El salón había sido transformado como por arte de magia en un elaborado bosque encantado, con bonitos esqueletos del Día de Muertos mexicano colgados de enormes árboles muertos que alcanzaban los altísimos techos, envueltos todos en miles de luces parpadeantes, espejo de las diminutas azucenas estrelladas blancas que Charlotte se había colocado entre sus negros mechones. Era más espectacular de lo que jamás podría haber imaginado. No podía creer que se encontrara a un paso de hacer realidad sus sueños más salvajes.
Charlotte dejó atrás el exterior de la casa encantada de camino a la pista de baile y se maravilló con los juegos macabros, como «La pesca del pato muerto» y un juego de dardos con réplicas de cera de las cabezas de sus profesores montados sobre un muro a modo de dianas. Allí disfrutó de lo lindo observando cómo un estudiante lanzaba un dardo a la cabeza del profesor Widget y se lo clavaba en pleno ojo sano. Charlotte se rió mientras el estudiante recibía de premio una muñeca rota vestida con una sucia sudadera de Hawthorne High hecha jirones.
Echó un vistazo a la atracción de la casa encantada y se fijó en una chica vestida de reina del baile muerta que esperaba a entrar. Charlotte observó cómo se dirigía a los demás de la cola, todos muy agarraditos y, por lo que se veía, interesados únicamente en arrastrar a la oscuridad a sus respectivas parejas.
—¿Alguien ha visto mi corona? —preguntó la reina del baile muerta encaramándose a una silla gótica de terciopelo rojo y respaldo alto—. ¡Oh, mira dónde estaba… En mi cabeza! —gritó mientras se la encajaba en la cabeza y asperjaba chorros de sangre sintética en todas direcciones un instante antes de ser propulsada hacia la oscuridad.
En realidad, Charlotte era la única que prestaba atención. Ansiaba disfrutar de cada segundo de la velada. Era su noche y no quería perderse absolutamente nada. Miró hacia las mesas redondas dispuestas en el perímetro del suelo ajedrezado de la pista de baile. Todas lucían torres de exquisitas rosas negras que se apilaban junto con velas negras ornamentales.
En un extremo de la atestada estancia divisó a Damen. Los cielos se abrieron y un rayo de luz celestial le iluminó, al menos eso le pareció. Allí estaba sentado, tan fino y galante como una estrella de cine, en un esmoquin negro y blanco, igualito al de su salvapantallas. Hablaba con su amigo Max y la pareja de éste inclinado hacia ellos con suma elegancia, como el modelo de un anuncio arrancado del mismísimo Vogue británico. Ella se quedó allí plantada un buen rato, disfrutando de la vista.
—¿Dónde está? —preguntó Damen, retóricamente, en voz alta.
—No te agobies, seguro que se ha apuntado a un concurso de Halloween o algo por el estilo de camino —le susurró Max a la vez que se ponía en pie para irse con su chica—. Bueno, nos vamos a dar una vuelta por la oscurísima casa encantada —dijo, guiñándole un ojo.
—Ya, bueno, luego nos vemos —dijo Damen sin prestarle demasiada atención. Escudriñó la sala durante unos minutos y de pronto su mirada se cruzó con la de Charlotte.
Charlotte lanzó un grito apagado al percatarse de que la miraba a ella —¡podía verla!— y tragó saliva para humedecerse la garganta, que se le había quedado seca y contraída por los nervios. Le saludó ligeramente con la mano para hacerle saber que lo había visto.
Damen sonrió y devolvió el saludo.
Max y su chica estaban a punto de entrar en la casa encantada, pero se detuvieron y miraron también hacia donde estaba Charlotte.
La música ganó intensidad justo como en una de esas viejas películas de Hollywood en blanco y negro. Charlotte no podía creerse lo que allí estaba sucediendo.
Al echar a andar, reparó en que los ojos de Damen no se movían con ella. Volvió la cabeza y vio a Scarlet, de pie, a su espalda. Era Scarlet a quien él miraba tan fijamente.
Es más, todas las miradas se posaron en ella cuando entró, como una joven estrella de los años cuarenta, enfundada en el mismo vestido que Charlotte había entresacado del vestidor la noche que se conocieron —un vestido vintage de chiffon azul noche hasta algo más abajo de la rodilla cosido con cristales Swarovski—. Llevaba los labios pintados de un clásico rojo anaranjado mate y su pelo negro recogido en un delicado moño.
Damen se quedó boquiabierto cuando Scarlet quedó totalmente a la vista, y lo mismo le sucedió a Charlotte.
Scarlet se acercó a Damen despacio y se sentó junto a él.
—Pareces… —dijo Damen, que apenas podía articular palabra.
—¿Normal? —preguntó ella, acabando la frase por él.
—De eso nada —dijo él, con una amplia sonrisa.
Charlotte los observó con anhelo. Su soso vestido vintage combinaba a la perfección con el papel estampado que tenía detrás, tanto era así que apenas se la distinguía contra el fondo. Miró y se sintió más que nunca como parte integrante de la decoración.
—Resulta que toda esa historia de «encontrar a alguien en una habitación repleta de gente» no suena tan tópica cuando le pasa a uno —dijo Damen mientras acompañaba a Scarlet a tomar asiento—. Entonces, ¿qué? ¿Te apetece… bailar?
—¿Bailar? No —contestó Scarlet, levemente aturdida y abrumada.
—Oh, está bien —respondió Damen, interpretándolo como una negativa.
—¡No! —dijo Scarlet—. Me refiero a que no acostumbro a bailar.
Damen y Scarlet se decantaron por hacer algo que les gustase a ambos y echaron a andar hacia la cabina del pinchadiscos. Embutidos en el reducido espacio, escogían discos y reían y pinchaban música a un tiempo. Lo estaban pasando de miedo escogiendo temas anticuados de la selección de vinilos, que luego mezclaban con lo último de lo último que almacenaba Scarlet en su iPod. El ambiente estaba de lo más animado y la pista se llenaba a reventar con cada una de sus mezclas.
—¡Eres la caña! —gritó Damen, disfrutando con cada nota de la sesión de Scarlet.
Pasado un rato, la voz del maestro de ceremonias irrumpió en la sala a través de los altavoces saludando a la sudorosa muchedumbre.
—¡Bienvenidos al Baile de Otoño anual de Hawthorne High!
»Hay magia en el aire, así que no os perdáis…
»… ¡el Beso de Medianoche!
Scarlet miró hacia su mesa y vio a Charlotte sentada en su silla, aguardando pacientemente a que Scarlet estuviera libre.
—Ahora vengo —le dijo Scarlet a Damen, interrumpiendo el personalísimo tándem a los platos. Scarlet bajó de la cabina y le hizo a Charlotte un gesto con la cabeza para que la siguiera.
—¡Date prisa o te perderás mi mezcla de Slim Whitman con The Horrors! —gritó él a su espalda.
—Mmm, no sé qué hacer, si hacérmelo encima o esperar a Slim —bromeó Scarlet mientras extendía las manos, palmas hacia arriba, como sopesando ambas opciones—. Mejor voy a hacer un pis.
Damen esbozó una sonrisa mientras Scarlet se llevaba a Charlotte detrás de uno de los siniestros árboles muertos.
—Gracias por hacer esto por mí —dijo Charlotte—. No me puedo creer que vaya a conseguir mi… baile.
—Sí, tu… baile —dijo Scarlet, al tiempo que levantaba los brazos para que Charlotte empezara con el proceso.
Charlotte creyó detectar una nota de tristeza en la voz de Scarlet, pero ésta la disimuló con una sonrisa. La posesión se completó sin problemas y muy rápidamente.
—Te estás haciendo toda una experta —la elogió Scarlet, cayendo en la cuenta de que se había perdido la intensa sensación de libertad que la embargaba cuando abandonaba su cuerpo.
—Más vale tarde que nunca —contestó Charlotte con timidez.
Ambas sonrieron y se separaron a toda prisa, Charlotte al mando del cuerpo bonitamente ataviado de Scarlet para buscar a Damen, y Scarlet para inspeccionar la casa encantada.