La Residencia Muerta, así llamaban los chicos muertos a Hawthorne Manor, podría resultarles deprimente a otros, pero para Charlotte era como una comunidad. Ya nunca tendría la oportunidad de vivir en una residencia universitaria, y ésta, para ella, era lo mejor y lo más parecido.

¿Tendría una compañera de habitación? ¿Pasarían la noche en vela charlando sin parar? ¿Estudiarían juntas y tendrían códigos secretos por si alguna de ellas invitaba a un chico a pasar la noche? ¿Compartirían la ropa y sufrirían incontrolables ataques de risa? ¿Pedirían una pizza a las tantas mientras estudiaban para pasar el día siguiente entero quejándose de los kilos de más? No. En el fondo sabía que no sería así y que eran cosas a las que debía renunciar, pero al fin y al cabo se trataba de una «residencia», y eso significaba que no estaría sola. Eso, para ella, era más que suficiente.

Estos y otros pensamientos ocupaban su mente mientras se dirigía a toda prisa a la reunión. Era extraño, pero aun cuando se tratara de la primera vez que iba a Hawthorne Manor, el instinto la guió hasta allí, igual que un gps del mundo espiritual. No había ningún Flautista de Hamelín ni, en particular, ninguna Piccolo Pam que la guiasen, pero sentía la llamada de todas formas.

Al doblar la esquina de la calle larga y solitaria, supo instantáneamente a qué casa dirigir sus pasos. Se trataba de una destartalada mansión victoriana, todavía hermosa en su decrepitud, una de esas propiedades caras que fueron el orgullo del barrio hasta que las mansiones chabacanas de los nuevos ricos y el tiempo erosionaron su grandeza.

No obstante, contemplada desde la nueva «perspectiva» de Charlotte, poseía un gran carácter: una estructura formidable aún, cubierta de hiedra, con imponentes gabletes, miradores apoyados sobre ménsulas ornamentadas y ventanales de arco apuntado con vidrieras inmaculadas. La meticulosidad de detalles de mampostería parecía salida de un cuento de hadas gótico.

Ornamentados farolillos adornaban el perímetro del porche corrido, con postes como bastones de caramelo. A diferencia de la oficina de admisiones del sótano, tan estéril, y del aula de Muertología, tan fea y anticuada, Hawthorne Manor era mágica.

—Hogar, dulce hogar —dijo sombríamente, mientras apoyaba la mano sobre una roseta y dejaba que ésta se deslizara por la barandilla que ascendía hasta la maciza y oscura puerta doble.

Charlotte subió los escalones hasta el porche, se asomó a través de la ventana vidriada y contempló la gigantesca araña, al más puro estilo Fantasma de la ópera, que colgaba del techo del vestíbulo. Entró y se quedó plantada en la estancia, enlosada con grandes baldosas blancas y negras de mármol.

Le maravilló la profusión de tallas ornamentales en madera de cerezo que adornaban los arcos de las puertas de toda la casa. Era hermoso, distinto a cuanto había visto hasta entonces, y lo que aún era mejor, despedía calidez. Incluso el vestíbulo señorial resultaba acogedor. Deseó que los dormitorios fueran igual de confortables, porque se sentía cansada. Había sido un día largo, muy largo.

Antes de que Charlotte pudiera darse cuenta, Pam bajó silbando por la moqueta color rojo oscuro de la majestuosa escalera de madera torneada.

—¿Dónde estabas? —preguntó Pam, con más reproche que curiosidad. Ya conocía la respuesta a su pregunta, y Charlotte, naturalmente, sabía que lo sabía.

—Oh, dándome la vida padre, nada más —dijo Charlotte medio en broma.

—Pues es aquí donde «vives» ahora y llegas tarde a la reunión. ¡Acelera! —dijo a la vez que agarraba a Charlotte de la mano y tiraba de ella escaleras arriba—. ¡Prue no es que esté muy contenta que digamos!

Charlotte no había visto nunca a Pam tan acelerada. Es más, Charlotte ni siquiera sintió los escalones bajo sus pies cuando la transportó escaleras arriba como a un globo de helio.

Pam y Charlotte se dirigieron a la sala de reuniones del final del pasillo, que parecía un aula de literatura de un college de la Ivy League, como sacada de El club de los poetas muertos. Prue daba comienzo a la reunión en el momento mismo en que Charlotte entró en la sala como una exhalación.

Aunque podía sentir la mano de Pam en la suya, tirando de ella, la sobresaltó encontrarse a Pam allí sentada cuando llegó a la gran sala, como si no hubiese movido un músculo.

Antes de entrar, Charlotte paseó la mirada rápidamente por la estancia y divisó diseminados por toda la sala decenas de artefactos y reliquias propias de las hermandades. Había un estandarte con la insignia «zeta», la letra con que los griegos representaban la muerte, colgado de la pared sobre «retratos estudiantiles» color sepia enmarcados en ouroboros. Estaba encantada de hallarse en un lugar tan señorial, como si perteneciera a una sociedad secreta, aun cuando todavía no se sentía plenamente un miembro de derecho.

Al penetrar con timidez en la sala, sus compañeros de residencia recibieron su nuevo look con risas apagadas, bueno, todos salvo Prue, que estaba visiblemente cabreada.

—¿Te parece gracioso? —espetó Prue.

Charlotte, que había olvidado su lavado de imagen con las prisas, trató con desesperación de alisarse el pelo lamiéndose las manos y pasándoselas por el cardado. Quiso eliminar parte del maquillaje también, pero le faltó saliva, por los nervios… y porque estaba muerta y eso.

—¿Y cuando vendan la casa qué, también te parecerá gracioso, eh? —preguntó Prue, quien acaparó la atención de todos los presentes robándole el protagonismo a Charlotte y humillándola a la vez.

Charlotte se abrió paso hasta la única cara amiga de la sala, Piccolo Pam, y se sentó.

—Pero bueno, ¿y qué pasa si no conservamos la casa? —le susurró Charlotte inocentemente a Pam al oído.

—¿Que qué pasa? —gritó Prue antes de que Pam pudiera articular palabra—. Pues pasa que éste es nuestro hogar. El lugar donde existimos.

—Pero si hay montones de casas viejas por todas partes, ¿no? —preguntó Charlotte tímidamente.

—Y hay montones de otros chicos muertos por todas partes, ¿o no? —espetó Prue devolviéndole la pregunta a Charlotte de mala manera—. Las demás casas no importan. Importa esta casa, que nos ha sido confiada a nosotros hasta que llegue el momento.

—¿Qué «momento»? —preguntó Charlotte entrecomillando el aire para mayor énfasis.

Pam, consciente de la que se avecinaba, decidió intervenir.

—Bueno, calma, calma —se interpuso—. Charlotte es nueva.

El dato no pareció tener peso suficiente para Prue.

Necesitamos estar aquí, Charlotte, hasta que llegue el momento y podamos cruzar todos juntos —le explicó Pam.

—¿Adónde? —preguntó Charlotte—. Si acabo de llegar aquí.

—Ninguno de nosotros lo sabe a ciencia cierta —contestó Pam—. Resolver nuestros asuntos personales es sólo parte del proceso. Evitar que vendan esta casa es algo que tenemos que conseguir en equipo. Nuestro deber es trabajar juntos y olvidar las necesidades y deseos propios.

—Generosidad y compromiso, Usher —la reprendió Prue—. Dos cosas que tú, como resulta obvio, desconoces por completo.

A Charlotte la enfureció la salida de Prue por ser completamente falsa, al menos eso pensaba ella. Después de todo, ¿no había intentado apuntarse a animadora? Llevaba la palabra «equipo» escrita en la frente.

—Si hemos de salvar esta casa, todos tendremos que poner nuestro granito de arena. Con que uno no lo haga, el esfuerzo de los demás no habrá servido de nada —dijo Prue con severidad azotándose sin parar la palma de la mano con un puntero de madera—. Y no pienso permitir que eso ocurra —concluyó lanzando una mirada amenazadora a Charlotte.

Todos los semblantes se tornaron serios, bueno, todos menos los de Metal Mike y Deadhead Jerry, que trataban de animar el ambiente haciendo gestos lascivos a Abigail, la ahogada, quien, curiosamente, seguía en traje de baño a pesar de sus varices, su nauseabunda piel pálida y transparente y sus ojos saltones.

—Me gustaría bucear en eso —le dijo Deadhead Jerry a Mike refiriéndose a Abigail; Jerry expulsaba una bocanada de humo cada vez que abría la boca.

—Cuesta creer que se ahogara con semejantes boyas —Mike soltó una risita aunque no tan por lo bajo como hubiese querido.

Charlotte trataba desesperadamente de concentrar su atención en Prue.

—Así que, ¿qué podemos hacer para salvar la casa? —preguntaba ésta.

Se hizo un silencio de ultratumba y Prue empezó a mirar de hito en hito a todos y cada uno de los estudiantes de la asignatura de Muertología allí presentes.

—¿Alguna sugerencia? —ladró como un perro rabioso.

Entre el auditorio, Charlotte trataba desesperadamente de evitar la mirada de Prue.

«Que no me pregunte a mí, por favor… Que no me pregunte a mí…», imploró para sí, mientras intentaba quitarse de la vista lo más posible, escondiéndose detrás de Simon y Simone, los fraternales gemelos que compartían pupitre delante de ella. Eran recelosos y esquivos, siniestros y retorcidos, y se movían a la par con escalofriante elegancia. Charlotte tan sólo daba gracias por que fueran tan inseparables y confió en que constituirían un escudo protector de la mirada acusadora de Prue.

—Pero ¿a quién tenemos aquí? Si es nuestra querida ganadora del premio Darwin —dijo Prue, interrumpiendo el mantra de Charlotte—. Ya que te hace tantísima gracia, ¿por qué no nos cuentas cuál es tu plan, eh?

—No, no, si a mí no me hace gracia —dijo Charlotte, acobardada.

—Pues nadie lo diría —dijo Prue, refiriéndose con la mirada una vez más al nuevo look de Charlotte.

—No, no, esto, esto era sólo… —dijo Charlotte buscando una excusa de forma desesperada.

—¿Y bien? —dijo Prue en su empeño por someter a Charlotte al tercer grado y forzarla a responder.

Justo en ese momento, Abigail hizo saltar sus ojos de las órbitas, directamente hacia Jerry.

Charlotte lanzó un alarido.

—¡Dios mío! —chilló con toda la fuerza que le permitieron sus ya arrugados pulmones.

Charlotte sobresaltó a toda la clase con su reacción.

Al oír el grito, Abigail se encajó de golpe los ojos en su sitio y su rostro recuperó su aspecto habitual.

—Tú estás mal —le dijo asqueado Metal Mike a Abigail.

Abigail sonrió satisfecha a la vez que trataba de cubrirse la boca con sus pálidas manos violáceas.

¡Dios mío! —se burló Prue de Charlotte con un agudo chillido—. Ni Dios en persona va a poder ayudarte si la jodes.

—¡No, espera! Creo que se le acaba de ocurrir algo —intervino Piccolo Pam, tratando de salvarle el culo a Charlotte.

Charlotte asintió nerviosamente con la cabeza.

—Podemos proteger la casa ahuyentando a todo el que se acerque… —añadió Pam dándole un codazo a Charlotte—. ¿No es eso, Charlotte?

—Sí, ¿por qué no nos limitamos, como dice ella…? —dijo Simon.

—¿… a ahuyentar a los posibles compradores? —terminó Simone.

—¡Ya sé! ¡Podemos decorar toda la casa de «Stuff by Duff»! Con eso bastaría —dijo CoCo con un escalofrío.

Charlotte se puso a improvisar; empezaba a captar lo que los demás ya sabían de sobra.

—Estamos muertos. ¿Por qué no, bueno ya sabes, «explotarlo»? —le dijo a Prue ganando confianza por momentos.

—¿Ése es tu plan? —preguntó Prue tratando de presionar a Charlotte.

—O sea, ya sé que es obvio, pero merece la pena intentarlo… —contestó Charlotte.

—Bueno, la casa no la podemos embrujar no sea que el tiro nos salga por la culata. Podría acabar convirtiéndose en atracción turística y recreo para universitarios borrachos o bien conseguirnos todas las papeletas para que la conviertan en un aparcamiento —la atajó Prue.

—Bueno, yo creo que como mejor podríamos ahuyentar a los posibles compradores es haciendo que la casa resulte inhabitable —sugirió Buzz Saw Bud, un chico que había muerto tras sufrir un horrible accidente en la clase de talleres y que ahora lucía heridas de sierra y un brazo parcialmente amputado.

—De acuerdo entonces, ¡dividíos en brigadas de intimidación! —dijo Prue no del todo de acuerdo con el plan de Charlotte, pero más que deseosa de darle cancha suficiente donde poder cavar su propia fosa.

Charlotte se lanzó inmediatamente a emparejarse con Pam, pero tan pronto se aproximó a ella, Prue agarró a Pam del brazo como una violenta profesora de primaria arrastrando a un alumno díscolo al pasillo.

—Pam, ponte con Silent Violet —ordenó Prue apartando a Charlotte de un golpe y colocando a Pam junto a la tétrica solitaria a la que ninguno de los demás chicos de la clase de Muertología recordaba haber oído jamás emitir sonido alguno.

—¡Suzy Manostijeras! —ordenó Prue—. Tú conmigo.

Suzy ocultó las manos bajo las mangas y cerró los puños mientras se situaba al lado de Prue. Charlotte se quedó sola, igual que en la clase de Física.

—¿Y con quién se supone que voy yo? —preguntó Charlotte.

—Y a mí qué me cuentas, Butch —le espetó Prue, sirviéndose de una pulla de clase—. Puede que la próxima vez llegues a tiempo y te tomes esto más en serio.

Charlotte trató de explicarse, pero sus palabras no hicieron más que resonar contra las paredes de la sala vacía.

Volvía a estar a solas, aunque no sola, esta vez. Era mucho lo que tenía que asimilar. Charlotte salió penosamente en busca de su dormitorio, sin la cháchara ni la compañera de habitación que había deseado. Ni códigos secretos, ni entradas a hurtadillas tras una noche de desenfreno, ni ataques de risa, ni cotilleos de tíos, ni pizza. Tampoco es que importara demasiado. Enfrentarse a Prue era agotador, tanto emocionalmente como en los demás sentidos. Nunca se había sentido tan despreciada, ni siquiera en vida.

Subió hasta el siguiente rellano de la escalera, en la planta inmediatamente superior a aquella en la que se hallaba la sala de reuniones, y caminó hasta la primera puerta que encontró abierta. Era de madera y aparecía tallada de manera profusa, igual que las demás de la casa. La abrió de un empellón, no sin antes haber comprobado que no importunaba a nadie, y entró.

La habitación estaba vacía y ella se sintió como en casa al instante. Supo de forma instintiva que se trataba de su dormitorio. Revestía las paredes una tela afelpada estampada con delicados motivos florales, y Charlotte, que a primera vista pensó que sus ojos la engañaban, se percató de que a cada rato algunos de los pétalos se caían de las flores de la tela, produciendo un efecto surrealista y onírico. Una araña, hermana pequeña de la que había en el vestíbulo, colgaba hasta muy abajo desde el techo abovedado con vigas vistas.

Estanterías de caoba recorrían las paredes, y un fabuloso tocador como el de Scarlet que tanto adoraba Charlotte ocupaba un rincón junto a su cama de dosel. Estaba tan agotada que apenas podía fijarse en todo ni reunir la emoción necesaria para que el conjunto la impresionara debidamente. Se acercó a la cama y se derrumbó sobre ella.

—La muerte me está arruinando la vida —dijo mientras se envolvía en una colcha de terciopelo arrugado.

Al primer contacto con la almohada, el sueño se disipó y su mente empezó a discurrir de manera atropellada. No conseguía relajarse, y de pronto la idea de dormir se le antojó aterradora. Mientras permaneciera despierta, razonó, estaría «viva», quizá no técnicamente, pero al menos sí que estaría consciente. El presente. ¿Quién sabía qué le depararía el sueño?

Entonces recordó cómo Deadhead Jerry se había quedado dormido con los ojos abiertos en Muertología, y la imagen la aterró aún más. Pesadilla en Hawthorne Street. Registró frenéticamente la habitación buscando algo con lo que mantenerse ocupada y despierta.

El libro que le quedaba más a mano era su Guía del Muerto Perfecto , de modo que empezó a hojearlo. Quizá había respuestas en el libro. Tal vez había alguna esperanza oculta entre sus viejas páginas.

Mientras pasaba las hojas, se fijó en un capítulo que había pasado por alto en clase. En el encabezamiento se podía leer «Posesión».

Charlotte se enderezó en la cama.

—¡Posesión! —exclamó.

Ojeó las ilustraciones de estilo años cincuenta en las que un tipo poseía a una chica y se empapó de cada palabra de los pies de foto.

—Parece bastante sencillo —se dijo con delirante confianza.

Charlotte acabó de leer el capítulo bajo la luz de los rayos de luna que atravesaban los enormes ventanales de su habitación, cerró el libro y se dejó vencer por el cansancio que la había perseguido toda la tarde. Ya no estaba triste ni asustada.

—Si no me puede ver para pedirme que le acompañe al baile, entonces poseeré a la persona con la que tiene planeado ir… —murmuró mientras la vencía el sueño.

Charlotte se llevó las manos a los ojos y se cerró los párpados, por si acaso, mientras la suave brisa otoñal que se colaba por la ventana hizo revolotear las hojas de su libro hasta la última página del capítulo; una que no había leído todavía. Advertía: «¡Úsese con precaución!».