Charlotte llegó temprano a la gran fiesta de pijamas S.P.A., intoxicada por la idea de que se la incluyera en la camarilla por primera vez. Empezó a llamar al timbre de casa de Petula, pero después de pensárselo mejor procedió a atravesar la puerta sin más. La cosa era cada vez más fácil.
Allí en el salón se topó con el cuerpo medio exánime de Scarlet, indolentemente tirado en el sillón, con gafas oscuras y aspecto derrotado y deprimido.
—Vaya, mira a quién tenemos aquí, nada menos que al espíritu del instituto —dijo, sin apenas levantar la cabeza.
—Bonitas gafas —dijo Charlotte para romper el hielo.
—Por lo que se ve soy la única con resaca posposesión —espetó Scarlet, mirándola por encima de las gafas—. ¿¿¿La cuadrilla de animadoras???
—Damen no me estaba haciendo ni caso, así que pensé que a lo mejor se fijaba en mí si hacía las pruebas para animadora —argumentó Charlotte en su defensa.
Pero Scarlet ni se movió.
—Mira, ¡no sabía que lo conseguiríamos! Pero va a ser más fácil ahora que eres una animadora. No sabes cuánto agradezco lo que estás haciendo por mí, y me va a ayudar a alcanzar la resolución. Ya verás —dijo Charlotte.
—No, no voy a ver nada. Búscate a otro que sea fácil-de-usar. Yo ya he visto suficiente —dijo Scarlet.
—¿Y eso qué quiere decir? —pregunto Charlotte con nerviosismo.
—Quiere decir que se acabó. No más «Scarlet a la Carta» —dijo Scarlet, que confirmaba así el peor de los temores de Charlotte.
—¿No eras tú la que se quejaba de ser la eterna dama de honor? —suplicó Charlotte—. Venga, ¿es que no es alucinante ser invisible y hacer lo que te viene en gana?
Scarlet guardó silencio, sabiendo que lo había pasado en grande pero sin querer admitirlo.
—Venga ya, admítelo, es alucinante… Ni barreras, ni limitaciones, ni autoridad —dijo Charlotte pinchándola—. ¡Fight the power!
—A mí no me vengas con consignas raperas —dijo Scarlet poniendo los ojos en blanco—. Mira, no digo que no sea alucinante…
—Oye, ¿y si rizamos el rizo, ya sabes, para hacértelo aún más emocionante? —dijo Charlotte, recuperando la iniciativa.
—Sí, ya, ¿y qué sugieres?
—Huy, pues no sé… ¿Qué me dices de tu propia fiesta de pijamas en mi casa mientras yo estoy en la tuya? —la provocó Charlotte.
—¿En la Residencia Muerta? —preguntó Scarlet, con la voz desbordante de emoción, para variar.
* * *
En Hawthorne Manor, Prue se dirigió a la Asamblea Muerta, congregada para la reunión de «intimidación».
—Muy bien, entonces, ¿cómo exactamente vamos a hacer creer a los compradores potenciales que la casa es inhabitable? —ladró Prue mientras giraba la cabeza por completo y empezaba a repartir misiones—. Jerry, tú ocúpate de la fontanería.
—Sí, haz que la casa huela como los pies de Britney Spears después de salir descalza de unos lavabos públicos —añadió CoCo.
Deadhead Jerry hizo la señal de la paz, indicando que podían contar con él.
—Bud. Ocúpate de que la estructura de la casa sea inestable —espetó Prue mientras Bud levantaba el muñón y asentía.
—¡Ya sabes, inestable como Paula Abdul, ni un pelo menos! —chilló CoCo divirtiendo a todos, pero sobre todo a sí misma, con sus ingeniosas referencias a la cultura pop.
—¿Dónde está nuestra pequeña estudiante alemana de intercambio? —preguntó Prue dispuesta a dar su última asignación.
Una niñita en descomposición levantó la mano muy despacio, mientras unas larvas diminutas le brotaban sin cesar de cada poro de su cara.
—Rotting Rita. Tú a la brigada de infestación —anunció Prue.
—¡Sí, eso, queremos gusanos pululando como paparazzis alrededor de Brangelina! —exclamó CoCo en un tono enfebrecido.
Prue abrió las puertas telequinésicamente y todos salieron en tropel de la habitación. Se percató de que Charlotte no estaba presente.
—¿Dónde está Usher? —preguntó.
Piccolo Pam se echó a temblar y emitió un agudo silbido por la garganta mientras se apresuraba a pasar de largo.
—Pam, ¿por qué anda tu flautín tan desafinado? —inquirió Prue con autosuficiencia—. ¿Es que sabes dónde está Usher?
—Me ha pedido que, esto, que le cogiera yo los apuntes… —improvisó Pam.
—Pues apunta esto. ¡Más le vale presentarse! —amenazó Prue encarándose a Pam e intimidándola por completo—. Lo digo muy en serio.
* * *
Entre tanto, las Wendys llegaban a casa de Petula para la fiesta de pijamas arrastrando equipaje para un mes: maletas, maletitas y baúles Vuitton. Después de llamar al timbre, se entretuvieron recitando la rima de Scarlet de esa tarde.
—«Buscarás al padre de tu retoño…» —canturreó Wendy Anderson.
—«… en un programa de televisión» —completó Wendy Thomas.
En la planta de arriba, la insistencia de Charlotte daba sus frutos y Scarlet accedía a ser poseída una vez más.
—Ah, una cosa más antes de que te vayas. Que no te asuste nada de lo que veas —advirtió Charlotte restándole importancia—. Es sólo algo que tenemos que hacer de deberes esta noche, ¿de acuerdo?
Scarlet asintió conforme.
—Hay una chica, se llama Prue… —empezó Charlotte.
—Prue —repitió Scarlet.
—Sí, pues bueno, tú asegúrate de no cruzarte en su camino, ¿de acuerdo? —recalcó Charlotte.
—De acuerdo —le aseguró Scarlet.
—¿Prometido? —dijo Charlotte, apoyando sus manos sobre los hombros de Scarlet y mirándola de hito en hito.
—Que sí, no me cruzaré en su camino. Me estás asustando —dijo Scarlet liberándose de una sacudida.
—De todas formas van a estar todos tan ocupados que creo que ni siquiera se darán cuenta de que estás allí —le explicó Charlotte.
—Ya, y tú no te asustes tampoco de lo que puedas ver esta noche —dijo Scarlet a la vez que salía por la ventana y se esfumaba en la despejada noche otoñal. Ambas estaban emocionadas con lo que la noche les tenía reservado, y ninguna quería perdérselo ni por un segundo.
Charlotte oyó el timbre y se precipitó escaleras abajo ya que Petula parecía no tener ninguna prisa en abrir. Se deshizo en falsas sonrisas, justo igual que las Wendys, cuando abrió la puerta y las hizo pasar.
—Que empiece la fiesta —exclamó Seudo Scarlet pecando quizá de exceso de entusiasmo a la vez que le daba al Play del mando del cd.
Con la música sonando a tope y más amigas llamando a la puerta, Petula bajó las escaleras de manera apesadumbrada, más que fastidiada por el momento de gloria del que insólitamente estaba disfrutando su hermana.
* * *
En la otra punta de la ciudad, era el timbre de otra puerta el que sonaba. La señorita Wacksel, una extraña, repelente y excéntrica agente inmobiliaria a la que le había sido asignada la venta de Hawthorne Manor, se encontraba en el porche y estaba a punto de enseñar la casa a los Martin, una pareja joven e inquieta en busca de una ganga que esperaba adquirir la reliquia como una inversión asequible para reformar. Hacía viento y mucho frío, y a cada minuto que pasaban en el porche, más desagradable se volvía. Hacía tiempo que Wacksel sospechaba que la casa podía no estar deshabitada del todo, pero intentó poner buena cara ante los jóvenes.
A su espalda, un enorme y viejo cartel de «Se vende» chirriaba mecido por el viento. Piccolo Pam se había encaramado a las ramas de un retorcido árbol seco y trataba desesperadamente de dar con alguna señal de Charlotte. Las melancólicas notas que brotaban de su garganta se mezclaron con el aullido del viento, proporcionando a la señorita Wacksel una lastimera música de fondo con la que comenzar la visita.
—¿Y por qué llama al timbre si aquí no vive nadie? —preguntó el marido, que no veía el momento de entrar.
—Tiene toda la razón, señor Martin —dijo la señorita Wacksel con nerviosismo—. No hace falta llamar, tengo llave.
Dominando el temblor de la mano, introdujo la vieja llave maestra en la cerradura, pero a cada intento ésta le era escupida de nuevo a la mano.
«Aquí no vive nadie», se repetía una y otra vez, luchando empedernidamente con la cerradura y la llave. De haber podido ver a Silent Violet taponando el ojo de la cerradura con el dedo desde el otro lado de la puerta, es posible que la señorita Wacksel hubiese dado por concluida su jornada laboral. Pero se trataba de una mujer obstinada, y pensar en la comisión que obtendría por el viejo caserón era un gran aliciente.
—Esta casa tiene tanta… personalidad —dijo por decir algo a los cada vez más impacientes recién casados, cuando conseguía por fin introducir la llave en la cerradura y hacerla girar antes de que Violet pudiera meter el dedo hasta el fondo. Silent Violet, la primera línea de defensa de Muertología, había fallado. En un abrir y cerrar de ojos se esfumó de allí y reapareció en lo alto de la escalera antes de que la pareja tuviese tiempo de entrar. Acto seguido, empezó a regurgitar una plasta negra como el alquitrán que le subió desde el estómago a la garganta, y de allí se escurrió escalones abajo, colándose en cada grieta de la madera que hallaba a su paso.
—«Ven, pasa al salón», le dijo la araña a la mosca —citó la señorita Wacksel mientras abría la pesada puerta de castaño e invitaba a la pareja a entrar. Una ráfaga de aire gélido los envolvió al instante, prácticamente cortándoles la respiración.
—Qué curioso, hace más frío aquí dentro que fuera —observó la señora Martin.
—Es que no dejamos la caldera encendida hasta más avanzado el otoño —informó Wacksel mirando a su alrededor en busca de una ventana resquebrajada o quizá alguna otra fuente natural del frío—. De todas formas, en estas casas viejas siempre hay corriente. Es parte de su encanto, querida. Nada que una manta o un abrazo extras no puedan solventar —dijo con una sonrisa forzada.
El trío atravesó el vestíbulo, que descansaba al pie de las escaleras, de camino al salón, y al hacerlo empezaron a resbalar y a patinar sin control.
—Vaya, ya no fabrican ceras como las de antes —dijo Wacksel tratando nerviosamente de recuperar el equilibrio y el de los otros—. Perpetuas.
Tan pronto hubieron recuperado los tres el equilibrio y pudieron escapar, continuaron por el salón, donde admiraron los altos techos, la chimenea de fábrica de ladrillo, las paredes de escayola y la madera repujada, que seguían prácticamente intactas. Los detalles, tonalidad y artesanía de las molduras, el pasamanos y el enlosado eran impresionantes.
—Ya no se construyen casas así —dijo el señor Martin, calculando de forma solapada las ganancias que obtendría de revender la casa al precio actual del mercado.
—Desde luego que no —Wacksel asintió con la cabeza mientras deshacía con el pie pequeños montoncitos inadvertidos de serrín de Suzy, la scratcher, que se amontonaban en las esquinas.
Justo en ese momento, al señor Martin le pareció advertir que se desplazaba un mueble. El movimiento fue tan gradual que no estaba seguro de si eran sus ojos los que le estaban jugando una mala pasada o si es que la deslucida silla negra bordada con rosas rojas en efecto se había movido. Enseguida, los tres se percataron de que la habitación se hacía cada vez… más pequeña.
Bud, posicionado bajo el entarimado del suelo, había desplazado una de las vigas maestras, haciendo que la casa se inclinara levemente. Ante el lento reptar de los muebles hacia ellos, resultó innegable que algo sobrenatural ocurría en la casa, pero la señorita Wacksel le restó importancia, tomándoselo a broma.
—¿Cómo le llaman a eso los amarillos? —preguntó, demostrando cuán políticamente incorrecta era en verdad—. ¡¿Jo Del… Feng Shui… o algo así?! —exclamó mientras se apresuraba a conducir a la escamada pareja al baño de arriba.
Lo único que alcanzaban a ver en el baño era la cortina de ducha, que aparecía corrida delante de la bañera de porcelana con patas. A estas alturas, la imaginación les había desbordado por completo y estaban obsesionados pensando qué se agazapaba tras la cortina. Prue empezaba a estar algo preocupada, porque ya deberían de haber salido despavoridos, y lo cierto era que los chicos no tenían un plan alternativo. No contaba con la avaricia desmedida ni de Wacksel ni de la pareja. Con una señal, avisó a Mike, Jerry y Bud, que tenían asignado el show del baño, de que empezaran con lo suyo.
Wacksel se acercó despacio, con tiento, como caminando sobre cáscaras de huevo, la respiración contenida, agarró la cortina y la abrió de un tirón. No había nada. La pareja se aproximó con cautela, temblando, para echar un vistazo. De pronto, un líquido marrón asqueroso salió expulsado del sumidero de la bañera, empapando a la pareja de cieno hediondo de pies a cabeza.
Tras empalmar sus «cañerías» a la fontanería, Mike, Jerry y Bud habían procedido a bombear sus aguas residuales tuberías arriba hasta el baño, creando así un nefasto hedor.
La señorita Wacksel se llevó a los Martin a la cocina en volandas para que pudieran limpiarse, temiéndose que el incidente iba a dar al traste definitivamente con la venta.
—¿No decías que querías algo para reformar? —dijo el señor Martin, esforzándose por sonar optimista y que su mujer no se tomara demasiado a pecho tener la cara, el pelo y la ropa cubiertos de porquería.
Wacksel respiró larga y hondamente, agradecida por el socorrido comentario del marido. Mientras se adecentaban, la pareja no pudo evitar admirar la ebanistería artesanal. El marido abrió uno de los armarios, y una nube cegadora de bichos irritados emergió del interior e invadió la cocina. Rotting Rita estaba escupiendo alimañas de cada uno de sus orificios, incluidos sus lechosos ojos velados.
En un abrir y cerrar de ojos, la señorita Wacksel echó mano a su bolso de cuero sintético y extrajo de su interior un bote de insecticida tamaño viaje.
—Parecen termitas —dijo la señora Martin completamente asqueada mientras daba palmetazos a las diminutas criaturas que revoloteaban a su alrededor.
—Las apariencias engañan —dijo Wacksel matando bichos a diestro y siniestro con su aerosol.
* * *
Todo eran apariencias, en cambio, en casa de Petula, donde Charlotte-convertida-en-Scarlet disfrutaba de la sesión de manicura y pedicura entre las demás chicas, que cotilleaban sin parar. La minicumbre de popularidad era ya un insondable mar de camisoncitos rosas, todos idénticos al de Petula, salvo en el caso de Charlotte, que vestía la combinación vintage verde azulado oscuro con encajes negros de Scarlet. El gran tema de la noche era «Citas para el Baile de Otoño». Quién tenía, quién no y qué pensaban hacer para solventarlo.
—… Es mono, pero estuvo saliendo con la fresca esa de Gorey High —dijo Wendy Thomas, descartando de un plumazo a un posible aspirante mientras retiraba afanosamente la laca negra de las uñas del pie de Charlotte y se las pintaba de color rosa.
—Seguro que encuentras a alguien. Eres tan guapa —contestó Charlotte.
—¡Lo sé! —convino Wendy Thomas.
Petula, encajada entre las Wendys, se volvió hacia Wendy Anderson, que estaba a su derecha.
—No me puedo creer que se esté comportando así —le susurró Petula refiriéndose a Scarlet.
—Pobrecilla. La explosión del laboratorio de química debió de afectarla más de lo que pensamos —dijo Wendy Anderson—. Ya sabes, la gente no deja de comentar lo fuerte, valiente y abnegada que eres por tener que tratar con una hermana que ha sufrido daños cerebrales.
—Bueno, es duro, pero soy una persona muy espiritual —contestó Petula—. O sea, por Dios, ¿es que no tengo bastante ahora mismo con el director Styx acosándome por la movida de Educación Vial?
—No te agobies, Pet. Ya darás con la manera… —dijo Wendy Anderson señalando a los pechos de Petula—… o las maneras de librarte del castigo.
—Sí, no puedes perderte el Beso de Medianoche —intervino Sue.
—Forma parte de la tradición del instituto. Perderte el Beso puede cambiar tu futuro —le explicó Sue a Charlotte, intuyendo que no estaba al tanto de la leyenda del Beso.
—Sí, como Marcy Hanover, que se perdió el Beso el año pasado porque se le estropeó el coche, y ahora está trabajando de modelo —comentó otra de las chicas—… ¡de tallas grandes!
Las chicas reaccionaron con estupor y horror.
—Ese Beso marca tu destino —dijo Sue. Las chicas asintieron conformes.
La expresión de preocupación en el rostro de Charlotte superaba la capacidad de enmascaramiento del maquillaje más exclusivo y caro mientras se obsesionaba con su destino y el legendario Beso de Medianoche. No necesitaba que ninguna de las chicas le recordara lo importante que era ir al Baile de Otoño. Ya lo sabía. Pero ¿y el Beso de Medianoche?
* * *
Mientras el desasosiego abría una brecha en la noche casi perfecta de Charlotte, Scarlet volaba muy alto… por encima de hileras de tejados cortados con el mismo patrón hasta llegar a una fabulosa y tétrica estructura que se cernía como un nubarrón sobre las demás casas, indistinguibles, del barrio. Flotó de ventana en ventana, asomándose a cada una de ellas, hasta que localizó una mochila sin deshacer, una agenda y un portátil tirados sobre una colcha de chenilla.
—Esto tiene que ser suyo —dijo Scarlet.
Entró en el dormitorio de Charlotte atravesando una vidriera alargada y estrecha que se extendía del suelo al techo en el hastial superior del tejado. Había visto la casa desde fuera en muchas ocasiones, y lo mejor que se podía decir de ella era que era vieja. Ahora, sin embargo, contemplada desde ese otro estado, se le apareció transformada, rutilante de intensos y ricos colores, muebles ornamentados e historiados candelabros y arañas que lloraban cristales tintados como piedras preciosas.
—Me parece que he muerto y subido al cielo —se dijo, admirando la decoración. Scarlet se tiró en la enorme cama con dosel y aterrizó junto a la montaña de trastos de Charlotte—. Pues parece que sí puedes llevártelo contigo —dijo mientras hurgaba entre las cosas de Charlotte.
Se fijó en el portátil, en cuya pantalla aparecía el recorte de un vestido de fiesta de alta costura con la cabeza de Charlotte pegada encima. Scarlet presionó la barra espaciadora y vio cómo aparecía un chico en sus brazos y ambos empezaban a bailar por la pantalla.
—¡Puaj! —exclamó Scarlet.
De pronto, un fortísimo ruido proveniente de la planta de abajo llamó su atención, sustrayéndola de realizar una inspección más pormenorizada del ordenador. Scarlet optó por ir a su encuentro en lugar de esperar a que éste la encontrara a ella.
* * *
Entre tanto, en la planta de abajo del caserón, la señorita Wacksel entró en el comedor acompañada de los Martin.
—¿Qué me dicen de la sensación de espacio que da esta habitación? ¿No es maravillosa? —preguntó.
La estancia era realmente espaciosa, pero la pareja parecía más interesada en el techo y la araña de cristal que de éste colgaba. La señora Martin fue la primera que se fijó en ella y le dio un codazo a su marido.
—¿No te parece preciosa esa antigualla? —dijo.
En ese instante, y gracias a Simon y Simone, la gigantesca lámpara empezó a mecerse como un péndulo, primero muy despacio y luego más deprisa conforme ganaba velocidad. Prue se había anclado a la escalinata y tiraba de los gemelos, quienes a su vez estaban agarrados al candelabro.
—Sí, estas arañas antiguas ciertamente acaban teniendo vida propia —comentó la señorita Wacksel, sin reparar en cuánta razón tenía.
Los Martin apenas podían moverse, hipnotizados por el vaivén, mientras sus sombras se aparecían más largas y siniestras a cada pasada de la araña.
—Debe de haber alguna corriente —explicó la señorita Wacksel—. En cuanto cambien las ventanas verán cómo se acaba el problema.
Prue tiró de Simone más fuerte aún, haciendo que la araña se meciera más deprisa. Justo cuando se echaba hacia atrás, Scarlet salió del dormitorio de Charlotte, sobresaltando a Prue.
—¿Y quién diablos eres tú? —espetó Prue, soltando a Simon y Simone. Sin el anclaje de Prue, los gemelos perdieron el control de la araña, que se precipitó contra el tabique. Ellos, encaramados a la lámpara, se estrellaron contra la pared, abriendo en la misma un enorme boquete.
—¡Oh, Dios mío! —gritó la señora Martin a la vez que su marido se interponía a modo de escudo entre ella y la lluvia de cristales. A cámara lenta, el suceso habría ofrecido un bello espectáculo, con todos aquellos fragmentos de cristal reflejando la luz del sol que se colaba por la ventana y precipitándose delicadamente sobre el suelo como lanzas diamantinas. El señor Martin apartó a su mujer de un tirón en el mismo instante en que la última esquirla rasgaba el aire e iba a clavarse justo en el lugar donde la mujer había estado segundos antes, atravesando el suelo.
—¡Podía haberla matado! —exclamó el señor Martin, que ahora intentaba examinar a su mujer por si se le había clavado alguna esquirla.
La señorita Wacksel estaba muda.
—¿Conque no había termitas, eh? —preguntó él con sarcasmo.
La señorita Wacksel se rehízo una vez más.
—Bueno, eh, estoy convencida de que este, mmm, reciente deterioro se verá reflejado en el precio —dijo, tratando desesperadamente de volver al tema que les ocupaba, a la vez que deseaba con todas sus ganas salir de allí con vida además de con una venta.
Ante la perspectiva de un importante descuento, la avaricia del señor Martin entró de nuevo en escena. Se acercó a inspeccionar el boquete.
Scarlet, a quien la escena había dejado por completo paralizada, se había escondido detrás del destrozado tabique para evitar tanto a Wacksel y a los Martin como a Prue y a los demás chicos muertos, cuyo plan acababa de desbaratar.
—¿Qué es esto? —preguntó el señor Martin conforme se aproximaba a Scarlet y a una pila de trozos de escayola que habían caído del techo.
Scarlet salió disparada del boquete, pero Prue la agarró rápidamente de los tobillos antes de que pudiera huir.
—¡Ni hablar de comprar esta casa! —anunció el hombre de forma tajante.
Los chicos muertos no podían creer las palabras que acababan de brotar de su boca.
—Ni nosotros ni nadie —añadió el hombre.
Todos los que estaban muertos se pusieron a gritar y chillar y bailar de alegría por toda la casa, incluso los gemelos, que seguían atrapados en los brazos retorcidos de la araña.
—Pero ¿qué dice? —preguntó la señorita Wacksel totalmente abatida.
—¡Mire! —reclamó, desmenuzando un pedazo de la escayola del techo y reduciéndolo a un fino polvo grisáceo—. Parece asbesto —dijo el señor Martin con voz severa—. Esta casa va a tener que ser… —Prue apretó aún más los tobillos espectrales de Scarlet mientras aguardaba a escuchar el veredicto.
—… condenada —reconoció la señorita Wacksel en voz baja.
Pensar que pudieran vender la casa era terrible, pero la perspectiva de que fuera demolida resultaba devastadora.
—¡¡¿Condenada?!! —rugió Prue retorciéndole los tobillos a Scarlet.
—Mierda —murmuró Scarlet, que no lograba zafarse de sus garras.
Recuperada de la conmoción, Prue se dio cuenta de que la situación era la peor imaginable. Relajó su agarre sobre Scarlet, que se retorció para liberarse del todo y salió disparada hacia su casa como alma que lleva el diablo.
—Si la casa está condenada, también lo estamos nosotros —dijo Prue, apesadumbrada.