Petula y las Wendys entraron en el baño con aire despreocupado, como si fueran las dueñas del lugar. Hicieron una entrada coreografiada al milímetro, como era su costumbre, por si acaso alguien las observaba. Se trataba de su sesión postutoría y preprimera-hora-de-clase, y polvos, brochas y brillos de labios empezaron a emerger de cada bolsillo y estuche de sus carísimos bolsos a una velocidad superior al parpadeo de un ojo con varias capas de RevitaLash en las pestañas.

Su acceso al espejo se vio momentáneamente bloqueado por un grupo de despistadas novatas andrajosas que como era evidente no habían sido aleccionadas todavía sobre el protocolo ante el espejo. Wendy Anderson se hizo cargo sin mediar palabra, rompiendo la bandada con una mirada gélida y señalando la puerta con severidad. Las novatas captaron la indirecta a la primera y desfilaron rápido y en silencio, sin protestar.

—Wendy-aspirantes —gruñó Wendy Anderson a la vez que las tres ocupaban su legítimo lugar ante el espejo.

Petula miró de reojo a Wendy Thomas, a su izquierda, y se puso a pensar. Desenvainó una barra de maquillaje y dibujó una pequeña línea en el tabique nasal de Wendy, como un cirujano plástico en ciernes realizando un dibujo preoperatorio.

—Ves, si te limas esto y te levantas luego la punta te quedará una bonita caída, justo como la mía —dijo Petula dando un paso atrás y admirando su obra—. ¿Lo ves? —le preguntó a Wendy a la vez que la hacía volverse hacia el espejo para que se pudiera ver.

—Sí, ya veo —dijo Wendy Thomas con una risita, contemplando la diminuta pero más que visible marca.

Para Petula y las Wendys esta clase de autocrítica brutal y desvergonzada era más una afición que un juego. Y no se sintieron apuradas en lo más mínimo cuando escucharon a sus espaldas un susurro en el retrete.

De haberse molestado en apartar la mirada de sus reflejos en el espejo, quizá hubiesen advertido el tosco par de botas negras de motero que asomaban por debajo de la puerta del baño. Se oyó cómo tiraban de la cadena y un instante después apareció Scarlet remetiéndose el top mostaza y colocándose en su sitio la camiseta de tirantes negra y la falda vintage de chiffon.

Cuando Wendy Anderson advirtió en el espejo que se trataba de Scarlet, torció el gesto con desdén, actitud con la que sólo consiguió provocar a Scarlet. Ésta arrancó la barra de maquillaje de la cuidada mano de Wendy.

—Yo me decantaría por el estilo María Antonieta —dijo Scarlet trazando una línea de puntos de parte a parte del cuello de Wendy—. Lo que necesitas es una amputación de cabeza radical.

—¿Qué haces que no estás por ahí sintiéndote excluida? —le dijo Wendy Anderson con condescendencia.

—Disculpa, no hablo pendón —contestó Scarlet, que subrayó lo último levantando con ordinariez el dedo corazón, en un gesto tan amenazador como el que Wendy empleara antes con las pobres novatas. Wendy captó la directa.

Petula pasó rozando a su hermana, ignorándola por completo, y salió por la puerta en el instante mismo en que sonaba el timbre.

Scarlet se quedó atrás reflexionando sobre cómo era posible que estuvieran emparentadas. De pronto sintió frío y paseó la mirada por la estancia vacía.

—¿Charlotte?

No hubo respuesta. Charlotte estaba fuera, esperando a que salieran Petula y las Wendys. Sabía que las tres tenían Educación Vial a primera hora con el profesor González, y no quería dejar pasar su oportunidad.

Charlotte echaba una última ojeada a la página sobre posesiones de su libro en el instante en que el triunvirato salió por la puerta del instituto. Estaba nerviosa, al fin y al cabo era su primera vez, y trató de calmarse convenciéndose a sí misma de que sólo tenía que actuar con naturalidad. Con todo, no dejaba de ser el gran momento. Estaba a punto de meterse en Petula Kensington. De ver el mundo a través de sus ojos, de sentir con sus dedos, posiblemente de besar con sus labios. De bajar la mirada y contemplar un cuerpo perfecto de curvas en su sitio.

Quizá estuviera de moda entre las guapas presentadoras de los telediarios enfundarse en sus trajes de gorda e irse de chaboleo para experimentar «el prejuicio», pero Charlotte buscaba justo lo contrario: una oportunidad de sentirse aceptada. Admirada. Popular. Petula era el traje perfecto, con su vida perfecta y su novio perfecto, y era toda suya. Por una vez tenía la oportunidad de coger la sartén por el mango y hacer sus sueños realidad.

Entre tanto, Petula había ocupado el asiento del conductor y se retocaba el maquillaje en el espejo lateral con el motor al ralentí. Dejó la puerta abierta a fin de ofrecer a quienes quisieran verla una buena perspectiva de sí misma instantes antes de abandonar el recinto del instituto. En ese sentido era muy generosa. Wendy Thomas y Wendy Anderson se acomodaron en el asiento trasero, dejando la puerta del acompañante abierta para el profesor, que se encontraba de charla con un colega.

Petula, harta de esperar a que González diera por concluida su conversación, decidió empezar sin él la clase de Educación Vial. Solamente ella podía abandonar las instalaciones del instituto en un coche de Educación Vial, sin profesor y sin permiso de conducir, y tener la certeza de que saldría inmune.

—En honor al profesor González, andémosle a Taco Hell —les sugirió a las Wendys, como si tuvieran alguna opción.

—Suena bien —dijeron ambas totalmente conformes.

—Pues claro que suena bien; lo he dicho yo.

Petula pisó el acelerador y salió quemando rueda, con la puerta del acompañante todavía abierta.

—¡Ta luego, capullo! —le gritó Wendy Thomas al profesor por la ventanilla.

—Wendy, también es nuestro profesor de español… ¡En español, por favor! —dijo Wendy Anderson con sorna.

¡Hasta la vista, señor Capulo! —chilló Wendy Thomas.

El profesor González gritó tras el coche a la fuga, completamente humillado delante de su colega, pero es que Petula era una experta en humillar a la gente, y a los profesores en particular.

Al instante, Charlotte hundió la cabeza y corrió con todas sus ganas hacia la puerta abierta del acompañante, que Petula trataba de alcanzar para cerrarla. Embistió directamente contra Petula, y quedó mitad dentro y mitad fuera, como en el incidente de la ducha. La intrusión de Charlotte provocó un inesperado acto reflejo en Petula, como un ataque matinal de piernas inquietas, que impulsó su pie contra el pedal del acelerador y el del freno.

El coche daba sacudidas espasmódicas mientras Charlotte se debatía por «robarle el coche» a Petula. Entonces, de un zarandazo, Charlotte salió despedida de Petula y atravesó la ventanilla del conductor.

Al hallarse Petula momentáneamente libre de Charlotte, el coche aminoró la marcha y Petula creyó por un segundo que recuperaba el control. En el asiento trasero, las Wendys estaban encantadas con Petula y su decisión de largarse sin el profesor, pero les entusiasmaba menos tanto meneo. Petula siguió como si nada, adoptando al volante la posición «dos menos diez» que recomendaba el manual de conducir, y aceleró hacia la salida del aparcamiento.

Charlotte se recompuso también y atravesó el parabrisas para asir las manos de Petula. Ésta dio sendos volantazos a izquierda y a derecha. Las piernas de Charlotte atravesaron el capó, penetraron en el interior del coche y se embutieron en las piernas de Petula. Estaba pegada a Petula como un chicle a la suela de un zapato.

El coche volvió a zarandearse fuera de control y el movimiento arrojó a Charlotte contra el parabrisas, de cara a Petula, que, como ella, tenía los ojos desorbitados de miedo. Charlotte, que nunca había estado tan cerca de su ídolo, estaba completamente fascinada, a pesar incluso de lo peligroso de las circunstancias.

—Lo siento, Petula —dijo con total sinceridad.

Petula, ajena a su presencia, apretaba los dientes y miraba hacia el frente, tratando de no golpearse con nada. Para entonces, las Wendys ya mostraban señales de evidente nerviosismo a la vez que eran zarandeadas de un extremo a otro del asiento trasero.

—Los accidentes en vehículos motorizados constituyen la primera causa de mortalidad entre los adolescentes —gimoteó con debilidad Wendy Thomas.

—Según los estudios, se debe a que muchos adolescentes son incapaces de regular su conducta de alto riesgo porque el área del cerebro que controla los impulsos no alcanza su plena madurez hasta los veinticinco años… —balbuceó nerviosa Wendy Anderson, impartiendo, cosa rara en ella, una patochada memorizada de manera accidental de una de sus revistas.

Wendy Thomas y Petula enmudecieron de asombro ante la salida de Wendy Anderson. Hasta Charlotte se quedó momentáneamente impresionada. El veloz zigzagueo del coche las devolvió a toda prisa a la realidad.

—Petula, no podrías aminorar…

Antes de que Wendy Tomas pudiera formular su petición, Petula la atajó.

—¡Agarraos bien, cacho putas! —gritó Petula—. ¡Al menos ésta es la manera más popular de morir!

Charlotte se sintió dolida.

Petula estaba actuando con la arrogancia y temeridad habituales, pero ni por asomo deseaba morir. No tenía ni la más remota idea de lo que estaba ocurriendo y necesitaba infundir confianza en la tropa hasta lograr detener el coche. Y eso tiene un nombre: liderazgo.

Y es que Petula también iba vestida para el liderazgo. Jamás olvidaba enfundarse en su uniforme de animadora cuando asistía a Educación Vial. En una ocasión sorprendió al profesor mirándole de reojo sus, esto, pompones, y había llegado a la conclusión de que con cada gota de sudor pedófilo que emergía bajo sus cuatro pelos repeinados durante la clase, ella estaba más cerca de convertirse en la primera de su curso en sacarse el permiso de conducir.

Charlotte se embutió en Petula una vez más, torpe y agresiva, obligándola a pisar a fondo el freno.

El coche se detuvo con un chirrido y las chicas fueron propulsadas hacia delante y después hacia atrás. Charlotte salió despedida de Petula, de nuevo, esta vez de cabeza, contribuyendo a dotar a la expresión «atravesar el parabrisas» de un significado completamente nuevo.

—Espero por tu bien que eso no me haya dejado cicatriz —dijo Wendy Anderson, que se desabrochó el cinturón y se subió la sudadera de animadora para, a continuación, examinarse el pecho en busca de alguna marca.

—Demasiado tarde —afirmó Charlotte al ver la cicatriz de un implante que asomaba bajo el sujetador de aro de Wendy. Volvió a introducir la cabeza y los hombros en el vehículo mientras Wendy se estiraba hacia abajo la sudadera.

Petula resopló y trató de restarle importancia a la situación.

—Son los zapatos, con lo caros que me han costado no me extraña que tengan vida propia —dijo volviéndose hacia el asiento trasero y refiriéndose a sus Nike iD.

Las Wendys, patitiesas como ranas en formol, rieron la broma de Petula con sendas carcajadas serviles mientras el coche se aproximaba a la garita del Drive-In.

—Tendría que incluirse una advertencia: «No manipule maquinaria pesada mientras intenta una posesión» —afirmó frustrada Charlotte. Convencida de que a la tercera va la vencida, se encaramó a la ventanilla del acompañante, como si fuera el Hombre Araña, e intentó meterse dentro de Petula una vez más, lo que provocó que el coche se abalanzara hacia la ventanilla dispensadora y se subiera al bordillo.

—¿Qué pasa contigo? —preguntó Wendy Anderson, incapaz de obviar ya el extraño comportamiento de Petula.

—No… lo… sé —contestó Petula, francamente confusa por su forma de actuar.

—Yo sí —anunció Wendy Thomas con cierta malicia—. He oído al entrenador Burres decir que si Damen no consigue, como mínimo, un aprobado en el examen de Física, no le dejará ir al Baile de Otoño.

Al escuchar la noticia, Charlotte sintió que caía en picado. Tras permanecer en suspenso un segundo, sufrió un ataque de pánico.

—¡¡¡No!!! —gritó Charlotte, mientras trataba de introducirse en Petula a empellones. El coche salió disparado una vez más, derribando el cartel del menú de oferta y cuanto halló a su paso.

Iniciaron entonces una aterradora y espeluznante carrera de obstáculos, en la que el coche atravesó marcha atrás el aparcamiento del instituto completamente fuera de control. El último y desesperado intento de Charlotte por llevar a cabo la posesión se asemejó a un insólito combate femenino de Ultimate Fighting, con los brazos, hombros, rodillas y pies —visibles e invisibles— de Charlotte y Petula volando en todas direcciones.

Mientras se precipitaban marcha atrás de regreso al instituto, la banda de música practicaba a la entrada su arreglo de The Beautiful People de Marilyn Manson, eso es, claro está, hasta que el coche atravesó a toda velocidad la verja metálica y cruzó chirriando el campo de prácticas, dispersó a la banda y se estampó contra el mástil de la bandera, dejando en la hierba la rodada más impresionante de la historia. Una tuba que había salido despedida de las manos de su dueño fue a estrellarse contra el capó.

—¿Qué narices es eso? —preguntó Petula completamente asqueada.

—Creo que es una… una… tuba —repuso Wendy Anderson.

—¡Esas cosas están llenas de saliva! —gritó Petula, bacteriófoba donde las haya—. ¡¡¡Los músicos de la banda escupen saliva!!!

Restablecidas sus prioridades, las tres se apresuraron a abandonar el coche como si estuviera en llamas. Extrajeron la ropa de deporte de sus respectivas bolsas y, envolviéndose la mano en varias prendas, accionaron la manecilla de sus respectivas puertas para salir. De haber sido por ellas, hubiese sido de esperar que se presentara un grupo de tíos enfundados en trajes especiales y cargados de tanques de jabón antiséptico, a fin de exterminar todo organismo viviente posado en ellas.

Charlotte se quedó allí sentada, en el coche abollado y recalentado, completamente decepcionada. No tanto por lo que había conseguido sino más bien por todo lo contrario.

Mientras la abollada tuba se mecía sobre el capó y las chicas salían como podían, el sistema de megafonía del instituto anunció:

—Petula Kensington, acuda a secretaría.