¿Por qué yo? ¿Por qué yo?», se repetía Charlotte, no porque confiara en hallar la respuesta, lo hacía con la esperanza de que cuantas más veces formulara la pregunta, más clara tendría su situación y sólo entonces daría quizá con la solución. Era así como se planteaba los deberes de Trigonometría, repitiéndose en voz alta el problema, y siempre había dado resultado. Se ufanaba de esa confianza en sí misma.
Recordó la estadística que sostiene que la mayoría de las personas sufren ataques de corazón en lunes, el primer día de la semana. Ella había muerto el primer día de curso, cuando parecía que las cosas iban a empezar a salirle bien. ¿Por qué le pasaba esto? ¿Por qué ocurría después de que el Destino los emparejase a ella y a Damen como compañeros de laboratorio? Necesitaba respuestas.
Charlotte corrió escaleras arriba gritando como una posesa, abrió de golpe la puerta sin número, emergió como una exhalación en el corredor y se detuvo bruscamente al encontrarse con Pam justo delante. Por un momento pensó que si corría lo bastante rápido escaparía de la pesadilla que estaba viviendo, o no viviendo, como podía ser que fuera el caso.
—No puedes huir de esto… —dijo Pam de forma sosegada al tiempo que Charlotte, presa del pánico, daba media vuelta y lo intentaba. Al doblar la esquina del pasillo recién encerado, se percató de que no resonaba el eco de sus pisadas, de que no rechinaba la goma de las suelas de sus zapatos.
A cada giro, ¡pam!, allí estaba Pam. Charlotte se llevó la mano al corazón, pero recordó que allí no había nada que agarrar. Su corazón no latía. Sintió el pecho como una cavidad hueca que encerraba una roca dura y fría.
—No puedes huir de esto… —repitió Pam a la vez que Charlotte echaba a correr.
En su intento por escapar de la aparición y de la realidad que se cernía sobre ella, Charlotte se dirigió instintivamente hacia el aula de Física. ¿Qué mejor lugar para obtener respuestas que el escenario del crimen? Al entrar, Charlotte se percató de que había pisado algo, aunque no estaba muy segura de qué. Echó la vista atrás y allí, en el suelo, vio pintada con tiza la silueta de un cuerpo. Su cuerpo.
—Un caparazón vacío. Así es como me recordarán ahora —dijo abatida, contemplando la posibilidad de que aquella genérica, asexuada y burdamente esbozada figura en forma de galletita de jengibre había de convertirse ahora en su última, y definitiva, impresión en el alumnado de Hawthorne.
Era el escenario del crimen, desde luego que sí. El crimen contra cuanto hay de injusto en la sociedad. El crimen contra la humanidad. El sistema de jerarquía social tendido allí mismo, en el suelo, para que todos lo pudieran pisotear.
Morir era terrible de por sí, pero morir de forma tan patética y estúpida… atragantada con una golosina gelatinosa semiblanda con forma de osito era una injusticia que Charlotte apenas podía soportar. No haría sino ratificar lo que siempre habían pensado de ella y confirmar sus peores sospechas sobre sí misma. Ni siquiera sabía masticar como es debido.
¿Qué le quedaba sino castigarse todavía un poco más? Así que se tumbó de espaldas, desplegados los brazos y las piernas, configurándose exactamente al perfil de la silueta, en un gesto de derrota. Como una especie de ángel de nieve mórbido, si se quiere.
Y sólo por un instante, todo ello llegó a parecerle hasta un poco gracioso. Cruel e irónicamente gracioso. La última y más oportuna de la larga serie de bromas embarazosas que le habían gastado jamás, y ella salía en el chiste. El profesor Widget tenía razón. El Destino había intervenido en su día, su vida, aunque no exactamente de la manera en que ella había deseado. Ni por asomo.
—Dios debe de tener un gran sentido del humor —pensó levantando la mirada.
Entonces, al mencionar a «Dios», se le pasó por la mente una idea no tan divertida. No había visto ni tenido noticia alguna del Gran Tipo, o Gran Tipa, comoquiera que fuera el caso. «Mejor ser políticamente correcto», pensó con cautela, «puesto que ahora todo cuenta».
La habían estado juzgando toda una vida. ¿Es que acaso podían ir las cosas peor? La mera idea de que su suerte pudiera empeorar fue motivo más que suficiente, no obstante, para empujarla a levantarse del suelo del aula.
Charlotte se enderezó, se demoró circunspecta ante la silueta como uno lo haría ante una tumba, y caminó muy despacio hacia la puerta. Al salir al pasillo, vio a Pam señalando algo de forma inquietante, como una especie de fantasma de la Navidad como-se-llame de ésos. Era su taquilla. La número siete.
—Sí, menudo número de buena suerte —dijo Charlotte con toda su ironía.
La taquilla se encontraba perfectamente precintada con cinta de peligro. Ni rastro de haber sido forzada por los otros chicos, lo que era bastante insultante, la verdad. Significaba que a nadie le interesaban lo suficiente sus cosas — ella— como para robar algo. Se alejó, con un pedazo de cinta adhesiva de peligro pegado al pie igual que un caprichoso trozo de papel higiénico.
—Esto no está pasando —gimió Charlotte, y cerró los ojos queriendo borrarlo todo de su mente. Cuando los volvió a abrir, Pam reapareció, pero Charlotte se sobresaltó algo menos que las veces anteriores—. ¿Cuánto hace que… me fui? —vaciló.
—No lo sé con exactitud —contestó Pam con indiferencia—. No es que el tiempo importe demasiado aquí.
—¿Me estás diciendo que podría llevar… fuera… algo así como mil años? —reflexionó Charlotte.
—Probablemente no —dijo Pam, y volvió a señalar en silencio, en esta ocasión hacia una ventana—. Mira.
Charlotte se asomó al aparcamiento de delante del instituto, donde un grupo de compañeros de clase se estaba reuniendo en torno a un microbús, cuando por megafonía pudo escucharse un nuevo anuncio.
«¡Atención, alumnos! Los que quieran asistir al acto en memoria de Charlotte Usher que por favor acudan al patio. El autobús saldrá en breve.»
Charlotte no daba crédito a sus ojos. De haber sido posible, es probable que se le hubiese escapado una lágrima. Había un grupo reducido de gente que aguardaba a subirse al autobús para asistir al acto en memoria suya.
¿Acaso la muerte la había hecho más popular de lo que jamás había imaginado? En su mente empezaron a sucederse de manera frenética un millar de posibilidades. ¿Qué dirían sobre ella en el acto? ¿Derramaría alguien, se atrevió a desear, lágrimas por ella? ¿Produciría su muerte un estallido de dolor en la comunidad? Días de luto oficial. Estaba rebosante de expectación. De pronto todo resultaba tan… emocionante.
Un acontecimiento aún más asombroso removió a Charlotte de su ensoñación. Allí, en medio de la muchedumbre, estaban Petula y las Wendys ¡llorando! Charlotte no daba crédito. ¿Estaba en el cielo después de todo? Tal vez fuese ella ahora como todos esos escritores y artistas ignorados en vida pero reverenciados al final. Había alcanzado la perfección en la muerte. Canonizada, incluso por sus mayores detractores. Puede que hasta Damen la echara de menos ahora.
Estos reconfortantes pensamientos duraron lo que tardó Charlotte en henchir de orgullo su pecho plano. No era el duelo colectivo lo que había atraído a Petula y a las Wendys después de todo, sino las cámaras y libretas del cuerpo de reporteros del periódico del instituto, y la promesa de salir antes de clase. Charlotte hizo de tripas corazón y prestó oído, a través de la ventana abierta, a las preguntas del reportero… y a las respuestas de Petula.
—Ayer mismo me comí medio osito de goma para el almuerzo —dijo Petula entre «sollozos» mientras se retocaba aplicadamente la raya del ojo con la punta de la uña con manicura francesa del dedo índice y comprobaba de reojo el estado de su maquillaje en el monitor de vídeo de Sam Efecto Retardado—. Podía haberme pasado a mí.
—¡Es una superviviente del efecto osito de goma! —canturreó Wendy Anderson a los reporteros como una publicista júnior , mientras ella y la otra Wendy abrazaban a Petula, en un desesperado intento de consolarla.
¡Allí estaba Petula debatiéndose por chupar cámara, tan egoísta, haciéndose la víctima y succionando el aire a costa del acto en su memoria! Y por detestable que le resultara, Charlotte admiró su descaro. Lo envidió, incluso. Charlotte no estaba muy segura de si Petula era incapaz de ceder el protagonismo a otro o si, por el contrario, no podía dejar escapar tan fabulosa oportunidad para promocionarse. Fuera como fuese, el resultado era el mismo en ambos casos, pensó. Se trataba de Petula y nada más que de Petula.
Agotada la oportunidad con la prensa, y mientras los cámaras recogían el equipo y Petula dirigía a las Wendys al TiVo, el canal local de televisión por cable, Charlotte observó cómo los demás gandules se echaban las mochilas al hombro como paracaídas y chocaban las manos en el aire, señal inequívoca de que daban por concluido el día. Claro que les importaba. Les importaba saltarse las clases.
—O sea —recapituló Charlotte dando la espalda a la ventana—, que estoy muerta y olvidada.
Pam observó cómo se venía abajo y no dijo nada. Charlotte se lamentaba de su suerte, lo que era normal, pero también comenzaba a presentar un desequilibrio inusual. Al menos Pam no tenía que preocuparse por que Charlotte echara de menos a su familia. Los adolescentes muertos no lo hacen. Están demasiado envanecidos.
El mantra «¿por qué yo?» de Charlotte se transformó ahora en un «¿y por qué no yo?» mientras retazos de su personalidad grotesca y fracasada reafloraban a la superficie. Ya no había necesidad alguna de reprimirla. El verano era cosa pasada y todo, literalmente todo, estaba perdido.
—¿Por qué no ha podido ocurrirle algo malo a Petula? —se quejó Charlotte con rencor—. Aunque todavía podría pasarle algo —deseó—. Pero, claro —continuó, atajándose a mitad de frase—, si hubiera de sucederle algo así a alguien como Petula, entonces la noticia recorrería el mundo entero. Los ositos de goma serían retirados de los estantes de todos los comercios. Se emitirían avisos de ámbito nacional advirtiendo sobre el peligro de los ositos de goma. La CNN convertiría los ositos de goma en la nueva gripe aviar. Se daría una «cobertura especial» a la crisis de los ositos de goma. Por no hablar de actos conmemorativos televisados todos los años. Damen enviaría de forma anónima rosas rojas a su tumba cada semana durante el resto de su vida. Hawthorne High sería rebautizado en su honor. Las iglesias tañerían las campanas para conmemorar el momento exacto de su expiración. No por lo que hubiese hecho en vida, sino por quién era. Se convertiría en una heroína.
Charlotte siguió parloteándole a Pam y quejándose lastimeramente.
—¿Y yo? —meditó Charlotte—. Yo soy una silueta de tiza que pisan, y no evitan, los demás. Una molestia para las autoridades. Un montón de papeleo, desmerecedor siquiera de un minuto de silencio.
Se sentía estafada.
—¿Has acabado? —preguntó Pam.
—Casi —dijo Charlotte.
—Tómate tu tiempo —contestó Pam, con las primeras notas de condescendencia en su voz.
Pero fueron las otras notas que escuchó Charlotte las que en realidad captaron su atención. Un leve silbido. Similar al que había escuchado en la oficina. Esta vez no albergó dudas sobre la fuente de la que brotaban tan melancólicos acordes.
—¿Qué rayos es el ruido ese que te sale de la boca? —preguntó Charlotte.
—Permíteme que me presente formalmente —dijo al tiempo que le tendía la mano a Charlotte—. Soy Piccolo Pam.
—¿Piccolo? —dijo Charlotte con una risita.
—Es mi nombre de muerte —contestó Pam.
—¿Nombre de muerte? —preguntó Charlotte, a la vez que caía en la cuenta de que ella no tenía uno y volvía a sentirse excluida una vez más.
—Sí, es una especie de apodo que recibimos algunos de nosotros, salvo que suele estar relacionado con la forma en que morimos —dijo Pam—. No siempre se adquiere de buenas a primeras. No te lo tomes como algo personal.
¿Cómo no iba a hacerlo? Charlotte pensó en cuál podría convertirse en su «nombre de muerte» y sintió cómo cundía en ella el desánimo ante el potencial que un estúpido nombre de muerte podía llegar a tener a la hora de someterla a una humillación perpetua.
—Yo soy Piccolo Pam porque mientras alardeaba, supuestamente, de mis dotes con el flautín en el desfile de bandas del condado, tropecé y me lo tragué.
—Oh, lo siento —dijo Charlotte.
—Sí, yo también, pero al menos acabé mis días haciendo algo que adoraba y que se me daba realmente bien —contestó Piccolo Pam.
—Ya… —dijo Charlotte con un hilo de voz.
—Y fallecí mientras tocaba mi solo, de modo que nadie lo olvidará jamás. Eso es lo que cuenta —añadió Piccolo Pam con orgullo.
—Ya… —repitió Charlotte, ausente. Se sentía abrumada por completo, mientras trataba desesperadamente de encontrarle algún sentido a todo aquello.
Piccolo Pam sonrió y abrazó a Charlotte por los hombros. Le dio unos cuantos apretones, en un intento de animarla.
—Tampoco es para tanto —bromeó Pam—, ¡al menos no tienes que depilarte nunca más!
Charlotte no estaba todavía muy segura de si Dios tenía o no sentido del humor, pero era evidente que Pam sí.
—¿Que no es para tanto? —dijo Charlotte con los ojos desorbitados de indignación—. ¡Me conocerán como una «atorada» para toda la eternidad!
La mera idea agravó su irritación, y la garganta de Charlotte se contrajo e hizo que tosiera varias veces seguidas, como a propósito.
—No te agobies con eso del nombre —dijo Pam intentando aliviar la inseguridad de Charlotte—. Ahora lo que necesitas es que te orienten.
Pam agarró a Charlotte de la mano y, tirando de ella, se alejaron de allí.