Francesca se embozó cuidadosamente antes de salir del periódico, afuera estaba helado. En la calle respiró el aire frío y comenzó su descenso por el bulevar. Se trataba de una jornada magnífica de invierno, con el cielo límpido y el sol muy tenue.
Kamal la vio desaparecer en la primera esquina y abandonó el automóvil aparcado a una cuadra de El Principal.
—Permanezcan aquí —ordenó a Abenabó y a Káder, que ocupaban los asientos delanteros.
Había llegado al aeropuerto de Córdoba alrededor del mediodía. Después de esos meses lejos de ella, volver a verla en carne y hueso, no como la imagen etérea y difusa que se le presentaba cada noche de insomnio, le tensó el cuerpo de ansiedad y estuvo a punto de correr para alcanzarla, pero se reprimió; primero haría lo que debía.
De camino hacia el edificio del periódico, meditó por enésima vez acerca del paso que estaba a punto de dar. Había luchado por quitársela de la cabeza, Alá era testigo, pero la tenía arraigada en el corazón y le resultó imposible lograrlo. Intentó convincentes razonamientos —la seguridad de ella, la salvación del reino, el escándalo de un matrimonio con una católica, el descontento de la familia— y siempre regresó al punto de partida: su vida carecía de sentido sin ella.
Después de esos días en la finca de Jeddah, ya de vuelta en Riad, intentó refugiarse en el trabajo. Dedicó largas horas junto a sus tíos y a su hermano Faisal en el diseño minucioso del plan que derrocaría a Saud y a su séquito. Aceptaba cuanta invitación le extendían e intentaba llegar a su apartamento bien entrada la noche. No obstante, el silencio de la casa y los recuerdos de la tarde en que Francesca le anunció que estaba embarazada le quitaban el sueño y lo hacían pensar. Intentaba dormir, pero, al cerrar los ojos, veía los de ella. La imagen de Francesca lo perseguía sin tregua ni paz. Encendía el velador y tomaba del cajón de la mesa de luz su carta, que ya sabía de memoria. «¿Por qué me abandonaste, Kamal?».
Se merecía el padecimiento. Había demostrado debilidad permitiendo que su razón se anulase aquella noche, en la fiesta de Venezuela. Desde un principio había sabido que ella era objeto prohibido; no obstante, se dejó llevar por la pasión que se adueñaba de él con sólo mirarla. A causa de su egoísmo, la había expuesto inútilmente. Se llevaba las manos a la cabeza y reprimía un bramido de rabia al imaginarla en manos de los terroristas; se tapaba los oídos cuando le retumbaban en la cabeza sus alaridos al recibir los golpes y soportar las torturas. Por todo esto, él debía sufrir y no le bastaría la vida entera para expiar la culpa.
Al menos le quedaban los buenos recuerdos, y el amor también, pues no volvería a amar como amaba a Francesca De Gecco, una clase de sentimiento y entrega que se experimenta sólo una vez. Él lo había suprimido de su vida, ahora debía soportar con estoicismo lo demás. Pero un día pensó: ¿Soportar con estoicismo lo demás? ¿Por qué? ¿Para qué? ¿Por Arabia? ¿Por el respeto y la obediencia que debía a los suyos? Máximas que en el pasado habían representado la médula de su educación se volvían fatuas al confrontarlas con el amor que sentía. Los cimientos de su formación se desmoronaban en tanto una nueva convicción tomaba el lugar de las otras y lo obligaba a sonreír: nada paliaba la vida sin Francesca, y se sabía capaz de enfrentarse al mundo entero por ella. Ya no le remordía la conciencia, sólo lo dominaba el deseo incontrolable de volver a verla. Sabía que se hallaba de nuevo en el punto de partida, arrebatado por la misma inconsciencia de la noche en Ginebra, que había marcado a fuego sus destinos. No le importaba nada ni nadie, ni siquiera la seguridad de ella. Por eso estaba allí, en Córdoba, una ciudad en los confines de Sudamérica que jamás imaginó conocer. Por ella había cruzado el Atlántico, para arrebatarla nuevamente de su mundo y llevársela con él.
Un cartel en la recepción indicaba que la oficina del señor Visconti se encontraba en el segundo piso. Subió las escaleras y llegó a una antesala, donde una mujer de unos treinta años le salió al encuentro. Nora supo de inmediato que aquel hombre era extranjero. No lo delataban sus ropas, de finísima confección, sino sus facciones tan poco comunes. El contraste de sus ojos verdes con la piel cobriza la dejó momentáneamente callada.
—Buenos días —la saludó Kamal en perfecto inglés.
—Buenos días —respondió Nora—. ¿Puedo ayudarle, señor?
—Estoy buscando al señor Visconti. ¿Está disponible en este momento?
—Por favor, siéntese aquí. Iré a ver si puede recibirle. ¿A quién debo anunciar?
—Por favor, dígale que el señor Al-Saud desea verle.
—Al-Saud, ¿correcto?
—Exacto.
Nora entró en el despacho de Fredo y lo urgió a que cortase el teléfono.
—¡Está aquí el árabe!
—¿Quién?
—El árabe de Francesca.
—¿Al-Saud?
—El mismo.
—Que pase —dijo Fredo, y salió a recibirlo.
Kamal lo saludó en inglés y le extendió la mano. Fredo se dirigió a él en francés.
—Ruego me disculpe, señor Al-Saud, pero no hablo inglés.
—En ese caso —respondió Kamal—, hablaremos francés.
Fredo le señaló el sofá al costado de su escritorio. Él se sentó en una silla, frente a Kamal. Le pidió café a Nora y que no le pasara llamadas.
—Debo confesarle, señor Al-Saud —habló Fredo—, que usted es la última persona que pensaba encontrar aquí. La sorpresa ha sido inmensa.
—Entiendo, y le pido perdón por no haber pedido una cita previa. Pero acabo de llegar a Córdoba y me urgía verlo. Imaginará que he venido por Francesca.
—¿Ella ya lo ha visto?
—No. Antes necesitaba hablar con usted.
—¿Conmigo?
—Usted es para Francesca como un padre y yo me siento en la obligación de pedirle su mano y de asegurarle que, más allá de los eventos azarosos del pasado, la seguridad de Francesca está garantizada.
Fredo se acomodó en la silla y evitó mirarlo; ya había caído en la cuenta del poder que ostentaban esos ojos verdes. Entró Nora y sirvió el café. Antes de despedirla, Fredo se dirigió a ella para preguntarle si Francesca se encontraba en el edificio.
—No —indicó la secretaria—, fue al consulado italiano por una información. Volverá muy pronto —añadió rápidamente.
—Cuando llegue, no le digas que Al-Saud y yo estamos reunidos. Pero pedíle que se quede en su escritorio, que necesito hablar con ella.
—Sí, señor —respondió Nora, y abandonó el despacho.
Fredo levantó la vista y se topó con la mirada inabordable del árabe. Pocas veces le había ocurrido que un hombre le inspirara la admiración y el temor que Al-Saud le provocaba en ese instante.
—Sé a qué eventos azarosos se refiere —dijo tras una pausa—. Pero permítame advertirle que la madre de Francesca no está al tanto de lo ocurrido. Y así deberá permanecer. —Kamal asintió—. También supe lo del niño —añadió, con el gesto suavizado.
—Eso fue muy duro —admitió Kamal— para ambos, pero en especial para mí porque la culpa me agobiaba. Me agobia aún.
—Usted habla de que la seguridad de Francesca estará garantizada. No quisiera contradecirlo, señor, pero en el polvorín que se ha convertido su país y encontrándose usted en el ojo de la tormenta, estimo que Francesca sigue tan expuesta como en el pasado.
—No viviremos en Riad sino en París —manifestó Kamal, y Fredo levantó las cejas, sorprendido.
—Se comenta que su hermano, el actual rey, abdicará y que será usted quien ocupará su lugar.
—Mi hermano, el rey Saud, abdicará, como usted bien indica, pero no seré yo sino mi hermano Faisal quien tomará su lugar. Renuncié a ser rey antes de serlo —dijo, y sonrió.
—¿No contaba con el apoyo de su familia para serlo?
—Por el contrario. Toda mi familia, incluido Faisal, quieren que yo sea el rey.
—¿Entonces? —se impacientó Fredo.
—No puedo tener el reino y a Francesca al mismo tiempo. Y sin ella no puedo vivir.
Semejante confesión, de un hombre de su talla, lo dejó boquiabierto. Experimentó una absoluta certeza respecto del temperamento y de las intenciones de ese árabe que tanto recelo le había inspirado en un primer momento. De todos modos, aún no deseaba mostrarse conforme.
—Soy testigo de que el amor que se profesan es sincero, pero también entiendo que la educación que recibe una mujer occidental es inadmisible para un hombre con su formación.
—Comprendo sus aprehensiones —aseguró Kamal—. Yo soy un hombre bastante mayor que su sobrina, proveniente de una cultura y de una religión distinta a la de ustedes. Es lógico que dude de mí. Sepa que Francesca será una mujer libre en el sentido en que los occidentales entienden. No tendrá que profesar mi religión, aunque será la de nuestros hijos. Podrá vestir y comer lo que guste; ir adonde guste, frecuentar a quien guste. Yo confío en ella y eso me basta.
—Usted la quiere, ella lo quiere, las diferencias parecen salvadas —enumeró Fredo—. Sepa que le concedo su mano convencido de que usted está a su altura. Sólo espero que… En fin, sólo espero que sepa hacerla feliz. Señor Al-Saud —pronunció Fredo en tono de advertencia—, Francesca es lo que más quiero en esta vida. Ella es la hija que nunca tuve y por ella estoy dispuesto a cualquier cosa.
—Yo también —aseguró Kamal, y estrechó su mano con la de Fredo.
—¿Se casarán aquí? ¿Por qué rito lo harán? Antonina es tan católica…
Lo asaltaron nuevas dudas y comenzó a sentir desazón. Pero la actitud distendida y segura de Al-Saud lo tranquilizó.
—Podríamos casarnos aquí, en Córdoba, por el rito católico antes de partir hacia París. De todos modos, Francesca sabe que también tendremos que hacerlo por el islámico. Ella me aseguró que no tenía problema.
—Me alegro de que sea usted un hombre tan abierto y complaciente. Debo advertirle que mi sobrina es una joven llena de vitalidad a la que resulta difícil dominar. Es su libertad lo que Francesca más precia.
—Lo sé —respondió Kamal—. Por eso jamás la llevaría a vivir a Riad.
La contundencia de la respuesta satisfizo a Fredo, que se permitió relajar los músculos por primera vez. Sorbió el café casi frío.
—Quisiera tratar con usted un asunto más, señor Visconti —pronunció Kamal.
—Dígame —respondió Fredo.
—En caso de que algo me ocurriera la totalidad de mis bienes quedaría en poder de Francesca. Y le aseguro que no le alcanzarían los años que le restan de vida para gastarlos. Pero —añadió, y se inclinó hacia delante con gesto severo—, como los acontecimientos del futuro son imponderables, máxime en las circunstancias en que yo me encuentro, he decido abrir una cuenta en el Banco de Suiza, en la sucursal de Zurich, en donde depositaré diez millones de dólares a su nombre y al de Francesca.
—¡Señor Al-Saud! —exclamó Fredo—. Me toma usted por sorpresa. ¿Qué vislumbra en su futuro para tomar una medida de esta naturaleza? Me asusta, se lo confieso.
—Quizá —concedió Al-Saud— se trata de una medida innecesaria, pero lo hago para mi tranquilidad. Nadie jamás, a excepción de usted, conocerá la existencia de esos fondos. En caso de necesidad extrema, usted le informará a Francesca acerca de esa cuenta. Ella y, en caso de haberlos, nuestros hijos vivirán cómodamente sólo de los intereses que devengue el capital.
—Entonces, debo entender —expresó Fredo luego de una pausa— que Francesca no debe enterarse de esta conversación salvo en caso de «necesidad extrema», como usted ha dicho. —Al-Saud asintió—. ¿Cuál sería esa necesidad extrema?
—Que yo esté muerto o desaparecido —pronunció Kamal con aplomo— y que mi familia destituya a Francesca de sus derechos.
—Su familia no presta su consentimiento a este matrimonio, ¿verdad?
—No.
—¿Podrían atentar contra la vida de mi sobrina?
—Ya le dije que la seguridad de Francesca está garantizada. Confíe en mí.
—Confío en usted, señor Al-Saud. No confío en el entorno que lo rodea, plagado de intereses por los cuales hay quienes estarían dispuestos a matar.
—Mi vida dará un giro radical después de mi casamiento con su sobrina. No participaré en cuestiones de política y quedaré al margen del gobierno de mi país. Esto debería alejarnos a mí y Francesca del peligro. Mis enemigos, por tanto, perderán interés en mí y en los míos. De todos modos, cuidaré de ella como si supiera que en cualquier momento vendrán a robármela.
—Ya he dado mi consentimiento para su matrimonio con mi sobrina —manifestó Fredo—, no porque la sepa libre de peligro, sino porque será imposible mantenerla lejos de usted cuando se entere de que ha venido por ella. De todos modos —expresó, con benevolencia—, creo que usted la ama sinceramente y tratará de hacerla feliz. —Kamal asintió de nuevo, y Fredo continuó, más relajado—: Debo confesarle, señor Al-Saud, que su muestra de confianza me halaga. Depositar diez millones de dólares, toda una fortuna, a nombre de una persona que apenas conoce, es increíble.
—Lo conozco bien, señor Visconti. Muy bien —repitió, y no necesitó aclarar que lo había hecho investigar—. Sin embargo, es el amor y el respeto que Francesca siente por usted lo que me lleva a confiar en su discernimiento y sensatez. Sé que la quiere como si fuera su hija, usted mismo lo ha expresado momentos atrás, y sé también que jamás haría algo que la dañase.
—Daría mi vida por ella si fuera necesario —pronunció Fredo, con aire de advertencia.
—En eso —dijo Al-Saud— coincidimos.
—Debo advertirle que soy un neófito en cuestiones financieras. Desconozco las leyes de los mercados y sus comportamientos.
—No debe preocuparse en absoluto —lo tranquilizó Kamal—. El dinero permanecerá en la cuenta del banco donde empleados de confianza lo harán trabajar en inversiones que impliquen bajo riesgo. Por ejemplo, no quiero invertir en acciones, que son tan volátiles. Más bien en depósitos a plazo determinado y títulos de países confiables. Nada más. Por el momento, sólo le pediré que llene algunos papeles y me facilite cierta documentación que mi abogado se encargará de solicitarle en breve. Espero que esto no sea un inconveniente para usted.
—En absoluto —respondió Fredo y, por primera vez, sonrió abiertamente.
—Ese óleo —dijo Al-Saud, y señaló el cuadro detrás del escritorio— ¿es la famosa Villa Visconti, verdad?
—Así es —contestó Fredo, y lo escudriñó con extrañeza—. ¿Francesca le habló de ella?
—Sí, en varias ocasiones.
Francesca dejó unas carpetas sobre su escritorio y se quitó el abrigo. Enseguida notó que Nora la miraba de una manera peculiar.
—¿Qué pasa? —dijo, risueña—. ¿Tengo algo en la cara?
—Tu tío quiere verte. Le diré que llegaste. Señor —llamó Nora por el intercomunicador—, Francesca acaba de llegar. ¿La hago pasar ahora?
Kamal se puso de pie, pero no avanzó hacia la puerta; permaneció junto al sofá, ansioso y expectante como un niño. Francesca irrumpió en el despacho y su sonrisa y jovialidad parecieron iluminar el recinto. La respiración de Kamal se fatigó, y un latido feroz le hizo doler la garganta. Se preguntó si podría hablar.
—Tío —exclamó Francesca—, ¿adivina con quién…?
Se calló al darse cuenta de que Fredo tenía compañía. Se volvió hacia el extraño y lo miró sin prudencia pues lo encontró muy parecido a Kamal. Increíblemente parecido.
—¿Kamal?
—Francesca —dijo él, y avanzó en dirección de ella.
—Los dejo solos —expresó Fredo, y se marchó.
En los últimos meses, Francesca había odiado a ese hombre con la misma intensidad que lo había amado en Arabia. Le reprochaba que su amor no hubiese sido suficientemente grande y fuerte para enfrentar a los Al-Saud cuando ella había estado dispuesta a renegar de su cultura y de su religión a causa de él. La había traicionado y marginado. Pero su presencia en ese lugar, tan inopinada e inverosímil, desvaneció cuanto sentimiento negro la había asolado durante los últimos tres meses.
Kamal la encontró adorable, con la nariz enrojecida a causa del frío y el cabello revuelto por el viento; llevaba el mismo traje sastre azul marino de la ocasión en que la asustó en el despacho de Mauricio, ése bien entallado que le marcaba la cadera, la cintura y los senos de un modo escandaloso que lo excitaba tanto.
—Te amo, mi amor —dijo él, y Francesca no pudo controlar un sollozo que le trepó por la garganta y se deslizó entre sus labios. Se cubrió el rostro y rompió a llorar.
Kamal estuvo sobre ella y la envolvió con sus brazos, pegándola a su pecho. Francesca se apretaba a él con desesperación.
—Kamal —gimoteó—, oh, Kamal.
—Alá me perdone por esto —exclamó Al-Saud—, pero no puedo vivir sin ti. No llores, amor mío, ya no volveremos a sufrir —musitó, mientras le bañaba el rostro con sus besos—. No llores; sabes que no soporto verte llorar.
Francesca se secó las lágrimas con el dorso de la mano. Kamal le pasó un pañuelo y ella se sonó la nariz.
—Debo de estar muy fea —se quejó, mientras se mesaba los mechones que le caían sobre la frente.
—Sabes que eso es imposible.
—¿Ya no vas a separarme de tu lado? —preguntó, casi con miedo.
—¡Jamás! ¡Jamás!
—¿Por qué me hiciste sufrir tanto, entonces?
—Perdóname —suplicó él—. No tienes idea cuánto me costó alejarte, pero lo hice por ti, porque temía que volvieran a lastimarte, y no lo habría soportado otra vez. Mi vida, mi bella, mi pequeña Francesca. Di que me perdonas, te lo suplico.
—¿Vas a llevarme contigo?
—Sí, sí, claro —aseguró él, sin dejar de besarla.
—¿Estaré contigo para siempre?
—Si tú me aceptas.
—Sí, te acepto. Te acepto.
—Vamos a mi hotel —propuso él, y abandonaron el despacho.
En la antesala no había nadie. Al-Saud tomó el sobretodo y los guantes del perchero, mientras Francesca se ponía el abrigo. Salieron abrazados a la calle. Le agradó encontrarse con los guardaespaldas, que le conferían más verosimilitud a la situación.
—Es tan extraño verte aquí —le confesó a Kamal.
—¿Qué has sentido al verme? —se interesó él.
—Hubo un instante en que mi corazón se detuvo. Enseguida pensé que te confundía, pero eres tan único y especial que me dije que sólo podía tratarse de ti. De mi Kamal, mi adorado Kamal. ¿Qué has sentido tú?
Él llevó los ojos al cielo e hizo un aspaviento con las manos. Francesca se echó a reír; era tan poco expresivo que aquel gesto sirvió como respuesta.
—Te confieso que en mi vida experimenté lo que hoy en el despacho de tu tío al verte entrar. Temí que me rechazaras.
—Bien seguro estás de mí —replicó ella—. No habrías viajado hasta aquí si no lo estuvieras.
Kamal inclinó la cabeza y la besó en los labios. Nunca había experimentado la dicha inefable de ese instante. Sentía que la pureza y la bonanza de la infancia se apoderaban de su corazón con sólo rozar los labios de esa mujer.
Se detuvieron frente al Crillón, sobre la calle Rivadavia, y Francesca pensó que Kamal debía de encontrar el hotel similar a una pensión; no obstante, lo veía tan feliz que concluyó que el dudoso lujo de la suite del último piso lo tenía sin cuidado.
Antes de cerrar la puerta, Al-Saud indicó a Abenabó y a Káder que se retirasen a descansar, que no los necesitaría hasta la noche. Francesca escuchó el chasquido del cerrojo y vibró con un sentimiento de anticipación. Le vinieron ganas de jugar con Kamal y, de espaldas a él, simuló interesarse en unos folletos que encontró sobre la mesa de noche. No tardó en sentir sus brazos en la cintura y sus labios en la nuca. Se apartó y lo miró con fingida inocencia. Él trató de asirla nuevamente, pero ella se escabulló.
—Hablemos —dijo, sometiendo a duras penas la sonrisa ante el desconcierto de Al-Saud—. Quiero que me cuentes cómo están todos por allá. —Se quitó la chaqueta bajo la que sólo llevaba una sugerente combinación y la arrojó sobre la cama con actitud provocativa—. ¿Cómo está Mauricio? ¿Y Sara? —preguntó, manteniéndose fuera de su alcance—. Dime cómo está mi adorado Rex. Vamos, cuéntame.
Kamal completó de dos zancadas el espacio que los separaba y la tomó entre sus brazos.
—Calla —dijo, con fiereza—, me fastidias con tanta pregunta. No te contaré nada, no hablaremos de nada ni de nadie. Te haré el amor, eso es todo.
La prepotencia de Kamal era innegable; a ella, sin embargo, le importaba bien poco; siempre había sido claro entre ellos quién se sometería a quién.
—No, no, alteza —replicó—. Yo quiero hablar. Ha pasado mucho tiempo y muero por saber.
Lo condujo hasta una butaca donde lo obligó a sentarse. Ella permaneció de pie. Se miraron con ojos divertidos, conscientes de la tensión sexual que segundo a segundo, se tornaba ingobernable. Francesca se levantó la falda hasta la cadera y se acomodó a horcajadas sobre él. Enseguida sintió la erección de Kamal en la entrepierna.
—Vamos, cuéntame —insistió.
—¿Por qué me haces esto? —se quejó él—. ¿Por qué eres tan cruel conmigo?
—¿Cruel ha dicho? Usted fue cruel, alteza, la tarde que me despidió en Riad.
—¿Es que acaso no me has perdonado? —fingió entristecerse—. ¿Es esto una venganza?
—Sí, una venganza —admitió.
Kamal le bajó las tirillas de la combinación y le descubrió los pechos. Se inclinó y le acarició los pezones endurecidos con la lengua. Aferrada a sus hombros, Francesca echó la cabeza hacia atrás y jadeó.
—Te haré el amor —dijo, y ella se estremeció cuando su aliento cálido le golpeó la piel del escote—. Necesito estar dentro de ti. Tres meses de abstinencia han sido suficientes para mí.
—Para mí también —claudicó.
La obligó a ponerse de pie y le bajó la ropa interior con manos impacientes. Ella se ocupó de sus pantalones. Volvió a sentarla sobre él y la penetró con un movimiento rápido y fuerte. Cuando terminaron, aún agitados y temblorosos, Francesca musitó en su cuello:
—Siempre te sales con la tuya, Kamal Al-Saud.
—Siempre —manifestó él—. Tú eres la viva prueba de ello.
—Tengo sed —dijo Francesca, y se apartó en dirección a una mesa donde había una jarra con agua.
Aún llevaba la falda enroscada en la cintura, que apenas cubría sus glúteos pequeños y firmes; no se había quitado los zapatos de taco alto ni las medias con portaligas. Se sirvió un vaso de agua y lo bebió de espaldas a Kamal. Él, que seguía sus movimientos atentamente, pensó que pocas veces había presenciado un espectáculo tan erótico. Francesca se volvió y dijo:
—¿Quieres? —mientras le mostraba el vaso.
Kamal se puso de pie y caminó hacia ella. Le quitó el vaso y lo dejó sobre la mesa.
—Sólo te quiero a ti.
Terminaron en la cama, donde pasaron el resto del día. Cuando tuvieron hambre, Kamal ordenó una suculenta merienda. Como buen árabe, tenía debilidad por las tortas y los dulces, y Francesca encontraba muy divertido ese rasgo que lo humanizaba. Después de comer, permanecieron tumbados en silencio; Kamal la abrazaba posesivamente, mientras Francesca descansaba sobre su pecho.
—Decidí venir a buscarte casi de inmediato después de tu partida de Riad —pronunció él.
Francesca se mantuvo callada, pues no necesitaba explicaciones, aunque comprendía que Kamal quisiera darlas.
—Tu carta —prosiguió Al-Saud—. Ah, esa carta. La leí hasta saberla de memoria. Ese «¿Por qué me abandonaste, Kamal?» me perseguía sin respiro. —Le tomó el rostro por el mentón y la obligó a mirarlo—. Nunca te daré motivos para que vuelvas a preguntarme eso. —Francesca sonrió y lo besó delicadamente—. Júrame que tú tampoco me abandonarás, que jamás me dejarás, que nunca te arrepentirás de haber unido tu destino al de un hombre islámico mucho mayor. —Ella se incorporó a medias y lo miró con extrañeza—. Eres demasiado joven e inexperta para ponderar que soy más viejo que tú y que mi religión está en la antípoda de la tuya, pero te amo demasiado para no marcarte ahora estas desventajas que, en el futuro, pueden hacerte sufrir.
—¿Y tú, Kamal? ¿Tú estás dispuesto a unirte a una mujer como yo, tan poca cosa, sin dinero ni alcurnia, y peor aún, católica?
—Tú no eres poca cosa —dijo él, con acento severo—. Tú eres mi vida.
—Y tú la mía. Y cuando te arrugues como una nuez y te vuelvas viejo y achacoso, te seguiré amando como en este momento en que te considero el hombre más apuesto y atractivo. Es de lo único de lo que estoy segura. ¿Es que aún no te das cuenta de que me haces sentir orgullosa al elegirme como la compañera de tu vida?
—Francesca —musitó él, por primera vez desprovisto de palabras.
Cerca de las seis de la tarde, sonó el teléfono.
—¿Quién podrá ser? —se extrañó Francesca.
—Le dije a Visconti que me hospedo aquí —explicó Kamal, y levantó el auricular.
Era Fredo; los invitaba a cenar en su apartamento; Antonina ya había aceptado. Francesca creyó conveniente partir: necesitaba bañarse y cambiarse. Kamal ordenó a los guardaespaldas que aprestaran el coche y la acompañó.
—Estoy nerviosa —confesó ella—. Mi madre no mira con buenos ojos nuestra relación.
—Alá está de nuestra parte —replicó Kamal.
—Mejor será que dejes a Alá por esta noche; al menos mientras cenas con ella.
Al encontrar a Kamal en lo de Fredo, Antonina se llevó una gran sorpresa. «Después de todo, —se dijo—, se trata de un hombre bien parecido, alto, con espléndidos ojos verdes y maneras de caballero inglés». En nada se asemejaba al demonio que había imaginado. En un principio, Kamal la intimidó; no se trataba de su actitud aristocrática o de su mirada penetrante, a ella la incomodaba que él fuera tanto y ella, tan poco; como consecuencia, el sentimiento de inferioridad la llevó a actuar con más parquedad de la que habría deseado. No obstante, con el correr de la cena logró relajarse y disfrutar, pues su futuro yerno se mostraba muy complacido en su compañía y no cesaba de admirar su belleza y de felicitarla por su hija. El idioma, una barrera al principio, dejó de serlo cuando Al-Saud aseguró comprender el español a pesar de no hablarlo; como viajaba a menudo a Andalucía por cuestiones de caballos, había tomado algunas lecciones; por su parte, Fredo y Francesca traducían para Antonina cuando Kamal hablaba en francés.
Antonina se dedicó a estudiar al hombre que había cautivado el corazón de su hija. Sin duda, se trataba de un ser mundano, conocedor de la naturaleza humana; seguramente hábil y despiadado cuando de defender sus derechos se trataba. Sabría, pues, defender a Francesca, que parecía ser la luz de sus ojos. Le gustaba cómo la contemplaba, como el siervo que adora a su deidad; le recordaba al modo en que Vincenzo la había mirado a ella tantos años atrás; al modo en que Fredo la miraba en ese momento.
Se tocó el tema de la boda y Antonina se comprometió a hablar con el padre Salvatore, su confesor, para hacer los arreglos. La complació que Al-Saud se mostrara tan predispuesto a una boda por la Iglesia católica, pero se desilusionó cuando él, de modo diplomático aunque firme, le aseguró que no se convertiría al cristianismo.
—Entonces —expresó Antonina—, dudo mucho de que algún sacerdote quiera casarlos si usted mantiene su religión.
—En ese caso —terció Fredo, para alejar la sombra que comenzaba a opacar la sonrisa de Francesca— hablaré con el obispo, que es un gran amigo mío, y gestionaremos una dispensa.
—No es lo mismo —replicó Antonina, desganada.
Cerca de la medianoche, Al-Saud se despidió y marchó a su hotel. Fredo llevó a Antonina de regreso al palacio Martínez Olazábal, mientras Francesca se hacía cargo de lavar los platos.
—Jamás imaginé que mi hija, mi única hija —remarcó Antonina— fuera a convertirse en la mujer de un hereje.
—Antonina —dijo Fredo, con acento condescendiente—, el hombre ha renunciado a un reino por Francesca.
—Sí, lo sé. Nadie duda de que está enamorado de ella. Pero temo que, con los años, la pasión que siente por ella desaparezca y entonces llegue el día en que se arrepienta de haber rechazado ser el rey de Arabia. La pasión —prosiguió— tarde o temprano termina por morir.
—Eso no es cierto —replicó Fredo de manera tan precipitada, casi agresiva, que Antonina lo miró con sorpresa—. Durante veinte años he amado a una mujer y le aseguro a usted que la pasión que siento por ella es la misma que me inspiró el primer día en que la vi.
En la oscuridad del coche, Fredo no advirtió el arrebol en las mejillas de Antonina, pero se dio cuenta de que se había puesto nerviosa. Se arrepintió de haber expresado aquellas palabras y guardó silencio. Fue Antonina quien dijo:
—Esa mujer es afortunada al contar con el amor de un hombre como usted, Alfredo.
—Nunca le confesé que la amo —replicó él, casi de mal humor.
—¿Por qué?
—Porque ella ama a otro hombre.
Detuvo el automóvil frente al portón trasero de los Martínez Olazábal y mantuvo la mirada hacia delante. El silencio era insondable. Fredo quería romperlo, quería decirle todo lo que había atesorado a lo largo de los años, pero no acertaba con la locuacidad que siempre lo caracterizaba. Nuevamente, fue Antonina quien habló.
—Quizá debería confesarle su amor, tal vez el corazón de esa mujer se encuentre libre ahora y ella pueda amar otra vez.
—¿Usted cree?
—Claro que sí.
Alfredo volvió a mirarla y Antonina le sonrió. Se le anudó la garganta, emocionado ante la dulzura de ese rostro que tantas veces había añorado besar. Ella estiró el brazo y le corrió el jopo de la frente. Él cerró los ojos y respiró profundamente.
—Alfredo —susurró Antonina.
—Jamás —pronunció Fredo— creí que llegaría el día en que podría decirte que hace más de veinte años que te amo. Jamás creí que podría besarte.
Se inclinó sobre ella y la besó en los labios con la timidez de un joven inexperto.
Francesca acordó con su tío Fredo que seguiría yendo al periódico hasta terminar los asuntos pendientes para dedicarse después a completar los aspectos de su partida con Kamal, que le había concedido sólo diez días. Ante la sugerencia de Francesca de seguirlo semanas más tarde, Kamal se mostró inflexible.
—Debo regresar a París en diez días como máximo y no me iré sin ti. Y sobre este tema no hay nada más que decir. Cuentas con ese tiempo para arreglar tus cosas. No lleves ropa ni zapatos ni efectos personales. Te compraré allí cuanto necesites y más. Tantas cosas te compraré que no tendrás tiempo de usarlas.
Kamal acostumbraba a buscar a Francesca en el periódico al mediodía y llevarla a almorzar a su hotel, que contaba con el restaurante más reputado de la ciudad. Luego, ante las miradas condenatorias de los empleados, subían a la habitación para hacer el amor; ninguno, sin embargo, se atrevía a cuestionar las costumbres de ese extraño hombre que hablaba francés pero que tenía nombre de árabe; sus propinas eran las más suculentas que recibían.
Una tarde, mientras Francesca se vestía y Kamal permanecía aún en la cama, éste se refirió a Aldo Martínez Olazábal.
—¿Has vuelto a verlo?
—¿A quién? —preguntó Francesca, desprevenida.
—Al hijo del patrón de tu madre —expresó él, que no deseaba siquiera pronunciar su nombre.
—Sí —respondió, y siguió cambiándose.
Kamal dejó la cama y se encaminó hacia ella. La tomó por las muñecas y la contempló con severidad.
—¿Qué sucedió?
—Absolutamente nada.
—¿Trató de volver contigo, verdad?
—Sí, pero yo no pude aceptarlo.
De regreso del campo, Aldo se enteró por Sofía de que el árabe había venido a buscar a Francesca para llevársela a París. Las ilusiones que había alimentado durante esos días lejos de ella se hicieron añicos y quedó muy desanimado. No obstante, al día siguiente, cerca del mediodía, fue a buscarla al periódico. La encontró sola; Nora se hallaba en la oficina de Fredo.
—¿Es cierto que vas a casarte con él?
—Sí.
—¿Y nosotros?
—Hace mucho que vos y yo acabamos, Aldo.
—Pensé que existía una esperanza.
—Nunca la hubo. Aquel día… en fin… no quería lastimarte.
—Se comenta que es poderoso —expresó Aldo—, que tiene muchísimo dinero, que es mucho mayor que tú, que subes a su habitación, que te maneja como si vos fueras su… su…
Francesca hizo caso omiso del insulto y comprendió el dolor y el rencor de su antiguo amor. Aún lo quería; Aldo le inspiraba un cariño puro y genuino, y no consiguió enfadarse con él a pesar de su bajeza.
—Vos me conocés, Aldo —dijo, con dulzura—, sabés bien qué clase de persona soy. Sabés también que sólo me mueve el amor que siento por él. Si tiene mucho dinero o es poderoso me importa un pepino, como me importó un pepino cuando te amé a vos. Y sí, soy su mujer. Y no me avergüenzo de ello. Todo lo contrario.
—Perdóname —farfulló Aldo, sin mirarla a los ojos.
—Buenos días —tronó la voz de Al-Saud, y su mirada fulminó al muchacho.
—Kamal —dijo Francesca, y salió a su encuentro con bastante compostura—. Permíteme que te presente a un viejo amigo, Aldo Martínez Olazábal, hermano de Sofía.
Kamal avanzó en dirección de Aldo y le extendió la mano. El muchacho le respondió con gesto entre sorprendido e intimidado. La imagen de Al-Saud construida a lo largo del tiempo y alimentada con los celos no se asemejaba a la realidad. Al igual que Antonina, lo impresionaron su altura y elegancia, el modo simple con que se movía y hablaba, y la seguridad que transmitía. No resultaba absurdo que Francesca hubiera caído bajo su hechizo. Junto a ese hombre mayor y experimentado, se sintió un pelele. Consciente de su derrota, los felicitó por su boda y se marchó. Francesca miró con timidez a Kamal, que la acogió entre sus brazos y le besó la coronilla.
Esa noche, seguía apesadumbrada. Llamó a la puerta del dormitorio de Fredo. Lo encontró repantigado en su sillón predilecto, fumaba pipa y leía.
—¿Por qué esos ojos tristes?
Francesca se arrodilló junto al sillón y puso la cabeza sobre el regazo de su tío.
—¿Por qué tengo que ser tan feliz y Aldo tan infeliz? —preguntó—. Desearía que todos fueran felices como yo. Siento una gran culpa, tío: es por mi causa que Aldo fracasó en su matrimonio, es por mi causa que no encuentra paz.
—No digas eso. Estás siendo injusta con vos misma. ¿Acaso fuiste vos la que lo abandonó para casarse con otro? ¿Fue él quien debió escapar de Córdoba para olvidar? No sientas culpa, vos no tenés culpa de que Aldo se haya enamorado de vos y de que luego haya sido un cobarde y no haya defendido ese amor.
Se quedaron en silencio. Era cierto, no había sido ella la causante de la ruptura, ni la que había hablado de amor en primera instancia y, semanas más tarde, contraído matrimonio con otro; por fin, no había sido ella la que se había aferrado a una vida de lujos y opulencias, y desechado una de carencias y trabajo duro. Fredo tenía razón, ella no era culpable, pero sufría igualmente por Aldo.
—En realidad, tío, siento culpa porque, gracias a que la relación entre Aldo y yo fracasó, conocí el verdadero amor. Es como si hubiese sido necesario sacrificar a Aldo para que yo fuera feliz junto a Kamal.
—Ya te dije varias veces que en este mundo nada es casualidad. El Gran Arquitecto entrelaza las líneas de los destinos de modo que a veces no comprendemos su intención. Pero, tarde o temprano, lo terminamos sabiendo. Quizá algún día sepas por qué Aldo está sufriendo hoy. —Fredo cambió el tono solemne para instarla—: Sé libre, Francesca, viví el momento y no empañes esta felicidad pensando en alguien que es lo suficientemente adulto para encaminar su vida si lo desea, tal como hiciste vos.
Francesca lo besó en la frente y le deseó buenas noches.
Ningún sacerdote consentiría en casar a una católica con un musulmán; eso no admitía ningún tipo de discusión. Por lo tanto, se iniciaron los trámites para la dispensa que tanta desazón causó a Antonina. Para ella, su hija viviría en concubinato y nada la convencería de lo contrario. Francesca se lo pidió vehementemente y Kamal accedió a casarse por lo civil en Córdoba, a pesar de que habría preferido hacerlo en París. La noche antes de la ceremonia, mientras cenaban en el departamento de Fredo, Kamal le entregó a Francesca el solitario engastado en un anillo de platino que le había comprado meses atrás en Tiffanny’s. En la cara interna, rezaba en francés: «Para Francesca, mi amor. K.». Él le puso el anillo en la mano izquierda y Francesca hundió el rostro en su pecho para ocultar las lágrimas de emoción.
Acabada la ceremonia civil en una oficina oscura y poco acogedora, con Sofía y Nando como testigos, tuvo lugar una recepción íntima en el salón del Crillón. Francesca llevaba un traje sastre Chanel de seda en tonalidad marfil, muy entallado, que Kamal le había traído de París, con dos camelias en gasa de seda prendidas en la solapa. Se había dejado el cabello suelto que, espeso y brillante, le caía sobre la espalda en largas ondulaciones negras. A distancia, Kamal admiraba sus facciones, las curvas de su cuerpo que el traje Chanel destacaba: la plenitud de sus senos, la estrechez de su cintura, la redondez de su cadera, cada parte que él conocía como nadie. Era consciente de que estaba mirándola con la avidez de un hombre posesivo y tirano; sabía también que debía refrenar esa conducta propia de su naturaleza árabe y que la educación de Francesca, tarde o temprano, terminaría por condenar. ¿Cómo explicarle, sin embargo, que él había tenido muchas mujeres a lo largo de sus años y que jamás había experimentado esa apremiante necesidad de protección, de derecho sobre su vida y sus actos? ¿Cómo explicarle que aquello nada tenía que ver con sus orígenes sino con ella? Sí, con ella, que justificaba su vida y le daba sentido. Caminó con rapidez en dirección al otro sector del salón cuando la mano de un amigo de Alfredo Visconti se demoró más de lo debido en la cintura de su esposa. «Mi esposa», repitió para sí, y un cálido bienestar le sofrenó el impulso de aniquilar a quien osaba tocarla. Así operaba Francesca en él, como un bálsamo.
Entre los invitados contaban, además de Sofía y Nando, algunas compañeras de Francesca del Sagrado Corazón, algunos empleados del periódico, entre ellos, Nora, la secretaria de Fredo, los empleados del palacio Martínez Olazábal y varios amigos de Fredo, la mayoría periodistas y hombres relacionados con la política y la cultura, que encontraban muy estimulante la conversación de Al-Saud, este hombre que, pronto se dieron cuenta, pertenecía a dos mundos, el occidental y el oriental. Como Antonina había invitado a sus amigos del palacio Martínez Olazábal, jamás imaginó que sus patrones se rebajarían a participar del pequeño festejo en el Crillón. Sin embargo, cuando la señora Celia, el señor Esteban y Enriqueta se presentaron en el salón, echaron por tierra con sus suposiciones. A cada miembro de la familia Martínez Olazábal lo movían distintas razones para asistir; a Esteban, el cariño por Francesca; a Celia, la curiosidad que suscitaba en la sociedad la presencia de un hombre tan ajeno a la realidad cordobesa, y a Enriqueta, la posibilidad de ver y, quizá, de conversar con Alfredo Visconti, su amor secreto.
—¡Sofía! Tu madre acaba de llegar. Te verá con Nando.
—Me importa un comino —replicó la muchacha, y su aplomo tomó por sorpresa a Francesca—. Ya les anuncié que pienso casarme con él.
—¿Qué dijeron?
—No están de acuerdo, por supuesto. Mi madre amenazó con lo de siempre, con quitarme el apoyo económico. No me importa, Nando encontrará trabajo y saldremos adelante. Si es necesario, yo también trabajaré. Es hora de que deje de pensar en mi familia y forme la mía.
Celia se dijo: «¡Qué hombre tan fascinante!», cuando Al-Saud se inclinó y le rozó apenas la mano con un beso; le sonrió de una manera seductora mostrándole una dentadura blanca y perfecta en contraste con su piel oscura. Los ojos verdes la hipnotizaron y, por un momento, se permitió mirarlo con la franqueza que siempre mantenía a raya. Se dirigió a ella en un francés exquisito, sin acentos ni errores, y se desempeñó con una galantería que hablaba de una educación europea. Tras la primera impresión, Celia sintió envidia, y, en un acto de inusual honestidad, admitió que, por una noche con ese hombre, musulmán o lo que fuera, mandaría al demonio los principios y preceptos que regían su vida. La dejó boquiabierta el anillo de compromiso que Francesca le mostró a regañadientes, y dedujo que habría costado una pequeña fortuna. En silencio, admiró el traje sastre que lucía; momentos más tarde, al descubrir en los botones de la chaqueta las dos C entrelazadas símbolo de Chanel, sólo pudo ufanarse de su ojo bien entrenado.
Enriqueta, mientras tanto, se acercó a Fredo y lo saludó tímidamente. Él la trató con la condescendencia a la que la tenía acostumbrada, la misma que usaba con su hermana Sofía y con las demás amigas de Francesca. Para él, ella era una criatura. Se dijo que si no se comportaba como una mujer decidida y osada, Fredo la vería como una niña toda la vida. Sus ojos no lo abandonaban; lo miraba conversar, reír, saludar, le estudiaba las facciones, los gestos y ademanes. Así notó un intercambio de miradas entre él y Antonina que la dejó estupefacta. Él hizo el gesto de besarla y enseguida sus labios dibujaron la frase: «Te amo». Antonina bajó la vista, ruborizada. Enriqueta se desmoralizó. Pese a que había decidido no beber esa noche, al pasar un camarero con una bandeja, tomó una copa de champán y buscó refugio en el baño.
Kamal echó un vistazo a su alrededor y se dijo que la recepción marchaba de acuerdo con sus expectativas; incluso para él la velada había pasado agradablemente junto a los amigos de Fredo. Francesca parecía contenta y distendida, y ni siquiera ante la presencia de los patrones de su madre perdió el ánimo. Hizo girar la alianza de oro en su dedo y cayó en la cuenta de su significado: Francesca era suya y podía reclamarla, allí, frente a todos, y llevársela sin que nadie pudiera objetar. La buscó con la mirada y la encontró conversando con Sofía y Nando. ¡Qué feliz se la veía! Y qué hermosa. Sintió deseos de ella y se preguntó qué esperaban para marcharse los pocos invitados que quedaban.
—Francesca —dijo, interrumpiéndola—, creo que deberíamos irnos a descansar. Mañana partimos muy temprano hacia París.
—¡Oh, sí, claro! —interpuso Sofía—. Deben irse. Nosotros también deberíamos hacerlo.
—No, no —expresó Kamal—, ustedes sigan disfrutando de la velada.
Francesca se despidió de los pocos invitados que quedaban. Su madre y Fredo los acompañaron hasta el pie de la escalera.
—Mamma, non piangere, ti prego —rogó la muchacha cuando Antonina comenzó a sollozar—. Pensi che sono felice. Ci vediamo domani —dijo, y la despidió casualmente, como si al día siguiente no fuera a partir hacia Europa.
En la habitación, se sentó en el borde de la cama, se deshizo de los zapatos y se echó hacia atrás, con los brazos en cruz. Soltó un suspiró y sonrió, satisfecha. Kamal, que se quitaba el chaqué, la contemplaba con las comisuras apenas sesgadas en un gesto lascivo. Se desnudó por completo y se arrodilló frente a ella, que aún permanecía recostada y vestida, con los ojos cerrados. Kamal se inclinó y le habló cerca de la boca.
—Háblame en italiano —le ordenó—. Me he excitado al oírte hablar en italiano.
—Tu sei la mia vita —lo complació Francesca entre jadeos, pues Kamal se había dirigido a su entrepierna donde sus labios gruesos la acariciaban diestramente—. Senza di te, io non potrei mai vivere. Io ti amo cosí tanto, tanto… —siguió repitiendo hasta que el orgasmo sólo le permitió gemir.
Al día siguiente, mientras viajaban rumbo a París, Francesca le preguntó:
—¿Puedo pedirte un favor?
—Sabes que puedes pedirme lo que quieras.
—No es para mí, en realidad.
—Ya me extrañaba que pidieras algo para ti. Ahora que lo pienso, jamás me has pedido algo para ti.
—Se trata de Nando y Sofía —explicó ella—. Nando no tiene trabajo y es muy pobre. Pensé que, quizá, tú podrías ayudarlo. Sé que tienes contactos y relaciones aquí, en Argentina.
—¿Por qué supones eso? —se interesó Kamal.
—¿De qué otra manera habrías conseguido que la Cancillería me trasladara de Ginebra a Riad? Sé muy bien que pensaban enviar a otra persona. Y ni siquiera era mujer.
Kamal rió y le besó la sien.
—Sí, es cierto —concedió—. Tengo conexiones importantes en Argentina. El dinero es, por lo demás, un gran aliado cuando de conseguir un objetivo se trata. Y tú eras mi objetivo más importante. Te habría raptado de no haber logrado tu pase.
—No dudo de que habrías sido capaz. ¿Ayudarás a Nando, entonces?
—Haré lo posible.
La mansión de Al-Saud en París estaba ubicada en la avenida Foch, cerca del Arco de Triunfo. Los recibió una mujer elegante en su traje gris oscuro, el cabello prolijamente recogido y un manojo de llaves colgado al cuello. Kamal la presentó como madame Nadine Rivière, el ama de llaves.
—Madame Rivière —dijo a continuación—, le presento a mi esposa, la señora Al-Saud.
La mujer abandonó su actitud ceremoniosa y abrió grande los ojos. Aseguró que pocas veces había visto una mujer tan hermosa y agraciada. Les auguró felicidad y muchos hijos, al tiempo que pensaba que ya era hora de que el patrón sentara cabeza. A ella le había tocado presenciar el desfile de amantes, algunas muy vulgares. Ninguna de esas mujeres, que tomaban mucho champán —a pesar de que el señor Al-Saud sólo bebía zumos y agua— y que reían continuamente, le había provocado la buena impresión de aquella jovencita, y presintió que trabajaría a gusto con ella. Kamal la despidió después de algunas indicaciones.
Francesca se aproximó al ventanal, descorrió la cortina y miró hacia la Avenida Foch. La calle permanecía muda al igual que la casa. Al-Saud arrojó el saco en el sofá y Francesca lo escuchó acercarse. Sin tocarla, le habló al oído.
—¿Te ha gustado lo que has visto hasta ahora? —Francesca asintió—. Ven, quiero mostrarte el resto.
La casa era de dos plantas, con tantas habitaciones que, al terminar la visita, Francesca aseguró que no sabría cómo llegar a su dormitorio. La deslumbró la minuciosidad de cada detalle y el buen gusto. Kamal la miraba con ojos expectantes, aguardando su aprobación.
—Esta es tu casa, mi amor —manifestó—. Tú eres ahora dueña y señora de estas paredes. Puedes hacer lo que te plazca con ella. Puedes cambiarla de techo a piso si te place.
—Es perfecta así como es. No le cambiaría nada.
Esa noche, la primera en París, cenaron en La tour d’argent. El maître llamó «alteza» a Kamal y, en medio de genuflexiones obsecuentes, lo acompañó a la mesa de mejor ubicación, cerca de la ventana desde donde apreciarían la noche parisina. Francesca se preguntó a cuántas mujeres habría llevado al famoso restaurante. Casi al final de la cena, como la encontraba callada y seria, Al-Saud le preguntó qué le pasaba.
—Pensaba en la cantidad de mujeres que debes de haber traído a este sitio.
Kamal sesgó los labios en una sonrisa taimada mientras encendía un cigarrillo, y su actitud displicente acendró la rabia en ella.
—Me gusta que seas celosa; una vez más demuestras el fuego que hay en tu interior, que no se limita a la cama, por lo que veo. Sí, es verdad, he traído aquí a muchas mujeres, mujeres hermosas, mundanas y divertidas; he pasado momentos agradables con ellas y sé que ellas han disfrutado conmigo.
Francesca lo miró fijamente y Kamal volvió a sonreírle con ironía.
—Sí, muchas mujeres —repitió, más para sí—. Muchas en verdad, pero puedo jurarte por la memoria de mi padre que a ninguna le dije que era y que sería el único y verdadero amor de mi vida. Eso sólo puedo decírtelo a ti. A ti, a mi esposa, Francesca Al-Saud, que se unió mí a pesar de todo, a pesar de conocer mi carácter, mis orígenes y mi vida de locos, a pesar de haber sufrido como sufrió por mi causa y de las diferencias que nos separan.
Francesca abandonó la silla y, haciendo caso omiso a las miradas escandalizadas de los comensales, que hacía rato lanzaban vistazos de recelo a la mujer blanca con el hombre de tocado, se sentó sobre las rodillas de Al-Saud, le tomó el rostro entre las manos y lo besó.
Esos días en París, Francesca los recordaría como de los más felices de su vida. Invadidos de una continua sensación de plenitud, reían por tonterías, encontraban placer en cosas simples y proyectaban el futuro que sólo deparaba buenos momentos. Veían el mundo a través de otro prisma. La pasión se desataba sin continencias y hacían el amor a cualquier hora del día. Kamal era un buen maestro y Francesca aprendía rápidamente. Le gustaba complacerlo, y más le gustaba cuando él se mostraba tan preocupado por hacerla gozar.
—Nunca te daré una excusa para que me abandones —le aseguró una noche—: tendrás dinero a manos llenas y placer en la cama como ninguna mujer ha tenido. No encontrarás en otro lo que yo puedo darte. Tenlo por seguro.
—Ya lo sé —aseguró Francesca, con acento benevolente—. Ya me lo habías dicho. Y yo te creo.
A veces, Kamal se despertaba de madrugada y se quedaba mirándola con la cabeza apoyada en la mano. Así dormida, con las facciones relajadas y ese halo de inocencia que la circundaba, parecía una quinceañera. Se imaginó dentro de algunos años, él ya casi un viejo, ella en el apogeo de su hermosura y madurez, y con todo no dudó de que lo seguiría amando, viejo como sería. Dudar de Francesca le parecía una traición.
—¿Por qué no duermes? —lo sorprendió una vez, devolviéndolo de sus reflexiones.
—Te miraba y pensaba que podría quedarme aquí contigo toda la eternidad. Si estoy contigo no me importa dónde me encuentro.
—Te importa —rebatió ella, y le acarició la mandíbula—. Para ti no es lo mismo estar en cualquier parte, no mientras exista Arabia. Debemos volver a Riad. Presiento que si, por mi culpa, no volvieses a tu patria, terminaría perdiéndote.
—Nunca me perderás —dijo con severidad—, ni siquiera por Arabia. Quizá algún día regresemos, no ahora —agregó, con un gesto que indicaba que no volvería a referirse a esa decisión.
—Jacques me contó que una creencia beduina dice que una vez que una persona ha visto el desierto, regresa y se queda para siempre. ¿Es cierto?
—Sí, es cierto. Pero por ahora nos quedaremos aquí —insistió—. Más ahora que tu amiga Sofía y su futuro esposo vendrán a vivir a París. —Francesca medio se incorporó y Kamal la obligó a que se recostara nuevamente—. Le ofrecí a Nando un trabajo aquí, en mis oficinas de París. Él aceptó y tengo entendido que Sofía está muy conforme.
Francesca lo miró a través de lágrimas. Le acarició la mejilla y Kamal le besó la mano.
—Mi árabe galante —dijo—. Sé que lo has hecho por mí, para que tenga a mi amiga más querida cerca de mí y de ese modo no me sienta tan sola en esta ciudad.
—Claro que lo he hecho por ti. Siempre estás primero en mis pensamientos. Pero también creí que un distanciamiento entre Sofía y su familia no vendría mal.
—¿Cuándo llegarán?
—Nando me pidió dos meses. Se casarán en Córdoba y luego vendrán a París.
La boda según el rito islámico se realizó en El Cairo. Zila, hermana mayor de Fadila, casada con un potentado industrial egipcio, ofreció su mansión en los suburbios de la ciudad, y Kamal aceptó de buen grado. Llegaron una tarde en el jet de Al-Saud. Francesca se encontraba presa de los nervios, Kamal, relajado y feliz al reencontrarse con su familia.
Las hermanas, sobrinas y cuñadas de Kamal se encargaron de Francesca y la llevaron de compras al zoco de El Cairo, donde la abarrotaron de telas, alhajas y perfumes. Durante esos días, Fadila se mantuvo a distancia, ocupada en otros detalles de la boda, y confió la atención más personalizada de su futura nuera a Zora, la esposa de Faisal. La tensión se percibía en el ambiente, aunque Fadila se esforzaba por mostrarse gentil y considerada. A veces miraba a Francesca y, pese a su orgullo, admitía que era hermosa y simpática; había demostrado ser fértil y amaba a Kamal. De todos modos, le costaba aceptar que su primogénito y único hijo varón se uniría a una plebeya, y peor aún, católica. Callaba y rumiaba su descontento en soledad, pues sabía a quién elegiría Kamal en caso de un enfrentamiento.
A Francesca, Zora le agradó desde el primer momento y le resultó de gran apoyo los días previos a la boda, durante los cuales, según el rito, le prohibieron ver al novio. Fueron tres largas y agotadoras jornadas sin Kamal en las que se sucedieron las ceremonias y las fiestas exclusivamente de mujeres. La mañana del cuarto día, después de que Fadila presentó a Francesca la diadema de brillantes y zafiros que su hijo le ofrecía para desposarla, Zila, Fátima y Zora se afanaron en prepararla para el matrimonio que se celebraría al mediodía. La depilaron con un mejunje de melaza y aceites aromáticos que le dejó las piernas suaves como seda; le rasuraron el pubis, una costumbre ancestral que, según explicó Zora, los árabes encuentran muy excitante; la bañaron y perfumaron, la vistieron y peinaron, y, por último, se dedicaron al maquillaje, todo un arte en el cual Zila se desempeñaba con maestría. Le unieron la línea de las cejas, lo que le recordó a un retrato de Frida Kahlo; le destacaron los ojos con khol y sombra rosa, que entonaba con los colores del vestido. Cargaron varias jeringas con una pasta carmesí similar al lacre y le dibujaron filigranas y pequeñas flores en dedos y manos, sobre la frente y el pecho. «Sale con agua», le susurró Zora, para tranquilizarla. Francesca se miró al espejo y no le agradó lo que vio: era la antítesis de una novia occidental. «Si me viera mi madre», gimoteó.
—Eres la novia más hermosa que yo haya visto —la alentó Zora, mientras le colocaba la diadema de brillantes y zafiros sobre el velo—. Kamal morirá de amor por ti.
Kamal la encontró fascinante cuando la vio aparecer en medio de un mar de flores sobre parihuelas. Los sirvientes apoyaron la angarilla sobre el piso, y el abuelo de Kamal, el jeque Al-Kassib, que había abandonado la tribu para asistir a la boda, se apresuró a ofrecerle la mano y conducirla hasta su nieto. El derviche recitó su parte, y Francesca contestó, en un árabe mal pronunciado, aquello que Zora le había indicado.
Los festejos comenzaron alrededor de las dos de la tarde y terminaron al día siguiente, al alba. Había muchísimas personas, y Francesca, que sólo conocía a unas pocas, se sentía perdida. Aferrada a la mano de Kamal, se dejaba conducir por los salones y el parque mientras él le presentaba a los parientes. No se comentó la ausencia de Saud ni la de su esposa e hijos porque se conocían las diferencias irreconciliables que existían entre los dos hermanos. Sí preguntaron por Mauricio Dubois, acostumbrados a encontrarlo en las celebraciones importantes de familia. Pero ya se había producido el presagiado golpe de Estado en la Argentina; depuesto Frondizi, había tomado su lugar el vicepresidente José María Guido, junto al caos y a la confusión que reinaban de facto. En consecuencia, la Cancillería había convocado a Mauricio, que debió viajar a Buenos Aires.
Al caer el crepúsculo, Kamal llevó a Francesca a una habitación apartada y silenciosa donde Marina aguardaba desde hacía unos minutos. Francesca se emocionó hasta las lágrimas al verla y se le aferró al cuello con desesperación, en parte porque Marina pertenecía a su mundo, ese mundo que ella conocía tan bien. Un alivio le colmó el espíritu y pudo volver a la fiesta con mayor seguridad.
—Tu esposo me llamó por teléfono la semana pasada y me pidió que viniera. Él pagó el pasaje en avión y el hotel. Me pidió también que no te dijera nada para que fuera una sorpresa. ¡Cómo te ama ese hombre, amiga! Eres muy afortunada por ser su esposa. Nunca me habías dicho que era tan buen mozo y elegante. ¡Qué ojos, mi Dios! ¡A ver si consigo cautivar a alguno de estos árabes, que hay y de sobra! Lo mínimo que pretendo es que me rapte y me desvirgue en un oasis.
—La mezcla mejora la especie humana, hijo —manifestó Yusef Zelim, el esposo de tía Zila, a Kamal en el otro extremo de la mesa, y le guiñó un ojo antes de agregar—: Admito que has elegido el mejor ejemplar de mujer occidental que yo haya conocido.
Se comía, se bailaba, se cantaba, y, mientras algunos reponían energías, otros seguían comiendo, bailando y cantando, nunca cesaba el movimiento ni el ruido. Fátima reclamó a Francesca para sí y la llevó a la mesa de las matriarcas más importantes, donde se encontraba Juliette, tan fuera de sitio como ella. Juliette, sin embargo, la sorprendió al manifestarle que disfrutaba entre aquellas mujeres. Francesca, en cambio, juzgó intimidante al grupo de ancianas, que le hablaban al unísono, le tocaban el pelo y el género del vestido, se admiraban de la blancura de su piel y le quitaban y ponían la diadema. Terminada la minuciosa inspección, Fátima le aseguró que las matriarcas la habían aceptado como nuevo miembro de la familia.
Kamal la arrancó de la fiesta y se la llevó al centro de El Cairo, donde había reservado una habitación en el mejor hotel.
—Tu tía Zila nos había preparado una recámara en su casa para la noche de bodas. Se enojará conmigo, pensará que yo te he disuadido.
—Mi tía Zila sabrá muy bien que he sido yo el que tomó la decisión de pasar la noche en un hotel. Además, no quiero testigos. No conoces las costumbres de mi pueblo. Habrían estado todas pendientes detrás de la puerta esperando comprobar mis dotes viriles.
—En el pueblo de mi madre, en Sicilia, se espera que, al día siguiente de la boda, el marido cuelgue la sábana con la mancha de sangre en la ventana, por las mismas razones que tus tías nos habrían espiado.
—Ya ves, no somos tan distintos después de todo.
No se habían visto en tres días y, al cerrar la puerta de la habitación del hotel, fueron asaltados por un deseo carnal que, satisfecho, los dejó extenuados.
—Extrañé mucho a mi madre hoy —dijo Francesca—. Jamás habría imaginado que ella estaría ausente el día de mi casamiento. Habría deseado que fuese tío Fredo el que me llevase hasta ti.
Pasaron los primeros quince días de luna de miel en Niza, en el hotel Negresco, donde también llamaban «alteza» a Kamal y lo seguían como cortejo a la espera de sus ya conocidas propinas. Desayunaban en el amplio balcón-terraza con la inmensidad del mar desplegada frente a ellos. Francesca inspiraba una profunda bocanada de ese aire matinal y aferraba la mano de su esposo. De regreso de la playa, retozaban en la tina del baño, enorme y redonda, hasta que la piel se les arrugaba y Francesca empezaba a tiritar de frío.
Kamal se encontró con conocidos a quienes presentó a Francesca con reticencia, ciego de celos por la forma en que la miraban, en especial cuando llevaba traje de baño. Francesca, por su lado, advertía los vistazos cargados de intención que algunas mujeres dispensaban a su marido. Pero Kamal sólo tenía ojos para ella, y así se lo demostraba cada vez que la buscaba en la intimidad. Había entre ellos armonía y compañerismo, y, más allá de la pasión que despertaba uno en el otro, cuando se miraban y se sonreían lo hacían porque sentían mucha paz. El mundo externo seguía su curso en torno a una isla en la que nadie podía entrar. Con todo, Abenabó y Káder se mantenían a prudente distancia con sus Mágnum 9 milímetros disimuladas bajo el saco.
Después de Niza, volaron a Sicilia, donde alquilaron un automóvil para recorrer la costa. Iniciaron el periplo en Santo Stefano di Camastra, el pueblo natal del padre de Francesca, Vincenzo. Se trataba de una localidad a orillas del mar que parecía detenida en la Edad Media. Callejas lúgubres de adoquines sin veredas por donde circulaban en igual procesión personas, rebaños de cabras y Vespas, flanqueadas por vetustas casas, confirieron a Francesca una sensación de opresión y angustia, y de inmediato entendió la decisión de su padre de buscar nuevos horizontes en América. Se vivía una atmósfera de oscurantismo. Los paisanos sabían que ellos eran forasteros, los miraban de soslayo y comentaban en voz baja. Entraron en una locanda a beber algo fresco, y el silencio se apoderó del recinto; varios pares de ojos los siguieron hasta el mostrador, continuaron sobre ellos mientras tomaban granita de limón y los despidieron cuando traspusieron la puerta.
En la Costa de Amalfi, en Sorrento, en la isla de Capri y en Pompeya los sedujo el brillo especial del sol, que otorgaba al mar una tonalidad turquesa indescriptible. En el paisaje se amalgamaban las montañas cubiertas de vegetación, la costa escarpada y el mar Tirreno. En Nápoles comieron pizza en el restaurante Brandy donde, según manifestó el propietario, había nacido la pizza a mediados del siglo XIX.
En Roma se detuvieron cuatro días. Kamal la conocía muy bien y resultó excelente cicerone. La sorprendió en el Vaticano, donde le contó anécdotas de papas, curas, pintores, escultores y Cruzadas que ella jamás había escuchado. Arrojaron monedas en la Fontana de Trevi, recorrieron el Coliseo, visitaron la Villa Borghese y el Palacio del Quirinal. De pie en medio del Foro Romano, Kamal le dijo: «Estás parada en el corazón mismo del cansancio del mundo».
Entre Roma y Pisa se sucedían gran cantidad de piccoli paesi, cada uno con su encanto propio y un plato típico a degustar, pero la magnificencia de la torre inclinada, la catedral y el baptisterio de Pisa, apostados uno tras otro en medio de un parque cubierto de gramilla, la dejaron sin aliento.
Desde allí viajaron a la bahía de Portofino, donde se internaron por una calleja angosta que, serpenteando la montaña, los condujo al Castillo de San Giorgio, el más antiguo de la zona, mal conservado, que sólo valía la pena por la vista espléndida que ofrecía del golfo del Tigullio y de las casas de colores en el muelle. La noche antes de dejar Portofino, Francesca le pidió a Kamal que la llevase directamente a la región del Valle d’Aosta donde finalmente conocería la Villa Visconti, el antiguo castillo que había pertenecido a la familia de su tío Fredo.
El Valle d’Aosta tenía más que ver con Suiza y con Francia que con la propia Italia, incluso el dialecto, con un marcado acento gabacho, evidenciaba sus verdaderos orígenes. Llegaron a Châtillon, un pequeño pueblo en los confines del país, donde Francesca se dirigió a un campesino que arreaba una vaca en el camino y le preguntó si conocía la Villa Visconti. «Certo!», aseguró el hombre, y explicó a continuación que ahora la llamaban sólo la Villa. Les indicó cómo llegar y, minutos más tarde, aparcaron frente al portón que marcaba el linde de la propiedad; allí dejaron el automóvil y se aventuraron a pie. En un altozano, flanqueada de cipreses y abetos, descollaba la residencia que tantas veces había admirado en el óleo del despacho de Alfredo. «¡Ojalá tío Fredo estuviese aquí!», anheló. Subieron las escalinatas que conducían a la entrada, una imponente puerta de roble con aldabas lustrosas, y llamaron.
—Quizá nos permitan entrar a conocerla —dijo Al-Saud.
Les abrió un anciano, elegante en su frac de mayordomo, que los contempló con circunspección. Kamal se presentó en francés, y el hombre los invitó a pasar. Les indicó que aguardasen, que regresaba en un momento. Francesca observó anonadada, sin poder concebir que su tío Fredo hubiese vivido en un sitio donde el boato y la elegancia eran soberanos absolutos. A través de las pesadas cortinas de terciopelo rojo del vestíbulo, entrevió la escalera principal de mármol blanco; en el descanso, un ventanal permitía ver el paisaje alpino de verano, con las estribaciones cubiertas de hierba y el amarillo de las retamas. Cada detalle del vestíbulo le arrancaba una exclamación: los frescos del techo, alegorías románticas de color pastel; los vitrales, que difuminaban la luz y matizaban el piso de rojos y verdes; las paredes estucadas en tonalidad gris, casi lavanda; los pequeños sillones tapizados en seda azul; los adornos de porcelana y los cuadros al óleo.
En la sala contigua, Alfredo y Antonina se pusieron de pie al escuchar la voz de Francesca. El mayordomo los guió hasta el vestíbulo, donde la muchacha se concentraba en una pieza de cristal de roca. Pensó que se trataba de la dueña de casa y se volvió completamente desprevenida.
—Figliola —balbuceó Antonina, y Francesca se quedó mirándola—. Figliola, sono io, tua mamma.
Fue un momento conmovedor: las mujeres se confundieron en un abrazo mientras Fredo simulaba fortaleza. Kamal se mantuvo aparte hasta que Francesca lo buscó con la mirada.
—Días atrás —comentó Fredo—, tu esposo me llamó por teléfono y me propuso que nos encontrásemos aquí, en Châtillon, más específicamente en la villa que había pertenecido a mi padre. Nos envió los pasajes de avión. Llegamos ayer a Milán, y esta mañana un chófer pasó a buscarnos para traernos aquí. Así fueron las cosas —finiquitó Alfredo—, tu esposo es el mentor y único responsable de esta sorpresa, y a él tienes que agradecerle.
—Amor mío —susurró Francesca, y acarició la mejilla de Kamal—. Amor mío —volvió a decir, incapaz de pronunciar otra palabra.
Kamal la encerró en su pecho y le susurró:
—No digas nada, Francesca, por favor, no digas nada.
—Estoy casi seguro de que nos permitirán recorrer la Villa —expresó Fredo—. El mayordomo se mostró muy amable con nosotros. Le dijimos que los esperaríamos fuera, y él insistió en que pasáramos a la sala. Incluso, nos sirvió café y una copita de jerez.
—Sería cuestión de hablar con la dueña —propuso Kamal—, quizá hasta nos invite a tomar el té.
—¿La dueña? —se sorprendió Fredo—. ¿Usted la conoce?
—Sí —respondió, muy suelto—. Francesca, amor mío, ¿nos permitirías conocer tu famosa Villa Visconti?
—¿Mi famosa Villa Visconti? —repitió ella, en un hilo de voz—. ¿Mi… villa?
—Sí, tu villa. Villa Visconti te pertenece. La compré para ti, éste es mi regalo de bodas.
Francesca paseó la mirada vidriosa en torno, y un escalofrío le surcó el cuerpo. ¿Qué había dicho Kamal, que le había comprado la Villa? No era posible, debía de haber escuchado mal. Le latía la garganta y, como un eco lejano, le llegó la voz de él que reiteraba: «Es tuya, la compré para ti».
—¿Por qué? ¿Por qué, si ya me lo has dado todo? —atinó a preguntar, aferrada a su cuello.
—Simplemente porque te amo —respondió él.
Esa noche cenaron en una vieja locanda en las afueras de Châtillon, donde Fredo y su hermano Pietro habían bebido las primeras cervezas y fumado los primeros cigarrillos a escondidas del padre. Todo se encontraba igual, aseguró; nada había cambiado, hasta el azul eléctrico de la puerta era el mismo. Cada pormenor lo emocionaba y traía a colación una anécdota. Pasaron una velada estupenda, que terminaron con un coñac en el fumoir de la Villa.
Antes de reunirse con su esposo, Francesca llamó a la puerta de la habitación de Alfredo. Leía en el sofá con los pies sobre un escabel. Una mueca de satisfacción le relajaba las facciones. Fumaba su pipa, y el aroma del tabaco holandés se apoderaba de la recámara, dejando la misma impronta que en el caótico departamento de la avenida Olmos. Fredo se quitó los lentes y le sonrió. Francesca se arrodilló a sus pies.
—¿Estás contenta?
—Mucho, tío, ¿y vos?
—Por primera vez en mi vida, me he quedado sin palabras para expresar lo que siento.
—Tío, quería hablarte de una cosa —expresó ella, y se incorporó—. Quiero poner Villa Visconti a tu nombre; es tuya, te la regalo, quiero que vuelvas a ser el señor de Villa Visconti, que la gente sepa que tu familia ha recuperado la casa. Por favor, te lo suplico, acepta.
Alfredo la contempló largamente y pensó que había magia en ese rostro, un destello particular en los ojos negros, algo que él no había encontrado en otras personas.
—¿Que habría sido de mi vida sin vos? —pensó en voz alta, y Francesca le tomó la mano y se la llevó a la mejilla—. Mejor dejemos la Villa a tu nombre, querida. ¿No querrás enojar a tu esposo, verdad?
—Kamal no diría nada, él respeta mis decisiones.
—Sí, puedo ver que te venera y que bajaría la luna y el sol para complacerte. Pero no se trata sólo de eso. ¿Para qué complicar las cosas? Supongamos que la Villa estuviese a mi nombre, ¿a quién crees que se la dejaría al momento de mi muerte sino a vos? Ahorremos abogados y papeles, y que mi casa sea tuya desde ahora. Tómalo como un adelanto de herencia —añadió, y le dio un golpecito en la nariz.
—Para mí ésta siempre será tu casa —expresó Francesca, y sonrió con picardía antes de preguntar—: ¿Estás enamorado de mi madre, verdad? ¡No te pongas colorado, tío!
—¡Hija! ¿Qué clase de pregunta es ésa?
—Simplemente una pregunta. Y, aunque no me respondas, yo conozco la respuesta.
Se levantó, besó a su tío en la frente y se encaminó hacia la puerta. Antes de salir, Fredo la llamó.
—Ven aquí —dijo, y le indicó una silla a su lado—. Siéntate a mi lado. —Le tomó la mano y la miró directo a los ojos—: Si ya conoces la respuesta a esa pregunta tan insolente, yo quiero hacerte otra. ¿Te molestaría si tu madre y yo nos casásemos? Se lo he pedido y ha aceptado. Pero necesito tu consentimiento.
Francesca se aferró al cuello de su tío entre risas de dicha.
—Te doy mi consentimiento. Sí, claro que te lo doy. Sí, sí, sí. Mi adorado tío Fredo.
—¿Dónde te habías metido? —quiso saber Kamal—. Hace una hora que te espero. Estaba por vestirme y salir a buscarte.
—Pasé por la habitación de mi tío y me detuve un rato a charlar con él.
—Sí, y yo aquí muriendo de amor por ti.
—Hoy sí que te has convertido en mi héroe. Encontrarme a mi madre y a tío Fredo y enterarme que compraste la Villa superó los límites de mi imaginación.
—Tenía que hacer algo sorprendente para ganarme el cariño de mi suegra.
—Bien sabes que lo has conseguido. Te la metiste en el bolsillo con tanta alharaca, hereje mío.
—Sí, sí, logré mis objetivos, lo sé, pero ahora tengo en mente otros planes.
La aferró por la cintura y le besó el cuello, y nuevamente, con el encanto del primer día, lo embriagaron los jazmines de Diorissimo y la tersura de su piel.
Más tarde, Francesca respiraba acompasada y profundamente entre sus brazos cuando le escuchó decir: «Te amo más que a la vida misma, Francesca. Al-Saud».