C harlotte decidió sacar partido de este «periodo de gracia». El «momento bombilla» que experimentara en la cafetería con Pam resultó, cuanto menos, motivador. Tenía planeado convertir su peor desventaja —estar muerta— en ventaja y servirse de ella para acercarse a Damen. Si de verdad no podía verla, tampoco podía poner reparos en que ella invadiera su espacio vital. En resumidas cuentas, podía ir donde quisiera y hacer cuanto se le antojara sin ser detectada. Podía «meterse» en la vida de Damen, literalmente.

—¡Meterme en sus clases, su taquilla, su coche, hurgar en sus calzoncillos! —gritó, y entonces se detuvo abruptamente—. Bueno, no en los calzoncillos… en los cajones de los calzoncillos y otras cosas… en la cómoda de su dormitorio… o donde sea —se ruborizó, en la medida en que le es posible a una chica muerta, ligeramente sorprendida y avergonzada de descubrirse tan calculadora. Estaba ansiosa por contarle a alguien su ingenioso plan, pero no podía.

Charlotte se sentía poderosa de un modo hasta entonces desconocido para ella. Se sentía «renacida». Es más, la infinitud de posibilidades, aunque atosigantes, era prácticamente abrumadora, siendo «prácticamente» la palabra clave. Desechó la crisis momentánea de mala conciencia por tan repugnante invasión de la intimidad de Damen, y decidió, de forma egoísta y descarada, poner su plan en práctica en el mismo momento en que Damen apareció por la esquina del corredor.

Allá donde fuera Damen, Charlotte iba también: a su taquilla, en cuyo interior ella se aposentaba (no tan incómoda como cabría pensar); a la sala de estudio, donde le observaba quedarse dormido desde la silla de al lado, la cabeza apoyada en su hombro hasta que él despertaba sobresaltado al gélido contacto; a las taquillas del vestuario —sanctasanctórum de los chicos—. Sabía que era así como remataba el día, con un entrenamiento de fútbol y un poco de pesas y, si Dios quiere, una ducha. Se aseguró de llegar antes que él para conseguir un buen sitio. La muerte se ponía mejor y mejor en lo que a gratificación instantánea se refiere.

Charlotte aguardó pacientemente fuera del gimnasio por razones que ni ella misma podía explicar del todo. Podía haberse colado por la rejilla metálica de ventilación o incluso haber traspasado las puertas del vestuario, así, sin más, pero no lo hizo. En su lugar, siguió de cerca a unos musculitos que llegaban temprano a entrenar. Entró en el vestuario con una mezcla de temor y curiosidad. Después de todo, para ella aquél era territorio virgen.

No es que quisiera verle desnudo, per se, pero sí que quería ver algo más de él. Damen llegó y dejó caer su bolsa de deportes Adidas blanca y negra sobre el banco. Charlotte se sentó junto a ella y aguardó, como una primeriza espera el comienzo de su primer concierto de rock. Quería ver bien de cerca sus brazos, sus hombros, su torso.

El factor bochorno se había desvanecido, pero se quedó quieta. Tan sólo quería ver cómo era en un ambiente más informal e íntimo.

—¿Y qué tiene de malo, de todas formas? —se preguntó en voz alta—. Como si fuera a enterarse —ya habían «dormido juntos» en la Sala de Estudio—. O casi… —se sintió obligada a precisar para que constara.

Ni siquiera el olor a calcetines sucios, vaporosos y enmohecidos y a sobaco sudado lograron disuadirla, aunque a punto estuvieron de hacerlo.

Damen abrió la cremallera de su bolsa de gimnasia, se volvió hacia el candado de combinación, hizo girar el rodillo un par de veces y lo abrió de un tirón. Quizá fuera el sonido de la cremallera al abrirse, pero de pronto se puso extremadamente nerviosa cuando él cruzó los brazos delante del cuerpo y se sacó la sudadera con capucha por la cabeza, dejando a la vista la camiseta interior de tirantes. La llevaba tan ajustada que pudo distinguir cada curva de sus perfectos abdominales, bellamente esculpidos.

Era alto, delgado y fornido, ancho de torso y espalda, suficiente para desmayar a cualquier chica. Sus brazos eran fuertes, aunque no voluminosos, de esos en los que una puede sentirse segura y cómoda. Nada deseaba más que apoyar la cabeza sobre su pecho, pero temió que, al hacerlo, tal vez él volviera a sentir su fría presencia y se apresurara a ponerse de nuevo la sudadera. Ajeno a todo, Damen continuó desvistiéndose, para deleite de Charlotte, que le miraba con ojos desorbitados. Estaba tan acostumbrada a fantasear con él, que casi sintió la necesidad de cerrar los ojos para poder experimentar lo que acontecía ante ellos.

Damen se quitó los zapatos y, al agacharse, los músculos de los hombros se flexionaron de tal forma que en ese instante deseó verse envuelta por ellos. Sacó los pantalones del chándal de la bolsa y se desabrochó los botones de los vaqueros. Charlotte estaba completamente ida.

—¿Boxers o slips? —se preguntó haciendo rebotar nerviosamente las piernas sobre las puntas de los pies.

La respuesta no se hizo esperar. Al resbalar sus pantalones hasta el suelo y sacar él la pierna izquierda y luego la derecha del gurruño que ahora formaban los holgados vaqueros en torno a sus tobillos, quedaron al descubierto sus boxers a cuadros. Desahogados pero, por fortuna, no tan anchos como los tipo hip-hop. Eran sencillos y modestos, se diría que austeros, incluso. Justo como Damen.

El clima se rompió cuando vio a un par de deportistas acercarse a la taquilla contigua a la de Damen y escuchó un sonoro quejido.

—Inspección de suspensorios —oyó que gritaba Bradley Grayson, un arrogante jugador novato de lacrosse, a la vez que le estampaba el antebrazo, sin previo aviso, a Sam Wolfe en la entrepierna.

Sam, desnudo, se dobló en dos y se agarró la entrepierna, plantándole su enorme y pálido culo peludo de oso lleno de granos delante de las narices.

Fue como si la peor pesadilla de toda chica se hiciera realidad. Se habían abierto las Puertas del Infierno. Pensó que jamás la dejarían disfrutar de un instante de placer sin tener que padecer a cambio una eternidad de sufrimiento. A cambio de un poco de Damen, tendría que soportar un mucho de Sam. La metáfora no le pasó desapercibida a Charlotte.

Y fue a peor. Mientras se agarraba la entrepierna se le escapó una leve e involuntaria ventosidad de gas sulfuroso. Por primera vez se alegró de estar muerta, dado que su trasero olía tan mal como feo era su aspecto… ¿Se puede uno morir dos veces?

Se sintió fatal por Sam; lo mismo que Damen, por la cara que puso, pero Brad siguió andando y riéndose. Charlotte, asfixiada, salió pitando por la ventana que permanecía abierta encima de la taquilla de Damen, agitando el húmedo vapor que llenaba la estancia lo suficiente como para que Damen se diera cuenta. Éste se estremeció levemente, parpadeó, sacudió la cabeza y concluyó que la aparición que creía haber visto no era más que la poscombustión del pedo de Sam. Cogió su protector bucal y se dirigió al gimnasio.

Charlotte estaba disgustada, aunque no descorazonada. Aguardó fuera a que finalizara el entrenamiento, con la esperanza de poder regresar a casa en coche con Damen. A casa de él. Damen salió del gimnasio en dirección al aparcamiento, se echó la bolsa al hombro y extrajo de su bolsillo las llaves de su Viper descapotable rojo. Antes de que tuviera tiempo de abrir el coche, Charlotte ya se había acomodado en el asiento del acompañante. Echó mano al cinturón de seguridad, cayó en la cuenta de que ya no lo necesitaba y lo soltó despreocupadamente.

—El lado bueno de la mortalidad —razonó—. ¿Qué, a tu casa o a la mía? —le preguntó Charlotte a Damen con sarcasmo mientras él se abrochaba el cinturón.

Obviamente, Damen no podía oírla, pero no por ello dejó de dolerle un poco que no contestara. Así y todo, lo estaba pasando en grande con toda la situación. Iba de copiloto en el deportivo de Damen, circunstancia que sin duda habría disparado el coeficiente de celos entre las demás chicas a niveles astronómicos. Y en el caso de Petula, era muy probable que a niveles homicidas.

Sí, cualquier chica habría dado la vida por ocupar su lugar —la única diferencia era que, en su caso, ella había tenido que dar la vida, en sentido literal, para conseguirlo—. Charlotte desechó por el momento tan dolorosa revelación para seguir desempeñando el papel de «novia».

—¡Tuyo es! —dijo Charlotte mientras Damen sacaba el coche de su plaza reservada.

Damen extendió el brazo derecho, el mismo que ella había admirado en el vestuario, sobre el respaldo del asiento del acompañante mientras conducía. Charlotte imaginó que lo hacía sobre sus hombros, se enderezó un poco y se recostó contra él. Estaba ocurriendo de verdad. Al aproximarse un poco más, pareció que el antebrazo y la mano de él descendían un tanto, estrechando el hombro de ella y pegándose a su pecho. Jamás le había tenido tan cerca ni había gozado de tanta intimidad con nadie.

—¿Es que quiere meterme mano? —dijo Charlotte esperanzada con una risita.

Echó la cabeza atrás disfrutando de la brisa, pero un silbido rompió bruscamente el clima romántico y los ojos de Charlotte se llenaron de temor.

—¡Por Dios, Pam! —gritó a la vez que se volvía hacia el asiento trasero.

Allí estaba Piccolo Pam, mirándola como un padre que acabase de encender las luces del sótano para interrumpir una sesión maratoniana de besos y revolcones.

—¿Qué pasa? De alguna forma tengo que comunicarme con él, ¿no? —le dijo a Pam en su tono de voz más persuasivo—. Bueno, ya sabes, a lo mejor esto de la muerte consigue unirnos.

—Ya veo, ¿así que crees que estar muerta va a ayudarte en el terreno sentimental? —refunfuñó Pam—. Vas a ver cuando se enteren las que se han operado las tetas.

Como Charlotte no diera muestras de ceder, Pam puso los ojos en blanco y desapareció tan rápido como había aparecido. Estaba claro que no iba a desperdiciar su muerte haciendo de carabina.

Charlotte estaba tan obsesionada con ver dónde dormía Damen y revolver entre sus cosas que ni por un instante se le ocurrió pensar que tal vez no se dirigía directamente a casa. Cuando el coche se detuvo junto a la acera delante de una gran mansión, Charlotte se percató de que el acceso al garaje estaba vacío. Aquélla no era su casa. Se trataba, no obstante, de una casa por delante de la cual Charlotte había pasado con su coche en sobradas ocasiones, sólo para ver su rutilante deportivo rojo aparcado delante tardes, e incluso a veces noches, enteras.

No, no era un caserón cualquiera. Era la casa de Petula.

Y por si no fuera suficiente, allí estaba Petula para confirmarlo: bajó a toda prisa el largo y cuidado paseo de pizarra para recibir a Damen y frenó de golpe contra la puerta del acompañante.

—¡Date prisa, mis padres están a punto de llegar! —dijo, instando a Damen a salir del coche a la velocidad de la luz y correr tras ella paseo arriba.

La idea no es que fuera muy brillante, pero Charlotte los siguió. Camino arriba se fue hasta delante de la casa, a toda prisa, ajena a la agitada bandada de mirlos que ahora revoloteaba sobre su cabeza. Llegó a la puerta una milésima de segundo tarde —de nuevo— y vio cómo Petula, inconscientemente, le daba con la puerta en las narices.

—Esto ya lo he vivido antes —se dijo.

Giró en redondo para irse y observó cómo los pájaros se alejaban, aunque no sin antes dejar caer una lluvia de excrementos justo encima de su cabeza. Cerró los ojos y esperó resignada el impacto. Pero éste no se produjo. Los excrementos la atravesaron de parte a parte y fueron a estrellarse sobre el porche de entrada a la vez que, en su lugar, batía contra ella una inesperada ola de optimismo.

—Pues claro —se recordó a sí misma—. ¡Estoy muerta!

Charlotte pensó en la clase de Orientación y en los primeros capítulos de su libro de texto Guía del Muerto Perfecto, mientras se volvía de nuevo hacia la puerta de entrada de la casa de Petula. Los había hojeado nada más y no había tenido tiempo de practicar, pero la desesperación a veces engendra confianza, y Charlotte era, después de todo, un espíritu entusiasta.

—¿Cómo era? —se preguntó retóricamente—. Invisibilidad. No, tonta, no. ¿Mutación? No técnicamente… —no acordarse hizo que creciera su frustración—. ¿Intangibilidad? Sííí. Eso es. ¡Atravesar cosas!

Charlotte se colocó en posición, con valentía, de cara a la puerta. Sus conocimientos básicos sobre las propiedades de los sólidos, por no hablar de su experiencia como fantasma, la ayudarían a atravesar la puerta, o al menos eso esperaba.

—De acuerdo —empezó—, cuanto más denso es el objeto, más juntas están las moléculas y menor es su capacidad de movimiento. Pero ¿y si me quedo atascada? —dijo—. Sería un desastre. Un gran desastre.

Pasara lo que pasara, Charlotte concluyó que aquél no era el mejor momento para teorizar sobre los aspectos más sutiles de la densidad molecular.

De modo que hizo acopio de valor y empezó a concentrarse.

—Sé que puedo hacerlo… —dijo, y evocó las palabras del gran filósofo Bruce Lee: «Vacía tu mente, libérate de las formas, como el agua», eso profesaba. Naturalmente que él no entraba en el temario de Muertología, ni aún menos era profesor de ciencias, pero era lo mejor que podía conjurar para salir del apuro. Además, él también estaba muerto—. Sé la puerta, sé la puerta, sé la puerta… —recitó Charlotte a la vez que extendía la mano abierta hacia la puerta de madera maciza y cristal de plomo.

Para su sorpresa, ¡las puntas de sus dedos, seguidas inmediatamente de los nudillos, la palma de la mano, el codo —el brazo entero— estaban atravesando la puerta! Luego la pierna. La cosa iba de maravilla. Hasta que llegó al hombro. Y ahí se atascó. Medio cuerpo dentro de la casa y medio fuera. Estaba atrapada, atrapada en una puerta. Charlotte forcejeó para rematar la faena, pero sin éxito.

«Mierda» fue la palabra que se le ocurrió que definía mejor su situación, plantada como estaba en un charco de excremento fresco de pájaro.

Mierda, sí. Permanecer medio atrapada en una puerta para el resto de la eternidad no era una perspectiva demasiado atractiva, que se diga, y el inconveniente del asunto este de la intangibilidad era que tenías que entrar y salir pero que muy rápido.

—¡Esperemos que la cosa vaya poniéndose más fácil! —gruñó Charlotte mientras tiraba lentamente del resto de su cuerpo hacia el otro lado de la puerta.

Charlotte subió las escaleras y buscó a Damen y Petula. Escuchó unas voces al otro lado de una puerta en el pasillo y se dirigió hacia ella. Este allanamiento de hogar se le antojó, al igual que la visita anterior al vestuario, más que excitante. Era como leer el correo electrónico de otra persona. Aun así, el sentimiento de culpabilidad no era tan profundo como para echarse atrás. Asomó la cabeza a través de la puerta, que en esta ocasión presentó menos batalla.

La habitación era un auténtico santuario de Petula a sí misma. Tan exento estaba de modestia que daba miedo, repleto como aparecía de fotografías suyas y otras no tan favorecedoras de sus amistades. Ella eclipsaba al resto, intencionadamente. Después de todo, era su habitación. Damen estaba tirado en la cama mientras Petula andaba enredada en el vestidor, cambiándose de ropa.

—Oye, y qué me dices de la chica esa que se ha muerto en el instituto… —le gritó Damen a Petula.

—Se ha acordado —dijo Charlotte, la cabeza asomada a la puerta como la de un alce en la pared de un cazador.

Petula no contestó. Imposible saber si es que no escuchaba o es que no le importaba lo más mínimo. Fuera como fuese, Damen se levantó para acercarse al vestidor y se detuvo ante un maniquí en el que Petula había estado diseñando y probando su vestido para el Baile de Otoño. Tiró de un par de hilos sueltos e insistió en el tema.

—Es… Bueno, era mi compañera de laboratorio. Qué mal rollo, ¿eh? —le preguntó a Petula, con leve pesar.

Y nada.

Entre tanto, Charlotte atravesó la puerta del todo y se acercó al busto, ante el cual se encontraba Damen. Lo rodeó y se plantó de cara al Hombre de sus Sueños, sin nada que los separara salvo el torso del maniquí y el vestido encajado en él. Con sólo un paso, Charlotte hizo desaparecer la distancia entre ambos, introduciéndose en el busto, y en el vestido también.

—Bonito vestido —murmuró Damen, inspeccionándolo más de cerca.

—Gracias —susurró Charlotte con una sonrisa.

Damen, sintiéndose algo extraño, se entretuvo un segundo más examinando el busto con detenimiento y a continuación se dirigió hacia el vestidor.

Al apartarse, Charlotte contempló el reflejo del maniquí en el espejo de cuerpo entero que él le había estado tapando de la vista. Se sintió hermosa por primera vez en su vida, tal y como siempre había imaginado que sería ataviada con un fabuloso y carísimo vestido a medida —justo como Petula—. Se sintió tan feliz y, al mismo tiempo, tan, tan triste, y entonces observó que Damen tenía los ojos clavados en el espejo; la mandíbula desencajada. ¿Acaso podía ver su reflejo?

Decidida a aprovechar la oportunidad, corrió hasta el espejo, sopló y escribió «¿Puedes verme?» sobre la superficie empañada. Como por arte de magia, la expresión de Damen se tornó en otra de pura felicidad a la vez que se acercaba.

Pero no era el mensaje de Charlotte lo que miraba. Era Petula, allí en el vestidor, a medio vestir, quien le hacía babear. Al desempañarse el espejo, obtuvo una clara imagen de Damen y Petula besándose en el vestidor. Aturdida, Charlotte contempló petrificada cómo Petula pasaba a su lado prácticamente arrastrando a Damen del vestidor a la cama.

Damen sujetaba a Petula de uno de sus mechones de pelo rubio platino y tiraba de él a cada beso, forzándola a pegarse más y más a él, insaciable.

La tórrida escena dejó sin aliento a Charlotte. Era todo tan… físico. La única pincelada romántica la aportó Damen, que mantenía los ojos cerrados, lo que probablemente debía de ser algo bueno, puesto que Petula no lo estaba haciendo. Mientras se besaban ella examinaba cada milímetro de su cuerpo en el espejo, no tan pendiente del beso como de la instantánea sexy que ofrecían en conjunto.

Charlotte fijó la mirada en los párpados cerrados de Damen e imaginó cada pensamiento que estaría pasando por su mente. Se le veía insólitamente relajado, en medio de aquel frenesí. Podía ser que pensara en otra persona. Petula estaba allí mismo. ¿Qué necesidad iba a tener de fantasear con ella? Quizá pensase en ella, «la chica que había muerto en el instituto».

Aunque quizá no fuera así. Tal vez se tratara de una reacción involuntaria, comparable a la que nos impide mantener los ojos abiertos cuando se estornuda. Quizá es que aquélla era su forma de besar, y nada más.

El único modo que había de averiguarlo era estando con él, en ese instante, como Petula debiera haber estado. Y eso era imposible. Resultaba irónico que ahora que estaba muerta y tenía la libertad de moverse a su antojo no pudiera meterse en dos lugares en concreto: entre sus brazos y en su mente.

Charlotte cerró los ojos e imaginó que eran los suyos, no los de Petula, los labios que se deslizaban sobre los de él mientras sus manos la acariciaban. Y cuanto más se dejaba llevar por su fantasía, más borrosa se hacía la presencia de Petula y mayor intensidad ganaba su beso «virtual».

Sintió sus manos. Su calor. Sintió deseo, pasión, por primera vez. No volvería a tener que imaginar cómo era él cuando estaba con una chica. Lo sabría de primera mano. Bueno, de segunda mano. Digamos que gracias a una experiencia extracorpórea.

Charlotte continuó respirando su aliento, sintiendo su tacto. Se pasó la lengua por los labios y echó la cabeza atrás en el mismo instante en que Petula echó atrás la suya y cerró los ojos de nuevo. Solamente los abrió de manera esporádica y por unos segundos para echar una ojeada a lo que ya estaba sintiendo. Si se demoraba mirando, su fantasía se desvanecería.

Cuando volvió a abrir los ojos buscando una actualización se encontró con que Petula estaba despatarrada todo a lo largo de Damen muy a la guisa de una auténtica animadora. Charlotte siempre había albergado sentimientos encontrados hacia las animadoras, siendo como era su principal cometido reforzar el ego masculino valiéndose de estúpidos saltitos y ridículos pasos, asistidos por pompones y toneladas de maquillaje. Pero a la vez deseaba que a ella, también, se la comieran con la mirada. Deseaba ser un regalo para la vista.

Charlotte comprendió al instante las ventajas de ser animadora y por qué los chicos las tienen en tan alta estima. Quizá Petula no fuera la chica más lista de la habitación, pero sí era probable que fuese la más flexible, olímpicamente, y esa habilidad le estaba reportando grandes beneficios. Poco a poco empezó a comprender la realidad de lo que allí sucedía. Aquello no era una película ni un videojuego, era real y estaba ocurriendo delante de sus narices. Incapaz de soportar los celos, salió al pasillo, corrió hasta el baño contiguo y cerró la puerta de un portazo, sollozando de forma incontrolable.

—Ni siquiera sabe que estoy viva —gimoteó, hundiendo la cabeza en el lavabo y olvidando que no estaba viva.

Tras unos instantes de lamento, levantó la cabeza para mirarse al espejo. Charlotte estaba tan acongojada y distraída, que no supo si las gotas que se deslizaban por la empañada superficie eran el reflejo de sus lágrimas o no, como tampoco se percató de la nube de vapor de ducha que llenaba la estancia.

—Debe de ser así como ocurre —dijo mientras el reflejo de su rostro se desvanecía entre el vapor—. Voy a desaparecer, así, como si nada. Pluf.

Extendió la mano hacia la cortina de la ducha y se aferró a ella como una niña a su mantita inseparable. Enterró el rostro en el plástico opaco y respiró tan hondo como pudo. Era una chica muerta y estaba sufriendo el peor ataque de pánico de su vida. Y no porque tuviera miedo a morir, sino porque sabía que no volvería a vivir nunca más.

Durante un segundo, la cortina húmeda se le quedó pegada al rostro como una bolsa para cadáveres, y entonces, casi automáticamente, su rostro la atravesó y se asomó al cubículo de la ducha. Aparcó las lamentaciones por un momento y se fijó en un bote de champú con la indicación «Para cabellos apagados y sin vida».

—Apagada… Sin vida… —dijo en tono de derrota absoluta.

Lo siguiente que vio entre la asfixiante neblina fue a alguien que en ese momento se daba una ducha. De haber podido sonrojarse, lo habría hecho. Con el pelo negro teñido cortado a cuchilla, mojado y jabonoso pegado a la cara, Scarlet se enjuagó lo que quedaba de champú y abrió los ojos muy despacio, para encontrarse con la cabeza de Charlotte asomada a la ducha a través de la cortina.

Scarlet gritó con todas sus fuerzas a la vez que trataba de cubrirse con brazos y codos, sorprendiendo a Charlotte, que respondió gritando también.

Charlotte hacía cuanto podía para liberarse de la cortina, pero a cada giro y a cada tirón que daba, sólo conseguía enredarse más en ella.

Aterrorizada, Scarlet se percató de lo que a todas luces parecía un reguero de sangre que se escurría por uno de los lados de la bañera esmaltada de blanco y descendía hasta el desagüe. No pudo evitar pensar en la escena de la ducha de Psicosis. Se miró de arriba abajo en busca de heridas, se encogió en un rincón de la bañera y esperó el golpe mortal. No eran más que los restos de su lápiz de labios rojo Decadente Urbano, pero Scarlet, aficionada a los cines cutres de sesión doble, era propensa a dramatizar.

Entre tanto, Charlotte, que había conseguido zafarse de la cortina, se apartó tambaleando de la ducha en el mismo instante en que Damen entraba como un rayo en el baño para comprobar el motivo de tanto escándalo. Éste sorprendió a Scarlet saliendo de la ducha, desnuda, y no se percató de la presencia de Charlotte, quien, encaramada al inodoro, temblaba de miedo.

—¿Y tú qué diablos haces aquí? —preguntó Scarlet a la vez que echaba mano rápidamente a una toalla negra y se envolvía en ella.

—He oído gritar —farfulló él.

Damen se esforzaba por no «fijarse» en Scarlet, pero le costaba hablar. Era la primera vez que la veía sin maquillaje, ni ropa, ni abalorios. Estaba desnuda en todos los sentidos. Vulnerable.

—Tú no… Ella —espetó.

—¿Ella, quién? —preguntó él.

Señaló a Charlotte, pero él sólo vio el inodoro.

—¡Ella! —dijo Scarlet con un tono de frustración total en la voz.

—Yo —dijo Charlotte completamente desesperanzada.

Scarlet se percató de que Damen no podía ver a Charlotte, así que volvió a soltar un grito, esta vez de miedo e impotencia, y salió corriendo. A Damen le confundió su extraño comportamiento, pero lo dejó estar y volvió con Petula.

Scarlet entró corriendo en su dormitorio y cerró de un portazo. Se enfundó como pudo en un vestido vintage de seda color magenta delicadamente bordado con cuervos negros y reanudó su precipitada carrera en dirección al vestidor contiguo, cuya puerta cerró también de golpe para protección extra.

La habitación parecía un reservado del club punk y new wave neoyorquino CBGB, con poemas, dibujos y letras de canciones pintarrajeados en la pared. La taza del inodoro y el tocador estaban forrados de adhesivos de grupos de música, todos con algún mensaje. Scarlet rebuscó frenéticamente entre sus cajones en busca de algo, lo que fuera, con que defenderse del demonio de la ducha.

En décimas de segundo se escucharon unos suaves golpecitos en la puerta. Agarró su collar con la cruz negra de plástico, la levantó en actitud defensiva al más puro estilo Buffy, y se encogió de hombros.

—No. ¡Tiene que ser una de verdad! —dijo a la vez que arrojaba la de plástico, como quien desecha un pececillo, a un mar de cruces.

Cogió una cruz de plata de ley y corrió hasta la puerta con ella, adoptando una vez más la pose de la cazavampiros.

—¿Qué quieres? —preguntó ante la puerta cerrada.

—Puedes verme —susurró Charlotte.

—Un momento, sé quién eres —respondió Scarlet con nerviosismo, y abrió la puerta un resquicio.

—¿De verdad? —preguntó Charlotte, gratamente sorprendida de que alguien la reconociera.

—Eres la chica que la diñó en el instituto —dijo Scarlet—. La de la clase de Física de Petula.

—¡Sí! ¡La misma! —respondió Charlotte loca de contenta. Al parecer, la muerte sí que le había granjeado cierta popularidad.

—¿Qué? ¿Entonces vienes a vengarte por lo borde que fui contigo? —se quejó Scarlet.

—No, qué va —le aseguró Charlotte.

—¿O por mi mierda de necrológica? —preguntó Scarlet, pasando el periódico por debajo de la puerta.

—¡He salido en el periódico del colegio! —trinó Charlotte.

Bajó los ojos al diario y leyó con avidez. Su vida entera había quedado reducida a dos oraciones junto al ordinario icono online de «foto no disponible».

Charlotte Usher, estudiante de Hawthorne High, falleció el día de hoy tras un incidente absurdo con un osito de goma. Se ha celebrado un acto en su memoria.

—¿Y ya está? —preguntó Charlotte, abatida.

—No he tenido tiempo de entrar en detalles —balbuceó Scarlet, convencida de que no había ninguna necesidad de mencionar la escasa asistencia al acto, ni que el personal del anuario no dispusiera de fotografías archivadas bajo su nombre, ni que nadie había contestado a sus solicitudes de comentarios.

Scarlet abrió la puerta muerta de miedo y con la cruz siempre por delante.

—Es de verdad —dijo Scarlet muy seria, como si apuntara con una pistola a un ladrón de bancos.

—Caramba, pues sí que debía de ser pequeñito Jesús —dijo Charlotte.

Scarlet no pudo evitar soltar una risilla.

—No soy un vampiro —le dijo a la vez que tomaba el crucifijo de la mano de Scarlet.

Scarlet se quedó plantada mientras Charlotte entraba en la estancia. Miró a su alrededor y se fijó en los viejos carteles de películas de culto, como Harold y Maude, La noche de los muertos vivientes y Delicatessen, que colgaban de las paredes y entre los cuales aparecían unos pintorescos marcos caja que ponían los pelos de punta debido a las grotescas figurillas que exhibían en su interior. Un cd con una grabación de William Burroughs leyendo el Libro tibetano de los muertos y un planificador de funerales ilustrado por Edward Gorey descansaban sobre el escritorio negro profusamente tallado.

—Vaya, me parece que se ha muerto la persona equivocada —dijo Charlotte mientras examinaba sus cosas.

—La eterna dama de honor —murmuró Scarlet para sí.

La situación se estaba haciendo más y más surrealista, pero Scarlet casi había superado del todo su miedo. Casi. Incapaces de contenerse, las dos chicas empezaron a lanzarse preguntas simultáneamente.

—¿Cómo es estar muerta? —preguntó Scarlet.

—¿Cómo es ser la hermana de Petula? —preguntó Charlotte.

La pregunta de Charlotte dejó estupefacta a Scarlet.

—¿Estás de guasa, verdad? —preguntó Scarlet.

Charlotte prosiguió con una pregunta algo más apropiada.

—¿Cómo es que me ves? Ninguna otra persona viva puede hacerlo. Bueno… exceptuando perros y bebés, tal vez —dijo.

—¿Y yo qué sé? —respondió Scarlet con sarcasmo.

—Tiene que haber alguna razón lógica —dijo Charlotte sin dejar de pasear la mirada por la habitación—. ¿Qué tienes tú que haga posible que me puedas ver? —examinó el crucifijo celta y otras reliquias góticas diseminadas por la habitación. Luego se fue hasta el vestidor de Scarlet, que era un enorme armario diáfano equipado con una araña antigua chorreante de lágrimas de cristal coloreadas. Había una silla tapizada en terciopelo negro salpicado de lo que parecían diminutos lunares blancos, que examinados de cerca resultaron ser, de hecho, pequeñas calaveras. Y había un viejo espejo veneciano adosado a la puerta, del que colgaban amontonadas varias joyas antiguas.

El vestidor se encontraba repleto de ropa, bolsos, joyas, bufandas y demás, todo vintage. En su mayoría negro, si bien aquí y allá una explosión de color chillón conseguía destacar en el siniestro mar de lentejuelas y encajes. Se parecía más a una boutique de moda de vanguardia o, quizá, al camerino punk-gótico-cabaretero de The Dresden Dolls, que al vestidor de una chica de instituto.

—Todo con moderación —dijo Scarlet al observar cómo Charlotte admiraba su colección.

Scarlet se acercó y sacó una raída camiseta del grupo Strawberry Switchblade, que combinó con una falda escocesa y unas mallas de color negro iridiscente.

—¿Dónde y cómo has conseguido todo esto? —dijo Charlotte con un tono de voz casi acusatorio.

—De mis víctimas —espetó Scarlet.

Charlotte pareció levemente apabullada.

—Trabajo en Clothes Minded, la tienda vintage de la ciudad, en verano —dijo Scarlet mientras se vestía, detectando el incomodo de Charlotte.

—Qué bonito —dijo ésta al tiempo que deslizaba su mano sobre un vestido de lentejuelas azul noche.

—¿Te gusta? —dijo Scarlet, emocionada, pero se contuvo al instante—. Sí, bueno, no está mal.

Charlotte hurgó entre unas blusas de chiffon negras, unos tops vintage de colores chillones, y luego exploró una sección de camisetas vintage mientras Scarlet se vestía del todo.

—Eso de que puedas verme, ¿será porque… no sé… bueno… porque eres… diferente… o algo así? —se preguntó Charlotte.

—Ya estamos, venga a encasillar al personal —la acusó Scarlet.

—No iba con segundas. En serio. Es que si consigo descifrarlo, me ayudará con… bueno, con una cosa que tengo que hacer —dijo Charlotte tratando de calmar a Scarlet un poco.

—Además, ¿qué haces aquí? Podrías estar en cualquier otro lugar —preguntó Scarlet con recelo.

—He venido por… por tu hermana —respondió Charlotte.

—Pues no te entretengo… ¡Al fondo del pasillo a la derecha! —dijo Scarlet sin vacilar.

—No soy la Parca, tampoco —dijo Charlotte echando por tierra las esperanzas de Scarlet de que su hermana fuera eliminada de un plumazo.

—Ya… —dijo Scarlet completamente desilusionada—. Entonces ¿cómo es que no estás en el backstage de algún concierto o en el Cielo o algo así? No sé, en un sitio chulo —preguntó—. Estás desperdiciando tu… otra vida.

—Pero ¿qué dices? ¡He visto el vestido que Petula llevará al baile!

—¡¡¡¿¿¿Nooo, en serio???!!! —se mofó Scarlet dando saltitos con fingido entusiasmo—. ¡Qué ilu!

—¿Con quién irás ? —preguntó Charlotte haciendo caso omiso de su aire de suficiencia.

—¿Ir? ¿Adónde? —preguntó Scarlet.

—Al Baile de Otoño —dijo Charlotte con vehemencia.

—Por si no te has dado cuenta, yo no formo parte de ese rebaño de cabezas huecas que son los estudiantes de Hawthorne High —le espetó Scarlet.

Charlotte desistió.

—¿Sabes que no tienes mucha pinta de muerta? Ni siquiera te comportas como una muerta de verdad —dijo Scarlet mirando a Charlotte de arriba abajo—. Pareces más una muerta de pacotilla.

Charlotte hundió la cabeza, decepcionada. Los viejos sentimientos de insuficiencia regresaron en tropel.

—Genial, ni siquiera soy capaz de morir como es debido —dijo Charlotte, y se dejó caer sobre las sábanas de satén rojo sangre de Scarlet.

—Espera, a lo mejor te puedo ayudar, ya sabes, a que al menos parezcas muerta, ¿no? —dijo Scarlet.

Agarró a Charlotte del brazo y se dirigió al aseo.

—Toma asiento —dijo solícitamente, y la sentó en el retrete, junto al lavabo. Abrió el cajón de cosméticos y se puso manos a la obra de inmediato.

—¿Qué haces? —preguntó Charlotte, mientras Scarlet revoloteaba a su alrededor.

—Necesitas un lavado de cara. Ya sabes, vive deprisa, muere joven y tendrás un bonito cadáver… —dijo Scarlet a la vez que colocaba su instrumental sobre un trapo junto a Charlotte como si fuera un cirujano preparándose para una operación a vida o muerte.

—Todos para uno —murmuró Charlotte arrellanándose y entregándose a la magia de Scarlet.

Ésta se mostró concentrada y resuelta, una chica con una misión, mientras reordenaba los tonos cosméticos y aprovechaba para aplicarse pintalabios carmesí mate en los labios y se cepillaba su corta melena de pelo liso negro y su flequillo perfectamente corto. Se aplicó un fondo de maquillaje pálido y polvos blancos para rematar la faena, consciente de que no había necesidad alguna de desperdiciarlos en la tez ya de por sí cenicienta de Charlotte.

Scarlet miró a Charlotte con la intensidad de una maquilladora profesional y esbozó su labor. Desplegó su legión de brochas y pinceles, que guardaba en el interior de un estuche de cosméticos, y los extendió ante sí para tenerlos más a mano.

«Esto es una pasada», pensó Charlotte, mientras ayudaba a Scarlet sujetándose el pelo hacia atrás.

Antes de que pudiera articular palabra o pregunta algunas, Scarlet se había puesto a calentar la punta de un lápiz de ojos de kohl con un mechero, pero cada vez que la acercaba a la piel fría e inerte de Charlotte, la punta se congelaba. Al volver a intentarlo, acercó la llama demasiado a Charlotte y se asustó.

—No te preocupes, he dejado de ser inflamable —dijo Charlotte dándole ánimos.

Scarlet acabó por mantener la llama encendida como si de un minisoplete se tratara a la vez que aplicaba simultáneamente el lápiz a los ojos de Charlotte.

—Oye, ¿y no te doy, no sé, como algo de cosa o un poco de miedo? —preguntó Charlotte, mientras Scarlet escudriñaba su extensa paleta de sombras para ojos, cuidándose mucho de escoger la combinación correcta de tonalidades. Aplicó la sombra sobre el párpado de Charlotte mientras ésta mantenía un ojo completamente abierto a la vez que hablaba.

—¿Y tú, no te doy yo algo de cosa o de miedo, incluso? —preguntó Scarlet.

—Bueno, supongo que algo de cosa sí que me da que no te dé miedo —dijo Charlotte.

—Sí, a mí me pasa lo mismo —dijo Scarlet con una sonrisita mientras se preparaba para el siguiente procedimiento.

Scarlet introdujo una espátula en un recipiente morado, la embadurnó de cera caliente y procedió a aplicarla cuidadosamente sobre la ceja de Charlotte. Al cabo de unos segundos, aplicó un pequeño pedazo de tela sobre la cera, la presionó con los dedos y se la retiró de un tirón, esperando una reacción de dolor de Charlotte, pero ésta ni siquiera parpadeó.

—He ahí una de las grandes ventajas de estar muerta —dijo Charlotte a la vez que Scarlet se echaba a reír y asentía conforme.

Scarlet continuó el acicalamiento, pelo incluido, y Charlotte disfrutó con cada una de sus atenciones. Lo mejor de todo fue comprobar que Scarlet estaba realmente encantada con su compañía. Charlotte no estaba acostumbrada a recibir tantos cuidados; después de todo, había pasado buena parte de su vida bajo la custodia de un tutor legal.

Al cabo de un rato las interrumpió el viejo reloj de Scarlet, del cual surgió un cuervo negro que graznó un vigoroso «JDT», «JDT», en lugar del consabido «cucú».

Charlotte vio que se le hacía tarde y se levantó para irse.

—¿Adónde vas? ¡No he terminado todavía! —chilló a su espalda Scarlet, que no había culminado su retrato.

—Llego tarde a una reunión de residencia… ¡Nos vemos en el instituto mañana! —contestó Charlotte gritando.

Recorrió el pasillo a toda prisa, echando un último vistazo a Damen, que dormía plácidamente en la cama de Petula, en apariencia agotado por la sesión de morreo, mientras Petula continuaba prendiendo alfileres en su vestido. Abandonó la casa como un retrato de Mark Ryden —pelo cardado, ojos superperfilados, pintalabios carmesí y laca de uñas negra— a la luz de la luna llena.

Charlotte continuó su marcha frenética por la acera, internándose en la oscuridad, en dirección a la luna, mientras los mismos pájaros negros que habían sobrevolado su cabeza aquella tarde volvían a revolotear en torno a ella.

«¿Una reunión de residencia? ¿Al instituto mañana? Quizá la muerte no sea tan genial después de todo», pensó Scarlet mientras observaba, desde la ventana de su dormitorio, cómo Charlotte desaparecía en la oscuridad, y se preguntaba qué narices le acababa de pasar.

—¡Espera! —le chilló de nuevo a Charlotte, pero Charlotte no contestó, ya estaba bien lejos, casi fuera de vista—. Genial. No es sólo que vea muertos, no, es que para colmo tengo mono —dijo Scarlet dando otro portazo.