La lluvia inclemente atravesaba a Charlotte y se precipitaba al suelo mientras caminaba melancólicamente por la calle oscurecida lamentándose de su mala suerte. Deseó sentir la fría llovizna contra su cuerpo de nuevo, pero no podía. No era más que un recordatorio de que era tan hueca como la guitarra Ovation de Damen, y poco podía hacer ella ya para solucionarlo, ni ahora ni nunca. Nada podía tocarla, ni siquiera el chaparrón, pensó mientras vadeaba los charcos que se acumulaban. A decir verdad, Charlotte no tenía adónde ir, y no había dónde estar. No tenía hora de llegar a casa, ni nadie que la esperara despierto, ni aun necesidad de dormir.

Deambuló por las calles en silencio hasta que se despejó el cielo, revelando los últimos instantes fugaces del atardecer recortados contra el contorno de Hawthorne. A pesar de encontrarse sumida en su decepción, reparó en el frente frío que soplaba a través de ella disipando la humedad, aunque no su mala conciencia. Había avergonzado y herido a sus amigos, y era más que probable que se hubiese condenado a sí misma y a los compañeros de Muertología.

No sólo estaba triste, sino celosa además. Se sentía excluida. Su plan para conquistar el amor de Damen y el respeto de Petula le había estallado en las manos, y ello era en gran parte culpa suya. En gran parte, claro está, porque también había tenido parte de culpa Scarlet, ¿o no? Y Prue. En ningún momento tuvo intención de que las cosas salieran como en efecto lo habían hecho, se justificó Charlotte. No eran más que —¿cómo llaman a las bajas los militares?— «daños colaterales».

—¿Asuntos pendientes? Y que lo digas —siguió parloteando para sí.

El crepúsculo dio paso a la noche y la noche a la noche cerrada mientras ella proseguía sin rumbo por las gélidas calles bajo la atenta mirada de los gabletes que se alzaban majestuosos por doquier. De encontrarse solo en plena noche recorriendo penosamente oscuros callejones y bocacalles, otro no habría cesado de volver atrás la cabeza, pero lo único que podía temer Charlotte era la constatación de que sus sueños jamás se harían realidad.

—Al fin y al cabo es lo que hacen los fantasmas, ¿no? —pensó en voz alta, resignándose al olvido—. Vagar. Lamentarse.

Mientras pasaba bajo un viaducto de piedra y atravesaba un macizo de árboles muertos estrangulados por enmarañadas trepadoras, no podía dejar de obsesionarse con Damen y Scarlet —se encontraban bajo la misma luna que ella— y de preguntarse qué estarían haciendo.

El pensamiento empezaba a reconcomerla por dentro cuando, de manera inexplicable, se halló en el exterior de la casa de Damen. Era un lugar hasta el que había pedaleado muchas veces en verano. Necesitaba ver que dormía, que estaba solo y que, de momento, no sucedía nada entre él y Scarlet. Necesitaba, como mínimo, ese tanto de paz de espíritu.

Charlotte avanzó con sigilo hasta el pie de su ventana y lo vio allí, bañado por la luz de la luna, dormido en su cama doble. Podía ser que, como ella, necesitara aparcar los problemas, la confusión, y desconectar un rato. Una de las piernas le sobresalía de debajo de la sábana, una pierna desnuda, y podía entrever parte de sus boxers blancos bajo las sábanas verde militar. Sabía que había trabajado de voluntario en la Cruz Roja el verano anterior porque ella tenía el recorte de periódico pegado a su espejo, y pensó lo genial que era que le hubiesen dado unas sábanas oficiales. La ventana estaba abierta una rendija para que el calor de la calefacción pudiera disiparse en la fresca noche otoñal. Consideró ese factor como una invitación silenciosa y se coló al interior.

Nunca antes había estado en el dormitorio de un chico, y menos en el de un chico como Damen, y para su sorpresa descubrió que era tal y como imaginaba. Dormía bajo una estantería con cd, trofeos y su equipo de música, que sonaba tan alto que se preguntó cómo siquiera podía dormir.

Sin pensárselo dos veces, se deslizó bajo la sábana de la Cruz Roja, acurrucándose contra su cálido cuerpo, la cabeza suavemente reposada sobre su pecho escultural. No tenía nada que perder y le necesitaba todo para ella, sólo por un ratito.

—¿Damen? —le susurró desesperadamente al oído, tanteando, por si hubiera alguna parte de él que ella todavía pudiese tocar.

Al principio no respondió, pero luego se volvió muy despacio y abrió los ojos, su mirada caló en lo más hondo de sus pupilas, como si le resultaran familiares, y entonces… Entonces… gritó despavorido.

Charlotte salió volando hasta quedar de espaldas contra la pared y observó con impotencia cómo él se incorporaba en la cama, el cuerpo chorreándole sudor, presa de la agitación en un estado postraumático. Ella había penetrado en su sueño, pero no de la forma en que él penetraba en el suyo.

—Soy su pesadilla —admitió mientras huía de su dormitorio.

Para ella no había salida. Ni consuelo. Había agotado todas las posibilidades y todas sus esperanzas se habían disipado, arrastradas por la intensa lluvia y el sudor nocturno de Damen.

El infatigable paseíllo de la deshonra de Charlotte se prolongó la noche entera. Con las primeras luces del día, cambió de dirección y puso rumbo a Hawthorne High, en cuya escalinata de cemento se hizo un ovillo, esperando las primeras señales de vida. Cerró sus ojos cansados y se quedó dormida.

Con el sol de la mañana llegaron los autobuses y los profesores y los estudiantes y las clases, y con el ruidoso ajetreo de los últimos rezagados, Charlotte despertó y cayó en la cuenta de que llegaba tarde a clase. Tenía el aspecto y la sensación de haber sido pisoteada por centenares de chicos vivos, como en efecto lo había sido. Se dirigió de inmediato al aula de Muertología, pero cuando llegó estaba vacía; todos se encontraban ya en el patio disfrutando del descanso, salvo Prue, a quien el profesor Brain había retenido.

—¿La piscina? —dijo Brain echando humo—. No deberíais haberlo hecho, tú menos que nadie.

—¿Yo? —preguntó Prue—. ¿Y por qué no se lo dice a esa «llorica muerta»?

Prue estuvo tentada de largarle lo de Scarlet, Damen, todo, pero se mordió la lengua y siguió callada. Era un acuerdo tácito de solidaridad entre los chicos muertos que ni su ira podía incitarla a violar.

—Sé que no te llevas bien con Charlotte —dijo Brain—, pero lo único que haces es empeorar las cosas.

—Las cosas no podrían ir peor —espetó Prue.

—Lamentablemente, sí —sentenció Brain—. Ya no quedan plazas, Prue, y nuestro momento se acerca.

—… O no —dijo Prue—. Ella solita podría arruinárnoslo todo.

—Pues entonces busca otra manera de hacerla entrar en razón —dijo Brain, por evidente que fuera—. No iremos a ninguna parte si no es con ella.

—Eso no lo puede saber con absoluta seguridad —dijo Prue—. Los demás ya se han unido a nosotros y…

—Claro que lo sé —la atajó Brain—. Y tú también.

Prue le miró con gesto inexpresivo.

—Ya sé que es muy duro dar un paso atrás y dejar que Charlotte tome el mando —dijo Brain comprensivamente—. Siempre has sido la líder de la clase.

—¿El mando? —se quejó Prue—. ¡Es una borrega! Por ella como si nos quedamos aquí estancados toda la eternidad, es que no le importa lo más mínimo.

—Entonces haz que le importe —dijo Brain—. Ése es tu reto.

—Pero es que no escucha —se quejó Prue.

—¿A que te suena familiar? —dijo Brain intencionadamente.

El crujido de una puerta que se abría interrumpió su conversación, y ambos se volvieron hacia la entrada.

—Hablando del rey de Roma —dijo Prue.

—Hola, Charlotte —dijo Brain con tono afable.

—Supongo que se ha agotado mi tiempo —rezongó Prue, los celos asomándose a cada una de sus palabras justo cuando Charlotte asomaba la cabeza por el umbral para comprobar si Brain estaba libre.

Prue dio media vuelta y se marchó toda enfurruñada, sin apenas dirigirle una mirada a Charlotte y cerrando telequinésicamente la puerta de golpe tras de sí, de modo que les dejó bien claro a ambos lo que opinaba de Charlotte.

No contenta con ello, Prue volvió a la puerta, pegó la cabeza al cristal y se deslizó hacia abajo, dejando un rastro baboso en su mofa de la muerte de Charlotte.

—¿Por qué me odia tanto? —le preguntó ésta al profesor Brain.

—No te odia, Charlotte —explicó Brain—. Pero necesitamos apoyarnos los unos en los otros para alcanzar una meta común, y hasta ahora has demostrado ser… poco fiable.

—Lo estoy intentando —dijo ella.

—¿Ah, sí? —preguntó Brain de forma algo retórica.

Charlotte recapacitó e hizo una pausa a la vez que crecía su desesperación.

—No sé lo que hago —admitió—. Estoy fracasando en todo lo que me importa. Ni baile, ni Damen, ni amigos, ni casa, ni vida —dijo Charlotte, sincerándose por completo, con la esperanza de obtener alguna respuesta y algo de ayuda.

—Tal vez sea ésa la lección, Charlotte —sugirió Brain—. Debes dejar de vivir y empezar a morir. Estás negando la realidad.

—Intento pasar página, pero cada elección que hago es la errónea —dijo con abatimiento—. Me había esforzado tanto para conseguir ese Beso de Medianoche… digo, la resolución —se delató.

—¿Beso de Medianoche? —preguntó el profesor Brain, que empezaba a encajar piezas—. Charlotte, ¿es que hay alguien que puede verte?

El silencio de Charlotte le dijo a Brain cuanto necesitaba saber.

—¿Te has parado a pensar que ser vista implica mucho más que conseguir lo que quieres? —preguntó aproximándose a ella.

—¿A qué se refiere? —preguntó Charlotte.

—Tus elecciones nos afectan a todos, Charlotte, y no sólo a ti —dijo Brain con gravedad—. La interacción con los vivos está, casi sin excepción, estrictamente prohibida. El riesgo es demasiado grande para ellos… y para nosotros.

—¿Y desde cuándo importan las elecciones que yo haga? —lloriqueó Charlotte—. Yo no quiero esa responsabilidad. Pero si apenas puedo resolver mis propios problemas, cómo voy a atender los de los demás.

—Me temo que no depende de ti que la aceptes o no, Charlotte —contestó Brain—. Tus problemas empiezan a serlo también de los demás.

—Genial, así que vengo aquí a que me aconsejen… —dijo Charlotte mientras Brain permanecía con la mirada fija al frente, completamente sumido en sus pensamientos.

—Pero existe otra posibilidad —conjeturó Brain.

—A ver, ¿cuál? —le apremió Charlotte.

—Quizá el que a ti puedan verte —teorizó Brain— y a nosotros no sea, de hecho, una llave para resolver tu problema… y el nuestro.

—¿Me está diciendo que se supone que debo ir al baile? —preguntó Charlotte, con renovada esperanza en la voz—. ¿Podría ser que el Beso de Medianoche fuese mi llave para la resolución?

—No adelantemos acontecimientos —advirtió Brain—. Yo no he dicho eso.

—Pero alguna probabilidad habrá, ¿no? —le presionó Charlotte.

—Eso no lo podemos saber hasta después —manifestó Brain de forma críptica—. Depende de tantas cosas…

Charlotte interrumpió la explicación del profesor Brain, sopesando sus opciones en voz alta y con un tono no exento de cierto dramatismo.

—Besar o no besar —dijo mientras paseaba de un lado al otro de la estancia como el actor principal de una producción escolar de tercera del Hamlet.

—Es mucho lo que nos jugamos, Charlotte —advirtió él—. Posiblemente estemos poniendo en tus manos… nuestro futuro.

Charlotte hizo un cálculo mental de probabilidades. Pero en ningún momento dudó de cuál iba a ser su respuesta.

—Es un riesgo que estoy dispuesta a asumir, profesor Brain —dijo Charlotte, repentinamente ávida de cargarse semejante peso sobre los hombros.

—Recuerda: que puedas hacer algo, no significa que debas hacerlo —recalcó Brain.

Ella apenas prestaba ya atención. Brain le había dicho justo lo que quería oír. El baile, Damen, el Beso de Medianoche eran suyos.

—Gracias —dijo Charlotte con sinceridad—. Me acaba de salvar la vida.

—¿Salvar la vida? —dijo Brain, a cuyos ojos se asomó una mirada de preocupación—. No es eso lo que yo tenía en mente, que digamos.

Besar —Charlotte suspiró y salió del aula a punto del desvanecimiento.

Prue, que esperaba escondida detrás de la puerta abierta, estaba ahora más decidida que nunca a detenerla.

—O no besar —se murmuró para sí con un tono sombrío.

* * *

Entre tanto, Charlotte tenía un pequeño, pero no por ello menos importante, asunto que resolver. Scarlet. Seguían sin hablarse, y sin su cooperación nada era posible.

Justo entonces, resonó en los pasillos vacíos del instituto el siguiente anuncio del director Styx:

Atención, alumnos de Hawthorne. Debido a la inundación del gimnasio, nos resulta imposible celebrar el Baile de Otoño en dicho espacio este año. De no hallar otro lugar conveniente, nos veremos obligados a cancelarlo. Y permítanme informarles que las perspectivas no son nada halagüeñas.

Pareció que nadie reaccionaba igual al notición. Petula, que se encontraba en Expresión Oral leyendo ante toda la clase un artículo sobre «Cómo complacer a un hombre» sacado del último número de Cosmo, rebosaba de rencoroso placer ante la noticia. Damen, que estaba acabando de cambiarse para el entrenamiento de fútbol, parecía visiblemente fastidiado, y Scarlet, que se hallaba sentada en clase de Historia, se vino abajo en silencio.

Afuera en el patio, Charlotte pasó de largo junto a Prue con renovada confianza.

—¡Ya lo tengo! —chilló emocionada.