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He dicho que fue Pepe, mi hermano, el que me crió. Al Pepe le sigo yo, después vinieron los mellizos, de los que apenas si me acuerdo.

Padre hizo una choza en la cañada que linda con lo Romeral, más abajo de la umbría de la Casa del Fraile, después de trasponer como media legua el ventorrillo de Miguel.

Una noche que había un norte muy frío, madre encendió el anafe para caldear la choza y de no ser por Pepe, que me sacó ahogadito, allí me habría quemado con toda la familia. Sólo nosotros dos quedamos vivos.

Al Pepe lo tuvo madre antes de casarse y me lleva ocho años justos, pues los dos nacimos la Nochebuena. Como yo de muchas cosas no puedo acordarme, porque era chico, creo que las sé de oírselas referir al Pepe y al Goro, que era amigo de padre.

En la boda de los padres estuvo Pepe y siempre lo dice a la cuenta que fue la primera vez que subió en un auto. Dice que el cura de la Zarza vino a padre y le dijo:

—José, hay que casarse.

Padre no se hizo de rogar, que no lo había hecho antes por falta de lugar, pues ir al pueblo a arreglar los papeles eran días perdidos.

Total, que el cura se lo arregló todo y vinieron en el auto de la señora, la abuela de don Gumersindo, doña Petra, y se casaron en la ermita de la Zarza.

Pepe tiene en el güichi una fotografía de la boda, con la vieja que entonces tenía más de cien años, su hijo don Javier que era el padre de don Gumersindo, padre y madre.

Madre parece que era poquita cosa, feúcha, con el pelo muy estirado. Servía en la Zarza cuando padre la conoció.

Hay familias que siempre andan igual, peleando por las mismas cosas. Abuelo trajo a caldo a doña Petra, que era un asco, pues impedida como estaba, ni en la Zarza, ni en el pueblo, se movía una hoja sin que ella lo mandara. Abuela estaba sirviendo con ella y abuelo le hizo a padre estando ella allí, que por eso creció en la Zarza.

Doña Petra dijo que como abuelo traspusiera la linde le dieran una perdigonada, pues le cayó malamente que dejara preñada a abuela sin conocimiento suyo.

Entonces, el vedado empezaba en la Zarza, y a lo ancho llegaba desde el torno del río a los Barrancos, subiendo a lo largo la enfrentada de la sierra hasta poco más acá de las Cabezas, que le dicen, donde empiezan los canchos.

La parte de la Peña no era del vedado, pero las reses tenían ya allí el corredero y abuelo se subía allá y hacía escarnios, matando corzos y cochinos, y haciendo tomar a doña Petra unos berrinches que tiraba bocados.

Abuela y padre vivían en la Zarza y tenían que verse con abuelo a escondidas hasta que abuela se murió de un dolor. Por eso padre no llevaba el apellido de abuelo, Perea, sino el de abuela, Lobón, pues la vieja ni les dio lugar a casarse.

El padre de don Gumersindo era unos seis años más grande que abuelo y, viejo ya, andaba como un muchacho escondiéndose de su madre, doña Petra, porque le llevaba cuenta de si gastaba o no gastaba.

A padre también lo traía y lo llevaba y lo enseñó a leer y a escribir y le daba unos tirones de orejas que se las ponía como sopladores. Cuando hacía algo que no le gustaba a ella, lo hacía dormir al relente o lo purgaba. Por eso, abuelo, muchas veces se lo llevaba con él cosa de una semana y padre disfrutaba del monte hasta que los civiles subían a buscarlo y abuelo tenía que esconderse.

Doña Petra, que tenía a abuelo sentado en el estómago, lo metió preso por furtivo, lió las cosas para que no le dejaran volver por nuestro pueblo, pero no se salió con la suya.

A padre le tiraba abuelo y vez que lo volvían a la Zarza, vez que volvía a escaparse. Una vez, les dijo a los civiles que no quería volver donde la vieja porque olía a meados. Ella que lo supo, al toparse con padre, le dijo:

—Que tú llegues a mi edad oliendo a pis y no a muerto.

Cuando la vieja se postró, don Javier estaba en Málaga y padre subía a diario a la Zarza a distraerla leyéndole historias de amoríos y de reinas que a ella le gustaban. Doña Petra no podía remediar tenerle apego a padre porque lo había manoseado de chico, pero al tiempo que lo quería por eso le daba rabia que se pareciera a abuelo y le gustara más andar con la escopeta que estarse en la Zarza a que lo mandaran.

El, que iba allí de suyo y sin interés, porque junto a la vieja nadie paraba y le daba lástima, todos los días tenía que oírle la misma despedida:

—Haces bien en venir porque así pagas algo, por lo que hice por ti. Pero no te pienses que te voy a dejar la herencia porque vengas a leer.

Así era ella de porruda y de atascada, que hubiera sido buena con una poca menos soberbia y una poca menos mala lengua.

Como la vieja iba a peor, don Javier se vino de Málaga con su mujer y su hijo, don Gumersindo, que ya era hombre, y con ellos, de criada, vino madre que era de Ardales, un pueblo que queda por detrás de la sierra.

Estas cosas nadie puede saber cómo fueron. Padre fue a la Zarza como iba él siempre, asunto de la vieja, y vio a madre. Como era bien parecido, pasó como con abuela, no sé, quizá volviera alguna otra vez; la cosa es que madre dejó a don Javier en la Zarza, a la cuenta del embarazo, y se bajó con padre a la cañada.

La que armó la vieja dicen que fue sonada. Mandó una tartana llena de tíos para volver a madre a la Zarza y padre dijo que al que le pusiera a ella un dedo encima, lo rajaba. Como los tenía bien puestos, la tartana volvió con la misma gente que trajo.

Lo mismo que con abuelo pasó con padre, que doña Petra sólo tenía salud para buscarles la ruina y, si estaba con una fatiga y escuchaba el nombre de Lobón, se le pasaba todo para ver cómo hacía daño.

La vieja no murió de aquella, que yo recuerdo todavía haberla visto luego, el día que abuelo murió, subida en el pipi-leches ese que todavía anda en la Zarza con las ruedas como una bicicleta y un caballo muy ligero. Lo llevaba el Felipe y ella allí, con un velo negro, y la cara muy seria, echando cuenta de quién iba y quién no iba al entierro.

Yo no sé cuantos años vivió, pero un disparate de años debió ser cuando para decir que alguien es muy viejo, la gente dice:

«Anda, que es más viejo que doña Petra».

Total, que desde que madre salió de la Zarza, padre no volvió a poner los pies allí, en la casa, hasta la boda, y terminada la boda, adiós, adiós, hasta que la vieja murió de vieja que era.

A lo que yo recuerdo, padre salía todas la mañanitas antes de salir el sol a lo que hubiera, según temporada, pero casi siempre a los conejos.

Lo primero que hacía, en calzones blancos, traía un balde de agua del pozo hondo que hace el arroyo de Chotacabras, se quedaba en pelota de cintura para arriba y se lavoteaba a gusto, en verano y en invierno. Recuerdo que tenía la carne muy blanca y se le marcaba, como teñido, un paño oscuro en las muñecas y el cuello donde le daba el sol.

A la luz del candil, daba gusto verlo mojado, brillante como un santo de la iglesia, mientras se juntaba el olor a jabón con el del café que calentaba madre.

Aquello daba gloria, porque donde estaba padre uno no podía tener miedo.

En la choza sólo él y yo hacíamos ruido. Madre y el Pepe, de suyo, tenían la sangre más cavilosa y hacían lo que tenían que hacer más porque era obligación que porque era alegría.

Padre, más que un hombre como todos, era todos los hombres juntos. Si reía, nadie reía como él; si te daba lección, aprendías lo que con nadie; si alguien necesitaba que le curaran un perro, le arreglaran un arado, le apañaran un chozo, una mesa o le escribieran una carta, allí estaba él. Todo lo sabía, todo lo arreglaba, contaba unas historias que te embobabas escuchándole. Tocaba la guitarra, las pesadumbres de los demás eran sus pesadumbres y nunca estaba triste.

Con el Pepe, a veces, tomaba desengaño a la cuenta de la cacería porque no conseguía encenderlo. Era ya un muchachón y lo llevaba de compañero, lo hacía todo bien, pero con cuajo, sin poner sangre ni vida. Era yo un mocoso y padre me lo decía:

—El Pepe no le tiene afición. ¡Qué se va a hacer!

Conmigo sí, conmigo se gloriaba de llevarme de estorbo y cuando me arañaba las patas o me veía en lo alto de las piedras, a pique de romperme los morros, nunca me ayudaba.

—Si has subido ahí, baja —me decía.

Madre, alguna vez, le echó cuentas de que yo era muy chico y me iba a desgraciar metiéndome por los apretados, pero él se reía y me subía en sus rodillas porque encontraba en mí lo que en muchos años había buscado en mi hermano Pepe.

—Este, va a ser un Lobón cruzado con podenco —le decía a madre para que no cavilara. Y ella le decía:

—¡Buenos estáis los dos!

En la choza siempre se hacían las mismas cosas a la misma hora y si, por sí o por no, había cualquier cambio, padre se ponía serio.

Si él volvía tarde y el Pepe no me había dado lección, aunque yo estuviera en siete sueños, me despertaba para darla.

Nunca nos pegaba, ni a nosotros ni a madre, pero una cosa mal hecha había que deshacerla y volverla a empezar.

Cuando nos llevaba con él, nos ponía por delante y si al pasar por un lentisco, donde estaba encamado un conejo, se nos pasaba, no nos dejaba beber agua hasta la hora de comer. Otras veces iba él delante, veía el conejo y seguía de largo para ver qué hacíamos.

Como tenía aquellas cosas, si uno veía el conejo que él no había visto, no bebía hasta la hora de comer aunque tuviera la boca seca. Decía:

—Mi padre me enseñó que los ojos quieren agua dentro para estar contentos. Por eso cuando se llora sueltan a chorros. Con la sed se espabilan y aprenden a mirar y a ver lo que hay que ver.

Luego se traía una retahila como para cantarla que el Goro también la dice:

«Si el conejo está en la mata

contra el viento siempre escapa.

Si te oyó con disimulo

le puso al ruido el culo.

Y si el culo tiene blanco

muerto está si no eres manco».

Una vez todas las lunas pasaba unos días en la Peña, a las reses y los cochinos, aunque los venados no solía tirarlos porque había pocos y un bicho tan grande daba más trabajo que arreglo. También andaba el fondo de la sierra, que entonces no era del vedado, y, cuando muerta la vieja se enfadó con don Javier, metió mano en la Zarza, el Berrocal, y los Barrancos.

En un limpio, padre se achantaba a veinte pasos de uno y hacía falta música para verlo. Como no dijera: «aquí estoy», pensabas que se había vuelto espíritu. El decía:

—Se ve lo que se mueve, lo que recorta: lo blanco de la cara, de las manos, y lo que no está en su sitio. Apunta con el sombrero al que te puede ver, busca tu sitio como lo buscan las piedras, guarda las manos y que se examinen para verte.

Muchas veces, al tonteo, íbamos escondiéndonos el uno del otro en los entrepanes, los cardillos de la uva o el pastizal, porque eso enseña a taparse sin aguardo y es bueno para toda clase de cacería y para disimular con los guardas.

A lo último, si nos llevaba a los dos, al Pepe y a mí, había que andar lo que él, subir donde él, beber con él. No valía ser chico, ni estar reventado, ni perder las alpargatas o que el charco de agua tuviera un cagajón enmedio.

Yo acompañaba a padre porque me gustaba, pero más como reclamo para que el Pepe tomara achares conmigo y se encendiera. Pero el Pepe ni por esas se encandilaba.

Cazando con padre todo tenía sentido, encontraba sólo lo que buscaba porque lo buscaba bien. También se aprendía a ver a otro cazador antes que el otro lo viera a uno para ahorrarse patear lo baldiado, a ver el resuello de la liebre encamada por encima de las jaras blanqueadas del rocío, a calar un volar de pájaros, si van aciscados por hombre, vaca, o por su aire.

En la Zarza, si la guardería daba la lata, tomábamos viaje a los escobones de la linde y poníamos un cartucho en el suelo con una mecha encendida que duraba el rato que se quería, con tal de ponerla más o menos larga.

Estas mechas las sacaba padre de la gente de la carretera, que las ponían a los petardos de desmontar la cantera.

Después, tomábamos para arriba a ochenta, dejando un polverío como las cabras, y seguíamos subiendo cuando sonaba el tiro, abajo, llamando al guarda a la linde.

He dicho que padre, en lo suyo, lo sabía todo: de la codorniz a la avutarda y del conejo al venado. Era el mejor, más honrado que nadie, muy de los suyos y de los demás, sin tuyo ni mío. Eso sí, el que se la hacía se la pagaba.

Cuando doña Petra murió, don Javier, que era ya muy viejo, hizo con padre lo mismo que la vieja hizo con abuelo y lo mismo que don Gumersindo ha hecho conmigo: meterlo en la cárcel.

Gracioso fue que lo volvió a sacar al otro día por asunto que iban a batir allá en el Tomellar y alguien dijo que padre tenía que ir.

La culpa fue de un chivato, pues a padre no nació quien lo trincara en el monte.

Pasaba que la caza mayor nunca ha sido fácil de colocar. Los ventorrillos les sacan poco avío porque gente como nosotros que no gasta comer vacuno y borrego, por lo caro que cuesta, no se va a encaprichar con un corzo o un jabato. Llevarlo a la Casa de Postas o al pueblo, tan encima, tampoco fue nunca plan, porque el que lo come lo charla y siempre se acaba sabiendo quién lo llevó.

Más que por la carne, los machos con puntas tenían salida, de tarde en tarde, para uno que los pedía para hacer adornos y pagaba por la cornamenta lo que no valía el bicho entero. Pero esto no era cosa frecuente.

Pongo esto a la cuenta de explicar que cuando la caza se quedaba sin salida, nos quedábamos la carne para el avío de nosotros, aunque no se podía hacer adobo, ni salazón, porque los civiles, que siempre entran las narices por la puerta, si ven magro terminan preguntando que de dónde.

Por eso, si entraba un cochino o un venado, iba madre de choza en choza dejando un presente a todos los vecinos que nos caían a la vera y no tan a la vera.

Los piconeros de la Dehesa de las Potras, Miguel el del Ventorrillo, los pastores de Chotacabras, los caseros de la Avispa y lo Romeral, pueden decir si miento. Madre llegaba como los reyes del Niño Jesús y más le gustaba el alboroto que armaban las criaturas de ver tanta carne, que comerla.

Así eran en casa, pobres como las ratas, pero quitando el hambre a todo dios. Por eso aquí siempre nos han mirado muy bien, pero siempre hay un Judas y mi padre tuvo el suyo. Fue el Amalio, que ahora de viejo es guarda en la Zarza, y que su único mérito fue no ir a la mili por tener un aire en una mano que la lleva, así, ladeada como un sacacorchos. El Amalio entonces andaba frito queriendo entrar en la Zarza, y no paraba de rondar a don Javier para conseguir lo que no consiguió con la vieja.

Total, que como paraba en la cañada, madre le llevó una vez un buen cacho de cochino y le faltó tiempo para ir con el cuento a la Zarza, para hacer méritos.

A padre lo llevaron al pueblo entre los civiles, nos registraron el chozo poniéndolo todo patas arriba y no encontraron nada.

Al día siguiente por la tarde padre apareció otra vez en lo nuestro y se fue a ver al Amalio como si nada hubiera sucedido.

—¡Hombre, vamos a celebrar que me han soltado! —le dijo.

Fueron al ventorrillo del pobre Miguel, que entonces tenía la mujer muy mala o se acababa de morir, no me acuerdo ya, y con aguardiente, una copa por ti otra por mí, le puso al Amalio una borrachera en el cuerpo que se cagaba por la pata abajo.

Esto me lo contó el propio Miguel, y cómo se reía, porque, a lo último, cuando el Amalio se despertó no se encontró ni un diente en la quijada de arriba, que padre, con unos alicates, se la dejó como campo segado.

—Ahora se lo cuentas a don Javier, Amalio —le soltó.

Una y no más el Amalio chocó con padre porque el que se la hacía se la pagaba.

El que chocó con el Amalio después fui yo.

Cuando padre murió achicharrado, Pepe, mi hermano, apañó la choza donde madre guardaba los trastos, y que no se quemó, para que tuviéramos techo.

El, de suyo, habría tomado el camino del pueblo, pues lo único que le encelaba era que yo fuera a la escuela. En esto sí que era igual que padre. De leer, escribir y de cuentas era un primor.

Yo era un chiquillo y él era ya hombre, pero cuando murieron los padres y los mellizos, más lloraba él que yo. Más de un mes se llevó llorando y a mí me entraba una tristeza por el cuerpo de verlo, que no me podía menear.

El Pepe me sacó del fuego, pero, si no me saca, el que se muere es él. Lo digo porque, grande como siempre ha sido, de no buscar yo qué comer, hubiera palmado. Yo encendía la lumbre, yo buscaba tagarninas y espárragos que Miguel el del ventorrillo nos cambiaba por pan y huevos.

Las cosas como son: Miguel, por lo que fuera, de aquélla no se portó bien con nosotros, y si nos dio pan y huevos siempre fue sacando interés.

El Pepe, ya digo, quería ir al pueblo, a lo que saliera aunque tuviéramos que dormir en el patio de la herrería. Pero a mí, ya de chico, el pueblo me daba dentera, porque de la costumbre, el ver los civiles paseando por la calle y no poderme achantar en un lentiscón, se me hacía trabajoso.

Pero eso sólo no hubiera podido con el Pepe, que era mayor que yo, sino que, a la cuenta, al pueblo no podíamos llevar las cuatro cosas que teníamos ni los perros. Esto, junto con mis pocas ganas de ir al pueblo, fue lo que nos dejó en el campo.

Entonces sólo teníamos dos perros: la Rubia y el Peluso. Un día, al volver a la choza, me encontré que el Pepe había vendido la Rubia, que estaba preñada, por trescientas pesetas. Me llevé un disgusto tan grandísimo que ni llorar podía, y a cuenta de esta pesadumbre el Pepe me pegó, cosa que padre nunca había hecho.

La Rubia era una podenca muy fina, con ojos de miel y las orejitas levantadas, más retinta que el Peluso, que tenía mezcla de barbucho. Se la llevaron a un pueblo que se llama Cazalla, todavía me acuerdo, que no sé si cae por la parte de Madrid o de Sevilla, pero lejísimos.

Por sí o por no, a los dieciocho días se me pasó el disgusto, pues la perra, ella sólita, se vino de allá a la choza y allí nos parió cinco cachorros, se le salió la madre fuera y así estuvo hasta que le entró sequedad en la tripa y se murió.

Los hijos de la Rubia, todos, fueron punteros y todos los perros que yo he tenido vienen de su sangre. Se me infunde a mí que la Virgen la hizo volver a la choza para que a mí, que me ha faltado todo, nunca me faltaran perros.

Decía que nos quedamos en la choza de la cañada y que al Pepe todo se le iba en cavilar como si aquello fuera vale para hoy, mañana ya veremos.

El era un hombre y yo una criatura, pero más parecía que yo cuidaba de él, que no él de mí. Es verdad que me hacía leer y escribir, que tenía cuenta de si me lavaba o si tenía piojos, pero todo lo que llevábamos al ventorrillo de Miguel salía de mí. Yo ponía lazos y perchas, yo correteaba los pollos de pájaro perdiz para venderlos para reclamo y siempre estaba con inventos de buscarme una luz de mineral y una red para hacer la zarampaña, o amontonando lajas para hacer lanchas y alambre para trampas. Con la oscuridad de la mañanita salía de casa y volvía después del lubricán, con dos pájaros metidos debajo de la blusa, un conejillo, quince o veinte zorzales.

También perdía mucho el tiempo en juegos que nada daban, como poner cepos a los gandanos y melones y arrimarme a la laguna con un tirabalas de goma para pegarle un cantazo a las gallaretas.

El Pepe tiraba muy bien con la escopeta, pero era una lástima porque no llevaba la caza en el cuerpo y, para él, saltar un vallado con tablillas era una purga.

Los conejos entonces nos los pagaban a peseta y, un día con otro, juntábamos un par de duros más bien escasos. Pero al calentar el verano empezaron a desmontar las motillas de la Casa del Fraile pegándoles fuego y luego metieron el arado y dieron algunos jornales por quitar piedra.

El Pepe, con tal de no ir de caza, allí estuvo quitando chinos y haciendo con ellos montones que se los llevaron después la gente de la carretera.

Con aquella pérdida de tiempo y cazadero querencioso a la vera, tenía que irme yo solo a la cabecera de la Avispa o a lo Romeral. Poner lazos allí con la tardecita y registrarlos con la mañanita me llevaba la noche en vela; por eso tiraba del Pepe para dejar la choza de la cañada y metemos en una tic las loberas de lo Romeral, donde podíamos vivir tan ricamente y más frescos en el verano que no en la choza.

Pero él estaba trabajando en lo de quitar piedra por dos cuartos y le parecía que estaba haciendo algo grande, como aprender para médico.

Ahora estoy en esto —decía—, pero es que quiero buscarme un empeño con don Cosme, a ver si junto cuartos para empezar a comprar y vender ganado.

Para el Pepe, siempre, valía más un empeño en la fantasía que cincuenta conejos en el capotillo.

Si me hubieran admitido, me habría obligado a quitar piedra, sólo que don Cosme dijo que yo estaba muy endeble y que las piedras que yo podía quitar no valían un jornal. Por eso el Pepe tragó con que yo siguiera arrimando la comida, pues lo suyo iba al calcetín, aunque era miseria, para juntarlo para sus negocios.

Mejor que el Pepe no lo hay, pero el miedo a todo lo echaba a perder. Tenía miedo a no tener cuartos, a salir con la escopeta, a saltar las lindes. Y como era de muchacho, fue de hombre, porque el que nace con esa dificultad, con esa dificultad va al hoyo.

Pero aquello de quitar piedra y de buscarse amistades terminó en lo que tenía que terminar, en que le dieron la cuenta y lo pusieron en lo ancho de la calle.

Entonces vino a darme razón y habló de que iríamos a la Zarza un par de veces para juntar dinero, pues los conejos y los pájaros dan para ir tirando, pero para juntar un dinero curioso hace falta colocar un jabalí con suerte.

Lo dijo muy pronto, pero como era medroso empezó a darle soga al tiempo y a echar achaques para no ir. Primero quiso saber bien cómo andaba la guardería y me echó a mí por delante, con mis manos limpias, a que pateara la Zarza para enterarle dónde estaba el cuidado y dónde la oportunidad.

Recuerdo que yo llevaba calzones cortos, que me los hizo madre de unos del Pepe, y una blusa de paño de mucho abrigo, que me la compraron nueva, pero se me había quedado chica y me desnudaba los riñones. En invierno, mal que bien, servía, pero en verano me asaba de calor. Por eso Pepe me puso un blusón de él y me soltó para el monte.

Aquella primera vez que subí solo a la Zarza no lo hice por la parte de los Barrancos, sino por el torno del río, pues, aunque cae algo más retirado, es un ir más llano y yo pensé que tardaría menos. ¡Qué va! Salí a medianoche y estaba el sol bien alto cuando todavía no había salido de las Hazas de Suerte, y serían casi las diez de la mañana cuando me adentré en la umbría.

El torno del río nunca fue sitio querencioso para reses, pero los cochinos bajaban a revolcarse en el fango, aunque nunca cruzaban a los limpios del Molino. Aquella parte nunca fue del vedado, aunque la familia de Daniel, el ferretero, le tuviera cedida la cacería a la de don Gumersindo y por eso la guardaran.

Toda la Zarza, del río a la sierra, va subiendo, y cuando llueve se hacen barrancos de tierra roja, no tan grandes como en la parte que le llaman los Barrancos, que lindan con el Regalito.

En la bajura del río clarea el arbolado y hay muchísimo taraje que ensucia de lama el cañón de la escopeta, y desde el mismo río sube el monte con mucha pasta con un mateado de lentisco muy limpio. Esa parte es lo mejor que tiene la Zarza para perdiz, porque el pájaro se guarda allí y va a comer al otro lado del río. También hay mucho conejo, pero nadie va a entrar allí con la escopeta y nadie los aprovecha no siendo con cepos y lacería.

El Felipe, entonces, no era tan viejo, claro, y guardaba desde el Molino a la casa, el cacho más disparatado de la Zarza. Pero él andaba con un chiflo por los altos y, si veía cuidado, pitaba llamando a los niños de Rico que iban y venían junto al río con los caballos.

El guarda mayor era Rico, que entonces todavía andaba a caballo, seco como una bicicleta.

Rico, el que está ahora en la Zarza, no es hijo sino nieto del que yo estoy mentando.

Entonces, la guardería no era lo que es ahora, porque, de trincarte, lo más que te pasaba era que te echaban y el guarda se disgustaba contigo por comprometerle; pero a los que no eran de aquí sí que los denunciaban y eso estaba en razón.

Yo fui allí para volver por la noche, pero me aguanté tres días y tres noches para no perder el salto, que lo que ahora no me parece tan lejísimos, de chico se me hacía ir al otro inundo.

Tuve lugar de marcar al Felipe y de tomarle la costumbre de subirse a lo alto. Como se recortaba contra el limpio cielo, se dejaba ver desde lejos y no había cuidado con él. Rico, el viejo, registraba el monte como un podenco, sube para acá, baja para allá, dando voces a sus hijos, que también lindaban a caballo y les decían «los niños de Rico», aunque eran hombres ya, con su mili hecha y todo.

Desde los barrancos vi la gente que bajaba del Pegujal ala fábrica de sillas de la Zarza, mucha moza con mucho trapo verde y colorado, que cuando no iban cantando, para acortar el camino, tocaban las palmas o chillaban como conejos asustados.

Dormía donde me caía y si en medio de la umbría no encontraba norte por donde salir, me encaramaba a un chaparro buscando los claros para ver dónde caían las Cabezas o la Peña, que azuleaban mucho sobre el negror de la sierra.

Si de aquella yo hubiera alcanzado a la escopeta, habría matado cabras, venados y corzos a barullo. Las cabras y los corzos eran más broncos que los venados, más avisados y sabían más, porque los bichos, y todo, cuanto más grandes, más tontos son. Sin embargo, cochinos sólo vi tres, y los tres juntos en uno de los barrancos de la Zarza que abocan al Berrocal.

Como estaba en edad de eso, todo me lo echaba a juego y cuando marcaba reses en un lado, buscaba los quemaderos del picón para untarme ceniza, como hacía padre para quitarse el husmo, me frotaba con matalauva y tomillo y me arrimaba cara al viento al rebaño.

Arrimarse a las cabras tenía castañas, porque nunca dejan un alto atrás que no hayan pisado antes, ni se determinan a bajar la cabeza donde queda cerca un apretado. Como yo entonces no sabía tomarles las vueltas, ni entrarles por el viaje, bien que se cachondearon de mí. Pero a los venados sí que me arrimaba, no ya a tiro, sino a pegarles un bocado y quedarme con los pelos en los dientes.

Daba regalo estarse allí solo, sin echar cuenta del tiempo, acechando los rebaños, viendo cómo los corzos se topaban como las cabras, los chotos con la piel oscura, como pintados.

Cuando me hartaba, ponía el dedo como si fuera la escopeta y les gritaba: «¡pum!», y allá se iban botando como pelotas y veía uno el blanquear del bicho, cada vez más chico, hasta perderse en la umbría.

Cuando volví, el Pepe había armado una de las buenas. Como me retrasaba tuvo preocupación y fue a preguntarle al Goro por mí, y fue donde la Casa de Postas, y no fue donde los civiles no sé por qué.

Antes de yo subir a la Zarza dijo que íbamos a cazar allí, pero a mi vuelta se rajó y habló de que iríamos a coger mostaza. Yo creía que eran tonteras de él, hablar por hablar, pero al día siguiente me llevó por delante después de pegarme.

Como yo no quería ir, me llevaba en volandillas y hasta me ató una cuerda larga a la cintura con un nudo que yo no tenía fuerzas para deshacer, no fuera que tomara viaje y lo dejara solo.

Así, yo trabado y él porrudo, estuvimos cogiendo mostaza en las tierras de descanso del Regalito, del lado de allá de la carretera. El Pepe ponía una lona que le prestaron los del Tarajal y allí pisábamos los ramones para sacar la mostaza, que la pagaban a dos cincuenta en grano.

Cuando echó cuentas de lo que habíamos sacado por junto y del hambre que teníamos por separado, se puso a llorar y mentaba que teníamos que comprar calzado para mostaza, que la pagaban a seis cincuenta en grano.

Me dio una pena muy grandísima la pesadumbre que tomó el Pepe y, entonces, para consolarlo, me entré a la choza, busqué la escopeta de padre y se la di:

—Toma y no llores más. Mañana nos subimos a la Zarza.

Estaba tan salado que si le hubiera dicho: «mañana nos subimos a la cárcel», habría tragado, porque ya ni el miedo le hacía cavilar más que el hambre.

Aquella tarde yo me subí a ver al Goro y a pedirle pólvora y avíos para cargar diez cartuchos y él mismo me estuvo ayudando a mezclar las postas con chinos, porque tenía poco plomo.

El estreno del Pepe tuvo mal fario, pues a punto estuvo de que me matara un cochino viejo.

Llevamos al Peluso, que ya estaba algo pesado, y entramos por el tomo del río hacia el Berrocal, pensando tomar resguardo al mateado. Pero antes de entrar en el chaparral, donde muere el arroyo seco que baja de los Barrancos, nos saltó un cochino y el Pepe le largó un trabucazo que lo volteó porque le tomó la mano izquierda y una oreja. El cochino estaba ya casi granado porque tenía defensas y no se quedó allí porque el cartucho era muy endeble. Tomó gruñendo Zarza arriba y al escuchar el jai del Peluso, que se había alargado registrando el monte, enmendó el viaje apretando por el mismo arroyo. Entre unas cosas y otras pasó un rato hasta que pude poner al Peluso en el rastro y el Pepe se puso a cavilar en los guardas.

—¿Habrán oído el tiro? —me decía.

—Pues si lo han oído, lo que tenemos que hacer es quitarnos de en medio pronto y ligero. Los guardas vendrán aquí, no detrás del cochino.

Yo me calculé que el cochino buscaría la defensa en el Berrocal, o que se arrimaría a la Peña, y cortamos por los tarajes del arroyo para salimos luego al monte.

Había pasado un buen rato cuando vi el caballo blanco de uno de los niños de Rico, el que se fue a Sevilla, tío del que está ahora en la montanera, y yo me calculé que no oiría tiro ni nada o que, si había oído, bajaría hacia la parte del Molino.

—Tenemos que tomar para las piedras porque el Peluso va para allá.

Aunque se oía el jai del perro a lo lejos, el Pepe tenía poca fe en cobrar aquel jabato y más me seguía por ver si con otro teníamos mejor suerte. Pero en aquella medianía bastante suerte teníamos con no perdernos.

Al mediodía habíamos salido de la Zarza por la parte del Berrocal y nos bajamos por los visos que luego vuelven a subir a la Peña.

Al dejar los visos, ya en lo último del vedado por aquella parte, el Pepe vio de lejos a la gente del picón y empezó a decir que si nos veían íbamos a tener disgusto y que él no seguía adelante.

Total, que yo seguí por ver de encandilarlo, atravesé el río descolgándome por los tajos y al llegar junto al poste grande de la electricidad, donde están los dos lanchones de piedras grandes, escuché al Peluso armando alboroto y me pensé que había conseguido acular al cochino.

Ya no me acuerdo de lo que pasó, pues estuve tres días y tres noches traspuesto, sin dar norte de mí. Ahora sé que los piconeros me llevaron a la Zarza, a que me curara Sara, la médica, y que entré tan malísimo que el cura de la ermita me echó el agua y me mandó donde don Celestino, el médico, que vivía donde mismo vive ahora, en el pueblo.

Don Celestino me llevó a la Merced de su bolsillo y me operaron dos veces, a cuenta de las costillas, y me puse bueno.

El cochino me dio tres puñaladas buenas y una de ellas me pinchó el pecho, que se me salía el aire, y no me mató porque yo pesaba poco. El hijo de la gran china no murió de aquélla; unos años después lo mató el Goro y lo conoció porque le faltaba toda la oreja, que la llevaba como un pendiente seco, y por la mano estropeada.

Siempre que hablan de un cochino exagerado de grande, mientan el que me lastimó a mí siendo chico, porque era viejo, machucho de verdad y alunado.

El Pepe tuvo muchísimo disgusto a cuenta de lo mío y no fue preso porque tiró la escopeta en unos escobones y nadie se barruntó que entramos allí a cazar.

La escopeta fui yo a buscarla en el invierno y estaba que lo parecía todo menos una escopeta.

De aquello del cochino me quedó dentro algo reblandecido, pues tan pronto me curé y volví a lo mío, empecé a sentir esas cosas que tantos quebraderos de cabeza me han hecho pasar.

Los que me conocen saben de sobra a lo que yo me refiero y para los que no, aunque lo hayan leído en el diario, lo contaré ahora desde el principio al final, para que todos sepan la verdad y no los inventos que unos y otros me colgaron.

Yo, a la cuenta, venía hablando de cuando era chico, pero ahora voy a liar lo de chico con lo de mayor, porque este asunto, que Dios me lo dio para ventaja mía, la maldad de unos y otros me lo volvieron ruina.

Me pasó que, al volver curado, por la cicatriz blanda del pecho, cuando estaba solo en el campo y se me arrimaba sin sentir un hombre o una bestia, me entraba como un ansia. No es fácil decir cómo es lo que siento. Yo le digo un humo que se me entra para arriba, una calambre como dentera en las costillas más grande o más chica si el bicho es más grande o más chico.

La primera vez que yo me escuché esto no fue con bestia ni persona, sino con uno de los cachorros que dejó la Rubia, que yo le puse Centella y que el animalito estaba perdido.

Dos días lo anduve buscando y, de pronto, al pasar junto a una carrasca me escuché el humo en el pecho. Era la primera vez que a mí me daba barrunto que aquello que yo había sentido otras veces tenía su enjundia y por eso me dije:

—Ahí dentro está la Centella.

Allí estaba. El pobre animal había metido una mano en un lazo conejero, se habría hartado de bregar y chillar y, a lo último, digo yo, se echó al suelo esperando morirse.

Ni yo la había visto, ni por cuanto vi se me podía infundir que la cachorra estuviera allí metida. La libré y me la traje lacia a la choza.

Después, con las reses y los cochinos encamados, lo sentí tantas veces que aprendí a escucharme los humos, que no es cosa que aunque los sienta uno se echa de ver siempre. Yo ni cuenta tenía con eso y fue el Goro el primero que notó y me explicó que yo escuchaba por la cicatriz del pecho.

—Eso es que se te ha hecho ahí una oreja —me dijo.

A cuenta de esto me llevó donde el Pascual, que todavía trabaja con la gente del agua, porque decía que lo mío y lo del Pascual era todo lo mismo. Pero ¡dónde se va a poner lo uno con lo otro!

Da vergüenza contar lo de Pascual porque, de suyo, no hay dios que se lo pueda creer. Yo, que lo he visto con estos ojos y por mi padre, que en gloria esté, digo que es verdad, tengo que decir que no hace cosa de hombre sino de demonio o de santo.

El Pascual va con una vara en la mano, andando despacito por un terreno, sube y baja y, de pronto, la vara que le bota en las manos y él que dice:

—Si aquí hacen un pozo, hay agua.

Hacen el pozo y hay agua.

Esto se lo he contado yo a don José Manuel y no sé si se lo creerá o no se lo creerá.

Lo de Pascual no hay quien lo pueda explicar, que lo mío es más corriente, porque todo lo vivo suda y el contagio del sudor se me entra por la blandura de las costillas, que es lo más húmedo del pecho, y esos humos son los que me dan el ansia.

Como todo se corre, lo mío, desde que yo era un muchacho, lo sabían hasta las piedras y a nadie se le ocurrió ponerse de parto por eso. Pero tan pronto don Senén cogió hilo del asunto no sé qué se le infundió.

Como a don Senén lo he mentado ya y he de mentarlo más todavía, diré algo de él para entrarlo de la boca.

Hay personas que, como las moscas, no sabe uno qué pito locan en la vida. Don Senén es de ésas. Si las moscas pican los cagajones, don Senén pica en las peleas de unos con otros, por oficio y por gusto. El es de los de los pleitos y el señorío lo tiene por una eminencia en asunto de la cacería. No sé qué clase de eminencia será la suya, que a mí no se me infunde que pueda haber nadie más desvalido en el campo. Lo que sí que sé es que todo lo malo que pasó por mi vida tuvo el husmo de él.

No es que sea malo don Senén, sino de poca cabeza, liante, moja sopas y como cebado a pienso en la caponera. Antes que uno pregunte, ya contestó; siempre con retranca, haciendo el chiste, quedándose con uno. Como todos los falsos habla muy seguido, sin equivocarse nunca, sabe lo que sí y lo que no y lo que no sabe lo inventa.

Cuando me conoció tuvo celos de mí por lo que le refería la gente, y, donde yo estuviera, callado o hablando, tenía que venir a mojar sopas para hacerme hablar o callar. Se burreaba de mí porque a las gallaretas les decía gallaretas y al gandano, gandano. Una vez hasta se trajo un libro para enseñarme que no había una palabra, que se decía hechío, para mentar los escarbaderos de los conejos. Gallaretas y gandanos y hechíos los hubo siempre y siempre los habrá, los mienten por ahí como los mienten.

Cuando trajo aquel libro de palabras me lo dijo delante de todos, como si por aquello ya fuera él capaz de cazar lo que yo no cazara.

Cuanto más le referían de mí, más pelusa le entraba y más coraje le daba verme.

—Tú lo que sabes es cobrar perdices, porque eso lo sabe todo el que ha nacido en el campo —me decía para chingarme y a mí se me ponía la mirada brocha porque me entraba vergüenza de pelear con él por esa tontera.

Pero una vez de las que fue a la Zarza por asunto de los pleitos, y como el último mono, escuchó referir a don Gumersindo lo de mis humos y no sé lo que se le infundió.

Entonces le dio por mí y, si en la enfrentada era malo, a la vera era peor, pues se ponía untoso diciendo que me iba a hacer su secretario para que yo aprendiera de él a ser cazador. Decía que me iba a dar lección como a los perros, no es que yo lo ponga aquí, sino que él lo decía. Decía:

—El perro sin el cazador no sirve para nada, ni tus facultades sin cabeza tampoco.

La cabeza iba a ponerla él. Y lo decía tan convencido, como si dentro dé su cabeza hubiera chispa.

Soltaba muchas palabras y pocos cuartos porque siempre fue ridículo de roñoso y no sabía estarse callado ni cuando, de suyo, había necesidad.

Estando a los conejos, de pronto, se le oía respirar muy hondo y nos soltaba un pleito.

—¡Ah, el campo! A estas horas vuelven los borrachos a sus casas y nosotros aquí, venga de respirar aire puro.

Y el conejo que le venía, al escuchar esto, le ponía el culo para irse a criar.

Al rato se acababa la cacería, pues a su lado no se podía estar más de una hora sin que tuviera que beber agua de botella, o cerveza con algo de comer, pues no he visto a nadie más vicioso de ir tragando algo.

Este era don Senén. Una eminencia.

Total, que un día se me viene, ¡qué sé yo!, con un médico, dos tíos más y los civiles. Meten en el ajo al Clemente, el casero de don Gumersindo, y se vienen a lo mío a mirarme como si yo fuera una mula parida o un fenómeno.

Yo estaba ajeno a todo y les escuchaba hablar de los hombres antiguos que vivían en las cuevas. Entraban y salían de la lobera, tocaban las paredes, tentaron mi colchón y hasta me preguntaron si yo comía carne cruda.

—¿Soy yo un perro? —les dije.

Pero don Senén, que había armado el lío, ni me dejaba hablar. Nada, que yo comía la carne cruda y cuantas porquerías quería él.

El médico me preguntaba a mí, con educación, como hacen los señores cuando quieren agradar, y yo quería contestarle de por mí, pero con don Senén no había manera. El, antes de que el médico terminara, había contestado todo.

Yo no entendía qué era lo que andaban buscando y hasta pensé que venían allí a buscar esos tesoros de los moros que dicen que salen, a veces, de los boquetones y en los pozos de los cortijos viejos. Pero cuando don Senén mentó lo de mis humos me puse hasta temblón.

Dijo tanto disparate, tanta bobada sin sentido, que hasta vergüenza daba escucharlo porque entonces estaba uno inocente y no se determinaba a dejar por mentiroso a un señor en su cara.

El, lo sabía todo: lo que yo sentía, lo que no sentía, lo que mi padre me hacía y no me hacía. Allí, poco menos que contó que una vez me lié a bocados con una cochina recién parida que me tiró un bocado a una teta. Dijo que yo era furtivo, que amarraba los guardas, que podía ir corriendo de allí al pueblo sin cansarme. Mezclaba lo mío con lo del Goro y con lo que él inventaba en el pronto y la pareja allí, escuchando, y yo callado, sin abrir la boca.

A todas estas, venga a descorchar botellas y venga a tirarle viajes al jamón y a lo que traían.

Cuando se despachó a su gusto, todavía quiso que el Clemente nos llevara a la Zarza para que aquella tropa me viera cazar.

—Sin permiso del amo yo no me determino —dijo el Clemente.

—Pero si no va a llevar escopeta, vamos sólo a verlo arrimarse a las cabras.

El Clemente casi tragó, pero yo dije que no iba. ¡Buena cacería iba a hacer yo con aquellos cencerros detrás!

Digo yo que no y don Senén se me sube al tallo, como si me acabara de hacer un favor y yo le diera mal pago de respuesta. Entonces hubo empujones de unos y otros y empezaron con: parece mentira, ya que estamos aquí, hemos venido por usted; y toda esa mercadería.

Yo dije que no, que no iba.

—La culpa la tengo yo —dijo don Senén— porque con gente cursi no se puede tratar.

Yo no sé si ser gente cursi es malo o es bueno, pero peor iba a ser ponerse delante de la gente a que te miren hacer el payaso sin escopeta. ¿Cómo iban a verme cazar siete tíos? Don Senén que es una eminencia puede que atinara con el modo, pero a mí no me entraba en la cabeza. Si es mear y no le sale a uno delante de la gente por achare, ¿cuánto menos va a salirle a uno arrimarse a una cabra aciscada por la tropa que lleva detrás?

Se fueron por donde habían venido y todos, menos los guardias y don Senén, me dieron la mano.

Eso fue un domingo y el sábado siguiente viene la pareja y me dice:

—Vente con nosotros.

Tomo con ellos, apurado, y me llevan a la carretera, donde estaba el Clemente con la camioneta verde de la Zarza que la guiaba Paco, el de la Médica.

Por los carriles de arriba salimos, después de un tute horroroso, a la carretera de Ronda, para tomar hacia Grazalema y todos esos pueblos que hay hasta la de Sevilla. En Jerez me invitaron a comer y el Clemente estuvo hablando por el teléfono, y, entre unas cosas y otras, serían las seis de la tarde cuando llegamos a un cortijo.

Todo el camino, el Clemente me vino hablando de padre y doña Petra, de las cosas de la Zarza, los pleitos y los líos de la electricidad que traían a los señores revueltos.

El Clemente es como nosotros con ropa del señorío y lo gana muy bien. Cuando quiere, es buena cosa y da gusto oírle charlar por lo llano que es. A mí, la verdad sea dicha, no se me había ocurrido pensar dónde íbamos. Pasado el susto de verme allí con la pareja, se me olvidó todo y no eché cuenta de qué pito tocaba dentro de la camioneta.

Pero, cuando supe que aquel cortijo era de la mujer de don Senén, se me cayeron los palos del sombrajo y empecé a cavilar que allí no me llevaban para nada bueno.

Y para nada bueno era. A don Senén se le había puesto en la jeta salirse con su capricho y allí me tenía.

Al llegar nosotros estaba muy carilucio, muy colorado, como si acabara de darse el sofoco con una moza, pero contento. Me enseñó a su señora, que era menuda y muy guapita, que me miró y me dio la mano.

—Don Senén me ha hablado mucho de usted —me dijo—. Tiene que ser usted un portento, cuando él lo dice.

Me quedé más acharado que en misa, porque yo no sabía qué decirle, ni dónde poner las manos, ni si debía o no tomar una copa que me ofreció.

Miraba yo a la señora y luego a don Senén y me costaba trabajo pensar que se acostaban juntos. Ella también se pensaba que su marido, tocante a la cacería, era este mundo y el otro. Cuando se casó con él, pensaba yo, algún mérito tuvo que encontrarle. Hay gente que tiene habilidad para quedarse con todo dios.

Allí había muchísimo personal, faldas y pantalones, todos del señorío; ellas muy blancas y rubias, venga de pintura por la cara y las tetas empinadas.

Gasto de vino y cosas de comer vaya si hicieron y a mí me daba apuro de echar mano a cualquier cosa, no fuera que se pensaran que quería quitarme el hambre.

Así, de pronto, sólo me consolaba el arrimo del Clemente, porque hasta los muebles me echaban para atrás.

Uno de los que fue el domingo anterior al campo, y que también estaba allí, se me arrimó. No era como del señorío, sino más bien como clase de guardia o como el Clemente por lo fino. Me dijo que él era de los que escriben en el diario y que me iba a sacar a mí en los papeles. Aquello hasta me descompuso la barriga y me dejó que ni moverme podía.

No pasó mucho rato cuando don Senén me pone allí enmedio, aguantando el apretón, y a todo aquel personal les contó de mí lo que quiso, las mentiras que inventaba él, y a lo último les dice:

—Le voy a vendar los ojos y a meterlo en un cuarto, luego en otro y así hasta que él diga en cuál de ellos hay un animal. Si acierta el cuarto y el tamaño del bicho, le damos dos mil pesetas, ¿de acuerdo?

Allí todos empezaron a aplaudir como si estuvieran viendo los toros y yo estaba viendo que me iba a ir de varetas.

Estábamos en esto cuando se escucha un pateo y el berrido de un choto y ¡para qué!, la que se armó. La gente lloraba de risa y don Senén, como si nada, me vendó los ojos y empezó a darme vueltas. Aquello era una vergüenza.

Cuando me metió en el primer cuarto, yo sentí que se quedaban en la puerta. Me volví, la cerré quitándome la venda y salté por una ventana al campo. Allí los dejé para que hicieran inventos ellos solos.

Volver andando a lo mío me llevó tres días con sus noches.

Don Senén no me lo perdonó y, por darme en todas las narices, me puso vestido de limpio en el diario.

No fue él, de su cabeza, quien escribió aquello sino el que estaba allí convidado, hinchándose de todo lo bueno. Con la boca llena y dándole al gusto, apuntó en el papel lo que quiso don Senén, que es el que pagaba el gasto.

Sacaron en el diario un retrato mío que más parecía una vieja estornudando, que hasta en eso se esmeraron. A don Senén le ponían por los cielos de Dios, de abogado y de cazador sin collera en el mundo. A mí me ponían de analfabeto, de vivir como los lobos en las cuevas, de furtivo, de abusar de los guardas. Nada, que conmigo ni la guardia civil, ni los perros, ni colgándome de un chaparro se me podía aguantar. Yo había atacado a una jabalina para quitarle un rayón y me había tirado un bocado, yo pegaba la nariz al suelo, como un pachón, para cobrar las perdices. Todo inventos y tonteras sin sentido. Hasta la verdad estaba puesta con maldad para que pareciera mentira y hacer daño.

Para don Senén todos los méritos: hasta el de ser cazador, si es que eso es mérito. Para mí toda la basura: hasta llamarme analfabeto. Mentira que don Senén sea cazador y mentira que yo fuera analfabeto. Yo siempre supe leer y escribir para mi avío y hasta para el de los demás, que hay que ver la de cartas que habré escrito en mi vida a unos y a otros.

Yo no he vivido en las cuevas como los lobos sino como los hombres. Yo nunca até a un guarda ni tuve precisión de hacerlo. No fue una jabalina la que me hirió, sino un macho; y no cuando tenía yo cuatro años, sino cuando ya me apuntaban los pelos en el sobaco.

No había derecho a ponerlo a uno de furtivo delante de la gente, cuando nadie me ha cogido nunca en lo de nadie. Decir que yo comía carne cruda y que uno era más un bicho que una persona no es de ser cristiano.

Pero lo último que se le puede decir a un hombre me lo dijeron a mí en el diario. Era un chiste de esos que dice don Senén, como para dejarlo sin dientes, como padre hizo con el Amalio. Decía allí que mi padre, con las cacerías, andaba de noche por el monte mientras madre se quedaba sola con los gandanos, y, a lo mejor, resultaba que yo era mitad hombre y mitad gandano.

Eso, la madre de don Senén que no la mía. El, tenía en casa unos cuernos disparatados de grandes y, a lo mejor, se los quitó a su padre cuando se murió y los puso, allí, de adorno.

Mi madre tuvo siempre mucha vergüenza para que la saquen en los papeles y le hagan chistes.

El Goro y Pablo, dicen que yo la tengo tomada con don Senén. No digo que sea mentira, pero ya he dicho mis motivos.

Si hubiera decencia habrían de poner en el diario, no lo que yo inventé sino lo que yo sé de don Senén. Dicen que es una gran escopeta porque en las batidas cobra más pájaros que nadie. Va con dos perros que no son suyos, con dos cobradores que le arriman los pájaros que descuelgan las otras escopetas. Pero si con la escopeta se defiende, en el campo es romo y ni sabe, ni entiende, ni aprenderá nunca. El escribe de la cacería y de la pesca pero de eso nada sabe.

Yo no le deseo más mal, para purgar el que me ha hecho en toda su vida, que éste: que se pase dos meses en el campo, sin compañía, solo, comiendo de lo que cace. Con eso iba a ir servido.

Yo no sé lo que sacaría don Senén con sus inventos, ni el gusto que le dio verse en los papeles. Lo que yo saqué fueron guantadas, calamidades y un caminito muy largo que me trajo aquí.

Pero estaba contando de cuando subí con el Pepe a la sierra una y no más. Dio casualidad que nos salió malamente, pero aquello no era tampoco motivo para enfriarse y echarlo todo a rodar. Si de aquella salió mal y hubo pesadumbre, de otra saldría mejor. Eso decía yo, pero el Pepe no quiso saber nada de la escopeta ni acordarse de donde la escondió.

Yo fui atando cabos, de aquí y de allá, preguntando al Pepe:

—Y tú ¿dónde estabas? ¿Y qué hiciste cuando me bajaron los piconeros?

Así le saqué que tiró la escopeta en unos escobones que quedaban antes de los limpios que suben a la Peña. Con ese norte subí allí y fue muy sencillo porque escobones sólo había unos y allí estaba la escopeta llena de moho.

El Pepe no paraba de cavilar y, a veces, se le calentaba la cabeza y le entraban unas llantinas que se me abrazaba sin que yo supiera lo que le pasaba. Pena me daba, pero más apuro que pena pues no se me alcanzaba ver qué ventaja sacaba con aquellas pamplinas.

A él le hacía falta tener gente cerca, alternar y dárselas que leía mejor que nadie, cosa que por otra parte era verdad, que regalo daba escucharle leer cualquier cosa.

Muchas tardes, al lubricán, me llevaba al ventorrillo de Miguel con cualquier achaque. Antes ni aparecía por allí, pero desde el punto y hora que yo volví del hospital, no perdía día.

De verdad le consolaba, y a mí pronto me dio barrunto de ello, estarse allí al calor de las mozas que se sentaban bajo la parra con él para que les leyera historias de novios y amoríos.

Miguel era ya viejo. A mí me parecía más viejo que ahora, con sus ojillos pelados, color de rosa, como de recién llorado, y una pelusa blanca de criatura clareándole la calva.

La Carmen sí que me parecía una mujer hecha y derecha y terminé tomándole miedo porque se trasconejaba con el Pepe y si se hacía tarde y me iba a buscarlos, los encontraba con el sofoco.

Pepe se venía conmigo y por eso ella, cuando me encontraba solo, me pellizcaba y decía que como otro día fuera a fastidiarles, me iba a cortar la picha con unas tijeras. Yo la creía capaz de todo pues hasta su padre le tenía miedo y la dejaba hacer todo lo que quería.

Las lecturas del Pepe en el ventorrillo eran el ojeo para estarse con la Carmen en el aguardo y, como tenía allí la querencia, ni siquiera se buscaba un trabajo ya que no quería cazar.

Además de la Carmen, Miguel tenía otras dos hijas: la Manuela y la Sinta. La Manuela se casó luego con Rico, el de la montanera de la Zarza que terminó por ser guarda, y la Sinta, la pobre, que era ya bizca y que sólo sabía dar gritos como los pavos porque nació tonta y se lo hacía todo encima. Por eso la tenían siempre sin braga, menos cuando llegábamos nosotros, que se la ponía por decencia.

Doce o catorce años tendría yo cuando el Pepe tuvo un lío horroroso, sin culpa de nadie. Resultó que no estaba apuntado en ningún lado y el cabo de los civiles que había entonces, dijo:

—¿Pero ese Pepe no tiene ya edad de estar en quintas?

Lo llevaron donde el alcalde, donde el juez de paz y tuvieron que ir el Goro y Miguel a declarar y no se ponían de acuerdo porque Miguel decía que el Pepe tenía dos años más, el Goro que dos años menos, aunque estaban de acuerdo en decir que nació en una Nochebuena.

El párroco recordaba haberlo bautizado, pero como hubo un incendio en la iglesia tampoco encontraron los papeles.

Total que un día el Pepe llega y me dice:

—Me voy a la mili y a lo mejor me matan porque hay una guerra.

A mí no se me infundía muy bien lo que era una guerra y, si me daba apuro de que el Pepe se fuera, sólo era por si le entraban ganas de llorar.

Entonces me dijo que la Carmen estaba preñada y que a él le apuraba porque no sabía si era de él, porque ella ya estaba perdida de antes.

Aunque yo era chico sabía lo que era todo en la vida pero no se me alcanzaba el apuro de mi hermano.

La primera noche que pasé solo me quedé arrecido de frío porque el Pepe tuvo que llevarse lo que teníamos de abrigo.

El ventorrillo de Miguel cuadraba a media legua de la choza y recuerdo que los dientes me repicaban como palillos cuando tomé la cañada, estando muy oscuro, para llegarme allí a calentarme, pues cocían pan por la noche y se engloriaba uno a la vera del horno.

Para decir verdad no eché cuenta de que faltaba el Pepe, aunque me sentía más suelto y más dueño de ponerme la soga tan larga como quisiera. Pero volvía a la choza a mis horas, como si tuviese padre y madre allí y hacía lo que tenía que hacer a su tiempo.

Miguel andaba al trajín, con su cara de desollado que daba pena y asco. Así, con los fríos, como nadie atinaba a pasar por allí, aparte del pan que amasaba para las ocho o diez familias de las chozas vecinas, él buscaba espárragos y caracoles para ayudarse.

—Debes venirte con nosotros —me dijo—. Tendrás tu plato de comida si arrimas algo a la casa y haces los mandados.

La vida del ventorrillo no era para mí, pues en cuanto paraba allí más de un rato me sentía como un mulo trabado.

Lo mejor que hice fue no quedarme, porque Miguel, que es buena cosa, no da nada si no le trae cuenta y yo le tomé los vientos de que me quería para arrimarle conejos y pajarillos, que yo apañara con lazos y perchas, a cambio de un plato de patatas. Eso y el miedo que me daba la Carmen, me dejaron en lo mío.

De aquella casa, la única que miró por mí fue la Manuela, que aunque ya era casi una mocita y tenía sus pechos, y su sobaco cubierto, muchas veces, a escondidas de su gente, me dio pan o algo de guiso sin interés de nada.

La Manuela sabía que la Carmen iba a tener una criatura y hablábamos de eso sin que a mí me diera achare, pues las mujeres siempre me han cortado aunque yo sea tan hombre como el que más. Con la Manuela, como si fuera mi hermana, no me daba vergüenza de hablar y, una vez, hasta me dejó que la tentara y todo. Después que ella se casó con el Rico, iba yo a verlos a su casa de ellos, en la Zarza, y le recordaba estas cosas de criaturas. El Rico me decía:

—Anda, anda, que estáis buenos los dos. Más vale que te lleves una hembra a lo tuyo o terminarás durmiendo con la perra.

Además de la gente del ventorrillo, yo veía a diario a Pablo, que paraba con su familia en dos chozas muy buenas que había en la Avispa, casi en la linde con lo de la casa del Fraile y no lejos de la cañada.

Pablo era más cazador de engaño que de escopeta. Con la zarampaña no puede haber otro igual y tiene una habilidad para los lazos, lanchas y perchas que uno se emboba. Nunca decía que no a nada y a padre lo había acompañado alguna vez a los cochinos y a las cabras, pero él solo nunca fue porque no le entraba en la cabeza el tomarles las vueltas.

—Como tu padre no puede nacer otro —me decía.

Pablo tenía un hijo muy blanco y muy delgadísimo, tocado de endeblez, que le decían Pencho Macho, nunca he sabido por qué. Pencho era algo más joven que mi hermano Pepe. Cuando Pencho ya era hombre y Pablo viejo y la Encarna vieja, nació la primera chavala que le pusieron Encarna también.

—Esto ha sido un cartucho recargado que reventó por donde no era —dicen que dijo. Pero después de aquel cartuchazo, y en el tiempo de la guerra, la mujer volvió a parir otra niña, la Francisca.

A la cuenta, en lo de Pablo había tres Encarnas: la suegra, la mujer y la hija; un Pencho y una Francisca.

La Encarna, desde que nació fue un cromo de bonita que era. También iba para endeble, como Pencho, pero don Celestino le ponía el culo como una tuna de pinchazos, venga a echarle inyecciones de todas clases.

Si hubiera sido hija del médico, no habría tenido más cuidado porque don Celestino es como un santo de la iglesia, sin noche, ni día, ni prisa, ni empeño para curar al pobre.

De lo que don Celestino vive yo no lo sé, pues no conozco a nadie que le haya pagado nunca. Quizá les cobre a los del señorío, yo no lo sé.

Pablo también quiso que me fuera con él, pero sin interés de nada, porque él nunca tuvo tuyo ni mío y hasta me mandó a Pencho muchas veces a traerme guiso o un dulce.

Con Pablo sí que me hubiera ido, pero me pasaba que la mujer y la suegra me miraban con los ojos brochos y no se tapaban para decirme que allí lo que sobraban eran bocas.

Después, cuando la Encarna se espigó ni me arrimaba a lo de Pablo porque, verla y ponerme como un tomate de acharado, todo era lo mismo. No sé por qué me daba tantísimo apuro, pero si ella estaba allí jugando, ni atinaba a caminar como uno camina siempre, sino que las piernas se me ponían tontas, tropezaba y terminaba por salir corriendo para quitarme de en medio.

Más amigo de padre que Pablo era el Goro, pero el Goro bebía y se ponía de una forma que daba miedo. Siempre andaba con líos a la cuenta de los civiles, pues aunque muy buena cosa, como todos los cazadores, si le apretaban en algún lado, se empalmaba con la escopeta, ataba a los guardas y allá los dejaba a que alguien se topara con ellos.

Padre decía que el Goro era el cazador más valiente de por aquí, y que, por serlo, hacía lo que no tenía necesidad de hacer. Era grandón, con voz de toro, muy oscuro y se le engañaba como a una criatura.

—Goro, ahí vienen los civiles preguntando por ti —le decía yo. Y allá que saltaba y se escondía donde le pillaba.

—Es broma, tonto.

Al día siguiente, igual; y si dejaba de verlo una semana y me topaba con él en el campo venga con lo mismo y siempre picaba.

Otro cazador, amigo de padre, que vivía entonces del lado de allá de Carbonero, era el Faneca, que había matado a un hombre y estuvo en la cárcel a la cuenta de eso. El Faneca era amigo de padre aunque padre lo trataba muy mal y no le dejaba arrimarse a lo nuestro.

El Faneca era gracioso pero con él había que andarse con liento porque, si te descuidabas, te quitaba el dinero, cartuchos, una prenda de abrigo o lo que fuera, y, luego, se paseaba delante de ti haciendo alarde.

La gente le tomaba resguardo porque, como había matado a uno, lo mismo podía matar a dos. Por eso, padre, una vez, no sé qué tuvo con él que enganchó una cachava y le metió una soba que lo puso a la muerte. Cómo sería, que lo tuvo en casa curándolo una temporada y por eso el Faneca quedó agradecido y no volvió a poner los pies en lo nuestro.

Cuando yo lo encontraba por el monte, siempre, me contaba algún chascarrillo picante, asunto del mujerío o de la mierda, que te meabas de escucharlo.

Como yo lo andaba todo, los piconeros me daban mandados de traer y llevar; los de un cortijo me mandaban a los de otro y muchas veces ayudé a encontrar las bestias perdidas, las vacas que se saltaban los vallados buscando al toro y hasta las pavas que se echaban cluecas en el monte. Yo, por estas cosas nunca tomé nada: primero, porque siempre he sido muy corto y tuve reparo de alargar la mano para tomar cuartos por tonteras y, principal, porque cuando yo era chico, no sé por qué, todo dios era muy cariñoso conmigo y por donde quiera que yo iba me daban un dulce, o me peinaban las mujeres y me ponían de ejemplo a las criaturas de ellas:

—Aprender de Juan, que es un hombre —les decían.

No cuento esto por dármelas de nada, bien lo sabe Dios, sino porque de chico me quería tanto la gente que se les acabó el cariño cuando llegué a mayor.

Haría un año que Pepe mi hermano faltaba de lo nuestro, cuando a Pablo le quitaron la escopeta y yo me acordé del trasto que tenía en la choza.

—Yo tengo la de padre que está echada a perder —le dije.

Total que fuimos por ella y Pablo dijo que la iba a limpiar porque le parecía que no tenía nada roto, sino atrancado de tantísima roña.

Cuando yo vi el cañón por un lado, la caja por otro, tornillos por aquí y la aguja por allá, me pensé: ¡Adiós escopeta! Pero ¡qué va! Le estuvimos frotando con arena y aceite, venga y venga, hasta sacarle lustre al cañón y a todo. Hasta las picaduras que tienen todas las escopetas por dentro, quedaron brillantes. Pablo dijo de llevarla al pueblo a que Daniel el herrero le diera pavón y terminó llevándola para traerla más fea, porque el pavón que le echaron ni era pavón ni era nada. Pero la escopeta quedó que servía y Pablo la tuvo hasta que compró de chamba una de dos cañones, muy viejísima, de gatillos, con los cañones tan gastados que más que de hierro parecían de lata.

Así tuvimos avío los dos, pues entonces yo empecé a practicarme aunque el encare me quedaba muy largo y apenas si llegaba con el dedo al gatillo.

La verdad sea dicha que yo nunca había pensado en la escopeta aunque hubiera subido a buscarla a la Zarza cuando volví del hospital, y que de no haber sido por Pablo no habría echado cuenta de ella.

El airear la escopeta coincidió con la pérdida de la choza que tenía en la cañada, a orilla del arroyo de Chotacabras. Las lluvias descarnaron el piso alrededor y llegó a quedar como un matón de anea en medio de la laguna. Cuando llovía quedaba dentro de un charco grande, tal como lo he dicho, y una noche, al volver, encontré que la había tumbado el viento.

Por eso cogí los hierros de la cocina, el colchón y la escopeta, y me fui a una de las loberas que caen sobre las motillas de lo Romeral, pasados los fresnos que se ven desde la cañada. Aquello quedaba más cerca de la carretera, de la Casa de Postas y de la Zarza, aunque yo no me metiera allí por eso, sino por tener techo sin necesidad de aperreo.

Cuando Miguel se enteró que la choza se había ido con Dios, procesión de mujeres tuve en la lobera y me dieron besos y me trajeron ropa y a mí me daba achare de la ropa y de los besos porque ni una cosa ni otra me caía bien. Una de las que me dio besos fue la mujer de Nicolás, que era dentona, y otra María, la casera de Almafuente que yo le tomaba resguardo porque me acharaba diciéndome que era una pena que yo no fuera una niña porque tenía los ojos de esta forma y de la otra.

Como fue Miguel el que me hizo el ojeo de mujeres, vino a cobrarse la caza.

—La Manuela te puede arreglar esa ropa que te han regalado y tú puedes pagarle dándole la que no te sirva.

Ya instalado en la lobera, empecé a adelgazar y a crecer y si antes, mala comparación, era como pachón, terminé en regalgo. Comía sin horas y pocas veces de guiso, no siendo cuando me lo daba Manuela, a escondidas de su padre, o cuando en la Casa de Postas me daban alguna sobra porque arrimaba conejos o pájaros.

Además de los lazos y las perchas, los espárragos me ayudaban mucho porque buscándolos veía gazaperas, hechíos de conejo, nidos y conocimientos para decírselos a Pablo, al Goro y al Faneca, que me venían a preguntar y me convidaban a pan con tocino.

En la Casa de Postas pagaban muy poco por los conejos pero me compraban todos los que llevaba, no como Miguel que compraba cuatro o cinco, hasta donde le llegaban los cuartos.

La primera vez que gasté dinero, fue a cuenta de comprar unas botas que se las encargué a Tocino, el recovero, que me sacó nueve duros y me trajo un par disparatado de grande.

No puedo acordarme de la primera vez que maté algo con la escopeta. Sí recuerdo que Pablo estuvo cuatro días de viaje, para buscar avíos para recargar cartuchos y que, entre los dos, porque yo puse el dinero y él el viaje y los trastos de recargar, llenamos un cajón de vino con cartuchos.

Después sólo me acuerdo de la Centella metiéndome conejos a la escopeta y a Pablo haciéndose cruces:

—¡Si tu padre levantara la cabeza! —me decía cogiendo en peso la percha.

Yo he matado muchísima cacería en mi vida pero no me tengo por una escopeta de este mundo y del otro. He visto aficionados del señorío matar donde yo ni siquiera tiro. Claro que ellos tienen otras escopetas, que no la mía y otros cartuchos que no los que uno apaña. Un cartucho vale un dinero y es tontera tirar los cuartos para ver qué pasa. Si el bicho se toma la ventaja que uno no le ha dado, y la suerte lo tumba, ¿qué clase de cacería es ésa? La puntería que arregla lo que el cazador lleva estropeado, no es un mérito, sino un recurso. ¿Para qué hace falta puntería cuando uno sabe arrimarse al animal hasta tenerlo a cascaporro? Lo de cazador es eso, arrimarse al animal avisado y quedarse con él, con la escopeta o a bocados; no que el animal se quede con uno.

Los del señorío me han querido llevar a tirar al pichón y yo nunca he querido hacer tonteras. Si el pájaro está dentro de una jaula, bien tonto que resulta soltarlo para pegarle un tiro. A mí me entró muy pronto en la cabeza cuándo debe uno tirar y cuándo no. Por eso puedo decir que ahora tiro lo mismo que cuando era chico: tiro sólo para matar. Y todo eso de ir de caza con un rifle y un canuto para mirar dónde va a dar el tiro, me ha parecido siempre una desgracia, un abuso, como que un viejo abuse de una mocita soltando los cuartos o que un arañón se coma un pájaro.

Si yo de chico le daba bien a los conejos, no era por mérito mío, esa es la verdad. La escopeta se aprende pronto cuando lo difícil lo lleva ya uno dentro. Había día que juntaba cuarenta y cincuenta conejos, no por agonía de juntar cuartos, sino por celo de asombrar a Pablo que ni en dos días mataba lo que yo en uno.

—¡Si tu padre levantara la cabeza! —me decía.

Lo que digo de la escopeta, digo de los perros. ¿Cuántos cuartos no le habré sacado yo a los cachorros de la Rubia, de la Centella, de la Rabona? No ahora, que todo está disparatado y la gente tira de cartera sin echar cuenta de los cuartos con tal de dar gusto a un capricho, sino hasta entonces, que me venían de aquí y de fuera de aquí a llevárseme hasta la simiente.

En el pueblo, todo dios sabe que en cuanto un perro apunta buenas maneras, al dueño se le llena la boca de decir:

—De la sangre de los de Lobón viene éste.

Y dicen eso aunque sea mentira.

Vicente, el entregado de lo Romeral, tenía una piara de pavos disparatada de grande, suya de él, no del amo, y como dormían en las higueras que tienen allí, junto al corralón de la casa, pasó que el gandano se empicó en meterles mano y ya le hacía muchísimo daño.

Puso cepos zorreros con un arenque de carnada, pero eran las ratas quienes se comían los arenques y el gandano seguía en lo suyo.

Entonces me dejó razón en el ventorrillo de Miguel:

—Le dices al chiquillo de Lobón que si mata el zorro le daré una propina.

El gandano sabe mucho, tanto sabe que, antes que me llamara Vicente, yo lo veía rondar por los fresnos y, cuando me llamaron, como si el animal lo hubiera escuchado, cambió de viaje.

Con el celo de la propina, yo me puse a patear lo Romeral y las lindes de Cabrahigo y las Tenadas, hasta que encontré cagadas frescas de gandano en la motilla que queda por delante del pozo de las vacas, allá abajo en la linde de las Tenadas, Cabrahigo y lo Romeral. Por la hora que era, no tenía más remedio que haber cagado al recogerse y, como el gandano con un pavo en la boca no para a cagar, yo me dije que aquel día no había hecho carne y volvería a la casa.

Por la noche me fui para la casa y estuve acechando las higueras y por allí no aportó gandano alguno. Yo me preguntaba ¿dónde tendrá la zorrera?

Aquella misma mañana, cerca de lo de Almafuente, volví a ver suciedad y como el viaje, de la cagada del día anterior a la del día siguiente, marcaba el rumbo, ya supe dónde ir a buscarlo.

Los paredones que quedan al frente, allá abajo, por el lado de acá de la laguna, siempre han criado gandanos y aquél tenía que venir de allí.

Tomé con la perra con el lubricán y llegué allí con la luna, una noche muy clara y tuve tantísima suerte que saltó un ventarrón y al transponer unos costurones me veo a la Centella encampanada con todos los pelos de punta.

Debajo de nosotros, en una breña no había uno, sino dos gandanos, una collera que estaba pegada porque les había entrado el celo. Si me lo llegan a contar, no lo habría creído. Maté la hembra y el macho la arrastró más de cuarenta metros, pero, en el hondón que estaba y con aquel remolque, me dio lugar de cargar otra vez la escopeta y matarlo también.

Hasta que no se fueron enfriando, no se despegaron.

Yo me volví más contento que si fuera mi santo con los dos gandanos arrastras, sin echar cuenta eso que dicen que traen mala suerte.

Vicente me dio dos duros: uno por el macho y otro por la hembra y yo me fui tan contento a contárselo a la Manuela para ponerme moños. Pero llego al ventorrillo y me dice Miguel:

—¡Tonto, más que tonto! En el pueblo, el alcalde, le dará a Vicente cuatro o cinco duros de premio por cada zorro. Tú le haces un favor y él, encima, se queda con el premio.

Miguel, cuando habla malamente de alguien, nunca dice mentira. Por eso me quedé chingado.

Lo que me hizo Vicente, me cayó como un tiro, no por el dinero, sino por haberse quedado conmigo. Yo me pensé:

—¿Tú te quedas con lo mío después del favor que te hice? Ya veremos quién ríe el último.

Entonces, un día sin otro, me llegaba a las higueras, enganchaba un pavo, le retorcía el pescuezo y lo enterraba. Ni uno solo me comí, ni le saqué provecho para que no pasara que el daño me fuera ventaja. Yo no quería ganar nada, sino dejar las cosas como estaban antes de que yo matara los gandanos. La piara se secó del todo pues no dejé ni simiente de pavo.

Y no le devolví los dos duros porque se los di a Pablo para avíos de cartuchos y, además, porque me los había ganado en las tres noches que pasé velando.

Lo que trajiné por esos montes, de noche y de día, sólo Dios lo sabe.

Mi primer marchante fue Miguel, luego la Casa de Postas y Tocino, el recovero y, a lo último, ya mozo, cuando conocí a Martina la del ventorrillo del Humo, la gente del contrabando que se lo llevaban todo, grande o chico, y hasta las primillas y carlancos. Esa gente pagaba mejor que nadie porque ellos sabían dónde colocar el género para comerlo o para adorno. Por eso se lo llevaban todo, porque lo que no servía para carne lo curtían y volvían a darle el aire que tenían los bichos vivos. A estos les dicen disecados porque están secos del todo, para que no se pudran.

Por la gente del contrabando empecé yo a tomarle querencia al vedado, porque, en los viajes de vuelta de los mochileros y los caballos, les gustaba aprovechar el salto y meter dinero en reses y cochinos que, luego, sólo les sacaban ganancia.

Los caballos de la gente del contrabando tenían que ver. Iban los animalitos solos por las umbrías, buscando la noche y tapándose donde había cuidado, con el mismo sentido de las personas. Estaban tan bien enseñados que acechar un caballo de aquéllos era tan difícil como acechar una cabra. Todos eran muy viejos y cuando juntaban en la reata un caballo nuevo, los mochileros iban a la vista del alijo. También mandaban perros con unas alforjas chicas.

El Faneca trabajaba en aquel tiempo con los mochileros pues él siempre fue muy contrabandistón y amigo de los cuartos. El primer cochino que yo maté se lo llevó él y me dio cincuenta duros.

Si yo hubiera sido ambicioso de dinero y hubiera juntado todo lo que gané, ahora tendría un capital.

Verdad que si no hubiera dado tanto a todo dios es posible que me hubieran puesto a la sombra antes de ahora, pues en la Zarza y en el Pegujal y hasta en el mismo pueblo, no ha habido calamidad que yo no haya aliviado.

Por eso, aunque de todos hayan rajado, de mí nadie dijo nada nunca, no siendo la gente de la Zarza que al ver una escopeta se les ponía cara de propina pensando ir con el cuento.

Yo tenía dinero, no porque ganara mucho, sino porque nunca fui vicioso de gastar. Que yo recuerde, quitando el gasto de los cartuchos, unas botas enterizas que me compré y otra vez que le pedí al Faneca que me trajera un reloj del moro, nunca compré nada.

Cuando la Carmen tuvo el crío, le di para el bautizo y para ropa y a ella le compré colonia, jabón de olor y una bata linda. A padre y madre les pagué una lápida de mármol que no pudieron ponerla en el cementerio porque, a lo que dijeron, como llegaron de la forma que llegaron, los echaron en una fosa grande, sin caja ni nada. Allí dejé la lápida y nunca pregunté lo que terminaron haciendo con ella.

La quinta de mi hermano estaba cumplida cuando empezó la guerra porque fue don Celestino quien tenía apuntado el día en que nació, que él lo apunta todo. Lo mismo que fue después, volvió más tarde que nadie, cuando ya no había guerra ni nada.

Una mañana, cuando todavía no había salido el sol, me veo a la Carmen en lo mío.

—¿Has visto al Pepe?

—¿Qué Pepe?

—¡Cuál va a ser, tu hermano!

La Carmen siempre fue como vieja, con costurones en la cara de esos de rascarse. Se echaba polvos para disimular y así estaba aquella mañana que parecía que había metido la cara en harina.

—Quince días lleva en el pueblo y no ha sido para venir a verte.

—¿Lo has visto tú?

Se encogió de hombros, pero yo sabía que tenía sus más y sus menos pues se decía que estaba embarazada otra vez de Vicente, el de lo Romeral, o de Tocino, el recovero, los dos casados.

—A la cuenta, el hombre no se habrá determinado a bajar porque le habrán ido con el cuento de lo tuyo.

—Y ¿qué es lo mío?

Lo que dicen, que vienes otra vez con cría.

—Y eso, ¿qué? ¿Es que tu hermano puede decirme algo? Desde el punto y hora que se fue, ni una carta, nada, talmente como si se hubiera muerto.

—Pues no sé, pero yo me calculo que por esa causa no habrá venido a la cañada.

—Bueno, pues cuando lo veas, le dices que el Pepito no pura de mentar a su papá y a las ganas que tiene de verlo.

—Yo se lo diré, pero antier, que yo lo vi, no estaba tan adelantado.

—Bueno, pues le dices lo que quieras, que también tú no sé por qué vas a ponerte contra mía.

Me subí al pueblo y me encontré al Pepe en el patio de la herrería, hablando con Daniel. Voy para él y no me conoció, luego sí, y en seguida, me aparta a un lado y me pregunta, no se me olvida:

—¿Es verdad que tú le das dinero a Pablo para ir a San Fernando?

Ni un beso, ni hola me dijo.

—El va allí por avíos para los cartuchos, para eso le di.

—¿Pero le pagaste tú el viaje?

Me enganchó la mano y, con mucho misterio, me llevó donde el bar de la plaza.

Allí empezó a preguntar: ¿y le diste dinero a éste y a la otra? ¿Y cuánto les diste y cómo y cuándo?

Yo miraba a mi hermano y hasta miedo me estaba dando de pensar que, a lo mejor, me había metido en un lío sin yo saberlo.

—¿Pero qué es lo que pasa, Pepe?

—¡Calla, hombre, calla! ¿Tú sabes lo que pasa? Que la accesoria, donde estaba la gasolinera, la venden por tres billetes.

Yo no le sacaba punta a aquello y me parecía que el Pepe andaba mal de la cabeza.

—¡Anda y que le den a la accesoria! ¿Eso es todo el disgusto?

—¡Calla, hombre, calla! Que fui donde Daniel a pedirle prestado, que esa oportunidad es lo más grande que se me ha presentado en la vida, y me dice: ve donde tu hermano que a ese le sobran los cuartos. Figúrate, la accesoria, eso se limpia bien, con cuatro tablas se hace un mostrador y pongo un güichi para vender vino y café en la misma esquinita de la carretera, ¿comprendes?, por eso, si tú no le hubieras dado…

No le dejé seguir porque me estaba dando fatiga. Me eché mano al bolsillo y tiré encima de una mesa el taco de billetes que tenía, más de cuatro mil, y más tendría juntadas de no haber hecho regalos al hijo del Pepe y a la Carmen. La cara que se le puso a mi hermano no fue de alegría sino de susto. Se echó encima de los cuartos, los hizo un montón y puso la mano encima. Me hizo jurarle que no los había robado.

—¿Dónde iba yo a robar eso, muchacho?

—Entonces, ¿estás al contrabando? A padre no le gustaba eso, ya lo sabes.

—Y ¿quién está al contrabando?

Yo hasta me cabreé contándole cómo me ganaba la vida y, a lo último, le dije:

—Lo que hacía padre es lo que hago yo, ya lo sabes. ¿Qué es lo que haces tú y para qué necesitas güichi, ni la madre que lo parió?

Me contó los padecimientos que pasó desde el punto y hora que acabó la guerra, que hasta limosna tuvo que pedir, pues encandilado con sus cuentos y sus negocios de fantasía, se fue a Madrid a que se burrearan de él. Lo único que sabía hacer era cazar, sin afición, y él quería buscarse una caponera para sacar cuartos sin patear. Terminó yendo a comer las sobras de los cuarteles y aunque sabía leer y escribir mejor que nadie, el único oficio que consiguió fue que lo emplearan en las tabernas a despachar vino, que de ahí le entró la afición a los güichis y a estarse fregando vasos.

Cuando me lo contó me dio pena y rabia, porque después de aquello, todavía tuvo el contradiós de pensar que mi dinero podía ser algo puerco.

—Tú no lo necesitas para nada, Juan —me dijo—. Tú puedes ganar lo que quieras sin trabajo ninguno.

Sin trabajo ninguno, dijo. Con las calamidades que él había pasado, si perdía la oportunidad de comprar la accesoria con mi dinero, ¿qué iba a ser de él?

Me volví al campo mareado del berrinche porque, a lo último, me salió preguntando por la Carmen y por el crío y me hizo la mercadería de que él, que se lo había hecho, se lo tenía que pagar. Sabía que estaba preñada de otro, pero no me dijo una palabra de eso, ni yo a él tampoco.

Tenía tanta ansia de meter la cabeza en algún lado, que tanto le daba que la Carmen estuviera como estaba como de que se hubiera muerto. Los días que pasó en el pueblo no hizo más que buscar cuartos a un fiador y estuvo como un turón de esos que se ponen morados del berrinche de verse en jaula y terminan reventando. El no reventó porque se topó conmigo. Estuve enfadado con él una temporada, no por los cuartos, sino porque me dijo que yo los ganaba sin trabajo ninguno. Eso era renegar de la casta, por eso me enfadé.

Luego se me pasó y aún tuve que arrimarle más cuartos en tres ocasiones seguidas y, después, tantas veces, que perdí la cuenta.

Cuando acabó la guerra, pasó que la gente se moría de hambre a chorros y no encontrabas cosa que comprar ni en el pueblo, ni en el campo. Hasta el dinero menudo escaseaba y daban vales o sellos de esos que se ponen en las cartas, en lugar de un real o una gorda.

El campo estaba que tiraba bocados, pues había gente brava tirada al monte y en todos los caseríos hicieron escarnios, llevándose lo que podían y hasta matando a las personas por gusto de hacer daño.

Al primero que mataron de aquí fue al hijo de don Celestino, el médico, y aquello dejó a todo dios planchado, pues si hay un santo en el mundo es don Celestino, que hay que ver lo buenísimo que es.

Era un muchacho, hijo único. Lo cogieron en el mismo pueblo, un día que vino de Cádiz donde estaba estudiando, y le mandaron razón a don Celestino que si no pagaba no sé cuántos miles de duros, le mataban al hijo.

Don Celestino nunca tuvo fincas, ni creo que una cantidad de cuartos tan disparatada como la que le pidieron. Por eso los tíos, se necesita huevazos, mataron a la criatura que iba a ser médico como su padre.

De los Ahumada mataron dos, y eso que por la vida del primero pagaron un capital, pero dijeron que el muchacho conoció a uno de aquellos tipos y por eso, después de cobrar, se lo cargaron. Al último, si me hacen caso pronto, no lo hubieran matado, pues yo mandé razón a la pareja de que los del monte iban a ir al Regalito.

Aquella gente había tomado la Zarza como cosa propia y paraban en los Barrancos, que es la finca más grande del vedado. Por lo que decían unos y otros, al que le querían meter la puñalada en grande era a don Gumersindo, pero como era soltero y paraba en Sevilla, no encontraban la forma de hacerle más daño que quemarle la ermita, romperle los muebles de la casa y molestar a la gente que vivía allí, quitándoles un borrego, unas gallinas y cosas así.

El Clemente se fue al pueblo y en cuanto el sol estaba puesto ni salía a la calle. Y lo mismo que hacía el Clemente, hacía don Cosme y los Aldavaca y todos los que tenían algo que perder.

Yo fui a ver al Clemente por encargo de Rico, pues, con estas cosas, ni el Clemente bajaba a la Zarza, ni los de la Zarza se determinaban a subir al pueblo, no fuera que el husmo a llevar cuartos les aparejara un cascamazo.

Yo subí a pedir el dinero de Rico, y entonces, el Clemente me preguntó si yo era conforme en llevar el de toda la gente que trabajaba y vivía allí. Dije que no me importaba y él me pidió de favor que subiera todas las semanas a lo mismo, considerando que los del monte no iban a echar cuenta de mí.

En la Zarza paraban Rico, su padre y su abuelo, porque sus tíos y primos se habían ido ya a Sevilla, a un olivar que tenía allí don Gumersindo. El abuelo estaba ya postrado y duró poco. Después estaba Sara, la Médica, que vivía en la casa del encargado, lo del casero que le decían, porque su marido lo fue antes que el Clemente y allí se quedó de viuda. La Médica fue amiga de madre y de abuela y no quiso curarme cuando me lastimó el cochino, pues ella en lo seco lo cura todo, pero en lo húmedo no toca. La Sara tenía tres hijos allí en la Zarza, el Vitilo y el Paco con sus casas y el Manuel, que paraba donde su madre. Vitilo estaba de vaquero y no he visto hombre más callado, tenía mujer y tres criaturas casi de mi edad. Paco era el más listo de los tres, sabía de chófer, de tractores y de la electricidad, pero no era simpático. El pequeño tenía una pata más larga que otra y era el mozo de comedor de don Gumersindo, cuando paraba en la Zarza, y el que manejaba los cuartos de la casa. Tenía una bota con una suela de a palmo y allí iba siempre pegando cojetadas rin ron, rin ron. A la fábrica de sillas le metieron fuego los del monte y como allí todos trabajaban de temporeros, menos en la carpintería donde estaban fijos Nicolás, que luego murió porque la sierra le cortó una mano, Beltrán y Meleto, no hacían mucho gasto. Además estaba la gente del corcho, que trabajaban a cuenta. El párroco de la Zarza, que era un viejecito, había muerto en la guerra y se libró de ver que le quemaban la ermita.

Para aquella tropa llevaba yo, todas las semanas, cuatro mil trescientas diez pesetas, todavía me acuerdo, y quinientas más, metidas en un sobre, que le daba al cojitranco del Manuel, para él, la casa, el Felipe y el Amalio.

En las piedras de los Barrancos, de vez en cuando, había hasta ocho tíos que sólo salían de allí para irse al moro o para hacer daño.

El Faneca, que andaba al contrabando, también sacaba tajada de ellos, trayéndoles y llevándoles de la mar a la sierra con sus caballos y trajines. Pero terminaron matándolo, o se mató él solo, pues Manolo el de la Casa de Postas, lo encontró reventado a un tiro de su casa.

Nunca fue un juego cazar en el vedado y entonces menos, pues si no abrías bien los ojos te los cerraban para los restos.

Aquella gente del monte era medrosa de todo y de todos y, como uno tenía que andar de acá para allá, recelaban de que fueras a meter las narices en lo suyo y te acechaban para cortártelas. Por eso, al componer el campo, había que marcar a cada tío y buscarle el alivio para echarte fuera sin topar con otro.

Aun estando ellos en los Barrancos, las querencias de las reses seguían allí y en el Berrocal, pero como yo nunca busqué las querencias, sino los correderos y viajes que van y vienen a ellas, me apostaba en la Peña o en la barranquera junto al río, si no es que me subía a las Cabezas o a lo de Mastevale a buscar las cabras.

Los del contrabando estaban cagados con los del monte y los del monte con los del contrabando. Lo sé, porque después del Faneca, iba a la vista de los caballos, uno de Ubrique que se llamaba Camilo y era bizco como un demonio, pero no con los ojos para adentro, sino para afuera, y me dio razón de que no volviera al monte. Por lo que me dijo, ellos me habían visto con unos canutos de esos de mirar al lejos y que se ve como si estuviera aquí mismo.

Yo seguí subiendo al monte porque el mismo trabajo tenía aquella gente conmigo que yo con ella, y si ellos no se iban de allí, ¿por qué me iba a ir yo?

De aquélla los civiles andaban por los caminos, soliviantados, blancos como la pared, preguntando a unos y a otros sin que nadie se determinara a darles norte de nada. Los del monte hacían la misma cosa y la gente andaba temerosa de comprometerse por cualquier lado.

En la Zarza, los civiles y los del monte, dejaban razones para mí:

—Decirle a ese muchacho que anda con la escopeta, que le vamos a dar un tiro.

—Decirle a Lobón, que en cuanto vea por donde anda esa gente nos mande razón.

Ni a los unos ni a los otros les hice caso. Me iban a hacer cachos si me veían por el monte. No me debieron ver nunca más porque yo estoy entero. Y a los civiles, cuando les mandé razón, ¿para qué sirvió?

Cuando mataron al pequeño de los Ahumada yo pasé lo mío: estaba en la serranía cazando cabras, cuando escuché los caballos por la vereda antigua del contrabando. Al rato, ocho de aquellos tipos pasaron a pie a mi vera, pues me había tapado en un matón y les sentí hablar de que ir al Regalito, tan encima de la carretera, iba a ser un compromiso.

Tenía yo la perra trincada por el morro para que no chistara y tan pronto traspusieron para abajo, tomé viaje tras ellos con la perra en brazos, llevándolos siempre por delante. Anduvieron toda la mañana y, cuando se cansaban, se sentaban a echar un cigarro, hasta que al mediodía llegaron a la parte de arriba del Berrocal.

Entonces yo pensé que, de seguir al paso de aquella tropa, no iba a darme lugar de tomarles la delantera para avisar. Por eso, me escurrí para los limpios, solté la perra y me encaramé pegando botes por aquellas piedras levantando un polverío de espanto. Más miedo que un perro capado pasé porque hasta estuvieron tirándome con un taca-taca-taca de esos, pero cuando empezaron con el tiroteo estaba yo en la china y nadie es capaz de hacer puntería a un tío corriendo desde tan largo.

Por el mismo miedo que llevaba, no me determiné a cortar para la Zarza por los visos, sino apretándome a la umbría, luego al mateado de lentisco para llegar a la bajura del río ya entrada la noche. Entonces me determiné a llegarme a la casa, no sin antes mirar aquí y allá para ver si había algo que no casara bien y me diera norte que los del monte se me habían adelantado. Como no vi nada raro tuve que despertar al Felipe, que era el de más peso, pues Rico, el viejo, no podía menearse.

—Esa gente va al Regalito. Yo no voy a la pareja porque me han visto y, a lo mejor, me están aguardando junto a la Casa de Postas, que es donde paran los civiles. Que vayan ya, pues esa gente habló de ir al cortijo.

Felipe gitaneó por vagancia y por miedo, pero como nunca fue malo y entendió que yo tenía razón en lo que decía, se echó la ropa mientras yo le ensillaba el caballo.

—No les diga usted que los mando yo, sino que usted se ha enterado que van para allá.

Felipe salió picando y, por lo que supe, fue a la Casa de Postas, donde paraba una pareja que no se determinó a hacer nada hasta que Felipe tuvo que zamparles lo que yo había escuchado. Entonces, en lugar de tomar para el Regalito, tomaron para el pueblo a decírselo al cabo y, entre unas cosas y otras, cuando llegaron al cortijo estaba saliendo el sol.

Los del monte estaban ya dentro, que si los guardias llegan un rato antes, ni entran.

Mataron a uno de aquellos allí mismo y a otro le metieron más de diez tiros y no murió allí, sino en el pueblo, donde lo subieron plomeado. Pero se llevaron al señorito joven de los Ahumada y, luego, lo encontraron muerto en unas lajas, con un tiro en los sesos.

Al otro día el juez me manda buscar para que subiera junto a él a hacer declaración. Fue una pareja a la Zarza y otra a lo de Pablo y dijeron:

—El chiquillo de Lobón tiene que firmar un papel, le decís que venga a buscamos o que suba donde el juez.

Claro que no fui. Encima que les hice un favor, no iban a obligarme a tener un compromiso. Es muy cómodo decirle a uno que suba y que baje porque a los civiles o al juez les venga en gana. Una cosa era ayudar y otra cosa que ellos se pensaran que yo andaba por el monte para hacer lo mío y lo de ellos. Me buscaron más de dos meses, pero yo no subí.

Los del monte, sin subir yo al pueblo ni nada, supieron que fui yo quien les fastidié lo del Regalito, pues bajaron a la Zarza y apretaron al Vitilo y al Amalio, aquel que padre le sacó los dientes. El Vitilo ni abrió la boca porque él, de suyo, no habla nunca, pero el Amalio se cagó y contó lo que sabía. Menos mal que sabía poco, que si llega a saber que fue el Felipe quien se alargó a avisar a la pareja, allí matan al viejo.

Cualquiera que suba ahora al vedado y vea lo que hay allí, pensará que miento al decir que, en aquellos días, rara era la semana que yo no mataba un par de reses, o una res y un cochino y dos o tres cientos de conejos y una docena de pájaros perdices.

Como los del monte no cazaban, ni los cazadores subían por miedo a los del monte, los corzos se esponjaron de una forma que daba gloria verlos. Hasta los venados, que siempre han escaseado, y las cabras, más metidas en los peñascales de la serranía, se veían sin necesidad de darse el mate buscándolos.

Cuando los del contrabando tuvieron miedo de tomarme la caza, porque los del monte les amenazaron, yo la bajaba a lo mío, rodándola monte arriba y monte abajo, hasta llegar al río, donde la dejaba tapada y volvía, a la noche, con la borrica de Pablo que me aliviaba el porte.

En casa de Pablo partíamos el bicho en cachos y allí venían a buscar carne unos y otros y, el que podía, la pagaba, y el que no, se la llevaba sin pagar.

La suegra y la mujer de Pablo tomaban unos berrinches horrorosos con esto y siempre tenían algo que decir, pues no eran conformes que se repartiera la carne en su casa sin que ellas sacaran ventaja. Pablo hasta les dio alguna guantada a cuenta de la carne porque decía que, de lo mío, yo podía hacer lo que quisiera.

Pencho también tenía coraje por lo mismo y, aunque con su padre no se atrevía, a mí me ponía vestido de limpio.

Como el hambre que había era muy grandísima, hasta el cabo de los civiles venía, él en persona, a ver si entraba alguna res y siempre pagaba de su bolsillo lo que él creía que era justo, porque allí no había peso ni nada.

A la gente de la Zarza también les mandaba un arreglo siempre que podía. Iba al Felipe y le decía:

—En los tarajes del arroyo seco, os he dejado un cochino.

Esto lo supo don Gumersindo y desde Sevilla escribió al Clemente diciéndole que buscara una combinación para que yo le mandara la cacería. No me acuerdo ya lo que le mandó el Clemente, pero en tres ocasiones le subí jabatos, poco mayores que rayones, que los prepararon en el pueblo y los largaron a Sevilla listos para entrarlos al horno.

Pablo, ya lo he dicho, nunca subía solo al vedado y, entonces, ni acompañado. Lo que él hacía era apañar conejos y pájaros de todos esos cortijos que quedan a lado y lado de la cañada.

En aquella época, encelada por lo que le contaban de mí, se vino a lo nuestro Martina, la del ventorrillo del Humo, que ya contaré de ella cuando tenga lugar.

Yo no sabía que el Amalio se había ido de la lengua y tan ajeno que vivía de que los del monte me la tenían sentenciada.

Una mañana, antes de salir el sol, subía yo por el Regalito, dando el rodeo para disimular los Barrancos, cuando la Centella me hizo dos o tres extraños y se me quedó mirando.

Cuando el perro lo mira a uno, una de dos: o espera que uno le mande, o espera que uno le siga. La perra no tiraba de mí, no había cogido rastro y, sin pensarlo, supe que tenía que andar con cuidado.

Aquella parte de la linde, con tanta piedra, es buen sitio para esconderse, pero una perra dando botes y que no se le va a uno de los pies, era mala compañía. Yo no llevaba más que tres cartuchos con posta y unos pocos con perdigón y si aquella gente del monte hacía por mí, podía darme por muerto.

Llamé a la perra y la tomé en brazos para componer el campo, tratando de adivinar dónde podía estar el veneno. Tuve muchísima suerte porque a un tiro de piedra escuché un bullir de ramones y la Centella intentó ladrar, pero le tapé la boca.

Me tapé como pude y vi que era verdad, que tenía un tío delante, sentado de espaldas en la cresta de la motilla y cada vez que se movía, crujían los matones.

Después lo vi, al clarear, que cada vez me parecía tenerlo más cerca aunque no se movía. Luego, de vez en cuando hacía señas y por eso supe que no estaba solo. Entonces, no lo pensé más y lo que hice fue lo peor que he tenido que hacer en mi vida, porque la Centella no pudo comprender por qué la ahogué apretándole el cuello. No hizo ni un ruido y se me entró un nudo en la garganta al verla muerta, ella que siempre venía conmigo y sólo me tenía a mí.

Si no mato a la perra, aquellos me matan a mí, porque hubieran terminado por verme.

Estaba el sol alto y el tío seguía allí, marcando todos los hondones con el invento ese de mirar al lejos, hasta que se cansó, se puso en pie y bajó de la motilla haciendo mucho ruido. No se escondía, ni disimulaba y, al rato, lo oí hablar dando voces con el otro, que no era otro, sino cuatro más.

Yo no lo sabía, pero se me figuraba que estaban aguardándome y bien que tenía razón, pues el Amalio, hasta les dijo que él se calculaba que yo debía entrar por la parte de arriba, rodeando los Barrancos.

Aquel día me volví a la lobera y fui donde el Goro a decirle lo que me había pasado y a pedirle una poca mecha.

—Tengo que meterles miedo, porque si ya se confían terminarán por matarme.

—¿Por qué no vas donde la pareja?

—¿Para qué? ¿Para que me digan como al Clemente que no salga del pueblo?

Al día siguiente volví con la mecha que me dio el Goro y me estuve cagadito de miedo buscándoles las vueltas sin conseguir verlos.

Yo quería ponerles tres o cuatro cartuchos con mecha para armarles un espolio en su misma casa, pero allí no había nadie.

Los tíos se metían, tan tranquilos, en una choza vieja, que todavía está allí, que la hicieron los piconeros para guardarse de la lluvia.

Se habían marchado y había latas vacías tiradas por el suelo, pedazos de pan con pringue y una garrafa grande con cuatro dedos de agua.

Después, aún intenté volver para lo mismo, pero los tíos no volvieron más, sino que tomaron para la parte de Grazalema, San José del Valle y Alcalá de los Gazules, donde también hicieron horrores.

Aquella vez bajé a la Zarza y le dije al Felipe lo que me había pasado. Por eso supe lo del Amalio, que todos se lo afearon, y él mismo dijo que le entró un susto tan grandísimo que habría puesto a su padre, de estar vivo, en evidencia.

El tiempo que duraron los del monte dando guerra en grande fue poco más de un año y para eso, daban un palo o dos, todo lo más, cada mes.

Lo malo era que, con el achaque de que todo lo malo lo hacían ellos, eran otros los que iban a su avío. Aquella gente del monte no se tapaba la cara como los que robaron en Carbonero, ni los que mataron al administrador del Coto del Francés cuando iba con los cuartos. Aunque no sea verdad, en el campo se habló que la gente de Aldavaca, con tantos cuartos y cortijos, tuvo que ver con lo de Carbonero para dar gusto al celo que tenían de arruinar a don Cosme. Lo que hubo o no hubo, nadie lo puede saber, pero yo me acuerdo muy bien de que, para la gente de nosotros, era cosa sabida que el asunto de Carbonero, el robo, el medio matar a las criaturas y los cerillazos, fueron pagados por los Aldavaca. Después todo se olvida, pero entonces no nos parecía un decir, sino un saber.

Pero entre unos y otros, lo que duró el jaleo, sólo cazábamos en todo el campo de Dios cuatro escopetas calientes: Pablo, el Goro, Martina, la del ventorrillo del Humo, y yo. Los demás se echaban atrás y ni la gente de las casas se determinaba a salir de ellas con la escopeta.

Pablo salía asustado, pero salía, ¿qué remedio le quedaba?

Yo no he conocido persona alguna como Pablo, porque aunque no sabe de leer ni de escribir, tiene mucho en la cabeza y si abre la boca, te tienes que reír de las cosas que dice.

Pablo supo siempre del oficio lo que pocos y si trabajó más con artes de engaño que con la escopeta, a la cuenta fue de que lo trincaron con ella muchas veces buscándose la vida, y le pegaron fuerte. El decía:

—Buscarse la vida con esto, es buscarse la cárcel.

A Pablo le duraba la escopeta lo que la temporada, pues en cuanto echaban la veda, tenía a los civiles, noche y día, haciéndole la sombra y calentándole el campo. Terminaban por encontrarle el arma, lo subían al pueblo y su familia ayunaba mientras duraba el lío.

Era gracioso porque Daniel, el herrero, cuando sabía que en Cádiz o en Málaga había subasta de las escopetas que quitaba la guardia civil a gente como nosotros, compraba diez o doce trabucos de aquellos, algunos de cargar por la boca, y no había vez que no trajera alguna de las escopetas que le habían quitado a Pablo.

Daniel se quejaba diciendo que aquello era basura y a Pablo le devolvía la suya por tres o cuatro pesetas.

—Estas escopetas de la subasta no valen un duro —decía.

—Natural —decía Pablo—, porque al que se la quitan, no lo tiene.

Tenían que componerla, juntando los gatillos de una con los cañones de otra porque las tronchaban y hacían cachos para que sólo sirvieran como hierro.

Pablo era ya entonces agalgado, largo, chupado de cara y con una boca muy grandísima con dientes postizos, que se los regaló un teniente, decía él, de uno que se murió.

Siempre fue muy especial. Iba al ventorrillo, se sacaba la dentadura y la echaba en el vaso del vino.

—No sea que con la hambre me los trague —decía.

Desde que yo lo recuerdo tenía el pelo gris, los brazos largos, las patas largas, la cabeza larga. Tenía un comer exagerado, pero no engordaba, y la ropa le caía como a los espantapájaros, corta y ancha, como si cuerpo y brazos fueran dos cañas cruzadas, con un sombrero por montera y un relío de trapo para abultar el fantoche y que lo moviera el aire.

El se reía de sus hechuras y decía:

—Estoy ya feo de gordo.

Como lo habían castigado mucho, tenía callo en el miedo y daba pocas vueltas para disimular su oficio. El iba donde tenía que ir y si lo trincaban, mala suerte. Por eso no subía al vedado y cuando estaban en la Zarza los del monte, ni consintió acompañarme.

—Tengo criaturas y no tengo tu edad. Tú, das cuatro botes y te echas fuera de lo que sea. A mí me pesan los huesos.

En aquellos meses él se iba con Martina la del ventorrillo del Humo a los pájaros y los conejos. Con la zarampaña era una eminencia. Durante el día atendía los escarbaderos de las perdices para enseñarse dónde se recogían a dormir. Cuando se hacía oscuro, con un pelotón de estopa mojado en mineral y una lata brillante, hacía un farol para encandilar la dormida. La zarampaña, ya se sabe, es una red que se pone en la punta de una vara larga y él la echaba como nadie. Yo le he visto enredar un bando de catorce igualones con la madre, no una vez, sino cientos. También enredaba las toradas de machos y las colleras cuando las empieza a calentar el celo.

De no ser por la Encarna yo nunca habría estado solo, pues Pablo para mí fue un padre y un hermano y un amigo. Pero llegarme a lo suyo de la Avispa no iba conmigo, primero por las viejas que nunca me miraron bien, y luego por la muchacha que me acharaba sólo de verla.

El, lo había notado y, cuando por las pascuas, me llevó allí a oírlos cantar y a comer tortas de miel, me dijo:

—Tú no pases apuro que a la Encarna la ataré con la cabra para que te deje tranquilo.

Pencho Macho, su hijo mayor, tampoco me quería mucho porque no pudo sacar cuartos a la carne cuando yo la llevaba a su casa y porque le daba coraje de que yo le dijera a su padre de tú, siendo un chiquillo, mientras él le decía de usted como a su padre que era.

Con Pablo era diferente, venía conmigo al ventorrillo de Miguel y siempre pedía vino tinto porque sabía que allí sólo lo había blanco.

—Sólo hay dos clases de tinto —decía—: El bueno y el muy bueno. Sólo que yo lo bebo blanco para no engordar. Se bebe blanco y se mea blanco. Se bebe tinto y se mea blanco también. Lo tinto, que se queda por dentro, es lo que engorda.

Así andaba siempre, alegre, y no le tenía miedo a la miseria sino a hacerse más viejo y no poder cazar. Tenía una casta, un aguante y una paciencia como nadie. El sólo veía méritos en los demás y me hablaba del Goro, del Faneca y de padre.

—Tu padre, además de ser lo más grande que ha pisado el monte, le daba respeto a todo dios, a nosotros y a los señores, que lo sepas —me decía.

Me refería muchas cosas de él y no se cansaba de distraerme olvidando las fatigas y berrinches de su casa, con tanta boca, tanta gente con la jeta torcida y la enfermedad de Pencho que le ponía a cavilar.

Cuando la cosa quedó tranquila y ya no mataban a nadie, daba gloria salir al campo. Nunca volverán a ser las cosas como eran, ni volverá el pobre a sentirse tan dueño de sus pasos como entonces.

Las alambradas eran para que el ganado no pateara las sementeras y, en los caseríos, cuando veían que eras un cazador, agradecían el agua que les pedías, no como luego, que las lindes ladraban desde las tablillas y arrimarte a una casa era buscar la denuncia.

Aquellas mañanitas con el relente, aquel verde del campo no volverán nunca más. Sonaba distinto que ahora hasta el latido del perro, porque entonces era gloria de uno y, luego, un trompetazo que a uno se le antojaba que lo estaban oyendo los guardas o los civiles.

No sé si a todo dios le pasará igual con lo suyo, pero a mí todo me parece diferente, como de lo visto a lo contado. Hasta el miedo a los civiles, era un miedo bueno, como cuidar los pasos para no caerte al pozo o pisar un cepo.

Recuerdo la primera vez que hablé con don Gumersindo. Acababa de empezar el año y el Clemente dejó razón a mi hermano de que subiera a la Zarza. Llegué al cortijo muy temprano y perdí toda la mañana porque el amo se levantó cerca de las once. Cuando yo entré a verlo estaba con un señor que yo no conocía, don José Manuel, que tan buena amistad hizo luego conmigo.

Don Gumersindo me habló de esa forma que él siempre habla y, como yo nunca lo había escuchado, me entró miedo. Yo no sé sus palabras, pero dijo algo así:

—Tú, Lobón, a ti quería yo verte. Vamos a dar una cacería y como el vedado ha sido para ti solo estos últimos años, aunque a mí me haya costado muchos miles de duros, vamos a ver si haces que nos olvidemos de tus fechorías. ¿Estamos? Te coges a quien te dé la gana, como hacía tu padre, hacéis los aguardos donde te diga el Felipe y a ver si echas el hígado por la boca batiendo, ¿estamos? Ahora me toca a mí divertirme.

Yo no me atrevía a levantar la vista y estaba como avergonzado oyéndole, porque no me esperaba aquello, ni tanto lujo como había allí me daba tranquilidad. Dos o tres veces me sacudió del pecho preguntándome:

—¿Te enteras?

Y para terminar, cuando ya me iba, me da un bocinazo y me zampa:

—¡Ah! Antes que se olvide. Aquí en la Zarza todo dios te debe muchos favores, pero no se te olvide que, si a la cuenta de eso, el Amalio y el Felipe no te ven en la sierra cuando subes a robar lo que es mío, a ellos los planto en la calle y a ti te meto preso. ¿Te enteras?

Así me agradeció don Gumersindo lo que hice por él y por lo suyo cuando andaban por aquí los del monte.

Entre unos y otros apalabraron ojeadores y trajeron una punta de jauría del Tomellar que más hubiera valido que la hubieran dejado allí, pues los perros no estaban puestos, ni atendían a otra cosa que al juego y a corretear para donde hacían de estorbo.

La mano que dimos del torno del río para arriba, y que yo me pensé que iba a ser un fracaso, resultó la mejor, porque los animales ojeados en la anterior, traspusieron por las umbrías y se bajaron al aguardo de las barranqueras de tierra roja. Mataron ocho corzos, cerca de veinte jabalíes y dos venadas, que don Gumersindo se puso por eso que tiraba bocados.

Después que todo terminó, cuando volvimos todos para la casa y nos estaban pagando, don Gumersindo se me acerca con don José Manuel y me zampa:

—¿Es que tú también vienes a poner la mano? Yo me creía que te habías cobrado por adelantado todas las batidas que quedan de aquí a que revientes.

Pocos días después de aquello, don José Manuel se presentó en lo Romeral preguntando por mí. Allí le dieron razón de donde yo paraba y el Vicente lo trajo hasta la lobera.

Yo sólo lo había visto a él el día que subí para lo de la batida y, aunque no me habló de boca a boca, me cayó bien su forma de alternar, que es como uno piensa que deben hacerlo las personas del señorío, muy en su punto, sin alzar la voz, con la verdad por delante.

—He escuchado muchas cosas de ti —me dijo—. Y si a ti no te importa me gustaría que me acompañaras.

Desde el principio todo ligó bien. Le dije que yo no tenía papeles para cazar y me dijo que no me apurara por tan poca cosa.

—Quiero ir donde tú vayas —me dijo—. Pero si alguna vez subimos a la Peña, aunque le pida permiso a los Ahumada, prefiero que no lo sepa don Gumersindo.

Lo decía porque en la Zarza se pensaban que todo animal montuno de más tamaño que una liebre, pertenecía al vedado.

Así decía Pablo:

—¿Es que los cuernos que andan por Carbonero y la Dehesa de las Potras también son de don Gumersindo?

Lo decía porque los corzos, en el otoño, se alargaban hasta allí.

Pero la Peña, metida de cuña en el vedado, era la bragueta por donde se le iba la fuerza a la guardería. Y la abuela de don Gumersindo había querido comprársela a los Ahumada para abotonar esa bragueta.

Aquella primera vez no fuimos a la Peña sino a la laguna, a tirar los patos. Don José Manuel era un gran escopeta y descolgaba los patos de las nubes.

Me dejó una escopeta de él y, si al principio, cada vez que tiraba yo un pájaro alto, me jaleaba diciendo:

—¡Buena, buena buenaaa…!

A lo último estaba picado conmigo.

Aquel día yo tiré como los mismísimos ángeles, claro que con una escopeta de verdad y con cartuchos de los de fábrica.

Lo que más le gustó fue ver cobrar al Peluso y allí mismo me dijo:

—Te lo compro.

—Se lo regalo para usted. Al Peluso no lo vendo.

Entonces se quedó acharado y yo también, porque le dije aquello con la boca chica, pero si se lo hubiera llevado estaba en su derecho.

Hicimos un montón de patos que daba susto verlo y allí estuvimos metiéndolos en el auto de él, ese viejo que tiene con las ruedas grandes. Tomamos por el Taramillo a la vereda que pasa por delante de la escuelita de Almafuerte y de allí, por la de las Tenadas, a salir al ventorrillo de Miguel y después a lo mío.

Menos una collera de patos reales, yo me llevé todo el montón que le saqué cien duros. Cuando después de eso don José Manuel me quiso pagar, yo le pedí por su madre de su alma que no lo hiciera, pues hasta vergüenza me daba. Entonces, me dijo:

—Yo pagaba al cazador, no al amigo.

Después, hasta que hice el servicio, rara era la semana que, con veda o sin veda, no viniera a echar un rato de caza conmigo.

A él le gustaba tirarle a todo: a las palomas, las tórtolas, las agachonas, las gallinetas, las codornices; lo que fuera, hasta le tiraba a los zorzales.

Si al principio, como hombre ya maduro, sólo se quedaba en el aguardo, a lo último, hasta se venía en mano conmigo andando las perdices.

Nunca fue como otros, que van a lo suyo, sino que tenía muchísimo sentido de cuando una cosa estaba bien hecha, aunque saliera mal. Las cosas que preguntaba, las preguntaba bien y no hacía caso de los libros como el papafrita de don Senén.

Cuando yo le decía algo que no se podía explicar por lo fino, ni se reía ni nada, sino que lo cavilaba, y si le contaba que todo lo que uno sabe son tonteras, que cualquiera puede aprender, en seguida me cortaba:

—Los cazadores lo sabéis, pero es que cazadores hay muy pocos. Los demás somos aficionados o escopeteros.

No voy a contar lo que me tengo pateado con él por aquí y por allá, ni los buenos ratos que echamos juntos.

Con él fui tres veces a una finca que tenía por donde Badajoz, con más perdices que piedras y unos bandos de torcaces como yo no he visto en el mundo de Dios.

Me sentaba donde él se sentaba y comía de lo mismo que él comía y si él se iba a la fonda, a la fonda iba yo, y si al hotel, al hotel.

En la finca de él había un apretado muy grandísimo, que ni entrar se podía y yo le dije:

—¿Por qué no le mete un cerillazo a esto para clarearlo?

Le metió el cerillazo y yo me asusté pensando que aquello iba a ser una ruina. Don José Manuel también se asustó, y nos estuvimos allí nueve días hasta que medio se apagó el fuego. Yo no sabía qué decir porque se quemó todo lo de él, y parte de lo de otro señor, y allí estuvieron gentes de varios pueblos, haciendo gasto con palas y escobones.

Pues con todo, y aunque yo lo veía serio, no me dijo una palabra más alta que otra. Aquello fue una ruina, yo lo sé, aunque al correr el tiempo él siempre me dijera:

—¡Qué bien hicimos en meterle fuego a aquello! ¡Si lo vieras ahora!

Otra vez que fui, lo vi y no era una gloria como me decía don José Manuel.

Una vez me tuvo en su casa y me sentó en la mesa con la señora joven y los hijos que tenía de ella. Les estuvo refiriendo lo de mis humos.

Nunca se me olvidará que antes de hacer el servicio, como tres meses antes, hizo una apuesta, de no sé cuántos miles de duros, con unos amigos entre los que estaba don Gumersindo, que fue quien, a lo último, dijo que ni apuesta ni nada.

Don José Manuel dijo que él se ponía que las diez escopetas mejores del señorío por un lado y un fulano que él conocía por el otro, se pondrían a cazar en mano en una finca que ninguno de los once conociera. Los señores no podían hablar con guardas, ni llevar gente con ellos que pudiera darles nortes y ventajas. Con los diez señores estaría otro de testigo para que se cumpliera el trato.

La apuesta era que si entre los diez mataban más cacería, de cualquier clase, que el fulano que llevaba don José Manuel, ganaban los señores. Si el fulano mataba más que los diez, ganaba don José Manuel.

Don Gumersindo era conforme y hasta hicieron los preparativos, porque a todos les gustaba el juego, pero cuando don José Manuel dijo que el fulano que iba a llevar él era yo, a don Gumersindo le entró el berrinche.

Dijo que yo era una criatura, que aquella apuesta era lo que me faltaba a mí para llenarme la cabeza de grillos, que yo iba para criminal y no para cazador.

Don José Manuel, que me lo contó, dijo que hasta tuvo palabras con él porque se puso muy soberbio.

Como a Martina, la del ventorrillo del Humo, la conoce todo el mundo, no voy a contar cosa de ella que sea oculta.

Pablo dice que si los cazadores tuviéramos lo del Sindicato, ella sería la más ministra de todos por lo lagartona que nació.

Martina tiraba como un hombre, pero era mujer viciosa que le daba a todo: al vino, a la poca vergüenza, al chivateo y a quitarte lo que podía.

Aunque siempre le reconocí los méritos, nunca fue de mi agrado, porque con ella nunca sabías si te estaba ayudando o te estaba buscando un lío.

Pablo dice que de muchachita estaba muy buena, pero cuando yo la conocí si no tenía cincuenta años no tenía ninguno.

—Tenía algo calentón, como las potras —decía Pablo, siempre con sus cosas—. Y de resultas de eso todavía le queda algo caballuno.

Dicen que por estar tan buena, los señoritos la llevaban a las batidas, la metían en el aguardo, y de allí salía ella como las gallinas, arreglándose las plumas, para correr con otro tirador.

No sé si sería así, pero, conociéndola, a uno no le extraña nada.

Su padre de ella estuvo de cotero donde lo de la duquesa y siempre estaba refiriendo que había atado corta a su hija y que no la dejaba cazar más que con gente principal y de confianza. Todavía, viejo como está y algo cambembo, cuando uno va allá y se llega al ventorrillo, con sus ochenta años a la puerta, tan pronto se queda uno solo con Martina, ya está al cuidado de ella por el virgo.

—Con las mozas nunca está uno tranquilo —dice.

¡Hay que ver la moza, que es casi tan vieja como él y que ha corrido más que un galgo!

El ventorrillo del Humo cae a una hora en coche y está en un sitio, que sin saber que corta por allí la vereda del contrabando, nadie se puede explicar qué negocio puede hacer.

Allí nunca hay de nada, a veces gaseosa y un agua gorda de mal color. Ella, que es gandula y sucia, siempre borracha o a medio vestir, se pasa la vida en la cama o pegando tiros a lo que sea.

Los aficionados van a preguntar a Martina dónde pueden divertirse y, si le dan cuartos, ella dice dónde hay comederos de tórtolas, dónde hay fincas baldiadas. Yo no he visto a nadie que sepa más cosas de traer y llevar, del que tiene cuernos, del que robó una bestia, del que tiene un apuro y se le puede sacar un terreno barato.

Allá se llegan los quincalleros, los castradores, los esquiladores, los recoveros, la gente del carbón y del contrabando, y cada uno le saca cuentos y saberes que le interesan a otro. A todos ayuda y a todos fastidia, pues tanto le da dar norte a los civiles como a los del contrabando.

Tiene esa habilidad y otras muchas. Va hasta la carretera, al apeadero del auto de línea, mira quién sube, quién baja, pregunta más que el juez y por eso lo sabe todo.

A mí nunca me ha caído bien porque habla muy seguido, como llevando aprendido lo que dice; un estilo así como don Senén, liante, que más busca su avío que decir las cosas como son.

A los del señorío sí les cae bien, porque se ríen de la lengua tan malísima que tiene y, como les sobran los cuartos que ella les saca, no echan cuenta de lo que les cuesta la risa.

Andando a su vera había que ir con tiento pues como pudiera darte un disgusto para sacar tres chicas, te lo daba.

Eso sí, con la escopeta no hay nada igual. Verla tirar da vergüenza, porque una hembra, vieja y sucia, sigue siendo hembra y es un papelón para los pantalones no poder zurrarle en eso.

No es que mate pájaros y conejos, es que los mata todos.

—Tiene un ombligo como un cenicero —decían.

Al saber le llaman suerte. Yo creo que hace mucho tiempo que nadie le mira el ombligo para saber si lo tiene grande o chico y, que lo que pasa, es que tira como los mismísimos ángeles. Para ella nunca hubo escopeta quebrada, ni derecha, todas eran buenas; ni cartuchos de fábrica o cagalistrosos, todos mataban igual. Y tanto le daba el pájaro de pico, atravesado, rastrero, o por las nubes. Que decían que tenía el ombligo grande y que eso trae suerte, pero eran tonteras de la gente.

Yo he visto las mejores escopetas del mundo, pero al lado de Martina son basura. Tiene esa habilidad como otros tienen otra: sabe esperar a que se le crucen dos y tres pájaros, principal las tórtolas, y se las apaña para hacer con un cartucho lo que otros hacen con dos o con tres.

No es que tire bien, es que no se puede creer. Yo nunca le he visto fallar un tiro. No digo que no haya fallado, digo que yo nunca le vi hacerlo; y lo que yo digo, lo dice también Pablo y lo dice el Goro.

—Tiene el ombligo grande, grande, como un cenicero, y le huele entre sebo y bragueta —decía una vez Pablo a la cuenta de lo que contaré:

Una mañana subimos él y yo al ventorrillo del Humo porque yo tenía un cochino muerto, allá arriba en la caldera, y los caballos no habían pasado a retirarlo como me habían dicho.

Como ella trajinaba con los mochileros y la gente del contrabando, fuimos a que les metiera prisa, antes que el cochino se echara a perder.

Mientras le dábamos razón, por encima del ventorrillo estaban dando tumbos unos palomos buchones y Pablo, guiñándome un ojo, le dice a Martina:

—¿Serías tú capaz de matar un palomo de esos tuyos cogiendo la escopeta con una mano?

A todas estas, le había sacado el plomo a un cartucho y lo había metido en la escopeta de Martina, que con una canana estaba allí, detrás de la puerta.

Estuvieron un rato gitaneando, porque ella no quería matar un animal de su casa por aquella tontera, pero, a lo último, dice:

—Trae acá.

Tiré yo una piedra al tejado y salieron los palomos aciscados. Suena el tiro ¡pum!, y allá que se viene abajo un palomo.

Pablo sacudía la cara sin poderlo creer: el palomo tenía el taco clavado en el buche.

Estas son las cosas que hacen decir a la gente que Martina tiene el ombligo de esta forma y de la otra.

Las dos temporadas que Martina estuvo viniendo a lo nuestro yo no pensé que lo hacía por nada raro, hasta que Miguel, el del ventorrillo, me dijo:

—Esa se está burreando de ti y de Pablo, pues no se va a venir de lo suyo por gusto de haceros compañía.

Con aquel jai que me echó Miguel yo traté de buscar la querencia de Martina y no encontraba dónde tenía el interés. A mí no se me infundía que los cuernos de los venados y los corzos, que ella tenía el capricho de quedarse, era la carnada que la encelaba. Pero eso era.

Por los del contrabando supo que yo mataba muchísima cacería y les había estado pagando por las cabezas lo que yo no sacaba por el bicho entero. Cuando los del monte dijeron a los mochileros que no volvieran a llevárseme la caza y yo me la traía a lo de Pablo, ella se vino, sin dar importancia a nada y se quedaba con las cabezas, como si se quedara con las cagarrutas.

Vivía en lo de Miguel y le pagaba todos los días y como tenía interés en tenerme contento, con lo corto que siempre he sido, a punto estuvo de no volverme a ver más el pelo, pues me echaba mano y me decía bromas que me avergonzaban.

—Te buscas un burro padre y dejas al chiquillo —le dijo Pablo una vez, y no por guasa como hablaba él siempre, sino enfadado por los sofocos que ella me hacía pasar.

Cuando acabó lo del monte, ella iba y venía de lo suyo a lo nuestro, y como los del contrabando no querían llevarse la cacería sin cabeza, Martina no volvió con nosotros.

Hay cosas que se me han olvidado y, sin embargo, me acuerdo de otras tal como si acabaran de pasar hace un rato.

Me acuerdo que desde que el Pepe abrió el güichi a la entrada del pueblo, no paraba de contarme penas, de las trampas que tenía con el ditero, de las cuentas que no le pagaban, de que no tenía para comprar una cama para él y la Carmen.

Subir allí era volver revuelto, con los críos de uno y otro, la barriga, la teta y el Pepito chupando las colillas que tiraban por el güichi.

El, ya tenía aquello, que era lo que quería, y yo no lo veía repompearse, ni gloriarse en lo suyo.

Con la Encarna también pasaba unos tragos amargos pues aunque al crecer no se hacía mujer, porque era endeblucha, a mí me trastornaba. Si iba allí, le echaba valor y me la quedaba mirando como para decirle:

—Me sé lo malísima que eres para mí.

Yo no me acuerdo bien de por qué era tan tonto, pero era talmente como lo estoy poniendo aquí.

A su vera, ni me salían las palabras del buche y por eso le hacía feos, volviéndole la cara o encogiéndome de hombros, que a la criatura le hacían tomar pesadumbre.

—Pero ¿qué te he hecho yo, hijo? —me decía mustia.

Lo que sí que hacía, cuando ella estaba lejos del chozo, era llegarme a su catre y dejarle cuartos debajo del cobertor, Como no decía nada y tragaba, para mí, aquello, era como si fuéramos novios; por eso, en cuanto tenía un apaño iba allí a meterle unos durillos. Si me miraba, luego, y se reía un poco, hasta me sudaban las manos del sofoco pensando que los dos guardábamos un secreto.

Ya de hombre hablé con ella del particular y me dijo que eso lo habría soñado yo porque nunca pasó, que buenos berrinches le di con no quererle hablar nunca, que hasta lloraba por eso. Entonces, se me infundió a mí que Pencho se había burreado bien de los dos, porque él sería quien se guardaba los cuartos como si fuera mi novia él y no su hermana.

Para mí, Pencho siempre fue igual, y ni cuando fuimos hombres los dos hubiera sido yo capaz de preguntarle sobre el particular. El siempre se pagó de avergonzarme con la Encarna, diciendo que me entendía con ella desde que era un chiquillo, abusando del cariño que me tenía su padre. A mí me daba tanto apuro escucharle aquellas cosas que, en lugar de taparle la boca, le buscaba la gracia como si de verdad le debiera algo.

Me había liado de una forma que, todavía me acuerdo, un día me llamó y me dijo:

—Si yo le digo a padre lo que ayer estuviste haciendo con la Encarna, te da un tiro.

A mí se me encogía el corazón, porque ni me determinaba a hablarle ni yo era capaz, entonces, ni de estarme a solas con ella. Cuando ya me tenía descompuesto, que hasta ganas de llorar me entraban, me pedía dinero.

Yo se lo daba y por eso, se me infunde a mí, que él se creía que algo de verdad habría detrás de mi sofoquina.

También me acuerdo de la primera paliza que me dieron donde los civiles.

El día que subí aquí al pueblo a arreglar los papeles para ir a la mili, entro por la puerta y dice el cabo:

—¡Hombre, aquí esta!

Dice eso y me meten para dentro.

—¿Con que tú has matado la muflona? —me pregunta don Fermín.

Yo no sabía lo que era la muflona y me asusté pensando que era una mujer que le decían así. Dije que yo no había matado a nadie y que antes verme muerto que criminal.

¡Para qué dije aquello! Me arrimaron una soba de hostias que hasta me dejaron mareado.

—Tú has matado la muflona y don Gumersindo te ha denunciado, para que lo sepas.

Me meten en el cuarto y al rato entra un guardia y vuelta con los mismos pleitos:

—Tú has matado la muflona y nos lo vas a contar ahora.

Cuando tenía la cara achichonada, me enteré de lo que era la muflona.

Don Gumersindo, que estaba muy metido en negocios de muchísimos miles de duros, quería poner el vedado de dulce, para invitar a unos y a otros, para, luego, tener empeños acá y allá para sacar lo que necesitaba. Si nadie tenía camiones, él los tenía, si nadie podía comprar un tractor, él lo compraba, si nadie podía llevar cochinos a Madrid, él los llevaba.

Todos sus negocios y empeños salían de aquellas invitonas, que por eso tenía tanto celo con el vedado.

A la cuenta de eso, se trajo cinco venadas y un macho, para aumentar la simiente, y tenía los bichos en un jaulón, junto a lo de la Médica, para que se acostumbraran a lo nuestro. Esto lo sabía yo, pero lo que no sabía era que, también, se había traído unos borregos montunos que les decían muflones. Yo nunca había visto esa clase de bicho, ni lo había escuchado mentar.

Don Gumersindo se trajo cuatro colleras, con las hembras preñadas, y después ocho más. Las tuvo donde mismo los venados y después las echó al monte.

La cosa fue que los guardas dijeron que a lo primero, veían los animales y luego dejaron de verlos. Andaban por la montera y junto al quejigal, de donde sacaban la madera para la fábrica de sillas y de pronto, se quitaron de en medio.

El amo no paraba de preguntar:

—¿Y los muflones? ¿Y los muflones?

Y los guardas, negros, porque no los veían, ni ellos estaban ya para trotes de entrar a los apretados y a los riscos para dar norte de nada.

Pero una vez encontraron una hembra medio muerta, que le habían tirado con posta, cerca de la linde del Regalito. La encontraron las mujeres de las sillas y, en seguida, don Gumersindo me denunció.

Yo que subí al pueblo por asunto de los papeles, me dieron leña. Ni yo sabía nada, ni motivo había de pegarme. Encima que subí por mi pie, asunto de la mili, me dieron una mano de tortas que ni por matar toda la muflonería se le debe dar a un hombre.

Pero aquello fue una lección y una vergüenza muy grande para don Gumersindo y para los civiles, porque estando yo en el cuarto, aparece en el cuartelillo el hijo de los caseros de los Ahumada y dice:

—¡Hombre!, que me he enterado que han metido preso al chiquillo de Lobón por tirar un borrego de esos de la Zarza. A ese borrego le tiré yo, y si me valgo no dejo uno del rebaño, que hay que ver el destrozo que nos hicieron en el maíz.

Como los Ahumada no reclamaron nada a don Gumersindo por el daño que habían hecho los muflones, don Gumersindo no pudo decir nada porque le hubieran plomeado la muflona.

Yo me quedé con las cachetadas y me volví a lo mío pensando que, por el ridículo tan horroroso que hicieron los civiles y don Gumersindo, valía la pena llevarse los morros hechos una lástima.

Yo no sé si a mí me pasaron las cosas de forma distinta que a todo el mundo, pero uno escucha hablar de la mili como un mal trago que hay que pasar y para mí, la mili, fue lo mejor de mi vida.

Si yo no hubiera sido cazador, no sé cómo me las habría apañado, pero como lo era, me las apañé divinamente. Cada cual lleva su estrella en la frente y ve la luz que tiene que ver.

Yo salí a los cañones de la costa con otros dieciséis chavales de mi quinta y nos pasamos una temporada en Facinas, marcando el caqui, y de allí fuimos a la Batería, que cae por la parte de Tarifa donde corre muchísimo viento.

Los primeros días lo pasé mal, pues los otros chavales, cincuenta nos juntamos allí entre quintos y veteranos, no paraban de tomarlo a uno de cachondeo y de darle quintadas. Me quitaron todo: ropa, dinero y hasta las botas, y no quise ir donde el sargento porque, si lo cogía uno cabreado, te daba una guantada por dejarte robar. Y tenía toda la razón.

En cuanto tocaban francos, salían los muchachos como un rebaño de cabras y unos se iban a Algeciras y otros a Tarifa y sólo los de guardia y yo nos quedábamos sin salir. A mí me daba tristeza pasear por esos pueblos tan grandísimos para arriba y para abajo.

Mientras los otros chavales se aburrían yo me iba por aquellos pelados a poner lazos a los conejos y, al cuarto día de estarme allí, el sargento me quitó de todo y me dijo:

—Tú te vas a estar con las bestias, pues el carrero solo no da abasto. Y como te sobrará tiempo, puedes coger conejos todo el tiempo que quieras.

Conejos había muchos pero, como el terreno estaba muy pateado por unos y por otros, con los lazos no se hacía buen negocio.

Entonces, el sargento, que se repartía con un teniente chusquero, muy buena persona, lo que yo cazaba, fue donde el capitán con un conejo para que me diera permiso para llegarme al güichi de mi hermano Pepe a recoger la escopeta. El capitán, que tenía castañas, tiró el conejo por la puerta y me mandó llamar.

—Llevas aquí menos de un mes ¿y ya vas a pedir permiso? ¿Tú qué te has creído?

Yo le dije, con mucha educación, que yo no había pedido permiso.

Llamó al sargento y yo estaba viendo que nos iba a pegar al sargento y a mí, pues le habían dicho que yo quería permiso y yo le dije que no lo quería.

El sargento salió de allí por pies, con las orejas coloradas y a mí me entró un apuro grandísimo. Ni siquiera sé lo que me dijo de tieso que estaba yo y cuando salgo diciendo: ¡a la orden mi capitán!, vuelve a darme un bocinazo y me riñe porque si la media vuelta, porque si sin el gorro no se saluda así ni de la otra manera. Luego dice:

—Y tú ¿qué?

Y me sacó de mi padre y de mi madre, de lo que yo hacía y no hacía. Yo pensaba que me iba a arrestar, pero me dijo que allí había ido a hacer el servicio y que tal y cual; que allí, a servir a la patria, esto y lo otro. Que a engordar al sargento con conejos, ni hablar, que se acabaron los conejos.

Después, se quedó cavilando y yo allí sin saber qué decir. Sacó un papel, me miraba y miraba el papel y, a lo último, me dice:

—Con una escopeta ¿cuántos conejos serías tú capaz de meterle al rancho?

Yo le dije que unas veces más y otras menos. Que si yo tuviera allí la Rabona, hija de la Centella que yo maté, Dios me lo perdone, días habría que saldría a conejo por tío, y días que menos.

Me dice:

—A por la perra y a por la escopeta, vas a ir a lo tuyo. Yo te mandaré en el camión, ¿se puede ir y volver en el día?

Dos días después me mandó en el camión a lo mío y, aunque íbamos para un día, tres estuvimos, pues en aquellos caminos tan malísimos se le partió no sé qué de las ruedas de delante. Vinieron con otro camión y estuvieron arreglando aquello y cuando ya estuvo arreglado, a la vuelta, volvió a cascar.

Decía el chófer:

—Aquí no se puede venir en auto sino montado en pájaro o en aeroplano.

Como no había cartuchos llenos, ni vacíos, ni vendían pólvora, el capitán dijo:

—¿Y para qué habremos ido por la perra y la escopeta rompiendo el camión, si ahora no hay qué tirar?

Entonces yo me fui donde el armero, que tenía unas manos de dulce, y con un papel de brillo empezamos a hacer canutos y con una chapa, muy finísima, de metal, les apañó los culotes, tal como los que venden en la tienda.

Lo más malo fue que no había mixtos y hacer el yunque y la cazoleta de un mixto, aun teniendo manos de dulce, es muy castañoso.

Menos mal que un muchacho que era de donde el moro, fue unos días a su casa porque a una hermana suya le entró un paralís, y se trajo cinco o seis cajas de mixtos de los que usan los moros o los franceses y con eso nos apañamos, recargándolos una vez y otra vez, con triquitranque disuelto en espíritu.

Por la noche, después del regreso de francos, nos liábamos a cargar cartuchos y mientras uno rascaba la pólvora de barra para hacerla viruta, otro recargaba mixtos, otro cortaba las tapillas y otro cernía serrín para hacer el taco prensándolo dentro del canuto.

La munición nunca la hicimos bien porque no había zarandas y porque eso, al que le sale, le sale, y al que no, no.

Aquello era un caso. Echábamos los conejos por los ojos y, como no había nada más que muchísima hambre y poca pringue, cambiábamos conejos por aceite, por azúcar, por café, por tabaco y por todo lo bueno del mundo.

Con estos cambalaches también hubo sus más y sus menos a cuenta del capitán y me volvió a llamar.

—Desde mañana, los conejos que mates me los apuntas en un papel y todos los días me das parte.

El se ponía descompuesto cuando le daba el husmo que alguien sacaba ventaja. No es que fuera envidioso, porque él tampoco, ni una sola vez, se llevó un conejo, pero tenía esa rareza como otros tienen otra.

Yo que, en algunas cosas, daba razón al capitán, en esto no se la daba porque no la tenía.

Si el armero hacía los cartuchos, y el otro la munición, ¿qué había de malo que yo les diera conejos, que era lo que allí sobraba? Con el sargento también tenía todo lo que quería y había que corresponder.

Decir cómo me miraban allí y lo bien que lo pasé, da hasta vergüenza, porque uno escucha de otros y parece que quiere echárselas de algo.

El capitán era de Burgos y tenía un hermano cura que también era de allí. Burgos es un pueblo que queda de Madrid para arriba, más cerca del monte que de la mar y por eso cae nieve blanca todos los años y los podencos de pelo fino toman unas tiritonas que ni cazar pueden. Por eso allí cazan con pachones, aunque querría yo ver las cacerías que hacen con esos perros tan tontísimos.

El cura no era como su hermano y daba regalo hablar con él. A la cuenta, el cura, también estaba haciendo el servicio en Facinas, pero no lo hacía de quinto, sino de cura. Se llamaba Juan, como yo, y por eso me decía tocayo.

Este don Juan era un aficionado como yo no he visto otro y lo que más le gustaban eran los perros. No he visto hombre que tuviera más libros de perros de todas las clases, pero le gustaban los pachones y a mí no me entraba en la cabeza.

Tenía una collera: la Ja y el Jo que eran color hígado, con las orejas como las hojas de una col y así mosqueados por el lomo y él decía que eran perdigueros de su tierra y no se cansaba de referir los méritos de aquellos pachonazos.

Se embobaba cuando le paraban un pájaro o un conejo y me llamaba para que lo viera:

—Mira, mira.

Estaba muy bonito, esa es la verdad, el perro quieto como si fuera de palo, pero el tiempo que perdía en aquella tontera no lo contaba el cura. Le decía yo:

—La Centella que yo tenía, me ojeaba los conejos, me ojeaba los pájaros, y en el rato que la Ja se está haciendo el tonto, ella tenía lugar de meterme dos conejos debajo de la escopeta y de cobrarme un pájaro de ala.

Cuando la Rabona se llevó una temporada cazando conmigo, el cura me daba la razón, pero decía:

—Con un perro de muestra tú no haces negocio, pero ¿qué iba a hacer yo con un podenco?

El cura, cuando venía a cuento, me hablaba de Dios y de la Virgen, que eso era lo suyo, y me enseñó bien lo de Padre Nuestro y lo de Salve María, cosa que no me pesó, porque después, cuando iba a un velatorio y se rezaba, no hacía mal papel.

Cuando se puso malo el escribiente me llevaron una semana a la oficina, porque aunque don Fermín, el alguacil, se piense que soy un mulo, de los que estábamos allí era el que mejor letra tenía.

Si me quitaron fue porque había que escribir en una máquina de esas, tiqui taca, tiqui taca, y yo eso no lo sabía hacer. Por lo de la máquina y porque yo no ponía las palabras por lo fino, sino a mi aire, por eso me quitaron, no porque yo no supiera escribir.

Estando en la oficina me llamó el capitán, pues habían metido cuña donde los jefes para que me dejaran ir a batir a la Zarza. Yo no quería ir, ni me habían preguntado mi parecer, pero como la cuña era muy grandísima me despachó muy enfadado.

En el camión de allí me fui a Algeciras, y como no llevaba cuartos, no sabía si tomar por la carretera de Jerez hasta Alcalá, para cortar por la sierra, o si seguir por la de Málaga para tomar luego por la de Grazalema.

Si tenía suerte de que me dejaran subir en un camión hasta Alcalá, aunque tuviera que cortar por el monte, en un par de días podía estar en lo mío.

Pero encontré combinación para subir hasta Jimena, que quedaba menos retirado que Alcalá y desde allí corté por la serranía.

Llegué con vejigas en los pies, tirando cojetadas, y al día siguiente me entró tiritona de calenturas, pues me salió maldad y pus de las sobaduras.

Menos mal que el Pepe, que todos los males conoce, me untó con loción y agua de manzanilla y al día siguiente me cortó la maldad con una tijera hasta sacar la sangre nueva.

Así subí a la batida, y al verme don Gumersindo, dijo que buen negocio había hecho trayéndome, pero me puso de secretario y él iba de un puesto a otro en su caballo y yo arrastrando la pata.

Mataron poca cosa, pero fue entonces cuando vi por primera vez un muflón, aunque nadie lo tiró porque querían guardarlos para simiente.

Al día siguiente, todavía me hizo ir con él y tres señores más a tirar las cabras. En cinco mulas nos pusimos en camino muy de madrugada, y si alguna vez he sentido coraje de la gente, fue entonces. Venía el Felipe y Rico, echando cuenta de las bestias, y allí tenía yo que decir que por dónde tomo, que por dónde salgo. Pasadas las últimas tierras negras del Berrocal de arriba, querían seguir los señores subidos en las mulas, allí repompeados, y tuvimos que salimos para la linde que va a lo de Pozo Amargo y la Porquera y subir para lo de Mastevale. Allí les dije:

—Ahora tenéis ustedes que echarse abajo, porque las bestias no pueden subir por las piedras.

Los tíos se resistían y decían que a donde yo les quería llevar estaba muy lejos y que no nos íbamos a cargar con la merienda y el agua y unas mantas que llevaban y los cartuchos hasta allí.

En eso tenían toda la razón, pero allí, para lo que iban a hacer, pegarle un tiro a un cabrón si había suerte, todo lo que hacía falta era llevar dos cartuchos y ganas de andar.

Al Felipe me lo cargaron como si fuera la burra del vecino, a Rico otro tanto y a mí no me dieron carga porque tiraba cojetadas. Pero a mí se me hacía un contradiós dejar a Felipe cargado y me eché a las espaldas todo lo que le pusieron al viejo. Entonces don Gumersindo, al verlo de vacío, dice:

—Hombre, Felipe, tú que vas libre, llévate lo que falta.

Poco faltó para que yo no tirara todo por el suelo y con aquel berrinche tragado, tomé para los riscos de las Cabezas.

Después de todo aquel pleito, los señores se cansaban y nos teníamos que sentar, hasta que al llegar cerca de la vereda nueva del contrabando, yo dije que me iba a ver si veía algo.

Lino de aquellos señores dijo que se venía conmigo y me dio su escopeta para que se la llevara, porque él llevaba un rifle con un canuto, de esos de mirar, encima.

Yo que iba cojo, tenía que irme aguantando para no dejarlo atrás y él respiraba como si se estuviera muriendo. Y menos mal que con la paliza de subir y bajar por las piedras se entregó y seguí solo, que si no, aquel día ni vemos las cabras. Por la tarde vi yo un rebaño y volví por el hombre aquel, que no era viejo, pero que estaba ya molido antes de empezar.

Yo empecé a tomarle las vueltas al rebaño, pero aquel hombre, no sé qué tenía, que en cuanto se movía, las cabras se quitaban de en medio. Así estuvimos haciendo el tonto, hasta que en un cortado lo subí a borricate y pude llevarlo arriba, ponerle la manta por el suelo, cargarle el rifle, decirle dónde se veía un cabrón, que estaba largo, esa es la verdad; y él, estuvo mirando por los canutos de mirar al lejos, luego por el canuto del rifle y yo no sé si no veía el bicho o qué le pasaba. Cuando lo mató, muy bien matado, descansé.

Tuve que ir por el cabrón que pesaba como una mujer y cuando llegamos a donde los otros, don Gumersindo se puso que tiraba bocados. El que había tirado, también se despachó a su gusto con don Gumersindo y allí se dijeron todo lo que se puede oír.

Don Gumersindo le decía, y tenía cierta razón, que allí habían ido cuatro a tirar las cabras y que no era derecho que sólo uno se hubiera divertido. El otro le zampa:

—Lo que tienes que aprender es a ser cazador y darle a las piernas, que tú todo lo que haces es que te lleven a los sitios y apretar el gatillo. La caza hay que sudarla.

Nunca vi un tío con menos vergüenza que aquel, diciendo aquello delante de mi boca.

Cuando volvía subido en la mula pensaba yo lo mal hecho que estaba el mundo de nosotros y que Dios daba piñones al que no tenía dientes.

De aquella cacería lo único que me traje fue un pie hecho viruta, que tardó más de doce días en ponérseme bueno.

Al otro año volvieron a llamarme y volví yo a ir, pero como me enteré que iban otra vez a tirar las cabras, yo dije que se buscaran a otro.

El Clemente trató de arreglar la cosa, porque no se atrevía a decirle a don Gumersindo que yo no quería ir, que bástantes bilis tuve que tragar la primera vez y no quería tragar las de la segunda.

—¿Y para eso te vienes desde allá?

—Yo no he venido por mi gusto, que me han traído a empujones metiendo cuñas a unos y a otros. Pero no tengo ganas de ir donde las cabras con cencerros. Si quieren cabras, que las busquen ellos.

Yo no sé lo que harían ni lo que no harían porque yo me fui en el auto de don Celestino hasta Jerez, porque iba él allí, y me estuve dos horas con él acarreándole rollos de cable para la electricidad, pues iba a ponerla en su casa. Cuando le llené el auto me llevó donde el coche de Algeciras y me volví a la Batería tan ricamente.

Quitando las dos ocasiones que he contado, yo no tuve más pena, ni berrinche, en todo lo que duró la mili.

Allí todos me miraban porque yo era cazador. En otras partes la gente sólo respeta al perro cuando muerde, allí lo respetaban porque llenaba la olla.

Conocí muchos chavales, unos que cumplieron antes que yo, otros conmigo y otros después, y con ninguno tuve un sí o un no.

En las fiestas les gustaba que yo levantara sacos con arena y ninguno me tomó miedo por eso, ni nadie dijo que yo abusara de nadie. Todos me querían, unos de suyo, y otros porque estaban agradecidos de que yo les diera conejillos que ellos vendían para tener cuartos para irse con las de la vida.

Todos andaban a vuelta con las mujeres y no pensaban en otra cosa. Cuando no iban con ellas se traían unas novelas de fulanas, con dibujos y todo, que estaban muy bien.

Aquello era un caso, pues se traían cada ladillazo y cada purgaciones de garabatillo, que luego tenían que curarlos con el fuego o con lavados que vaya gritos que pegaban.

Entonces el cura viejo que había allí, no mi tocayo, se enteró y dijo:

—Las purgaciones os las pegan esas novelas que leéis, marranos.

Armaron un registro para quitar todas las novelas. Las de tiros y tonteras sí las dejaban, pero las de fulanas las quitaron todas y les metieron fuego.

A mí no me registraron porque yo dormía en la cuadra y no fueron allí, que hasta en esto tuve suerte.

Yo con el capitán nunca tuve un sí ni un no, pero le decía a su hermano:

—Usted debía ser capitán y su hermano cura.

—¿Y eso?

—Que su hermano de usted es tan serio que ni necesita traje negro.

—También tú eres serio y no eres cura —me decía él.

Mi tocayo, el cura, me enseñó de la vida más que yo había aprendido hasta allí. Le hablaba de la Encarna, de Pablo, de Pencho, de mi hermano y de que yo nunca había estado con una mujer por la vergüenza tan grandísima que me daba. El no se reía de mí por eso, ni se pensaba que yo no era tan hombre como el que más.

Por todas estas cosas, la mili se me hizo muy corta y no contaba los días que faltaban para cumplir, como hacían los otros, ni maldito el gusto que le saqué a venirme a lo mío con permiso, para hacer el boyero con el abogado de don Gumersindo.

Cuando pienso en mi vida, me parece que todo lo de antes de la mili es distinto que lo de después.

A las personas humanas nos pasa lo que al hierro que meten en la fragua del herrador. Somos talmente un cacho hierro del que sacan la herradura de una bestia. A lo primero, nos calientan para darnos hechura; después, nos clavan en la bestia y, a lo último, cuando no servimos, hay que tirarnos. Lo mismito somos: aprendemos lo nuestro, vivimos con lo nuestro y, si no servimos, hay que tirarnos.

Es por esto por lo que pienso que desde el punto y hora que nací, hasta que volví de la mili, fui como hierro metido en la fragua: padre, que me puso al fuego; el campo, Miguel, Pablo, el Goro, don Gumersindo y la mili, que me dieron con el martillo para que tomara hechuras de cazador. De allí para delante, tenía que aguantarme en lo mío y no dejarme gastar, para que nadie me tirara a la cuneta.