va a pagar por tenerme a su vera? Otros sirven para guarda, yo no.
—¡Tú, no! —dijo dando un bocinazo muy grandísimo—. ¡Tú, no!
Cómo gritaría que el Manuel dijo:
—¡Mande!
Don Gumersindo lo despachó con una palabrota y se viene para mí, metiéndome las manos por la cara. Me echaba el aliento, pero yo me estaba allí quieto, medio asustado, medio con ganas de reír.
—¿También me vas a pedir explicaciones de lo que hago y de lo que no hago? No, yo no te quiero para nada. Si te traigo aquí y te pago es para tenerte a la vista.
Y me llamó mamón, sacando mucho la quijada para fuera:
—¡Mamón! —decía—. Mamón, eso es lo que eres tú.
Como lo decía así, a mí me entró la risa, y entonces dice:
—Ya lo sabes: ahí está la guardería y ahora te vas con viento fresco. ¡Largo, largo de aquí donde yo ni te vea!
Lo dijo así, tan de hombre a hombre, que yo le di las buenas noches para salirme, pero, al tiempo que me volvía, me tiró una patada que no me dio porque le enganché el pie.
Yo estaba medio gilocho por las copas y, en lugar de cabrearme, me entró la risa y le tiraba del pie para arriba, mientras Manuel, el de la Médica, se estaba allí mirando cómo su amo pegaba cojetadas, como él, para no caerse.
—¡Eh, suelta, sueltaaa!
Yo ¡qué iba a soltar!, hasta la puerta lo llevé, y cuanto más burreaba él, más risa me entraba a mí. Cuando lo solté aquello no era boca de los disparates que me dijo.
El Manuel se hacía cruces y ni se atrevía a arrimarse al bulto, pues a lo último, a cada cosa que don Gumersindo me decía, yo le soltaba otra:
—¡Yo soy el guarda Juan Lobón! ¡Díselo a tu madre, Manuel, a ver si me cura! ¡Juan Lobón el guarda! —Y le tiraba cortes de manga al Manuel y a don Gumersindo.
Me salí para afuera sin parar de dar voces:
—¡Busca muertos de hambre, don Gumersindo! ¡Busca castrones que es lo que siempre da buena cosecha! ¡Toma guardería, toma conejos y pájaros, toma casa en la Zarza!
Revoleaba yo el brazo de acá para allá y escuchaba al Manuel decirle a su amo que me había caído malamente el vino.
Anduve como un trompo, dando voces y botes, sin importarme que Vitilo, la Sara, el Rafael y toda la Zarza, asomaran las carotas a las puertas para ver qué pasaba.
—¡Toma, Vitilo! ¡Tiene uno el forro tan duro que no hay navaja de castrador que me haga hembra!
Se me juntaron los chiquillos porque había alegría y allí íbamos en procesión, yo tirando cortes de manga, para todo y para todos, y ellos haciendo lo propio mientras los perros ladraban.
—¡Buena la llevas, Juan! —me dijo Rico.
—¡Toma, Rico, para tus mulas, que os vayan dando a todos!
Así dejé la Zarza, con muchísimo calor en la cara y frío por el cuerpo. Cuando llegué a lo mío me entró como pesadumbre y no sé si del vino o de qué, al verme junto a la Encarna me eché a llorar.
Al día siguiente vino Tocino, el recovero, y me dijo:
—Anda, sube al pueblo que a tu hermano lo van a poner preso.
—¿Qué dices tú?
—Que el maestro de obras ha ido donde el juez y, como no va a pagar, le quitan el güichi y encima lo meten preso. Entonces le dije a la Encarna:
—Dame todos los cuartos que te queden.
—¡Vaya! Y nosotros, ¿qué? ¿Nos quedamos sin nada?
—Sin nada no, yo todavía no estoy manco.
—Pero el Pepe puede arreglarse con la mitad y si no le llega, ¡qué se le va a hacer! No vamos a quedarnos sin un cuarto porque a él se le encapriche.
—Se lo damos todo y si es poco, poco será, pero no la mitad.
La Encarna se puso de muy mal humor.
—Tuyo es y haces con ello lo que quieras, pero al Pepe lo que le daba yo era un sartenazo, que hay que ver la Carmen, sus zapatos de brillo y su armario de luna, refrotándote el lujo por las narices.
—Eso, allá ella.
Subí al pueblo y le di a la Carmen dos billetes de a mil, tres de a cien y cuarenta y dos pesetas.
—Esto se lo das al Pepe en su mano, ¿te enteras?
Sale de allí para el cuartelillo y yo me quedo en el güichi muy enfadado, porque, encima, quería que yo despachara si venía alguien. Estuvo más de una hora fuera y no volvió sola, sino con el guardia Cuenca y el Molino.
Dice el guardia:
—¿De dónde has sacado esos cuartos?
—Del bolsillo.
—A mí eso no me importa, pero allí está apuntado en el cuartelillo que tú eres el que pagó un cacho de lo que debe tu hermano.
—Y eso ¿qué? ¿Es que eso es malo?
El Molino dice:
—¿A ti no te han dado razón que vayas a la Zarza?
—A mí no, ya fui ayer.
—Eso ya lo sé, que menuda la armaste. Si yo fuera el amo, a ti te iba a dar yo fuerte.
El Molino era una miajita de nada, quiso ser torero, y si galleaba era porque estaba delante el guardia.
—Si tú fueras el amo, te iba a dar sólo media cachetada para que te vinieras con humos.
Se le cambió el color y yo entendí por qué no había sido torero, porque de boca tenía mucho, pero de valor poco.
Pero estando allí peleando, viene la camioneta de la Zarza y Paco, el otro hijo de la Médica, me dice:
—Hombre, que me llegué a lo tuyo y me dijo la Encarna que habías subido al pueblo. El amo quiere verte.
—¿Otra vez?
—Tienes que venir sin más remedio.
Me subí a la camioneta y el Molino se subió también, pero yo me fui delante y a él lo mandé detrás, donde echaban los cochinos y los sacos.
En el camino le dije al Paco lo que me había pasado con el Molino y el Paco me dijo:
—Ese es un angelito y le debías haber roto la cabeza. Vino aquí porque su hermana salió con una barriga del amo, no por otra cosa. El se cree que es esto y lo otro, aunque su hermana ya está casada y le han puesto un puesto de verduras en el mercado, allá en Sevilla. ¡Un muerto de hambre es lo que es!
Cuando llegamos a la Zarza me entraron con don Gumersindo, a mí y al Molino.
Todos los guardas estaban allí, muy callados, y fue el amo el que me preguntó:
—¿Se te pasó la borrachera? Bueno, pues firma aquí.
—¿Qué es esto?
—Tú firma, es tu contrato.
—Usted está equivocado, don Gumersindo, yo no sirvo para ser guarda.
—Y ¿quién ha dicho que vayas a ser guarda? ¿Guarda tú? Lo que vas a hacer es irte hoy mismo con don José Manuel, que es tan amigo tuyo. Te vas a lo de Badajoz con él y tu jornal corre de mi cuenta. ¿Te enteras? Firma aquí.
—Yo no firmo eso, no señor.
—¡Trae acá la pezuña si es que no sabes firmar! —dijo tomándome la mano.
—Yo sí que sé firmar, pero como no soy conforme con marcharme, no firmo.
Entonces, se me encara, y en lugar de decirme nada, me pegó en toda la boca.
Yo no sé lo que hice, porque se me echaron todos encima y el pobre Felipe rodó por el suelo, porque trinqué al Molino del sobaco y empezó a gritar como un cochino.
Don Gumersindo también se puso nervioso y gritaba:
—¡Los cartuchos, los cartuchos! ¡Trae acá los cartuchos! —y tenía una escopeta entre las manos.
De no ser por el Rafael, yo no sé lo que habría pasado allí. Se fue para el amo y le quitó la escopeta por la fuerza, al Molino le dio un viaje y ayudó a levantarse al pobre Felipe.
—Pero ¿qué es esto, señores? —decía—. Esto no es así, no señor, esto no es así.
Rico y el Manuel estaban asustados, con la mismísima cara que se le pone a una gallina echada en huevos. Don Gumersindo medio se mareó y tuvo que sentarse y a mí me sacó el Rafael de allí. Estaba tan soliviantado como yo, por eso me dijo:
—No se llama a un hombre a la casa de uno para esto, las cosas como son.
También me dijo que yo me había portado muy bien, que había sabido aguantarme, aunque a todos se le infundió que si le tiraba un viaje al amo, lo desgraciaba.
—Yo no debía decirte esto, pero el amo lleva una temporada que se apipa de vino y no está en lo que tiene que estar. Por eso, ve donde el cuartelillo y le dices al cabo lo que ha pasado aquí. ¿Te enteras? Mejor es que lo sepan por ti, no sea que luego se te ocurra tomarte la justicia por tu mano, o se le ocurra al amo inventar algo. Yo no debía decírtelo, pero puedo ser tu padre y nunca me pensé que pudieras tener razón. Ahora la tienes.
Lo dijo con tanto sentimiento que me dio pena del Rafael y hasta tentado estuve de decirle que me perdonara por la noche tan malísima que le di cuando estuvo velando al lado del cochino, allá en la Caldera. Aquel día, para el Rafael, yo era un hombre, no una fiera.
Le hice caso y subí donde el cabo.
—Ha pasado esto y esto —le dije.
—Todo lo malo que te pasa lo tienes ganado a pulso —me dijo—. Pero lo que me has dicho se lo contaré al Jefe de Línea que está en el pueblo, por si quiere hablar contigo.
El teniente estaba en el bar y como estuvo mucho rato hablando con el cabo, y me miraban, terminé por arrimarme a ellos. Escuché cómo el teniente decía:
—Estoy hasta el pelo de caciques.
Y eso no lo decía por mí, sino por don Gumersindo. Luego me llamó.
—¿Es verdad que cuando estaban los del monte tú llevabas los cuartos a la Zarza y cazabas para la gente de allí?
—Es verdad, pregúntele al Clemente, que es el que me mandaba.
—Entonces estabas como trabajando allí, ¿no?
—No, señor, les hacía el favor y nada más.
—¿No te pagaban?
—¿Pagar? Yo cazaba allí y eso era todo.
—¿Y por qué no quieres entrar de guarda?
—¿Cree usted que me quieren allí de guarda ni de nada? El achaque era lo de la guardería, pero para mandarme a Badajoz. Si me quiere con él ¿por qué me pega? Si usted quiere que alguien le haga un favor, ¿le pega usted?
El cabo y el teniente se estuvieron riendo con lo que yo les decía, pero de sobra entendía yo que eran los dos conformes conmigo.
Aquella misma noche subí al vedado y estuve allí tres días.
Al Volver no le dije a la Encarna ni una palabra de lo que me había pasado y tuve como un pesar de no decírselo, pero yo sabía que a ella sólo le iba a servir de berrinche.
Como yo de amoríos nunca supe hablar, sólo le contaba del monte, de las cabras, del cambio de pelo de los corzos y del mérito que tenía el desmogue. Ella se ponía mustia:
—De eso es de lo único que sabes hablar seguido, porque es lo único que tú quieres.
Estaba sentida conmigo y estaba sentida con Pencho, pues en el sanatorio, donde lo llevaron, no paraban de darle las quejas a don Celestino a la cuenta que echaba mano a las mozas que lo curaban y las monjas estaban soliviantadas. No lo pusieron en lo ancho de la calle, porque estaba muy malo.
—Mejor que Pencho no lo hay —decía Encarna—, pero el que no lo conoce, no sabe llevarle su genio.
Pero Pencho se tapaba en sus males, como don Gumersindo en los cuartos y don Senén en las leyes. Así iban los tres a su avío, debajo de la capa, sin dar la cara. Nada de esto le decía yo a la Encarna, ¿para qué?
La madre y la abuela venían a lo mío, se sentaban junto a la puerta y allí se estaban como dos cuervos. Alguna vez la abuela me soltaba:
—Y tú y la Encarna ¿qué es lo que pensáis?
—¿Qué vamos a pensar?
—No, si él lo tiene ya todo pensado. ¿No lo veis? —les decía la Encarna.
Las viejas llevaban cuenta del dinero que la Encarna llevaba o no llevaba en la pechuga, tocaban la chaqueta de piel que me regalaron los parientes de don José Manuel y decían:
—Esta sí que le vendría bien a Pencho, que la criatura está desnuda.
Cuando se iban, corría el aire dentro del chozo.
Con estas cosas, la Encama, tan pronto estaba como unas castañuelas como se me ponía mustia, con la miradita brocha y mandándome a dormir con la escopeta. Vez que venían las viejas, vez que tenía yo disgusto, porque la calentaban y la ponían de mal humor pidiéndole cuartos y revolviéndola contra mí.
—Con las carnes tan bonitas que tú tienes. ¿Te vas a enterrar aquí con éste, habiendo tantísimo hombre por el mundo? Anda y vete a la Zarza que mejor cuenta te saldrá —le decía la abuela.
—De ir a la iglesia sin dejar la escopeta, ni hablar —decía la madre.
Así me la pusieron que casi loqueaba porque en su casa había hambre y me decía que la abuela capaz era de meterla de fulana con tal de sacarle los cuartos. Yo no me determinaba a decirle estas cosas a Pablo, porque capaz era también de matar a su suegra. Lo que arrimaba la Encarna, no se quedaba en el puchero, sino que la abuela se lo mandaba a Pencho y la madre decía que de aquella forma no se zurcían los rotos. Yo nunca le dije a la Encarna que no les diera, como yo daba a mi hermano, pero vez que les daba algo, vez que me lo contaba llorando como si me lo hubiera robado y me daba muchos besos.
Con estas cosas tomó endeblez porque estaba preñada y todo se le juntó. Empezó vomitando y luego le salieron habones en la boca y, una noche, le entró una fatiga tan grandísima que yo pensé que se me moría. Lloraba como una criatura y no paraba de repetirme:
—Deja la escopeta, Juan, que esos son todos los males que yo tengo. Mejor que nunca juntes dinero y estén todos echando cuenta de cómo te los van a sacar.
A mí no me salía decirle que no era la escopeta, sino la abuela quien ponía veneno en todo. La achuchaban contra mí para que les diera más cuartos, no para que dejara la escopeta, pues aunque mentaban eso, era un achaque.
La Encarna era una criatura y sólo entendía las palabras liantas que ellas le decían:
—Que deje la escopeta, que deje la escopeta.
Decían eso para que ella les tapara la boca dándoles cuartos y más cuartos, para que supieran que yo me sabía ganar la vida.
Así vino a pasar que una noche se me quedó fría, traspuesta y chorreandito un sudor que parecía nieve. Le calenté un poco de café, pero cada vez estaba más fría y más blanca. Había un ventarrón con lluvia tan grandísimo que yo no atinaba con lo que podía hacer, hasta que la Virgen Santísima me puso a don Celestino en la cabeza. Pensar en don Celestino y salir corriendo por la cañada, todo fue lo mismo. Corrí, cortando para la Casa de Postas, venga de rezar para que la Encarna no se muriera allí sólita, con una angustia, unos chorros de humo en las narices y una prisa, que me subí toda la cuesta de un tirón. Al ir para arriba me empujaba el viento, pero como llovía tantísimo, se me entró el agua por el cogote y me chorreaba por la espalda hasta los calcetines.
Los manotazos que di en la puerta despertaron a don Celestino y a todos los vecinos que se asomaban detrás de los cristales a ver qué pasaba.
Hay gente buena, pero nadie como don Celestino. Abrió, me vio, se echó una ropa de agua encima de las espaldas y me dio la llave de la cochera.
—Abre ahí, que voy por el maletín y a ponerme los botos.
Bajamos por la carretera y no se atrevió a entrar por la cañada para que las ruedas no cogieran pergaña y termináramos atollados.
—Yo le llevo a borricate de aquí a lo mío —le dije.
—No digas tonteras, vamos.
—Yo me echo la mula y un venado a las espaldas. ¿Por qué no lo voy a llevar yo?
—Mala comparación, Juan.
Así tomamos al paso de él, y yo, para ir más de prisa, me adelantaba y me volvía para atrás. Más de hora y media echamos en la cañada sin abrir la boca y el pobre viejo, con su ropa de agua, escurriéndose y sin dejarme que lo llevara.
Al entrar en el chozo y ver a la Encarna se quedó como asustado, pero nada dijo.
Si tendrá mérito don Celestino, que sin saber lo que se iba a encontrar, se trajo en la cartera la inyección que tenía que echarle a la Encarna y se la echó. Dijo que podía abortar porque tenía sangre y se estuvo con nosotros hasta que escampó y a ella le entró el calor.
Nunca he querido más a un hombre, ni nunca lo volveré a querer más. La Encarna tenía sus ahorritos de lo que me dieron los del contrabando, después que el Pepe y la abuela y la madre nos secaron. Los cogí todos y quise dárselos a don Celestino, pero me dijo:
—¡Quita, tonto, quita!
—Aquí hay cuartos, más que voy a tener, y todos son para usted.
Me cogió el cuello y me dio dos cachetadas, bromeando, porque decía que me vio nacer y yo era como un lagarto.
Entonces, como comprendí que no podía pagarle ni con dinero ni con nada del mundo, me entró congoja. Por eso hice como las hembras y me abracé a su cuello y empecé a darle besos que hasta la barba se la notaba en la boca. Se le pusieron a él también los ojillos aguanosos y sólo decía:
—Hijo mío, hijo mío.
Y yo sé que se acordaba del que le mataron los del monte.
Por allí pasaron Miguel, Rico y la Manuela, la Carmen y Pepe mi hermano, el Goro, don Cosme y todo dios. Hasta de la Zarza mandaron a preguntar de parte del amo y se presentó allí la Sara, que nunca salía de casa, porque se corrió que la Encarna estuvo a la muerte y que vivía conmigo.
El cabo de los civiles también fue y tuvo gracia porque se trajo seis latas de leche condensada de contrabando y me dijo:
—Como a ti ya te di las tortas, que ahora ella se tome la leche.
Esto fue así porque a Pablo lo quería todo el mundo, aunque fuera cazador y aunque lo metieran preso y le dieran cachetadas a cada paso. El mérito de Pablo siempre fue la gracia que tuvo para todo el mundo, menos para su suegra.
Cuando la Encarna salió de cuidado, yo no la dejaba levantar del colchón porque seguía con los habones en la boca, y don Celestino le echaba inyecciones para bajárselos. Era una maldad de la vitamina, que queda en lo seco, así junto a la boca que por eso se le hinchaba.
Como yo le daba de comer, como ella hizo conmigo cuando yo me puse los supositorios, le entraba el mimo y me hablaba a la media lengua. Pero el día que se levantó, me dice:
—Yo me voy donde padre.
—¿Y eso? ¿Qué te falta aquí?
—Aquí nada, pero me voy con padre. A él no puedo quitarlo de la cacería, pero su casa es la suya. En la mía no quiero sobresalto.
Lo decía sin enfado, como hablando con una amiga.
—No digas más tonteras. Lo que tenemos que hacer es lo que dijo el párroco: subir a la iglesia antes de que estés más abultada.
—Tiempo habrá de subir cuando tú te desengañes. Aunque ya sé que trabajo tengo con esperar que la dejes. Me contaron lo que pasó en la Zarza, por eso me voy.
—¿Por eso?
—Bien que te lo callaste.
—Por no darte disgusto.
—¡Tampoco eres tú tonto! ¿A quién le han ofrecido lo que a ti? ¡Se necesita poca cabeza, madre mía!
—¿Qué me daban a mí que fuera del otro mundo? ¿Qué?
—Tu casa, tu jornal y hasta tu cacería si es que no sabes pasarte sin eso.
—Todo eso lo tengo yo ya, sin que me lo dé don Gumersindo, y desde que nací lo tenía.
—¡No digo yo! ¿Tenías una casa, tenías un jornal, tenías los pájaros y los conejos de la Zarza? Lo que tú tenías eran muchísimas fatigas que pasar.
—Esto es mi casa. Jornal el que me gano: si quiero más, más; si menos, menos. Y los pájaros y los conejos de la Zarza ahí están, me los den o no, que para ser míos tengo que trincarlos primero: igual que ahora.
—No, si tú, tocante a la cacería, para todo tienes respuesta. Para ti que don Gumersindo no te daba nada. ¿Cuántos dirían que no? ¿Cuántos?
—Yo también me encandilé, no te creas que no, pero ¿para qué me quería él allí? Cuando te ojean para un lado es porque las escopetas están allí.
—Sí, eso, a ti te iban a comer en la Zarza.
—Mira si no lo que pasó el otro día: a Badajoz me querían mandar. ¿O no te contaron eso?
—De sobra sé lo que pasó y lo que no pasó, pero que tú no tienes arreglo. El pobre tiene que tragar, eso es lo que a ti no te entra. Hay que tener un jornal y no vivir como las fieras.
—Sí, y con el jornal ya tienes el hierro metido entre los dientes. En cuanto te pagan, te tienen de la boca y manda la ley del que paga. Mientras ande a mi aire, la que manda es la ley antigua, la de antes.
—Y eso, ¿qué es? A mí eso nada me importa, que bien que lo fastidiaste todo para los restos. Ya podíamos estar tan ricamente allí en la Zarza.
Estaba medio llorando, medio enfadada, medio tranquila, como si ya no le importara la conversación. Le dije:
—En la Zarza hay muchísimo personal y todos le comen en la mano a don Gumersindo. A ninguno le han ofrecido que pida por esa boca. Si a mí me lo ofrecen, digo yo, que algo tendré que lo vale.
—El miedo que te tienen, eso.
—Pues metido allí se acaba el miedo. Al gandano se le ponen sardinas en el cepo, pero como muerda, ya sabes lo que le espera.
—Pues por eso me voy con padre.
Así se marchó.
Yo no me casé con la Encarna porque estaba ya casado con la cacería, no porque yo no quisiera ir a la iglesia, que sí que quise. Ella no era conforme con mi vida y, como no era conforme con mi vida, no era conforme conmigo.
Si alguna vez me dolió no ser como los otros fue entonces, pues llega uno a necesitar tener la mujer al lado, y pasar por sus caprichos, para tenerla y hacerse viejo junto a ella.
Yo nunca tuve gracia para las mujeres, ni les supe bailar el son, y, cuando ya lo tenía todo hecho, no me acompañó la suerte.
Por eso ella se fue, porque me dijo que nada de lo mío le importaba y que se iba donde su padre.
Al irse la Encarna me entró muchísima pesadumbre y ni ganas tenía de salir al campo, como si los malos tragos se me hubieran entrado por el cañón de la escopeta.
Mucho tiempo estuve sin cazar para mí, sino que me iba por ahí con los madrileños, con don Vidal y don José Manuel y muchísimos señores que me buscaban, unos por otros.
Pinté muchísimo la mona por todos lados y hasta estuve en la laguna dos semanas enteras con un señor de otro país que no el nuestro, a las nutrias.
Me faltaba algo y me acordaba de cuando era chico y padre me veía en lo alto de las piedras, asustado:
—Si has subido ahí solo, baja.
No me tenía que dejar gastar, y muchas veces notaba el callo en el corazón. Yo nunca me divertí cazando, ni jugué a echar el rato. Si me gustaba ir tras los bichos, era porque ahí estaba mi vida, porque, de suyo, en eso nací y todos los días me encendía el celo, cavilando, aprendiendo el monte y los animales. Si hubiera nacido para guarda, mi celo pondría en la guardería para estar encendido en ella. Trincar una cabra era un dinero y un gusto de hacerlo bien.
Fue entonces cuando por primera vez escribí a mi tocayo, el cura hermano de mi capitán, y le conté lo que me pasó con la Encarna.
A los pocos días me contestó diciéndome que me casara antes de que naciera el crío y que me mandaba un regalo que él sabía que me iba a alegrar.
Claro que me alegró, porque a los diez o doce días me llegaron diez saquitos iguales con diez kilos de munición en cada uno. Me lo vino a decir el párroco del pueblo.
—Me han mandado que te dé un encargo, pero yo no sé, no sé… Esto yo no sé si yo debo dártelo.
—Eso habrá sido mi tocayo. ¿Es que es malo?
Me dijo que eran perdigones de todas clases y que él tenía apuro de darme aquello porque yo había plomeado al Beltrán y al Meleto.
—No se apure usted, padre, que esos ya cataron el gusto y nadie repite de ese plato.
No se quedó tranquilo, no, y me dio los diez sacos a regañadientes, diciendo:
—Esto es un compromiso, un compromiso muy grande. ¡Bendito sea Dios!
El plomo lo dejé donde mi hermano Pepe, porque era demasiado goloso para llevarlo a lo mío donde cualquier chivato podía meter las narices.