Scarlet, la hermana pequeña de Petula, recibió un inesperado encargo de la redacción del periódico del instituto: escribir una necrológica, la primera de toda su vida, sobre «una chica que había muerto en el instituto». Se dirigió a la oficina presa de los nervios, tanto por el encargo como por la perspectiva de tener que tratar con el profesor Filosa, el estricto carcamal que dirigía el panfleto, perdón, el periódico del instituto como si del Daily Planet se tratase.

—¿Dónde diablos se había metido, Kensington? —le espetó el profesor Filosa con impaciencia—. Se nos acaba el tiempo y hay que publicar esta necrológica.

—Pues sí que tiene chiste la cosa —bromeó Scarlet—. Acabarse el tiempo… Necrológica…

A Filosa no le impresionaron ni el sentido del humor ni la evasiva de Scarlet.

—No es que esté muy por la labor, ¿verdad?

—Pues, ahora que lo dice, ¿qué pinto yo en esto? —preguntó Scarlet—. Se supone que soy la crítica de música.

—¿Estará de broma, no? —la reprendió, mirándola de arriba abajo—. Le va que ni pintado.

—Nunca he tenido que escribir una —dijo Scarlet con sorprendente inseguridad—. Además, no es mi fuerte hablar bien de la gente que no conozco, ni tampoco de la que conozco, todo hay que decirlo.

—Pues aguántese, Kensington, y haga algo bonito por alguien por una vez en su vida —ladró Filosa—. Aquí tiene las fotografías del acto en memoria de… esto… cómo se llamaba… Usher, eso es, del acto en memoria de Usher de esta mañana. La página de composición está en el ordenador —agarró el sombrero de paja y la chaqueta de mezclilla y salió dando un portazo.

Scarlet se sentó al ordenador, la mirada fija en el cursor intermitente. No se le ocurría nada. Se encasquetó su sombrero de fieltro, con el ala claveteada de piercings, en busca de inspiración, abrió la carpeta jpg con las fotografías del acto conmemorativo y observó que en ellas no había ni un alma.

—¿Dónde está la gente? —dijo Scarlet, con un levísimo deje de compasión en su voz.

Scarlet sacó el informe de la policía y leyó por encima la escasa información que ofrecía la ficha oficial. Al llegar a su retrato escolar se quedó de piedra.

—Oh, no —soltó Scarlet—. Es la chica con la que fui tan borde el otro día.

Estudió la fotografía detenidamente durante un minuto, como en un acto de reconocimiento hacia la persona que había tratado con tanto desdén. Y decidió que la mejor disculpa sería una bonita necrológica, incluso aunque se tratara más de una lista que de otra cosa.

—Supongo que ahora tengo tu vida en mis manos —dijo, y empezó a escribir.

* * *

A Charlotte la reconfortaba saber que si no había más remedio que ir a clase, al menos también había tiempo de recreo. Tiempo para salir de aquella aula y darse un respiro. Tiempo para dejarlo todo «de lado» y asimilar la primera parte del día, todo salvo la jerarquía universal cuya evidencia no puede quedar más al descubierto que en las mesas del comedor de un instituto.

Una realidad que a Charlotte no se le pasó por alto cuando ella y Piccolo Pam entraron en la cafetería. Charlotte apenas pudo contenerse cuando vio pulular por allí a todos los chicos vivos, disfrutando de su semilibertad.

La cafetería del Hawthorne siempre le recordaba a un supermercado, tan ostentosamente dividido en secciones. Era imposible perderse. Nada de surtidos. Los Populares aquí, los Cerebritos ahí, los Deportistas acá, los Porreros allá. En clase, la integración era casi inevitable, puede que hasta obligatoria incluso, debido a la asignación de sitios por orden alfabético. Pero en la cafetería podías elegir, y qué mejor expresión de tu capacidad de elección que el lugar y la gente con la que te sentabas.

Una vez decidido quién era uno o, para ser más exactos, quién había decidido Petula que era uno, entonces resultaba fácil encontrar tu sitio. Bien mirado, lo que antes le parecía tan intencionado y cruel, le resultó ahora completamente natural. Después de todo, podía ser que fuera cierto eso de que «Dios los cría y ellos se juntan». O podía ser que la muerte hubiese amortiguado su envidia.

—Las personas no son como imanes —dijo Charlotte en voz alta, y luego, percatándose de su exabrupto, se llevó rápidamente la mano a la boca para contener sus palabras.

—No te preocupes —dijo Pam—. No te oyen.

—Nunca lo han hecho —contestó Charlotte con sarcasmo.

Al examinar el comedor, observó que todos los que allí estaban tenían asignado el séptimo turno de comedor. Era increíble. Cuando estaba viva, comía en el sexto turno, y ahora estaba en el séptimo. El exclusivo séptimo turno de comedor. El turno de Damen. ¡Oh, dulce muerte! Al menos algo de bueno tenía.

Distraída como estaba con sus pensamientos, Charlotte «chocó» accidentalmente con un chico que pasaba por allí con su bandeja. De hecho, fue más como si lo atravesara. Sin perder un instante, Piccolo Pam agarró a Charlotte del brazo para evitar la interacción.

—¡No! —gritó Pam. Pero ya era demasiado tarde.

Una expresión del más puro terror nubló el rostro del chico, que se quedó paralizado un momento, miró a su alrededor como un conejo asustado, dejó caer la bandeja y echó a correr hacia la salida. Tenía la cara tan desencajada que casi daba risa. Tan pronto la bandeja se estrelló contra el suelo, la cafetería entera irrumpió en carcajadas y aplausos, para asegurarse así de que le humillaban como sólo los estudiantes de instituto saben hacer.

—¡Jamás atravieses a los vivos! —dijo Pam, increpando a Charlotte.

—¿Perdón? —contestó ésta, sin comprender.

—La interacción con los vivos está estrictamente prohibida —le advirtió Pam—. Casi todos lo sabemos por instinto cuando llegamos.

A Charlotte le dolió el inesperado golpe bajo de Pam.

—¿Por qué? —preguntó inocentemente—. Nosotros podemos verlos. Podemos oírlos. ¿Por qué no pueden ellos sentirnos ?

—Nosotros coexistimos con ellos, aunque en realidades distintas —explicó Pam con voz cortante—. No son nada para nosotros y viceversa.

—Para mí sí que son algo —dijo Charlotte.

—¿Es que no has visto lo que acaba de pasar? —preguntó Pam—. Tus sentimientos te los guardas para ti, Charlotte.

—Está bien —dijo ella tímidamente.

Mientras tiraba de Charlotte para apartarla de las mesas del comedor, Pam continuó:

—Nosotros estamos aquí.

«Aquí» era una cola de cafetería distinta que nunca hasta entonces había tenido que hacer. Una cola reservada a los estudiantes muertos. Invisible a los vivos.

—¿Y esto no es una forma de segregación o algo así? —preguntó. Pero Pam no contestó. Estaba demasiado ocupada llenando su bandeja con comida basura.

De pronto, una chica intentó colarse.

—Perdona, Kim —murmuró.

—Quita —dijo Kim en tono agresivo.

De porte estirado, brillante pelo largo y bonito perfil, Kim lucía todo un arsenal de PDA. Por su aspecto y su forma de hablar se diría que estaba preocupada y tenía mucha prisa, lo que resultaba del todo chocante, dadas las circunstancias. La lentitud de Charlotte la alteró todavía más.

—¿Te quieres apartar? —le espetó Kim—. ¡Tengo prisa y espero una llamada muy importante!

Mientras Kim se abría hueco a empellones, Charlotte vio caer algo en su bandeja. No era un pelo, no, era un pedazo de carne. Carne quemada y putrefacta. Charlotte reculó y dejó que Kim disfrutara de cuanto espacio pudiera necesitar, a la vez que enseñaba sus dientes en una de esas enormes sonrisas forzadas a las que recurre uno para no vomitar, por ejemplo.

Las náuseas de Charlotte se disiparon cuando, de la nada, empezó a sonar un teléfono móvil. Miró a su alrededor y en un acto reflejo se llevó las manos a los bolsillos, sorprendida ante la posibilidad de que en aquel lugar pudiera darse semejante sonido.

—¿Es que no va a contestar nadie? —bromeó Charlotte.

—Es para mí —dijo Kim, quien al volverse reveló en el lado opuesto de su cabeza un teléfono móvil que sobresalía de una herida abierta que le llegaba desde la sien a la mandíbula inferior. Aparentemente, la radiación le había erosionado parte de la cabeza y el cuello, donde ahora exhibía una importante lesión en carne viva.

—Vaya, a eso sí que lo llamo yo tener un lado «malo» —le susurró Charlotte a Pam.

—Para Call Me Kim, todas las llamadas son urgentes —le musitó Piccolo Pam a Charlotte—. No hizo caso de las advertencias sobre su obsesiva utilización del móvil y mira cómo acabó. Su asunto pendiente es prestar atención cuando se le dice algo y tratar de reprimir su impulsividad.

—Pensaba que lo de la «radiación del móvil» era un cuento —dijo Charlotte mientras hacía un auténtico esfuerzo por no mirar directamente hacia Kim.

—Pues parece que no —dijo Pam, señalando y sacudiendo la cabeza hacia Kim, que no dejaba de parlotear.

Charlotte trató de cambiar de tema pero no podía dejar de mirar a la chica.

—Espera —Kim atajó abruptamente a su interlocutor, se volvió hacia Charlotte y le lanzó una mirada furibunda—. ¿Te puedo ayudar en algo?

—No, no creo que puedas —contestó Charlotte muy seria.

—Nuevos… —dijo Kim poniendo el ojo en blanco y retomando su conversación unidireccional.

—No acabo de entender la historia esta del «asunto pendiente». ¿Será que yo no tengo ninguno? —le preguntó Charlotte a Pam.

—Los asuntos son como los culos, todos tenemos uno —dijo Pam con voz cortante.

—¿Todos? —preguntó Charlotte, especulando para sí qué les podría quedar por resolver a Petula y las Wendys que no fuera anular una cita previa para hacerse la cera.

—Fíjate en DJ, por ejemplo —dijo Pam apuntando con la barbilla hacia la mesa de los chicos muertos—. Parece supertranquilo y entero. Nadie diría que tenga muchos asuntos que resolver.

—Pues sí —admitió Charlotte.

—Pues no —aclaró Pam—. Se creía todo un artista y se negó a pinchar temas de moda en una fiesta para la que le contrataron en casa de unos pandilleros.

—Así que no bailaba ni un alma y… —dijo Charlotte con voz entrecortada.

—Alguien se puso nervioso. Se montó una pelea, y DJ quedó atrapado en el fuego cruzado —continuó Pam—. Recibió diez tiros, uno más que 50 Cent.

—Pues vaya un récord que fue a batir —dijo Charlotte con lástima.

—Y que lo digas —convino Pam—. Su arrogancia le mató.

—Se acabó el breakdance para DJ —concluyó Charlotte, que había entendido perfectamente a qué apuntaba Pam.

Mientras avanzaban en la cola, Charlotte examinó la oferta de dulces, fritos y ácidos grasos del bufé. Patatas fritas con salsa, pizza pepperoni, macarrones con queso, tortitas, hamburguesas, perritos en pan de maíz, cubitos petrificados de gelatina Jell-O con nata montada, patatas de bolsa, fritos de maíz, bizcochos rellenos Twinkies fritos, Marshmallow Fluff, cubas de salsa de chocolate, sirope de arce y crema de queso fundido Velveeta. Comida basura de la mejor. Un auténtico McWilly Wonka Hut. Prácticamente todo lo que acaba engrosando los michelines estaba allí, friéndose en la plancha.

Las camareras muertas llevaban redecillas de cuerpo entero, en lugar de las omnipresentes redecillas de pelo de las vivas, supuso que para «mantenerse enteras» y evitar que cayera algún pedazo de carne en la comida durante la elaboración de aquellos platos tan decadentes. Las bebidas eran todas carbonatadas: Fresca, Shasta, marcas imposibles de encontrar ya salvo en las camisetas de los modernillos. Muy buenas, sí, pero… olvidadas. Desde luego que nada parecido al pan de pita integral relleno y el bufé de ensaladas de la sección viva del comedor.

Charlotte se hizo con un buen cargamento de comida y culpabilidad. ¿Qué habrían pensado Petula y las Wendys, sus anoréxicos modelos a imitar? Estaban tan obsesionadas con su IMC como otros lo están con las notas del examen final de aptitud.

Además, ¿qué importaba ya? ¿Qué mal podía hacerle? ¿Matarla? El control de raciones no es que fuera a estas alturas una prioridad, que digamos.

Sintió cómo una oleada de depresión post mórtem la invadía de nuevo. ¿A quién le importaba nada ya? Desechó toda precaución y aceptó cada cucharón de comida que le ofrecían las camareras. La única razón para mejorar, hacer dieta, practicar ejercicio, bla, bla y demás, era Damen, y éste era ya, literalmente, una causa perdida. Después de todo, ¿de qué le servía un cuerpo diez a una chica muerta?

—No es que nada importe ya, Charlotte. Lo que pasa es que ahora tienes otras prioridades. Una meta distinta —le explicó telepáticamente Pam, que se encontraba bastante adelantada en la cola.

—¿Como cuál ? —preguntó Charlotte en voz alta, perdiendo los estribos y girándose por completo para localizar a su amiga.

Charlotte empezó a pensar que deseaba poner fin a todo aquello, especialmente al rollo ese de que le leyeran la mente. Era una intrusión en toda regla. Primero Prue, luego Brain y ahora Pam. Trató desesperadamente de no pensar en ello, porque no quería ofender a Pam y porque el buen juicio con que Pam abordaba la situación era de agradecer. Pero cuantas más vueltas le daba, más le costaba evitar pensar que odiaba a Pam y a todos los demás por entrometerse de aquel modo en sus pensamientos privados. Percibiendo el malestar de Charlotte, Pam la invitó a acercarse con un gesto de la mano y calmó las aguas.

—Oye, es tu primer almuerzo como chica muerta así que ¡invito yo! —bromeó, frenando el paralizante y obsesivo torbellino de pensamientos que rondaba la mente de Charlotte a la vez que la conducía hasta una mesa situada en un rincón. Pam se sentó, pero Charlotte vaciló.

—¿Está ocupado? —preguntó Charlotte refiriéndose al sitio que quedaba libre junto a Pam.

—Sí —dijo Pam con una sonrisa—. Por ti.

El hecho es que Charlotte no estaba acostumbrada a respuestas tan cordiales. Con frecuencia se sentía a falta de un lugar donde sentarse, y se quedaba plantada de pie durante un lapso de tiempo penoso, bandeja en mano, buscando sitio. Pam percibió la desazón con que Charlotte intentaba asimilar y aceptar cuanto estaba ocurriendo. Decidió que lo mejor que podía hacer era ser su amiga.

—No te angusties. Ya verás como acabas encajando —dijo Pam mientras Charlotte rodeaba la mesa.

—La última vez que lo intenté acabé muerta —contestó.

Ambas asintieron conformes y al levantar la mirada de su conversación se percataron de la presencia de una chica que estaba sentada sola en la mesa de al lado, toda encorvada, y que se subió las mangas de su jersey de cuello alto para inspeccionar los cortes que exhibía en muñecas y antebrazos.

—¿Y ésa? —preguntó Charlotte con sorna—. ¿Se murió de tanto rascarse o qué?

—¿Suzy? —explicó Pam—. Era una scratcher. Ya sabes, se hacía cortes aunque no lo bastante profundos como para hacerse daño.

—O eso creía, supongo —dijo Charlotte.

—Sí. Una «llamada de auxilio», o algo así, que acabó por salirle fatal —continuó Pam—. Al final se pasó con los cortes y acabó en el hospital. Murió de una de esas infecciones por estafilococos resistentes a todo.

—Parece tan reservada —dijo Charlotte—. Y triste.

—Tiene que aprender a comprometerse, para eso está aquí —dijo Pam—. Hacer las cosas a medias puede resultar peligroso.

Ambas asintieron y volvieron a concentrarse en sus respectivos almuerzos, sin percatarse apenas de otra chica que ahora estaba plantada delante de ellas. Era un palillo. Una muñequita rebosante de complementos, con enormes gafas de sol, vestido vintage y collar de Chanel. En la bandeja llevaba un bote diminuto de frutos secos variados y un café tamaño maxi.

—Qué hay, CoCo —dijo Pam—. Tú siempre tarde para estar a la moda, ¿eh?

—Es mi sello —le recordó CoCo—. ¿Hay hueco para una más? —preguntó retóricamente, con voz afectada y sin apenas abrir la boca.

—Una auténtica fashion victim —le susurró Pam a Charlotte.

—¿Y? ¿La pisotearon en una liquidación de excedentes o qué? —preguntó Charlotte.

—Muy bueno, pero no, fue mucho peor —dijo Pam, acercándose a Charlotte—. Se emborrachó en una fiesta, devolvió en su bolso extragrande, se desmayó sobre él y se ahogó en su propio vómito. Lo grande no siempre es sinónimo de mejor. Descanse en Prada —afirmó con sorna mientras CoCo tomaba asiento.

Inmediatamente, CoCo empezó a devorar su ración impresa diaria de blogs de cotilleo al tiempo que abría un Red Bull y rellenaba su taza de café.

—Entonces ¿qué te pasó a ti, exactamente? —le preguntó Pam a Charlotte.

CoCo fingió indiferencia, oculta tras sus gafas de sol, aun así no pudo resistir la tentación de escuchar disimuladamente un nuevo y jugoso cotilleo. Llevaba siglos sin hacerlo.

—Pues lo que pasó es que mis sueños empezaban a hacerse realidad… —empezó Charlotte.

—¿Y? —repuso Pam.

—Me emparejaron con Damen Dylan, el chico más guay del instituto, para las prácticas de laboratorio. Estaba convencida… de que si llegaba a conocerme de verdad, pues, bueno, que tal vez él… —Charlotte se quedó callada un instante, molesta por una necesidad acuciante de aclararse la garganta.

—¡Vamos, sigue! —exclamó CoCo, quien recibió sendas miradas asesinas por parte de Pam y Charlotte.

—… me pediría a mí que lo acompañara al Baile de Otoño en vez de a su novia, Petula —continuó Charlotte, tosiendo un poco.

—¿Y ya está? —dijo decepcionada CoCo, que se levantó dejando atrás la bandeja para que otros la recogieran.

Pam también miró a Charlotte con ojos inquisidores, como diciendo «seguro que hay algo más». Pero no lo había.

—¿Así que tiene novia? Qué le vamos a hacer, no estaríais predestinados a estar juntos —dijo Pam como si nada.

En ese momento, Damen pasó junto a Charlotte para vaciar su bandeja y ésta no tuvo tiempo de dolerse del golpe bajo de Pam. La carcajada espontánea que soltó él en respuesta al chiste de su amigo embebió a Charlotte por completo.

—Mira, Pam, a mí eso del Destino siempre me ha parecido una chorrada —dijo Charlotte, elevando el tono de voz palabra tras palabra—. No es más que una comedura de coco. ¡Hagas lo que hagas es imposible equivocarse!

—Pues no exactamente —contestó Pam—. El Destino no es cien por cien circunstancial. Es algo predeterminado. El resultado no se puede cambiar. Punto. Por eso se llama… Destino.

—¡Pues claro! —exclamó Charlotte entre tos y tos.

—¿Cómo que claro? —preguntó Pam, absolutamente confundida.

—Me sonrió justo antes de morir yo… Estábamos a punto de conectar. Era mi oportunidad para que él me conociera y para que, al final… puede que hasta… me pidiera que lo acompañara al baile —divagó Charlotte—. El Destino —proclamó.

—Pero ¿de qué hablas? —preguntó Pam, que no salía de su asombro y se esforzaba por comprender a qué apuntaba Charlotte con todo aquello.

—Hablo de que… Damen… y yo… —dijo Charlotte, que rompió a toser estrepitosamente. Pam le dio un manotazo en la espalda, ávida por escuchar la gran revelación—… estamos predestinados a estar juntos —dijo Charlotte a duras penas.

—¿No dices que eso del Destino es una chorrada? —le recordó Pam, tratando de asimilar tan insólita revelación.

—¿No dices tú que no lo es? —dijo Charlotte apuntándose un tanto.

De regreso a su mesa, Damen pasó junto a ellas de nuevo y Charlotte le siguió con los ojos, como un decidido postor observando un bolso de Chloé en eBay.

—¿Y no has contemplado la posibilidad de que el Destino haya intervenido precisamente con el fin de separaros al dejarte morir? —intervino Pam—. ¿De que tu Destino sea éste ?

Charlotte no contestó; estaba sumida en sus pensamientos. La negativa de Charlotte a aceptar su situación tenía ya muy preocupada a Pam, de modo que decidió tomar cartas en el asunto.

—Además, Charlotte, tienes otro problema y gordo —dijo Pam, y sin más se puso de pie sobre la silla y empezó a chillar, a hacer caras y a agitar los brazos en dirección a Damen—. ¡¡¡Damen!!! —gritó Pam con todas sus fuerzas.

—¡Pam! ¡Por favor! —suplicó Charlotte.

Cuanto más le rogaba Charlotte que cesara, más insistía ella. Y cuanto más se entusiasmaba, mayor era la intensidad con que el sonido del flautín brotaba de su garganta.

—¡¡¡Soplagaitas!!! —le chilló Pam a Damen señalándose la laringe.

Charlotte esperó a que Damen se acercara hecho un basilisco, pero no hizo nada parecido. Es más, no reaccionó en absoluto. Nadie lo hizo.

—Las cosas han cambiado, Charlotte —dijo Pam tomando asiento—. Ya no es cuestión de si Damen te pide salir o no. Es que ni siquiera te ve.

Dicho esto, la frustración en la voz de Pam se metamorfoseó en un tono más suave.

—No te queda otra que aceptarlo —dijo, y extendió el brazo para apoyar la mano sobre el hombro de su amiga—. Por algo lo llaman vida sentimental. Los sentimientos amorosos son para los vivos.

En vez de mostrarse defraudada o desalentada, la mirada de Charlotte adquirió un brillo inusitado, como si Pam acabara de descifrar el enigma de la Esfinge.

—Tienes razón… —proclamó Charlotte, y abrazó a Pam y le plantó un beso de agradecimiento en la mejilla—. ¡Ni siquiera me ve!