Era tanto lo que Charlotte todavía deseaba hacer, tanto lo que deseaba conseguir. Deseaba ver una nevada más, ver las mejillas rosadas de Damen tras un partido improvisado de fútbol después de clase, recibir otro boletín de calificaciones. Pero, claro, todos morimos con una lista de cosas pendientes, admitió. Nunca se tiene bastante.

Una nevada más no sería bastante, y ver a Damen una última vez, bueno, eso tampoco le bastaría jamás. Toda esta tristeza y demás le nublaban la mente mientras seguía a Pam por el pasillo.

—¿Quién eres tú… en realidad? —la apremió Charlotte.

Pam parecía bastante normal, pero ¿y si era una especie de demonio mutante enviado para escoltarla a las Tinieblas? Entonces quizá tuviera que afrontar una eternidad empujando una roca montaña arriba o algo por el estilo.

—Estoy aquí para ayudarte —le aclaró Pam—. Al principio, todos necesitamos que nos echen una mano con la adaptación, y la transición, de «allá» a «acá», es la peor parte.

—¿Y dónde o qué es acá ? —preguntó Charlotte.

—Hallarás las respuestas a cuanto quieres saber en Orientación —le desveló Pam.

—¿Orientación? —preguntó Charlotte, irritada, levantando las manos al aire en un gesto de frustración.

Antes de que Charlotte tuviera oportunidad de insistir sobre el tema, Pam se detuvo y le hizo una señal con la cabeza, contestando a Charlotte con el gesto. Señaló hacia un leve resplandor que irradiaba de detrás de la puerta de un aula, pero no pronunció palabra.

Pam se dirigió hacia la puerta, pero Charlotte estaba clavada en el sitio. Contempló pasmada cómo Pam desaparecía gradualmente en el aura, cómo volvía la cabeza hacia Charlotte con una sonrisa compasiva justo antes de que la luz se la tragara por completo, dejando a Charlotte totalmente sola.

—¡Pam! —gritó nerviosa—. ¿Qué tengo que…? —dijo Charlotte con voz temblorosa, y sus palabras quedaron suspendidas en el aire.

Enfrentada a semejante adversidad, Charlotte, como casi siempre, adoptó una actitud completamente racional. Podía aplazar el dolor si no perdía de vista la verdadera dimensión de las cosas. No era sino la manifestación del instinto de autoprotección del espíritu científico y matemático que llevaba dentro.

«Ya está», pensó Charlotte, mirando hacia el fondo del pasillo.

El momento había llegado. Estaba m-u-e-r-t-a, seguro; por mucho que le costase pronunciar la palabra. Había visto la prueba en la camilla de la oficina y a través de la ventana, en el patio. Había conocido a Pam, su guía espiritual o ángel de la guarda o comoquiera que uno desee llamarlo. Y ahora la señal más reveladora de todas: la Luz. Se parecía mucho a como le habían contado que sería, lo que le resultó insólitamente reconfortante. Estaba asustada, pero el factor sorpresa se había desvanecido contribuyendo a minimizar el factor miedo de forma considerable.

Es más, hasta empezaba a sentir cierta satisfacción personal. Todo el mundo tiene curiosidad por saber qué ocurre después de la muerte, y ahora ella lo sabía. Por fin miembro de un club exclusivo, bueno, semiexclusivo. «Todos morimos, pero muy pocos lo hacen tan jóvenes», teorizó, insistiendo en sentirse especial. Éste era su momento.

Sin embargo, lamentablemente no había nadie a quien contárselo. No había forma alguna de intercambiar la información por algún cotilleo, una invitación a una fiesta, ni siquiera por un carné de identidad falso. El secreto sería enterrado con ella para siempre, como con toda probabilidad había sucedido con quienes la precedieron. No había nadie que, tras afrontar lo que ella estaba a punto de afrontar, viviese para contarlo; a excepción, claro, de toda esa gente con Experiencias Próximas a la Muerte que no deja de parlotear sobre «la Otra Vida» y hacia la que de pronto sintió una profunda aversión.

«Si tan genial es estar muerto, ¿por qué no se matan y dejan de hablar del asunto de una vez por todas?», pensó. Qué no daría ella a cambio de un billete de vuelta por cortesía de las palas de un desfibrilador y un sanitario o médico de Urgencias entusiastas.

—¡Pelagatos! —Charlotte se rió con sarcasmo para sí, fantaseando con que aquélla sería su última carcajada—. Gracias, amigos —murmuró—. Estaré aquí… por siempre.

Y con ese amago de chiste fácil, una oleada de soledad como nunca hasta entonces había sentido atravesó su cuerpo. Pam se había ido no hacía más que un instante, pero fue tiempo suficiente para que Charlotte reviviera, como un dvd en rebobinado, cada decepción, cada error, cada fracaso, cada oportunidad perdida, experimentados a lo largo de su vida. De pronto, las tan manidas escenas de lecho de muerte omnipresentes en los telefilmes de sobremesa de las que tanto se había reído se le antojaron no tan manidas.

Naturalmente, el último fotograma constituía la mayor y peor pérdida de todas: Damen. La palabra «fin» bien podía haberse superpuesto sobre su conciencia. Ahora supo con absoluta clarividencia cuán diferentes podían haber sido las cosas, pero ya era demasiado tarde para cambiar lo pasado. Como desde luego no se sentía era «en paz».

—La vida se desperdicia con los vivos —citó, y echó a andar por el pasillo, despacio, indecisa, con las rodillas temblorosas, hacia «la Luz».

Al aproximarse, Charlotte se vio bañada por la luminiscencia de la Luz, por su pureza. Se sintió como un sobre levantado a contraluz en un soleado día de verano. Translúcida. El resplandor la cegó por completo y podía haber jurado escuchar un coro de voces celestiales cantando sólo para ella. La amargura se esfumó.

«Es tan hermoso… tan apacible», pensó, gozando de aquel instante de nirvana.

Vio partículas de polvo brillando como diminutos fragmentos de purpurina, flotando vaporosas en los rayos. Según se aproximaba, comprobó que veía con más claridad. Distinguió el contorno de una puerta, ligeramente entornada. Cerró un ojo con fuerza pero dejó el otro entreabierto, espiando por la rendija como si estuviera mirando una película de terror, y franqueó el umbral, temerosa pero intrigada, no obstante.

Su momento zen se vio de pronto interrumpido cuando tropezó con una cuerda o algo similar y cayó al suelo de espaldas. Al caer, la Luz que tan mágicamente la atraía se precipitó también al suelo. Ahora se reflejaba en el techo y había dejado de cegarla.

Allí estaba de nuevo, tirada en el suelo boca arriba, asimilando lo sucedido. Abrió los ojos muy despacio y parpadeó varias veces, tratando de enfocar la vista.

Al ladear la cabeza descubrió que la Luz emanaba de un viejo proyector de 16 milímetros atornillado a un carrito metálico. Charlotte no había visto una reliquia semejante salvo en una única ocasión, cuando le encargaron que ayudara a Sam Wolfe a ordenar el viejo cuarto de material del Club Audiovisual situado en el sótano de Hawthorne.

Alzó la cabeza levemente sobre el nivel del suelo y se topó con una visión del todo inesperada: un mar de pies engalanados con etiquetas identificativas. Charlotte abrió unos ojos desorbitados al percatarse de que la etiqueta que le había sido entregada en la oficina, la que ella se había encajado a la fuerza en la muñeca, era, de hecho, su «etiqueta identificativa». Se encontraba en un aula repleta de otros compañeros muertos.

Antes de que tuviera tiempo de salir despavorida, una voz masculina adulta la distrajo.

—Mike, enciende la luz —pidió.

Un chico que estaba cerca de la puerta encendió las luces, tampoco es que importara demasiado porque veía bastante bien sin luz, pero ahora pudo fijarse en otros detalles. Como el aula, por ejemplo. Con las luces encendidas, la pudo ver en toda su… obsolescencia.

Era arcaica, literalmente, gris y anticuada, como un cruce entre una tienda de segunda mano y un centro de veteranos de guerra. Las mesas y sillas de madera clara daban la sensación de estar talladas a mano y ser perfectamente robustas, pero estaban todas desparejadas. Sobre la pizarra aparecían colgados mapas obsoletos con territorios tiempo ha desaparecidos. Unas estanterías, disimuladas en parte por raídos cortinajes de terciopelo, cubrían la pared del fondo del suelo hasta el techo atestadas de libros de texto anticuados y obras enciclopédicas incompletas. Fragmentos de fósiles y criaturas extintas conservadas en formol se hallaban expuestos en largas repisas de mármol negro.

Plumas, tinteros, lacre y papel de pergamino ensuciaban la rayada tarima del suelo. Una máquina de escribir con ventanilla lateral de cristal y cinta de tela, una regla de cálculo, una báscula de precisión, un compás y un ábaco compartían estante con una victrola a cuerda y varias pilas de discos de 78 revoluciones rayados.

Se volvió hacia atrás y miró al espacio encima de la puerta, donde debía de haber podido encontrar un reloj, pero no lo había. El único instrumento a la vista que calculara el tiempo era el reloj de arena que descansaba sobre la mesa del profesor, pero la arena no caía. Charlotte recordó cómo Pam había comentado que «aquí» el tiempo no tiene sentido y por lo que se veía no bromeaba. Le dio la sensación de que nada en la habitación tenía sentido… ya. Aquella aula estaba decorada como si por ella no hubiera pasado el último siglo o así.

«¿Cómo? ¿No hay reloj de sol?», pensó Charlotte.

Lo que la impactó no fue que la decoración estuviera ajada, que lo estaba, sino que estuviera… caduca. Todos los objetos en los que se había fijado, incluido el proyector, habían sido auténticos hitos tecnológicos en algún momento u otro, vitales incluso, pero hacía mucho que habían sido mejorados, reemplazados o, sencillamente, olvidados. Sólo había visto esos objetos en los documentales de la PBS o en el mercadillo de trastos viejos a la puerta del garaje de alguna abuelita difunta.

El conjunto daba una insólita especie de sentido horrible a las cosas. Todos los desechos de la vida cotidiana que habían sido descartados parecían encontrarse allí expuestos. Por ponerlo con palabras bonitas, el lugar se describiría como «atemporal», pero todo y todos podían ser descritos con mayor concreción como «extemporáneos», dolorosa, obvia y totalmente «extemporáneos». Ella incluida.

—Gracias, Mike —dijo la voz masculina con sinceridad, y esta vez Charlotte se volvió para ver de quién se trataba.

Una mano pálida se extendió hacia ella para saludarla y ayudarla a ponerse de pie. Ella alargó la suya no muy convencida y la apretó.

—Ah, la nueva alumna —afirmó estrechando con suavidad sus dedos, mientras ella se levantaba, completamente pasmada—. Bienvenida. Soy el profesor Brain —dijo articulando su nombre con una buena dosis de orgullo—. Te estábamos esperando.

Charlotte no tuvo tiempo de registrar la palabra «alumna» en su mente, antes ya la había distraído por completo el aspecto de Brain. Al igual que sucedía con el aula, había algo de atemporal en Brain que resultaba desconcertante y reconfortante a la vez. Era alto, delgado y atento e iba vestido meticulosamente, como si estuviera a punto de salir a cenar en lugar de impartir clases en el instituto. Es más, despedía un cierto aire a empresario de pompas fúnebres, con su traje de sastre color negro, camisa blanca almidonada y corbata burdeos.

—Toma asiento —invitó a Charlotte con hospitalidad.

Charlotte miró a Brain con ojos inquisidores y escudriñó la habitación en busca de un lugar donde sentarse. La única silla y pupitre desocupados se encontraban al fondo del aula. Y, a diferencia de lo que ocurriera con la hoja de inscripción para animadoras, aquella plaza parecía reservada para ella y nadie más que ella.

—Claro —dijo Charlotte con entusiasmo, recordando que sólo los más populares se sientan en la parte de atrás. Orgullosa, caminó hasta el fondo y se sentó.

—Y ahora, alumnos, permitidme que os presente a Charlotte Usher. Por favor, dadle la bienvenida a la asignatura de Muertología, o, como a mí me gusta llamarla, Cómo ser un muerto y no fallecer en el intento —bromeó.

—Bienvenida, Charlotte —coreó la clase algo mecánicamente.

Brain se rió tanto de su propio chiste, incluso durante el saludo de la clase, que el «tupé» —es decir, parte importante de su cuero cabelludo y su cráneo— se le despegó y escurrió de la cabeza, quedando colgado del más ínfimo y frágil hilo de piel y dejando expuestas las esponjosas crestas exteriores de su cerebro ante toda la clase. Visiblemente apurado, sofocó su risa con rapidez y se lo echó hacia atrás para colocárselo en su sitio (más o menos), se estiró de la chaqueta de forma nerviosa, se atusó la corbata y se aclaró la garganta como si nada. A juzgar por la nula reacción de los demás chicos, los meneos de cabeza de Brain no debían de ser cosa poco corriente.

—Claro… Brain… —murmuró Charlotte para sí, una vez resuelta al menos una parte de aquel rompecabezas post mórtem.

Brain se acercó a la pizarra como una mantis religiosa, ligero de pies pero un tanto encorvado —por las vértebras C-5 y C-6, constató específicamente Charlotte—, y dio inicio a la clase escribiendo de manera atropellada una frase en la pizarra.

Non sum qualis eram. (No soy el que fui.)

Completada la frase, el profesor Brain la subrayó con la tiza y luego se dirigió a la clase como un director de orquesta al comienzo de una pieza. A la señal, una vez más, todos los estudiantes entonaron a coro:

Non sum qualis eram.

Charlotte no había estudiado nunca latín, pero, sin saber cómo, lo supo. Horacio, otra vez.

—Profesor muerto. Compañeros muertos. Poeta muerto. Lengua muerta —murmuró—. Tiene sentido.

Intentó establecer contacto visual con sus compañeros, pero la mayoría miraba fijamente a Brain; Pam incluida. La mayoría salvo una persona: una chica con el gesto enfurruñado que lucía una corta melena negra y un flequillo perfectamente escalonado, pintalabios descolorido y un arrugado vestido rojo repleto de manchas, y que estaba sentaba justo delante de ella. Charlotte juraría haber oído a la chica decir «Perdedora», pero los demás seguían mirando hacia delante, los labios sellados.

«¿Quién? ¿Yo?», pensó Charlotte en silencio, mirando de un lado a otro en busca de la fuente de la pulla.

«Sí, » , la réplica retumbó con estruendo en la cabeza de Charlotte. Para remachar la respuesta, la chica giró el rostro por completo y le lanzó a Charlotte la mirada más perversa que ésta había visto jamás, y eso que había visto unas cuantas extremadamente perversas.

Charlotte, paralizada, bajó la mirada hacia los pies de la chica para consultar su nombre en la etiqueta identificativa, donde pudo leer «Prudence», sin embargo lo más notable era que sólo llevaba un zapato. Observó la desgastada sandalia e hizo memoria de todas las noticias terribles que había visto en su corta vida. Aquellas en las que, tras un fatídico atropello y fuga, la única imagen que se mostraba era la de un zapato solitario tirado en el asfalto, mientras un reportero relataba los detalles horribles del accidente. Ese zapato, «el zapato», era la imagen que hipnotizaba a la gente. La que encendía una bombilla en su mente. Aquel zapato pertenecía a alguien. Ese alguien había escogido ese zapato para pasar el día. Se lo había puesto esa misma mañana. Iba a algún lugar con ese zapato, ese zapato iba a llevarle hasta donde necesitaba ir, y ahora, ahora yacía huérfano en medio de la carretera. Una lápida temporal.

—Bueno, como verás, estaba preparando el proyector de cine para cuando llegases; una breve película de orientación, digamos que para ¿edificar el espíritu? —explicó el profesor Brain.

Cuando se dirigía a recoger el proyector del suelo para terminar de embocar la película, saltó la alarma de incendios del instituto.

El timbre ensordecedor impulsó a Charlotte a salir corriendo de manera instintiva hacia la puerta, pero los demás siguieron en sus asientos, impertérritos. Mike, que se encontraba tocando frenéticamente una guitarra imaginaria, extendió la mano y agarró a Charlotte de la muñeca antes de que pudiera huir. Ella se asustó, pero al instante percibió que era más para protegerla que para contenerla. Llevaba unos auriculares embutidos en los oídos, pero no estaban conectados a ningún aparato.

—Ya has abandonado el edificio —dijo Mike, marcando el ritmo con los pies como si estuviera tocando una batería de doble pedal.

—La fuerza de la costumbre —repuso Charlotte—. ¿Puedes oírme con esos chismes retumbándote en los oídos?

—Sí —contestó Mike, aunque casi a voz en grito.

Mike contuvo a Charlotte, pero nada podía contener la marea de tristes recuerdos que de repente había empezado a inundar su mente. Tal vez fuera la alarma de incendios, recuerdo de una ínfima parte de su vida cotidiana, pero las punzadas de dolor, al igual que las del miembro fantasma de un amputado, permanecieron.

Piccolo Pam se acercó hasta ella y la presentó formalmente a Mike.

—Éste es Metal Mike. Llevaba el estéreo a demasiado volumen mientras hacía el examen de conducir —explicó Pam—. Se… distrajo. La cosa no acabó bien.

—Ah, entonces ¿su nombre de muerte le viene de escuchar heavy metal? —preguntó Charlotte.

—No —la corrigió Pam—, le pusieron ese mote porque escucharla le mató… Y porque, además, tiene literalmente esquirlas de metal en la cabeza a causa del accidente —añadió.

—¿Aprobé? —le preguntó Mike a Pam, simulando que punteaba un imaginario bajo eléctrico de doble mástil.

—No deja de preguntar lo mismo una y otra vez. Se ha quedado estancado en eso, así que yo le digo que sí —le susurró Piccolo Pam a Charlotte—. Sí, Mike, aprobaste —dijo Piccolo Pam en su tono de voz más condescendiente, el cual, en apariencia, tuvo el efecto deseado en Mike y en Charlotte también.

Mike soltó a Charlotte de la muñeca y Piccolo Pam la escoltó de vuelta a su pupitre. De camino iba mirando al suelo, a los pies de los demás compañeros, en busca de nombres, y se enteró de más de lo que quería saber de ellos por su calzado.

«Mike» llevaba botas gastadas, cómo no, con sus gruesos dedos gordos al aire. «Jerry» llevaba unas Birkenstock muy hippies. «Abigail», chorreando agua sucia, llevaba chanclas, las venas verdiazuladas claramente visibles en los empeines y en sus pálidas piernas desnudas; Charlotte no pudo abstenerse de levantar un poco la vista y observar que la chica llevaba un bañador del colegio. «Suzy» iba descalza y tenía el cuerpo cubierto de pies a cabeza de rasguños; con nerviosismo, se cercioraba de que ninguno de los demás compañeros la miraba y a continuación clavaba una afilada uña en sus costras. Charlotte fingió no haberla visto.

Eran a cada cual más repulsivo, pero en el contexto de la clase todos encajaban a la perfección. «¿Cómo me verán a mí?» , se interrogó. «¿Acaso encajo yo también?»

No es que ella se sintiera en modo alguno diferente, la verdad, desde que «llegara», salvo por la «voz de rana» que le brotaba de la garganta. ¿Seguía siendo la misma chica rara, alta y delgada que había sido en vida? ¿Con la misma mata de pelo rebelde que sólo había sido capaz de dominar con una estantería de supermercado completa de acondicionadores, suavizantes y fijadores?

—Como decía, seguro que os hacéis muchas preguntas… —dijo el profesor Brain, como si le hubiese leído el pensamiento, al tiempo que volvía a accionar el haz de luz del proyector.

—Sí, yo tengo una —interrumpió Jerry antes de que Charlotte pudiera formular la suya—. ¿Tenemos que ver esta película otra vez?

—Pues sí, chamuscado —espetó Prudence—. ¿Es que acaso tienes algo mejor que hacer? La veremos una y otra vez hasta que cale hondo en ese cerebro muerto que tienes, tú y todos los demás.

Prudence o Prue, como al parecer la conocían sus compañeros, puso así punto final al asunto, no sólo para Jerry sino también para el resto de la clase. A excepción de Charlotte, cómo no. Charlotte tenía una pregunta específica que le rondaba en su mente de piñón fijo, y antes de que pudiera corregirse se le escapó.

—¿Sabe cómo va a afectar esto a mi clase de Física? —preguntó—. Hoy mismo me han asignado mi pareja de laboratorio y detestaría tener que dejarle colgado.

La clase entera se echó a reír desenfrenadamente ante la ingenuidad de Charlotte; todos salvo Prue, quien a duras penas pudo contener su indignación.

—Ay, Dios… Tenemos una «viva» por aquí —se mofó, poniendo los ojos en blanco.

Charlotte se hundió en su silla, consciente de que lo que acababa de decir debía de haberles sonado a todos como una necedad. Pero ¿y qué? No la conocían. No conocían su situación. Ella todavía estaba interesada en saber de Damen. Curiosamente, era lo único que le interesaba.

—Hagamos una cosa, veremos la película y si ocaso —se detuvo para soltar una risita y celebrar su ingeniosidad, de nuevo—, perdón, si acaso queda alguna duda, podemos discutirlo después…

El profesor Brain le hizo pasar un libro hasta el fondo. Se titulaba Guía del Muerto Perfecto.

—Es para ti, Charlotte —dijo amablemente—. Para que te vayas poniendo al día con tus estudios.

—¿Estudios? —preguntó ella.

Charlotte abrió el libro y echó un vistazo al índice. Leyó para sí los encabezamientos de los capítulos en voz alta, mientras el profesor Brain ponía en marcha el proyector.

¿«Levitación»? ¿«Telequinesia»? ¿«Intangibilidad»? ¿«Teletransporte»? No podía creer lo que estaba leyendo, pero no había duda de que le intrigaba, y mucho; además, a estas alturas ya estaba curada de espanto. Hojeó rápidamente el libro mientras Mike atenuaba la luz, y la película, una parpadeante proyección de cine industrial al más puro estilo años cincuenta, con cuenta atrás 5-4-3-2-1 y narración moralista de fondo y todo, empezó.

Deadhead Jerry —el chico de las Birkenstock— ya estaba dormido, sólo que con los ojos abiertos. Mientras roncaba, Charlotte vio por el rabillo del ojo cómo Piccolo Pam extendía su mano con suma delicadeza y le cerraba los ojos del mismo modo en que se le haría a una persona que acaba de morir.

«Qué encanto», pensó Charlotte, reconociendo la gentileza de Pam.

La sala quedó entonces completamente a oscuras y, de nuevo, el iracundo bramido de Prue sobresaltó a Charlotte.

—Más te vale prestar atención, Usher —le advirtió Prue, dando ruidosos golpecitos con el pie en el suelo—. Si vemos esto otra vez es por ti.

—Ya me he enterado —contestó Charlotte, y tosió. Se le cruzó por la mente pedir que la excusaran para ir a enfermería, pero no le pareció que tuviera demasiado sentido.

Pam lanzó a Charlotte una mirada muy seria, como si la advirtiera de que más le valía no irritar a Prue. Por lo que parecía, ya era demasiado tarde. Era más que evidente que «aquí» Prue era la abeja, o lo que es peor, la avispa reina de Muertología, y Charlotte ya había probado su picotazo.

Lo que Charlotte no tenía aún muy claro era la razón de que Prue la odiara tanto. Prue apenas había tenido tiempo para fijarse en ella, cuando no para detestarla. En Hawthorne hubo compañeros que tardaron hasta un cuatrimestre entero en rechazarla por completo. Era una pequeña estadística de la que estaba muy orgullosa. Pero con Prue, el odio había sido instantáneo y parecía motivado por algo mucho más profundo que su mera apariencia o las cosas que decía.

En la pantalla apareció una insignia en forma de corona acompañada de una anticuada sintonía escolar.

Una adolescente como salida de los años cincuenta, con pelo corto y rizado, falda azul marino, bailarinas y camisa blanca almidonada, apareció en escena.

La voz masculina del narrador la llamó: «¿Susan Jane?, ¿Susan Jane?».

Susan Jane miró en torno suyo buscando la procedencia de la voz y pareció que la desorientaban el aula en la que se encontraba y los libros que sostenía en la mano.

«Susan Jane descubrirá enseguida que a pesar de estar muerta todavía tiene que graduarse», dijo el narrador.

Susan Jane se mostró decepcionada.

Charlotte no pudo evitar reaccionar del mismo modo.

—¿Estudiar? —preguntó Charlotte—. Genial, la vida es un asco y luego va, te mueres, y vuelve a ser un asco.

—Estoy muerto, no sordo —la amonestó el profesor Brain, invitándola a que permaneciera callada.

Charlotte se arrellanó en la silla y continuó viendo la película.

«¿Cómo te sientes, Susan Jane?», preguntó el narrador a Susan Jane.

«Pues creo que bien, ¿no? Aunque ahora que lo dice, algo rara sí que me siento», contestó.

«Hay razón para ello, Susan Jane», dijo el narrador.

Entonces, apareció una imagen partida con dos Susan Janes: una viva y una muerta. Su aspecto era el mismo en ambos estados.

«Aquí tenemos dos imágenes de Susan Jane», indicó el narrador, y mientras lo hacía, una diminuta flecha roja señaló a las imágenes correspondientes al «antes» y al «después».

«Visto desde fuera, se diría que apenas hay diferencias, pero en el interior, su cuerpo ha experimentado muchísimos cambios», continuó el narrador.

En la pantalla, los cuerpos fueron reemplazados de pronto por siluetas, una mostraba la circulación y el movimiento internos con cientos de diminutas flechas rojas, y otra no.

«El cambio más evidente es que el cuerpo físico de Susan Jane ha dejado de trabajar, pero que su cuerpo no trabaje no significa que ella no tenga trabajo que hacer», anunció.

La cámara se acercó entonces a un manual de la Guía del Muerto Perfecto, cuya cubierta se abrió arrastrando con ella las primeras páginas. El encabezamiento del capítulo «Aproximación a la muerte» saltó a primer plano. En el libro aparecían las imágenes de dos chicos esbozados con sencillez. Billy, se diría que un educado, obediente y bien vestido adolescente de los años cincuenta con pelo engominado, y Butch, otro adolescente de los años cincuenta de aire más rebelde, desastrado, algo lerdo y desobediente.

«Éste es Billy —dijo el narrador presentando a los “compañeros”—. Y éste, bueno, éste es Butch. En vida, Butch y Billy eran unos “chupones”. Tenían que ser los que más tantos marcaran, los favoritos del entrenador, las superestrellas del equipo, ahora tienen que aprender a “jugar en equipo”, una transición muy dura, y más si se tiene en cuenta que están muertos».

La película mostraba a los dos «compañeros» en el patio de un colegio. Se apreciaban dos grupos jugando al kickball, uno de vivos y otro de muertos. La cámara ofreció un primer plano del partido de los vivos, y el marcador reveló un empate en la última manga.

«Hoy, Butch y Billy están aprendiendo a dominar la telequinesia —al pronunciar el narrador esta palabras, apareció en pantalla una entrada de diccionario correspondiente a la palabra telequinesia—, una de las principales habilidades espirituales, a través de un sencillo partido de kickball».

La pelota rodó hacia la posición del pateador, quien la golpeó con todas sus fuerzas sacándola del campo. Mediante telequinesia, Butch propulsó la pelota por encima de la cabeza del jugador exterior para poder atraparla él, pero con ello sólo consiguió que el equipo contrario anotara una carrera. El equipo perdedor, enojado con el jugador exterior, se retiró del campo a toda prisa amargado y triste, mientras que Butch se quedaba plantado con la pelota en la mano sintiéndose fatal. Butch arrojó la pelota y apretó a fondo el acelerador de su motocicleta, enojado y avergonzado.

«¿Qué pasa, Butch? Parece que eso ha estado algo fuera de lugar», le echó en cara el narrador, al tiempo que Butch se alejaba a toda velocidad.

Mientras tanto, el jugador exterior que había fallado la captura se sentó en el banco solo, llorando.

«Y ahora observad a Billy. Está jugando con los otros chicos muertos», anunció el narrador con entusiasmo.

En el campo muerto la situación del partido era la misma. Billy jugaba en tercera base. La pelota rodó hacia la posición del pateador y éste la golpeó con fuerza hacia el espacio del campo interior situado entre la tercera base y el jugador medio. Billy se giró hacia la pelota y empleó sus poderes para colocarla en manos del jugador medio, cediéndole la jugada. ¡El medio consiguió eliminar a dos jugadores del equipo contrario! ¡El partido concluyó y el equipo de Billy salió victorioso! La muchedumbre gritaba entusiasmada. Sus emocionados compañeros de equipo lo rodearon con los brazos levantados entre gritos de júbilo, y Billy fue elevado sobre sus cabezas.

«¡Así es, Billy! ¡ Así se hace!», dijo el narrador.

«¿Por qué no le fueron bien las cosas a Butch y sí a Billy? Bueno, Butch recurrió a las artimañas de siempre y empleó sus poderes para intentar seguir conectado a los vivos, mientras que Billy, bueno, Billy superó su egoísmo y empleó sus poderes para conducir a su equipo a la victoria».

Los dos «compañeros» fueron reemplazados de nuevo por Susan Jane, sentada ante su viejo pupitre de madera.

Susan Jane se encogió de hombros cuando los «compañeros» aparecieron a su lado. Billy se había graduado, Butch sostenía en la mano una cartilla marcada con un enorme y negro Muy Deficiente.

«No lo olvidéis, estas habilidades especiales deben ser empleadas solamente con el propósito de alcanzar la resolución que os permitirá cruzar al otro lado. Vuestro profesor se encargará de entrenaros, pero es responsabilidad vuestra emplearlas como es debido», dijo.

La música ganó intensidad y la Guía del Muerto Perfecto se cerró. En la contracubierta se podía leer fin.

La cinta aleteó contra el metal del proyector y Mike encendió de nuevo las luces.

—¿Alguna pregunta? —preguntó el profesor Brain, dirigiéndose a Charlotte.

—¿Cómo sabemos cuál es nuestra meta? —preguntó Charlotte.

—Toda la clase está aquí por alguna razón —dijo el profesor Brain—. Todos tenéis un asunto pendiente que habéis de resolver antes de seguir adelante.

Sonó el timbre, pero Charlotte no se movió de la silla. No sabía si al levantarse volvería a hacer el ridículo como cuando había sonado la alarma de incendios. Cuando los demás estudiantes empezaron a salir de clase, ella reunió sus cosas y los siguió sin dejar de darle vueltas a lo que Brain acababa de decir.

—¡Atención todos! Deberes. Esta noche hay reunión en Hawthorne Manor. ¡A las siete en punto y no es opcional! —chilló el profesor Brain a sus espaldas, mientras se apresuraban por alcanzar la libertad.

«¿Deberes?», pensó Charlotte.