Un torbellino de pensamientos sobre Damen giraba de manera frenética en la mente de Charlotte cuando se despertó con el suave zumbido de los fluorescentes que se alineaban en el techo del aula. Muy despacio, abrió un ojo y luego el otro, y se percató de que a pesar de la intensidad con que lucía la luz blanca no le molestaba mirarla directamente.

Parpadeó unas cuantas veces y se incorporó hasta quedar medio tumbada, con el cuerpo apoyado sobre los codos. Observó las sucias manchas marrones de humedad y las pelotitas de papel pegadas a los paneles cuadrados de espuma rígida del techo que se cernían sobre ella. Sintió que se mareaba un poco, pero lo achacó a la emoción de los acontecimientos.

—Genial, me pide que le eche una mano. A mí. ¿Y voy yo y qué hago? Me desmayo —se reprochó.

Todos aquellos cambios por los que tanto había luchado, razonó Charlotte, no habían transformado a quien ella era en realidad por dentro. ¿Qué era lo que decía Horacio? ¿Que «podemos cambiar el cielo pero no nuestra naturaleza», o algo así? Tú eres tú y tu circunstancia. El triste hecho de que un poeta romano de hace dos mil años comprendiera mejor su vida que ella misma era… decepcionante, como mínimo. Y lo que era más raro todavía, ¿a santo de qué se le ocurría pensar en eso precisamente en ese momento? En ese momento, el escenario se le apareció, de pronto, bajo una luz mucho menos desmoralizadora.

«¡Seguro que ha sido un bajón de azúcar!», pensó recordando que se había olvidado de desayunar en su afán por no perder el autobús e incluso después, en el instituto, con tanto encontrón premeditado con Damen.

Charlotte volvió la cabeza de un lado a otro y se dio cuenta de que se encontraba completamente sola. No le sorprendió, puesto que a decir verdad no esperaba que nadie la hubiese echado en falta. Luego, al bajar la mirada, comprobó que no estaba tan sola como pensaba. Allí estaba el Osito de Goma, inocente y sin vida, tan provocador como la muñeca parlante de aquel viejo episodio de La dimensión desconocida. No presentaba el típico color rojo opaco, sino ese rojo transparente que adquieren después de haberlos chupado un tiempo.

Permaneció mirando la gominola durante un buen rato, inexplicablemente recelosa de ella, se llevó la mano a la garganta y tosió. La tenía allí delante, en el suelo, pero todavía podía sentirla en la laringe.

—Esto sí que es… curioso —dijo Charlotte, perpleja por completo.

Justo cuando empezaba a recordar todo lo ocurrido, se oyó un anuncio por megafonía.

«Charlotte Usher, preséntese por favor en la sala 1.313», requirió la voz apagada.

Reunió sus cosas y salió al pasillo desierto, cabe decir que de bastante buen humor. Como esperaba que la acosaran con preguntas de camino a secretaría, casi le decepcionó comprobar que el aviso pasaba desapercibido, pero claro, todos estaban en clase, así que continuó como si nada.

«¿La sala 1.313?», se preguntó, todavía aturdida por los desencuentros con Damen y el osito de goma.

Al doblar una esquina y adentrarse en uno de los largos pasillos, una lectura del Annabel Lee de Edgar Allan Poe inundó el corredor desde una de las aulas del fondo. Era su clase de Literatura de segunda hora, el lugar donde supuestamente debía estar ella, que ya había comenzado. Las palabras resonaron en el pasillo vacío, su eco rebotando contra los suelos recién encerados y pulidos del primer día de curso.

Pero nuestro amor era más fuerte

que el amor de nuestros mayores,

que el de muchos más sabios que nosotros,

y ni los ángeles del Cielo, allá arriba,

ni los demonios, en las profundidades del mar,

podrán jamás desgajar mi alma

del alma de la hermosa Annabel Lee.

Por alguna razón, parecía conocer el camino a la extraña sala, a pesar de no haber estado allí antes. Se vio arrastrada hasta una puerta sin numerar situada al fondo del pasillo. Abrió, y se encontró con una escalera que descendía hasta una zona del sótano, que más que asustarla la desorientó. Mientras bajaba, vio las descascarilladas tuberías expuestas que recorrían el techo, sobre su cabeza, y el suelo de cemento a sus pies. Charlotte respiró hondo y se pinzó la nariz como medida preventiva, pensando que ya había aspirado suficiente contaminación por ese día en la pasarela.

—Sígame —se dijo a sí misma con voz quejumbrosa, pinzándose la nariz, en su más fiel imitación de El jovencito Frankenstein, e inició el descenso. Sus pisadas golpeaban el suelo en silencio.

Las tuberías parecían brillar por la condensación de agua, pero, curiosamente, no goteaban y no olía a moho ni a humedad. Se retiró los dedos de la nariz para volver a tomar aire y enseguida se dio cuenta de que no había necesidad de seguir pinzándosela.

Mientras avanzaba por el estrecho corredor de tuberías, conductos de aire y cableado, vio una luz que iluminaba el camino y se detuvo. Era brillante, aunque pálida, como la luz de la luna. Parecía provenir de detrás de la vieja caldera, que estaba fría por encontrarse apagada. Se asomó y vio una habitación en una esquina. En el cristal de la puerta aparecía grabado el número 1.313.

Charlotte empezaba a inquietarse, no tanto a causa de la siniestra oficina y la fría luz que de ella emanaba, sino más bien porque comenzaba a retrasarse en el horario que se había impuesto. Este pequeño rodeo estaba consumiendo buena parte del tiempo que había planeado destinar a acosar, bueno, a «conocer» a Damen. Y aun así, sintió más curiosidad que irritación cuando cayó en la cuenta de a qué podía venir esto.

«¡Seguro que es aquí donde hay que inscribirse para las clases avanzadas! ¡Menudo día, las cosas no podrían salir mejor!», se dijo distraídamente mientras franqueaba la puerta y se dirigía al mostrador con la exuberancia de Sharpay Evans en High School Musical.

Lo primero que vio fue un viejo transistor y unos jarrones de flores marchitas que descansaban sobre una mesa. Lo primero que oyó fue la canción Seasons in the Sun de Terry Jacks sonando a volumen muy bajo. No se sabía toda la letra, pero al escucharla en ese momento, flotando en el aire húmedo, en una habitación tan silenciosa, fría y vacía, le costó creer que hubiese llegado a ser todo un éxito. Incluso en los setenta.

Goodbye to you, my trusted friend.

We’ve known each other since we’re nine or ten.

Together we climbed hills or trees.

Learned of love and ABC’s,

Skinned our hearts and skinned our knees.[1]

«Qué mal rollo», pensó Charlotte mirando a su alrededor y haciendo tamborilear los dedos sobre el mostrador, con la esperanza de que alguien la oyera.

—Hola, eo, ¿me ha llamado alguien? ¡Soy Charlotte Usher! —gritó por fin hacia el fondo de la oficina tratando de que alguien le hiciera caso.

Una secretaria con un moño medio deshecho y una blusa de encaje de cuello alto surgió como por encantamiento de debajo de la mesa.

—Oh, lo siento, no era mi intención gritar. No se me ha ocurrido mirar hacia abajo.

—Ni a ti ni a nadie, cielo —ironizó la secretaria.

Sin mirarla a los ojos, la secretaria le tendió un portapapeles con un montón de hojas.

—Toma, rellena esto y no olvides… —la secretaria dejó la frase a medias y tiró de Charlotte hacia sí, como si fuera a darle un valiosísimo consejo—… devolverme el bolígrafo.

El extraño proceder de la secretaria desconcertó a Charlotte, pero luego pensó que de haberse tratado de una «persona afable» no estaría encerrada en el sótano de un instituto, trabajando sola, prácticamente a oscuras.

Antes de que Charlotte tuviera tiempo de formular su primera pregunta, la secretaria cerró la ventanilla de golpe. Charlotte ordenó las hojas en el portapapeles y fue a sentarse junto a una chica de largos tirabuzones pelirrojos ataviada con un vestido de majorette verde intenso. Charlotte habría jurado que la chica no estaba allí cuando entró, pero se había sentido tan preocupada en ese momento que ahora no podía estar segura del todo.

Se puso a revolver entre los papeles un momento y luego se volvió e intentó contactar visualmente con ella, aunque sin éxito.

—Hola. Soy Charlotte —dijo a modo de tentativa, ofreciéndole la mano. Pero… nada.

La chica pareció hacer oídos sordos, o al menos desinteresados, ante el saludo y continuó mirando hacia abajo, con la nariz pegada a su libro. Charlotte estaba demasiado acostumbrada a que la trataran con desdén, no obstante ¿también iba a hacerlo una chica nueva? ¿Es que las cosas iban peor de lo que imaginaba?

Decidió echarle arrojo y extendió su mano aún más, pero la chica prosiguió con la lectura sin prestar la menor atención a la muestra de bienvenida de Charlotte Usher. Charlotte pensó que quizá conociese ya a alguien en el instituto. Tal vez se había incorporado en verano y ese «alguien» le había hablado de Charlotte. No, no podía ser; no le cabía en la cabeza que alguien hablara de ella en verano, ni siquiera para hablar mal.

Un débil silbido sacó a Charlotte de su ensoñación. Sonaba como un solista de flauta ensayando en la sala de música. Charlotte miró a su alrededor incapaz de adivinar de dónde provenía el sonido. Se metió un dedo en la oreja y lo hizo girar, para ver si así cesaba. Pero no lo hizo, de modo que trató de ignorarlo con todas sus fuerzas, concentrando de nuevo toda su atención en los formularios. En lo alto de la primera página se podía leer «Nuevo alumno».

—¡Ah, así que voy a poder apuntarme a clases avanzadas para el curso que viene! —anunció orgullosa en voz alta, deseando poder impresionar de ese modo a la chica.

Tan entusiasmada estaba, que empezó a rellenar los formularios a toda prisa, sin apenas leer las preguntas.

Mientras sus finos dedos se deslizaban a la velocidad de la luz sobre las preguntas, empezó a sentir un recelo creciente al leerlas en alto:

—Nombre y apellidos, fecha de nacimiento, lugar de nacimiento, sexo… ¿Sexo?… ¡Sí, por favor! —dijo en voz alta, tratando una vez más de llamar la atención de la chica, aunque infructuosamente—. ¿Donante de órganos? —leyó Charlotte, ya no tan a la ligera—. Vaya, pues sí que lo quieren saber todo.

Continuó rellenando el formulario lo mejor que pudo hasta que llegó al final de la hoja, lo que coincidió también con el límite de su paciencia. En la última casilla se podía leer «C.M.».

—¿C.M.? —dijo en voz alta Charlotte, completamente fuera de sus casillas—. ¿Cobro en metálico? ¿Y por qué voy a tener que pagar por las clases avanzadas? Esto es un instituto público.

Dejó la casilla en blanco y entregó los formularios y el bolígrafo a la secretaria, quien a su vez le hizo entrega de una etiqueta con el nombre de Charlotte prendida de una diminuta goma elástica.

—Aquí tienes tu identificación —le espetó la secretaria.

—Ah, gracias —contestó Charlotte, no muy segura de por qué necesitaba una nueva identificación, aunque demasiado intimidada para preguntar.

Tiró de la etiqueta para liberarla de la garra fría y tenaz de la secretaria y se la puso en la muñeca. Le apretaba muchísimo, pero se la dejó puesta y no dijo nada.

La secretaria estampó los formularios de Charlotte con un sello de «entrada» y a continuación se aproximó a un archivador de acero inoxidable de grandes dimensiones.

—Muy bien. Otra cosa… Necesito que me confirmes… —hizo una pausa, se volvió y con indiferencia abrió un enorme cajón—… que ésta eres tú, y que pongas aquí tus iniciales.

Charlotte se quedó paralizada. No podía creer lo que veía. Allí estaba. Su cuerpo, mudo y gris y ataviado aún con la ropa del primer día de curso, yacía inmóvil sobre la camilla de metal ante sus propios ojos. Quiso desmayarse, pero estaba petrificada.

Por vez primera sintió el frío de la habitación recorrer su piel. Se cogió de la muñeca y apretó los dedos buscándose el pulso. Nada. Se llevó las palmas al pecho tratando de sentir su corazón, que para entonces debería de estar desbocado. Pero no detectó latido alguno. Aterrada y temblando, se acercó al cadáver y lo tocó cautelosamente con un dedo en ambas piernas, aguardando una reacción. Pero nada tampoco. Y la última gota: un paquete abierto de ositos de goma sobresalía de su bolsillo, y el culpable, el asesino, aparecía en una bolsa de zip prendida a su pecho. No se trataba de un truco. ¡ Era ella!

—C.M. Causa de la muerte —la instruyó la secretaria señalando la gominola y esbozando una sonrisita.

Charlotte retrocedió tratando de alejarse del cuerpo, tropezó y golpeó un enorme ventilador eléctrico de metal que había sobre la mesa. Éste se precipitó sobre su antebrazo y le atrapó la mano entre las hojas.

Observó impotente cómo, uno a uno, sus dedos eran seccionados justo a la altura de los nudillos por las guadañas giratorias. Sus falanges salieron despedidas en todas direcciones, salpicando la habitación. Apretó los ojos y esperó a que la vencieran el dolor y la nauseabunda calidez de la sangre al brotar. Pero no ocurrió.

Desconcertada, hizo acopio de valor y, abriendo los ojos muy despacio, miró. Su mano, que debiera de haber estado destrozada, mutilada y despedazada, aparecía completamente intacta. La levantó y la contempló del derecho y del revés, hipnotizada.

La chica de la sala de espera se aproximó a Charlotte en el instante en que ésta trataba con desesperación de asimilar la realidad de aquel momento surrealista.

—Nada puede hacerte daño nunca más —dijo la chica con indiferencia—. Soy Pam… Y tú, bueno, tú… —dijo Pam mientras se agachaba para ayudar a Charlotte a levantarse.

—No, por favor, no lo digas… —suplicó Charlotte.

—… estás muerta —le susurró Pam a Charlotte directamente al oído.

Sus palabras surcaron el oído de Charlotte y se internaron en su mente como una violenta ráfaga de viento gélido, y con ella, la neblina del olvido comenzó a disiparse. Al mirar entonces a su alrededor fue como si alguien hubiese pulsado el botón de «retroceso» de su día. Todo se le apareció bajo otra perspectiva, casi como la de una tercera persona, y pudo percatarse de detalles que antes le pasaron desapercibidos.

Todo era tan obvio. La llamada por megafonía, el frío sótano, la sala de espera. Miró a su alrededor y empezó a fijarse en cosas en las que antes no había reparado, como la coloración anormalmente violácea de las uñas de la secretaria, las cámaras de depósito de la parte de atrás, las lámparas de exploración. Y, cómo no, el osito de goma.

Charlotte gritó con tantas ganas que de su boca no emanó sonido alguno. Fue un grito de otro mundo, un grito que sólo podía estar motivado por el terror en estado puro.

El eco de las palabras «estás muerta» retumbaba en su mente y sacudía su alma cuando salió despavorida de la sala y se precipitó escaleras arriba.