Una nieve prematura caía suavemente al otro lado de las vidrieras cubriéndolo todo, desde el frío y duro suelo a los árboles desnudos, de un mar de blanco. Costaba creer que hubiese pasado un año entero desde aquella noche portentosa. Parecía que hubiese sido ayer cuando se celebrara la coronación de una leyenda de Hawthorne en aquel mismo salón, hoy convertido en el local de moda de la ciudad.
Como en el juego del teléfono, los detalles de lo ocurrido aquella noche cambiaron y cambiaron conforme los días y las semanas pasaban volando, cada persona añadiendo algo más a la narración, hasta que la historia de Charlotte Usher se convirtió en leyenda.
El antaño decadente caserón había sido restaurado y renovado, y el salón de baile donde todo sucediera era un exquisito café repleto de sillones de terciopelo arrugado en tonos que imitaban a los de las piedras preciosas, impactantes cuadros de gran tamaño y provocadoras fotografías en blanco y negro, cortinajes que caían desde el techo hasta el suelo, arañas historiadas y sillas, mesas y reservados de madera oscura.
Las Wendys ocupaban su reservado de terciopelo mostaza vestidas al más puro estilo gótico chic.
—Este sitio es una pasada —dijo Wendy Thomas mientras escudriñaba el salón para ver «quién» estaba.
—Sí, me alegro de que emplearan el dinero que reunieron en el baile para arreglarlo —dijo Wendy Anderson reparando en Petula, que retiraba los platos de una mesa cercana—. ¿Verdad que sí, Petula?
—Por cierto, ¿cuántas horas de servicio a la comunidad te faltan por cumplir todavía? —preguntó Wendy Thomas mientras ambas se reían del patetismo de Petula.
—Muy gracioso —dijo ésta, agarrando su carrito Rubbermaid.
—Pues claro que lo es; lo hemos dicho nosotras —dijo Wendy Anderson con tono cortante, devolviéndole a Petula con mucha saña sus propias palabras.
En el centro de la sala, Scarlet —con un jersey negro ajustado sobre una blusa verde azulado oscuro, finos pantalones de trabajo negros, pintalabios rojo, laca de uñas negra y un delantal vintage confeccionado a partir de una vieja cortina de los años cincuenta— preparaba con destreza cafés con leche, capuchinos, espressos y variedad de tés exóticos apostada tras una barra de diseño ultramoderno.
A su espalda había una pizarra donde rezaban todas las especialidades, y también un cartel que publicitaba una proyección especial de Delicatessen para la noche del sábado. Sam Wolfe estaba sentado detrás de la caja leyendo el Wall Street Journal; su aspecto era el de una persona completamente normal, sin trazas de discapacidad o minusvalía algunas.
—¿Sam? —dijo Scarlet con escepticismo.
Mientras Sam plegaba el periódico, un chico popular se acercó con paso lento pero decidido, impulsando a Sam a actuar de nuevo con lentitud y servilismo, ofreciéndose a prepararle un café.
—Que sea un café de avellana semidescafeinado con crema desnatada y un par de sobrecitos de sacarina, Chico Lobo —le ordenó el chico de mala manera.
—Un momento… Entonces, ¿sólo te haces el retrasado? —preguntó Scarlet.
—Instinto de supervivencia para encajar —replicó Sam con una sonrisita de suficiencia mientras removía el café del guaperas.
Scarlet le lanzó el trapo de secar los platos y sacudió la cabeza repugnada, a la vez que admiraba su ingenuidad. Cuando Sam se acercaba a la mesa del guaperas para servirle el ardiente mejunje, la taza salió despedida de forma inexplicable de su mano y fue a aterrizar en la entrepierna del chico. El guaperas soltó un alarido de dolor, se arrancó los pantalones y salió corriendo del café, humillado por completo.
—Inspección de suspensorios —articuló Sam involuntariamente como el muñeco de un ventrílocuo.
—Estás muerto —le gritó el guaperas a Sam, que no tenía ni idea de qué era ese no-sé-qué que le había dado.
—No, yo lo estoy —susurró una voz al oído de Scarlet con una carcajada.
Scarlet supo instintivamente quién era el culpable y sonrió en el mismo instante en que Damen entraba por la puerta.
—¿De qué te ríes? —preguntó Damen.
—De nada —dijo Scarlet a la vez que saltaba la barra y se lanzaba a sus brazos. Mientras le abrazaba, miró hacia la puerta de entrada del café y la inscripción que había pintado sobre el dintel en memoria de Charlotte.
LOS AMIGOS SON COMO LAS ESTRELLAS. NO LOS VES A TODAS HORAS, PERO SABES QUE ESTÁN AHÍ.
—Te echaba de menos —dijo ella… a ambos.
Scarlet miró a Damen a los ojos y le dio un beso de muerte.
¿Fin?